LA POSADA DE DOÑA LUZMILA

E

n logrando zafarse de los atolladeros y tembladerales del Paso de la Ciénaga y en subiendo al alto firme y seco, aparecían las murallas de la posada de doña Luzmila.

Tiempo atrás se establecieron ahí con posada provista de bien tenidos corrales con pasto emparvado para mulas y bueyes de arrieros y carreteros, los trajinantes de pampas y travesías entre Cuyo y Buenos Aires. Aconteció que una pareja de forasteros ayudados por desconocidos restauró murallas de un antiguo caserón en ruinas, techó, blanqueó y abrió una llamativa casa de tentaciones con comida y beberaje. Los viajeros de las desoladas huellas encontraron allí vinos y aguardientes y, por sobre todo, los más ricos y apetitosos fiambres que nunca manos criollas pudieran adobar. Se desparramó la novedosa fama de tal cocinería que tan ricos potajes preparaba. Los matambres, arrollados, quesos de chancho, mortadelas, salchichones, lomos en escabeche y cien otras tentaciones del diente y del paladar aguaban la boca de los hambrientos y sedientos. En cuanto al guindado, chicha, vinos, ginebras, coñaques y otras bebidas ardientes tenían en esa posada un sabor tan particular que no se gustaba en ninguna otra fonda ni pulpería. Pero eran los adobados fiambres y carnes escabechadas que allí se gustaban las de famas a muchas leguas a la redonda. Se sabía que doña Luzmila atesoraba un don para sazonar las carnes con el sabio manejo de la salmuera, pimienta, laurel, ají, nuez moscada, orégano y remotas hierbas indias que solo podía agenciarse por mediación de adobadores de tiempos idos; y en cuanto a las bebidas fuertes, el clavo de olor, vainilla, canela y cien desconocidas especias y montes de las serranías daban incentivo para seguir engullendo fiambres y los fiambres un picor que clamaba por beber con angurrias. Mucho se hablaba de estas secretas habilidades que solo muy raros entendidos manejaron con celo en la proporción y ajuste a los gustos criollos.

En llegando arrias de mulas y convoyes de carretas, se animaban reuniones de la mocedad del arriaraje y de las boyadas. Todo era un ir y venir de fuentes con fiambres y frascos de licores en un mar de alabanzas dicharacheras a tan habilidosa cocinera y vinera. Sí; las comilonas y el beberaje se volcaban a las vocinglerías alegres, matadoras de las hurañeces de la travesía y las pampas. ¡La travesía del solazo de fuego derretidor del seso y los secadales salitrosos, agrieta dores de labios! ¡Qué! Si en la posada de doña Luzmila se olvidaban penurias soportadas por los sufridos hombres de mulas y bueyes. Para mayor encanto, la ardidosa mocedad se solazaba entre mascada y trago con alegres cantos y músicas. Y las encordadas guitarras volcaban cuecas, gatos, triunfos y refalosas y al final, tonadas con cogollos ofrendados a doña Luzmila, que los festejaba con tragos y brindis elegidos.

Sí… Mas, habían dos peros en la tal posada: el uno, que todo pago era en moneda metálica.

—¡Nada de papeluchos imprentados! —prevenía con antelación la posadera a los sedientos y hambrientos—. ¡Aquí, en la palma de esta mano, han de cantar esterlinas, soles, cóndores, bolivianos, patacones y tejos con sonidos y brillares mineros que no mienten!

Y los de tragaderas hacían tintinear las músicas apetecidas por doña Luzmila. El dos: que ¡no se permitían juegos! Y no se vio ni taba ni naipe bajo ese techo.

—¡Claro! —murmuraban los enviciados a las apuestas— ¡en esta forma todo cuanto cargan los que llegan pasa al cajón por mascada y trago!

