E
n la Pulpería del Gallo Pelao se reunía lo piorcito del barrio del Infiernillo. Allí se lo pasaban los vagos y mal entretenidos entre nubes de humos y charlas de perdición. Topaban en tal lugar gente del amaraje y de otros carguíos. En perdidas hablas, sin fin ni rumbo se les iban las horas, ya afirmados en el macizo mostrador de adobes o ya apuntalando las paredes, pero ni por esto dejaban de tirar bolazos a todos los rumbos, como quien tira piedras. Bebidos y amanecidos, medio se sostenían en un estar entre dos luces y aunque no perdían al todo el entendimiento, el aguardiente les hacía ver luces perdidas y huyentes. Y parlaban deshilvanados sobre las mil bolas que ruedan por los descaminos del mundo. Carreteros, arrieros, maruchos, gente de boyadas, piones de finca, puesteros criadores de cabras y algunos malos artesanos del fierro y de la madera, dejaban allí sus pocos riales. Y se dejaban estar, renegando contra la famosa papeleta de conchabo que les reclamaban a cada paso los inquisidores decuriones en su afán de avinagrar la vida del pobre criollo. La gran mayoría eran solteros, pero no faltaban los casados que, en vías de perdición, olvidaban a la pobrecita de su mujer y sus hijos!
En un extremo de la pulpería, la destinada al beberaje, sentados en desvencijados y grasientos bancos y frente a tres mesitas, jugaban al naipe los más perdularios. En el monte y la viscambra perdían los más lo que embolsicaban los menos. Avispados eran éstos y de mirada ¡tan caladora! que trasminaban hasta las murallas para descubrir donde se aposentaban los pesos fuertes. Palabras coloradas envueltas en llamas y en el tono más subido se soltaban de cuando en cuando y más de una diestra se corría a la cintura; pero al final se apaciguaban a medias los perdidosos… Más a la esquina y ya en espesa penumbra, como conviene a los cantores finos, tres mocetones de chiripá y de sombrero arrequintadlo, y bastante achispados con el trago, ensayaban, en los lindes de las escondidas hermosuras, los rasguidos y punteos de sus guitarras brujas. El amor, el violento y contenido amor, los ardía en sus abrasadores fuegos. Asomaban a sus apasionados ojos, entrecerrados y fogueadores, la perdición del hombre por la mujer en la conquista a deshora y en callejones obscuros. Y volvían a ensayar la muy escondida forma del punteo al aire, seguido de rasguidos conllevadores, al tiempo que ensamblaban sus voces para florear la tonada más donairosa o la cueca y el gato más florido de las chinganas de renombre. Por fin los mozos guitarreros sacaron a luz el canto estremecedor de la tonada «La pastora», a cuyo aletear se enternecen los hombres y mujeres en vías de pasión.
Apenas nace la aurora se anuncia el alba y el día…
Ha bajado una pastora al pie de la serranía…
Pobrecita la pastora que ha fallecido en los campos…
¡Que Dios la tenga en su gloria por haber sufrido tanto!…
Gritos de guapeza y de amor en vano se levanta, ron como rescoldos en nubazones del criollismo y corrieron los vasos de licor, brindados a los cantores finos.
Pero en la puerta esquinera de la Pulpería del Gallo Pelao, y desbordándose a la vereda, se regodeaban media docena de palanganas. Allí se habían apostado para tirarles cuchufletas a los jinetes mal montados, según y cómo fueran los pingos que jineteaban, porque para burlarse de la gente eran como mandados hacer. Pero lo que más apetecían, y con sed de pasión fogosa, era remirar y soltarles flores del habla a las niñas que por allí pasaban: en eso sí que no perdían el tino y la afición. Entre ellos y con renovados afanes, por ratos se asomaba y por ratos volvía al mostrador, el famoso Hurón que, como siempre, andaba buscando bochinche con el tiento desatado de sus ojotas para que algún desprevenido lo pisara y ¡al tiro! armarle camorra a guantones.
