EL CAZADOR DE CHINCHILLAS

F

ui conociendo de a poco a don Lucas, el mentado cazador de chinchillas.

Sin saber cómo y atraído por la novedad del asunto, entré en una pesquisa que acabó por conquistarme. Alguien dejó la novedad que había un raro cazador en lo alto de la sierra.

—¿Por qué es raro? —pregunté.

—Porque no caza como los otros cazadores, a bala o con trampa.

—¿Y con qué caza?

—Con un hurón.

—¿Con un hurón? ¿Y cómo?

—¡Ah! Eso no lo sé yo…

Me quedó sobrenadando en la memoria los recursos de este cosechador de los riscales.

¿Se puede cazar chinchillas con hurón? ¿Cómo es posible que yo, que me tengo por un diligente compilador de caudales folklóricos, no lo haya sabido antes? ¡Siempre me quedo dormido!, me recriminaba.

Comencé a tejer la maraña para conocer en su medio al cazador extraordinario.

Ya en tren de averiguaciones hablé con alguien que se dejó decir que, «perdido en la alta montaña, vivía un cazador muy raro que cazaba chinchillas con un animalito amaestrado». Para mejorar noticias me señalaron a una viejita, pariente del cazador. Allá fui a dar.

—Sí —admitió la pobre después de un largo y pensante silencio—; Lucas caza las chinchillas con un hurón que le costó años amaestrar; pero más le costó conseguir que su aliado de cuatro patitas le trajera las chinchillas sin dañarles el cuerito que tanto vale … —Ahí se plantó la vieja y no quiso dar media palabra más.

Busqué a un viejo que andaba enemistado con el cazador. Le hurgué el asunto, pero no conseguí sacarle algo. Apelé al recurso de hablar pestes del pesquisado.

—Sí; lo conozco al ladeado de don Lucas. ¡Es un vivo atado de mañas y no da puntada sin nudo!

Seguí el machaque hasta conseguir que agregara:

—Sí; tiene un bicho que, en mañas, se le iguala y los dos, que se entienden a las maravillas con musarañas, consiguen pillar a las pobres chinchillas… Si siguen así, ¡no van a dejar ni una sola en esos riscales! Es un viejo caviloso y retorcido del que hay que cuidarse.

Pero otro noticiero me arrimó datos más amistosos. Según él, don Lucas era un hombre que, aunque muy caviloso y apartado, había puesto sus cinco sentidos en pasarle habilidades y recursos, propios del más fino y ahondado cazador, a un hurón. Tanto había machacado en el entendimiento del animalito que había conseguido sacar provecho de ese azote de los gallineros.

—¿No le parece cosa de admiración y encanto?

—Así es —le contesté.

—Es caso muy señalado —siguió diciendo él— que no solo hay inmedible caudal de paciencia en esa obra. ¡Hay ciencia muy bien encaminada y hay un punto de arte, el más escondido! … Conozco a los hurones porque tuve un parcito de ellos y los quise amaestrar, pero, ¡eran de cabeza dura! Al fin los maté, aburrido; pero ese don Lucas es de los más finos y de alargados recursos! Es la misma imaginación en los lindes del entendimiento… ¡Uh!

Pasó un año antes que yo pudiera aclarar la verdad en que sobrenadaba aquel haz de noticias truncas, dispersas, opuestas, pero realzadoras de las habilidades de un hombre humilde, soterrado en las más fragosas alturas. Arribé al parecer que don Lucas poseía una gran facultad inventiva, pero también admití que todos los informantes se reservaban un resto de información que tomaba las dereceras del misterio…

Fue en mis vacaciones, en pleno verano, que pude emprender el ansiado viaje a la alta montaña. Llegué en autobús hasta el pueblo más cercano. De allí me interné en el Ande a lomo de mula; pero antes porfié en ciertas averiguaciones.

Pregunté a la señora de un arriero sobre las andanzas de don Lucas. Tomó resuellos para hablar largo y dijo:

—Por ahí andan diciendo y andan hablando que es un viejo idioso que se pierde del poblado por un año para, al fin, aparecerse con un montonazo de cueros de chinchillas que cosecha, angurriento, por esos peñascales malditos… Yo no sé decirle si es derecho o torcido ese tal don Lucas, pero doy crédito a los que andan murmurando que tiene tratos y mantiene relaciones con el mesmo Diablo —¡Ave María Purísima!— porque nunca se lo ve por la iglesia…

Quedé más descaminado que antes.

Luego tiré sondas a su marido, el arriero. Éste escupió varias veces, hizo gestos de distanciamiento y, por fin, bajó a decirme:

—¿Ése?… ¡Uh! A mí, que no me vengan con el cuentito del hurón … —Y bajando el habla y atisbando a los lados, se dejó decir:— Pa mí que es contrabandista… ¡Y de los finos! ¡Nadie quiere caer en la cuenta que está apostado en el camino de Chile!

Un bolichero, al que le alquilé la mula para ir a la casa de don Lucas, me alumbró más el camino. Despaciosamente y con un desganado dejo de misterio, me anotició que el don Lucas había amaestrado, con alabada paciencia y querencioso aliño, a un hurón, primero en su casa y luego en los mismos rodados que cubrían la ladera de un cerro. En esos yermos, en esos páramos, al rayo del sol reverberante en verano y lanceado por los fríos en invierno, había conseguido que el animalito supiera introducirse entre los resquicios de los peñascos escombrados y se allegara mañosamente hasta el lugar mismo donde se guarecían las codiciadas chinchillas. Aparecía el hurón, se apoderaba de una de ellas con sus fuertes dientes, sujetándola por la nariz y, retrocediendo, no paraba hasta entregársela a su dueño. Luego repetía la hazaña, ¿cuántas veces? No lo sabía, pero sospechaba que el hurón cazador rendía gran provecho. —¿Cómo lo sabe? —le pregunté. —Uh… —me respondió muy seguro—; ese hombre vive muy regalonamente y tiene sus buenos depósitos en los bancos. ¿De dónde saca tanta plata? ¡Lo conozco bien! Es tan avispado como cauteloso… ¡Uh!

Un último informante, un agente de policía de campo, me dio una pintoresca semblanza del sospechado.

—¿Ese viejo? ¡Es un macuco! (engañador) ¡Y de los finos! No solo le halla la vuelta a las pobres chinchillas sin el menor ruidito, sino que sale muy seguro con su gran tesoro de pieles por caminos riesgosos, donde nada cuesta matar a un hombre; pero él se las compone y llega sano y salvo al poblado sin que nadie lo ataque. Ahí está su mayor habilidad.

Ya con este cuadro, dispar pero nutrido y facetado, me aventuré a un riesgoso viaje en mula para tan solo estudiar al mentado cazador. Me llevaba también el deseo de enriquecer mi colección de folklore y de arqueología. Montado en mansa y baqueana mula, tomé el camino de Chile. Tuve la suerte de agregarme a un arreo de vacunos que seguía la misma ruta. Pernoctamos en unos ojos de agua y al otro día, de madrugadita, seguimos camino cuesta arriba. Así como al mediodía y en llegando a una senda que se apartaba al norte, me indicó un arriero que la siguiera que, cosa de media hora, llegaría a las viviendas de ese viejo endiablado que… Seguí esa senda y luego de sostenida marcha divisé los techos de sus casas de piedra, en cuanto salí de un portezuelo. Al rato llegaba y batía las palmas.