En las avanzadas horas de la noche, cuando la comilona y el beberaje ponían pesados a los angurrientos que allí se dejaban estar, se les allegaba doña Luzmila, concentrada, cavilosa y como a descargar prevenciones. Y bajando su gruesa voz a las penumbras del misterio dejaba caer palabronas conllevantes a la mocedad confiada. Se los decía y volvía a decírselos que para entrar al Paso de la Ciénaga lo hicieran con los sentidos despiertos y después de encomendarse a los Santos del Cielo. Y contaba casos de agonía en ese lagunazo atajante del camino. Era de arrimarse a oírle sus comedidos consejos y sanas prevenciones sobre el traicionero cenagal que había tragado carretas enteras con sus yuntas de bueyes, carretero y boyero sin que los pobrecitos pudieran ser salvados ni socorridos.

Temblaban los mozos al oír a doña Luzmila relatar, con la cara descompuesta, y saliéndosele los ojos, que un arria de mulas con varios arrieros que entraron al Paso de la Ciénaga no salieron nunca por la otra orilla por haber sido tragados por el ojo de mar… ¡Ese maldito ojo de mar que se comunicaba por cuevas de honduras espantosas con la mar lejana y sin orillas!

—¡Tengan cuidado, mozos! —les advertía, protectora y amiga—. ¡Tengan cuidado al pasar por la orilla del ojo de mar y no se encandilen mirando sus honduras! ¡Métanle espuelas a las mulas y picana a los bueyes, que no se detengan, porque…!

Y paraba en seco sus hablas y se sumía en un escuchar de rumores y gritos que vagaban por la noche cienaguera. Procuraba el silencio de los espantos para que se oyeran los graznidos destemplados de pajarones, aullidos del yalguaraz y de otras bestias de los totorales tenebrosos. En su ancha cara retrataba las celadas del cenagal enemigo… Arrieros y carreteros cambiaban pareceres y se allanaban a dormir bajo ese seguro techo. Y licores y fiambres con alegres guitarreos acortaban la noche para encarar al otro día, a pleno sol y con los bolsillos livianos, las contingencias del temido cenagal.

Parada obligada de hombres de carguíos era la posada de doña Luzmila. Allí se apeaban los gustos para chasquear la lengua con comidas y bebidas. Allí se concertaban tratos entre yentes y vinientes en los trajines de la venta y de la compra, y corría la plata sobre el mostrador en esa fonda siempre llena de gente noticiera y afanosa. En el rincón más apartado no faltaban los que murmuraban bajito, bajito, de logias, de chirinadas, de revueltas y cambiazos de gobiernos. Mucho se hablaba de la tal posada de la tentación; pero…

Aquel anochecer hallábanse bajo ese techo siete arrieros jóvenes y uno solo de cabello entrecano. Mientras la mocedad regodiona y extremosa comía y bebía sin medida, el viejón, que no pasaba trago, espiaba con ojos caladores el gran salón de la posada. Fijó su mirar en un espejo grande, roto por un costado y con el azogue corrido en parte que, colgado en la muralla de frente a la entrada, dirigía sus reflejos a la cocina. Más de un desconfiado olfateador se sentía «visto y oído» por el intruso cristal azogado, pero la bullaranga y las tentaciones del paladar deshilvanaban toda cavilación y pesquisa. Sin embargo, esa cocina… Esa cocina de donde salía un mar de fuentes y frascos llenos que volvían vacíos, se mostraba siempre por siempre cerrada por maciza puerta de algarrobo. La tan celada puerta tenía un ventanillo por donde un ojo en vigilia podría abarcar el salón y hasta la entrada mediante la ayuda del espejo. Ahora que ni con tal espejo ni con el ojo más huronero se podía medio saber lo que pasaba en la ahumada cocina, porque la puerta de tablazón de algarrobo permanecía siempre por siempre cerrada y ante ella se plantaba el tonto cotudo de Daniel, único servidor de la casa. Este apagado y lerdo ayudante recibía por la ventanilla las fuentes y frascos para llevarlos a las mesas de los comilones y volvía hasta esa puerta con las sobras, que pasaba por la estrecha abertura y allí se quedaba haciendo guardia a lo centinela.

