EL COCHERO MATEO

I

ba con sus matungos al trotecito lerdón por calle San Martín; al enfrentar al Banco de Londres ve salir a un extranjero apuradísimo, con una valija en la mano. El gringo le hace apurada seña y apenas se detiene, sube de un salto al coche el de la valija, y le grita:

—¡A Estación! ¡Liquerita! ¡Liquerita!

Castiga con furia a sus caballos que arrancan al galope por calle Las Heras. Corren los matungos, pero el gringo no cesa de apurarlo. A fuerza de rebenque logra mayor velocidad y no bien tira de las riendas frente a la escalinata de la Estación, se oye el silbato de la locomotora que parte. Baja el gringo, que le ha dejado un peso en el pescante y, trastabillando, sube las gradas, tuerce a la izquierda y se pierde de vista…

El inglés corre a todo lo que da, logra tomarse del pasamano del vagón en marcha y de un salto sube al primer escalón. Siempre apurado va a sentarse mientras el tren gana velocidad. De pronto, levántase y, fuera de sí, echa miradas a todos lados con ojos que se le salen.

—¡Y mi valica? —pregunta como loco a los pasajeros.

—¿Qué valija? —le contesta, extrañado, un criollo. —¡La valica… con toda la plata pagar empleado, pagar obrero!—. Creció el estupor de todos. Se miran extrañados.

El inglés pagador se lleva las manos a la cabeza. ¡Había subido al tren sin la valija repleta de billetes! ¿Dónde estaba esa valija? Ah, sí… ¡En el coche!

—¡Sí, sí! —gritaba— ¡En la coche de plaza!—. Corre a la plataforma del vagón y hasta hace mención de bajar.

—¡Cuidado! —le grita el Guarda— ¿Quiere romperse la crisma? ¡Párese, bárbaro!

El tren ya iba lanzado a toda velocidad. —¡Poner bandera peligro! ¡Parar tren! —¿Bandera colorada y parar el tren? ¿Estaré loco yo?

—¡Parar máquina!

—¿Y quién es usted para hacerme parar la locomotora, oh?…

—¡Valica con dinero pago empleado, pago obrero quedó coche de plaza! ¡Parar! ¡Parar!

Pero el Guarda se negaba. El inglés le mostró su carnet de pagador y le gritó:

—¡Cien mil peso! ¡Yo perder dinero, usted no cobrar, ni obrero! ¡Nadie cobrar! ¡Pare la tren!

—¡Usted se hará responsable! —Llamó a otro Guarda. Discutieron. Acordaron avisar al Inspector, quien asintió dificultosamente y siempre que el pagador se responsabilizara.

Tomándose de la baranda, avanzó su cuerpo al vacío el Guarda al agitar su banderín colorado, pero ni el foguista ni el maquinista miraban para atrás. Por fin frenó la máquina ya llegando a la Estación Godoy Cruz. Se tiró al terraplén el inglés enloquecido y con raspones en las rodillas salió corriendo a las renqueadas. Dificultosamente traspuso el alambrado de rosetas, trepó por un muro de cierre y se dejó caer a los fondos de una casa. Corrido por los perros ganó la ¡puerta de calle, con gran escándalo de la dueña de casa, que no comprendía eso de «¡La valica! ¡La valica!».

Ya en la calle el inglés trató de orientarse. Corrió sin rumbo hasta dar con la carretela del verdulero. Se le allegó el inglés en desvarío y le pidió que lo llevara a la primera comisaría al tiempo que le pasaba diez pesos.

—¡Suba usted!… ¡Suba usted!. —Subió entre zapallos y papas y arrancó el rodado al galope por esas calles.

—¡Policía! ¡Policía! —gritaba el inglés, dado a todos los diablos.

—Para allá vamos, hombre… —Y azotaba a su caballito verdulero y doblaban por unas calles y tomaban por otras.

—¡Corer! ¡Corer! —clamaba el inglés, queriendo tirarse de la carretela, y el verdulero sujetándolo y llamándolo a la calma. Por fin con el mancarrón sudado se detuvieron ante la comisaría. De un salto bajó el inglés y entró, atropellando a la guardia. —¡Comesario! ¡Comesario!

Pero no estaba. En su ausencia lo atendió el sargento de guardia.

—¡Cálmese! —le gritaba al afiebrado, pero éste más se desgobernaba.

—¡Mí, perder cien mil peso en la coche de plaza! ¡No pagar empleado, obrero ferocaril!

Acabó el sargento por medio comprender, pero él no podía tomar providencias. Rápido fue al teléfono y se comunicó con el Oficial de Guardia de la Central. Hablaron. Al final, colgó el tubo y le dijo al enloquecido.

—¡váyase corriendo a la jefatura de Policía y ponga allí la denuncia!

El inglés se enredó en protestas. ¡Se pasaba el tiempo y no encontraría su valija!

—¡A ver! —ordenó el sargento con voz de trueno— ¡Agente Segovia, acompañe a este señor a la Central! ¡Vayan a caballo!—. Fue Segovia a las pesebreras, ensilló rápido a dos caballos y se presentó con ellos a la entrada. El inglés seguía aturullando al sargento.

—¡Monte! —le ordenó al inglés del cacareo —¡Y vayan a media rienda! —¿Mí montar? ¡Mí no saber andar a caballa!

Largó sus carcajadas el catarato Segovia.

—¡Gringo, pa ser gallina y más pa decirle caballa a este escuro que, ¡es bien caballo!

El pobre pagador se aturulló más, pero el milico Segovia echó pie a tierra y, a la fuerza, le hizo emboquillar el pie izquierdo del gringo en el estribo y de un envión lo dejó mal montado. El pie derecho iba al aire…

—¡La pucha con el piquingle!— se desfogó el policiano, criollazo. El sargento, como buen policía, se ganó a la cocina y la siguió matiando con tortitas con chicharrones.

—Mí no andar en caballa! —gritaba el inglés pero seguía al trote, agarrándose al cabezal y con las riendas por el suelo… Si tuvo el catarato Segovia que guiarle la cabalgadura y aguantar las cuchufletas de los muchachos traviesos que encontraban por esas calles. Por fin llegaron a la Central de Policía, pero el inglés, con las nalgas llagadas, no sabía cómo bajarse. Tuvo el milico Segovia que ayudar al gallina gringo, que no bien pisó tierra salió a las renqueadas y atropello la guardia dando gritos, pero allí lo paró en seco de un guantón el cabo centinela.

—Te voy a dar atropellar la guardia, ¡y agradece que no te macheteo!… —Por suerte salió el Comisario de turno y lo hizo pasar a la Oficina. Allí el inglés barbotó su denuncia a gritos y con los pelos de punta: —¡Cien mil pesos! ¡Nada pagar obrero, empleado! ¡Todo en la coche!

—¿En qué coche? ¡Hay más de 200!

—Mí no saber la número! ¡Conocer la cochero si ve otra vez!

—¡No puedo meter presos a todos los cocheros para que usted los revise!

—¡Cien mil peso! ¡Perdida! ¡Perdida!

—¿Y quién lo manda dejar esa valija en un coche de plaza?

—¡Mí estar apurada! ¡Yo querer tomar tren en marcha!

—¿Dónde mismo tomó ese coche?

—Calle San Martín. ¡Cochera ser mucho morena color carbón! ¡Coche vieja! Dos caballas: uno blanca, otro negra…

—Ahá… Ahá… —murmuraba el Comisario.

Siga, siga…

—Coche ser plaza, pintada negra…

—¡Todos los coches de plaza son negros! ¡Otros detalles para individualizar!

—Caballa blanca… Otra negra…

—Ahá… Blanco y obscuro… ¡Ahá! Me parece…

—¿Usted conocer? ¡Vamos, vamos! ¡Corer a valica!

—¿La valija? ¡Más de sonso!… ¡Hemmm! Vamos en mi sulky. Recorreremos la calle San Martín. Usted mire y remire a cuanto coche de plaza encontremos. —Salieron. Guiado por el Comisario, el sulky dobló por calle San Martín. Siguieron al paso. El inglés, todo ojos, miraba y remiraba a cuanto coche de plaza se veía. Escudriñaba a los cocheros. ¡Nada! No aparecía el buscado… Dale por aquí… Dale por allá…

—¿Será aquél? —preguntaba el Comisario.

—Parecer… Parecer… ¡No! ¡No ser la cochera! ¡Seguir! ¡Seguir!. —Tomaron por varias calles, ya subiendo, ya bajando… Llegaban las doce y los cocheros rumbeaban para el lado del almuerzo. Otros se apostaban en las paradas establecidas. Siguieron, pero todo en vano. Ya cansado el Comisario, tuvo de repente una corazonada. —Tal vez ese cochero, como tantos, viviera por el Pueblo Viejo…—. Rumbeó para el lado del Puente Verde, donde abundaban los mateos. De pronto, al doblar una esquina, el inglés lanzó un grito de triunfo.

—¡Comisaria! ¡Allí! ¡Ése! ¡Corer, que escapar!. —El policía tomó por un callejón torcido al otro lado del Zanjón—. ¡Corer! ¡Corer! —bramaba el inglés y a fuerza de látigo consiguieron alcanzar al coche de plaza.