Entre los mirones a la calle estaba Chayanta, el mozo jarillero con fuerte olor a los montes del cerro; el viejón Verdolaga, mudancista de remesuras, serenos y malambos, que todavía y con veterano lucimiento verdegueaba entre la mocedad locona y parrandera; Guandacol, del barrio de los Higuerales, sobador de cueros y tronzador de lazos y cabezales; el Chiñe, del barrio del Zanjón, con su poncho negro listado de blanco, que se iba en hilachas; Posiderio, de la Cañadita Alegre, boyero de raras mentas por su escondida habilidad para agujerear por el fondo a las hojitas de vino y aguardiente, que en carretas y arrias partían a Buenos Aires y, por último, para suma de quebrantos, Polilludo, mozo ya pasadito y arrugado, alto y flaco como varejón, con su nariz grasienta y aflautada, que a cada rato se acomodaba su quepis colorado, dado de baja de la Guardia Nacional. Se señalaba por sus ojos redonditos de ratón quesero y sus abiertas orejas de murciélago, que movía a voluntad con gracia titiritera para risión y desfogue de todos. ¡Si no había más que decirle: —Chey, Polilludo, mové las burreras…—, y el muy tal por cual las movía ligerito, de atrás para adelante, como si espantara moscas! Pero era poco frecuentado por ser garrero fino para pitar, comer y beber de arriba, ya que a todos y a cada rato les caía con pedimentos. Pero lo más pior de todo es que se las componía para aguar toda fiesta por más alegre y entregada que fuera.
Allí, tapando la puerta esquinera de la pulpería, se dejaban estar unos y otros, vaso en mano, unos bebiendo despacito para mejor gustar la ginebra; otros armando cigarritos y alguno sacándole chispas con el eslabón a la piedra para encender el yesquero y volver a prender el pucho de tabaco tarijeño, remojado en el cruce del Desaguadero …
Chayanta sacó a relucir su preciosa tabaquera chuspa de cogote de choique, bien sobada y con rebordes guarnecidos de seda color de fuego; se demoró en armar el cigarro de hoja de chala.
—¿Querís humiar? —le preguntó, zalamero. Polilludo, en espera y mención que le pasara tan laboreada prenda para fumar; pero Chayanta, sin mirarlo siquiera, armó su cigarrito, arrolló primorosamente su preciosa tabaquera y cuando se la guardaba en el bolsico, contestó—. ¡Quiero! —y lo dejó con un cuarto de narices al pedigüeño Polilludo que se fue a jeringar a otros.
En eso estaban los de aquí y los de allá, cuando se oyó un vivo taconear por la despareja vereda. Los más gavilanes estiraron el cogote para afuera y ahí se quedaron ¡chilín campana! y como encandilados. Es que venía en luz de la calle, altiva y donairosa, la Jesusita, flor del barrio del Infiernillo, y flor de la canela, al decir de la mocedad ansiosa… A todos se les iban los ojos en el más goloso remirar y más estiraban los cogotes para más ver, lograr ser mirados. Y llegó la niña agraciada y sin ladear sus ojos, puestos en soñada lejanía y huyentes brillazones, pasó delante de todos como si entre piedras pasara y, segura y rumbosa, siguió calle arriba igual que perdiz entre zorros deslumbrados. De arriba abajo la acariciaban el remirar de los codiciosos, mientras se oían ruidosos e intencionados suspiros y se escapaban contenidos. —¡Quién pudiera!… ¡Adiós, corazón!…, —y otros tiros del apasionamiento criollo. Y más la fogueaban con miradas flecheras, pero ella pasaba y pasaba mientras el vaivén de su larga y ancha pollera, mostraba los armoniosos tobillos al son de su garbosa marcha… Y se desparramaban los desbordes del palabrerío del amor. Quien alababa más esos ojos de un mirar lejano y soñador; quien ese cuello blanco y gentil; quien esos pechitos movedizos y tentadores; quien esa cinturita fina; quien esa cadera redondeada y, por último, ¡esos tobillos! Y todos se atropellaban desgranando flechas del dorado amor, como ramo de flores lanzado con arco de ensoñación.