—¿Se han fijado ustedes que ni el tonto de Daniel ni nadie entra en jamás de los jamases a esa prohibida cocina? —les susurró a los mozos el viejón sonsacador.

—¡Ah! —le informó uno de los mocetones, engullendo un lomo en escabeche—; es que doña Luzmila no quiere que nadie entre y ni siquiera mire a su cocina porque ahí prepara los adobos para sus fiambres y los gustos de sus licores y, ¡claro! no es tan sonsa para permitir que nadie copie sus secretos… —¿Secretos? —machacó arrastradamente el viejón hurgueteador.

—¡Claro, pues! Los arrollados y otros fiambres que solamente aquí se comen tienen un sabor que nadie ha sabido darles en parte alguna. ¡Es que doña Luzmila tiene manosanta para hacer gustar el trago y la mascada!

—¡Hummm…! Ese lomo en escabeche que está comiéndose con todas las ganas, ¿es de chancho, de vacuno… o de burro?

—¡No sea bárbaro, don! Este tiernito lomo es de ternera de meses o de nonato. ¿No ve que es blandito como manteca?

—¡Lo que veo es que está macerado en vinagre y que los mistos le han hecho perder hasta el recuerdo de lo que fue! Yo soy matancero de oficio y hasta no mucho fui cocinero del batallón, y sé de carnes como pocos.

—Vea, don: usté será esto y aquello, pero yo estoy cansado de ver terneros y chanchos que andan por los corrales y hasta ayudé a carniar a varios de estos animales. ¡Qué me viene usté con cuentos y enredos! ¡Cómase un bocado de este lomo en escabeche y dígame si es capaz de preparar otro igual! —No, mi amigo. Ni comeré de eso que tan confiadamente se está mandando al buche ni soy capaz, con todo mi arte, de preparar bocados iguales.

—¿Ha visto, amigo? ¡Ahí está la lastimadura que lo solivianta! ¡Es la envidia y no otra cosa que lo hace cacarear! Son muchos los que le tiran piedras a doña Luzmila tan solo por tener ella buena mano en el preparo de lo que se come y se bebe con todos los gustos. Y no siga mostrando la hilacha, don, porque allicito viene la dueña de casa. Habíase abierto la celada puerta de la cocina y se venía la grande de doña Luzmila. Derechito venía, como si supiera. Llegó con el todo de su presencia a porfiar sobre el temido Paso de la Ciénaga. Advertía, noticiera y sabedora, que por estos días el gran pantano concentraba sus favores por el cambio de luna…

—Es de saberse —decía con voz arrastrada a los misterios— que la luna, por ser mirona y de luz anochecida, mantiene oculto manejo de las aguas como lo prueban las mareas de la mar, y descamina el destino del hombre hasta llevarlo a los portales de su triste perdición…

—Así será, mi señora doña Luzmila —le salió al encuentro con taimados arrastres el viejón entrometido—; pero es el caso y la comprueba que cuanto más caudal vuelva el desagüe de esta casa a la ciénaga, más suben sus negras aguas y más crecen los peligros del que las encara en vías del pasaje. —¿Qué está lengüetiando, don Enredos? ¡Qué anda entretejiendo con ese desagüe que por aquí pasa? ¿Quiere que yo les prive a esas aguas que siguen el derrotero del cuesta abajo que desde los tiempos sin memoria siguieron y que seguirán per secolorum, secolorum, como diría el fraile?

—Con un simple desvío, mi enojada señora doña Luzmila, esas aguas que embravecen el cenagal irían a inundar otro bajos y el Paso de la Ciénaga no seguiría tragándose a tanta gente moza y por demás confiada…

—¡Qué será lo que anda queriendo descaminar, don Tiralapiedra! ¡Qué será lo que trae bajo el poncho de las cavilaciones dañosas!

