¿Dónde demonios está Flynn? —se preguntó Jim Duffy, furioso—. Nunca se ha retrasado ni treinta segundos, y ahora lleva ya media hora de demora para la reunión más importante que hemos tenido. Miró su reloj. Las ocho y media. Para llegar a tiempo a Tyson’s Corner, dentro de diez minutos como máximo tenía que estar en su coche con el asesor que le había asignado el directorio de ciencia y tecnología de la agencia.
Estaba leyendo por tercera vez la primera página del Washington Post cuando vio aparecer a Flynn por el angosto corredor que separaba las monacales celdas que hacían las veces de despachos en el Centro Antinarcóticos de la agencia. El hombre llevaba la corbata torcida y el cabello revuelto. Ambas eran cosas impropias de Flynn. Cuando éste entró en el cubículo, Duffy vio que tenía los ojos enrojecidos. Ni que hubiera estado llorando, pensó.
—¿Qué demonios pasa, Mike?
—Mi hermana Belinda.
—¿Qué le ocurre?
—Ha muerto. De sobredosis, en Londres. Unos compañeros de Narcóticos Anónimos la encontraron anoche en su apartamento.
—¡Mierda! —A Duffy le pareció ver de nuevo a la frágil y vulnerable muchacha en el centro de la zona iluminada por velas, relatando sus horribles experiencias de heroinómana—. ¿Qué le sucedió?
—Sabe Dios. Ahora hay en las calles droga tan pura que puede provocar la muerte si se inyecta en un organismo que esté limpio como, supuestamente, lo estaba el de mi hermana.
—Dios bendito, Mike, cómo lo siento. —Duffy dio un fuerte abrazo a su joven compañero—. La verdad es que ya no sé a quién odio más, si al Profesor y su banda de fanáticos, o a la gente que comercia con la mierda que mató a tu hermana.
—Son la misma chusma —gruñó Flynn.
—Sí, tienes razón. Mira, lo mejor es que te marches a Londres a hacerte cargo del cuerpo de Belinda. Yo me quedaré aquí ocupándome de todo.
Media hora más tarde, Duffy y el experto en comunicaciones del directorio de ciencia y tecnología de la agencia se encontraban en la sala de conferencias de uno de los grandes edificios de oficinas con muros de cristal construidos junto al centro comercial de Tyson’s Corner. Frente a ellos había tres jóvenes y una joven, los principales responsables de una empresa llamada Eagle Eye Technologies. Niños prodigio típicos de los noventa, vástagos todos ellos de Bill Gates. Su coeficiente intelectual medio debía de ser de 185, y seguro que todos ellos se habían doctorado en alguna arcana disciplina científica. «Apuesto a que la mitad de ellos acude al trabajo en patines para evitar las emisiones contaminantes —se dijo Duffy—. Probablemente, también llevan el almuerzo en una mochila, tofu o sushi, con té de hierbas como acompañamiento».
—Bueno, señor Duffy —dijo Mitch Storrs, el jefe del equipo—. ¿Qué puede hacer por usted Eagle Eye Technologies?
Cuando Duffy hubo terminado de exponerles su proyecto, sacó el krytrón que Paul Aspen le había entregado.
—Este minúsculo objeto es un krytrón. Necesito que me ayuden ustedes a meter en su interior un transmisor que permita localizarlo.
Storrs le quitó el objeto de entre los dedos.
—Sí, ya sé lo que es un krytrón. Me doctoré en el MIT en física nuclear. —Vaya por Dios, se dijo Duffy, lo que sospechaba: tengo ante mí a una colección de niños prodigio.
Storrs estudió el krytrón para recordar su estructura y luego lo pasó a sus colegas para que lo inspeccionaran.
—Voy a darle una idea aproximada de lo que hacemos aquí —dijo a Duffy, al tiempo que cogía una hebilla metálica—. Históricamente, hemos desarrollado casi todo nuestro trabajo en el terreno de la seguridad nacional. Ahora, sin embargo, estamos buscando aplicaciones comerciales a nuestra tecnología. Llamamos a nuestros transmisores-receptores Eagle Eye Tags. Podemos meter uno, por ejemplo, en una hebilla de un cinturón como ésta. O incluso podríamos llegar a implantarlo bajo la piel. Supongamos que, por algún motivo, teme usted ser víctima de un secuestro. Va usted a todas partes con nuestro Tag en el cinturón hasta que un buen día desaparece. Nosotros enviamos un mensaje al Eagle Eye Tag de su cinturón. Le preguntamos: «Oye, ¿por dónde andas?». La respuesta la recogemos a través de uno de los cuarenta y ocho satélites Global Star. Su principal cometido es la comunicación por voz, pero se nos ocurrió un pequeño truco que permite usarlos para rastrear personas. Le enseñaré cómo funciona.
