Duffy se dijo que, comparada con los centros de visualización de imágenes satélite en los que había estado recientemente en la Oficina Nacional de Reconocimiento en Menwith Hill, la Sala de Situación de la Casa Blanca era singularmente poco impresionante. En ella no se veía ninguno de los artilugios electrónicos extremadamente sofisticados que caracterizaban a los otros lugares. Todos los presentes estaban reunidos en torno a una sencilla mesa de conferencias, sentados en sillas que, por su antigüedad, probablemente habían acomodado los augustos traseros de altos mandatarios norteamericanos desde la crisis de los misiles cubanos. El único equipo de alta tecnología visible eran dos monitores de un sistema de televisión en circuito cerrado, ninguno de los cuales estaba funcionando.
Lo que sí resultaba impresionante, sin embargo, era la cantidad y calidad de los personajes políticos y militares reunidos en torno a la mesa. Oficialmente, aquella reunión era una sesión de la Autoridad Nacional de Mando. Si se hubiese preguntado a veinte personas de Washington qué era aquello, probablemente se habrían conseguido veinte respuestas distintas. Era comprensible. La composición de la Autoridad podía variar y variaba dependiendo del tipo de crisis que debiera resolver. Aquella mañana se encontraban presentes los secretarios de Defensa y Estado, el jefe de la Junta de Estado Mayor, el jefe de Duffy, el director de la CIA y el consejero de Seguridad Nacional. Duffy y el doctor Leigh Stein, especialista en armas nucleares del Departamento de Energía, habían sido también convocados debido al especial conocimiento que ambos tenían sobre el tema del que se iba a tratar.
El presidente había decidido encabezar personalmente la reunión. En cuanto el último asistente hubo terminado de servir café y abandonó la sala y el marine de guardia cerró la puerta, el primer mandatario golpeó su taza de café con una cucharilla y anunció:
—Bueno, amigos: comencemos.
El presidente volvió los ojos, azules y penetrantes como láseres, hacia Duffy:
—Enhorabuena, Jim. Su plan no podría haber resultado mejor… ni plantearnos un dilema más grave.
—Señor presidente —interrumpió el director de la CIA—. Tenemos en nuestro poder una intercepción de la NSA sumamente grave referida a este asunto. La hemos distribuido entre todos los interesados, pero quizás algunos aún no hayan tenido oportunidad de verla. Hemos hecho varias copias.
Las distribuyó entre los presentes, todas ellas marcadas «Alto Secreto». Se trataba de una transcripción descodificada del mensaje que Duffy había visto enviar al Profesor a través de su Inmarsat desde el exterior de la instalación subterránea.
En nombre de Alá el Clemente, el Compasivo. Caigan sus bendiciones sobre ti, hermano, y sobre nuestra gran empresa. Los materiales norteamericanos están ya en manos del hermano que dirige nuestro proyecto y que, con sus ingenieros, está haciendo un magnífico trabajo preparando nuestros artefactos para recibir esos materiales en cuanto hayamos hecho suficientes copias de ellos. En breve nos reuniremos para fijar el calendario de la fase final de la operación, pero tú debes decirle al hermano Mugniyah que se prepare para implementar su parte del plan en el plazo de tres o cuatro semanas.
—Señor presidente —dijo el director de la CIA en cuanto hubo terminado de repartir los textos—, la grabación ininterrumpida de las imágenes vía satélite de la instalación que los iraníes han excavado en esa montaña pone de manifiesto que el tal profesor Bollahi no abandonó esas instalaciones hasta que salió a enviar este mensaje.
—Lo cual, evidentemente, confirma el hecho de que los krytrones se encuentran en algún lugar de esa instalación —comentó el presidente, dejando a un lado la ampliación de una foto vía satélite de las instalaciones que había estado estudiando—. ¿Cuándo y desde dónde se realizó la última emisión de nuestros transmisores?
—El sábado a las tres de la mañana, hora de Greenwich, señor presidente —replicó Duffy—. Las fotos del satélite de reconocimiento Jumpseat muestran que la señal procedía del coche que llevaba a nuestro Profesor desde el aeródromo de Zabol hasta las instalaciones subterráneas.
—Bueno, eso despeja todas las dudas. Ahí es, con toda certeza, donde se encuentran los krytrones —comentó el presidente—. ¿Y qué ocurre ahora con nuestras transmisiones secretas?
—Continuarán según han sido programadas. Uno de nuestros krytrones emitirá una señal a cada hora en punto. Lo que ocurre es que, mientras se encuentren en el interior de esas instalaciones subterráneas, no nos será posible captar tales transmisiones.
—No recuerdo cuánto tiempo me dijeron que podía estar transmitiendo.
—Cincuenta días.
—O sea, que si esos chismes salen de su actual escondite en los próximos cincuenta días, nosotros lo sabremos, ¿no?
—No necesariamente, señor. Recuerde que los transmisores que instalamos en esos doce krytrones estaban programados para funcionar por turno. Cada uno de ellos transmite un bip a intervalos de una hora durante un plazo de cinco días, y luego comienza a emitir otro de los krytrones. Así que el hecho de que logremos recibir la señal si algunos de los krytrones abandonan esa instalación, ya sea dentro de una bomba o de cualquier otro modo, dependerá de que el krytrón que en esos momentos esté emitiendo se encuentre entre los que han salido al aire libre.
Aquella explicación no le hizo la menor gracia al presidente.
—Así que no tenemos ninguna garantía de que podamos detectar esos malditos chismes si salen, en la forma que sea, de esas instalaciones.
—No, señor, no la tenemos.
—Supongo que debemos partir de la base de que los «artefactos» que se mencionan en esa intercepción de la NSA son estos tres proyectiles nucleares que andamos buscando.
—Creo que pensar de otro modo sería una insensatez, señor presidente —dijo el doctor Leigh Stein, el especialista del Departamento de Energía—. Si se proponen utilizar esos krytrones como detonadores de esos tres proyectiles nucleares, los krytrones y los núcleos de plutonio permanecerán inseparablemente unidos.
El presidente lanzó un suspiro de cansancio y miró a su alrededor.
—¿Alguien está en desacuerdo con lo que acaba de decir el doctor Stein?
Nadie dijo nada.
—Creo que en el texto que hemos descifrado hay otro punto digno de comentario, señor presidente. El «hermano Mugniyah» al que se refiere es casi con toda seguridad Imad Mugniyah, el hombre responsable del atentado contra nuestra embajada en Beirut y de la destrucción del cuartel de los marines. Actualmente vive en Teherán. Le han concedido la ciudadanía iraní y un pasaporte diplomático para viajar. Si él anda metido en esta operación, es casi seguro que están preparando algún tipo de acto terrorista.
—¿Contra Israel?
—Muy probablemente. Pero también puede ir dirigido contra los campos petroleros sauditas. De ese modo matarían a un montón de norteamericanos, y convertirían la mayor zona petrolera del mundo en un desierto radiactivo. Piense en el impacto de algo así sobre la economía mundial. Y, desde luego, no podemos desechar la posibilidad de que traten de meter un artefacto nuclear en Estados Unidos para hacerlo detonar en una de nuestras ciudades.
—¿Cree usted que algo así es realmente posible?
—Desde luego. El Instituto de Estudios Estratégicos e Internacionales realizó hace poco un ejercicio llamado «Átomo Salvaje», que postulaba un ataque de ese tipo y ponía de manifiesto lo terriblemente vulnerables que somos a un atentado de ese tipo.
El presidente apoyó las manos en el tablero de la mesa y luego las cerró en torno a su taza de café. Con triste y resignado tono, dijo:
—Bueno, antes de que todo esto comenzara, ya sabíamos que los iraníes tenían en su poder esos tres proyectiles nucleares. Ahora sabemos dónde están esos malditos chismes. Y tenemos indicios sobrados de que esa gente cree poder detonarlos. Por último, parece que están a punto de idear un plan para hacer uso de ellos en el plazo de tres o cuatro semanas. ¿Qué demonios hacemos? ¿Debemos hacer uso de la fuerza e ir a por esos condenados artefactos, o a alguno de ustedes se le ocurre una solución de tipo diplomático para esta crisis?
—Señor presidente… —dijo la secretaria de Estado. En los días posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando los sionistas estaban peleando contra los ingleses, tratando de crear un estado judío en lo que a la sazón era Palestina, se decía en broma que Golda Meier era el único miembro de la Agencia Ejecutiva Judía que tenía un par de pelotas. Una broma similar circulaba ahora respecto a la secretaria de Estado del presidente. La mujer prosiguió—: Todos los presentes hemos repetido hasta la saciedad que el mayor riesgo de seguridad en la era de la posguerra fría es la posible proliferación de armas nucleares, biológicas o químicas en Oriente Próximo. Durante nuestro enfrentamiento con Saddam Hussein causado por la negativa de éste a recibir a los equipos de inspección de armamentos de las Naciones Unidas temimos llegar a una situación como ésta. En aquel caso, sin embargo, actuamos basándonos en sospechas. En sospechas muy bien fundadas, pero sospechas a fin de cuentas.
Se quitó las gafas de lectura como si, de algún modo, aquel gesto pudiera dar más peso a las palabras que estaba a punto de pronunciar.
—Pero el caso que nos ocupa es distinto. Ahora nos enfrentamos a hechos probados e indiscutibles.
Lanzó un suspiro, consciente de lo poco que iba a gustarles a sus colegas varones lo que estaba a punto de añadir.
—Simplemente, no podemos permitirnos el lujo de quedamos calzados de brazos esperando a ver qué deciden hacer los iraníes con esos artefactos. Debemos demostrar al mundo que hablamos en serio cuando decimos que existe una línea que no permitiremos cruzar a fanáticos como los iraníes.
La mujer hizo una nueva pausa para enfatizar la importancia de lo que iba a decir a continuación.
—Si vamos a ser la única superpotencia mundial, ya es hora de que comencemos a comportamos de modo acorde con ese estatus. Debemos actuar. Debemos ir allí y apoderamos de esas malditas armas o destruirlas. Además, estoy convencida de que debemos hacerlo solos y en el mayor de los secretos. La hora de dar explicaciones al mundo será después de que actuemos, no antes.
Tan duras y tajantes palabras sumieron a la concurrencia en un preocupado silencio.
—¿Hay alguien que quiera añadir algo? —quiso saber el presidente.
—O sea, que no vamos a buscar la cobertura de una resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas —preguntó el consejero de Seguridad Nacional.
—Eso sería desastroso, señor presidente —dijo la secretaria de Estado—. En la ONU lo único que se hace es hablar. Discutirán la idea hasta acabar con ella, como hicieron con nuestros intento de actuar contra Saddam Hussein. Debemos mantener esto en el más absoluto de los secretos. Como se nos ocurra hacerlo público, los franceses, los alemanes, la ONU, los chinos y los rusos comenzarán a gritar: «¡Basta! ¡Sean pacientes! ¡No hagan nada, que nosotros convenceremos a los mullah de que sean buenos!». En resumidas cuentas: pondrán sobre aviso a los iraníes acerca de nuestras intenciones y con ello aumentarán nuestras bajas cuando al fin actuemos como, sin lugar a dudas, tendremos que terminar haciendo.
—¿Y qué pasa con nuestros aliados? —insistió el consejero de Seguridad Nacional.
—Cuando estemos listos para actuar, quizás el presidente deba informar al primer ministro Blair…
—¿Y los franceses, y los alemanes?
Unas ahogadas risas acogieron la pregunta. La secretaria de Estado replicó:
—Los franceses no nos creerán si les decimos que los iraníes tienen tres proyectiles nucleares. Dirán: «Ya están otra vez los norteamericanos buscando pleito con los mullah». Si intervenimos, tendremos que mostrarles esos malditos proyectiles a Jospin y Chirac para que nos crean. —La secretaria de Estado hizo una pausa y siguió—: Supongo que los alemanes manifestarán una cierta preocupación. Sin embargo, no permitirán que este problema haga peligrar sus intereses comerciales. Sospecho que le dirán: «Resuelva el problema, señor presidente. Nosotros le sostendremos la chaqueta, pero, por favor, no nos meta en el lío».
—¿Y los rusos? —preguntó el presidente.
Por una vez, la siempre imperturbable secretaria de Estado perdió la calma.
—¡No, ni hablar! ¡No podemos decirles nada! En cuanto les contemos lo que va a ocurrir, ese cabrón de Primakov telefoneará a Teherán para informar a los iraníes de nuestros planes. En el terreno diplomático, de lo único de que debemos ocuparnos es de preparar un mensaje al presidente Jatamí durante el ataque, asegurándole que no se trata de un acto de guerra, sino de una acción policial aislada cuyo único propósito es el de capturar y desmantelar esos proyectiles nucleares. Unos proyectiles nucleares que, probablemente, Jatamí ni siquiera sabe que existen.
—Existe otra consideración, igualmente seria, a la que la señora secretaria ha aludido de refilón, señor presidente. Se trata de Israel. —El que había hablado era el secretario de Defensa, en cuya voz se percibía un ligero acento de Maine—. Tal vez en estos momentos los israelíes no estén aún al corriente de que al fin hemos logrado localizar esos tres proyectiles nucleares. Pero tenga la certeza de que no tardarán en saberlo. En Norteamérica no hay secreto referente a Oriente Próximo del que, tarde o temprano, y más bien temprano que tarde, no se enteren los judíos.
—¿Y qué cree que harán los israelíes cuando sepan lo que ocurre?
—Actuarán sin vacilación y con toda la fuerza que consideren necesaria a fin de eliminar la amenaza que para su existencia suponen esas armas. No olvide, señor, que el exministro de Defensa de Israel ha declarado públicamente que, para evitar que Irán desarrolle armas nucleares, Israel está dispuesto a lanzar un ataque preventivo.
—Muy bien. Póngame al corriente sobre los efectivos nucleares israelíes.
—Israel posee un arsenal nuclear mayor que el de Inglaterra. Tienen al menos setenta artefactos esperando a ser montados en la base de la fuerza aérea de Tel Nof, en el Negev. Y tienen casi otros tantos ya listos para ser metidos en las ojivas de los misiles Jericó que guardan en búnkeres subterráneos en las montañas de Judea.
El presidente, entre atónito y desolado, se llevó las manos a la cabeza.
—Y todo ese arsenal sobrevivirá a cualquier cosa que los iraníes hagan con esos tres proyectiles nucleares. Esto es totalmente disparatado. Los mullah no pueden estar tan locos para atacar a una nación poseedora de semejantes armas disponiendo ellos mismos de sólo tres armas atómicas.
—Señor presidente: dos de esos tres artefactos, uno en Tel Aviv y otro en Haifa, podrían borrar del mapa a tres cuartas partes de la población de Israel. Es cierto que, cuando el polvo radiactivo se pose. Irán habrá dejado de existir; pero para todos los efectos prácticos, Israel también habrá desaparecido. Es un planteamiento demencial, que tal vez ni usted ni yo seamos capaces de aceptar, pero a los mullah más fanáticos les parece perfectamente razonable. Y los israelíes lo saben. En cuanto averigüen el paradero de los tres artefactos nucleares, entrarán en acción, créame.
—Además —intervino el director de la CIA—, tenga usted la certeza de que los mullah tratarán de que sean otros, por ejemplo los palestinos, quienes carguen con la culpa.
—Los israelíes no son tan estúpidos como para tragarse algo así —declaró el secretario de Defensa—. Aunque nosotros, con nuestra ingenuidad habitual, tal vez sí nos lo creyéramos.
El presidente se volvió hacia el jefe de la Junta de Estado Mayor y preguntó:
—¿Podrían los judíos destruir ellos solos esas instalaciones?
El general Theodore Tad Taylor aspiró profundamente, expandiendo al hacerlo la chaquetilla de su uniforme, adornada con cinco hileras de galones ganados durante tres turnos de servicio: en Vietnam, en la invasión de Panamá y en la guerra del Golfo.
—Francamente, señor presidente, a no ser que opten por utilizar un misil nuclear, cosa que en este caso resulta poco probable, pienso que esta operación les viene grande. Creo que recurrirán a nosotros en busca de ayuda militar, como por ejemplo el apoyo aéreo de los cazas de los portaaviones que tenemos en el mar Arábigo, mientras las tropas judías de superficie acaban con la instalación iraní.