—Nada, mi doña Luzmila. Con mansedumbre en la palabra yo me pregunto y le digo que ya son muchos los que se va tragando esta ciénaga.

—De tiempos antiguos tiene fama este Paso de tragarse a gente vieja.

—Yo, que ya cuento mis añitos, estoy cansado de entrar y salir del Paso de la Ciénaga, sin novedad, pero desde hace un tiempito le ha dado por tragarse a gente moza y por demás confiada y si no, vamos sacando las cuentas y comencemos por Mardoqueo Salvatierra, que desapareció hará un año y medio y el pobre apenas si contaba 18 floridas primaveras; le siguió Ubaldo Ríos, el buen marucho que apenas sobrepasaba los 17 de la cuenta y ya era un hombre crecido; recordemos a Juan Tejada, mocetón en las vecindades de los 20 y del que ha quedado el fiel perro que lo llora. Recordemos a un Mayorga, también en la flor de la edad; a Marcial Contreras, que no arribaba a los 22 y era tan ágil que se le sentaba a los potros más ariscos a fumarse un cigarro; al hijo de mi compadre Liborio, que frisaba en los 18 y que como guitarrero y cantor no se conocía otro y, por último, a un tal Cupertino no sé cuántos, mozo pajuerano; y paro de contar porque hasta aquí, no más, llega el apuntar en mis libros; pero se dice y es comento de la gente del pago que son varios más los que se fueron para no volver, sin dejar ni el adiós ¡y ni siquiera la osamenta para darles cristiana sepultura! —Los lengua de víbora —se revolvió doña Luzmila, hecha un basilisco— siembran cizaña y meten cuchara en todas las fuentes para tan solo empollar la cavilación y el daño. Bien sé que hay quienes trabajan bajo cuerda por doña Estanislada, que alza pulpería y chingana a 6 leguas de aquí y que me declara guerra porque ve fundirse su casa de mal nombre y más se quema al ver la mía, limpia y honrada, que se levanta a las alturas. El Lengualarga que se gana bajo mis techos tan solo a garrear y nunca gasta un real en comida o bebida, pone su güevito de dudas y sospechas a fuerza de musarañas y luego alza el vuelo. Pero el tal y quien lo manda sepan que no han de doblegar mis murallas con tan melladas armas, y vaya sabiendo, don Lechuzón de mal agüero, que tan celosamente lleva registros con nombres y apelativos de gente moza que dice desaparecida, y que a lo mejor andan en fogueos de guerra con caudillos, sepa y vaya sabiendo que el Paso de la Ciénaga se tragó al viejo arriero de don Casimiro Puebla, que dicho sea al paso cargaba malas mentas en estos lugares; que el setentón de ño Ciríaco Ponce fue tragado a la vista de otro por el tembladeral; que le siguió el viejo chulleco de don Alvaro Alaniz y que don Melitón Cifuentes se empantanó para no salvarse con sus 60 a la espalda; que el viejo Castillo no sé cuántos entró y no salió más por detenerse a mirar el ojo de mar; que…

—Alguno de los mozos aquí presentes, ¿conoce a esas antigüedades desaparecidas?

—Yo —contestó un arriero— solo alcancé a conocer al viejo Alaniz, riojano por más señas; pero supe que se había ausentado a sus Llanos Atiles a mirar los últimos soles y lunas de su santa tierra. Nadie más contestó al requerimiento señalero, pero doña Luzmila, que estaba con los fuegos encendidos, se acercó hasta el espejo y con disimulo trazó sus señitas en el aire y ¡al tiro! se volvió a abrir la maciza puerta de la cocina y apareció y se vino el Huinca Nahuel. Salió el grandote y se acercó despaciosamente, afirmándose en sus patazas, seguro, asentado, con su ancha cara poblada de cerdas emparejadas a tijera. Los labios de su boca grande se apartaban y se abrían por dientes agudos, asomantes. Y avanzaba el hombrón de cuello de toro, de hombros encorvados de los que pendían y se balanceaban dos velludos brazos rematados en dedos al cerrarse con miras al agarre. Llegó el Huinca Nahuel y se plantó detrás del viejón discutidor y, agachándose, le echaba su aliento denso y trasminante por la nuca… Siempre maniobraba igual el marido de doña Luzmila para hacer comprender sin palabreos quién era el que alzaba voz en la posada. Y la mujer se sintió en fortaleza y levantó voz gallera.