—¡Véanla tan soberbia y regalona! —le suspiró Chayanta, siguiéndola golosamente con devoradores ojos.
—Y tan tiesita que va y con pasos ¡tan medidos! —le sumó el viejón Verdolaga, acariciando como veterano conocedor el continente de la hermosa.
—¡Sí! —le sumó Guandacol—. ¡Y ella siempre donairosa y en lejanía para ser más remirada!
—¿P’ande irá? —medio inquirió el Hurón, chasqueando la lengua como si probara licor dulce.
Y Posiderio, que se iba detrás de ella con los ojos y el pensamiento, vino a decir:
—¡Y con esas lumbreras por ojos que alegran la mañana como cantitos de pititorra… Ah, malhaya, quién pudiera!…
—Si no hay dos como ella, calle arriba y calle abajo —metió cuchara el Chiñe entre contenidos suspiros y gustoso blanquiar de ojos.
—¿Y esos pechitos que quieren gritar albricias a la mocedad? —volvió a sumarle Chayanta.
—¿Y esas anquitas que son de: miráme y volvéme a mirar mirando —volvió a la carga el viejón Verdolaga.
—Por los tobillos que por ratitos asoman, se adivina lo demás y no paro hasta las bien trenzadas chapecas que le acarician los dos lados de la nuca —se saboreó Posiderio.
—¡¿De quién están cacareando tanto y con tan burladas ganas?! —les cayó como agua fría Polilludo.
Y luego, con el mayor y el más circense de los desganos, se asomó a la calle y ostensiblemente medio miró a la Jesusita que ya llegaba a la otra esquina, y después de escupir por el diente en señal de asentamiento y con aires de muy aburrido, hizo un gesto de suseñor. Y él, que ni había mirado antes ni tirado flores amorosas como los otros, se empinó en medio de todos, y alzando sus cejas y medio cerrando los ojos, logró atraer la atención de los entusiasmados… Tomó resuellos, compuso el pecho, entornó los redondos ojitos y acabó por subirse a la positura del que va a anunciar novedades de alto vuelo con decires resonantes. Al fin vino a soltar prenda como quien premia las largas esperas. Dijo de a poquito y estirando los labios como si hablara sin ganas: —¡¿Ésa?!… ¡Puh! Se hace la muy santita pa tan solamente levantar polvareda, pero yo que noche a noche le caigo a su cuarto… —Y siguió propasándose, noticiero malicioso, con palabras que eran martillos y campanas y ¡al momento! todas las orejas se ladearon para recoger tan tremendas novedades y luego rumiar huesos tan sabrosos… Verdolaga, el más veterano de todos en lides de esta laya no se pudo aguantar más y se adelantó—. ¡Ah, tigre! —le dijo guaposamente—. Si de medio sonso no tenis más que el airecito que te persigue onde quiera que vayas.
Más se estiraba Polilludo, cimbrando glorias y haciéndose el dormido, mientras recibía palmadas de felicitación por tan resonante triunfo y era requerido por sabrosas intimidades.
—Aquí va este brindis, amigazo —le sumó Guandacol, pasándole un vasito de coñaque—. Si a los que parecen caídos del catre, los alumbra rara estrella y caminan por un hilo de plata hasta llegar a la mesma gloria. ¡Sos de mi flor un gajo!
Y el siempre emponchado Chiñe le acarició la cabeza, al tiempo que le decía:
—Y son estos descuajeringaos los que, por la noche obscura para no asustar, entran a las cuidadas alcobas.
Llovieron otros decires de admiración a tan escondidos recursos de conquistador de mozas del barrio y algún abrazo por haber sabido rendir a tan resguardada y airosa torre. Y el muy consentido de Polilludo, levantándose en el centro de la mocedad alborotada, ya ni hablaba sino que, medio cerrando los ojitos y estirando los labios gustaba, regalón, traguitos de ginebra. Con vivezas repentinas contestaba a las preguntas más intencionadas con un pestañeo convencional y picaros guiños al caso.