—¡Dios gracias! —grité atenciosamente. Muy luego salió una señora bien puesta, que me invitó a bajarme. Bajé y pedí noticias del dueño de casa. —Hasta el atardecer no vuelve —me informó. —Señora: tengo una carta para don Lucas y, si no molesto, quisiera quedarme.

—Pase, don y reciba asiento —contestó ella con gentileza, ofreciéndome una cómoda silla. Me senté y observé que sobre un varillón ondeaba una banderita colorada. ¿Era una señal? Al ratito ya saboreaba unos bien cebados mates. Así pasaron unas horas.

—Por allí viene llegando el dueño de casa —me anotició de repente le señora.

Posé mi vista en un hombre que venía lentamente. En la diestra traía a dos chinchillas muertas, pero lo que atrajo fuertemente mis ojos fue distinguir sobre su hombro a una alimaña que pegaba su cabeza a la de don Lucas, quien se regodeaba con su servidor. Me quedé fascinado por ese cuadro. A pasos muy gobernados se llegaba el habiloso con su ayudante sumiso. Pensé, al examinar al hombre y a la bestezuela, que allí había algo más que un maestro y su discípulo. En aquellos dos seres, ¡tan apartados en la escala evolucionaría!, cabía un entendimiento, un pasarse de ideas, un labrado compromiso que los hermanaba en el asocio ocasional. Se hacía patente una alianza, amasada en la cavilación de los peñascales derrumbados; sobresalía un original entenderse, por medio de señas y miradas. Dentro de la humana dignidad sentí inquietud al ver hermanados al hombre y a la bestia. Recordé aquel asocio sospechoso del quechua con la llama, que causó tanto resquemor a los conquistadores… Sin embargo, recapacité: la alianza don Lucas-hurón era de habilidad e inteligencia bajo el signo de la ganancia mutua; porque es de saberse que el muy pícaro del cazador no daba de comer a su ayudante si éste no le traía una chinchilla. Tal señuelo explicaba el contrato no autenticado. En mi caviloso bucear admitía que no era inmedible la distancia psíquica que separa al hombre de la animalidad inferior; pero me parecía realmente admirable la obra del rústico cazador cerrero, que había logrado pasar su pensamiento al dañino de los gallineros. ¡Cuánta paciencia! ¡Cuántos recursos puestos en juego! Don Lucas era un inventor que en materia creacional no se alejaba del tipo modernísimo del que revoluciona a la industria con sus aportes mecánicos. ¡Este hombre, en otro medio y con muy diferente cultura, hubiera hecho andar una fábrica! Me resultaba dificultoso admitir que un ingeniero germano o anglosajón, abandonado en este páramo azotado por los vientos helados, hubiera llegado a adobar la mentalidad de un hurón para el real beneficio de la industria peletera.

Miré al hombre. Era alto y huesudo. Cara muy afilada con lo moreno del sol y lo curtido de los fríos. Frente estrecha, inclinada. Cejas hirsutas; ojos chicos, acerados. Nariz respingada, mostrando casi verticales las ventanas de la nariz, barbilla huidiza, poblada por algunas cerdas. ¡Diablo! Nunca había visto una cara tan parecida a la del hurón… Llegaba don Lucas. Observé que cuatro ojos se clavaban en mí: los dos hurónicos del cazador y los dos humanos del hurón; cuatro ventanucos acerados, puntudos, horadantes. Esos cuatro ojos eran manejados por una sola idea.

—¿Quién es éste? —preguntaban, inquisidores, al clavarse en mí y penetrarme. Me pareció que mis más íntimos y resguardados pensamientos eran leídos por esos ojillos malignos y sagaces.

Tracé mis planes: me allané a aparecer en sumisión amistosa. Saludé muy cordial al dueño de casa, eché una mirada de cariñosa novedad al hurón y dije al pasar una carta:

—Buenas le dé Dios, don Lucas… En esta carta, que le manda su compadre, verá que vengo a estos campos a recoger tradiciones criollas.

—Uh… Uh…

—Y me he tomado el atrevimiento de venir a visitarlo, don Lucas… Usted dirá si puedo quedarme en su casa honrada dos o tres días. He traído algunas provisiones —agregué, pasándole las alforjas a la dueña de casa.

—¿Y cómo no va a poder quedarse?… Aunque no tengo comodidades.

—Estoy hecho —dije con modales camperos— a quedarme en los despoblados. Yo duermo en mi recado. Soy un campesino.

—Vaya desensillando, no más, don… Y arrímese al fuego para que comamos una meriendita.

Desensillé. Puse mi recado bajo el corredor y llevé la mula al corral.

Entramos a una espaciosa cocina ahumada. Sentóse don Lucas en un banco y permitió que el hurón bajara por su rodilla a tierra y ganara un lugar sobre blandos pellones, donde se echó a dormitar. Pero observé que no dormía y que no separaba los ojos de su dueño, al tiempo que me ladeaba miradas de prevención.

—¡Qué lindo animalito! —dije yo, en vías de congraciarme y sacar noticias.

—Así, no más, es —contestó muy parco don Lucas—. Y ahora cuénteme cómo le ha ido en su camino y qué miras lo traen por estos campos tan encumbrados y ariscos.

«Esto es venir por lana y salir trasquilado», me dije yo. Y tuve que contar a don Lucas todas mis andanzas hasta dar con su paradero. Él me seguía los pasos…

—Uh… Uh… —no más, murmuraba. Terminé mi relación y dije:

—Aquí me tiene, al fin, en su casa honrada. —Uh… Uh…

—¿Sabe, don Lucas, que son muy mentadas sus habilidades de cazador?

—Uh… No les haga caso. ¿Y para cuándo piensa volver al poblado?

—Para dentro de tres días si usted no dispone que sea antes.

Sacó cuentas mentales don Lucas y hasta le oí murmurar algo ininteligible, muy preocupado.

—Quédese cinco días; así lo acompaño a su vuelta. —Así lo haré, don Lucas —repuse muy halagado por la sorpresiva invitación. Aventuré mis averiguaciones—. Usted, ¿es chileno o argentino?

Se clavaron en mí sus acerados ojos…

—Soy de los altos de la sierra.

—¿Cómo hizo para amaestrar al hurón? Son tan salvajones…

—Con paciencia se consigue el cielo. —Miró con intenso cariño a su compañerito de caza. Afinó la voz y los modales y le dijo:— Venga con su tatita… Venga, don Huro… ¡Venga, le digo!

Y el hurón dejó su lecho de lanas, vino al amo, subió a sus rodillas y se echó allí ¡muy regalón! Me dirigió miradas muy expresivas. Luego trepó por el pecho y se acurrucó en el hombro izquierdo de don Lucas y juntó su cabeza puntiaguda con la oreja de su amo. Para mí que le musitaba algo y tuve la inquietud lastimante de creer que se entendían… De nuevo sorprendí cuatro ojos clavados en mí en un preguntar cauteloso. Cuatro ojillos asociados en un profundo inquirir con toda la cavilosidad de los peñascales escarnecidos. Me pareció ver en la doble actitud a la dura vida en sus resguardos defensivos. Yo era un intruso que ¡quién sabe qué intenciones traería! Y de nuevo me sentí penetrado y en trance de ser descubierto en mis más recónditos pensamientos. Y más cuando observé que el hurón arrimaba su hocico a la puntiaguda oreja de su dueño. Un arañazo alertador me decía que hombre y bestia se entendían. Recordé lo malo que se decía de don Lucas… ¿Tendría tratos con el Diablo? ¿Era de recursos fronterizos? ¿Había realmente algo misterioso y prohibido en sus maquinaciones? Una inquietud nacida de las raíces me alcanzaba. Yo era su huésped y quedaba a su merced en la remotísima noche cordillerana.