Storrs conectó el ordenador incorporado a la mesa de conferencias.
—Tenemos un cliente en Baton Rouge, Louisiana, que, en estos mismos momentos, lleva una de nuestras hebillas. —Tecleó brevemente en el ordenador—. Acabo de enviar un mensaje a su hebilla desde nuestra estación de tierra aquí en Washington. La respuesta llegará a nuestra estación a través del mismo satélite por el que hicimos la pregunta. Tenemos en cuenta toda una serie de factores, el tiempo que el mensaje tarda en ir y volver y factores como el efecto Doppler, ya que, naturalmente, ese satélite se está moviendo. De ese modo nos es posible calcular el punto exacto de la Tierra desde el cual la hebilla nos envió su respuesta. Esto es lo que recibimos.
En la pantalla del ordenador apareció una serie de números.
—Ésa es la latitud y la longitud desde la que la hebilla envió su señal. —De nuevo tecleó en el ordenador, en cuya pantalla apareció a continuación un mapa de los pantanos de Louisiana, sobre el que se cruzaban un par de líneas rojas—. Ahí se encuentra nuestro cliente, en el lugar en que las líneas rojas se cruzan. Podemos saber la situación del portador de la hebilla con un error de menos de un metro.
—¿Notó algo su cliente cuando ustedes enviaron el mensaje a la hebilla de su cinturón?
—Nada en absoluto. Ahora, consideremos el problema que usted nos plantea. —Storrs tomó de nuevo el krytrón de Duffy y lo estudió—. Dentro de esta pequeña ampolla de cristal hay un gas ligeramente radiactivo, níquel sesenta y tres. Ésa es la buena noticia. Significa que emite constantemente una leve radiactividad, de modo que a sus amigos iraníes les resultará sumamente difícil captar nuestra señal de radio cuando ésta se produzca.
—Muy bien —sonrió Duffy—. Ahora déme la mala noticia.
—En el bulbo de un krytrón hay espacio suficiente para un transmisor, pero no para un transmisor y un receptor.
—¿Qué tamaño tiene el transmisor que piensan usar?
—Es diminuto. Una simple brizna de metal. Podemos meter todo, batería incluida, en el interior de ese pequeño bulbo de cristal. Utilizamos arseniuro de galio que, para todos los efectos, actúa como un chip de ordenador de silicona de altas prestaciones. Éste es su aspecto.
Storrs cogió un minúsculo cuadrado dorado.
—Aquí está todo. La fuente de alimentación y el chip transmisor.
—¡Demonios! —exclamó Duffy, que no tenía ni idea de a qué extremo habían llegado las técnicas de miniaturización—. ¿Tan pequeño? ¡Pero si eso no es nada!
Storrs resplandecía como el orgulloso padre de un niño que hubiera quedado campeón en unos juegos escolares.
—Transmite en una frecuencia prefijada. Nosotros captamos la transmisión y luego, mediante la técnica que le acabo de demostrar, localizamos el punto exacto de la Tierra en que la señal se originó.
—¿Qué fuente de alimentación utiliza?
—Litio.
—¿Se puede programar para que transmita una vez al día?
—Podemos programarlo para que haga lo que usted desee. ¿Quiere localizar los krytrones una vez al día? ¿O una vez cada hora?
Duffy reflexionó unos momentos.
—Conseguir una lectura cada hora sería fantástico. Debemos calcular que, desde el momento en que EG&G entregue esas cosas a los alemanes que sirven de tapadera a los iraníes y hasta que los iraníes las lleven a su destino final, puede pasar un mes.
Storrs realizó unos rápidos cálculos en el ordenador.
—Muy bien, digamos que el krytrón emite un bip una vez cada hora. Una batería duraría algo más de cinco días. Dice usted que los iraníes se van a hacer con doce de esos chismes. Los pincharemos todos y programaremos los transmisores de modo que se releven. El krytrón número uno emite del día uno al día cinco, el krytrón número dos, del día seis al día diez, y asi sucesivamente. Así conseguiremos una cobertura de veinticuatro bips durante sesenta días.
