M
uerto mi padre, la familia en decadencia tomó el rumbo de los bajos. De la espaciosa casa del Tapón de Sevilla fuimos a rematar a Los Tamarindos. La madre y sus cuatro niños fundieron en comer y vestirse el capital heredado, a pesar del almacencito que la valerosa viuda abrió con cuatro botellas y docenas de paquetes de mercancías.
Un nuevo tumbo y caímos a la calle de La Plata, en la capital.
Calle de La Plata.
¡La Plata!
En una casita de adobones, vieja, de techos ahumados y llovidos, con tres piecitas, corredor pandeado y una huertita. Ahí nos cobijamos los cinco.
La venida del campo a la ciudad fue en solicitud de escuela, de beneficios urbanos.
¡Era tan bruto el descampado por 1907!
Pero en el campo abundaba la leña para el fuego, fruta que se caía de los árboles y otros recursos que en la ciudad, plagada de pobres, solo se conseguían con platita en mano. Para más, las necesidades aumentaban porque en el campo se vivía con ropas viejas, con remiendos; se criaban gallinitas y otros animalitos para el consumo, sobraba la tierra para las verduras… Pero en la ciudad había que vestir decentemente, mostrarse en forma por consideración a los conocidos de tiempos mejores.
Además…
—Además, ¿qué?
—Bueno; en el campo nadie anda haciendo observar leyes y reglamentos. La basura se tira al bajo y se bebe el agua del canal. En la rumbosa ciudad se deben pagar derechos municipales, de Obras Sanitarias y ¡pare de contar!
El caso fue que por vivir a dos cuadras de la calle San Martín, la más rumbosa de la ciudad, aunque alejados del centro, los gastos subieron por interminable escalera y las entradas cesaron. Ya no teníamos ni la viñita de espalderos ni el campito de Los Tamarindos.
¡Caramba! Comenzaron los dolores de cabeza por cuestión de monedas.
Mi madre, la pobre, estiraba la cuerda elástica de los recursos hasta lo imposible. Con solo veinte centavos se las componía para acallar los aullidos de las tragaderas. Sí, señor. Me daba la más grande de las monedas y, por ser el mayor, me enviaba «a los mandados» debidamente aleccionado.
—Con estos veinte te compras diez de huesos en la carnicería. Fijáte que el cortador de carne te los dé bien sustanciosos y con carnecita y no te muevas hasta no recibir el vuelto de los diez centavos… Te vas al almacén y con esos diez centavos te compras diez de harina de segunda. Fijáte bien en el peso de la balanza, porque…
Mientras tanto, mi hermano Dionisio recogería unas leñitas por ahí.
A la hora volvía con el cestito lleno de huesos y harina. Ya hervía el agua en la olla. La harina de segunda se convertía en fideos disformes, de todos los anchores, que daban tumbos con los huesos en el caldo grasoso. El todo era un riquísimo puchero que ¡completaba el almuerzo!
Al caer la tarde, la madre nos mandaba a recoger más leñitas por ahí. Siempre había sarmientos y troncos de parra que los podadores amontonaban al lado de los cercos. Con estas «ayuditas de Dios», como decía la madre, teníamos lumbre y calor para las noches de invierno. Se recalentaba el puchero del mediodía y había cena para esa noche. Para la mañana siguiente el desayunito de mate, muchas veces amarguito y con yerba servida y la tortilla al rescoldo hecha con el resto de la harinita del día anterior. Algunos chicharrones daban más atractivo a algún resto de torta.
Largo, largo es el camino del pobre y más del que por haber gozado de discreta abundancia en la niñez, cae dando tumbos a la leprosería de la miseria. De noche, cuando la falta de dinero nos acorralaba, llorábamos con la madre el recuerdo de los buenos tiempos, de cuando el padre, enérgico italiano, mantenía holgadamente la bien montada casa, coche, caballos y ¡hasta fonógrafo! Como que don Aquiles fue el primero en tener un fonógrafo de cilindro en el Tapón de Sevilla. Soñaba con que sus hijos fueran ingenieros.