—Don Lucas —dije como recurso de allegamiento— ¿puedo servirle en algo en la ciudad?

—En mucho, si ésa es su fina voluntad —me contestó muy humanizado el viejo—. Aquí vivimos como abandonados y una amistad verdadera en la ciudad es de mucho valor. Tal vez me pueda llevar algún bultito al pueblo; despacharme cartas a Buenos Aires y cobrarme alguna cuentita.

«Todas estas palabras —une dije— no son de un campesino del montón. Este hombre es “otra cosa”. Aquí mora una inteligencia ignorada…»

—Todo eso puedo hacerlo con el mayor gusto, don Lucas —le contesté levantando la voz—. Deseo servirlo en todo lo que me sea posible.

—Despuesito hablaremos como buenos aparceros —me contestó con voz muy amiga.

Llegaba la noche. Cenamos y nos entretuvimos al lado del fuego en sostenida charla, pero sin largarme ningún dato. Él tenía el arte de desviar y diluir mis preguntas en algo reidero.

Sin embargo, ya pasada la medianoche y luego de paladear unos vasitos de vino añejo que le llevé de regalo, se allanó a noticiarme que su «animalito» era su gran amigo y que le bastaba hacerle una señita para que fuera a traerle una chinchilla. También sabía «hacer gracias», como ponerse en dos pies, «como la gente» y hasta «hacer unas ocurrencias».

—Mire —me dijo de repente don Lucas—, tan solo para usted haré que don Huro haga unas gracias, que no las ha llegado a merecer mi mejor amigo —me advirtió casi solemne—. ¡Mire si me habrá comprado usted!

Le dijo algo a la bestiezuela y la animó pícaramente con gestos y señas y el muy pícaro de don Huro se puso eréctil en dos patitas traseras, y con las delanteras me hizo unas señas bastante maliciosas y, ¡esto llegó a crisparme!, la bestia humanizada ¡me sonrió y con sus vivaces ojillos me hizo tales señas que llegó a las cumbres reservadas al Hombre! ¡El hurón había sobrepasado las fronteras de la animalidad inferior y subía, con el gráfico lenguaje de los gestos y miradas picaras, a introducirse en los encumbrados resguardos humanos! Temblaba yo al ver estas transgresiones que me maravillaban y me hacían daño. El muy atrevido del hurón quiso seguir sus intrusiones, pero, de repente y con severidad, su amo lo llamó a contenerse. Al rato nos retirábamos todos a dormir.

Mucho me costó entrar al sueño. El hurón se me aparecía tomando las formas del Hombre y cuando yo quería, ya en el entresueño, sublevarme por el atropello, veía al Hombre bajar hasta convertirse en hurón.

Al otro día, muy de mañanita, me despertó el dueño de casa y me invitó al corral donde se veían ovejas y cabras. Tomamos leche tibia y comimos tortilla al rescoldo. Luego se completó el desayuno con mates. Ya alto el sol hizo preparativos don Lucas para ir de cacería y me invitó a acompañarlo, siguiendo el pedido que yo le formulaba con los ojos.

—Vamos —me dijo—, ya que usted quiere ver cómo se las arregla don Huro para darme gusto.

Tomó al animalito, se lo colocó en el hombro y haciendo él de puntero, inició el camino de los riscales. Pronto llegamos a los primeros pedruscos. La marcha se hizo penosa al avanzar por el afilado lomo de los escombros. Era andar a los saltos por los perfiles roqueños. Las agudas aristas de los pedruscos caídos de un impresionante farallón dificultaban el avance. A cada rato debíamos detenernos, so pena de zafarse a las peligrosas hendijas. Altísimos murallones de piedra maciza se desmoronaban en impresionantes rodados, que se partían en mil pedazos al caer y chocar en el fondo del valle. En los resquicios de tantos escombros hallaban sitio propicio las chinchillas para guarecerse. Era imposible llegar hasta sus mismas moradas y el cazador común debía esperar, fusil en mano, a que asomara alguna de las ariscas. Estos raros animalitos poseen el pelaje del mismo color de los pedruscos y resulta dificilísimo distinguirlas a alguna distancia.

—Por eso —me advirtió— tuve que apelar a la ayuda de don Huro… ¡A veces me pasaba semanas enteras sin moverme detrás de un peñasco, espiando a las chinchillas, para merecer cazar tan solamente una sola! ¡Eso no era vida!

—Así es —le respondía. Movido por su industria, este avezado cazador extendió su brazo por medio del hurón amaestrado con indecible paciencia. La alimaña, alumbrada por el entendimiento humano, llegaba al fondo de las hendiduras, se apoderaba de la pieza y la entregaba al amo. Era la peste negra de las chinchillas.

Avanzamos haciendo equilibrios y, a pesar de mi agilidad, muchas veces tuvo que esperarme don Lucas. Yo miraba aterrorizado los amenazantes huecos entre los peñascos amontonados por los derrumbes. Escapar un pie, resbalar, dar un tropezón, podía significar la quebradura de una pierna o sobrevenir otra desgracia… ¿Cómo salir de aquel escombral con una pierna a la rastra? Esto no lo valoraban los detractores del cazador; mas tampoco él le daba importancia. Iba de camino como por senda trajinada, rozando espantables abismos.

Una hora más de penosísimo y lento caminar y detenernos en un sitio, el más quebrado y espantoso que pueda imaginarse. A 60 pasos de distancia, don Lucas me hizo señas que me detuviera y me ocultara detrás de un gran peñasco. Él bajó de su hombro al hurón y le señaló un lugar hacia adelante. El animalito caminó un momento por sobre los pedruscos caídos y amontonados. Lo vi bien a su cuerpo elástico, cuya plasticidad quebraba las rigideces del peñascal abatido, hasta que desapareció entre las hendiduras abismales y quebradas. Lo perdí de vista, pero mis ojos e imaginación me lo representaban deslizándose diabólico, porfiado, inexorable, hasta el nidal mismo de la indefensa chinchilla… Saqué mis prismáticos y me hundí en el crispante placer de las contemplaciones de un mundo caído. Frente a mí se alzaba y nos cubría con su cavilosa sombra un farallón que parecía llegar al cielo. Los sucesivos derrumbes le daban las más curiosas y llamativas apariencias. En partes se adelantaban castillos medievales, misteriosos, siniestros en su pétrea faz, con bastiones, torres y atalayas tan avanzadas que ofendían el mirar. En otras habían quedado en increíble atrevimiento vertical, alminares que se alzaban por un capricho de la ley de gravedad. No faltaban los palacios malditos, de la más increíble arquitectura, unos avanzando tanto sobre el vacío que daban vértigos y otros escondiéndose en las oquedades de recientes derrumbamientos. Con el auxilio de los prismáticos, yo me ausentaba a otros mundos en descomposición geológica, lastimado por caprichos fantasmales y arabescos de pesadilla del murallón rocoso en disgregación… Lugar de fantasía lunar, de piedra doliente en su silencio roqueño, realzando un sufrir inhumano por colores vivos unos y apagados otros. Aquella riqueza de formas y cromatismos desconocidos daban a latigazos la impresión del desconcierto, de lo monstruosamente magnífico, pero con sobrepasadas medidas y con potencias ofensivas de fuerzas ocultas. Exaltaba la opresión vistosa de la gran masa vertical el ver los barroquismos laboreados de la piedra, trazados por la maza del escultor más descomunal, y la terrible certeza que de un momento a otro, con horrísono estruendo y estremecimientos de tierra, se producirían espantables derrumbes y lluvia de peñascales. Aquella multitud de congojas asomadas a la piedra vertical, amenazante, tenían vida efímera en el transcurrir de los milenios por obra del socavar pluvial y eólico. Los cinceles del frío y los mazazos del calor martillaban la piedra cavilosa, labraban arquitecturas de mil formas y luego las derrumbaban y volvían a la interminable obra de presentar la novedad de edificios inverosímiles… Allí se admiraba la plástica dura, primitiva, de medida andícola, para hombres de prehistoria. Esos colosales tajos en la piedra me lastimaban en lo hondo de mi ciudadana sensibilidad.