—¡Párese! —le gritó imperiosamente el Comisario. Paró el pobre cochero, más muerto que vivo.

—¿Qué se le ofrece, señor? —preguntó, servil y sufrido.

—¡Usted ser la cochera llevarme Estación! le gritó el inglés acusador.

—¿Yo? —contestó el mulato, bigotes caídos, cada vez más asustado.

—¿No te acordás? ¡En el calabozo te voy a refrescar la memoria, negro pícaro! —lo amenazó el Comisario. Y volviéndose al inglés, le dijo: —¿Está seguro que es éste?

El inglés se llamó a reposo. Con aire flemático, tranquilo, examinó al coche. Subió a él y se sentó, cerciorándose de ciertos detalles. Bajó a examinar los caballos y por último escudriñó sopesadamente al cochero que temblaba. Sumadas sus verificaciones, se plantó y con seguridad británica, dijo:

—Sí, Comisaria. Éste ser la coche, éste ser la cochera! ¡¿Dónde estar mi valica?! —increpó al mulato.

—A ver: ¡bájate y párate allí!. —Bajó el cochero Mateo hecho una lástima y al momento subió el Comisario al destartalado coche. Echó atrás el asiento del pescante y fue sacando tientos viejos, alambres oxidados, gamuzas estropeadas, trapos de limpiar, una carterita rota y papeles sucios de grasa de engrasar ejes y bujes. Bajó, retiró los cojines del asiento de pasajeros y puso al descubierto un cajón donde se veían hebillas herrumbradas, restos de velas, clavos, un cuchillo descabado y otras vejeces. ¡Nada de valija! Se le ocurrió abrir los faroles y destornillar los portavelas… ¡Nada! Pero, porfiado el policía, volvió a la revisaciones hasta cansarse. ¡Nada! ¡Nada! Ansiosamente seguía el inglés las búsquedas del Comisario. Al último se miraron.

—¿Seguro, seguro, que es éste? —volvió a preguntar el policía señalando al mulato.

—¡Mí estar sicuro! ¡Éste ser la cochero! ¿Dónde estar mi valica?

—¡Bien! —sentenció el Comisario—. ¡Delante de nosotros, a diez pasos de distancia, vas a ir ¡derechito a la Central! ¡Allá veremos!

—Ta bien, señor Comesario, ¡pero sepan que apresan a un inocente! —Y sufrido y cabizbajo subió al desgastado pescante, tomó las riendas y animó a sus dos cansadas bestias. Siguieron por una y otra calle hasta llegar a parar frente al portón de entrada de la Central. El Comisario, imponente en la vereda, palpó de armas a Mateo y lo hizo pasar adentro. Lo encerraron, incomunicado, en un calabozo.

Ya estaban allí el Gerente, el Secretario y dos funcionarios más del Ferrocarril. Se trenzaron en un discutir en su lengua. Bien se veía que las papas quemaban para el distraído pagador. Llegaron también dos cronistas de diarios locales. Enterados que la perdida valija contenía 100.000 pesos, se tornaron gavilanes cazadores de noticias sensacionaleras. ¡Cien mil ¡pesos! ¡Qué fortunen! Había para comprar bodegas y casas… Si la tal valija no estaba en el coche, ¿dónde paraba? Averiguaron el domicilio del cochero y allá volaron. Cayeron al ranchón de Mateo como gavilanes y no dejaron de incordiar hasta que le provocaron un ataque a la pobre de su mujer. Preguntaban tan ansiosos, tan angurrientos, que la pasmada tuvo un arrebato.

—Mateo salió con la Blanca y el Negro a trabajar como siempre, después de tomar unos mates y hasta aquí no vuelve… ¿Qué más puedo decirles?

Y de ahí no salía la mulata y se doblegó, abatida, cuando comenzaron a llorarle los siete negritos con barriga de empachados… Pero, ni por esto, cesaron los chuzazos pregunteros: Que adonde habrá ido. Que cuál era su paradero acostumbrado. Que en qué boliches se paraba a tomar la copa. Que si tenía comadres y compadres. Que dónde vivían. Que si tenía otra mujercita por ahí y que a qué chingana sabía ir… Qué y qué, no más, se oía en un tupido sonsacar y sospechar… La pobre aceitunada, que estaba de siete meses con tamaña barriga, comenzó a blanquiar los ojos y los periodistas, ya yéndose, jeringaban todavía con preguntas y sospechas… ¡A lo mejor, ahí, en ese montón de trapos mugrientos, ocultaban la valija con los cien mil!…

Hubo junta de comisarios y de los pesquisas más avispados y olfateadores en la Central. Allí, todos juntos y largando y acapujando las más finas celadas contra los delincuentes y descuidistas, se anudaron y se desataron las tramas de tapujados enjuagues. Al fin se deshizo el panal y… lo pasaron a Mateo al encierro mayor. A empujones lo llevaron y a portazo le cerraron la puerta de fierro con sonajería de llaves y rechinar de pasadores. Paseó la vista el pobre y solo vio murallas mal blanqueadas, con dibujos de escándalo por lo zafados y sus leyendas más asquerosas. Pero, allá, en el rincón más obscuro, se movió un bulto: era un preso sumido en abatimiento.

—Salú, amigo —le dijo el tal, como despertando y a lo camarada que se alegra de tener con quién desfogar injustos rigores—. También a usté me lo han traído estos salvajones que solo saben martirizar pobres y desvalidos. ¿Y de qué lo acusan, aparcero?

—Mire, señor… ¡No sé de qué me acusan! Me encalabozan y ¡con mi familia sin ayudas!

—¿Y qué me cuenta de mi triste caso? Me salen con el cuento que yo robé en un despacho de bebidas, pero se van a llevar por delante un poste conmigo. Seguiré diciendo que no y que no ¡y se acabó! ¡Hay que negar, amigo, aunque no le den más que bacalao salado!

—¿Negar? ¿Bacalao salado? —Eh, amigo… Se ve que usté es bisoño pa tratar con la milicada. Prepárese al bacalao en salmuera y a consumirse de sed si no quiere cantar… —¡Qué herejía!

—Pero a mí, ¡ni con ésas!… Vea, amigazo: no sé por qué usted se me ha ganao del lado del corazón y se me da por pasarle en secreto toda la verdad. Oiga, solamente a usté le diré.

(-Matito… Matito…) le acarició el oído la sombra santa de Mamita que lo acudía en sus peligros.

—… atiéndame, amigazo, y guárdeme, por su madre, este secreto…

—¿A qué me viene con secretos a mí? ¡Soy tan pobre como derecho y vivo de mi trabajo honrao! Dende los 17 años que soy cochero de plaza, casado, con siete hijos, con mujer enferma y con otra boca más que caira dentro de dos meses…

—Así me gusta el criollo, ¡honrao y trabajador! Yo también fui de ¡pala y azadón, pero en viendo que no me alcanzaban los cobres, hice mi travesurita, ¡por primera y última vez! Sí, amigo; a usté no le voy a negar que entré por los fondos, abrí la puerta del despacho, y del cajón del mostrador le saqué los tres mil que guardaba ese bolichero estafador… Lástima que no alcanza para el gran negocio que tengo en vista… Sí, mi amigo: con otros tres mil mangos podríamos los dos ganar ponchadas de pesos. ¿Quiere que nos asociemos y le metamos en cuanto nos suelten de esta ratonera? ¡Por ésta que nos haremos ricachones a la vuelta del año! Se trata de…

—Créame, señor, que me asociaría con gusto a usté; pero, ¿con qué pican las avispas?

—Oiga, aparcero: si yo fui abierto con usté, ¿a qué viene ese escondedero suyo? ¿No somos amigos? ¿No sufrimos el mesmo castigo los dos?

—Mire, señor: si usté ha robao, ¡justa es la condena! Vaya y devuelva esa plata… Yo, ¡ningún delito hi cometío; por eso me quejo: ¡por la ir justicia! En cuanto al negocio ese que me está proponiendo, yo, con toda mi alma me asociaría, porque ¡estoy cansado de pudrirme en el pescante! ¡Cansado de darles guasca a mis dos matunguitos!… ¡Cansado!

—¿Y? ¿En qué topa que no entra?

—Mire, señor… Tengo un coche, remendado, es cierto, y una yegua y un caballo con sus rengueras, es verdá, pero que tiran todavía… Si usté me los comprara o me hiciera comprar coche y matungos, yo me haría de unos pesos y entraría ¡contentazo! a esa sociedad…

Otros tiros de mampuesto cambiaron los dos de las finas agachadas… A toda proposición tentadora y ¡descubridora!, Mateo la redondeaba con: «Si usté me hiciera vender coche y caballitos, yo tendría unos pesos para asociarme con usté… ¡Búsqueme un comprador y nos asociamos! ¡Se lo pido por favor!»

Se oyeron sonantes llaves y cerrojos y apareció un milico cheuto con dos platos de comida. Dio uno a cada preso y sin decir palabra se fue tras cerrar puertas con todos los ruidos.

—¿No le dije, cumpa? ¡Qué volada pa las moscas! ¡Bacalao salado!

Mateo probó uno que otro bocado, pero no podía pasar tanta salmuera. Su compañero probó, escupió con asco y, vomitando insultos a la autoridad, tiró el plato contra la pared.

