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on Ceferino Cortez, vecino de Mendoza, casado y con cuatro hijos, vivía de sus trabajos en corta de adobes, o ya levantando una pared, ya trayendo leña en su carro de mulas o cargando arena en las ripieras… Siempre en fatigas para mantener a su mujer y a sus hijos.
Había nacido en Colchagua por el año 60. En su tierra se había criado trabajando en labranzas en los fundos vecinos.
Se allanaba a todos los quehaceres y fatigas. Buen vecino, medianero en los pleitos del barrio, su voz reposada y amiga era norte de las partes en discordia. Conseguía mucho más su mediación componedora y complaciente que la intervención autoritaria del comisario de policía.
¿De dónde le nacía a don Ceferino Cortez ese don mediador, esa paz trascendida? ¡De los terribles sufrimientos soportados en la Guerra del Pacífico! Aquí van algunas de las peripecias que logré apuntar, hace años, cuando al lado del fuego y rodeado por sus hijos y amigos, contaba sus penalidades en trance de dolorosa evocación.
Declarada la guerra por Chile, corrió a enrolarse en las filas patrias. Formó parte de un batallón de infantería que partió para el norte, el disputado territorio de las salitreras. Su memoria, en tanto borrosa, salpicaba de involuntarias lagunas a su relación, pero recordaba bien que se embarcaron en Valparaíso y después de una semana de navegación llegaron al puerto nortino de Antofagasta, —«si la memoria no me falla». Como a los 20 días los volvieron a embarcar para otro puerto «más nortino» y después de unos días de navegación, bajaron a tierra. —Allí estuvimos haciendo ejercicios militares y al término de un mes nos llevaron a un lugar que no recuerdo, y ya fue caminar sin descanso por pampas desoladas, con solazos que nos traspasaban el alma. El rifle, las municiones y el rollo que llevábamos a la espalda, nos pesaban tanto, que algunos abandonaban todo, menos el armamento. Yo y mis compañeros teníamos los pies llagados y más de una vez nos tiramos al suelo, vencidos y sin alientos, pero con la fresquita de la noche, nos juntábamos varios y seguíamos los rastros de nuestro batallón hasta darle alcance donde hacía noche. Después de mil marchas, las más penosas y dolidas, se nos anunció la batalla. Estábamos a media legua de distancia, pero la salvamos volando. Hicimos alto casi frente a los cholos y nuestro capitán nos acordó un respiro y nos previno que íbamos a entrar en combate. ¡Lo que es la mocedad! ¡Nos alegramos todos! ¡Y principió la terrible batalla, señor! Nuestra artillería avanzó con muchos caballos de tiro y les mandó unos «bombazos», pero el enemigo de coyas y cholos nos contestaron con otra de bombazos y nos llovían balas y vi caer a los nuestros y se me calentó el cuerpo y más cuando reventó un polvorazo cerquita. Ya se hizo general la pelea y recibimos orden de vencer o morir por nuestra bandera. Avanzamos por unos arenales ardidos y salitrosos con los pies llagados y la boca amarga. Habíamos ya vaciado y tirado la caramayola para andar sin impedimentos y cuanto más veíamos caer a los nuestros más se nos subía el coraje a los ojos. Como locos desembocamos en una pampita cubierta de enemigos y los rifles se nos ardían en las manos de puro hacer fuego. Ya apelamos a las bayonetas y allí permitió Dios que nos ensangrentáramos hasta lo imposible. Aquello fue un mar de sangre entre hombres enfurecidos y con el celebro empantanado en odios y pólvoras… ¡Qué terrible se vuelve el cristiano en la guerra! El hambre y la sed nos hacían más herejes. Así como a la media tarde entró en sosiego el batallar después de redotarse el enemigo. Entonces hicimos como un alto para juntarse los desperdidos de nuestro batallón, pero de seguida se recibió la orden que había que perseguir a los vencidos celando que no se rehicieran para batallar. Nuestro capitán nos dio voz de mando y, poniéndose a la cabeza, partimos como 25 soldados para el naciente, en seguimiento de un resto de enemigos que se veían a lo lejos. Cansadazos y con hambre y sed, nos dimos en seguirlos, sin advertir que nos metíamos en una cerrilada que nos tapaba toda vista. En la fiebre de avanzar y con la esperanza de encontrar unos ojos de agua, no nos dimos cuenta que se nos venía la noche encima y que nos perdíamos al todo. Y así fue. En lo obscuro, y con eso de tomar uno para un lado y otros para el otro lado en buscas del noticiado manantial, apenas si logramos juntarnos cuatro. Subimos a un alto y con toda precaución y acallando la voz, llamamos a nuestros compañeros, pero nadie apareció. En este trance acordamos el volvernos, pero en lo obscuro de la noche desembocamos en un quebrado peñascal hasta caer en la cuenta que estábamos bien perdidos. Juntamos unas leñitas y al reparo de un peñasco nos acogimos a la lumbre de un fueguito para olvidar el hambre y la sed. Allí estábamos los cuatro soldados hablando bajito y haciendo acuerdos para volver en cuanto aclarase el día a nuestro batallón, cuando ¡Dios me libre!, de repente recibimos una granizada de balas. Cayeron mis tres compañeros y yo atiné a refalarme a un costado del