Pequeñísimo detrás de un pedrusco, yo trataba de acomodar mi espíritu a aquel paisaje escombrado, geológico… Sentía los fuertes mordiscos de la fuerza mineral, hostil, grandiosa. Cuchilladas de otro sentir me temblaban en las carnes. El resollido de tanta piedra vencida clamaba bajo el reverbero del sol indio. Las altísimas murallas, en trance de caer y aplastarnos, aguantarían aún siglos de verticalidad amenazada, agrietada, hasta que al fin cederían y se abatirían sobre el lecho de peñascales. Todo ese mundo de piedra en lucha, levantaba remolinos desconcertantes en mí… Pero sobresalía como esfuerzo paciente y dominante, la prueba del luchar humano con el signo de la superioridad, todo en la figura cenceña de don Lucas. Él representaba al Sombre que domestica a la bestia, que usufructúa los escómbrales del páramo, que ennoblece con los signos del espíritu a la materia ciega, aunque vaya detrás del lucro. Don Lucas empuñaba la luz del Hombre en aquella noche geológica.

Pasaban horas y horas en las pruebas de la paciencia serrana. Cansado, lastimado por mundos disformes, consideraba lo muy poco que podía ver del mentado arte de cazar del hurón. A distancia, guardando celado silencio y escondiéndome por recomendación, solo podía echar furtivas miradas en busca de la bestiezuela domesticada. Todo era paisaje ofensivo para mí… Al fin apareció sobre el lomo filoso de un negro pedrusco y haciendo visible esfuerzo por arrastrar, retrocediendo, una chinchilla que gritaba desesperadamente. Apenas pude apreciar esta escena. Don Lucas se precipitó al encuentro de su servidor, le arrebató la pieza y no vi más porque el cazador me daba las espaldas.

Me sentía burlado. No podía yo descubrir las habilidades del hurón por no haber visto nada. ¡Y pensar que yo me prometía hacerme lenguas ante los tradicionalistas sobre esta habilidad que para mí caía dentro del folklore laboral! Levanté la vista al cielo y solo vi un gran cóndor que trazaba círculos en el azul. Algún pajarillo descolorido coronaba algún pedrusco. Todo trascendía a lastimante soledad, a sobresalidas medidas, a reventones geológicos…

Me allegué a don Lucas. Alcancé a ver cuando retiraba un alambre de fino acero del cuerpo de la chinchilla: le había traspasado el corazón sin estropear el valiosísimo cuero. El animalito se agitó en los estertores agónicos y fue entrando a la muerte. Con gran aparato, don Lucas me mostró la chinchilla.

—¿Ha visto? ¡Ya sabe cómo cazo con ayudas!

¡Y ahora, vamonos!

Comprendí que el cazador quería alejarme de allí. ¡Ya había «visto» demasiado! Desencantado, di vuelta y comencé a caminar cuesta abajo. Murmurando iba contra el don Lucas. Muy pronto me alcanzó y pasó adelante.

—Apurémonos —me dijo— que está listo el almuerzo y en estas alturas baja el hambre con más ganas.

Quería serme agradable, pero yo iba empacado.

Malició el cazador mi cavilar y me dijo:

—Yo, la verdad es que nunca he visto cómo se las arregla don Huro para cazar. Lo cierto es que se me aparece con una chinchilla cuando vuelve del mandado, aunque a veces no caza ni medio… Una vez me lo corrió un zorro culpeo: apuradazo me lo tuvo; yo lo defendí a tiros.

Lo cierto es que don Lucas no dejaba jamás a su Winchester.

El cazador con su hurón al hombro, caminaba seguro y despacioso sobre los pedruscos caídos. La alimaña conquistada, vuelta con la cara hacia atrás, me espiaba con sus dos brasas busconas. Sospeché que le pasaba datos sobre mí a su dueño.

¡Dos horas de fatigoso caminar! ¡Dos horas de escapar a tremendas resbaladas! Por fin salimos al portezuelo y dejamos al valle escombrado de muerte de la piedra. Al rato llegábamos a las casas. Salió a nuestro encuentro el hijo mayor, que se hizo cargo de la chinchilla. En un momento la cuereó sin hacerle un rasguño a la piel, le echó un desinfectante por la parte interna, ya dada vuelta al exterior, y con cuatro estaquitas la extendió sobre una tabla. Allí se secaría en forma comercial.

Almorzamos. Don Lucas estaba muy decidor. Alababa mi baquía para caminar sobre los peñascos de filosos bordes.

—No es de creer —ponderaba— lo liviano y habiloso para caminar sobre el peñascal amontonado. No he visto a ningún pueblero que se atreva a hacer eso.

Comprendí que quería aturullarme con palabrerío hueco y quitarme toda ocasión de pedirle informes importantes sobre su método de caza. Bastante empacado, guardé silencio, pero él supo romper mi hurañez. Llamó a don Huro y lo hizo erguirse sobre sus patitas traseras y con las delanteras y guiños y visajes me hizo «picardías», que para mí traspasaban las fronteras de la animalidad. Me reí, pero me quedó espina en el alma. Allí había «algo» que me abismaba.

Muy tarde de la noche nos acostamos todos, pero antes me previno don Lucas que ¡por nada del mundo! tratara de salir de noche de mi pieza.

—Si le ocurriera algo —me aclaró— llámeme y yo le proporcionaré lo que necesite.

Bastante intrigado, tardé en dormirme. El silencio resollante de las hurañas alturas, de los ariscos y cavilosos peñascales, nos envolvía.

Al otro día don Lucas no fue de caza. Se dedicó a preparar, asistido por toda su familia, a unos misteriosos paquetes y bultos, pero nada en limpio pude trasegar. Me dediqué a andar curioseando por aquí y por allá, cerca de las casas. De repente reparé en algo interesante: había un solo perro en las casas.

Yo había oído ladrar a muchos de noche. ¿Dónde los escondía?, me preguntaba. Pero algo realmente curioso me absorbió. ¿Cómo no había reparado antes?