Al rato se volvieron a oír llaves y cerrojos. Apareció un sargento más que aparatero, de mirada feroz y con la voz más resonante, dijo:

—¡A ver vos, ¡ratero sinvergüenza! ¡A declarar ante el juez!

Salió con la cola entre las piernas su gran compañero y volvieron a cerrarse esas puertas con acompañamiento de doblegantes ruidos.

—¡A mí con pialaditas de tramoya! —se dijo Mateo en su mayor resguardo. Luego se sumió en las honduras de sus pensares. Acurrucado en un rincón, escondiendo su cara, se habló «con las del alma». Mucho se apalabró con preguntas y un entreoír de lejanísimas contestas, y siempre asistido por la sombra de su santa Mamita muerta, la negra que fue esclava, que lo tuvo y lo escondió en una cueva para que no supiera el amo que había parido… Volvió a hablar y recibió las contestas de los reprofundos que no se le retrataban ni en la ocultada cara. Al salir de sus sombras palabreras, se dijo: — Sufriré hambres; aguantaré la sed; soportaré azotes; contestaré a los pesquisas y jueces, pero… —Y se llamó al Silencio de los silencios…

Muy de noche se oyeron llaves y cerrojos y apareció otro milico, pero esta vez un moreno de mirar sin choques. Se agachó, atencioso, a dejarle el plato de bacalao saladísimo, pero le deslizó algo y, con voz amiga:

—¡Compañero! Tráguese esta bombita llena de agua. ¡Que no lo vean por la ventanita disimulada! Mateo se metió a la boca y reventó una bombita de carnaval y tragó el agua con todo.

—¡Dios se lo pague! —musitó con el alma. Cuando se iba el pardo milico, le hizo una liviana señita… Mateo lo entendió. —¡Gracias, Mamita santa! —dijo a las sombras acompañantes. El candil que apenas alumbraba hizo brillar lágrimas en las mejillas del apresado. Procuró dormir, después de tragar unos bocados de bacalao. Logró unos descansos y aquietamientos. Pasó la noche acurrucado bajo unas viejas cubijas llenas de piojos. Amaneció con arcadas y calambres.

A mediodía le trajo otro milico más bacalao pasado en sal. Ni lo miró siquiera, pero las arcadas y la creciente sed lo torturaron. Lerdas y arrastradas iban pasando las horas del día. A eso del anochecer apareció otro milico con el consabido plato de bacalao nadando en espesa salmuera.

—¡Por favor, señor! ¡No me deje nada! ¡Quiero morirme de hambre y de sed! —El catarato le dejó la ración y se fue sin decir palabra, tras la sonajera de llaves y cerrojos. Pero Mateo, el hijo de esclavos, era de carnes sufridas. Se tapó la cara para sonreírse con sus furias enardecidas. —¡Más sufrió la santa de mi Mamita! —se gritó en alardes de resistencia. Ya serenado, se dijo: —No me van a matar, ¡estoy seguro! El afán por descubrir los llevará a conservarme la vida.

A medianoche lo despertaron ruidos impresionantes. Apenas pudo medio ver en la obscuridad que apagaban el candil y, sin decir palabra, lo cruzaban a rebencazos. Se encogía Mateo tratando de ofrecer el menor bulto y esconder la cara. Aguantó en silencio, diez, veinte rebencazos, hasta que, muy dolorido, empezó a gritar y clamar por todos los Santos que dejaran de martirizarlo.

—¿Vas a confesar dónde escondiste la valija? —le gritó el bulto castigador.

—¡No vi ninguna valija!… Alcé a cuatro pasajeros diferentes después que se bajó el inglés… Alguno se la habrá llevado… No me fijé. ¡No me pegue más!

—Mira, negro Mateo, que después te castigaré con goma… ¡Te van a quedar las espaldas como gusaneras…! ¡Canta qué hiciste con la valija!

—¡Se la habrá llevado algún pasajero o se habrá caído por ahí!

—¡Toma, sinvergüenza, aprovechado! ¡Ladrón de valijas! ¡Toma! ¡Toma! —Y le llovieron fuertes azotes. Siguieron los castigos y los ayes hasta que todo se calmó.

Al otro día, muy de mañana, lo sacaron a Mateo para que se lavara manos y cara. Le sirvieron yerbiado con leche y pan de desayuno. Como a las diez lo llamaron a declarar. Flaco, pálido y ojeroso compareció ante cinco señores muy graves. Dos de ellos escribían en grandes libros. Le preguntaron… ¡Qué no le preguntaron! ¡A chuzazos lo bandearon a preguntas, unas despaciosas, otras ligerísimas, otras como pedradas y algunas a media voz, como en secreto y con arrastres de decires guardados… Uno de los preguntones, le hacía guiñaditas de inteligencia… Otro le dijo, claramente, que comprendía su verdadera situación de pobre cochero, debatiéndose en negra miseria con siete niñitos que le pedían pan todos los días y que él, en su caso, ¡hubiera hecho lo mismo! Al fin y al cabo esos ingleses, ¿no nos sacaban la chicha con sus tarifas ferroviarias? ¿Eh? ¿No es verdad, amigo Mateo?

Pero el mulato, con los ojos lagrimeando, levantando sus miradas y brazos al cielo, volvía a decir que no y que no y les clamaba por su mujer y sus hijos abandonados. ¡Nunca había estado preso! ¡Jamás tuvo nada que ver con la justicia! ¿Por qué se lo martirizaba así? Con la garganta resquebrajada volvía a su porfiar:

—No sé, señor… —Si yo no vi tal valija… —La habrá sacado alguno de los pasajeros que alcé después… —Se habrá caído en algún barquinazo… —Puede haberla sacado algún muchacho que la vio… —No sé…

El que le hacía señitas de inteligencia cambió bruscamente. Con voz bronca le dijo:

—¿A dónde ibas cuando te cayó el comisario?

—A mi casa, señor. Al almuerzo.

—¿De dónde venías, pícaro?

—De dejar a un pasajero en el Puente Verde.

—¿Quién era ese tal pasajero? ¡Contesta!

—No sé, señor. No lo conozco. Me pagó y ¡chau!

—Mira, negro Mateo: ¡confesa o te va a pesar! Hacéte esta cuenta: ¡durante toda tu vida te vigilará estrechamente la policía!… Ahora, en este momento, el inglés te dará una linda gratificación. ¡Pensála bien, negro!

—¿Qué voy a pensar, señor? ¡Juro por la salú de mi mujer que nada sé de esa valija! ¡Lo juro y beso esta cruz! —decía, besando la cruz del pulgar y el índice—. ¡Y, acuérdense que tengo siete niñitos chicos y que mi mujer, que está de siete meses, ha caído al hospital!

Al último y después de cinco horas de atormentarlo a preguntas, amenazas y prevenciones, lo llevaron al calabozo más obscuro y frío. Allí aguantó la noche sin beber ni comer. Apenas pudo dormir en unas cubijas que se movían solas de tanta bichería que cargaban. Al otro día le dieron desayuno y como a las 9 lo pasaron al despacho del Comisario.

—Mira —le dice esa autoridad—, el gremio de cocheros ha presentado con firma de letrado el habeas… Vas a salir en libertad vigilada, pero, ¡tené presente que el ojo y el látigo de la justicia te seguirán paso a paso! Y ahora ándate y agradece que tu mujer cayó al hospital con ataques de cabeza, que si no, ¡no te largaba!

Salió el pobre Mateo a las tambaleadas. Pidió a un catarato, que le atara sus caballitos al coche, que estaban en las pesebreras. Cuando el milico le entregó su viejo rodado él no pudo subir al pescante. Tenía mareos. Se las arregló poniéndose de pie donde van los pasajeros y afirmándose en la parte trasera del pescante. Desde allí manejó dificultosamente a sus matungos. Ni fuerzas tenía para alzar el látigo. Al paso mañoso ganó esas calles y como a la hora llegó a su ranchón. ¡Santo Dios con la que se encontró! Su mujer en el Hospital San Antonio y su nidada hecha un desastre. Era una lloradera de mocosos mugrientos. Por fortuna habían venido tres de sus comadres, entre ellas la mulata Estanislada, a atenderle su destartalada casa. Se detuvo Mateo a ver tanta ruina y descalabro, y se desparramó en llantos que partían el alma. Lloró abrazando a sus niñitos y tanto se lamentó que acudieron los vecinos a consolarlo y trayéndole ayuditas.

—¡Miren ustedes lo que me han hecho en la justicia! ¡Miren, para que sean testigos!

Y ponía de manifiesto su flacura, sus ojeras, la marca de los latigazos, su mujer enferma en el hospital, sus niños abandonados, su casa malparada…

—Pero los que creen que me voy a abatir y botarme al abandono, ¡están equivocados! ¡Fuerzas sacaré de la nada para levantar cabeza! —Se armó un vivo comentario entre el pobrerío de los alrededores. Todos hacían buenos acuerdos del pobre cochero Mateo…

Tres días guardó cama el mulato en vías de reponerse. Un compadre salió con su viejo coche a changar y gracias a los caldos de gallina de la comadre Estanislada, recobró fuerzas y pudo hacerse cargo de las riendas en su pescante. Lo primero que hizo fue ir al hospital a ver a la pobre de su mujer. Por suerte la encontró mejor y la llevó a la casa.