peñasco y de allí me fui arrastrando a lo culebrón hasta ganar el fondo de una barranca. Al rato y de lejitos pude distinguir a la lumbre del fuego a una patrulla enemiga que se arrimó a mis compañeros caídos a los que desvalijaron. Recogieron los rifles y balas, pero en balde buscaron agua y comida. ¡Bien se veía que ellos también padecían hambre y sed! Al fin se fueron para el lado de Bolivia. Yo quedé solo y en desamparo, sin poder allegarme a la lumbre por miedo de recibir otra descarga. El terrible frío de la noche me engarrotó, pero permitió Dios que hallara unos manojos de pastos secos y que me cubriera con ellos. Así me halló el día: perdido y castigado por el hambre y la sed. Para aguaitar si había enemigos, atiné a asomarme a unos altitos. ¡Ni un alma se divisaba y solo se oía el lamentarse de un compañero herido! Al rato me le arrimé y fue para ver la más triste desventura: dos compañeros muertos y otro herido, que me clamaba por todos los Santos que le diera el fin. Me agarré la cabeza a dos manos y me puse a considerar… Al cabo de mucho pensar y sufrir todos los encontrones, me determiné a dar sepultura a los muertos. ¡Con cuchillo, señor, cavé una media fosa y allí los enterré! Recé todos mis rezos encomendando sus almas a Dios, pero lo que me partía el corazón era el compañero herido, por momentos en razón y por momentos en desvarío. Como una campana que golpeara mi seso me clamaba que lo despenara de una vez. De repente me agaché, lo tomé debajo de los brazos y quise alejarme con él de ese lugar tan penoso y maldito, pero no me dieron las fuerzas para andar más de veinte pasos. Allí nos cayimos los dos y yo ya veía visiones de tanta sed. En este penar se me fueron las horas de la mañana, hasta que me dio como una «repentina» y tomé esos campos ¡a perderme!… Caminé y caminé y tarde vine a darme cuenta que me gastaba caminando en vano por los alrededores de mi compañero herido. Es que me tiraba el no abandonarlo y al mismo tiempo el querer alejarme para no matarlo. A eso de la oración me dominé y me allegué a su lado. Ya el pobre herido llegaba a las últimas, pero alcanzó a reconocerme y a clamarme por dos cosas: ¡un traguito de agua y después que lo ultimara! ¡Señor! ¡Señor! ¡Por qué permitiste que yo viviera! Y seguía como a campanazos pidiéndome la muerte para dejar de sufrir y yo a los vaivenes en un sin saber qué hacer… Tanto él como yo tocábamos los lindes de la castigada razón. Pero él, en su martillar por la muerte tenía un punto en qué hacer pie; yo estaba entre que era y no era. Apenas alcanzo a recordar que nos volvió a tapar la noche, él con su clamar por la muerte y yo con la cabeza a dos manos. Ya no sentía ni hambre ni sed y solo me trabajaban dos ideas: «si lo mato o no lo mato». Así se nos pasó la triste noche. Con la fresca del amanecer volvió de su último desmayo el moribundo y fue para clamarme, ya con voz desvanecida, que le diera la pronta muerte. De un repente me levanté, furioso, hecho un tigre y tomé una piedra, una gran piedra y la levanté ¡la levanté todo lo más que pude y para no arrepentirme, cerré los ojos!… Con la cabeza aplastada lo enterré al pobrecito, apenas a una cuarta bajo tierra. ¡Qué! Si ya ni fuerzas tenía para cavar una tumba. Con dos palitos le armé una crucecita, la clavé en tierra y salí como maldecido. Alcanzo a recordar que tomé una senda que yo creía que iba para el lugar de mi ejército, pero era a la contraria. Llegué a una altura y grité, llamando a mis compañeros, pero, ¡ni una señal, ni un humito ni una nada! Bajo un sol quemante caminé y caminé cuanto pude. Al fin caí a un río seco y seguí caminando, caminando… En eso alcanzo a ver entre neblinas a un soldado afirmado en la barranca. Era un enemigo que se reía y me miraba con fijeza. Ya sin importarme ni la vida ni la muerte, me allego a él, le extiendo mano de amigo y le pido por todos los Santos ¡un traguito de agua! Nada. Le paso voz de amistad, voz de cristiano en trance de muerte, pero él seguía tan tieso su reír sin bulla. Más me le allego y le toco el cuerpo y la cara y cae al suelo, tieso como un cartón… Alcanzo a darme cuenta que está muerto y hecho una momia con esos aires tan secos. Así y todo y ya en los lindes de la vida, le sigo pasando el habla y le cuento las grandes desdichas mías, pero el soldado enemigo, de cara al cielo, me sigue mirando y mirando como si estuviera «más allá», y ya no me comprendiera. Al fin me doy cuenta que es en vano todo lo que estaba haciendo y logro seguir mi camino con pasos trasperdidos y pasando mis palabreos al viento. Sigo caminando y llega la noche y me doy un topetazo en un barranco y caigo a la arena, desmayado de sueño, de hambre, de sed, de ganas de morir… Al otro día amanecí entumido. Para medio calentarme me dispuse, en los entresueños, a caminar y seguir caminando hasta encontrar a la de la guadaña… Qué, si ya mis ojos estaban turbios y la razón no me asistía. Seguí y seguí y de lo único que me acuerdo, entre nubes pardas, es que yo miraba a mis pies que caminaban y caminaban por los pedregales de la sed… Mis piernas se iban solas… No sé más.