La vivienda de don Lucas y su familia constaba, en realidad, de tres casitas independientes, separadas. Cada una era de tres piezas, comunicadas entre sí mediante puertas interiores, pero con una sola puerta al exterior, ubicada en la pieza del medio. En las tres casitas ¡no había un solo ventanuco! ¡Aquello era un fortín disimulado, incómodo para vivir pero con la suma de la estrategia defensiva! Con razón había notado en la pieza en que dormía un ambiente realmente pesado, aparte de ser obscura. Lo curioso era la disposición de las tres construcciones que, siendo independientes, formaban un triángulo perfecto con base al norte y un ángulo abierto, de entrada, al sur, por donde debían forzosamente entrar los de fuera. Estudié con espíritu crítico aquella disposición realmente admirable para la defensa. Finalmente vi que, paralelamente a cada construcción, tanto por el interior o patio como por el exterior, corrían fuertes alambres a flor de tierra, asegurados en sus extremos a barretas de hierro.

A la hora de la merienda, haciéndome el distraído, pregunté a don Lucas si no tenía temor de vivir con su familia en tan desamparado lugar.

—Peor es tener miedo al peligro. Encaro de frente a los enemigos y les quito las ganas…

—Yo creo —le contesté con sorna— que usted lo encara por los costados.

Y le relaté mis observaciones sobre el emplazamiento de las tres construcciones. El cazador movía la cabeza sin dar su parecer. Por fin dijo:

—Si a mí me atacan, pongamos por caso, tres forajidos con armas, tienen que entrar forzosamente por el sur al patio abierto y sin reparos. Como las tres casitas no tienen ventanas y sí solamente una puerta maciza que dan al mismo lugar, los asaltantes estarían expuestos a los tiros cruzados que les hagamos desde dentro. Llevan las de perder. ¿Logró descubrir otra «cosita» por ahí?

—Unos alambres que corren por dentro y fuera, a la par de cada construcción.

—Robustiano —llamó a su hijo mayor—, anda y tráete las perras. Ya va siendo la hora.

—¿Perras? Yo solo he visto a un perro.

—Una vez, en Chile, un habiloso ladrón conquistó a los perros más feroces que guardaban un palacio ¡con una perra en celo!

—¡Ahora caigo!

—Mire y vea lo que hace mi hijo mayor.

Y vi que Robustiano ataba una perra con una pequeña cadena a uno de los tendidos alambres. La feroz guardiana cubría holgadamente un lado del triángulo interior, sin peligro de enredar su cadena con la de la otra, que ató en el alambre siguiente. Luego completó la trinchera de feroces defensoras con cinco perras más. Tres por dentro y tres por fuera.

—Está bien tirada la doble línea defensiva —dije admirativamente a don Lucas.

—Seis guardianas velan el sueño de nosotros, aparte de ocho bocas de fuego que están siempre con bala en boca y de doña Cuzca. ¿A qué hora la sacan? —preguntó.

—Ya viene —contestó la señora. Y, en efecto, apareció una perrita insignificante. Fea y lanuda. Quise acariciarla, pero me rechazó violentamente.

—¡No me le haga nunca ningún cariño a ningún perro en mi casa! Ni comida, por rica que sea, le recibirán. Haga la prueba —me alentó, alcanzándome un pedazo de carne asada.

Ofrecí a la perrita la carne apetitosa y a pesar que la olfateó, le hizo un manifiesto desprecio y trató de encararme a mordiscos.

—¿Comprende? Si alguien quiere conquistarlos o envenenarlos con comidas ¡pierde el tiempo! Toma, doña Cuzca —le dijo a la perrita, ofreciéndole el mismo trozo de asado, que se apresuró a comerlo vorazmente—. Pasa todo el día encerrada en un pozo obscuro en el corral de las ovejas. Así la obligo a dormir de día y a velar de noche: es la avisadora y animadora de los otros. Ninguna de mis perras ve nunca gente extraña; quedan encerradas todo el día en un corralito de paredes altas.

—Hasta aquí van siete perras que le cuento —le dije—. ¿Hay más?

—¿No se fijó anoche que una perra duerme con nosotros? Hay una en cada casita. Si fuera necesario que ataquen a alguien, las largamos. Las atadas a los alambres solo pueden morder a los que se ponen a sus alcances. Estas otras tres, al quedar sueltas, dominan todo el campo.

—¿Hay más perros? —pregunté.

—El macho que sirve de padre. También es bravo. Anda siempre suelto y es el único que ven los forasteros. Se hace amigo de todos. Sirve para engañar…

—¡La Diabla! No se le escapa ni una, don Lucas…

—Siquiera fuera cierto eso. ¡Siempre queda un lado flaco! Si usted lo ve, dígamelo, por favor. En estas tremendas soledades y con lo rico que me creen, ¡toda precaución es poca!

—¿No le sale muy caro mantener a tanto perro?

¡Son once! —Con las mismas chinchillas… Además cazamos vizcachas y guanacos.

—Y, dígame, don Lucas: ¿si realmente un viajero necesitara llegar a esta casa de noche?

—¡No lo recibiría! Yo no puedo entregar la vida de todos nosotros a un fulano desconocido que puede ser la cabeza de una banda de forajidos.

—¿Y si estuviera realmente enfermo y necesitado de ayuda?

—Que espere a que llegue el día y entonces lo atenderemos. Nada se le negará. Aquí llega gente y se la recibe y atiende, siempre que sea a la luz del sol. Ni después ni antes que lleguen porque…

—¿Por qué, don Lucas?

—Bueno, ¡porque «no pueden» venir…! ¡«Algo» les saldrá al camino!

Esto lo dijo con temblor en la voz y cortándose en seco. Me miró fieramente, llamándome al orden en mi preguntar imprudente. Yo acepté que el hombre tenía razón. En tan lejana serranía, en esas fragosidades impera la ley primitiva del vivir en guerra contra todos. Cualquier flaqueza puede significar la propia destrucción. Si se pusieran en movimiento los huesos de los asesinados en el camino de Chile, se vería una blanca caravana en marcha. Hay crímenes antiguos y recientes de los que jamás tuvo ni tendrá conocimiento la justicia, a pesar del ostentoso aparato policial. Don Lucas, librado a su propia defensa y poseedor de un gran capital en pieles finas, vivía entre el cuchillo y la bala. ¡Y él bien lo sabía!

Necesité salir afuera un momento. Tuvieron que acompañarme para mantener alejadas a las feroces guardianas. Jamás olvidaré la rabia canina, el odio concentrado y la porfía por morderme de que hicieron gala aquellas perras. Sentí pánico y me abracé a don Lucas que se reía por lo bajo, muy satisfecho. Me quedó por días y semanas la visión patente de aquellos colmillos desgarrantes y sus ladridos siguieron atormentándome como pesadillas. Volví temblando a mi cuarto y me gané a la cama como salvado de las fieras.

Todos se retiraron a dormir. Ya hacía mucho que Robustiano y su hermanito menor se habían ganado a «su casita». Lo mismo había hecho a la suya el hermano de don Lucas.