Mateo habló con su comadre Estanislada. Cómo hablaron los dos mulatos a deshoras de la noche, en lo obscuro y con palabras ¡tan bajitas! Bajitas eran las hablas, pero dejaban hondos rastros en los dos convoyados y quedaban escritas en el libro de la Vida. Concertaron palabras y señas detrás de un alumbrar tapado a tierra. Mucho habló Mateo con su santa comadre y más se trabaron esas dos almas puras, enlazadas ya con la santidad del ser compadres.

Recuperado Mateo, cambió como de la noche al día y esto lo vieron todos y lo proclamó él mismo a todo grito y con cascabeles. Si antes había sido medio lerdón para el trabajo, ahora se volvía ¡más acaparador y tacaño que un gringo! No se le escaparía ni un pasajero. Desde ahora y ¡para siempre jamás! no se bajaría en ningún boliche a tomar la copa. ¡Trabajaría noche y día, sin descanso, ni treguas, ni paradillas! ¡Trabajar! ¡Trabajar!

—Me han acusado de quedarme con lo ajeno y me han hundido en prisiones, pero salgo con la frente en alto y la conciencia limpia y para que vean que no me han quebrantado los castigos injustos, ¡más trabajaré en adelante, y sabré arribar como los extranjeros que trabajan! ¡Vengan trabajos! ¡Vengan todos a verme trabajar y amontonar centavo tras centavo!

Le llegó el último negrito y proclamó Mateo que le traía suerte porque comenzaba a irle más que bien en sus trabajos, y tanto, que se asoció con el hijo de su comadre Estanislada, y con puchitos pudieron montar como una media herrería y con la hierra de caballos y mulares, más las composturas de algunos rodados, comenzaron a rendirles platita… Mateo se levantaba de madrugada y ayudaba a la fragua y al yunque y se baquiano en la hierra, y su ahumada herrería no paraba en el martilleo de forjar herraduras y las herraduras en ir a los vasos de los caballos, pero no por eso descuidaba de estar a las 8 de la mañana en su pescante llevando a unos y trayendo a otros y no paraba hasta la medianoche en que llevaba a los parrandistas a las casas de tolerancia y de ahí sacaba a algunas perdularias que iban a servir a casas de disimulo. A altas horas de la noche sacaba más plata.

Su hijo mayor, Teo, adelantaba en la escuela. Un buen día se le presentó con el certificado de haber rendido cuarto grado y, empinándose el mocosito, se le descargó con la increíble ambición de cursar… ¡el Colegio Nacional!

—¿Y por qué no, m’hijito? —contestó el cochero abriéndosele las ansias a inmensos horizontes. Hizo las gestiones y cuando vio a su primera rama entrar, hecho un pimpollo, al Colegio que solamente iban los ricos, comenzó a los bufidos de puro entonado. ¡

¡Trabajar y trabajar! En su taller cantaban los martillos y yunques, resoplaban los fuelles y salían por centenas los juegos de herraduras. Ya tomó dos ayudantes para la hierra.

Dos de la mañana. Mateo desató sus caballos; ahora está arreglando cartas y facturas. Enfrascado en sus cuentas, apenas oye un ruidito. Éste se repite, sospechoso…

¿Son pasos? Entra en cuidado. Deja las facturas y saca de un cajón el revólver. Siguen los ruiditos. Apaga la bombita. Quédase quieto. Escucha. Los ruidos se acercan, quedos, medidos. De pronto un haz de luz de una linterna sorda. Rápido prende la luz eléctrica y ve, pasmado, a su mejor obrero sorprendido en delito.

—¿Vos? ¡Vos! ¡Cuidado, que te apunto y puedo matarte!

—No tire, don Mateo. Le explicaré…

—¡Las dos de la mañana en puntas de pie, con linterna sorda! ¿Qué venías a robarme?

—No soy ladrón, don Mateo. Compréndame.

—¡Ladrón y traidor! Así pagas mis ayudas a los tuyos.

—Óigame, don Mateo: vengo mandado… Soy de Investigaciones. El Comisario me mandó que tomara empleo aquí para espiarlo y pasarle informes.

Mateo traza rápidos planes. Guarda el revólver.

—Sentate y hablemos como hombres. ¿Cuánto te pagan en la policía?

—Cien pesos al mes… con tres de atraso.

—Aquí ganas más y con pago puntual como medio tapicero. ¿Sos hombre de palabra vos?

—Aunque usté no lo crea ¡soy hombre de palabra!

—Así me gusta, pero quiero ante todo que sepas que ¡yo no me quedé con la valija del inglés! ¡Lo juro por ésta! —y besa la cruz formada con dedos—. Lo más seguro es que ese inglés escondió los billetes y dejó la cartera vacía en mi coche y a estas horas estará gozando esa fortuna, pero el Comisario sigue con la tema que me alcé con esa ponchada de plata. ¡Seguiré cargando la cruz de la injusticia! ¡Y todo porque me ven arribar a los ¡pujidos, pero no quieren ver que trabajo más que los gringos y ahorro centavo tras centavo con mil penurias! Trabajo 16 horas diarias como te consta a vos, y la pobre de mi mujer no se aparta de la batea refregando las mugres de los diez de esta casa… ¿Es que solamente los gringos han de poder arribar? ¿Es que ningún criollo podrá juntar jamás un centavito? En esta casa no se toma vino por economía y todos nos vestimos con remiendos de trapos viejos…

—Sí, don Mateo. Todos somos testigos de sus sacrificios, pero el Comisario…

—¡Algún día se le caerá la venda y me hará justicia, pero sigo con la cruz!

—Vea, don Mateo; si usté me ayudara, yo…

—Me dijiste que sos hombre de palabra. ¡Te creo! Oíme: te aumento al doble el sueldo y ahora guarda estos 500 pesos pa tus mocosos, pero con la condición que has de seguir en la poli y pasarás los informes que combinemos los dos. ¿Trato hecho?

—¡Trato hecho! Y ahora sepa, don Mateo, que aquí hay otro espía entre sus obreros. Es — y le dio el nombre, —pero no trate de conquistarlo porque lo traicionará. Déjemelo por ¡mi cuenta al chapetón ése y lo descaminaremos… ¡Ah! Y le aviso que no vaya más a deshoras al rancho de su comadre Estanislada: ¡lo siguen!

—¡La pobre está tan enferma!… Pero, te agradezco la alvertencia y ahora ¡hablemos en serio!

Y aquellos dos hombres, unidos de golpe por interesada simpatía, juntaron sus cabezas. Cuchichearon largamente hasta la madrugada y, aparceros, acordaron hasta las contraseñas… Ya aclarando, se despidió el conquistado y quedó Mateo entre tupidas sombras de su alma atribulada. Acordó en sus resguardos marcar nuevos pasos, estar más alerta…

Ya aclarando despertó a sus hijos, encendió la fragua, mantuvo el fuego con el fuelle y luego comenzó con el martillo a dar forma de herraduras a los flejes de hierro al rojo…

A fuerza de empeños y ponderaciones consiguió de los cocheros amigos y aun de las grandes cocherías que le mandaran sus caballos para herrarlos. Aquello llegó a ser un desfile de cocheros. Al año siguiente pudo, con tremendas deudas según lo anunciaba a gritos, comprar una máquina agujereadora de hierro, una máquina de cortar flejes y herramientas de carrocería. Con eso se atrevió a encarar la compostura de carros y carruajes y hasta se avanzó a fabricar uno que otro sulky… El taller se agrandaba y martillos y fuelles daban sus ruidos y sus humos…

Un día, al cumplirse los cinco años del asunto de la valija y mientras hacía Mateo la recorrida al trotecito con su victoria recompuesta, lo chistó un señor muy entonado. Subió al coche y le dijo: —A la Central de Policía.

Con un dejo de inquietud detuvo sus caballos a la entrada de la temida casa. Bajó su pasajero y en vez de pagarle, le dice: —¡Entra que quiero hablarte! Maneó sus caballos el cochero y entró. —¿Me reconoces, Mateo?

—Ahora lo reconozco, señor —repuso el mulato al darse cuenta que era el Comisario vestido de civil. Pasaron al despacho. Se sentó muy orondo el señor de la justicia. Le dijo:

—Mira, Mateo: sé que pusiste tallercito de herrería y que ese tallercito se está transformando en carrocería y sé, también, que tu hijo mayor estudia en el Colegio Nacional… ¿De dónde sale toda esa plata?