Yo arribaba a los 11 años. Con el segundo grado en la primaria, ya acunaba ambiciones de alto vuelo: ¡quería ser maquinista de locomotoras ferroviarias!
Viéndolo ya en trance de muerte a mi padre, sus amigos, sus grandes y queridos amigos, le aseguraban una y otra vez que protegerían a la viuda y a los hijos.
Ya huérfano de padre y mordido por las miserias, visité a uno de estos amigos. Le pedí trabajo en su taller de tapicería.
—¡¿Trabajo?! Pero, Juancito… ¿Qué sabes hacer?
—No sé… ¡Pero aprenderé!
—No. No tengo trabajo ni tiempo para enseñar.
Con la gorra en la mano, me dejaba estar ahí… ¡Con qué placer anunciaría a mi madre que había hallado un conchabo! Esperaba, esperaba… Y el hombre que se sentó muchas veces a la mesa de mi padre, molesto por el muchacho pegajoso, tomó una resolución:
—Toma esta naranja —y me pasó la fruta al tiempo que, palmeándome, agregaba—: Ándate ligerito a tu casa porque tu mamá puede creer que te atropello un caballo. ¡Ándate!
¡Una naranja! ¡Fue toda la ayuda que recibimos de los que prometieron al padre enfermo, ya en su lecho de muerte, no desampararnos! ¡Ah, la viuda cargada de hijos! Los que no saben de estos rigores harán bien en callar la boca y saber que hay héroes y heroínas que no registra ningún libro. El que padeció estos sufrires del tremendo desnivel social, soportando mugres y miserias, aguantando rigores y humillaciones, mira de modo muy particular a los «héroes» que ganaron batallas y dirigieron pueblos. ¡Cuánta mentira glorificada! ¡Cuántos sacrificios anónimos de gente ignorada!
La vida de la derrumbada familia en la calle La Plata, íbase yendo a los hondos de la miseria. Se vendió el sulky, la máquina de agujerear hierros y los últimos martillos y tenazas del taller de carrocería del padre muerto. Con esto se pudo tirar un tiempo más, hasta que volvió a asomar esa mujer alta, flaca, huesuda y buscona que se llama doña Miseria.
Un día no amaneció en la casita ni la moneda de veinte para los huesos y la harinita morena de segunda. ¡Ni un cinquito!
Era un día frío, nublado y torvo de invierno.
Golpearon a la desvencijada puerta de calle. Salgo a ver y cuasi disparo al encontrarme a un catarato que quería hablar con mi madre. Salió la pobre y se enfrentó al milico.
—De parte del señor Comisario, que dentro de una hora pasará por aquí para hablar con todos los dueños de casa. ¡Adiós! —Hizo la venia el del machete, se fue y quedamos todos muy pensativos.
Vistió la pobre sus mejores ropas y nos empaquetó a todos los muchachitos. Yo barrí la vereda de tierra después de regarla y hasta tiré unos baldazos de agua a la calle polvorienta. ¡Iba a venir el señor Comisario!
Al rato salimos todos a la calle. El vecindario, ya avisado, comentaba a viva voz qué tendría que ordenar el jefe de la seccional. Se hacían las más encontradas suposiciones.
Apareció la temida autoridad al principio de la calle. Avanzó al vistoso paso de su caballo y habló en voz alta al primer grupo de vecinos. Luego del discurso, picó espuelas y con su brioso al galope atravesado, se acercó a otro conjunto de vecinos y, por los ademanes y voces altisonantes que apenas acapizábamos, se notaba que dirigía la palabra al pueblo sobre algo de mucho bulto. Su inquieto caballo, acuciado por dorados espolines, se movía fogoso y amenazaba pisotear a la gente. Algunos vecinos retrocedían y otros apenas avanzaban, al compás de los desplazamientos del bruto.
Por fin el señor Comisario llegó hasta donde, con el corazón tun-tun, estaba mi madre y otras vecinas con infinidad de mocosos. Recuerdo a dos respetables viejones con tamaño coto saliéndoseles de la camisa.