Los calofríos provocados por las perras guardianas me desvelaban. Para tratar de distraerme me puse a contar las personas que esa noche dormíamos en las tres casitas. Éramos siete, con cinco Winchesters cargados, pero además se contaban otras armas largas y cortas. Ya en los lindes del sueño, me pregunté si realmente éramos siete… Sí: don Lucas, su señora, su hijo mayor Robustiano, su hija del medio y el hijo menor, además del hermano y yo. El hermano, sí, que era el hombre más silencioso y huraño que yo hubiera visto en mi vida. Era realmente inconquistable y esto es, precisamente, lo que más apreciaba don Lucas, ¡siempre en guardia contra una falla en sus defensas! Ya casi en el sueño, se me apareció don Huro. Lo veía levantarse en las dos patitas traseras y agitar «sus manos» como si se ganara, contra todas las leyes biológicas, a la dignidad del Hombre. Yo lo rechazaba a portazos, pero él se escurría y me mostraba sus picaras actitudes humanas. En esta lucha, ya en el entresueño, se me desbarataron más las cuentas porque lo «vi» al hermano de don Lucas ¡que era más hurón que don Huro!…

Bien temprano me despertó el cazador. Me invitó al corral a tomar leche tibia. En realidad salí de mi cuarto como escapado de una barraca maloliente: olía a cueros. Salí y respiré ansiosamente el aire libre de la fresca mañana. Ya se habían llevado las perras, que estaban aseguradas en su encierro y la perrita en el pozo con tapa arriba para tenerla en obscuridad. Únicamente vi al perro que andaba a su gusto por ahí. A ése lo podían conquistar. Era el engaño más fino que entraba en los planes…

—¿No hay por aquí otra trampita contra los salteadores?

—Usted mismo la puede descubrir si es que hay alguna… Tal vez haya… Mire… Vea…

—Yo le guardaré el secreto de sus defensas.

—¡Al contrario! Es de mi conveniencia que las proclame por ahí. Me ayudan.

Y con porfía me di a buscar otros recursos defensivos, pero solo descubrí a unas barretas de hierro, semienterradas y muy escondidas entre las piedras. Se me ocurrió que podrían servir para tender alambres a poca altura, de noche. En ellos tropezarían gentes y cabalgaduras. A mediodía me preguntó don Lucas, con aire taimado, si había hecho algún «descubrimiento».

—Unas barretas a poca altura, medio enterradas… ¿Para qué son?

—A veces se hace preciso atar las mulas de los forasteros que llegan —dijo como al descuido.

—A otro perro… —me susurré por lo bajo—. Esta trampa no le conviene que se sepa.

Se me ocurrió aventurar una tonta mentira con miras de sonsacarlo.

—He visto algo nuevo por ahí. Es una cosa de brillo… —dije sin ton ni son. ¡Di en el clavo! Don Lucas levantó la cabeza y me miró con profunda prevención. Contestó algo que me dejó pasmado.

—Hay gente atacante que no teme a los vivos, ¡pero que tiembla ante las apariencias! —Se interrumpió en seco, arrepentido de haber largado prenda.

¡Diablo! Yo había provocado un tiro al aire. La cuestión era hallar el significado. Me perdía en un mar de deducciones. Él tampoco estaba seguro que yo pisara tierra firme. Nos quedamos intrigadísimos, expectantes…

Al terminar el almuerzo, el cazador me presentó muy cumplidamente a doña Hura.

—¡Cómo! —reaccioné yo—. ¿Es la señora de…?

—¿Y que no puede tener su dama el pobrecito? ¡Y tienen dos niñitos!… A ver, tráiganme a los huriñitos. —Y la hija trajo delicadamente, uno en cada mano, al parcito de hurones.

Miré a las bestiezuelas. Eran tontas de remate, pero don Lucas sabía despertarlas a la Luz de la diablura humana. Antes que el padre muriera ya se procuraba suplentes. ¡Ah, viejo prevenido!

Aquello de las apariciones seguía martillándome el cerebro. Sospechaba estar ante el más hábil recurso de don Lucas, mas no le hallaba el hilo… Dos palabras llaves comenzaron a sobrenadar en este choque impensado y eran: «brillar» y «apariencias». Apelé a los más recónditos recursos del folklorista en trance de descubrimientos para arribar a alguna conclusión. A las cansadas, cuando ya la cabeza me daba vueltas, creí a medias hallar el hilo de la madeja. ¿Qué es lo que al brillar es una apariencia? Para hacer luz en este enigma se hace necesario salir de noche a verificar. ¿Cómo hacerlo aquí con esas perras guardianas? Y yo porfiaba en repetir tontamente: «Brillan las apariencias»…

—¡Arriba el pueblero! —me gritó don Lucas, despertándome—. Hoy es el último día de campo.

Me levanté con la idea fija de descubrir el embrollo que me desvelaba. Ya puestas en lugar seguro las perras, salí a caminar por los alrededores. ¡Mucho anduve en incansable pesquisar! ¡Nada pude descubrir! Me figuré estar trabado en lucha de inteligencias con el avezado cazador y me humillaba que ese viejo primitivo, aindiado, me venciera. Vuelto a las casas, noté que todos apresuraban los aprestos para la partida. Muchos bultos acondicionados en cargas, se agrupaban en el patio. Forrados en arpilleras y carpas no dejaban ver el contenido.

Don Lucas le pasaba el habla al impenetrable de su hermano. Lo dejaba al cuidado de las casas mientras durara la ausencia de los demás. Le machacaba con porfías mil encargos de prudencia y de reservas. Le adelantaba prevenciones de contingencias imprevistas y el muy huraño solo movía la cabeza sin soltar palabra. Para mí, que se estaba volviendo piedra.

En estos aprestos llegó el anochecer y, a una orden, desaparecieron del patio todos los bultos y se ocultaron, en iguales proporciones, en las tres casitas. Todo quedó limpio.

Antes de cerrar la noche me pidió don Lucas que me ganara a mi cuarto. Oí que ataban las perras guardianas de dentro y de fuera de las casas. Tanto él como la señora y la hija me aturullaban con atenciones para distraer mis investigaciones. Cenamos temprano y de inmediato el hijo mayor y el hermano fuéronse prestamente cada uno a su casita. Don Lucas atrancó cuidadosamente la maciza puerta, después de echarle llave. Quedamos todos encerrados como en un fortín. Él mismo comprobó que mi wínchester andaba «al pelo». Lo colocó al lado de mi cama y me advirtió que si ¡me gritaba de noche era «porque algo sucedía».

Todos nos acostamos con la prevención que nos levantaríamos de madrugada. Don Lucas, su esposa y su hija seguramente dormirían cuando yo me desvelaba. Un penetrante olor a cueros con desinfectante me daba asco, pero el fantasear me llevaba sin descanso. Percibía claramente los manoseos del fuerte viento cordillerano en los techos y muros. Parecía lamerlo todo con quejidos errantes. Mensajes doloridos eran de la piedra infinita. El viento mañero, rezongón, traía la palabra de los peñascales en pena; era el chasque del fenecido Incario con deletreos del quipo y las pictografías indescifrables y hasta llegué a sospechar, ya en los lindes del sueño, que le traían mensajes a don Lucas, amauta redivivo y vigía de los Incas andícolas.

—Quién sabe —alcancé a decirme— lo que el Hombre y el Ande acuerdan en la quietud de la piedra… Y piedra se iba volviendo todo porque lo veía caminar espectralmente al cazador por un camino rectísimo —el camino del Inca—, hasta que sus movimientos acompasados se aquietaron más y más y acabó por convertirse en piedra vertical al lado del camino.

—¡Arriba todo el mundo! —gritó ásperamente Don Lucas. Encendieron lámparas y comenzó el ajetreo. Me levanté y vi que en las otras casitas ya había febril movimiento. Cada uno ocupaba su puesto con disciplina tiránica. Se trajeron ocho mulas del corral, seis silleras y dos cargueras y prontamente se ensillaron las primeras y se atalajaron las últimas.