—Señor: cuando me dejaron en libertad vigilada, juré ante Dios y los Santos dedicarme al trabajo y a la economía, ¡pior que los gringos! Y ya lo ve, señor. A fuerza de martillo y riendas van quedando unos pesitos para comprar herramientas. Además, estoy asociado y mi socio tenía unos ahorritos… ¿No me lo quiere creer? A las 4 de la mañana me puede ver déle martillo y déle fragua en el taller y a las 8, salto al coche y no dejo escapar pasajero. A medianoche me ven parado en las casas de tolerancia, para sacar pasajeros… A la una de la mañana me voy a dormir y a las cuatro…

—Sí, ya sé que trabajas a lo burro —admitió condicionalmente el señor Comisario—. Y sé que ya no te bajas al boliche a beber la copa. ¡Si yo te vengo siguiendo los pasos! Veo el cambio patente en vos, pero, decíme: ¿no estás comenzando a sacar algo de los cien mil? —¡No, señor! ¡Todo se debe a mi trabajar sin treguas! ¡La maldita valija, ésa! La habrá sacado algún vivo o, tal vez, el mismo inglés…

—Bueno: ándate, Mateo, pero sabe que a mí no me engañan los picaros por más finos que sean y que vos seguís estando en la mira… Ándate y ¡pensá en mí alguna vez! ¡Hemmm!…

Salió Mateo y si mucho había trabajado antes ¡con más empeño trabajaba ahora! Y lo proclamaba a gritos y se hacía ver tanto en el taller como en trasladar pasajeros. ¡Todo el mundo lo veía deslomarse día y noche! Y ya iba contando con la ayuda de sus negritos, que habían invadido la herrería y unos con el martillo, otro con la garlopa y los más chiquitos limpiando el taller, recogiendo los clavos y pedacitos de fierro.

Se agrandó el galpón y trabajaron aparte los herreros de los carroceros. Un maestro tapicero confeccionaba los cojines y respaldos para las victorias y sulkys. Hasta altas horas de la noche se oían los trajines de los trabajadores.

El mocito Teo siguió con brillo sus estudios en el Colegio Nacional y un buen día se le apareció al enternecido de su padre con el título de bachiller. Lo abrazó y lloró lágrimas de felicidad el mulato, pero cuando su hijo le hizo presente su firme decisión de irse a Córdoba a seguir en esa Universidad la carrera del derecho, cuasi se desmaya el pobre Mateo.

—¡Mi Mateíto, abogado! ¡Teo, Teo de mi alma hecho un señor doctor! —y abrazaba a su primogénito con transportes de enloquecido… —¡Ah! —se decía para sus adentros—. ¡Tener un hijo doctor! —y se le aparecía el aborrecido Comisario cayéndosele la baba de envidia; y veía a otros que lo habían humillado y que lo saludarían con el sombrero en alto. Y veía a su Mateíto entre los Ministros del Gobierno y tal vez, ¡tal vez!…

—Hijo querido: ¡usted será abogado! ¡Disponga de todo y vaya a esa Universidad y no pare hasta presentárseme aquí con su título de doctor! ¡Yo le haré una chapa de plata fina!

Mensualmente el joven Teo recibía un giro para pensión, libros y demás gastos… Y más trabajaba el pobre mulato y más hacía trabajar a los suyos. Porque en esa casa no cabía un descansito para nadie y tanto él como su pobre mujer enferma y el más chiquito de sus hijos se persignaban en el trabajo.

A los siete años de haber estado preso Mateo, examinaba en su escritorio los papeles de cartas y facturas que le acababan de entregar en la imprenta. Decían: «Gran Fábrica de Carruajes y Cochería La Regia. Victorias y milores disponibles a toda hora». Y seguía la dirección y el número del teléfono.

—Sí, sí —se decía admirando el gusto del bien impreso membrete—; pero, ¡cuántas fatigas en estos sumados siete años! ¡Cuántos afanes, apuros y cansancios! Ay, Señor: yo no soy más que un cansado caballo que lo hacen correr a la fuerza. ¡Vamos, vamos, me grita el látigo que hace siete años me castiga sin misericordia!

—Tatita —le dijo el negrito menor—, dice la mamita que vaya. Que se siente mal.

—Después que termine de arreglar estas facturas, iré. Ahora no puedo.

Y siguió el industrial poniendo en orden la papelería de cobranzas y pagos. Llegó la medianoche y seguía Mateo embarullado en las cuentas, cuando un espantoso grito lo levantó de la silla. Corrió al dormitorio y vio a su pobre mujercita caída de la cama, agitando los brazos y con los ojos fijos en el techo. Con palabras de arrepentimiento la levantó y la acomodó en el lecho, pero notó que ese cuerpo se enfriaba rápidamente.

—¡Llamen al médico! —clamó desesperado. Trató de destrabarle los brazos, pero ella los cruzaba sobre el pecho como defendiéndose de una montaña…

Llegó el médico. La examinó y mirando con acritud a Mateo, le dijo:

—¡Esta mujer ha muerto reventada de fatiga! Un descanso le hubiera prolongado la vida.

Se fue.

—¡Es cierto! —se acusó el ex cochero—. ¡Hay plata para comprar máquinas, herramientas y agrandar la fábrica, pero no había un miserable peso para conchabarle una sirvientita a la pobre! ¡Soy un bárbaro, un atropellado, que no miro más que el dinero! ¡Hasta esta tarde estuvo lavando la pobre la ropa de todos nosotros! ¿Qué me hubiera costado traerle una lavandera? ¡Yo la maté! —Y se sumió en las honduras cavilosas.

Telegrafió a Teo la muerte de su madre. Le pedía que viniera a verla por última vez… A la siguiente noche recibió contestación telegráfica de su hijo: «Papá, traspasado de dolor lamento muerte madre. Mañana rindo examen. Imposible ir. Rezaré por ella».

—Caramba, Teo; yo habría dejado todo por ver a mi madre por última vez —se decía el dolorido. Después, llevado por su inmenso amor paternal, perdonó al hijo a quien lo veía entregado afanosamente a sus estudios para tan solo darle honor y alegría a su padre.

Vinieron los días de tristeza para la casa. Los muchachos andaban llorando por los rincones y llamando a la mamita inolvidable, la que tanto había sufrido para vestirlos con remiendos y lavando tantas mugres.

—¡Mamita! ¡Mamita! —se oía quejarse detrás de las puertas.

Mateo se entregó con más furor a trabajar a lo bruto y lo hacía hasta en forma vistosa. Trabajaba y hacía trabajar. Todo el mundo era testigo de su porfía, de su afán por no perder un minuto…

Los jueves y domingos, días de moda, sonaba insistentemente el timbre del teléfono pidiendo victorias o milores. Tres de sus hijos ya empuñaban gallardamente las riendas, muy señores en el pescante del aristocrático milord con el caballo de gran alzada, tusado a la moda, con cola corta y luciendo arneses lustrados con incrustaciones de bronce. Los tres muchachos lucían gran uniforme de aurigas con botas de charol de media caña rematadas en vivos blancos, pantalón crema, librea azul marino, pechera y corbata blanca, cuello duro, y gran sombrero alto, rígido y brillante. Los guantes blancos hacían juego con las riendas del mismo color. Las familias más pudientes, los rumbosos bodegueros y todos los nouveau riche, hacían gala de pasearse en las tardes de moda por la Rotonda del Parque del Oeste, mientras la Banda de Música de Policía ejecutaba trozos selectos de óperas italianas. Los más rumbosos, se paseaban con el enhiesto cochero más el lacayo de librea que lo acompañaba en el pescante, el que se bajaba, solícito, a abrir la portezuela y bajar el estribo articulado… Estos milores y las lustrosas victorias a una yunta de caballos, rendían gran cosecha de plata a la «Cochería La Regia». Y en la Fábrica de Carruajes trabajaban operarios mecánicos, carpinteros finos, ebanistas, tapiceros, talabarteros… Se había expulsado a la antigua herrería ahumada. El viejo coche de Mateo se escondía en un rincón, archivado, y el ex cochero ahora se caldeaba la cabeza con el papelerío del escritorio, asistido por un Contador; pero, como un retorno a los tiempos heroicos, Mateo martillaba hierros todas las mañanas media horita en el yunque. —Es para no criar grasa —decía, risueño. Ya en cuarto año de Derecho, llegó Teo un día muy apurado de Córdoba. Pasada la fiesta de los abrazos, preguntas y respuestas, el futuro abogado abordó con seriedad a su padre:

—Papá, necesito imprescindiblemente 15.000 pesos. Te los devolveré en cuanto me reciba. —Hijo, en estos momentos no tengo, pero… —Pídelos al Banco, papá. No me abandones; me veo en serio compromiso.

—Hijo… ¡Tendrá usted los 15.000 pesos! Pero le pido que se quede unos días con nosotros. Yo y sus hermanos nunca tenemos ocasión de verlo y hablar con usted. Van para cuatro años que está ausente de su familia ¡que tanto lo quiere!

—¡Mis estudios, papá! Cuando me reciba… ¿Puedes adelantarme ese dinero?

Al día siguiente partía el futuro abogado para Córdoba con los billetes. Bastante pensativo quedó el atareado padre…

Pero ese año fue de gran aliento para la Gran Fábrica de Carruajes y Cochería La Regia. Los Bancos abrieron crédito al industrial, señor Mateo Rosas, y éste pudo operar en grande con todo desahogo. Sus crecientes vinculaciones comerciales, su trato continuo con gente de capital, lo incitaban a cambiar de vida, a dejar sus antiguos hábitos rústicos, pero… —¡Cuidado, Mateo! —se alertaba a sí mismo al son de Mamita—. ¡Cuidado con pisar en falso! Acuérdate del famoso Comisario…

—y ¡El Comisario?! No me hagan reír… Ahora ese tal anda por las calles hecho una lástima. Un radical cambio de gobierno, mandó al tacho a los oligarcas poderosos de antes. Hoy los vemos mascando miserias y amargores en forzada oposición. Sí, señor: el tal Comisario fue destituido y encima se le comprobó por medio de sumarios, sustanciados por sus contrarios políticos, ahora en las alturas del gobierno, que había delinquido en asocio con maleantes explotadores de casas de juegos prohibidos y de tolerancia. Total, que resultó ser un mafioso con uniforme.