»Así que, tanto si vamos nosotros mismos en busca de los proyectiles nucleares como si permitimos que sean los israelíes quienes lo hagan, terminaremos cosechando tempestades de indignación en todo el mundo.
»Cuente con ello, señor presidente.
El presidente se levantó y comenzó a pasear por un extremo de la sala, con las manos a la espalda, el mentón bajo, casi hundido en el pecho, y una sombría expresión en el rostro. Sus asesores permanecieron en respetuoso silencio, impresionados por la profunda angustia personal que aquel debate estaba produciendo en el primer mandatario. Al fin, el presidente se detuvo.
—No obstante —dijo—, ¿no están intentando los iraníes reducir los excesos de su política? ¿Acaso no intenta el presidente Jatamí sacar a Irán de su aislamiento y buscar el diálogo, incluso con nosotros?
La secretaria de Estado replicó:
—Señor presidente, no dudo ni por un momento de la sinceridad del señor Jatamí. Ni tampoco dudo que él represente los deseos de la mayoría del pueblo iraní. Lo que sin embargo no representa es la voluntad de quienes tienen el verdadero poder en Irán.
El secretario de Defensa intervino:
—Un ejemplo, señor: poco menos de una semana antes de que Jatamí concediera aquella famosa entrevista a la CNN, nuestros satélites captaron en las instalaciones de Shahid Hemat, en las proximidades de Teherán, la huella calorífica de una prueba del motor para su nuevo proyectil balístico, con un alcance de mil trescientos kilómetros. Fue como si los de la línea dura del gobierno nos estuviesen diciendo: «Olvídense de Jatamí. Aquí los que mandan somos nosotros».
El que ahora intervino fue el director de la Agencia Central de Inteligencia.
—Señor presidente, creo que, por una vez, los análisis de la situación en Irán de la CIA y del Departamento de Estado coinciden. Ese país está llegando a una encrucijada. La gran cantidad de votos que consiguió Jatamí en las elecciones presidenciales fue un gran revés para los mullah de la línea dura, que ahora están llenos de aprensiones y temores. Los hechos demuestran que, tras dieciocho años de gobierno islámico, los iraníes son presa del desencanto. Creo que en estos momentos en Irán hay menos islamistas acérrimos que en Turquía, Egipto o Sudán. Y, desde luego, muchos menos que en Argelia.
»Estamos convencidos de que Jatamí y los suyos se oponen a seguir con el programa armamentístico. Pero el auténtico poder, al menos por ahora, sigue en manos de fanáticos convencidos de que, tanto ellos como lo que ellos representan, están amenazados por los cambios que se están produciendo en el país. Están ansiosos de contraatacar, de reafirmar ante el mundo su liderazgo.
—¿Y cómo van a hacerlo, teniendo en cuenta al presidente Jatamí y a sus millones de partidarios? —preguntó el presidente.
—Recuerde el dicho de Mao Zedong: «El poder brota del cañón de un fusil». Ellos, la Pasdaran, la guardia revolucionaria, tienen los fusiles. Desde la guerra con Irak han dejado que su organización militar convencional se desmorone. Fíjense en las imágenes vía satélite que hemos recibido del lugar descubierto gracias al señor Duffy. Por ningún lado se ve a un solo militar iraní uniformado. La cosa parece montada única y exclusivamente por la guardia revolucionaria. ¿Y quién está detrás de la Pasdaran, señor presidente? Los mullah de la línea dura, ni más, ni menos.
—Utilizan como fachada de sus actividades una organización llamada Comité de los Siete, que no tiene nada que ver con el Gobierno del presidente Jatamí propiamente dicho. Cuatro de sus componentes son viejos miembros de la Pasdaran. Uno de sus cometidos, por cierto, es el de supervisar la recaudación del dinero de las drogas. Y también protegen el paso de esas drogas y se cercioran de que nadie atraviese Irán con droga sin echar su monedita en la hucha de la Pasdaran. Uno de los grupos disidentes mejor informados calcula que el año pasado pasaron por Irán doscientas toneladas de morfina base, el triple que en 1990. Los otros tres miembros del Comité de los Siete son lo que ellos llaman bazaari, genios financieros que saben cómo mover e invertir el dinero que están ganando, escondiéndolo en cuentas que luego usan para financiar programas de cuya existencia no quieren que se entere gente como Jatamí. Programas como el de apoyo a los terroristas o el de la compra de esas armas.
El presidente volvió a ocupar su asiento y, dirigiéndose a la secretaria de Estado, preguntó:
—¿Cuál cree que será el impacto de nuestra operación en el mundo musulmán, señora secretaria?
—Ninguno de los vecinos de los mullah desea vivir junto a un Irán provisto de armas nucleares, señor, ni siquiera de armas nucleares tan limitadas como éstas. Los políticos y militares turcos, la familia real Saudita, los otros dirigentes del golfo Pérsico, el sirio Assad e incluso, Dios nos ayude, Saddam Hussein, nos agradecerán en privado que les demos una lección a los iraníes, aunque públicamente se mostrarán reticentes.
—Son las masas musulmanas las que se pondrán en pie de guerra —añadió el secretario de Defensa—. Desde Marruecos a Indonesia. Habrá ataques contra un par de nuestras embajadas, y quizá resulten muertos unos cuantos turistas norteamericanos.
El presidente, que ya estaba imaginando tales asaltos, meneó la cabeza.
—¿Y si no hacemos nada? ¿Y si esperamos a que intenten a hacer uso de esos artefactos y entonces anunciamos que estamos al corriente de lo que se proponen hacer, dejando claro que si siguen con sus planes nuestra respuesta será rápida y devastadora?
—¿Qué respuesta, señor presidente? —preguntó la secretaria de Estado—. ¿Mandamos una cabeza nuclear contra Teherán? ¿Matamos a miles de iraníes inocentes que, en su inmensa mayoría, se hubieran opuesto a lo que los mullah pretenden hacer? ¿Qué clase de respuesta es ésa? ¿Qué clase de reacción cree usted que provocaría una cosa así en el mundo musulmán? No, señor presidente, debemos mantener esto por debajo del nivel nuclear. Nuestras armas de destrucción masiva no nos sirven para nada en este caso. Como ya dije al comienzo de esta reunión, debemos ir allí y capturar esas armas, y debemos hacerlo solos y por nuestra cuenta.
—Hay otro punto que debemos tener en cuenta, señor presidente —añadió el consejero de Seguridad Nacional—. Alguien, quizás el vicepresidente, tendría que poner a los líderes del Congreso al corriente de lo que ha sucedido y mantenerlos plenamente informados de cuantas acciones pensemos llevar a cabo. Pero no creo que nos cueste mucho obtener su aprobación. Sólo nos crucificarán en el caso de que no hagamos nada.
El presidente lanzó un nuevo suspiro y se volvió otra vez hacia el director de la CIA.
—¿Sería posible efectuar una acción secreta? —preguntó.
Al oír la pregunta, una fugaz sonrisa cruzó por el grave rostro del general Taylor. Aparta este cáliz de nuestros labios pensó el general. Pásaselo a la CIA. Naturalmente, sabía que aquello no iba a ocurrir, pues las acciones secretas ya no eran posibles.
El jefe de Duffy tardó tres minutos completos en explicar por qué: la agencia, desde los días de Woolsey e incluso antes, había concentrado sus esfuerzos en los medios técnicos, no en los medios humanos. No tenía a ningún agente infiltrado en el programa armamentístico iraní y a muy pocos en el interior de la estructura del Gobierno del país. La CIA podía ayudar a los militares facilitando información, pero ya habían quedado muy lejos los días en que se podía derrocar a un Gobierno iraní con una muchedumbre de luchadores de lucha grecorromana y de mercaderes de bazar.
Como el general Taylor sospechaba que terminaría pasando, la pelota volvía a estar en el terreno de los militares. Volviéndose hacia él, el presidente preguntó:
—Bueno, ¿qué hacemos para preparar las opciones de fuerza de las que hablamos la semana pasada?
—Señor, como usted sabe, hemos dividido el mundo en cinco mandos geográficos. Irán pertenece al CENTCOM[15], el antiguo departamento de Norman Schwarzkopf en Tampa, Florida. Allí están trabajando en este asunto desde que usted dio la orden la semana pasada. Y desde el sábado, gracias al señor Duffy, tienen un objetivo preciso para su misión y disponen de fotos satélite para estudiar dicho objetivo. Resulta que el USSOCOM[16] también se encuentra en Tampa. Allí están estudiando las opciones menos convencionales.
—¿Cuándo podrán darme su informe?
Sin vacilar ni un momento, el general respondió:
—El miércoles a las diez de la mañana, señor.
—Muy bien. —Duffy creyó percibir una nota de resignada desesperanza en la voz del presidente—. No me gusta, pero ¿qué se le va a hacer? Parece que no hay alternativa. Tendremos que ir en busca de esos proyectiles nucleares. Lo único que queda por decidir es cómo lo hacemos. Los quiero a todos aquí el miércoles a las diez para sopesar las opciones de fuerza. Y una cosa, general Taylor: quiero hablar con los responsables directos. Con los hombres que se encargarán de la operación, no con burócratas del Pentágono.
La noche ya había caído sobre los desnudos montes del Irán nororiental, pero en el interior del laboratorio del Profesor la jornada de trabajo seguía. El hombre al que el Profesor había encomendado la parte científica de la Operación Jalid, el doctor Parvis Janlari, un físico nuclear diplomado en el MIT estadounidense, desplegó un paño negro de terciopelo sobre el escritorio del Profesor.
Janlari era un hombre bajo y flaco, de pronunciadísimos pómulos, una anomalía que en un rostro femenino hubiera resultado atractiva pero que en uno masculino no resultaba más que eso: una anomalía. Cuidadosamente, el doctor fue dejando uno a uno sobre el negro paño los doce krytrones de la EG&G.
El Profesor cogió uno de ellos y lo estudió, sonriente.
—¡Qué cosa tan pequeña! —rió—. Y pensar en el dinero y en los esfuerzos que nos ha costado conseguirlo. —Señaló los tres cables que salían del bulbo de cristal del krytrón—. ¿Qué son?
—Se llaman «terminales de coleta» —explicó Janlari—. El primero de ellos va conectado a la batería del detonador, cuya antena estará programada para recibir nuestra señal de radio predeterminada. Cuando la antena reciba la señal, cerrará un relé que a su vez enviará una carga de doscientos cincuenta voltios al primero de los terminales. Entonces, el segundo terminal coleta abrirá la conexión entre los krytrones de nuestro circuito detonador y el condensador que lleva conectado. Esto provocará una onda cuadrada procedente del condensador que tardará en pasar de cero a cuatro mil voltios alrededor de un microsegundo. Es un lapso tan breve que, en comparación, un parpadeo dura toda una vida.
El Profesor meneó la cabeza, adecuadamente impresionado.
—La descarga —siguió Janlari— es transmitida simultáneamente al explosivo situado en cada uno de los puntos de detonación de nuestra bomba.
—¿Y podrás hacer todas las copias necesarias de estos krytrones en sólo dos semanas?
Con cara de inmensa satisfacción, Janlari replicó:
—No hará falta.
—¡¿Cómo?! ¿Por qué?
—Colocar un krytrón y un condensador en cada punto de detonación era la técnica que se utilizaba en la primera generación de bombas de plutonio. Y ésa es también la técnica a la que, si bien indirectamente, se alude en los manuales publicados. Pero durante los últimos veinticinco años, tanto los rusos como los norteamericanos han utilizado diseños mucho más avanzados que les permiten utilizar sólo un krytrón y un condensador para cada hemisferio de sus bombas. Ese nuevo diseño es el que me propongo usar. —Con la sonrisa de satisfacción aún en los labios, Janlari siguió—: Desde que usted se fue a Alemania, nuestros ordenadores han estado haciendo horas extras. Ya hemos conseguido un diseño mediante el cual nos será posible conseguir la detonación con sólo dos krytrones, como hacen los norteamericanos y los rusos.
—¿Estás seguro? ¿No sería mejor hacerlo a la antigua?
—Qué va. El sistema de detonación que propongo es mucho más fuerte y fiable. Lo fundamental es, en primer lugar, determinar con total exactitud los treinta puntos de detonación, colocar las lentes y, en segundo lugar, conseguir que el explosivo que contienen detone de forma perfectamente simultánea.
—¿O sea que podemos comenzar a montar las bombas inmediatamente con sólo seis de los krytrones que conseguí en Alemania?
—Exacto. Naturalmente, también necesitaremos colocar un tercer krytrón en cada bomba, para que dispare un cañón de neutrones en el momento de la explosión.
—¿Qué es eso? —preguntó el Profesor. Era la primera vez que oía el término «cañón de neutrones»—. ¿Disponemos de algo así?
La satisfacción seguía brillando en los ojos de Janlari.
—Desde luego. Le compramos seis al doctor Boris Gregori en Ekaterimburgo. El doctor trabajaba en el antiguo centro nuclear soviético Sverdlosk cuarenta y cinco. Como allí necesitan fondos desesperadamente, venden ese material para ser utilizado con los explosivos que se emplean en las perforaciones petroleras. Son prácticamente idénticos a los cañones de neutrones que utilizaban en las bombas. Lo único que les cambiaron fue el exterior.
Janlari se puso en pie y siguió:
—Bajemos al taller subterráneo, Profesor. Allí le enseñaré una maqueta que le permitirá ver el aspecto que tendrá nuestra bomba cuando la terminemos y cómo funciona exactamente.
Una vez en el nivel inferior del laboratorio, Janlari condujo al Profesor a un pequeño taller, de cuyo techo colgaba lo que parecía ser un balón de fútbol lleno de metal y cortado por la mitad. El científico formado en el MIT lo señaló con el orgullo de un padre mostrando a su primogénito. Con voz reverente, dijo:
—Esto, señor, es una maqueta exacta de nuestra bomba.
El núcleo de plutonio estaba representado por una bola de plomo del tamaño de un pomelo cortado por la mitad. Una fina capa de cobre recubría el plomo, tal como ocurriría en las auténticas esferas de plutonio. Janlari señaló el siguiente cerco metálico que rodeaba el cobre.
—Esto —dijo— es lo que llamamos un reflector, berilio rodeado por tungsteno. Cuando la bomba detone, la inmensa fuerza del potente explosivo situado aquí —señalaba el revestimiento final de un material de color blanco yeso que cubría cada uno de los hemisferios de la bomba— aplastará con su inmenso impacto el berilio contra el núcleo de plutonio. La idea es mantener íntegro el núcleo en explosión durante el tiempo suficiente para que los neutrones procedentes del plutonio reboten contra el núcleo. De este modo se maximiza la potencia de la explosión nuclear.
El Profesor contempló en pasmado silencio el milagro conseguido por sus científicos. Tanto trabajo, tanto tiempo y tantos recursos invertidos y al fin tenía ante sí la culminación de todos aquellos esfuerzos. «Con esto —se dijo—, podremos destruir al fin Israel y acabar con la influencia materialista y sexualmente depravada de los norteamericanos, que envuelve con sus corruptores tentáculos Dar el Islam, la tierra del islam». Tendió la mano y acarició la superficie de la bomba con la ternura que cualquier otro hombre hubiera reservado para las mejillas de su amante.
—¿Y ese cañón de neutrones que mencionaste antes?
—Sí —replicó Janlari—. Como ya dije, la clave de una detonación satisfactoria es la velocidad y la perfecta simetría de la explosión. La onda de choque rebota hacia dentro, el metal de plutonio se licua a causa del impacto y su presión aumenta inmensamente. En ese preciso instante utilizamos el tercer krytrón para disparar el cañón de neutrones.
Janlari tomó lo que parecía un pequeño pedazo de tubería metálica.
—Este tubo es un cañón de neutrones. Básicamente, contiene tritio. El krytrón envía al cañón una inmensa carga eléctrica de alto voltaje, cuatro mil kilovoltios, y éstos hacen que los núcleos de tritio se fundan y, al hacerlo, desprendan un inmenso caudal de neutrones.