—Siga, don Viborita, que el dueño de casa quiere oírlo contar cuentos.

Iba a responder el viejón discutidor, pero sintió ardérsele la nuca por el aliento trasminante del Huinca Nahuel. Diose vuelta y se encontró cara a cara con el atigrado que lo contemplaba avasallante, agachándose sobre él. Retrocedió ante el carantón cerdudo que filtraba relámpagos a través de pobladas y caídas cejas… Apenas tuvo fuerzas para escurrirse, ganar la puerta de calle, montar en su mula y alejarse por la huella.

—Ja, jay… Ja, jay… —se rió la triunfante pulpera, reanimando a la concurrencia que había sentido aletazos inquietantes—. Los pajarones vuelan cuando se ven perdidos —dijo como remate y luego reanimó a la gente con dos frascos de vino y un arrollado tan blandito que se deshacía en la boca. Al rato y estando muy entregados los mozos a la tarea del trago y la mascada fueron levantados por los gritos de doña Luzmila que desde lo alto del mangrullo los llamaba para que fuesen a desatascar una carreta que verguiaba en el Paso de la Ciénaga. Corrieron los mocetones en sus mulas y con torzales lograron sacar al pesado rodado, que resultó ser de don Atanasio Cienfuegos, a quien doña Luzmila agasajó vistosamente con fiambres y bebidas y, de paso, no cesaba de proclamar que si no hubiese sido por la ayuda de tanto comedido, a estas horas ya la ciénaga se lo habría tragado con bueyes y todo. Atanasio, casi atorado con tanta comida que pasaba a fuerza de tragos, asentía a todo… Se hizo nada la siembra de dudas que había incubado el viejón hurgueteador cuando, de repente, se oyó el funerario aullar de un perro. El Huinca Nahuel, que nunca se alteraba, se remeció entero como si el tristísimo llorar de la bestia fiel lastimara sus adentros. Se repitió en las honduras de la desolación el reclamo del amigo del hombre y los convoyados, doña Luzmila y el Huinca Nahuel, se buscaron los ojos en un entenderse sombrío. Los dos dieron unos pasos perdidos, pero él se rehízo mascando rabias. Entró a la cocina y de ahí salió empuñando con firmeza una escopeta. Al rato se oyó el horroroso retumbo de un tiro de doble carga y los aullidos se alejaron. Y era que el perro, que fue herido antes por esos balines, ahora aullaba protegiéndose detrás de montes enmarañados. A lo lejos doblaban a muerte los lamentos del quejoso.

—¡Qué raro que el ¡perro del finado Tejada venga a aullar aquí mismo y no al Paso de la Ciénaga que se lo tragó! —se dejó decir un caviloso mocetón arriero.

—Es que —aclaró al momento doña Luzmila— aquí lo vio por última vez a su amo antes que se hundiera en los profundos del ojo de mar.

—¡Más que raro, todavía, porque ese perro fiel no se apartaba jamás del pobrecito de Tejada y lo seguía hasta en sueños, —pero se calló, amilanado por el mirar doblegante del Huinca Nahuel que filtraba puntazos a través de enmarañadas cejas, al tiempo que le hacía llegar su aliento atigrado. Bien sabía el Huinca que con su sola presencia acallaba al más tonante cacareo y que su aliento incendiario abatía a los más engallados. De sobra sabía el hombrón el poder que se salía de él y su gozo era ponerlo de manifiesto. Al pordelantear al más empinado, él sentía en su mudez aullante que se aclamaban sus potencias y como proclama de su ser dejaba escapar un «¡Uh… Uh…!» en rezongo prevencioso de haber sobrepasado al que se le enfrentara.