Pero Chayanta sufría en las honduras del pecho herido. Se puso jetonazo de rabia y desencanto.
—¿Con que la Jesusita era una?… ¡Ah! —se laceró en sus rigores al recordar que, como a tantos otros, lo había desairado una y otra vez cuando, al pasajero compás de una cueca, le volcara al oído solicitaciones de amor… Y se le aparecía la despreciativa como algo muy manosiado y bajo—. ¿Será posible que este despatarrao haya llegado a tanto? —Y volvía a mirar a Polilludo, el último de la carnada del barrio del Infiernillo, quien, en lo más alto de su gloria, se acomodaba y volvía a acomodarse su quepis colorado. ¡Si le daban ganas de atropellarlo con el cuchillo, pero ¿a qué ensuciarse con esa borra?
Y el muy gloriado seguía babosiando a la Jesusita que había tenido la debilidad y el quiebre de caer a lo hondo ¡y con el pior de todos! —¡Ah, las mujeres!… —se decía, pero al volver a mirar al desastrado y sonso, comenzaron a nacerle a Chayanta como cosquillitas de dudas que se fueron agrandando y… sin despedirse ni dar razones a nadie, se fue. Se fue con la mirada baja y mascando furores y después de dar mil vueltas calle arriba y calle abajo, enderezó para la casa de la madre de Jesusita, y en llegando a la bien cuidada casita de adobones, rodeada por jardines y huertas, entró sin saludar a nadie y menos a ella. Y se dirigió al final del corredor donde la pobre viejita de la madre tomaba su mate con hojitas de yerba mota. Y el mocetón amargado se sentó al lado de la pobre vieja y le rechazó guasamente el mate que ella atenciosamente le pasaba, y con la jeta tan larga y los ronquidos de los amargores le volcó a la admirada madre todo el penar de su pecho y a lo que había llegado la arrastrada de su hija, que andaba de boca en boca entre lo más malo de la Pulpería del Gallo Pelao.
—¡Jesús, por Dios!… —alcanzó a decir la pobre vieja antes de venirle el mal…
Y el sábado siguiente, cuando se juntaban los mismos vagos y mal entretenidos en la pulpería de la perdición, les cayó la Jesusita. Taconeando con furia venía por la vereda, pero en vez de pasar de largo como siempre y con los ojos puestos en un brilloso mirar lejano, allí se plantó en todo su ser para encararse con los mirones, y con ojos que echaban chispas quemantes, les buscó la cara de a uno en uno. Su punzante mirar entresacó a Polilludo que se asomó sin saber lo que pasaba. Roja de ira y dando pataditas al suelo, le fue diciendo una y otra vez al gran conquistador de mujeres.
—¿Con que sos vos el que me va a manchar el crédito en el barrio del Infiernillo? ¿Conque sos vos el que entra a mi cuarto por las noches? ¡Gritálo bien fuerte cuándo has merecido, pililo milagriento, verte tan solo a mi lado en la calle y al paso! ¡Mírenlo al patas de loro barranquero! ¡Cogote de gallo pelajiao! ¡Canillas chorriadas de buey herrero! ¡Cara de sopaipilla pasmada! ¡Ojos de urraca descosida! ¡Nariz de higo pasa! ¡Orejas de laucha cieneguera! ¡Tampoco con ese quepis colorado el nido de pericotes que tenis en la cabeza! ¡Y ya mismo salí a la calle a gritar qué has conseguido de mí! ¡Decílo a gritos y delante de todos, te mando!!!
A las pestañadas y haciendo pucheritos aguantaba la tormenta Polilludo. Se le chingó una escupida por el diente, porque ¡ni saliva le restaba en la boca! Al fin y mirando bajito después de caérsele el quepis colorado y como quien escapa a una cueva y con media y trizada voz, alcanzó a decir:
—¿Ve?… ¡Siyo, todo lo que hi dicho fue lo que soñé la otra noche que dormí sin cabecera!