»El cañón —siguió, señalando el tubo— dispara ese chorro de neutrones contra el núcleo de plutonio en el momento de máxima compresión para desencadenar el proceso de fisión, es decir, la explosión nuclear. La clave radica en que la detonación se produzca en el instante exacto.
—¿Y puedes conseguirlo?
—Desde luego.
El Profesor abrazó a Janlari y lo besó en ambas mejillas.
—Has demostrado que la confianza que depositamos en ti estaba plenamente justificada. Tú y tus ingenieros sois el equivalente moderno de los grandes sabios y científicos islámicos que, allá por los siglos trece y catorce, pusieron los cimientos de gran parte de las modernas ciencias. Gracias a vosotros, el futuro nos pertenece.
—Como ustedes saben, caballeros, creo firmemente en la doctrina Colin Powell. —El teniente general Charles Corky McCordle, comandante en jefe del Mando Central Militar norteamericano, hizo una pausa para que los oficiales de Estado Mayor a los que había convocado al edificio amarillo de estuco situado en el 715 del South Boundary Boulevard, en los terrenos de la base MacDill de la fuerza aérea, sita en las proximidades de la bahía de Tampa, en Florida, asimilaran sus palabras—. Siempre que sea necesario hacer uso de la fuerza, debe hacerse de forma arrolladora, contra un objetivo claramente definido, y con una idea igualmente bien definida de cuál es la meta de la misión y de cuándo y cómo podrá concluirse.
Hizo una pausa y luego, con voz algo más suave, continuó:
—En este caso, sin embargo, se nos ha ordenado que presentemos al presidente y a la Autoridad Nacional de Mando dos opciones de fuerza: una convencional y otra que implique a Operaciones Especiales. Aunque no me hace la menor gracia que los cretinos de Operaciones Especiales invadan mi territorio, no tengo alternativa. Tendré que dejarlos que se luzcan delante del presidente.
Tosió y luego encendió un Marlboro light, un acto reflejo que ilustró su total indiferencia hacia las advertencias de la Sociedad Norteamericana contra el Cáncer.
—Por consiguiente —siguió—, debemos cerciorarnos de que los de Operaciones Especiales están sintonizados en nuestra misma onda. Deben tener acceso a los mismos informes de inteligencia y a las mismas fotos satélite que nosotros.
Cogió de su escritorio los papeles en que estaba redactada la orden del Pentágono y señaló con ellos a su G2, su oficial de inteligencia.
—Debe usted ponerse de acuerdo con su colega del USSOCOM. Quiero que todos empleemos los mismos datos y partamos de idénticas premisas. Deseo que los dos realicen un análisis conjunto de la situación del enemigo. Sobre el terreno. ¿Cuál es su fuente de refuerzos más próxima? ¿Cuánto tardarán los refuerzos en llegar desde esa fuente? ¿Cómo llegarán esos refuerzos? ¿Por avión? ¿Por helicóptero? ¿O tendrán que utilizar vehículos de superficie?
—Entendido, señor —dijo el G2, un general del ejército de tierra, al tiempo que pensaba: Mierda, los iraníes no serían capaces de salir ni de una trinchera llena de palomitas de maíz. Ya nos lo demostraron en su guerra con Irak.
McCordle se volvió hacia el encargado de la fuerza aérea, un general de división de aviación.
—Deseo que detalle usted, tanto para nosotros como para el USSOCOM, qué tipo de cobertura aérea se necesitará para esta operación y de dónde procederá. ¿Podremos arreglamos con dos portaaviones clase Nimitz situados en el mar Arábigo? ¿Qué tipo de cobertura obtendríamos de ese modo?
—Cuarenta bombarderos capaces de volar en todas las condiciones atmosféricas, más otros cuarenta cazas de ataque FA-18 Hornet, y cuarenta cazas Tomcat F14D para ocuparse de cualesquiera aparatos rápidos iraníes que traten de alzar el vuelo y enfrentarse a nuestra fuerza de ataque.
—¿No deberíamos considerar la posibilidad de un ataque preventivo a gran escala que deje fuera de combate a la aviación iraní antes de nuestro ataque, general? —preguntó el jefe de Estado Mayor de McCordle.
—Pues sí, claro que sí, pero esa posibilidad no se menciona en nuestras órdenes. Un ataque así equivaldría a un acto de guerra abierta contra Irán, y está claro que no es eso lo que desea el presidente. Él quiere que vayamos, que cojamos esos tres proyectiles nucleares y que nos larguemos con viento fresco.
—Pide mucho.
—Ése es su privilegio. Ahora que sabemos que esos tres artefactos están ahí, por nada del mundo dejará el presidente de ir a por ellos. Mi tarea consiste en convencerlo de que lo haga utilizando una fuerza de combate abrumadora y en cerciorarme de que todo se realice de la forma más presentable posible. —McCordle lanzó un ronco carraspeo, secuela de los dos paquetes diarios de Marlboro que se fumaba—. Veremos con qué se descuelgan esos patanes de Tampa Point. Todos volaremos juntos a la base Andrews a las trece horas del martes y, en cuanto lleguemos a nuestro destino, informaremos al secretario de Defensa y a la Junta de Estado Mayor en el Tanque. —El Tanque era el centro de conferencias de la Junta de Estado Mayor en el Pentágono—. El miércoles por la mañana informaremos a la Casa Blanca. Procuremos hacer las cosas bien, caballeros.
Los «patanes» se encontraban a menos de un kilómetro de distancia, en un edificio amarillo de tres pisos casi idéntico situado en el 7701 del Tampa Point Boulevard. Allí se encontraba la sede del USSOCOM. El mando agrupaba a varias organizaciones que se habían hecho famosas en el cine y en los noticieros: los Boinas Verdes, los U. S. Navy Seals, y la Fuerza Delta.
Aquella mañana, la atención del comandante del USSOCOM, el general de división Clint Marker, estaba centrada en la Fuerza Delta porque, si el presidente decidía emplear para el asalto a Irán la opción de Operaciones Especiales, sería la Fuerza Delta la elegida para hacerlo.
Siendo él mismo un veterano de la Fuerza Delta, Marker había escogido personalmente al hombre que dirigiría la misión. Se trataba de Charlie Crowbar Crowley, un coronel de 45 años callado y casi introvertido, la antítesis de la imagen a lo Sylvester Stallone que el público tenía de los oficiales de Delta. En realidad, esa imagen, fruto de la imaginación de los guionistas de Hollywood, no podía estar más lejos de la realidad. Como había observado un Ranger veterano que había trabajado frecuentemente con los hombres de Delta, «Uno podría tener un tipo de Delta a cada lado y no enterarse siquiera de su presencia».
La fuerza se enorgullecía de que sólo los mejores tenían cabida en sus filas. Literalmente, apenas resultaba elegido uno de cada cien candidatos. Éstos eran seleccionados tras semanas y semanas de rigurosas pruebas destinadas a medir su capacidad psicológica para actuar en las circunstancias más duras y con las mayores tensiones.
Para los mandos se efectuaba una selección tan rigurosa como para los soldados y, una vez admitidos, se esperaba que unos y otros mantuvieran el mismo nivel de idoneidad. En las filas de Delta no había prácticamente ningún oficial formado en West Point. Los mandos de Delta debían ser capaces de operar sin una estructura de mando convencional, cosa que a la mayor parte de los oficiales de academia les era imposible. Mandos y soldados compartían el mismo comedor y la misma comida. Un dicho habitual en la fuerza resumía las relaciones entre unos y otros: «Cuando hay que cargar el camión, todo el mundo arrima el hombro».
Esa filosofía no siempre era del agrado de los militares regulares, y era responsable de muchas de las tensiones que existían entre Delta y otras organizaciones similares. La fuerza se había originado durante la presidencia de Jimmy Carter, cuando una fuerza de élite alemana, la GSG9, asaltó un 747 de Lufthansa secuestrado en Mogadiscio y liberó a los pasajeros sin causar entre ellos bajas mortales.
—¿Somos capaces de hacer algo así? —preguntó Carter a su consejero de Seguridad Nacional. Zbigniew Brezinski. Claro que sí replicó Brezinski. En realidad, Estados Unidos carecía de tal capacidad pero, bajo la atenta supervisión de Brezinski, el coronel Charlie Beckwith se puso a la tarea de crear una fuerza similar a la GSG9. Para los que formaban o habían formado parte de la fuerza constituía una permanente mortificación el hecho de que el nombre de Delta estuviera siempre relacionado públicamente con su fracaso más desastroso, la malhadada misión para rescatar a los rehenes que los radicales estudiantiles iraníes mantenían retenidos en la embajada estadounidense en Teherán.
El hecho de que en aquella misión participase un conglomerado de organizaciones del que Delta sólo era una más, y de que la acción se emprendiera sin el más mínimo preparativo previo fue convenientemente ignorado por el público.
A partir de entonces, las acciones de Delta no volvieron a aparecer en la prensa, pero la organización había desempeñado papeles clave en operaciones secretas en Beirut y en Afganistán, y en la localización y posterior detención o eliminación de Pablo Escobar y el resto de los componentes del cártel de Cali. Recientísimamente, Delta había preparado planes para la detención de criminales de guerra serbios como Radovan Karadzic, en el improbable caso de que los líderes de la alianza occidental decidieran actuar contra ellos.
Sin embargo, pese a los éxitos cosechados con posterioridad a 1979, el estigma de aquella desastrosa primera misión continuaba pesando sobre la Fuerza Delta. Lo doloroso que era aquel recuerdo quedó reflejado en las palabras que el general Marker pronunció al entregar las órdenes de la actual misión a Crowbar Crowley.
—Charlie —dijo—, creo que esto es lo que hemos estado esperando durante todos estos años.
Crowley se puso a estudiar el documento. Tras él, en la pared, había uno de esos carteles con instrucciones de mando que tanto gustaban a los militares. En aquél se citaban las cinco fases en las que la misión de Crowley —como todas las misiones Delta— se dividiría.
AVISTAMIENTO DEL OBJETIVO
ENSAYO
INFILTRACIÓN
EJECUCIÓN
EVACUACIÓN
Crowley dejó a un lado las órdenes de la misión al tiempo que lanzaba un suave silbido.
—Tienes razón, Clint. Si esto sale bien, habremos limpiado para siempre nuestra hoja de servicios.
—No hay tiempo que perder. Debes preparar la operación para dentro de dos semanas como máximo.
—Será difícil, Clint, pero creo que puede hacerse. Por los pelos.
—Mira, Charlie, ésta va a ser tu operación, así que no voy a decirte cómo debes redactar el plan para el presidente. Sólo diré dos cosas. Primero, la operación debe realizarse de principio a fin bajo el amparo de la oscuridad.
—De acuerdo.
—Segundo, recuerda nuestros habituales imperativos de tiempo.
Crowley lanzó un suspiro.
—Muy bien, Clint. Creo que lo mejor será que me ponga a trabajar en el plan.
El general se levantó y lo palmeó en el hombro.
—Contamos contigo. Quiero que el miércoles le quites el hipo al presidente. Hazle olvidar que Colin Powell y su doctrina existieron alguna vez.
—Profesor…
El Profesor alzó cansadamente la vista hacia el doctor Parvis Janlari, el director científico de la Operación Jalid. Bollahi no había descansado desde la madrugada, cuando se levantó para rezar sus plegarias matinales.
—¿De qué se trata, hermano?
—Debemos probar el circuito que hará detonar nuestras bombas por medio de una señal de radio. ¿Quiere usted presenciar la prueba?
—Claro que sí. Vamos.
De nuevo bajaron los dos hombres a las entrañas de su laboratorio. Allí los ingenieros de Janlari habían montado un modelo del circuito que estaban a punto de probar. Janlari cogió algo que parecía un encendedor de cigarrillos.
—Lo único que tendrá que hacer nuestro voluntario es apretar la parte alta de este aparato, que emitirá una señal de radio prefijada en una frecuencia muy específica.
—¿Qué frecuencia? —preguntó el Profesor.
—Uno coma dos gigahertzios. El aire está tan lleno de señales de todo tipo que decidimos elegir una frecuencia poco corriente. La distanciamos bien de las señales de radio, televisión, teléfonos móviles, etcétera, a fin de evitar que nuestra bomba detone antes de tiempo por accidente.
—Claro —estuvo de acuerdo el Profesor—, pero nuestra bomba o nuestras bombas, si al fin decidimos utilizar dos, irán en coches robados. ¿Por qué no conectamos directamente el detonador a un conmutador del salpicadero del coche?
—Llevaría demasiado tiempo montar el circuito y luego ocultar los cables para que no lo detectaran en caso de que detengan el coche en un punto de control. Una vez que la bomba haya sido instalada en el maletero del coche robado, los voluntarios deben abandonar el lugar y dirigirse inmediatamente hacia Tel Aviv. Si decidimos utilizar una segunda bomba, quizás en Haifa, en medio de la inmensa confusión que habrá producido la primera, quizá tengamos tiempo de acondicionar el coche bomba como usted sugiere.
El Profesor asintió con la cabeza, indicando que las razones expuestas por Janlari le parecían convincentes.
Señalando una caja negra de plástico algo mayor que un mazo de naipes, Janlari explicó:
—Ésta es la batería que hará detonar el circuito de krytrones cuando reciba la señal de radio.
—¿Son difíciles de conseguir esas cosas?
—¡Hosain! —llamó Janlari y, cuando asomó por la puerta uno de sus ayudantes, le arrojó el detonador como si éste fuera, en efecto, un simple encendedor—. Ve arriba, abre la puerta principal y sal al patio. Cuando te avise por el busca, aprieta el botón.
Una vez que Hosain hubo salido del laboratorio, el Profesor, por llenar el tiempo, preguntó:
—¿Existe algún riesgo de que la bomba o sus circuitos resulten dañados si el coche que la lleva tiene que circular por caminos con baches o si por algún motivo se cayera al suelo?
—Ninguno en absoluto —replicó Janlari—. Adecuadamente metida en un sólido contenedor, será muy resistente. Podríamos meter la bomba y su contenedor en el maletero de un coche, conducir éste por las carreteras más accidentadas y ni a la bomba ni a su circuito detonador les ocurriría nada.
El buscapersonas de Janlari lanzó un bip.
—Listo —dijo, y presionó a su vez el botón del busca de Hosain. En la explanada de arriba, el ayudante apretó el botón del detonador. En la negra batería situada sobre el banco de trabajo saltó una azulada chispa eléctrica—. Perfecto —anunció Janlari—. Estamos listos. Podemos proceder al montaje de las bombas.
El Profesor acogió con una sonrisa tales palabras.
—Vamos, amigo mío —le dijo a Janlari—. El día ha sido muy fatigoso. Paseemos un rato al aire libre.
Los dos hombres caminaron en silencio durante unos minutos por la explanada que se extendía frente a la instalación.
—Profesor —dijo al fin Janlari—. Hay un aspecto de la Operación Jalid que me preocupa.
—¿A qué te refieres, hermano?
—A los israelíes. Su potencial nuclear quedará intacto tras la explosión de nuestra bomba en Tel Aviv. ¿No tomarán ellos represabas?, ¿terribles y devastadoras represalias?
—Claro que sí, hermano. Contraatacarán con inmensa fuerza.
Janlari miró al Profesor con desconcierto. ¿Estaba aquel hombre prediciendo las muertes de todos ellos?
—Pero las represalias las tomarán contra Bagdad. Destruirán Irak.
—¡¿Cómo?!
—Los israelíes creen tener uno de los sistemas de escucha de comunicaciones mejores del mundo. El Departamento ocho mil seiscientos, lo llaman. Tienen un puesto de escucha en monte Mirón, en los altos del Golán, mediante el cual les es posible escuchar todo lo que se dice en Oriente Próximo por teléfono convencional, por radio de onda corta, por teléfono móvil. Una hora antes de que nuestra bomba haga explosión en Tel Aviv, captarán un mensaje. Estará cifrado en una clave que ellos han descifrado por una conversación intervenida que se efectuó a través de un teléfono que ellos creen que pertenece a la Mukahbarat, el servicio secreto iraquí. El falso mensaje los dejará absolutamente persuadidos de que el responsable de colocar una bomba nuclear en Tel Aviv habrá sido Saddam Hussein.