Duffy repasó en silencio todo lo que había averiguado hasta el momento. Aquellas técnicas eran mucho más sofisticadas de lo que él había imaginado.
—¿Qué tipo de frecuencia utilizarían?
—Preferimos operar en la banda «L». Es una frecuencia de microondas. Diría que lo adecuado sería en torno a uno coma cinco gigahertzios.
—Mire, señor Storrs, yo no soy ingeniero electrónico, pero tengo entendido que el éter está saturado en la actualidad de basura electrónica procedente de radios, televisores, teléfonos móviles, radares, y sabe Dios qué otras cosas. ¿Cómo puede estar seguro de que su señal atravesará toda esa basura y llegará al satélite en la frecuencia preseleccionada?
Storrs miró a sus visitantes con el aire de superioridad que los maestros de la alta tecnología reservan para los no iniciados y dijo:
—Señor Duffy, es imposible que un transmisor emita con un ciento por ciento de precisión en la frecuencia preseleccionada. En primer lugar, siempre existen ecos, lo que los ingenieros electrónicos llaman lóbulos laterales, que acompañan la transmisión principal. Aunque la hayamos programado para uno coma cinco, la transmisión principal puede salir a uno coma quinientos uno o uno coma cinco mil dieciséis; pero también tendrá esos lóbulos laterales de transmisión a, digamos, entre uno coma uno y uno coma nueve gigahertzios. Sin embargo, no interferirán en nada porque carecen de potencia. Para captarlos y para responder a ellos hace falta estar a menos de medio metro de la fuente emisora. ¿Entendido?
Duffy asintió.
—Ahora bien. Nuestro satélite estará programado para buscar ese bip concreto en un espectro de entre uno coma cuatrocientos noventa y cinco y uno coma quinientos cinco, y lo encontrará, debido a la potencia con que lo ha emitido el pequeño transmisor del krytrón pinchado.
Duffy se volvió hacia el asesor del directorio de ciencia y tecnología de la agencia que le habían asignado y le preguntó:
—¿Está usted de acuerdo con todo lo que se ha dicho hasta el momento?
—Totalmente. Por supuesto, para nuestro plan tendremos acceso a los satélites de seguridad nacional tipo Sigint, como el Vortex o el Mentor, capaces de triangular la procedencia de la señal con precisión aún mayor que los Global Star que actualmente se están usando. Nuestros pájaros pueden localizar el transmisor aquí, en el centro de esta mesa.
—¿Y les es posible fotografiarlo?
—Supongamos que esta mesa está en el jardín, y que sobre ella se encuentra el transmisor y un ejemplar del Washington Post. Los nuevos satélites de la serie KH Jumpseat tomarán una foto en la que no será posible leer el texto del Washington Post, pero sí, con toda certeza, el logotipo de la primera página.
—Muy bien, pensemos en los posibles problemas. ¿Y si los expertos de la inteligencia iraní captan los bips y los interfieren?
—Existe una técnica que nos permite extender las emisiones sobre un amplio espectro de frecuencias, de modo que, si los iraníes tratan de interferir frecuencias individuales, no conseguirán nada a no ser que conozcan los adecuados códigos de extensión.
—Espléndido. Ahora dígame: ¿sería posible captar los bips si el transmisor emitiese, digamos, desde un avión?
—Sí, con toda facilidad.
—¿Desde un camión, un coche, un tren?
—Ningún problema.
—¿Desde un edificio de oficinas?
—Eso dependería de la altura y del lugar en que estuvieran situados los transmisores. Si se encuentran a menos de cinco o seis pisos de la azotea, los recibiremos.
—¿En una cueva subterránea?
—Negativo. Pero en el momento en que salgan de esa cueva en un coche o un camión, los volveremos a captar.
—¿Cuánto tiempo tardarán ustedes en pinchar esos doce krytrones?
El joven científico sonrió.
—No mucho. Creo que lo mejor sería hacerlo en Massachusetts, con la gente de la línea de producción de EG&G. Quizá dos días.
—Señor Storrs. —El tono era solemne, como el de un sacerdote a punto de unir en santo matrimonio a una pareja; pero como siempre ocurría con Duffy, se notaba la ironía detrás de la solemnidad—. Creo que su patria va a necesitarlo. Por favor, permanezca un par de días disponible, por si se produce una llamada urgente.