No hacía dos años que un ventoso anochecer llegaron allí mismo dos desconocidos: un hombre grande y una mujerona. Hicieron noche en esas mismas ruinas abandonadas. Vistazos caladores, desconfiados, echaron por la vecindad hasta afirmarse en la decisión de establecerse ahí mismo. Al calor de un mortecino fueguito hablaron a las perdidas. —… el Paso de la Ciénaga ya carga con malas mentas. Hay atascamiento de carretas, mulas empantanadas.

—… si hasta se habla de alguien que se lo tragó un ojo de mar.

—… sin contar que no hay paradero ni posta a leguas y leguas en los cuatro cardinales.

—… todo señala a este lugar y no a otro para fonda con corrales.

—… y más porque los que vienen llegan caldeados por los solazos del desierto y los que se van, festejan el haber salido del Paso de la Ciénaga.

—… sí; éste y no otro es el lugar señalado. Al borde del lagunazo inmenso. Con totorales tupidos, Solitario.

—… y con ese desagüe que cae a un pozo profundo, escondido en entretejido montal.

—… sí; sí, aquí está lo que tanto y tanto buscamos. Aquí nos venimos y… —siguieron a las hablas bajitas, tan bajitas que el viento se las llevaba a los profundos de la noche cieneguera.

¡El Huinca Nahuel! Era la comezón de muchos. Se decía de él por viejos baqueanos y conocedores que había sido un montonero de averías. Que, vencido en un encuentro y a punto de ser ajusticiado, habíase escurrido a los indios del sur. Que allí, en las tolderías, se hizo de sonada fama por haber vencido a los más fuertes capitanejos indios en el juego del lonconeo, que consiste en atraer por la fuerza al contrario con el que lo une un lazo por la nuca. Que fue visto en algunos malones capitaneando indios atacantes como cristiano renegado… Que allá, en las tolderías, trabó conocencia con la grande de doña Luzmila y que muy luego se convoyaron los dos, como astillas de un mismo palo… Que las cicatrices que se entrecruzan en su cara gritan bien alto sus andanzas por campos de porfías criollas. Que se habían hecho de dinero y joyas en los asaltos a las poblaciones fronterizas. Que…

—Pero, pare de contar, don, si quiere medio ser creído, porque en cuanto se les abre crédito a los habladores no paran en la cuenta de los cuentos…

—¿Cuentos de habladores? ¿Y de dónde sacó capital para montar posada bien surtida? ¿Quién lo habilitó para surtir este negocio? ¿Y esos emponchados que llegan a altas horas de la noche con unos bultos y se van con otros antes de aclarar? ¿Sabe usted de dónde vienen y a dónde van? ¡Esos tales de mala traza se visten a lo gaucho, pero los denuncia la facha que son aindiados del sur y toman las dereceras de las tolderías cerreras! ¿A qué viene cada dos semanas un sargento si no a tomar razón de los opositores que se secretean entre vaso y vaso? ¿No sabe usted que el Huinca Nahuel por un costado cuenta con aparceros entre los pampas y por el otro con la justicia pueblera?

—¡Mire, amigo avinagrado: deje en paz a los emponchados en tierra en que todos andamos con poncho, y en cuanto a que venga un sargento a esta posada, eso mismo le está diciendo que el Huinca Nahuel y su señora son gentes de bien!

—Mire usted, ¡mejor será que me calle, porque…!