El Profesor puso el brazo sobre el hombro de su preocupado camarada.
—Tu bomba, hermano, no sólo destruirá a uno de nuestros enemigos, sino a dos.
Jim Duffy estudió los rostros de los que esperaban con él en la sala de conferencias de la Casa Blanca la llegada del presidente. Nadie sonreía. Nadie hablaba. Duffy se dijo que una crisis que hacía enmudecer a todos los que pinchaban y cortaban en Washington tenía que ser la madre de todas las crisis.
Sabía que el presidente se había sentido físicamente enfermo al ver la imagen de los cadáveres de unos soldados norteamericanos arrastrados por las calles de Somalia. Aquéllos eran sus soldados, aunque formaran parte de una misión ordenada por su predecesor. Titubeó durante meses antes de enviar tropas norteamericanas a Bosnia, y al final sólo accedió a hacerlo porque estarían rodeadas por aliados de la OTAN.
Ahora iba a mandar a soldados norteamericanos a morir en una operación organizada unilateralmente por él, sin la sanción de la ONU, sin el visto bueno ni el conocimiento de sus aliados. Era una responsabilidad terrible, pero Duffy se dijo que cuando uno se presentaba a la presidencia lo hacía a sabiendas de que el cargo no era un lecho de rosas y de que, llegado el momento, tendría que actuar con coraje y decisión.
Un agente del servicio secreto abrió la puerta y por ella apareció el presidente. En vez de rodear la mesa como solía hacer, saludando a todos los presentes, se dirigió directo a su puesto y miró al general Taylor, jefe de la Junta de Estado Mayor. No había ni la sombra de una sonrisa en el rostro, habitualmente afable, del primer mandatario. En sus facciones aparecía una expresión tan dura y torva como la que había mostrado en los momentos en que su presidencia estuvo amenazada por sus propios problemas personales.
—Comencemos, general —ordenó.
Taylor se puso en pie.
—Señor, le hemos preparado tres informes. En primer lugar, el G2, el oficial de inteligencia del Mando Central, lo pondrá al corriente de los elementos comunes de una opción convencional y otra efectuada por las fuerzas especiales. También glosará las medidas que podrán tomar los iraníes para contrarrestar nuestra acción desde el aire, y pormenorizará la cobertura aérea que necesitaremos para neutralizarlas. Luego, el general de brigada Jack Blum, subcomandante de la división aerotransportada ochenta y dos, le informará sobre la opción convencional y, por último, el coronel Charlie Crowley, de la Fuerza Delta, le expondrá la opción que implica a las fuerzas especiales.
Duffy observó atentamente cómo el general de división se dirigía a la cabecera de la mesa y colocaba un par de grandes cartulinas en los atriles colocados a tal efecto. Una era la ampliación de una foto satélite del exterior de la instalación nuclear iraní. La otra era un mapa de la zona circundante. El hombre comenzó:
—Hablaré en primer lugar de la fuerza aérea iraní, señor presidente. Dispone de cuatro bases relativamente próximas a la zona de ataque: en Yazd, Kerman, Zahedan y cerca de la gran refinería de Bandar Abbas, en el golfo Pérsico. Irán posee un total de ciento treinta y cinco aparatos de combate que no creemos planteen una sena amenaza a nuestro ataque. Los aviones son en su mayoría norteamericanos, con más de veinte años de antigüedad, carecen de sistemas modernos de guía y disparo, y su tecnología radar y antirradar es igualmente obsoleta. Además, no han recibido repuestos en los últimos veinte años. Sus pilotos son buenos, pero están deficientemente adiestrados y tienen poca práctica de vuelo, ya que andan escasos de dinero. Disponen también, como tal vez usted recuerde, de algunos aparatos soviéticos que Saddam Hussein tuvo la amabilidad de enviarles durante la guerra del Golfo. Nos proponemos dejar inservibles sus cuatro aeródromos antes de nuestro ataque, pero como los pilotos son valerosos y decididos, puede que algunos de los más rápidos logren alzar el vuelo.
Señaló en el mapa la mancha azul del mar Arábigo.
—Para dotar a la operación de cobertura aérea, nos proponemos anclar aquí el Washington y el Nimitz. Con eso dispondremos de ciento veinte aparatos de combate dispuestos para la acción, tanto para proteger a los portaaviones como para sobrevolar la zona de asalto. También estacionaremos dos AWACS pertenecientes a la base de la fuerza aérea de Incirlik, en Turquía, para que detecten a los aviones enemigos que hayan conseguido despegar y guíen hacia ellos a nuestros cazas. Nuestra preocupación básica durante la acción será proteger los portaaviones. Creo que podemos garantizar a las tropas de tierra una adecuada protección aérea.
»¿Alguna pregunta hasta el momento?
—No, no. Continúe.
—Bien. Pasemos a la situación militar en tierra. Calculamos que disponen de entre setenta y cinco y cien Pasdaran, guardias revolucionarios, alojados en estas dos estructuras parecidas a cuarteles. Tienen un par de fusiles sin retroceso de ciento cinco milímetros instalados en el puesto de control que vigila el acceso a las instalaciones, y tres piezas antiaéreas desplegadas ante la fachada principal. La base del ejército regular más próxima es la de Bandar Abbas, a unos quinientos cincuenta kilómetros de distancia.
—¿Disponen de helicópteros suficientes para enviar tropas hasta la zona de asalto? —quiso saber el presidente.
Para ser alguien que nunca ha llevado uniforme, hace buenas preguntas, se dijo Duffy.
—No —respondió el G2—. Cuando el shah aún gobernaba en Irán nos compraron cincuenta helicópteros Bell 124 para transporte de tropas. Como llevan veinte años sin repuestos para esos aparatos, calculamos que más de la mitad estarán inutilizados. También tienen una flota de aparatos Boeing 707 que entre 1992 y 1993 convirtieron en transportes para tropas; pero, en cuanto enviemos contra ellos nuestros cazas, se convertirán en ataúdes volantes. Para conseguir refuerzos por tierra, calculamos que necesitarían cuarenta y ocho horas, dado lo montañoso del terreno y lo malas que son las carreteras de la zona.
El general barajó los papeles que tenía entre las manos. De momento está pintando la cosa muy fácil pensó Duffy, Ahora empezará con las pegas.
—Lo que tememos, señor presidente, es que decidan obtener refuerzos no convencionales. Todos los mullah de Zabol saldrán corriendo de sus casas, pidiendo voluntarios a gritos porque los agentes del Gran Satanás están atacando. La Guardia Revolucionaria tiene alijos secretos de fusiles AK-47, granadas de mano y morteros ligeros ocultos en todas las comunidades de Irán. Los utilizarán para armar a todos los voluntarios de entre quince y diecisiete años que logren encontrar. La mayor parte de ellos serán abatidos por nuestras tropas, pero algunos lograrán llegar a su destino y pueden representar una amenaza para la pista de aterrizaje de Zabol, que nosotros debemos controlar a fin de asegurar la evacuación de nuestras fuerzas. El general Blum se ocupará de esto en su informe.
Otro general, el subcomandante de la aerotransportada ochenta y dos, se adelantó. Llevaba las perneras de los pantalones remetidas en unas botas de combate tan limpias y relucientes que Duffy se dijo que podrían usarse como espejos para afeitarse. Con voz tonante, el hombre comenzó:
—La operación que proponemos, señor presidente, estará dividida en tres fases. Primero, dejaremos caer un batallón reforzado de la aerotransportada ochenta y dos en el objetivo que nos ha sido asignado.
—¿Cuántos hombres serán?
—Descontando el personal de oficinas, unos quinientos, señor. Seis compañías de fusileros y una de antitanques. La ochenta y dos puede soltar una fuerza considerablemente mayor que los Ranger, la otra unidad que emplearemos. Pueden lanzar algunos obuses de ciento cinco milímetros para volar cualquier barrera que hayan dispuesto ante la entrada de sus instalaciones, así como algunas armas antitanque para cubrir las posibles zonas de aproximación mientras los soldados hacen su trabajo.
»En la fase dos, que iniciaremos al mismo tiempo que la fase uno, dejaremos cuatro compañías de fusileros Ranger sobre el aeródromo de Zabol. Su misión consistirá en asegurar un perímetro en torno al campo de aviación. Conseguido esto, enviaremos una escuadrilla de C-17 cargados con vehículos blindados. En la fase tres, esos vehículos, protegidos por los Ranger, subirán hasta la zona de asalto, recogerán los tres proyectiles nucleares recuperados, a los hombres de la aerotransportada ochenta y dos y a las bajas que hayamos sufrido durante la operación, y regresarán al aeródromo de Zabol para ser evacuados por vía aérea.
El presidente señaló:
—Eso, naturalmente, significa que dejarán ustedes en la zona los camiones y buena parte del equipo para que los iraníes los muestren a las cámaras de televisión de la prensa mundial después de que nos hayamos retirado.
—Señor presidente. —El que hablaba era el secretario de Defensa. Tanto él, como el jefe de la Junta de Estado Mayor habían escuchado ya los informes preliminares en el Pentágono—. Por su propia naturaleza, ésta es una operación de ataque a gran escala. Nuestros hombres van ahí a romper cosas. La operación tendrá graves repercusiones políticas, pero también demostrará al mundo entero que las naciones como Irán no pueden jugar impunemente con armas de destrucción masiva. En el aspecto militar, se han reducido prácticamente a cero las posibilidades de fracaso.
—¿Y desde qué base operarán nuestros aviones? —quiso saber el presidente.
—Ése, señor, es uno de los motivos por los que le recomendarnos con todo énfasis que escoja esta opción —replicó el subcomandante de la aerotransportada ochenta y dos—. Repostando combustible en el aire, podemos operar desde bases en el territorio continental norteamericano. Eso significa que para montar la operación no tendremos que obligar a nuestros aliados a permitirnos usar sus bases.
—Muy bien —replicó el presidente—, oigamos lo que tiene que decir Operaciones Especiales.
Duffy estudió al coronel Crowley mientras éste se dirigía a la cabecera de la mesa. El hombre le resultaba vagamente familiar. ¿Se habrían visto anteriormente? ¿Quizás en Afganistán?
Como preámbulo, Crowley quiso saber:
—Señor presidente, ¿puedo preguntar algo a sus jefes de Inteligencia antes de comenzar mi informe?
—Desde luego.
—¿Cómo podemos estar seguros al ciento por ciento de que los proyectiles nucleares que buscamos se encuentran en la instalación iraní que vamos a atacar?
El presidente miró al director de la CIA y éste, a su vez, miró a Duffy. Pacientemente, Duffy explicó todo lo relacionado con los krytrones y las intercepciones de la NSA.
—Los krytrones que pinchamos deben estar ahí dentro. Y donde estén los krytrones tienen que estar también los tres proyectiles nucleares que buscamos.
—Acepto el hecho de que los krytrones estén ahí —repuso Crowley—. Pero ¿y los núcleos de plutonio? ¿Tenemos a alguien que haya estado en esa instalación y los haya visto?
Duffy replicó con lo que intentaba ser una risa, pero sonó como un furioso ladrido.
—Supongo que no será usted tan ingenuo para creer que la CIA tiene a un agente, un espía, en el interior de una instalación nuclear iraní.
—Me gustaría creerlo, si tengo que mandar ahí a mis hombres a combatir.
—Bueno, pues no es así. Pero le diré algo. Estoy seguro al ciento por ciento de que los núcleos se encuentran en ese lugar. Si eso va a tranquilizarlo, estoy dispuesto a acompañar a sus hombres en la misión.
Crowley dirigió una escrutadora mirada a Duffy.
—¿Usted y yo no nos conocemos?
—¿Tal vez en Afganistán?
—Claro. —Una bombilla se encendió en la cabeza de Crowley—. Usted es el jefe de la CIA que, saltándose las órdenes de Casey, fue al Pico del Loro junto con los mujadines. Un tipo de los que me gustan. De acuerdo. Lo creo. Únase a nuestra fiesta.
Crowley colocó sobre su atril una cartulina en la que estaban anotados los cinco puntos cardinales de las operaciones de la Fuerza Delta.
—Avistamiento del objetivo —recitó—. Nos parecen muy bonitas las imágenes satélite de la CIA, pero quiero que mi gente vea por sus propios ojos el objetivo que vamos a atacar. En Delta, sólo nos fiamos de nosotros mismos.
—¿Y cómo se proponen conseguirlo? —preguntó un incrédulo presidente.
—Si recibimos su visto bueno, mañana por la noche dos de mis hombres saltarán de un avión desde diez mil metros hasta un punto situado ochenta kilómetros al suroeste de Zabol. Utilizarán paracaídas dirigibles y, usando el sistema de posicionamiento global, se posarán en tierra en este lugar. —Crowley señalaba un punto de su mapa—. Se encuentra a ocho kilómetros de los riscos situados frente a la entrada del laboratorio iraní.
»Una vez que lleguen a esos riscos, cavarán trincheras, las forrarán con revestimientos de goma y las cubrirán con redes camufladas mediante ramas y maleza. Permanecerán ocultos en esos agujeros durante dos semanas, comiendo, durmiendo, orinando y defecando sin salir de ellos. Estudiarán con prismáticos y gafas de visión nocturna ANVIS 6 todos los movimientos de los iraníes y dos veces al día nos informarán de lo que vean por medio de mensajes radiofónicos de emisión ultrarrápida.
—¡Demonios! —exclamó un impresionado presidente—. ¿Dispone usted de personal capaz de hacer algo así?
Orgullosamente, Crowley replicó:
—Señor, a ningún hombre de Delta se le pide que haga nada que no haya hecho anteriormente durante su instrucción.
—Cielo santo —dijo un no menos impresionado secretario de Defensa—. ¿Qué clase de hombres son capaces de hacer algo así?
—Cuatro chiflados, señor.
Crowley volvió a centrar su atención en la cartulina.
—Ensayo —dijo—. Tengo un equipo en la zona de pruebas de Las Vegas, Nevada, listo para realizar réplicas de los dos edificios que hemos visto en las fotos satélite. Si nos es posible, copiaremos hasta los tiradores de las puertas. Luego mis equipos de asalto ensayarán una vez y otra y otra. Cualquier otra cosa resulta simplemente inaceptable.
De nuevo volvió a la seguridad que parecía representar para él la cartulina durante aquel informe, que sin duda era el más importante que había tenido que realizar en toda su carrera.
—Infiltración —leyó—. Para ella utilizaremos nuestro nuevo caza V-22 de ala basculante. Es capaz de volar a quinientos cincuenta kilómetros por hora, como un avión de ala convencional, llevando un equipo de asalto de veinticinco hombres. Cuando llega al objetivo, vuelve las alas hacia arriba, reduce la velocidad y aterriza como un helicóptero.
El presidente se estaba enterando en aquel momento de las extraordinarias prestaciones del V-22.
—¿Desde qué base volarán esos aviones? —preguntó.
—Creo que los turcos nos autorizarán a utilizar la base de la fuerza aérea de Incirlik para los V-22 y otros aparatos especiales que necesitaremos durante la misión.
Por la cabeza de Duffy cruzó la imagen de Belinda Flynn narrando sus miserias a una audiencia de heroinómanos como ella. Bueno —se dijo el hombre—, mientras los turcos colaboren militarmente con nosotros, nadie de esta habitación presionará jamás al Gobierno turco para que cierre los laboratorios de heroína de Estambul.
—El primer aparato que aparecerá en el objetivo será éste —dijo Crowley, dejando sobre el atril una reproducción en silueta de un avión—. Es nuestro nuevo aparato de vigilancia clandestina, absolutamente indetectable, el Dark Star, desarrollado tras la guerra del Golfo. Ésta será su primera misión en una situación de combate, aunque ha sido sometido a amplias pruebas por nuestros sistemas de detección de radar, infinitamente superiores a los que los iraníes puedan tener en Zabol.
»No hay modo de que descubran que el Dark Star se encuentra sobre ellos. El avión está provisto de cámaras infrarrojas y sensores ultrasensibles. Ese equipo es capaz de detectar y fotografiar emplazamientos de artillería, vehículos en movimiento e incluso a un soldado enemigo durmiendo en las fortificaciones o en su puesto de guardia. Cada una de esas imágenes es transmitida luego en tiempo real a los monitores de televisión de los aviones V-22, que transportarán a los componentes de la fuerza de asalto. De este modo, nuestros hombres verán en sus monitores cuántos enemigos los estarán esperando a su llegada, y de qué armamento disponen.