Pese al escepticismo que uno pueda sentir hacia la política —se dijo Jim Duffy—, una reunión con el presidente de Estados Unidos en el despacho oval nunca deja de impresionar. Él, desde luego, había participado con anterioridad en tales reuniones, durante los años ochenta, cuando era el niño mimado de Casey y había acudido allí para poner al corriente a Reagan sobre el curso de la guerra de Afganistán.
Decían que Reagan sesteaba durante las reuniones largas; pero Duffy jamás advirtió el menor indicio de ello. Cuando se hablaba de matar comunistas, el Gran Comunicador siempre se había mostrado alerta al ciento por ciento. Viéndose de nuevo en aquella célebre estancia, admirando el retrato al óleo de George Washington firmado por Stuart y la vista del jardín de la Casa Blanca, un familiar escalofrío de excitación recorrió el cuerpo de Duffy. A fin de cuentas, aquella mañana en Maine había hecho bien al aceptar volver al trabajo.
De pronto se abrió la puerta y apareció un infante de marina que anunció:
—¡El presidente de Estados Unidos!
Y a continuación apareció el primer mandatario, seguido por el consejero de Seguridad Nacional. Físicamente era mucho más corpulento de lo que parecía en televisión.
El presidente recorrió la sala estrechando las manos de los consejeros convocados para la reunión: los secretarios de Estado y Defensa, el director de la CIA, el vicepresidente de la Junta de Estado Mayor, el doctor Stein, experto en armas del Departamento de Energía. Cuando llegó ante Duffy, el presidente se detuvo y cerró ambas manos en torno a la que Duffy le tendía al tiempo que dirigía al agente de la CIA una mirada penetrante como un rayo láser.
Duffy sabía por experiencia que los políticos tienen la gran habilidad de hacer que la persona con la que hablan sienta que, por un breve instante, es el ser más importante del universo. La capacidad del actual presidente para conseguirlo era legendaria pero, aun así, a Duffy le sorprendió la intensidad con que el primer mandatario centró en él su atención.
Los ojos azules se estrecharon y la peculiar voz, algo rasposa, dijo:
—Ha hecho usted un gran trabajo, señor Duffy. Es una suerte tenerlo de nuevo con nosotros. Cuando todo esto pase, me ocuparé de que el Gobierno se retracte públicamente y le compense por las lamentables circunstancias en que se vio usted obligado a abandonar la agencia.
El estupefacto Duffy apenas fue capaz de murmurar:
—Gracias, señor.
Cuando el presidente terminó de saludar a todos los reunidos se acomodó tras su escritorio y pidió:
—Tomen asiento, por favor, caballeros. George —dijo, señalando al consejero de Seguridad Nacional— me ha informado del problema que suponen esos tres proyectiles nucleares de artillería que se encuentran en poder de los iraníes. También me puso al corriente de lo que el señor Duffy ha averiguado respecto a la empresa alemana que sirve de fachada a los iraníes para justificar la compra de krytrones, y me comentó el plan de pinchar esos krytrones con transmisores ocultos. Por tanto, creo que lo primero que debemos hacer es escuchar el informe del señor Duffy acerca de la factibilidad técnica de esa idea.
No hay nada que impresione tanto como informar al presidente de Estados Unidos. Duffy, que había visto cómo un subsecretario de Estado llegaba a perder la voz y se quedaba ronco informando a Ronald Reagan sobre Afganistán, llevaba sus palabras bien preparadas. Estaba aclarándose la voz para comenzar cuando el presidente habló de nuevo, dirigiéndose ahora directamente a él:
—Quiero decirle algo, señor Duffy. En esta oficina no nos obsesiona el protocolo ni la graduación. Quiero información, la mejor que pueda obtener y, francamente, me da exactamente lo mismo quién me la dé.
—Sí, señor —sonrió Duffy. Sorprendentemente, comenzaba a agradarle aquel hombre. Fue exponiendo sus puntos uno a uno, sin dejar de mirar al presidente y a sus asesores. Una vez que hubo terminado, se arrellanó en el asiento. La mirada del presidente recorrió el despacho, tratando de calibrar las reacciones que provocaban las palabras de Duffy.
—Francamente, caballeros —dijo—, aunque soy lego en la materia, ese plan me parece muy atinado. ¿Alguna objeción a lo que acaba de decir el señor Duffy?