Todavía era obscuro. Tomé unos tragos de café, pero yo quería apartarme al campo para verificar eso del brillar; mas estaban las perras guardianas. Preparadas las mulas, fueron atadas a las varas en espera de la partida. En todas las silleras y aun en la mía iba, a las ancas, un gran bulto muy bien acondicionado. Las dos cargueras, prácticamente se ocultaban dentro de las cargas. Don Lucas revisaba todo tiránicamente. Un solo murmullo de desaprobación se le oía. Ya los clarores querían amarillar por el naciente.

—¡Listos! —gritó el dictador. Se apretaron y revisaron las cinchas; se examinaron por última vez las monturas y cargas y él dio el visto bueno final. —¡A montar! —Todos ocuparon sus cabalgaduras. Yo hacía lo que veía hacer.

—¿Lleva su Winchester con bala en boca? —me preguntó imperativamente don Lucas. —¡Con bala en boca!

—¡A no mezquinarlas si llega la ocasión! ¡Adelante! Robustiano es el puntero. Sígalo a cuarenta pasos de distancia y ¡conserve siempre su lugar!

Partió la caravana de seis jinetes con más dos mulas cargueras al cuidado del dueño y dueña de la casa. Yo, segundo en fila india, debía seguir al puntero. Nada más.

Salimos de las casas y ganamos la senda en procura del camino de Chile. Como a doscientos pasos y apenas más allá de los dos peñascos, que como menhires se alzaban a ambos lados del camino, se me ocurrió volver la vista y apareció algo que, entre calofríos, me aclaró el rebuscado misterio. En la cima de los dos pedruscos y al pie de los mismos se veían aún, débilmente, fosforescencias rojizas. Miré aquel «brillar» con la más concentrada atención y observé que si bien la creciente claridad del sol, que aún no aparecía, iba apagando a aquella especie de fuegos fatuos, debían resaltar impresionantemente en la obscuridad de la noche. Al mirar a esas «luces malas» en cada uno de los centinelas de piedra, me di cuenta cabal del formidable sistema defensivo del cazador de chinchillas. Esas fosforescencias o brillos, conseguidos con el ardid del fósforo comercial, les salían al encuentro a los salteadores y lograban, con las temidas fuerzas jaqueantes del misterio, doblegar a los más atrevidos y audaces. Todos los que estudiamos folklore en estas tierras sabemos del poder terrible, del hálito lastimante del espanto agazapado que tienen las «apariciones», asomadas a este mundo con las garras y aullidos del temido más allá. No hay nativo, por valiente y arrojado que sea, que pueda resistir a estas pruebas. Los cuchilleros más avezados en el crimen, se sienten lamidos por invencible pánico ante «la luz mala», una de las formas más trasminantes de las «apariciones». Don Lucas, conocedor a carta cabal de los hombres de esta tierra, tiraba seguras cuentas.

Asomó el sol por el portezuelo en momentos que llegábamos al camino de Chile. Al torcer al oriente pude ver bien la fija india de que formaba parte. Puntero el hijo mayor, le seguía yo a cuarenta pasos; a igual distancia de mí, la hija; luego don Lucas, a quien le seguía su señora y, finalmente y cerrando la caravana, el hijo menor. Todos separados por igual distancia y, absolutamente todos, con su Winchester a la derecha: la culata sobre el cabezal de la montura.

En una ocasión se me ocurrió ingenuamente detener mi mula para hablar con don Lucas, que venía a 80 pasos atrás. Observé que paraba toda la caravana, conservando celosamente la distancia, mientras que don Lucas me ordenaba con imperio: —¡Siga! ¡Siga!

Cada tanto nos gritaba el cazador que había que «entrar con sol al poblado». Con esto nos apuraba y mantenía la velocidad de la marcha. A eso del mediodía cada uno comió, siempre en su cabalgadura, su ración preparada de quesillo de cabra, higos pasas y trigo tostado.

Pero yo marchaba tocado por dos ideas dominantes: las fosforescencias en misión guardiana y la facuidad que ofrecía este camino quebrado, propio de la sierra fragosa, para que un tirador apostado detrás de un peñasco diezmara a nuestra corta caravana… La fina sagacidad del cazador se me hizo luz en el cerebro. ¿Cómo dificultar al máximo un ataque para apoderarse de tan rica carga de pieles? Pues, yendo todos armados y conservando una distancia calculada entre uno y otro jinete. No cabían más recursos defensivos… ¿No? ¡Hum!… Cuando nos aproximábamos a algún pedrusco que dominaba el camino, se me encogía el corazón pensando que yo pudiera ser muerto por un tirador inatacable que, de mampuesto, nos hiciera disparos. Y ahora se me hacía patente otro recurso estratégico de don Lucas. ¡Me aprovechaba al máximo sin yo saberlo! Mi visita precipitó este viaje con cargas al poblado. Yo era un pueblero importante. Un profesor conocido, vinculado a gente de arrastre. Matarme a mí era algo muy diferente que asesinar a un desconocido campesino de la sierra. ¡Ah, cazador de ocasiones! ¡Me sentí manejado y tuve oleadas de rebeldía! ¿Cómo no me di cuenta antes? ¿Tenía cara de idiota yo?

A mediodía salíamos de los primeros contrafuertes de la Real Cordillera de los Andes y entrábamos a los grandes acarreos, siempre bordeando al río. Ahora se dominaba con la vista una mayor extensión y el ataque era más difícil; pero don Lucas era el mismo avezado vigía. Por medio de silbidos nos manejaba a todos, de tal manera que la caravana maniobraba según sus cálculos. Llegando a una gran explanada donde no había peligro, permitió a todos que bajaran de las bestias, que fue aprovechado para las necesidades de cada uno. Luego un silbido ordenó montar y proseguir la marcha.

A eso de las cinco de la tarde entrábamos a los primeros callejones del poblado. La consigna era llegar con sol. Siempre conservando la fila india, pero con distancias muy acortadas llegamos hasta el primer puesto de policía. Ya habíamos ocultado las armas entre las cargas. Rápido y seguro echó pie a tierra don Lucas, habló con el oficial encargado y le obsequió una piel de chinchilla. Despidióse muy atenciosamente con promesa de nuevos regalos. Montó en su mula y seguimos hasta el almacén de Ramos Generales del turco Ahmed. Bajamos todos y en un santiamén fueron descargadas las mulas. Calculé, por el grandor de los bultos, que traíamos más de cien pieles de chinchilla. ¡Una verdadera fortuna! Don Lucas y el turco se encerraron en una habitación a conferenciar. Al rato apareció el cazador contentazo y despejado. Suspiraba de alivio y nos miraba a todos muy alegre y con gran descargo. ¡Se había sacado de encima un polvorín! Supe que atesoraba un impresionante cheque a su orden y bastante dinero en efectivo.

—Ahora —nos dijo alegremente— vamos a regalarnos con refrescos y golosinas—. Entramos al bar adosado al gran almacén a darnos un opíparo banquete, de mal gusto, pero ansiado después de un día de apuros y peligros.

—¿Dónde se aloja usted? —me preguntó el cazador.

—A pocos pasos de aquí. En lo del turco Elias. —¡Miren qué casualidad! Ahí mesmito vamos nosotros. —Y nos fuimos todos para allá. Llegando entregué mi mula alquilada y me recogí a mi pieza. La familia de don Lucas se repartió en dos cuartos bien tenidos. Con promesa que al día siguiente irían de compras y paseos, se alegraron la esposa y los hijos, pero don Lucas quería hacerme unos encargos. Vino a mi pieza.