Ese día, precisamente ese día, se cumplían diez años de… ¡de la valija del inglés! Sentado en su escritorio de roble, Mateo se ahondaba en los altibajos de su fatigada vida, Su pobre mujercita, matada a fuerza de trabajar sin treguas, se le aparecía como una mancha de su porfía arribadora; de su bregar sin respiros… —Pero, es que… —comenzaba a defenderse de fantasmas de muertos y de choques de vivos. De repente sonó el timbre del teléfono.

—¿Con quién? —preguntó.

—¡Conmigo! —le contestó una voz sospechosa. Colgó el tubo al creer que era un chistoso. Volvió a importunarlo el timbre.

—¿Con quién?

—¡Conmigo, tu antiguo conocido, el Comisario, ¡hemmm!, de la valija. —Se le soltó el tubo de la mano, pero apenas oía una voz que venía como de una cueva—. Voy para tu casa. Quiero hablar con vos, reservadamente.

—¿Qué hago? —se martirizaba—. ¿Qué podrá hacerme este desbancado? ¡Ya no vale un comino en el gobierno y es perseguido por la justicia. Tiene varios procesos encima—. Sumó las favorables y las contrarias; por último se resolvió a ser prudente. —Veremos con las que me sale este malevo que se escudaba en terrible uniforme…— Presintió que una sombra tapaba la puerta: levanta la vista y mira y se encuentra con… Bueno. Lo oye. No se saca el sombrero y, todavía, se pone a examinar los muebles del escritorio. Explota:

—¡Quién te ha visto y quién te ve!…

Mateo por un momento siente miedo, pero recuerda que está en su casa y que el intruso ha caído.

—¡Lo mismo digo yo, Ex! —Recibe el impacto el ex policía. Cruza miradas caladoras con Mateo y… ¡comprende y se allana a la nueva situación!

—Sí, che, Mateo… Vengo a verte por… —Cambia ante la firme actitud del dueño de casa, apuntalado por una sólida situación económica—. Sí, senos Mateo Rosas… Bueno: ¿estamos solos? —Ante un gesto afirmativo y de aplomo del dueño de casa, sigue—: Vamos al grano. Necesito 5000 pesos; poca cosa…

—Yo necesito mucho más. El Banco abre créditos.

—Ah, pero es que vos… Es que usted ¡es rico! Esta gran fábrica respalda. Yo…

—Sí. ¡Ya no lo apuntala el temido uniforme de policía todopoderoso! Ahora anda disparando del gobierno, ¡de la policía, de los jueces, de los acreedores! Parece que…

—¡Esos canallas que hoy treparon al gobierno, ya bajarán! A los que me persiguen ¡los voy a ver en la horca! Mi partido volverá.

—¡Lo dudo! El pueblo ha despertado con el voto secreto. La oligarquía ya no engaña al pobrerío.

—Bueno; ¿qué me contestas, Mateo?, digo, ¡señor Mateo!

En las oleadas del que sube y baja con norte cambiante, Mateo cae en la sumisión antigua. ¡Tantos años fue servil! En voz baja le dice al tirano:

—Esta noche, en el Puente Verde… A las doce… Allí estaré con dinero…

—¡Así me gusta! —contesta con aire de triunfo el ex Comisario. Y le agrega: —Es cierto que ya no estoy donde estaba, pero tengo dos diarios que publican… lo que yo les mando. ¡Adiós!

Era cierto y bien que lo sabía Mateo. El ex Comisario, sabedor de mil enjuagues, de tapados secretos de alcoba, los iba descubriendo en dos pasquines en asocio con sucios periodistillos. Los afectados silenciaban el chantaje del pasquín con sabrosos billetes. Los canflinfleros también aportaban a la bolsa.

—¿Por qué di esa dirección? —se preguntaba Mateo, arrepentido. Después recordó que allí, precisamente, vivía la santa de su comadre Estanislada, en cuyo sucucho… Ese día lo pasó Mateo encerrado en su dormitorio. Mil planes hizo y los desbarató. Por último afirmó pie en uno. Media hora antes de las 24 salió de su casa. Cargaba un revólver y mil pesos. Iba encomendándose a la más santa de las mujeres ¡a Mamita! Tomó por calles obscuras, mezquinando ser visto. Al llegar a la última casa, en la esquina frente al Puente Verde del Zanjón, se detuvo anhelante. Una voz apenas, apenitas lo alcanzaba (-Matito… Matito—) La luna llena volcaba su blancor en los lugares despejados. La maraña espinosa de los rosales silvestres del Zanjón y los sauces daban obscuridad profunda, tenebrosa. Mateo, con el revólver empuñado dentro del bolsillo del saco, «sentía» acallados resollidos, con la obsesión de tapujadas presencias. ¡Algo escondían las sombras! Pegado al muro se aguantaba en lo obscuro. Alguien le recomendaba, en los reprofundos del acallar, que allí se aguantara sin moverse… De pronto vio venir hacia el Puente Verde un bulto iluminado por la luna que creyó que era él… El ex Comisario, con una mano metida sospechosamente dentro del bolsillo del saco, avanzaba prevenido. Su presencia se salía en lleno de la claridad de la luna. Detúvose un momento como a escuchar, a escudriñar… Hizo visera con la mano, penetrando a la noche. En ese momento se movieron los rosales y el ex Comisario avanzó unos pasos más y levantó la voz:— Eh, amigo; soy yo… —y dio su nombre y apellido. Le contestó una sorprendida y cortante carcajada, seguida por tres disparos de revólver. Retrocedió arqueándose el ex Comisario y cayó al suelo. Caído y contorsionándose tuvo fuerzas para sacar su revólver y contestar con dos disparos hacia el rosal de donde partían los fogonazos asesinos. Se vio remecerse esa maraña, salir un hombre agarrándose la cabeza y caer exánime a tierra. Una voz bronca y guaposa se alzó con un insulto de odio y salió un brazo armado del rosal en sombras a la luz de la luna, y le brotaron dos tiros de revólver y Mateo vio que el ex Comisario quedaba inmóvil en el suelo… Luego apareció un hombre de debajo de la maraña, se acercó a su compañero muerto y lo remeció en un amistoso lamentarse. Al oír silbatos de la ronda policial, le retiró a su amigo rígido el revólver y le puso el suyo en la diestra, después de borrarle rastros con un pañuelo. Rápido se arrimó al cuerpo del ex Comisario, le dio vuelta la cara a la luz de la luna y con los rescoldos más quemantes del tenebroso criollo, le vomitó:

—¡Caíste, hijo de…, pero la cobraste caro!

Se acercaba al galope la ronda policial haciendo resonar los cascos de sus caballos en el empedrado. El asesino se deslizó al Zanjón y desapareció tras las sombras de los colgantes rosales.

Mateo, anhelante testigo de tenebrosas tragedias y con el corazón que ya se le salía, retrocedió unos pasos y llamó repetidamente a una puertita humilde. Como no le abrían, buscó el cordelito disimulado a la orilla del marco y tiró de él. Se corrió el picaporte, empujó la hoja y entró, justo en el momento que llegaban al galope varios policías, atraídos por los disparos.

Atrancó la puertita de calle y, en obscuras, se guió bajo un mísero corredoreito. Abrió una puerta desvencijada, al tiempo que prevenía:

—Comadre Estanislada.

—¿Quién anda a estas horas? —preguntó la asustada viejita.

—Soy yo, comadre: su compadre Mateo…

—¡Jesús, por Dios! Si le rogué a la Mamita que me lo mandara a usté, compadre. Tan enferma estoy que no puedo ni levantarme, pero tuve fuerzas para prenderle una vela al ánima milagrosa de la Mamita y pedirle que nos protegiera a usté, compadre, y a mí… —Cayó de rodillas Mateo ante la vela casi consumida, con su llama mortecina en la obscuridad del cuartucho miserable. Mateo, el hijo de la santa Mamita se fue en sus palabras rezadoras. Se fueron con la pobre comadre Estanislada a las más hondas y escondidas raíces del ser humano. Esas sabedoras fugas les venían a los dos mulatos de sus castigados antecesores del tiempo terrible de la esclavitud. ¡Y cómo se entendían los dos pardos! Mientras Mateo le daba unas friegas con grasa de víbora al pecho y barriga de su pobre comadre, se volcaban palabras del más puro conllevarse. ¡Cómo hablaban esos dos castigados! Recordaron momentos terribles con lágrimas abortadas. Al último, cuando ya se anunciaban los clarores del nuevo día, se dejaron vencer por el sueño, pero con un decir en los labios:— Mamita… Ya muy alto el sol, apareció Mateo en la calle.