Señaló con el índice a modo de pistola a cada uno de los asesores que se encontraban en el salón. Nadie puso ningún reparo importante.
—Nunca se puede perder de vista la Ley de Murphy —advirtió el consejero de Seguridad Nacional—. Ya saben: todo lo que pueda salir mal saldrá mal. Pero… —Se encogió de hombros y concluyó—: Pero creo que merece la pena intentarlo.
—Muy bien —dijo el presidente—. Ahora, antes de entrar en los detalles del plan, quisiera considerar otras opciones. Empecemos con la más obvia. Nuestro Departamento de Comercio le dice simplemente a esa firma alemana: «Ni hablar, nada de krytrones, amigos».
—Eso retrasará a los iraníes en su intento de convertir sus núcleos de plutonio en armas nucleares —dijo el secretario de Defensa—; pero dudo que los detenga. Los pakistaníes no necesitaron recurrir a nosotros para hacerse con un abundante suministro de krytrones.
Un murmullo de asentimiento acogió tales palabras. El presidente continuó:
—Muy bien. Supongamos que los iraníes encuentran el modo de configurar de nuevo esos proyectiles nucleares de artillería. ¿Qué creemos que piensan hacer con ellos?
—Señor presidente —dijo Duffy—, dado que he leído personalmente las transcripciones en que se basan nuestros informes, creo ser el más indicado para responder a la pregunta. A mi entender existen dos consideraciones fundamentales. La primera es lo que dijo el que, sin duda, es responsable del programa nuclear iraní: «Las armas deben usarse contra los enemigos del islam». Como usted sabe, señor presidente, para esos extremistas los dos mayores enemigos del islam son Israel y Estados Unidos. Creo que la elección del nombre clave «Jalid» para su operación deja claro a cuál de esos enemigos han escogido como blanco. —Mentalmente, mientras explicaba el significado de la palabra «Jalid», agradeció a Nancy Harmian la información que al respecto le había facilitado—. El objetivo de esos tipos es Israel, señor presidente, no Long Island.
—De acuerdo —asintió el presidente—, pero permítanme hacer de abogado del diablo, pues ése es mi cometido en situaciones como ésta. ¿Cuáles son las auténticas intenciones de los iraníes? ¿Quieren esas bombas para intimidamos? ¿Para asestar un golpe ofensivo? ¿Como arma disuasoria? ¿Cabe la posibilidad de que realmente sólo deseen esos artefactos para defenderse? ¿Pueden quererlos para ocultarlos en algún lugar secreto y decir: «Escuchen, tenemos estas armas para defender nuestra Revolución Islámica de un ataque exterior. No es nuestro propósito agredir con ellas a nadie»?
La secretaria de Estado respondió:
—Señor presidente, en respuesta a lo que acaba usted de exponer, resulta sin duda posible que el objetivo de esa gente sea utilizar esas armas conjuntamente con uno de los misiles de largo alcance que tanto ansían conseguir. Así podrían anunciar al mundo islámico: «Ahora ya tenemos un arma islámica capaz de alcanzar cualquier punto de Israel». Aunque no sea su intención utilizarla, ¿imagina usted el prestigio, la ascendencia y el poder que les conferiría revelar algo así en la próxima Conferencia Islámica?
El consejero de Seguridad Nacional quiso saber:
—¿Podemos permitirnos que semejante cosa ocurra, señora secretaria? ¿Y cree usted que, si ocurre, los israelíes se quedarán tan tranquilos?
La secretaria se encogió de hombros.
—Los israelíes llevan cinco años viviendo a la sombra de los misiles bacteriológicos de Hafez el Assad, armados con gérmenes del ántrax que, probablemente, podrían matar a muchos más judíos que esos proyectiles nucleares. Sin embargo, no han hecho nada contra ellos. Probablemente, creen que la amenaza de las armas nucleares israelíes basta para mantener a raya a Assad. ¿Por qué no iba a suceder lo mismo con los iraníes?
—Assad puede ser un malnacido, señor presidente —intervino el director de la CIA—, pero también es inteligente. La disuasión es eficaz para un hombre así. Algunos de los mullah que gobiernan Irán, no todos ellos, pero sí parte de sus altos mandos, llevan su fanatismo hasta la ceguera. Simplemente, no son capaces de pensar racionalmente. Con ellos, la disuasión no sirve para nada.