—¿Podrán hacer todo eso? —preguntó el presidente—. ¿Está usted seguro?
—Señor, esos hombres son increíblemente buenos. Cuando hayan terminado, a ningún Pasdaran se le ocurrirá asomar la cabeza en mucho, mucho tiempo. Lo cual nos viene de perlas porque —señaló la palabra «Ejecución» en su cartulina— ése es el momento en que nosotros llegamos. Como la zona del objetivo no estará asegurada, tendremos que crear nuestra propia seguridad. Operaremos según el principio de la rosquilla.
Una cierta expresión de perplejidad apareció en los rostros de los presentes que no eran militares.
—Utilizaremos dos pelotones reforzados de Rangers, cincuenta hombres, para asegurar un perímetro en torno al objetivo, acabar con lo que quede del puesto de control del enemigo y cerrar todos los accesos al lugar. En otras palabras: ese contingente se convertirá en el círculo en torno al hueco de la rosquilla.
»En el hueco… —Crowley hizo una pausa, consciente de que lo que estaba a punto de decir dejaría atónitos a los civiles que se encontraban en la sala—, en el hueco se encontrarán tres equipos de asalto Delta, formado cada uno por diez hombres. Un equipo para cada uno de esos dos edificios que se ven en la foto satélite y el tercero para abrir las puertas de la instalación con cargas explosivas y entrar luego a apoderarse de los tres artefactos nucleares.
—¡Sólo treinta hombres! —exclamó la secretaria de Estado—. Los iraníes los superarán en una proporción de tres a uno.
En tono que no fue ni enfático ni brutal, sino simplemente realista, Crowley replicó:
—Señora, no imagina usted la velocidad con que los componentes de la Fuerza Delta liquidarán a esos guardias. Son excelentes tiradores, los mejores del mundo sin lugar a dudas. Sicológica y fisiológicamente, son máquinas de matar. Nadie saldrá vivo de esa instalación iraní.
El director de la CIA meneó la cabeza, no porque estuviera en desacuerdo con las palabras del coronel, sino porque se daba cuenta de la enormidad de sus implicaciones.
—Eso significa que Irán habrá perdido de un solo golpe los medios humanos e intelectuales necesarios para su desarrollo nuclear. Pasará una generación antes de que se recuperen.
Crowley asintió con la cabeza.
—Llevaremos una cámara digital de televisión para enviar aquí imágenes de los artefactos que encontremos. De este modo, nuestros científicos podrán estudiarlos y de este modo verificar que son los que buscamos.
—Estaremos listos y esperando —prometió el doctor Leigh Stein, experto en armas nucleares del Departamento de Energía—. Y se les entregarán contenedores revestidos de cobre para sacarlos, de modo que los núcleos de plutonio no les causen ningún problema. La radiación del plutonio consiste básicamente en rayos alfa, que el cobre detiene. También emite algunos rayos gamma, pero no suficientes para constituir un riesgo para sus hombres durante el breve lapso que estarán expuestos a ellos.
—Bien —concluyó Crowley—. Evacuación. Los V-22 nos estarán esperando en el mismo lugar donde nos dejaron. Nuestros tres equipos de asalto regresarán a ellos con los proyectiles nucleares, los Rangers se retirarán de su perímetro y todos abandonaremos el objetivo.
El presidente meneó la cabeza con pasmada incredulidad. Aquel coronel hacía que todo pareciese muy fácil, pero… ¿Era realmente posible?
—¿Cuánto tiempo durará esa acción? —preguntó.
—Treinta minutos desde el momento en que los AC-130 abran fuego hasta el despegue final, señor.
—¡Treinta minutos!
Era evidente que el presidente no terminaba de creer un plazo tan breve.
—Señor presidente, estamos hablando de una operación quirúrgica. Ninguna operación quirúrgica que dure más de treinta minutos tiene posibilidades de éxito.
—Hábleme de las bajas.
—Las de los iraníes serán muy fuertes, señor. Como ya he dicho, los hombres de Delta son los mejores tiradores del mundo. Pero lo que resulta más importante es que también son muy, muy precisos en la selección de sus blancos. Si actuamos con velocidad y sigilo, y tenemos de nuestra parte el factor sorpresa, creo que el número de nuestras bajas será mínimo, señor. Conseguiremos que incluso el señor Duffy regrese junto a usted sano y salvo.
El presidente quedó en preocupado silencio, con la vista en el tablero de la mesa. Está rezando —pensó Duffy—. Reza por que su decisión sea la adecuada y, probablemente, también por los que perderán la vida en la operación. No sería mala idea —se dijo de pronto Duffy—, que yo mismo rezase una pequeña plegaria.
Al fin el presidente alzó la vista y miró a Crowley, en el otro extremo de la mesa. Con voz más ronca de lo normal, preguntó:
—¿Qué posibilidades de éxito tiene la operación que acaba usted de exponer?
—El ciento por ciento, señor. De otro modo, yo no llevaría ahí a mis hombres.
El presidente lanzó un suspiro y se enderezó, evidentemente reconfortado por las palabras de Crowley.
—Muy bien, señores —dijo—. Está decidido. Optaremos por la opción que implica a las fuerzas especiales. Que la cosa se haga cuanto antes, y que se haga bien.
Por primera vez desde el principio de su informe, por las sombrías facciones del coronel cruzó una leve sonrisa.
—Naturalmente, señor —dijo al presidente—, no hay que olvidar el dicho militar alemán que se remonta a la época napoleónica: «No importa lo bueno que seas si un ángel se mea en la recámara de tu mosquete».
El presidente suspiró y se enderezó. Tras lo dicho por Crowley en su informe, parecía más decidido que nunca.
—Muy bien, amigos. Decidido. Que la opción de las fuerzas especiales se ejecute en cuanto se tenga la certeza de que se pueden alcanzar los objetivos previstos.
»Y otra cosa, coronel —dijo el presidente, sin sonreír—. Haga usted lo posible y lo imposible por conseguir que en esta ocasión los ángeles estén de nuestro lado.
Había llegado el momento que los tres jóvenes llevaban semanas, meses y, en un caso, años esperando, por el que tanto habían trabajado y rezado. El momento en que uno de ellos sería elegido para morir. Los tres eran menores de veintiún años. Uno de ellos seguía siendo virgen. Todas las esperanzas de aquellas tres vidas estaban aún por cumplir. Sin embargo, dentro de unos segundos, el jeque sentado frente a ellos escogería al joven que sacrificaría su vida para convertirse en un mártir del islam.
En el exterior de la pequeña mezquita, situada junto a la Cueva de los Mártires, el frío viento del norte azotaba el campo libanés, y su melancólico ulular era la adecuada música de fondo para la ceremonia que estaba a punto de iniciarse. Imad Mugniyah permanecía a un lado del pequeño grupo, deseoso de ver la expresión del joven que resultase elegido. Pero había algo de lo que sólo Mugniyah estaba enterado: cuando aquel joven saliera para Tel Aviv en el vehículo robado dentro de tres semanas, estaría condenado a morir, aunque en el último momento su decisión Saquease. Lo que el muchacho ignoraría era que otro hombre iría tras él, provisto de un segundo detonador con el que provocaría la explosión si al primer elegido le fallaba el valor.
—Sólo aceptando las virtudes del martirio podremos los débiles y oprimidos llevar el miedo y la congoja al corazón de nuestros opresores —estaba diciendo el jeque—. El Corán nos enseña que las víctimas de la tiranía pueden hacer justo uso de la guerra. ¿Acaso hay un pueblo que haya sido víctima de una tiranía mayor que la que padecen nuestros hermanos palestinos, cuyos sufrimientos estáis destinados a vengar?
Se levantó. Tenía en la mano una cinta elástica verde de cinco centímetros de ancho en la que estaban escritas con blancos caracteres arábigos las palabras del ayatolá Jomeini: «El mártir es la esencia de la historia». Se colocó ante el joven situado a la izquierda de sus dos compañeros. Silenciosamente, le colocó la cinta en torno a la frente.
El joven permaneció en silencio, pero Mugniyah advirtió que un resplandor casi etéreo iluminaba sus facciones.
—Levántate, valeroso guerrero islámico —ordenó el jeque. Luego abrazó al joven, y lo mismo hicieron sus compañeros que, para su enorme pesar, no habían sido elegidos. Mugniyah fue el último que lo besó en ambas mejillas.
—Mabruk —dijo. «Felicidades».
—Llevo desde los trece años esperando este momento —replicó el joven.
El muchacho se llamaba Saad el Emawi, y sus palabras no eran una vana jactancia. Como tantos otros candidatos al martirio, era huérfano y el mensaje del islam militante había sustituido en su alma juvenil a la tutela de un padre. Su padre había sido uno de los guardaespaldas del secretario general de la Hezbollah, el jeque Abbas Mussawi, que había muerto junto al jefe durante un ataque de los helicópteros israelíes en febrero de 1992. La madre de Saad había muerto de un infarto al enterarse de la noticia de la muerte de su esposo.
Emawi se había arrojado sobre el ensangrentado cadáver de su padre, jurando que algún día lo vengaría. A partir de aquel momento, su vida tuvo dos centros de gravedad: la mezquita de su pueblo en el Líbano meridional, donde se empapó del radical islamismo que predicaba el jeque de su aldea; y su abuela, que lo obligó a adquirir una educación, enseñándole incluso a hablar en francés para el brillante futuro que la mujer esperaba que su nieto tuviera en Europa.
Tan absoluta había sido la devoción del muchacho hacia las enseñanzas de su jeque que, pese a las tentaciones que lo rodearon, decidió permanecer virgen, reservando su juvenil pasión para las 72 novias vírgenes que sabía iban a darle la bienvenida al paraíso el día en que se convirtiera en mártir.
El jeque que presidía la ceremonia tomó la mano de Emawi.
—Acompáñame, valeroso guerrero —ordenó.
Hizo salir al muchacho de la mezquita y lo condujo hasta una fosa recién cavada situada a poca distancia del templo. Se trataba de una tumba de metro veinte de profundidad. Junto a ella había una tabla de madera.
El jeque ordenó a Emawi que se tumbara en la tabla y cruzara los brazos sobre el pecho. Mientras el sacerdote recitaba los versos dedicados a los muertos, bajaron a Emawi al fondo de la fosa y colocaron sobre su cuerpo una segunda tabla. Allí, entre las tinieblas, percibiendo el húmedo abrazo de la tierra, el muchacho debía sentir la caricia de su próxima muerte. Permaneció inmóvil y tembloroso, escuchando la cantilena del jeque, evocando la imagen del ensangrentado cadáver de su padre. Mientras se esforzaba por alcanzar la serenidad de los mártires, otra imagen perturbó su virginal mente: la de las 72 novias vírgenes que serían suyas en cuanto alcanzase la palma del martirio.
Tras permanecer veinte minutos en la tumba, lo sacaron de ella. Había pasado con éxito el último de los ritos reservados a los candidatos al martirio.
Fue triunfalmente devuelto al patio de la mezquita, donde un barbero lo esperaba. El hombre cortó el pelo de Emawi y luego le afeitó la barba. Sus cabellos fueron cuidadosamente recogidos en tres pequeñas bolsas, una para cada una de las tres hermanas de Emawi.
Las bolsas serían entregadas a las tres jóvenes durante la alegre celebración del martirio del muchacho que tendría lugar veinticuatro horas después de la muerte de Emawi. Los amigos se congregarían en torno a las tres muchachas, ofreciéndoles dulces y felicitándolas por la muerte de su hermano. Un representante de la Hezbollah anunciaría a las tres hermanas las pensiones que la organización les pasaría durante el resto de sus vidas como agradecimiento por el sacrificio de Emawi. Éste tomó una pluma y escribió con elegante letra árabe el mensaje que entregarían a sus hermanas junto con los mechones de cabello.
«Ojalá mi muerte en la Guerra Santa sirva como acto de purificación para mí, para vosotras y para la memoria de nuestros amados padres».
Un fotógrafo sacó una foto de su sonriente y afeitado rostro para el falso pasaporte francés que utilizaría durante el trayecto hasta Tel Aviv. A continuación apareció un jeque con las ropas que el muchacho llevaría durante el viaje: ceñidos pantalones de cuero negro, zapatillas de baloncesto Adidas, suéter azul de cuello alto, y una cazadora de ante comprada en la tienda Façonnable de París. Ataviado con aquellas ropas, parecería un joven turista francés efectuando su primera visita a Tierra Santa.
Cuando hubieron concluido estos últimos preparativos, el jeque tendió un Corán a Emawi y el muchacho lo besó. Luego el jeque alzó el libro sobre la cabeza del futuro mártir, y éste se colocó debajo para recibir una última bendición. Hecho esto, salió del patio de la mezquita y se dirigió hacia el coche que aguardaba para conducirlo a la casa segura de Nablus en la que aguardaría la llegada de la bomba que debía llevar hasta Tel Aviv.
Mugniyah lo miró alejarse. Él también estaba a punto de emprender viaje. Debía ir a Zabol, donde el Profesor había convocado una reunión del Comité de Operaciones Secretas destinada a preparar la etapa final de la Operación Jalid.
A los no iniciados, los dos miembros de la Fuerza Delta hubieran podido parecerles un par de extras esperando para filmar una secuencia de Star Trek. Ambos se cubrían con cascos Gentex, hechos de kevlar, que llevaban incorporado un sistema de comunicaciones que incluía micrófono y auriculares. Una máscara de oxígeno estaba unida al casco por medio de cierres de bayoneta, y encajaba a la perfección bajo las gafas protectoras.
Llevaban tres capas de ropa interior térmica, y una máscara facial baclava, de modo que ni un centímetro cuadrado de piel permaneciera expuesto cuando saltaran del avión a diez mil metros de altura. Sobre la ropa interior llevaban un ceñido mono de vuelo Gortex. Todo el equipo, desde las mochilas hasta las pequeñas brújulas, pasando por los fusiles, estaba adaptado a la configuración del costado izquierdo de cada hombre y bien asegurado y atado. El impacto que les aguardaba era tan tremendo que, literalmente, podría arrancarles las botas de los pies.
Se proponían efectuar una de las maniobras más peligrosas que podía realizar un paracaidista. Hacía sólo una década, la misión hubiera sido imposible. Ambos hombres habían realizado ya una docena de saltos de entrenamiento similares, pero por mucha práctica que se tuviese era imposible no sentir el escalofrío y la tensión que inevitablemente precedían a un ejercicio tan extraordinario.
Asesorados por los meteorólogos de la base aérea estadounidense de Dhahran, en Arabia Saudí, y por sus propios expertos de la Fuerza Delta, los dos hombres habían calculado la dirección y la fuerza de los vientos dominantes que encontrarían en cada una de las distintas bandas atmosféricas que atravesarían en su caída a plomo hacia tierra. Mediante aquellos datos, habían calculado su HARP[17], el punto exacto sobre la superficie de la tierra en el que saltarían del aparato para aprovechar al máximo los vientos que encontrarían antes de alcanzar su objetivo.
Lo que se disponían a hacer era, casi literalmente, «volar» con sus paracaídas setenta y dos kilómetros hasta su destino en tierra, una pequeña llanura situada en las proximidades de la cadena de riscos desde la que se dominaba la entrada de la instalación nuclear de los iraníes en las proximidades de Zabol. De la consecución de su objetivo dependía que fueran capaces de encaramarse a aquellos riscos antes del amanecer para meterse en los escondites desde los que luego les sería posible estudiar los movimientos de los iraníes.
Su avión había volado con rumbo este sobre el mar Arábigo, para luego enfilar hacia el norte a fin de cruzar sobre Pakistán al oeste de Karachi e introducirse en el espacio aéreo afgano. Una vez allí, el piloto sólo tendría que entrar brevemente en el espacio aéreo iraní, una incursión tan limitada en el tiempo y el espacio que no era probable que ningún técnico de radar iraní la detectase o que, en caso de advertirla, le prestase la menor atención.