Con la más aparente sorpresa vio una multitud de curiosos que se agolpaba ante dos cadáveres revolcados en la calle, a la vera del Zanjón. Esperaban la llegada del Juez del Crimen quien, después de constatar los hechos, ordenaría el traslado de los muertos al Hospital San Antonio para la autopsia … Mateo miró apenas a los dos hombres abatidos a balas. Preguntó a un criollo qué había pasado allí.

—¿No lo está viendo y no lo está mirando, amigo? Dos matones que se la tenían jurada, se desafiaron a peliar como machazos criollos en el afamado Puente Verde y… ¡los dos sacaron boleto p’al Infierno!

Se alejó Mateo como quien se libra de los zarpazos del puma.

Al otro día los diarios dieron noticia de un duelo criollo a balazos en el Puente Verde, el lugar tenebroso de los cuchilleros, cabrones, canflinfleros, asaltantes y mujeres perdularias. El diario del oficialismo publicó fotografías de los cuerpos caídos y aprovechó para documentar las actividades tenebrosas de ciertos ex funcionarios policiales de los gobiernos oprobiosos del pasado…

Mateo, como siempre, ahogó sus aullidos nerviosos a golpes de martillo en el yunque.

—¡El mejor remedio para todos los males —proclamaba ante todos—, es doblegar fierros a golpes! ¡Se achatan las penas a combazos y se gana en salud!

Tres meses pasaron y levantó los humos un telegrama de Teo. Le anunciaba el más querido que venía a Mendoza con su título de Doctor en Leyes bajo el brazo.

¡Cómo se desfogó Mateo! Enseñó el telegrama a todo el mundo y prometió un día de fiesta a sus operarios. ¡Si andaba hecho un loco con el telegrama en alto! Buscó un elegante local en calle Rivadavia, la calle de los procuradores, abogados y escribanos, con la mira de instalarle a su hijo un soberbio bufete, amoblado y con alfombras. Pidió a sus nuevas amistades que llevaran sus asuntos legales al doctor Mateo Rosas.

Aquel sábado, a las 10 de la mañana, sonó el teléfono. Mateo tomó el tubo y oyó la ansiada voz de su hijo, el doctor.

—Papá, estoy parando en el Grand Hotel. Luego iré a verte…

Se le cayó el tubo de las manos al padre enternecido. Corrió y puso a todo el mundo en ascuas.

—¡En seguida llega Teo y la casa hecha un corral de sucia!

Todos se pusieron a limpiar y hacer arreglos apresurados y a empaquetarse para recibir al doctor.

A las diez llegó Teo. Vestía elegantemente, de galerita; sus finos lentes de oro le daban un aire ¡tan distinguido y rumboso! Abrazó a su padre y se apresuró a mostrarle su título universitario.

—¡Mi querido Teo! ¡Hijo del alma querida! ¡Por fin lo ven mis pobres ojos hecho todo un doctor! Sí: ¡el doctor Mateo Rosas! Ah, todos mis sufrimientos, todas mis humillaciones las considero bien pagadas con este solo gustazo. Gracias, Dios mío. ¡Gracias!

Todos sus hermanos se precipitaron a felicitarlo. El doctor los recibió muy ceremoniosamente, los palmeó y recordó varias travesuras de cuando niños.

Comenzó la sonajera del timbre del teléfono: todos eran llamados pidiendo el mejor milord y la mejor victoria, con los mejores caballos y ¡el mejor cochero! Los hermanos pidieron permiso y salieron, unos a enjaezar los caballos en los coches y los tres mayores a vestirse con sus espléndidos uniformes de aurigas de lujo. Un momento más y se presentaron para ir a sus tareas ¡tan bien remuneradas! Venían los tres con sus vistosos uniformes rematados en alto sombrero de copa y hacían restallar sus finísimos látigos.

—Teo —aclaró el padre—, tus hermanos, ¡tan trabajadores!, van al cumplimiento de sus tareas. Nuestra Gran Cochería está de moda… Es un orgullo.

El doctor Mateo Rosas se descalzó sus rumbosos lentes de oro, los limpió con un modo muy particular, se los calzó con toda gravedad.

—Papá —dijo con voz severa—. Creí que tenías cocheros conchabados para tus coches y que no mandabas a tus hijos a tan… ¡indignos menesteres!

—Teo —aclaró reposadamente el padre—; lo que ves con tus ojos lo hemos hecho siempre entre todos: ¡trabajar sin descanso! Así hemos podido arribar y así… has podido estudiar vos en la gran Universidad de Córdoba. ¡El trabajo honrado no rebaja a nadie!

El doctor Teo hesitó, visiblemente contrariado. Volvió a limpiar sus impertinentes de oro. Se contuvo. Después dijo:

—Papá, hoy me debo a un compromiso ineludible con una distinguidísima familia cordobesa. Mañana vendré a verte para que conversemos. Debemos hablar mucho. Será hasta mañana. —Saludó a todos muy ceremoniosamente, enrolló su título. Se puso la galerita, sacó los guantes y salió. Ya en la calle, chistó a un cochero y partió.

Quedó un raro alentar intruso, pero Mateo habló a sus muchachos y los conformó con decirles que al otro día vendría Teíto libre de compromisos, ¡esos malditos compromisos! Y que lo pasarían todos en la mayor alegría. Los tres uniformados cocheros subieron a los altos pescantes y con gran ruido de cascos herrados partieron a sus deberes.

Al otro día Mateo, pegado al lado del teléfono, esperó en vano el anuncio de la ansiada visita. Con carga en el alma salió esa noche. Quería hacer ciertas averiguaciones… Frente al lujoso y aristocrático Grand Hotel con sus jardines y fachada mirando a la Plaza San Martín, se detuvo a conversar con uno de los mozos que conocía de antiguo… Sí allí paraba el doctor Mateo Rosas. —¿Había venido con alguien? —Sí, con una familia cordobesa, de gran renombre y campanillas. —¿Y…? —¡Ah, sí! El doctor Mateo Rosas noviaba con la preciosa hija, ¡una beldad! Siguieron otros datos antes de despedirse los dos amigos.

Al día siguiente volvió Teo a anunciar su visita por teléfono. El padre, aunque zarandeado por contrarios sentimientos, se ablandó en el más amoroso sentir paterno.

—Papá —le dijo de entrada el joven doctor—, mucho me alegra proporcionarte una gran satisfacción con mi título.

El padre asiente y con dulzor pregunta:

—¿Cuándo se viene al todo, mi doctor Mateo Rosas, a vivir con los suyos y a atender su bufete de abogado?

—¡Hemmm!… No pienso establecerme en Mendoza, debo hacerlo en Córdoba.

Dolorosamente sorprendido, el amante padre queda en suspenso.

—Tú comprenderás, papá… Mis vinculaciones y, además…

—Además, ¿qué?

—Bueno, mi novia… Ah, debo avisarte que contraeré enlace dentro de un mes con una distinguidísima señorita cordobesa, de familia prestigiosa y pudiente.

—Ah, ah… ¡Nada me habías dicho! Yo y todos tus hermanos pensamos que aquí, en tu tierra. En fin… ¡Así son las cosas! Iremos con tus hermanos a tu casamiento.

—¡Hemmm! … Tu comprenderás, papá, que yo debo… Bueno, en Córdoba soy el doctor Rosas, de antigua familia mendocina.

—¡Hijo!… Comienzo a comprender. Sí, la familia Rosas, ¡de piel blanca! es del tiempo de la Colonia… Nosotros, los Rosas… pardos… somos, ¿cómo te diré? ¡Más nuevos! —Papá, no te entiendo.

—Estamos comenzando a no entendernos, hijo … Pero aquí viene tu madrina, ¡mi santa comadre Estanislada! ¡Bésala, hijo, que ella te salvó la vida cuando eras así de chiquito y te agarró la pulmonía doble! ¡Bésala por todo el bien que te hizo y por la ayuda ¡sin precio! que me dio en los momentos más terribles de mi vida! —Y avanzó a las renqueadas la pobre viejita curcuncha, de piel aceitunada en negro. Y ella se reía de tan alegre que estaba al ver a su ahijado triunfante… Se le arrugó la cara terriblemente y mostró su boca sumida, de labios temblones, desdentada pero con dos dientes largos que le temblaban en las fláccidas encías. Y le estiraba sus manos garrientas, despellejadas, con sus dedos torcidos de lavandera incansable. Esos brazos sarmentosos querían llegar al elegante joven abogado. —¿Teíto? —dijo con voz de carrasperas crónicas y de fuelle roto—. ¡Teíto, que la Virgen te bendiga, pueh… —El doctor Mateo Rosas hizo un gesto de repulsión. Con visible esfuerzo venció su repugnancia, le estiró su mano a la vieja madrina y la mantuvo a ceremoniosa distancia.

—Gracias, madrina —contestó, señalándole una silla—. Siéntese allí.

El mulato Mateo se levantó, enérgico y digno. Tomó delicadamente a su santa comadre y le ayudó a sentarse con toda delicadeza. Se le salió el decir con voz candente:

—Parece que su ahijado, el doctor Mateo Rosas, ¡no la recuerda!