Rayó su gran caballo obscuro, mantenido a pesebreras oficiales y, adoptando una actitud de alto rumbo, dijo con voz que llegaba a los corazones:
—¡Es llegada la ocasión que los vecinos de esta calle se acuerden de rendir culto a los héroes que nos dieron patria! ¡Obligación y honra de todo argentino es festejar las fechas gloriosas del 25 de Mayo y 9 de Julio! ¡Solamente los bárbaros anarquistas y otros disolventes, niegan a nuestro glorioso pabellón! ¡Yo quiero y mando que nos agrupemos todos alrededor de la enseña que Belgrano nos legó! ¡Porque, desde el fondo inmortal de la historia, el clarín de la patria resuena! ¡Hem!… Pasado mañana, 9 de julio, quiero ver en todas las puertas de la calle La Plata a la bandera azul y blanca. ¿Han oído?
—Sí, señor Comisario —contestaron treinta voces dispares.
Volvió a picar espuelas el señor uniformado y de espada. Dio un espectacular salto su bien cuidado caballo y quedó la «desparramadera» de respetables vecinos. El señor Comisario dirigía ya, con grandes ademanes y tonantes voces, la proclama a otro grupo de moradores de calle arriba. Su caballo, cada vez más encabritado, mantenía en movimiento a los obligados oyentes.
¿Bandera? En nuestro feliz tiempo de abundancia teníamos una grande azul y blanca y la vistosa tricolor italiana, pero la intrusa señora Miseria nos hizo arriar banderas. Sí; fueron arriadas sin proclamas ni caballazos. Silenciosamente y por vía de tijera y aguja sirvieron —¡perdonen, señores patriotas— para camisas… ¡Qué le vamos a hacer!
¿Bandera? Se pidió a los vecinos, pero nadie tenía una de repuesto para prestar.
8 de julio y sin bandera, ni plata con qué comprarla, pero ni siquiera un veinte para los huesos y la harinita.
A media tarde se oyeron tres golpes en la puerta de calle. De nuevo era el milico.
—Manda avisar el señor Comisario, de parte de la Central, que el vecino que no coloque bandera al frente de su casa, ¡se hará pasible de la multa de 25 pesos! —Y se fue el catarato a llamar a otras puertas para anunciarles la buena nueva.
(Señor Comisario —pudo haberle gritado el Espíritu de la Patria—, ¿sabe usted que la mortalidad infantil, el bocio, la peste, la sífilis y otros azotes de la insalubre ignorancia y pobreza martirizan y diezman la población? Claro que el señor Comisario no lo sabía y que el Espíritu de la Patria, ¡tampoco!)
—¿De dónde sacaremos bandera, mamá?
—Ya veremos, hijo. ¡De peores hemos salido!
Avanzó la negra noche, fría, hostil, con nubarrones de llovizna invernal, azotadora de pobres y desvalidos.
Medianoche. Mi madre seguía cavilando, mientras mis hermanitos menores dormían. De pronto me dijo la luchadora:
—Vaya a dormir, hijito, que Dios dispondrá.
Me eché a la cuja bajo cobijas y trapos sueltos.
Al otro día, muy de mañanita, me despierta mi madre:
—Hijito, vaya al cañaveral del Alto de Godoy y tráigase una caña gruesa y larga.
—¿Y la bandera?
—Haga lo que le digo. Vaya a traerme esa caña.
Salí a la calle con un cuchillo grande. Vi que sobre desparejos frontispicios ondeaban banderas. Llegué al Alto y elegí la caña más robusta. La corté y la traje a mi casa. Mi madre me esperaba y, juntos los dos, aseguramos una banderita que la pobre había confeccionado con unos jirones de lienzo, debidamente lavados, y una pollerita azul, desteñida de vieja, del vestidito de mi hermana Zulema.
Con toda alegría y aire de victoria izamos la enseña patria al tope de bizarra caña. La aseguramos sobre el marco desvencijado de la destartalada puertita de calle. Allí la amarramos con herrumbrados alambres de fardos de pasto y allí quedó, firme en el asta y ondeando gloriosamente.