Una luz roja se encendió sobre la puerta lateral del avión. Un soldado la abrió, y por el hueco entró una fortísima ráfaga de aire casi a cuarenta grados centígrados bajo cero, una temperatura que solía dejar indiferentes a los pasajeros de los vuelos comerciales cuando el comandante del vuelo la anunciaba por el sistema interno de megafonía, pero que constituía una horrible realidad para los hombres de Delta que estaban a punto de realizar el salto.
El primero de ellos se adelantó y se agarró a los costados del aparato. Ni yo mismo creo lo que estoy haciendo, se dijo, contemplando las tinieblas que tenía ante sí. Sonó un zumbador. Se lanzó del aparato en un ángulo de 45 grados, de cabeza, con la barbilla pegada al pecho.
El golpe contra la atmósfera fue brutal. Siempre ocurría así. Nada más abandonar el avión, fue despedido horizontalmente a casi mil kilómetros por hora. El quieto aire al que había saltado era como un muro y, al mismo tiempo, la gravedad lo impulsaba a una caída vertical a casi doscientos kilómetros por hora, la velocidad de un cuerpo en caída libre. El hombre se recordó que debía mantener la posición corporal adecuada, a fin de evitar ponerse a dar vueltas como un trompo.
Dio resultado. Como se trataba de un salto con apertura a gran altitud, tiró rápidamente de la cuerda y su cuerpo recibió una nueva sacudida cuando el paracaídas se abrió sobre él, comenzando a frenar su descenso.
Abrió la tapa de la brújula que llevaba sujeta a la muñeca, hizo girar el paracaídas en la dirección deseada y comenzó el trayecto hasta su objetivo en tierra. El hombre sabía que, más arriba, entre las sombras, su compañero estaba haciendo lo mismo.
Cuando llegó a los cinco mil metros la frialdad del aire ya había disminuido y él comenzó a relajarse. Ajustó de nuevo su rumbo de acuerdo con las indicaciones de la brújula. Y, de pronto, la tierra pareció saltar hacia él. El hombre se dijo que, aunque aquello no era exactamente el regreso al hogar, al menos volvería a tener los pies sobre tierra firme.
Su aterrizaje fue perfecto y, a pesar de su voluminosa impedimenta, logró caer de pie. Recogió el paracaídas y estudió los rasgos más distintivos del terreno que lo rodeaba. Confirmaría su situación con su GPS[18], pero todo parecía indicar que se encontraba muy cerca del punto escogido antes del despegue.
Del bolsillo sacó una pequeña chicharra metálica, prima no muy lejana de las que utilizaron los hombres de las divisiones aerotransportadas 82 y 101 para localizarse entre sí tras ser lanzados en paracaídas sobre Normandía en la noche del Día D.
Hizo chascar la chicharra, y a los pocos instantes escuchó un chasquido similar a su derecha. Los dos hombres de Delta avanzaron el uno hacia el otro, se abrazaron, enterraron los paracaídas y echaron a andar entre las sombras en dirección a los riscos situados a menos de ocho kilómetros de distancia.
Se habían familiarizado con la agreste topografía de los riscos gracias a unas detalladas fotos satélite de la zona, mediante las cuales establecieron lo que parecía ser la ubicación ideal para su escondite. Éste se encontraba frente a un promontorio rocoso situado casi al borde del seco cauce que discurría entre los riscos y la instalación secreta iraní. Desde su madriguera podrían visualizar continuamente la entrada al laboratorio subterráneo del profesor Bollahi.
Un primer vistazo directo al lugar confirmó a los dos hombres Delta que su elección había sido acertada, así que se pusieron a cavar su agujero. Aunque los satélites espía no habían detectado indicio alguno de actividad humana en los riscos, los dos hombres no quisieron correr riesgos y cavaron en el mayor silencio posible, pues el sonido se transmite con gran facilidad en la quieta noche del desierto.
A continuación diseminaron cuidadosamente en torno al promontorio rocoso la tierra que acababan de extraer, a fin de no dejar rastro. Luego sacaron una red de camuflaje y prendieron en ella plantas y matorrales de los alrededores. Una vez dentro de su madriguera, pondrían la red a modo de techo para terminar de ocultarse.
Forraron el agujero con tela impermeable y amontonaron en él su equipo: alimentos, la radio de ráfagas, los prismáticos, las gafas de visión nocturna ANVIS 6, las bolsas de plástico para excrementos, un par de fusiles belgas FN-30 para usarlos en el asalto final y sendas pistolas del 22 provistas de silenciador, estas últimas para utilizar contra cualquier pastor, cabra, chivo, perro o rata que apareciera cerca de su escondite. Borraron cuidadosamente las huellas que habían dejado sobre el terreno en torno al agujero. Ya estaban listos para instalarse y permanecer allí ocultos durante días, o incluso semanas.
—¡Hogar, dulce hogar! —comentó el jefe a su segundo—. ¿Qué tal si duermes un rato y yo hago la primera guardia?
Se metieron en el agujero, aseguraron la red de camuflaje por encima de sus cabezas, y quedaron definitivamente encerrados.
—¿Alguna vez te habías pasado una misión metido en uno de estos agujeros? —preguntó el segundo operario.
—Pues sí. Me pasé diez días apostado frente a la casa de playa de Noriega en Rio Hato, en la costa del Pacífico. Teníamos al tipo tan vigilado que podría decirte a qué hora se levantaba cada noche a mear. Hubiéramos podido entrar en acción y sacar a Noriega de su refugio en cualquier momento. Eso hubiera salvado veintitrés vidas norteamericanas y sabe Dios cuántas panameñas.
—¿Y por qué demonios no lo hicimos?
—Porque no era políticamente correcto, ¿por qué va a ser? Probablemente, en esta operación ocurrirá lo mismo. Bueno, ¿por qué no descabezas un sueño?
Mientras el hombre se hacía un ovillo, el jefe de la misión se puso las gafas de visión nocturna, cogió los prismáticos y comenzó a examinar metódicamente la instalación iraní, situada a menos de un kilómetro de la madriguera. Primero estudió los dos edificios que parecían barracones de tropa, la zona que los rodeaba y la entrada a la instalación secreta. Eran las 04.30 horas. Nada se movía. Nadie parecía montar guardia en ninguno de los edificios. Tampoco le fue posible detectar la presencia de centinelas en ninguno de los dos edificios ni frente a la instalación principal. Estaba claro que los iraníes tenían plena confianza en el mecanismo de cierre que habían instalado en las inmensas puertas de acero que protegían la entrada.
A continuación enfocó los prismáticos hacia el camino que conducía a la instalación y el puesto fortificado que vigilaba el acceso al lugar. Allí sí detectó indicios de vida. Lenta y pacientemente, como le habían enseñado a hacer, estudió el lugar, tratando de establecer cuántos guardias revolucionarios habían allí apostados y cuáles eran sus posiciones. La brasa de un cigarrillo le indicó la situación de uno de los guardias y le permitió darse cuenta de algo más. La disciplina, al menos en aquellas horas nocturnas, dejaba mucho que desear.
Durante los días siguientes, él y su segundo tendrían como única misión la de establecer cuál era la norma de actividades de la instalación iraní. ¿Cuántos guardias había? ¿Qué armas poseían? ¿Cuál era la parte mejor protegida de la instalación? ¿A qué horas se producían los cambios de guardia? ¿En qué lugares y a qué horas dormían los hombres? ¿Cómo y dónde comían? ¿Quiénes eran los fanáticos y quiénes los que flojeaban?
Permaneció seis horas con los prismáticos apuntados hacia las instalaciones, sin parpadear apenas, tomando nota de cada uno de los movimientos de los iraníes, comenzando a efectuar una relación de los guardias revolucionarios asignados a la instalación. Al fin reunió todas sus observaciones en su primer informe para el mando especial de operaciones, en el que, además, confirmó que él y su compañero se encontraban ya situados en el emplazamiento predeterminado.
Introdujo el informe en un ordenador portátil que lo codificó automáticamente para transmitirlo por la radio de ráfagas. Cargó el informe en la radio, asomó ésta por encima de la red que cubría la madriguera, lo apuntó en la dirección que le habían indicado y disparó una ráfaga de radio.
La transmisión sólo duró unos segundos. El jefe volvió a acomodarse en el agujero, en la certeza de que aún estaba por inventarse un aparato que permitiera al enemigo interceptar la ráfaga radiofónica y determinar de qué lugar procedía.
Setenta y dos horas después de que el hombre Delta hubiera lanzado la ráfaga de su primer informe, el coronel Charlie Crowbar Crowley ya había reunido a los componentes de su fuerza de asalto en el centro de adiestramiento de Nevada para comenzar a ensayar lo que ya había sido oficialmente bautizado como Operación Grassroots. Formados ante él había treinta hombres Delta. Crowley ya los había dividido en tres equipos de asalto de diez. Junto a ellos había cincuenta Rangers, aparte de los pilotos y tripulantes de los cuatro aviones V-22 que transportarían a los hombres hasta la zona de ataque, y de los pilotos de los dos Gunship AC-130, el fuego de cuyas armas iniciaría el combate.
Como solían hacer los jefes de las misiones Delta, Crowley había pasado largas horas estudiando anteriores operaciones especiales, tratando de aprender de ellas para el futuro. El hombre estaba convencido de que el catastrófico fracaso de la misión de rescate de los rehenes de la embajada estadounidense en Teherán no se debió a la ineptitud de los pilotos de los helicópteros que transportaban a la fuerza de asalto, como afirmaba la vox populi, sino al hecho de que no se había efectuado un solo ensayo general de la operación. Crowley no estaba dispuesto a que tal error se repitiera en la Operación Grassroots.
Utilizando para ello fotos satélite, el Cuerpo Militar de Ingenieros había logrado en sólo cuarenta y ocho horas la notable proeza de construir una réplica del objetivo que los hombres de Crowley se disponían a asaltar. Todo era idéntico al original: las dimensiones, los puntos en que estaban apostados los tiradores de la Guardia Revolucionaria, los puestos de centinelas y los emplazamientos de la artillería antiaérea. Los bulldozers y las asfaltadoras arrasaron y asfaltaron una explanada similar a la situada frente a las instalaciones del Profesor. Lo mismo que en el Irán suroriental, un promontorio rocoso se alzaba sobre la explanada. Unas inmensas puertas de acero, de dimensiones idénticas a las que los iraníes habían colocado en su instalación, habían sido colocadas sobre la superficie de una rocosa montaña de Nevada.
Lamentablemente, los ingenieros militares no podían ir más allá. Detrás de aquellas puertas no había más que roca, ya que nadie había logrado aún determinar lo que había tras ellas, pues no se habían abierto en los tres días que los hombres Delta llevaban vigilándolas desde su agujero. Los iraníes entraban y salían de la instalación a través de una portezuela situada en la parte inferior de las puertas grandes y, pese a lo mucho que lo habían intentado, los Delta no habían conseguido captar con sus prismáticos ni un atisbo del interior cuando la portilla estaba abierta.
Aquélla era una laguna informativa que preocupaba profundamente a Crowley.
—Quiero enterarme de todo lo que hay que saber acerca de esa gente y luego quiero enterarme de un poco más —había dicho a sus hombres en el momento de partir hacia Irán. Pero ahora el coronel estaba preparando el plan de asalto sin tener los datos imprescindibles para garantizar el éxito de la Operación Grassroots.
Crowley miró a sus dos visitantes. Uno era Jim Duffy, que se sentía bastante incómodo con el uniforme de faena que le habían entregado para el ataque, y el otro era el doctor Leigh Stein, del Departamento de Energía, que parecía sentirse más a gusto con sus habituales traje y corbata. Tras dirigir un guiño a los dos hombres, Crowley avanzó hasta el centro de la explanada.
—Muy bien, escuchad todos —comenzó—. El ataque comenzará a las tres de la mañana hora local, medianoche hora Zulú. La fecha se fijará en función de los ensayos que realizaremos aquí, pero en ningún caso será dentro de más de diez días.
Hizo una pausa para que sus hombres asimilaran la inminencia de la operación. Las palabras patrióticas y las arengas llegarían más tarde, en la víspera del ataque. Lo que Crowley estaba haciendo en aquellos momentos era describir la misión poniendo encima de la mesa toda la información de la que disponía en aquellos momentos.
Señaló hacia los dos barracones.
—Éstas son construcciones militares iraníes de tipo estándar. Su diseño es el mismo que en los tiempos del shah, así que las hemos reproducido con la mayor fidelidad posible según los planos de que disponíamos. Este barracón —dijo, señalando a su izquierda— alberga a los noventa guardias revolucionarios asignados a la instalación. Como armamento, esos tipos cuentan con fusiles AK-47, con dos cargadores extra de munición. Algunos, pero no todos, llevan armas cortas. No hemos conseguido determinar quiénes son los que las llevan, ni por qué las llevan.
Consultó los papeles que tenía entre las manos y continuó:
—Los iraníes están divididos en tres equipos de treinta hombres, y cada grupo hace un tumo diario de ocho horas. Las guardias van de ocho a cuatro, de cuatro a medianoche, y de medianoche a ocho de la mañana. La Hora H de nuestro asalto se ha elegido de modo que, cuando lleguemos, haya un máximo de guardias durmiendo en los barracones.
Entre los operarios surgió un murmullo aprobador.
—La parte de dormitorios se encuentra en el primer piso. La planta baja se dedica a comedor y a instalaciones de ocio. Nuestro primer avión de ataque AC-130 iniciará el asalto a la Hora H, apareciendo por el noreste a trescientos metros sobre el objetivo y con un rumbo de 182 grados. Su misión será hacer picadillo con su cañón de veinte milímetros los barracones de la Guardia Revolucionaria.
Crowley se volvió a un grupo de diez hombres Delta congregados en torno a su jefe de equipo.
—Cuando el AC-130 entre en acción, vosotros, los componentes del Equipo de Ataque Uno, estaréis a bordo del V-22 Número Uno, volando a 750 metros. En cuanto el piloto del AC-130 comunique a vuestro piloto que ya han abandonado la zona, vosotros aterrizaréis sobre esta parte de la explanada. —Señaló un círculo blanco dibujado sobre el asfalto de la explanada—. Saltaréis del aparato y avanzaréis a discreción hacia la entrada principal del barracón. Los dos operarios que encabezarán las columnas lanzarán granadas aturdidoras al interior del edificio. Luego entraréis vosotros y vuestra misión será liquidar a los ocupantes del barracón que aún permanezcan en pie después del ataque del AC-130. ¿Entendido?
Los diez miembros del Equipo de Ataque Uno, a los que parecía no impresionarles la idea de atacar un edificio cuyos ocupantes los superaban en número en una proporción de tres a uno, murmuraron: «Entendido».
Crowley se volvió a continuación hacia los otros dos equipos de ataque.
—Los equipos dos y tres iréis a bordo del V-22 Número Dos. Aterrizaréis en este punto, junto al primer V-22. —Señaló hacia un segundo círculo blanco pintado sobre el asfalto de la explanada—. A los del Equipo Dos os toca el trabajo fácil. Asaltaréis las puertas de acero, colocaréis cargas explosivas en la base de las mismas, por si es necesario volarlas, y luego formaréis un perímetro defensivo en torno a vuestra posición.
»Yo acompañaré al Equipo del Ataque Tres junto con este caballero, el señor Duffy, de la CIA, que ha decidido acompañarnos voluntariamente. —Dirigió una sonrisa a Duffy que a éste no le pareció del todo sincera—. Como todos los agentes de la CIA, ha pasado por un período de instrucción militar básica, aunque… —ahora Duffy percibió un toque de humor en la sonrisa del hombre—… eso fue hace algún tiempo.
»Los que se alojan en el segundo barracón de mi derecha, cuarenta y dos hombres según nuestra cuenta, parecen ser los técnicos y científicos destinados al lugar. Su jornada de trabajo comienza a las ocho de la mañana, y algunos trabajan hasta las diez o las once de la noche. No obstante, a la Hora H que hemos fijado, esperamos que todos ellos estén durmiendo en los barracones.
Crowley mostró una ampliación de la fotografía del Profesor obtenida en Londres por la CIA.