—Papá —abrió la brecha el doctor Rosas—. Debo hablar de asuntos serios, me casaré dentro de un mes… Es conveniente que arreglemos mi hijuela… Tu comprenderás, necesito dinero. Ella es rica y… —¡Hijo! Veo que mi batallada vida es salir de un pozo para caer en otro. Hace tres meses vi morir a mi peor enemigo, pero, ¡no es así! No era él mi único enemigo. ¡No! Me has ofendido a mí, has ofendido a tus hermanos y ahora ofendes a tu santa madrina. Si la pobre mulata de tu madre viviera ¡también la ofenderías a ella con tus desprecios! Está bien: ¡no soy el primero que cría cuervos!… ¡Hijo! Por momentos mi corazón, ¡mi duro y castigado corazón!, se ablanda al recordar al mayorcito de mis hijos estudiando en el Colegio Nacional para dar brillo a su familia, y por ¡momentos se me endurece como el yunque al recibir los martillazos del desprecio ingrato. Seis años has estado separado de nosotros, los pobres mulatos que hemos sudado noche y día mientras que vos, el orgulloso, el distinguido, te codeabas con los soberbios de la Universidad, pero quiero que sepa el señor doctor Rosas, solamente dos cositas que le voy a decir con las del alma y que se le van a grabar para siempre por sobre todos los Códigos. —Fue a la caja de hierro y extrajo una valija que le pasó al hijo—. Aquí tiene, doctor Mateo Rosas, el regalo de bodas que le guardó el mulato de su padre, ¡el cochero Mateo! ¡Ábrala y cuente los billetes que contiene esa valija! —Amilanado el doctor Rosas, abrió la valija y contó los billetes.

—Son quince mil un pesos —dijo el joven abogado. —Hace diez años yo, el negro cochero Mateo, alcé a un inglés, pagador del Ferrocarril. El gringo debía alcanzar al tren que ya partía. En su apuro me dejó en el pescante, al bajar corriendo, un peso en pago del viaje, pero olvidó la valija en el asiento… Yo la vi con el rabo del ojo y, rápido y certero, la enganché con el cabo del rebenque y la escondí bajo el pescante. Salí al galope con mis matungos y me fui al Puente Verde. Allí, en un sucucho vivía mi comadre, su santa madrina Estanislada. Me bajé dos cuadras antes y, ocultando esa valija bajo mi saco, me deslicé hasta su ranchito y le rogué por todos los Santos que escondiera ese tesoro de cien mil pesos que Dios me mandaba. Y me alejé a toda furia y comencé a changar con mi destartalado coche por calles alejadas… Y la santa de tu madrina, arrastrando el tremendo peligro de ser llevada a la cárcel por encubridora, envolvió esa valija en trapos mugrientos y la bajó con un alambre herrumbado ¡al pozo de la letrina! Nadie podía imaginar que en esa hediondez inaguantable se ocultaba una mina de oro… ¡Y todo lo hacía por su pobre compadre Mateo, cargado de hijos y con mujer enferma! ¡Eso hizo esa santa que usted desprecia!… Yo sabía que no iba a escapar de la policía, pero me juraba ser más duro que la piedra. A la hora de almorzar caí a mi rancho y me pescó el más terrible de los comisarios. Me llevó preso por haberme reconocido el inglés pagador. Allí, en esa prisión llena de piojos y con espía veterano y después de aguantar el hambre, ¡y la terrible sed con el bacalao salado!, y castigos a rebencazos, comparecí ante el juez y negué y negué y juré que no había visto la tal valija. Cansados el juez y los más avispados pesquisas, acordaron largarme bajo vigilancia, más porque tu madre, casi enloquecida, fue llevada al hospital. La pobrecita daba a luz dos meses después al último de tus hermanitos… Me soltaron, sí, pero tuve arriba al ojo buscón del más terrible olfateador. ¡Durante diez años me siguió los pasos y yo viví esa inmensa pesadilla y para descaminarlo tuve que deslomarme en un trabajar sin treguas. ¡Esto lo sabe todo el mundo, menos el doctor Rosas! Para explicar ante todos y por sobre todo a la justicia, el continuo aumento de mis bienes, yo tuve que privarme de dormir y apurar a los míos a que trabajáramos sin parar. Siempre, ¡siempre dale que dale con el martillo y las riendas! Pero, qué iba a poder progresar con ocho hijos tragones, con las enfermedades que nos caían encima y con vos que pedías buena ropa, libros, pensión ¡y lujos! Ah, nadie sabe ni sabrá nunca las penurias del cochero Mateo, que se deslizaba de noche hasta el sucucho de su comadre Estanislada para sacar algo de ese tesoro y comprar herramientas y montar una herrería y después una pobre fábrica de carruajes que fue en continuo aumento. Toda esta grandeza se debe al dinero de esa valija y ¡a mi porfía por ocultarlo a fuerza de trabajos! Esa valija, con ser mi fortuna, es mi infelicidad, porque desde el momento que la oculté ¡se acabaron los descansos y distracciones! ¡Hace diez años que vivo en un infierno de fatigas y economías! ¡Trabajo y hago trabajar a todos y a tanto llegó la pobre de su madre, que murió reventada! Sí, distinguido doctor Mateo Rosas, reciba usted para su aristocrático casamiento los quince mil pesos ajenos que restan de esa valija y ¡un ¡peso honesto que me pagó el inglés por llevarlo a la Estación! Con este caudal y quince mil pesos más que me pidió hace dos años usted, mi doctor, conquistó a una niña rica y distinguida, pero no pudo gastar veinte pesos para venir a Mendoza a ver a su madre entre las cuatro velas del velorio…

—¡Papá!

—Espérate, hijo ingrato, que falta la segunda. Nos has dicho que te conocen en Córdoba por el doctor Rosas, de antigua familia mendocina. Cierto, ¡ciertísimo!, pero es bueno que sepas que nosotros, los Rosas negros y mulatos, hemos sido esclavos de la antigua familia Rosas y, como bien lo sabes, los esclavos no tienen apellido propio: lo toman de sus amos. Sí, eres Rosas, nieto de esclavos, porque mi madre, ¡fue de las últimas esclavas! Y cuando la pobre parió a su hijo Mateo, ¡tu padre!, se escondió en una cueva para parirme y esconderme… ¡Que no se enterara el amo que había andado con un mulato, también esclavo! Sí, mi doctor Rosas: ésta es la historia de su familia y… ¡que no lo sepa su distinguida novia! Pero usted, mírese al espejo a través de sus lentes de oro y verá motas y por más que se refriegue con jabón su color aceitunado le gritarán ¡por toda su vida! que la sangre de los esclavos negros, que soportaron látigos y cadenas, le alientan su vida orgullosa. Y ahora que oyó las verdades de su fortuna y de su sangre, le pido que salga de esta casa honrada. ¡váyase con su título que no quiero verlo y sí descansar mis pobres ojos en mis otros siete hijos, mulatos como usted, pero, ¡tan dignos, humildes y agradecidos de sus padres! ¡Ésa es la puerta de mi casa honrada! ¡Salga por ahí antes que yo me plante en medio de la calle a gritar ante todo el mundo lo que acabo de enrostrarle al hijo ingrato!

—¡¡Papá!! —El joven letrado miró a su padre colérico, a sus hermanos acongojados, y sintió en sus carnes los novedosos jaqueos de la pena humillada, de los amargores rústicos; pero luego, en un trabajoso reponerse, entrevio a su novia ¡tan gentil y distinguida! La hermosa niña lo miraba con sus grandes ojos amorosos y él, hombre joven y enamorado, sintióse bañado por los efluvios de la vida en flor. Ella lo prefería entre cien profesionales de alcurnia y de fortuna y arrostraba, por quererlo, la oposición de su encumbrado padre. ¡Por sobre todo, ella era su destino en la vida! Nada ni nadie podría desviarlo. Hizo un gesto de inmensa comprensión y de perdón a los simples, que no comprenderán nunca lo que es bello y distinguido… Se inclinó respetuosamente ante su padre, hizo gestos de despedida cariñosa a sus hermanos, guardó la valija y salió a pasos muy medidos…

Entraron los silencios de las penas y se posaron en los ojos de todos. Poco a poco se fue reanimando el mulato indoblegable; se acercó a sus hijos y los acarició. De rodillas cayó ante su santa comadre Estanislada, le tomó las manos con inmenso y santo cariño y juntos, muy juntos los dos aceitunados, musitaron el palabreo llavero que venía de las lejanías de la sangre esclava, sufrida, abnegada…

—Mamita… Mamita…

Avanzaba la noche maduradora de sentires profundos. La comadre Estanislada, siempre en escucha y en atisbos, se dejó decir:

—Mateo, la vaina de porotos tiene ocho granos; siete buenos y uno solo podrido… ¿De qué te quejáis?

—Cierto… ¡Cierto! Sin embargo…

Al otro día Mateo amaneció bufando ánimos. Reunió a su pollada y con sus inapagables fuegos les largó el ventarrón de su diana:

—¡Muchachos! Quiero que vean a su padre alzar el combo y torcer el fierro a combazos… ¡Viva la Gran Fábrica de Carruajes y Cochería La Regia! ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Siete granos salieron buenos y tan solamente uno, podrido… ¡Buena cosecha! —Y alzando el pesado martillo con su brazo desnudo, martillaba el hombre y respondía la canción del acero…