—De acuerdo. Supongamos que los quieren utilizar con fines ofensivos. ¿Cómo los llevarían hasta los blancos?
El que contestó fue el vicepresidente de la Junta de Estado Mayor:
—Señor presidente, en estos momentos sólo disponen de proyectiles SCUD de corto alcance, propulsados por combustible líquido. Basura. Su alcance es de seiscientos kilómetros, lo cual apenas les permite alcanzar Tel Aviv y, desde luego, excluye toda posible agresión contra nosotros. Además, si consiguen convertir los proyectiles en cabezas nucleares, éstas serían demasiado voluminosas para caber en un SCUD.
—¿Qué me dicen del misil Shahab 3 que, según la agencia, los iraníes están a punto de fabricar? Esa posibilidad nos preocupó lo suficiente para enviar a Frank Wisner a Moscú a fin de evitar que los rusos siguieran vendiéndoles las piezas necesarias para fabricarlo. ¿Qué les impediría utilizar esos misiles?
—Todos nuestros informes secretos coinciden en que aún no han conseguido emplearlo y su precisión es mínima.
El consejero de Seguridad Nacional intervino para decir:
—Escucha, Jack: lo que quiere esa gente es lanzar una bomba de treinta kilotones sobre Israel, no metérsela al alcalde de Tel Aviv por la ventana de su dormitorio. Les basta con que la bomba haga explosión en cualquier parte de la ciudad.
—¿Qué me dicen de la posibilidad de utilizar una bomba para un atentado terrorista introduciéndola secretamente en Tel Aviv?
De nuevo respondió el vicepresidente de la Junta de Estado Mayor. En tono convencido, dijo:
—Creo que podemos desechar por completo tal hipótesis, señor presidente. La experiencia nos enseña que, siempre que una nación ha conseguido hacerse con un arsenal nuclear, ha mantenido tales armas bajo el control más estricto de sus organizaciones gubernamentales. No van a entregárselas a unos locos suicidas que incluso pueden detonarlas accidentalmente antes de sacarlas de Teherán.
—¿Hasta qué punto están los israelíes al corriente de la actual situación?
—Saben lo de los tres proyectiles nucleares —dijo el director de la CIA—, pero no les hemos informado de nuestras intercepciones de la NSA ni de los resultados de la investigación del señor Duffy, aunque es posible que ellos lo hayan averiguado por su cuenta. La situación iraní tiene a los israelíes al borde de la paranoia. En opinión de la agencia, de momento sería un error pasarles a los judíos unos informes que sólo conseguirían aumentar su preocupación, sin ayudarlos a encontrar un remedio para el problema.
—Bueno, por lo que he escuchado en esta reunión, la preocupación de los israelíes está sobradamente justificada —opinó el presidente—. Señor Duffy, después de oír todo lo que se ha dicho, ¿ha cambiado en algo de opinión?
—No, señor. Vivimos en un mundo en el que la información es el arma más poderosa y la ignorancia el pecado más imperdonable. Hasta que conozcamos con exactitud el paradero de esos tres proyectiles nucleares, discutir sobre lo que los iraníes harán o dejarán de hacer con ellos es una pérdida de tiempo.
—Bien dicho —comentó el presidente.
—Naturalmente —siguió Duffy—, nuestros auténticos problemas empezarán en cuanto averigüemos el paradero de esas anuas. Como dice la Biblia, del conocimiento nace el dolor.
—Eclesiastés —dijo el presidente, al que siempre le gustaba alardear de sus conocimientos bíblicos—. En lo que dice tiene usted toda la razón, señor Duffy.
El director de la CIA declaró:
—Señor presidente, si deseamos que nuestro plan tenga éxito, debemos mantener todo esto en el más estricto de los secretos. Por ejemplo, no creo que haya motivo alguno para que los de EG&G, excepción hecha de los más altos ejecutivos de la firma y de los científicos que colaboren con nosotros, sepan lo que ocurre.
—¿Hay alguna posibilidad de que los de EG&G nos creen problemas?
—No creo, señor presidente —replicó el doctor Stein, el experto en armas—. En todo el país no hay empresa más dispuesta a colaborar en los asuntos de seguridad nacional que EG&G.
—¿Y cuál es la situación en lo referente a tiempo, señor Duffy?