—Éste es el hombre que dirige el lugar. Su nombre es Kair Bollahi, pero todo el mundo lo llama el Profesor. Por lo que nos ha sido posible determinar, duerme en el mismo barracón que sus compañeros de trabajo.
Crowley hizo una pausa para indicar a su auditorio que estaba llegando a un punto critico de su informe.
—El Profesor sabrá con toda exactitud dónde y en qué estado se encuentran los tres proyectiles nucleares que vamos a buscar. —Miró inquisitivamente hacia el cielo, como buscando el perdón por el acto que iba a proponer—. Tendremos que rogarle al Profesor que nos conduzca hasta los proyectiles.
Ahora la mirada de Crowley buscó a los diez integrantes del Equipo de Ataque Tres.
—Como no creemos que haya armas en el edificio, lo más probable es que no encontréis resistencia al llegar. El primer hombre que cruce la puerta plantará el cañón de su MC-5 en la tripa del primer iraní que se encuentre y le preguntará dónde está el Profesor.
—¿Y si se niega a responder o no habla nuestro idioma?
—Lo liquidáis y le preguntáis al siguiente. Esos tipos son científicos, gente con formación, no fanáticos como los guardias revolucionarios. Si les demostráis lo que les ocurre a los que no quieren hablar, no tardarán en señalar al Profesor con el dedo. Luego debéis invitar al Profesor a que se sume a nuestro esfuerzo por localizar y conseguir esos tres proyectiles.
—¿Y si se niega?
—Entonces es cuando el señor Duffy y yo tendremos que intervenir.
—¿Y si no logran convencerlo?
—Entonces, mucho me temo que tendrá que convertirse en ejemplo de lo que les pasa a los que no se muestran parlanchines y el señor Duffy buscará voluntarios que nos conduzcan al interior de ese laboratorio. O, simplemente, volaremos las puertas y entraremos a coger los proyectiles nosotros mismos.
—¿Qué sabemos acerca del estado en que se encuentran esos tres proyectiles? —preguntó el jefe del Equipo de Ataque Tres—. ¿Podría hacerlos detonar mientras nosotros nos encontramos en la instalación o mientras los llevamos hacia el V-22?
Crowley se volvió hacia Leigh Stein.
—Se encuentra entre nosotros el doctor Stein, uno de nuestros primeros expertos en anuas nucleares, para aclarar vuestras dudas científicas. Leigh, por favor.
Stein hizo un gesto de asentimiento.
—Creo poder garantizarles que, por lo que sabemos de lo que ocurre en ese lugar, es prácticamente imposible que esas armas se encuentren ya en fase operativa. Es imposible que les exploten a ustedes mientras se encuentren en el interior de ese laboratorio ni mientras las llevan hacia el avión.
Stein, hombre observador, advirtió el alivio —mezclado con una dosis de saludable escepticismo— en la expresión del jefe de equipo.
—El material nuclear de esos proyectiles es plutonio doscientos treinta y nueve en forma metálica. Es un metal pesado y estable que emite rayos gamma y alfa en cantidades que, en el espacio de tiempo que ustedes estarán expuestos a ellas, no son peligrosas. En cualquier caso, dispondrán ustedes de cajas forradas de cobre para transportar en ellas las bombas una vez las hayan localizado. El blindaje absorberá todas las radiaciones.
Crowley tomó de nuevo la palabra.
—En cuanto a los Rangers —dijo—, ustedes irán en los V-22 Tres y Cuatro y, en cuanto el segundo AC-130 haya terminado de barrer la zona, se colocarán a uno y otro lado de la entrada a los terrenos del laboratorio. Su primer cometido será liquidar a cuantos guardias revolucionarios queden en pie. Luego establecerán un perímetro defensivo en torno a la entrada para evitar que nadie ni nada vaya hacia el laboratorio mientras los equipos Delta están en acción. En cuanto el Equipo de Ataque Tres haya cargado los tres artefactos en su V-22, el jefe de equipo lanzará una bengala verde y roja e informará por radio a todos de que la misión ha sido ejecutada. Se espera que todo el mundo desaloje el lugar en el plazo de cinco minutos a partir de la señal. ¿Me he explicado con claridad?
Crowley se aproximó a los pilotos y tripulantes de los V-22 y los AC-130.
—Su cometido en esta misión es básico, caballeros —les dijo—. Quiero que se reúnan ustedes para estudiar la misión que acabo de esbozar y que elaboren un plan aéreo que elimine toda posibilidad de colisión en el aire entre sus aparatos.
Dicho esto, regresó al centro de la explanada.
—Muy bien, amigos —anunció—. Efectuaremos dos ensayos cada dos noches hasta que estemos listos para la misión. El primer ensayo de cada noche será con munición de fogueo. En el segundo, los AC-130 utilizarán fuego real, lo mismo que el Equipo de Ataque Uno y los Rangers. El día que mediará entre las noches de ensayo se utilizará para que los ingenieros reconstruyan los barracones una vez los AC-130 los hayan reducido a escombros. El primer ensayo será esta noche a las veintitrés horas. Saldremos de la base McCarran de las Fuerzas Aéreas, simulando que se trata de Incirlik.
Cinco días y tres noches de ensayo más carde, Crowley y Jim Duffy regresaban a McCarran en el V-22.
—Esta noche hemos entrado y salido del objetivo en veinticuatro minutos —dijo Crowley—. No creo que vayamos a mejorar esa marca. Sin embargo, aún no sabemos lo que hay detrás de esas puertas de acero, lo cual significa que en nuestro plan de operaciones hay una inmensa laguna. Aunque nada me desagrada más que emprender una operación sin disponer de toda la información necesaria, no creo que en este caso haya alternativa. Creo que debemos entrar en acción cuanto antes.
—Estoy de acuerdo —corroboró Duffy—. ¿Cuál es la siguiente fase de la operación?
—Trasladar a nuestros hombres, nuestro equipo y nuestros aviones a Incirlik, que será la base de nuestro ataque. Creo que será entonces cuando nuestros hombres tomen conciencia de lo que van a hacer realmente. A partir de ese instante, la tensión irá en aumento y espero que el presidente no tarde demasiado en dar el visto bueno final para nuestra acción.
—Aunque el presidente nunca ha sido demasiado partidario de las opciones de fuerza —comentó Duffy—, cuando lo vi la última vez en la Casa Blanca me pareció preocupado, pero también decidido. Cuando llegue el momento, creo que dará la señal de ataque.
—Es muy probable —sonrió Crowley—. A todos los presidentes, sin una sola excepción, les encantan las operaciones especiales. Producen muchas menos repercusiones en el resto del mundo, pues no dejan tras de sí grandes secuelas, como sucede con las operaciones convencionales.
—¿Está usted convencido de que realmente tenemos un ciento por ciento de posibilidades de éxito?
—Dios bendito, claro que no. Ni siquiera sabemos qué demonios tienen escondido los iraníes detrás de esas grandes puertas de acero. Oiga, ¿por qué no vuela usted de regreso a Andrews, habla con sus jefes y luego vuelve a Tampa el jueves por la mañana? Podríamos almorzar en el club de oficiales y luego saldríamos en dirección a Turquía.
—Lo dice usted como si fuéramos de picnic.
Crowley palmeó la rodilla de Duffy y dijo:
—Muchísimo mejor, amigo mío. Vamos a una fiesta sorpresa.
—Por el amor de Dios, Jimbo, di que te has puesto enfermo. No se te ha perdido nada en mitad del desierto con esos tipos de Delta —suplicó Jack Lohnes a su amigo.
Duffy, que ya iba por su tercera taza de café pese a que sólo eran las ocho de la mañana, negó con la cabeza.
—¿Cómo iba a hacerlo, Jack? El coronel Crowley sólo accedió a ir porque yo le aseguré personalmente que los tres proyectiles nucleares se encuentran en esa instalación que van a asaltar. Además, me apetece mucho ir. Esos tipos me han disparado la adrenalina.
—Jim, el único motivo por el que Crowley y su equipo realizarán el ataque es porque el presidente les ha ordenado que lo hagan. —En aquel momento sonó el teléfono, impidiendo a Lohnes continuar con sus súplicas. Era el operario encargado de recibir las imágenes satélite procedentes de Irán que se estaban retransmitiendo a la Sala de Situación de la CIA, situada unas pocas puertas más allá del despacho de Lohnes. La Oficina Nacional de Reconocimiento de Chantilly estaba enviando aquellas imágenes a la agencia y a la central del USSOCOM en Tampa, Florida.
—Parece que en esta instalación están celebrando una convención —dijo el hombre—. Será mejor que bajen ustedes a echar un vistazo.
Duffy y Lohnes salieron inmediatamente del Directorio de Operaciones y se dirigieron a la Sala de Situación.
—En todo el tiempo que llevo observándolos, esos tipos no han tenido ni un visitante —les informó el hombre encargado de vigilar la pantalla—, y ahora, en menos de una hora, han llegado tres, y ahí tienen al cuarto. —Señaló el Land Rover que acababa de atravesar el puesto de control del Pasdaran—. ¿Podemos acercamos más a ese vehículo, Chantilly? —preguntó.
Duffy observó cómo el coche se detenía en la explanada, ante la puerta de acceso a la instalación iraní. Un comité de bienvenida rodeó al Rover para recibir a su pasajero. Frunciendo los párpados, Duffy estudió al hombre que se estaba apeando del vehículo. El recién llegado abrazó a dos de los hombres y luego, tocándose la frente y el corazón con la mano derecha, dirigió un fraterno saludo islámico al resto.
—¡Sí! —susurró Duffy, viendo ir al hombre hacia la entrada—. Es mi viejo amigo, el mujadín Gucci, el recaudador de las tasas de tránsito de la droga. Habrá ido a echar un vistazo a lo que sus camaradas han conseguido con el dinero que él les suministra.
—Los otros tipos llegaron en coches Baby Benz —observó el encargado de vigilar la pantalla—. Supongo que habrán llegado en avión hasta el aeródromo que tienen en Zabol.
—Probablemente vienen por carretera desde Teherán —dijo Lohnes—. Deben de haber convocado una reunión de alto nivel. ¿Crees que eso puede significar que han adelantado su calendario? Quizás a fin de cuentas no dispongamos de dos semanas antes de actuar.
Duffy contemplaba con enorme fijeza al antiguo guerrero mujadín que avanzaba hacia el edificio. A la luz del atardecer iraní, las imágenes satélite eran de tal calidad que incluso resultaba posible ver la sombra del mujadín Gucci siguiendo a su propietario. Aquella estampa le hizo recordar un dicho farsi que había escuchado con frecuencia a los mujadines que hablaban en ese idioma en vez de hacerlo en el más habitual pushtu: «Que tu sombra nunca se acorte».
—También podría significar lo contrario. Jack. Quizás estén teniendo problemas. Pero es una lástima que no vayamos a atacar esta noche. Podríamos acortar un montón de sombras.
—¿Cómo?
—Nada. No es más que un viejo dicho iraní.
Respeto. Pasmo. Reverencia. Temor. Euforia. Odio. El doctor Parvis Janlari leía todas aquellas emociones en los rostros de los componentes del Comité de Operaciones Secretas que contemplaban el primer artefacto nuclear ya totalmente montado y armado. El largo viaje que había comenzado con la cita de medianoche del Profesor en una estepa de Kazakstán ya casi había concluido. La Operación Jalid estaba entrando en su fase final.
Janlari no tenía la menor intención de darles a los hombres que tenía ante sí una conferencia sobre física nuclear que ninguno de ellos hubiera entendido. Lo que les interesaba era lo que la bomba podía hacer, no su funcionamiento.
La bomba ya terminada, que ahora apenas tenía el tamaño de una pelota de playa, estaba alojada en el contenedor especial que Janlari había hecho construir para ella. En él, bajo la atenta mirada de Imad Mugniyah, sería introducida clandestinamente en Nablus camino de Tel Aviv. El contenedor tenía el tamaño de una pequeña caldera de vapor. Su parte frontal, provista de bisagras, estaba abatida, de modo que los miembros del comité pudieran admirar la bomba ya terminada de Janlari. La tapa permanecía levantada, y sería ajustada una vez el panel frontal se encontrase de nuevo en su lugar.
Janlari mostró a su auditorio la negra aguja de la antena que recibiría la señal de radio que desencadenaría la explosión nuclear. La aguja surgía de la parte superior de la esfera de la bomba como el tallo de una flor. La tapa quedaría cerrada en torno a aquella aguja negra, el único elemento de la bomba que permanecería fuera del contenedor.
A continuación Janlari señaló la batería adosada a la antena y que recibiría la señal de la radio. Luego fue indicando los tres cables rojos que iban desde la batería hasta los ensambles condensador-krytrón, uno para cada uno de los dos hemisferios de la bomba, y uno para el cañón de neutrones, por el cual saldría la carga detonadora de 250 voltios. Por último, Janlari señaló la telaraña de cables que conectaba aquellos ensambles con los quince puntos de detonación situados sobre cada uno de los hemisferios y con el cañón de neutrones.
Uno de los pasmados miembros del comité preguntó:
—¿Y así, tal como la vemos, está lista para hacer explosión?
—Sí, aunque la explosión, como es lógico, sólo se producirá cuando nuestro conductor voluntario envíe la señal preestablecida.
—¿De qué envergadura será la explosión? —quiso saber Sadegh Izaddine, el mullah que dirigía la Gouroohe Zarbat, la Fuerza de Ataque cuyos miembros habían asesinado a Tari Harmian en su casa de Londres por atreverse a poner en tela de juicio la conveniencia de la Operación Jalid.
—Eso es imposible decirlo con absoluta precisión porque, como comprenderéis, no podemos probar ninguna de nuestras tres bombas. Pero según mis cálculos, la fuerza explosiva será de entre veinticinco y treinta kilotones.
—Sí —insistió Izaddine—, pero ¿eso qué significa?
—Significa que la fuerza de la explosión será considerablemente mayor que la de la bomba que los norteamericanos lanzaron sobre Nagasaki.
—¿Qué pasará con Tel Aviv? —quiso saber Izaddine.
—La ciudad no desaparecerá literalmente de la faz de la tierra, pero los efectos de la explosión serán horribles, absolutamente devastadores. Para los israelíes, será un segundo holocausto.
Janlari advirtió las sonrisas de expectación de tres de los miembros del comité. Los otros permanecieron inexpresivos, casi estupefactos, como si aún no les entrase en la cabeza la enormidad de la fuerza que tenían entre sus manos.
—¿Cuánto tiempo se necesitará para preparar las otras dos bombas? —preguntó Alí Mohatarian, presidente del Comité de Operaciones Secretas.
—Para hacerlo correctamente, sin correr riesgos y cerciorándonos de que todo se hace bien, cinco días para cada bomba —prometió Janlari. Es extraordinario lo que aquí hemos conseguido, se dijo. Los hombres que tenía ante sí no podían valorar debidamente la proeza que él y sus colegas científicos habían logrado al transformar tres proyectiles nucleares soviéticos de baja potencia en auténticas bombas atómicas. Lástima. Pero en Estados Unidos y en Inglaterra había científicos que sí lo valorarían. Que se quedarían atónitos de pasmo y horror, por lo que en aquel laboratorio se había conseguido.
—Debemos dar a nuestros brillantes científicos, que tal devoción sienten hacia nuestra causa, el tiempo necesario para que realicen su trabajo como consideren más oportuno —declaró el Profesor—. Os he convocado a todos para que vierais el resultado final de su trabajo, pero, sobre todo, para decidir qué haremos con las otras dos bombas cuando estén listas. —Miró su reloj—. Son casi las cinco. ¿Os parece que subamos a mi despacho para comenzar nuestra discusión?
—Washington —murmuró uno de los miembros del comité mientras se metían en el ascensor que los llevaría dos pisos más arriba, hasta la planta baja del laboratorio—. ¿No habría modo de conseguir llevar una de nuestras bombas a Washington?
Los componentes del Comité de Operaciones Secretas acababan de acomodarse en sillas en torno al escritorio del Profesor cuando el Rolex GMT Master 2 de éste marcó las cinco en punto. Como era de esperar en el Profesor, su reloj señalaba la hora exacta.