—¡Sí, amigo! Detenga esa lengua picuda y respete a la gente si quiere ser respetado. Criticones y lengualargas son víboras que pican a los caminantes por el solo gusto de picarles y soltar el veneno que los envenena…

Y ahora, frente a las murallas ennegrecidas por el incendio, los techos caídos y la ruina total de la posada de los convoyados, José, el hermano del desaparecido Manuel, miraba las ruinas con el sargento que había mandado la justicia «para que informara qué había de cierto en ese enredo». Así le decía el mozo, allanado a los desconsuelos:

—Veníamos de Córdoba, donde vendimos diez barriles de vino. Traíamos la plata para nuestro padre, mas el pobrecito de mi hermano, que andaba al cumplir los 20 años, daba con la tema de paladear el rico guindado que preparaba con sus mistos la tigra Luzmila. Yo lo contenía porque esa mujerona se me atravesó en el desconfiar como algo del espanto y la malura y más cuando dejaban su mano tanteadora en mi espalda como tomándoles el peso y la medida de mis lomos. Yo entresacaba no sé qué de los más mordedores espantos de una bruja asistida por un tigre en figuras de hombre… Como le contaba, mi sargento, ese anochecer llegamos los dos a la posada maldita y aunque yo porfiaba por seguir camino, el pobrecito de mi hermano temaba con los peligros del Paso de la Ciénaga… Que no había que encararla de noche cerrada, que era de temerlo porque de lejos había oído como bramidos de la aguazón estancada; que era mejor cruzarla de mañanita… Todas invenciones del pobrecito para quedarse a gustar arrollados malditos y licor con adormidera. Lo cierto es que llegamos a esta posada a eso de la oración. La Luzmila y su convoyado, el Huinca Nahuel, ¡el hombre-tigre!, nos recibieron como a presentes bajados del cielo. Nos; tendieron mesa con arrollados y vinos pero, ante todo, nos hicieron gustar un guindado muy rico. El pobrecito de mi hermano se bebió todo el vaso; yo, con mis desconfíos y lumbraradas del alma, solo pasé dos tragos al notarle algo raro al licor. Iba a tirar el resto cuando el pobre Manuel, que era angurriento, se bebió de un trago lo que dejé en mi vaso. Al rato vi que se le cerraban los ojos, pero lo que me crispó las carnes fue que, ya de noche, llamaron a la puerta otros arrieros pidiendo alojamiento y el Huinca Nahuel, en vez de abrirles, apagó los dos candiles encendidos y atrancó silenciosamente esa puerta, y los dos se hicieron señas de hacer silencio. ¡¿Por qué?! —me gritaron los campanazos del alma—. ¡¿Por qué?! Cansados de llamar en vano, se fueron los arrieros. Al rato, ya sin nadie en la vecindad, la Luzmila encendió solamente un candil humoso. Yo noté que se me cerraban los ojos; para avivarme me bebí a escondidas unos tragos de agua de mi chifle y así logré despabilarme a medias, pero tiré a hacerme el dormido. Mi hermano Manuel quería como despertarse, medio se agitaba, pero los grillos y cadenas de la adormidera lo sumían en el sueño. Volví a beber agua de mi chifle y remecí a mi hermano para que huyéramos de los matanceros malditos, pero ¡qué iba a convocar sus traicionadas fuerzas, el pobrecito! Decidí no abandonarlo y hacerme el dormido. De repente se abrió la puerta de la cocina y aparecieron los espantos. ¡Se nos venían los dos convoyados! ¡Él en la figura del hombre-tigre con un cuchillo en la mano y ella como la bruja mayor de la Salamanca. Se les veía en los aprestos la intención asesina que traían. Los dos de la iniquidad llegaron a nuestro lado y nos espiaron. No sé por qué eligieron a Manuel: se arrimaron a él, lo alzaron de su asiento y se lo llevaron a los traspiés a la cocina. Yo, engrillado por el terror, quedé clavado en mi banco. Cuando cerraron la puerta maciza yo me recobré en un grito ahogado, pero mis piernas estaban ¡tan pesadas! Rápido vacié el agua de mi chifle en mi cabeza: me refresqué y pude tomar algún dominio. A las ladeadas llegué hasta la