«Después, por lo que apenas me acuerdo y me contaron, abrí los ojos y vi a un indio coya inclinado sobre mí y a su lado, unas llamas».
—¡Agua! ¡Agua! —le clamaba yo con todo mi ser.
—¡No dar agua! —me contestaba y me fue dando, muy de a poquito, leche de llama. A cada rato me repetía la racioncita de leche y ya al anochecer me sentí algo repuesto. Por dos días quedó a mi lado, cuidándome el pobre indio coya, mientras sus compañeros seguían viaje con la recua de llamas. Al otro día, ya más repuesto con leche, maíz y charque, pude dar cortas caminatas y, día tercero, seguí a cortos pasos a mi indio salvador. Él me esperaba cada tanto y me animaba a seguirlo. Días y días caminamos hasta llegar a Oruro, donde vivía el indio arriero. En su pobrísima choza acabé de reponerme y no bien tuve fuerzas tomé varios trabajos para medio pagarle a mi salvador lo que hizo por mí. Me hice conocer como entendido en herrería y me llovieron los encargues para arreglar punteras de arados y herramientas de labranza.
«Me conseguí fragua, yunque, martillos, tenazas y pude encarar varios trabajitos de fierro fino y esto me dio calce para embolsicar alguna moneda. En viendo mi habilidad me pedían que me quedara en Oruro, pero me tiraba a estar donde hubieran cristianos más adelantados. Supe que nuestro ejército había entrado en Lima, pero yo no tenía medios para llegar hasta allá. Pasó un año y pasaron dos y supimos que se habían firmado las paces».
«Yo podía volver a Chile, pero temía que pudieran creerme desertor y eso me contenía».
«Acordé acercarme a mi tierra: estar siquiera frente a ella. Me junté con unos arrieros que iban a Salta y con mucha pena dejé a mi indio salvador, después de corresponderé como cristiano agradecido. ¡Que Dios le haya premiado su buen corazón! Pisé tierra argentina y entré al servicio de un caballero salteño que hacía viajes de comercio con La Rioja, y con él llegué hasta ese pueblo. De ahí pasé a San Juan para venir a parar a Mendoza: estoy ya cerca de mi tierra».
Y aquí miraba apasionadamente a su esposa, y agregaba:
—Di fin a mis andanzas por mediación y gracia de los ojos negros de una cuyana.
Cuando en diversas ocasiones los diarios levantaban algaradas sobre límites con Chile y algún joven hablaba de guerra, don Ceferino Cortez lo miraba con toda la humanidad sufrida de sus ojos que lloraron martirios y le volcaba estas palabras:
—Que nunca por nunca haya guerra entre estos pueblos hermanos… ¡Se sufre muy mucho! —Y seguidamente contaba, con voz dolida, algunas de las penalidades de la Guerra del Pacífico. Por estos relatos, no siempre comprendidos, los vecinos lo designaban con el mote de: El Soldado de Chile.
La última vez que narró sucesos guerreros, trasegó conclusiones maduradas en la lucha por la vida. Enfrentado a tremendas realidades, domado por un trabajar sin treguas y siempre en la miseria, percibía el Gran Engaño escudado tras el tambor que hace marchar a los pobres enchufados en uniformes. Dijo el sufrido: «Y pensar que tanta sangre y fatiga fue para que los ricos se hicieran ¡más ricos! y los pobres de Chile, que dieron su sangre para la guerra, bajaran a los reprofundos de la miseria!»
Murió a fines de setiembre de 1916.
Días antes, el 18, íbamos con él y su esposa por la Avenida Sarmiento. Al pasar frente al Consulado de Chile, se detuvo a contemplar la bandera de su patria, que pendía hasta casi tocar el suelo. Seguíamos nuestro camino cuando, de repente, él se volvió, entró al jardín y llegándose al pabellón con la estrella de Araucania, hincó su rodilla en tierra y abarcando unos pliegues con su mano, los besó, al tiempo que se ausentaba a sus inenarrables recuerdos.
El cónsul, señor Stoppel y su familia, miraban con respeto esa muestra callada de cariño patrio.
Al rato se levantó don Ceferino Cortez y salió con escondida, lejana tristeza. Se nos agregó y seguimos en silencio nuestro camino.
Pocos días después moría en su casita a orillas del Zanjón Frías.
Por siempre recordaré a este hombre pensativo, de caudalosos sentires, humilde y medianero, llevado por el sufrimiento al amor a la Humanidad. ¡Para mí será siempre, más que el Soldado de Chile, el cabal e ignorado Soldado de la Paz de América!