Fue por tanto en ese mismísimo momento cuando, dos pisos por debajo de su oficina, el chip de arseniuro de galio metido en el krytrón que controlaba el circuito detonador del hemisferio derecho del artefacto nuclear recién ensamblado por el doctor Parvis Janlari emitió una señal preprogramada a 1,50012 gigahertzios. La señal, la primera que enviaba el chip, que iniciaba así su tanda de relevos montado por los expertos de Eagle Eye Technology, no llegó a salir de los confines del laboratorio subterráneo de los iraníes, nunca llegó a tender sus tentáculos electrónicos a través del espacio hacia el satélite que aguardaba para recibirla.
En el instante en que la señal salió del chip del interior del krytrón se produjeron también seis transmisiones laterales lobulares, todas ellas un débiles que a una distancia de medio metro del krytrón, ni siquiera el receptor electrónico más sensible hubiera sido capaz de captarlas ni interpretarlas. Una de ellas tenía una modulación de 1,2001 gigahertzios.
Sin embargo, el krytrón que contenía el chip Eagle Eye no estaba a medio metro de la antena del conjunto nuclear ensamblado por el doctor Parvis Janlari. Estaba el hemisferio derecho de la bomba, a exactamente 26 centímetros de la pequeña aguja negra conectada a la radio y programada para reaccionar ante una señal que llegase en la frecuencia de 1,2 gigahertzios.
Suficientemente cerca. La antena captó la transmisión lateral del chip y la tomó por la orden de detonación.
En aquel momento se produjo el único de los hechos que seguirían a continuación que podría haber sido captado por el ojo humano o comprendido por la mente. La antena informó a la radio de que la señal que debía reconocer había llegado. La radio cerró el relé eléctrico que salía de la batería a la que había sido conectada. Eso abrió un circuito eléctrico conectado a su vez con los tres circuitos detonadores de la bomba. Entonces, una descarga eléctrica de 250 voltios salió de la batería a los krytrones del circuito detonador. La carga abrió el circuito selector de gas radiactivo de cada uno de los tres ensambles de krytrones, lo cual a su vez permitió que los 4000 voltios almacenados en los condensadores pasaran a los treinta puntos de detonación de la bomba, en una onda rectangular y con un tiempo de subida tan breve que rozó la inexistencia. Aunque los treinta puntos de detonación se encontraban a diferente distancia de los krytrones, los cables destinados a transmitir el impulso eléctrico eran de la misma longitud, de modo que las treinta cargas detonaron en el mismísimo instante.
Debido al modo en que estaban colocados los explosivos HMX en los treinta detonadores, las ondas de choque viajaron hacia dentro por las cargas de forma triangular en vez de hacerlo hacia fuera, con lo cual se produjo una implosión en vez de una explosión. La onda de choque lanzó el reflector externo de berilio rodeado de tungsteno en una inmensa contracción, como la presión del puño de un levantador de pesas apretando una pelota de gomaespuma. Al mismo tiempo, la enorme presión generada por la contracción había licuado los cinco kilos de plutonio sólido, provocando un huracán de neutrones. Sin embargo, el berilio que envolvía la bomba como una faja hizo que los neutrones rebotasen contra el plutonio, acelerando con ello el proceso que estaba teniendo lugar.
Mientras el plutonio se acercaba al punto de máxima compresión, el tercer krytrón envió la carga de 4000 kilovoltios al cañón de neutrones. Los núcleos de tritio del cañón se fundieron, lanzando un pedrisco de neutrones que el cañón disparó contra el centro del núcleo de plutonio.
El resultado fue lo que se conoce como una reacción en cadena. Los átomos de plutonio se dividieron, liberando cada uno de ellos dos neutrones que, a su vez, dividieron otros dos átomos haciendo que con ello aumentara geométricamente tanto la velocidad de la reacción como la cantidad de energía liberada. El proceso completo tuvo lugar en un período infinitamente más breve que un parpadeo. Todo hubo terminado antes de que el sonido de la detonación del potente explosivo alcanzara los tímpanos del técnico iraní más próximo.
El doctor Janlari y sus hombres habían hecho bien su trabajo. Mientras la fisión del artefacto que iba a matar a sus creadores subía hacia su punto culminante, se generó una fuerza explosiva de 2 5 kilotones, muy superior a la de la bomba de Nagasaki.
La primera consecuencia de todo esto fue una inmensa oleada de radiactividad, formada por el espectro completo de rayos gamma, X y alfa, que se propagó a la velocidad de la luz. Junto con esto llegó la luz, el inmenso resplandor que el doctor Robert Oppenheimer, padre de la bomba atómica, describió como «más brillante que mil soles». Se produjo luego el calor, tan intenso que los cuerpos de los científicos iraníes, de los técnicos, de los miembros del Pasdaran y de los hombres reunidos en el despacho del Profesor fueron, no hechos pedazos, sino convertidos en vapor, reducidos a minúsculas partículas de carne, sangre y huesos. Los cadáveres se mezclaron con e metal fundido del equipo de laboratorio, y todo ello se unió al plasma radiactivo de tierra, rocas y minerales que se agitaba en el infierno en que se había convertido el laboratorio. Fue como si en un horrible instante se hubiera cumplido la profecía bíblica: «Polvo eres y en polvo te convertirás».
Al otro lado del cauce seco, en sus escondites de los riscos simados frente a la instalación clandestina iraní, los dos hombres de Delta notaron temblar la tierra. La montaña que tenían ante ellos pareció estremecerse. «¡Mierda! —pensó el jefe—. ¡Un terremoto!». Luego las puertas metálicas del laboratorio volaron como cometas impulsadas por un fuerte viento y, por el hueco que dejaron, salió a la explanada una oleada de llamas rojas y negras. Los dos hombres comprendieron al momento lo que había sucedido. En previsión de una eventualidad similar, disponían de un «plan de escape», que consistía en tomar dirección norte, adentrándose en Afganistán para, una vez fuera del alcance de los iraníes, llamar a un helicóptero de evacuación.
—Larguémonos de aquí —ordenó el jefe—. ¿Crees que un hombre puede correr más que una nube radiactiva?
Al otro lado del mundo, contemplando las imágenes satélite de la escena en la central de la CIA, el encargado de la vigilancia del sitio también comprendió.
—¡Dios bendito! —exclamó—. ¡Una de las bombas ha hecho explosión!
Avisados por el hombre, Jim Duffy y Jack Lohnes corrieron literalmente por el corredor de la séptima planta hasta la Sala de Situación. Estupefactos, contemplaron la grabación de las imágenes.
—¿Podemos conseguir una lectura satélite de la radiactividad que ha producido esa explosión? —preguntó Lohnes.
—¿Y el presidente? —dijo Duffy—. ¿Sabe lo ocurrido?
Minutos más tarde, el consejero de Seguridad Nacional interrumpió una reunión entre el presidente, el secretario de Defensa y la secretaria de Estado en la que se estaba discutiendo cómo financiar la reforma de la fuerza aérea polaca exigida por la OTAN. Los cuatro corrieron a la Sala de Situación de la Casa Blanca para contemplar las imágenes satélite de la explosión. Tan atónitos y horrorizados como aliviados, contemplaron tres veces la grabación.
—¿Dónde está el coronel Crowley? —preguntó al fin el presidente.
—En la sede central de USSOCOM en Tampa, Florida, preparándose para volar a Turquía —replicó el secretario de Defensa.
—Que alguien lo llame por teléfono —dijo el presidente—. Quiero hablar con él. —Cuando el director de Delta se puso al aparato, el primer mandatario le anunció—: Vamos a cancelar su misión, coronel Crowley.
Hasta un estudiante de sicología que sólo hubiese asistido a la primera clase habría detectado la decepción en el tono del coronel cuando preguntó:
—¿Por qué, señor presidente?
Pese a la gravedad del momento, el primer mandatario no pudo reprimir una sonrisa al contestar:
—Porque un ángel se acaba de orinar en la recámara del mosquete de los iraníes.
Como consecuencia del incidente de Zabol, ese mismo día, el presidente tomó tres decisiones. La explosión provocó un temblor de tierra de intensidad 5,2 en la escala de Richter que fue registrado en los sismógrafos de toda la zona. Como en la región eran frecuentes los terremotos, el Gobierno de Teherán optó por atribuirla públicamente a un seísmo que, afortunadamente, se había producido en una parte relativamente poco poblada del país, motivo por el cual las bajas y los daños no habían sido cuantiosos. Pese a todo, la zona fue cerrada a los extranjeros mientras tenían lugar las operaciones de búsqueda y rescate.
En realidad, nadie llegaría a saber nunca qué había motivado la detonación nuclear. La explicación se había perdido para siempre en la horrible conflagración de Zabol. Teniendo eso en cuenta, el presidente decidió que el Gobierno de Estados Unidos no desmentiría públicamente a los iraníes. Se enviaron emisarios a los gobiernos británico, francés, alemán e israelí para informar a sus dirigentes secreta y privadamente sobre lo que Estados Unidos sabía acerca de lo ocurrido realmente en Zabol.
Luego ordenó que un quinto emisario visitase al príncipe heredero de Arabia Saudí, al cual se le pidió que transmitiese un mensaje verbal del presidente norteamericano al presidente Jatamí. El mensaje explicaba al dirigente iraní lo que se había pretendido hacer en aquel laboratorio subterráneo, expresaba el sentimiento personal del presidente por las vidas perdidas, y manifestaba la esperanza de que, sabiendo ya lo que los clérigos radicales que lo rodeaban habían intentado, al presidente Jatami le fuera posible hacerse con plenos poderes en Teherán, y conseguir que tanto Irán como el islam volviesen a la senda de la justicia, la sabiduría y la moderación por la que históricamente siempre habían caminado.
La tercera decisión del primer mandatario norteamericano estuvo relacionada con Jim Duffy.
—Quiero que a ese hombre se le conceda la medalla de servicios distinguidos —ordenó al director de la agencia.
—Ya tiene dos, señor.
—Pues denle otra. Y también quiero que se le destine a un nuevo puesto. Deseo que se ocupe de reorganizar las operaciones clandestinas de la agencia. Cada vez que le he pedido a su gente que hiciera algo en Irak, Birmania, Beirut o Irán, o me han fallado, o me han dicho que no era posible. Se han convertido ustedes en tigres desdentados. En el nuevo y desquiciado mundo actual necesitamos, más incluso que durante la época de la guerra fría, disponer de la capacidad de efectuar con éxito operaciones secretas. Se necesitarán imaginación, flexibilidad y capacidad de improvisación. Adviértanle a Duffy que tendrá que trabajar con los comités supervisores del Congreso, pero díganle que se ponga manos a la obra cuanto antes.
Yendo por Eccleston Street hacia Chester Square, Jim Duffy admiró la hilera de bonitas casas de blanco estuco que daban a los jardines de la plaza. Llevaba en la mano el ramo de rosas amarillas que había comprado al salir de su hotel. Casi inconscientemente, comenzó a tararear la letra de la canción que más le gustaba de My Fair Lady: La calle en que ella vive. Y yo tengo el mismo aspecto cursi que el personaje que la cantaba. ¿Cómo demonios se llamaba? Freddy Frightful, o algo parecido.
Bueno, dos semanas en otra ciudad, se dijo. Un buen premio por sus desvelos de los últimos meses y un buen preámbulo para el nuevo trabajo que le habían confiado. Al acercarse al número cinco, se detuvo, sorprendido. Colgado de la verja de hierro que rodeaba la entrada había un letrero: «Se vende. Inmobiliaria Long».
Nancy abrió la puerta personalmente.
—¡Jim! —exclamó—. ¡Qué sorpresa! He echado de menos los buenos consejos que había comenzado usted a darme. Contaba con que se convirtiese en mi gurú. Son preciosas —dijo, aceptando las rosas que Duffy le tendía—. ¿Tomamos una copa antes de ir a cenar?
Preparando las bebidas, Jim se disculpó:
—Lamento haber desaparecido de la pantalla de su radar sin previo aviso —dijo—. Surgió algo imprevisto que me obligó a volar a Washington. Gajes del oficio.
—No se preocupe —rió Nancy—. Me encantan los hombres misteriosos.
La mujer tomó la copa de Sancerre que Dufly le tendía y siguió:
—Hablando de misterios: ¿se ha enterado de lo del terremoto de Irán?
—Sí, lo he leído en los periódicos.
—La prensa local sugiere que tal vez se tratase de algo más que de un simple terremoto.
—Bueno, no irá usted a creer todo lo que lee en los periódicos, ¿verdad?
—¿En Londres? —Nancy se echó a reír—. No, claro que no.
Duffy se acercó a la ventana y miró hacia los verdes jardines de Chester Square. Una inglesa, recia y firme como un roble del bosque de Sherwood, paseaba a un perro labrador por los bien cuidados senderos de la plaza. El hombre se dijo que, en cierto modo, el camino hacia Zabol había comenzado allí, en aquella casa, una noche de enero, hacía de ello cuatro meses escasos. Se sintió obligado a darle algún tipo de explicación a Nancy acerca de lo ocurrido. Volviéndose de nuevo hacia su anfitriona, dijo:
—¿Sabe una cosa, Nancy? Es mejor que olvide a los tipos que mataron a su marido. Han desaparecido. Nadie volverá a saber nada de ellos.
Nancy lanzó un suspiro de resignación.
—Sí, ya me he hecho a la idea.
—Lo que sí puedo decirle —continuó Duffy— es que los hombres que dieron la orden de asesinar a su esposo están muertos. Eran unos malnacidos. Y murieron, al menos en parte, como consecuencia de una serie de sucesos que fue desencadenada por algo que hizo su esposo.
—Gracias, Jim. Eso resulta un gran consuelo, aunque supongo que no va a explicarme cómo lo sabe.
—No. Al menos, no esta noche. —Duffy apuró de un trago su bebida—. Ahora, hablemos de usted. ¿Qué tal le va?
—Bastante bien, desde que comencé a hacer caso de los consejos que usted me dio.
—¿Y eso qué demonios significa?
—¿Conoce usted el Instituto de Estudios Estratégicos de Washington? Está en H Street.
—Sí, claro, todo el mundo lo conoce. ¿Por qué?
—Me enteré de que andaban buscando un etnólogo. Alguien como yo. Así que les envié un currículum y resulta que me aceptaron.
—O sea que por eso está ahí fuera el cartel de «Se vende».
—Sí. Pobre Tari. La casa fue su último regalo. En Londres, los bienes inmuebles están por las nubes. Esta propiedad vale casi cuatro veces lo que él pagó por ella.
Duffy se había acomodado en el sofá junto a ella. Habían sucedido tantas cosas en tan poco tiempo… Los sucesos se habían disparado desde aquella fría mañana en la que Frank Williams había ido a visitarlo para convencerlo de que dejara los bosques de Mame.
—Es una espléndida noticia, Nancy. ¿Sabe? No soy de los que creen que nuestros destinos están escritos en la arena ni en las estrellas. Creo que nosotros mismos los escribimos. Extrañamente, durante los tres o cuatro últimos meses he conseguido poner de nuevo orden en tú vida. Y en ese mismo lapso, la suya casi se ha derrumbado. Estoy en deuda con usted. Espero que, cuando llegue usted a Washington, me permitirá ayudarla a reponerse como yo me he repuesto.
—Sí, claro que sí, Jim.
Minutos más tarde se encontraban en la plaza, aguardando un taxi.
—¿Adónde vamos?
—Hice reservas en un restaurante llamado Daphne’s. Creo que es uno de los lugares más de moda.
Nancy lanzó una juvenil risa cuyo sonido resultó muy refrescante para Duffy.
—Es usted increíble, Jim —dijo, estrechando afectuosamente la mano del hombre—. Se baja de un avión y ya sabe cuáles son los locales más en boga de la ciudad. Espero que, cuando yo llegue a Washington, me enseñará usted sus sitios favoritos.
—Claro que sí. Cuente con ello.
—¿Prometido?
—Prometido.
¿Adónde irá a parar Londres? —se preguntó el añoso taxista que detuvo su coche junto al bordillo—. ¡Hay que ver! ¡Un hombre y una mujer hechos y derechos abrazándose como adolescentes en la acera de Chester Square!