—Usted me ofreció, como buen criollo, hacer algo por mí. Le traigo este paquetito para usted, pero no lo abra hasta llegar a su casa. Este otro le ruego que me lo mande a Buenos Aires; ya tiene escrita la dirección. Écheme, también, en el correo central estas dos cartas por certificado. —Recibí todo y prometí cumplir sus pedidos.

Pero yo tenía cuentas pendientes con aquel hombre. Me mordía la certeza que me había aprovechado a su servicio y que reservaba una pobre idea de mí. En este lugar neutral yo provoqué una explicación con el taimado y recordé todo lo malo que de él me habían dicho.

—Don Lucas —le dije con brusquedad—, mañana parto a casa. Tal vez no nos veamos más.

—¿Tan mal lo he tratado que ya no quiere volver a verme?

—Yo habría querido saber muchas cosas que usted me ha negado.

Meditó un momento el hombre. Me dijo: —Si llegara un forastero a su casa, hurgándole su vida, averiguándole sus defensas, ¿le entregaría usted las llaves de su vivienda? —Yo no le he pedido ninguna llave. —Entiéndame; si fui descomedido, usted sabrá disculparme. Otra vez lo atenderé mejor.

—Don Lucas —porfié en mi afán de punzarlo y perdiendo completamente los estribos al tomar un rumbo tan impensado como ridículo. Dominado por la idea de reírme de él, apabullándolo en un mundo de abstracciones y retorcimientos filosóficos y como quien tira una piedra a un cristal le pregunté—: ¿Qué es el cine?

—Uh… Una sola vez lo vi. Sombritas vanas que se mueven con cuerdas. Nada queda.

—¿Conoce la radio? —En el patio del hotelucho nos fastidiaba una con su bullicio.

—Voces perdidas yo no las quiero.

—¿Conoce Buenos Aires?

—Ni necesito conocerlo. En todas las ciudades hay tontos que van y tontos que vienen.

—¿Qué es lo que vale según usted?

—El hombre en soledad cuando sabe vencer.

Vi una postura para la valoración del ser humano. Era individualista, pero valoraba solo hechos triunfales contra la Naturaleza hostil.

—¿Qué es lo que le causa admiración a usted?

—La inteligencia de don Huro.

—Ahora sí que se me fue al pozo, don Lucas. En algunas cosas es usted admirable, pero cuando afirma que don Huro es inteligente, ahí fracasa. Esa bestiecita es como los loros: repite lo que ve hacer. —¡Es dura la cabecita de los puebleros! ¡A fuerza de tragarse libros muertos no ven la vida que aletea a su lado! ¡Jamás me vio don Huro meterme entre las rendijas de los peñascos, donde apenas cabe él, a sacar chinchillas por la nariz! Sepa usted que don Huro piensa, medita, razona y sabe cuándo y cómo debe tomar determinaciones. Mil veces he discutido con él y mil veces su razonar me ha encaminado. ¡Don Huro es la conquista más grande del Hombre sobre la Tierra! Usted pasó por su lado y no supo valorarlo. Es que hay burros… —¡El burro y medio es usted! —contesté violentamente al rústico atrevido—. Y ahora, en calma, le voy a probar que don Huro ¡no es inteligente! Llévele de mi parte este regalo —y le entregué un bombón de chocolate finamente envuelto en papel de plata—. Si ese estúpido lo desenvuelve con delicadeza y después de examinarlo comprende que no debe destruirlo y se las arregla para envolverlo nuevamente y se lo devuelve intacto, entonces habrá demostrado que es inteligente. ¡Pero no lo hará ese sucio bicho!

Don Lucas levantó su vista con mucho enojo; le devolví fieramente la mirada y, por un momento, estuvimos así, crispados. Luego, con superioridad, salí afuera y me fui a caminar por la calle. Volví ya bien de noche.

No volví a ver a don Lucas…

Para el Instituto de Historia de mi Universidad copiaba yo interminables documentos en la Public Library de Nueva York. Tres meses de continua labor más el ruido de la gran urbe me habían agotado. Próximo a finalizar mis trabajadas vacaciones, apuraba las copias, pero mis pobres ojos ya no me respondían. Muerto de sueño, con la vista fatigada y enferma, seguía penosamente mi labor… De pronto reparé que se sentaba a mi lado una altiva y hermosa dama; de reojo la miré tan insistentemente que perdí la ilación de mi quehacer. Ella, sin reparar en mí, leía, displicente, una hoja escrita. El ambiente cálido del aire acondicionado de la célebre Biblioteca hizo que la molestara el cuello de su riquísimo tapado de pieles de chinchilla. Con sus blanquísimas manos tomó las solapas para echarlas atrás, pero tropezó con un pequeño inconveniente que me precipitó, gustosísimo, a brindarle mi ayuda; mas fui rechazado con altivo gesto aristocrático. Alcancé, sí, a digitar el finísimo pelaje de la suntuosa piel e, instantáneamente, tuve la impresión de verlo de contraluz a don Lucas, el originalísimo cazador de chinchillas… El tremendo choque me hizo musitar palabras sin gobierno.

—Estamos en la Quinta Avenida… ¡En Nueva York!

—Uh… Piedra sobre piedra. Palacios más altos y airosos los tengo yo en mi farallón.

—¡Ahí se alza el famoso Empire State Building! —Más empinados y altísimos son mis castillos y miradores…

—Pero se caen… Se convierten en escombros. En rodados… con chinchillas.

—Estos también caen … Piedra rodada serán con fierros retorcidos… Los míos son de antes de Cristo. Existieron todas las edades y cambios del Hombre…

—Aquí están los sabios más admirables. Crean maravillas con máquinas increíbles.

—Uh… Quisiera verlos allá, en las soledades de piedra… Se morirían de hambre y de sed.

—Triunfa la televisión… Descomponen el átomo…

—Uh… ¿Le darían alma y entendimiento a don Huro? ¿Serían capaces estos gringos de vivir con sus artificios en el lugar que me da vida y recursos? Llegué aquí acompañando a esta dama que lo hechiza y lo deslumbra y que ni siquiera repara en usted, pobre rata de archivos y bibliotecas. Esas pieles de chinchilla, maravillas del esplendor y la riqueza, las arrebaté a los peñascales de los riscos más espantosos de los Andes, gracias a que supe pasarle artes y recursos ¡y picardías! a don Huro, mi gran amigo y ayudante. El hombre, vuelvo a decirle, vale cuando en soledad es capaz de vencer las ciegas fuerzas contrarias de la Naturaleza… Usted, con aires de burro con anteojos, insultó a don Huro y lo sometió a la muy dura prueba del bombón envuelto en papelito de plata. ¡Y él supo vencer en la trampa de inteligencia! Y ahora, en su nombre y pensamiento, lo pongo a usted en prueba igual. Es ésta: sacarle el riquísimo tapado de pieles de chinchilla a esta aristocrática dama, ya sin él, mirar y remirar a este bombón, el más maravilloso que pueda usted ver jamás… Después de tanto mirar sin tocar, volver a ponerle delicadamente su riquísimo tapado… Inmediatamente volver a meter las narices en esos documentos apolillados y seguir y seguir copiando como sonso las mentiras de la Historia…