puerta de calle, le saqué la tranca, abrí la pesada hoja y salí campo afuera a clamar auxilios. Llamé con voces acalladas a la gente que pudiera haber por allí, pero todo estaba en soledad. Bajé al Paso de la Ciénaga, tiré mis ropas, enloquecido, y entré a esas aguas frías, lo que acabó de destrabarme. A los gritos y llantos salí por la otra punta del Paso, pero todo era silencio y soledad. Mis pedidos de amparo caían como pájaros heridos. Y así, desnudo por haber tirado mis ropas en la otra orilla, temblando de frío en noche de invierno y sin medio para hacer fuego, me acurruqué al amparo de unos montes y esperó la venida del día. Cuando apareció el sol yo estaba aterido, dando diente con diente y con fiebre delirante. Así y todo, desnudo y afiebrado, salí al encuentro de un convoy de carretas y a los alaridos y con los ojos en llamas les gritaba lo que nos había ocurrido en la posada maldita y si alguien medio me creyó, casi todos dijeron que la fiebre me hacía ver disparates. Me ofrecieron traerme en las carretas, pero con aullidos de espanto me negué a volver a este caserón maligno. Apenas si logré que un muchacho que conocía a Manuel, averiguara en esta posada qué sabían de mi hermano, de mí y de las mulas del arria. A mediodía volvió ese abriboca con la noticia que no había ni rastros de mulas y que Manuel y yo habíamos seguido camino al amanecer. Este muchacho sonso alertó a los convoyados. Yo, con dos ponchos que me prestaron los carreteros, compuse chiripá, me emponché y así, con los fuegos desvariantes de la fiebre que me quemaba, encaré la huella con rumbo al poblado. La fiebre de la pulmonía doble me hacía ver hombres-tigres, brujas del espanto y posadas donde servían fiambres de carne humana. Con mi pobre entendimiento en quebranto parece que llegué al fin a unos ranchos y en viéndome en ese estado un vecino, me recogió en su casa y me brindó su amparo. Con cataplasmas, vahos, ventosas zajadas y emplastos de curanderas, logré mantener vida en lucha contra la pulmonía… Por fin, como al mes, pude sentarme en el catre y ordenar mis recuerdos en los últimos colazos de la fiebre. Entonces, en rueda de vecinos conté del principio al fin lo que nos había acontecido con el pobrecito de mi hermano. Los concurrentes ataron cabos sobre tanta mocedad desaparecida en el famoso Paso de la Ciénaga sin que se hallaran nunca las osamentas. No pararon hasta pasarle el parte a la mayor autoridad del pueblo que, ante el creciente clamor de los parientes de los desaparecidos, obligó a la justicia a tomar medidas, pero mucho más diligente anduvo el Huinca Nahuel, que olfateó a tiempo la que se le venía encima y como su fortuna era en metálico, presto y seguro cargó en un arria de mulas sus caudales y con la Luzmila tomaron el rumbo de las tolderías del sur, donde se guarecen los otros gavilanes convoyados. Para borrar rastros prendieron fuego a este caserón maldito.

El incendio de la posada habíase propagado a unos montes secos y las llamas siguieron por la orilla del barranco de la ciénaga hasta quemar la enmarañada maleza que siempre cubrió el lugar donde caía el chorro del desagüe a la ciénaga. Ahí mismo, en el borde alfombrado por cenizas y tizones apagados, se plantaba con su flanco herido a aullar el perro del finado Tejada. Y aullaba y aullaba como si quisiera resucitar a su amo muerto. Sintióse atraído José por el llorar de la bestia fiel y allá se fue, paso a paso y abortando lágrimas de desconsuelo. Llegó al borde del chorro y se quedó contemplando la caída de las aguas cristalinas. Al principio distinguió en las honduras del pozo a miles de gusarapos negros que rondaban unos blancores. Al son de los aullidos ahondó ese mirar… Sintió que se le erizaban los cabellos y lo bandeaba el espanto al distinguir huesos de gente y varias calaveras humanas que al girar en los remolinos del agua, jugaban a la ronda y se reían y se reían…