Más tarde, después del yerbeado chirle, salí a la calle. Varios muchachos del barrio tomaban «el solcito» al pie de una larga pared de adobones que daba al costado sur de la calle. Comentaban con aires chocarreros cuál bandera era la mejor. Los hijos de padres acomodados se lucían ante los boquiabiertos proclamando en alta voz el grandor de la bandera que lucían sus casas. Sobre esto las opiniones no solo eran dispares, sino violentamente opuestas y encendidas. Unos por largas, otros por anchas; éstos por la viveza del celeste y otros por el mástil pintado y terminado en lanza y alguno más por los cordones dorados y escarapelas que lucían, la cuestión se avinagraba cada vez más con fermentos detonantes.
—Bueno —intervine yo—; ¿y qué les parece mi bandera?
—¿Ésa? ¡Puh…! —vociferó Enrique, el más ricachón de todos, regordete y bien vestido, señalando ostensiblemente a la banderita que se alzaba sobre la puerta de mi casita—. ¡Ésa es tan solo media bandera!… ¡Y gracias! —Algunos de los pudientes asintieron, otros se llamaron a neutrales, pero los más pobres y rotosos me miraron amistosamente.
La discusión crecía y tomaba espirales inflacionarias. Habíase demarcado patente división entre los muchachos de banderas rumbosas y los otros, los de bandera descolorida y pobrecita… De repente, al son de gruesos insultos, sonó una cachetada y ya sonaron diez sopapos y comenzaron a las zancadillas, empujones, gambetas… Se arremolinaban los gallitos y nos vimos envueltos en la sopapeadera, unas veces arriba y, otras, abajo. En un claro del bochinche, aproveché la ocasión de tenerlo a tiro al Enrique, ese que había rebajado a media bandera la que tanto costó lucir sobre mi casa, y le acomodé uno de aguante y le colorié las ñatas, pero de contragolpe recibí un sopapo a lo huaso en la oreja que me hizo arar la tierra… Con el oído zumbando y tapándome la oreja recalentada, me alejé del combate y me puse a mirarlos desde lejito…
Con porfía remiré a mi bandera, y ya sea porque me desorientaba el oído aporreado con más la burla de Enrique, lo cierto es que me parecía algo rara. Era, sí, la bandera argentina azul y blanca, pero… Y volvía a curiosearla con afanes discriminatorios. Seguía diciéndome que allí había «algo» que… descomponía; pero, ¡era azul y blanca! Sin embargo …
No bien se hizo la noche, bajamos la bandera. Vi que mi madre se apresuró a descoserla.
—Yo me pelié con un muchacho —le dije, enseñándole la oreja enrojecida— porque dijo que ésta era tan solo media bandera, ¡y gracias!
—Yo no tenía —contestó mi madre, terminando de descoserla— nada más que un pedazo de lienzo y el vestidito azul de tu hermana Zulema, que lo puse al medio, a lo largo. ¿Qué más podía hacer? Y ahora este generito azul vuelve a ser vestidito. —Y le fue dando la anterior forma por vía de aguja y paciencia.
A pesar de mi oreja aporreada y del odio que le guardaba a Enrique, vi que el tal tenía razón. Sí, él, que lucía la más hermosa bandera de la calle La Plata, de una mirada se había percatado de lo que yo no había podido darme cuenta. La pobre banderita de mi madre no ostentaba, como la de él, las dos franjas externas del hermoso color del cielo. Él solo vio dentro del color blanquecino del lienzo una sola franja azul al medio… Pero yo, en mi odio al soberbio ricachón visualizaba a mi pobre enseña patria —media banderita, ¡y gracias!— ondeando graciosamente con la brisa pasajera mientras que la de él, con ser grande y perfecta, caía rígida porque el aire le negaba sus caricias. «¡Pero te costó sangre de narices», me dije en alta voz, mientras me sobaba suavemente mi oreja aporreada.
Esa bandera así labrada será para mí en todos los tiempos, vengan las que vengan y se enoje quien se enoje, ¡la más hermosa de las banderas argentinas! Fue compuesta con trapos de miseria, en noche de desvelo y bajo el temor a la espada tirana!