—Según tengo entendido, señor, veinte días es el lapso normal que se necesita para obtener del Departamento de Comercio una licencia de exportación y enviar los materiales a Alemania. Me parece razonable suponer que los iraníes los llevarán a su destino en Irán lo más rápidamente posible. En mi opinión, disponemos de tres semanas.
—Tres semanas —suspiró el presidente—. Y luego, probablemente, tendremos que enfrentamos a una de las decisiones más graves que se hayan tomado en este despacho. —Se estremeció ligeramente, recorriendo la estancia con la mirada. Muchos de sus enemigos lo acusaban de indeciso, de tender a darles vueltas y más vueltas a las distintas soluciones posibles. Pero no ocurrió así ahora.
»Señores, pongan en acción el plan del señor Duffy —ordenó. Luego, volviéndose al vicepresidente de la Junta de Estado Mayor, añadió—: Almirante, quiero que en el Pentágono comiencen a elaborar planes para el caso de que ocurra lo peor. Y entiendo por «lo peor» que tuviéramos que intervenir para quitarles a los iraníes esos proyectiles una vez sepamos dónde demonios se encuentran. Quiero estudiar las diversas opciones posibles en ese caso.
—¿Utilizando recursos convencionales, señor presidente?
—Convencionales o especiales. Que los responsables del Comando de Operaciones Especiales estudien todas las posibilidades. A fin de cuentas, ése es su cometido, ¿no? —Mirando al director de la CIA, el presidente siguió—: Incluso quiero que usted estudie una operación secreta dirigida por la agencia, aunque bien sabe Dios que en el pasado iniciativas así no tuvieron demasiado éxito. Pero quiero que se estudien los distintos modos de ir a la caza de esos malditos proyectiles. Y quiero una misión con posibilidades de éxito, no como la última vez que actuamos en Irán.
Media hora después del final de la reunión, el encargado de prensa de la presidencia bajó a la sala de prensa para informar a los periodistas acreditados ante la Casa Blanca.
—¿Qué pasa, se está cociendo alguna crisis? —preguntó el corresponsal de la ABC—. ¿Para qué se han reunido esta mañana todos los peces gordos?
—Pues sí, desde luego que hay una crisis —rió el secretario—. Se reunieron para estudiar el presupuesto de Inteligencia para el próximo año fiscal antes de presentarlo al Congreso. Y ya saben ustedes que eso siempre da lugar a discusiones.
La cueva, excavada en una ladera de la cordillera Antilíbano a veintitrés kilómetros al sureste de Baalbeck, en el valle Bekaa del Líbano, era un santuario tan sagrado para el limitado número de sus fieles como la gruta de Lourdes para los católicos. Se trataba de un monumento a la memoria de los mártires de la Hezbollah que habían sacrificado voluntariamente sus vidas en la lucha contra Israel.
Junto a la entrada de la cueva había un pendón negro, representación simbólica de la bandera negra de batalla del Profeta. Del techo colgaba una pancarta con las palabras del ayatolá Jomeini: «El mártir es la esencia de la historia». En el interior de la propia cueva, iluminada por velas y una serie de bombillas eléctricas colgantes, estaban las fotos de todos los mártires de la Hezbollah que habían volado voluntariamente en pedazos con las bombas que transportaban, comenzando con los dos chiítas libaneses que condujeron los camiones cargados de explosivos hasta los cuarteles de los infantes de marina norteamericanos y de los paracaidistas franceses en Beirut en el otoño de 1983. Bajo la foto de cada mártir estaba escrito su nombre, la fecha y el lugar de su misión fatal y, en ciertos casos, algunas palabras dichas por el propio mártir antes de partir hacia su último viaje.
Típicas de estas manifestaciones eran las frases inscritas bajo la foto de un joven que había volado con su vehículo frente a un puesto fronterizo israelí del Líbano meridional en 1987: «Me llena de alborozo saber que voy a morir en esta misión. Es algo de lo que sentirse orgulloso. De este modo demostraremos al enemigo israelí que los fieles podemos golpearlos cuándo y dónde queramos».
Los primeros veinte mártires honrados en los muros de la cueva eran en su totalidad musulmanes chiítas, libaneses en su mayoría. La vocación de mártires de los musulmanes chiítas era producto de catorce siglos de contemplación de la injusticia histórica cometida contra la casa de Alí, primo y yerno del Profeta cuando, a la muerte de éste, la demanda de Ah de recibir el manto del líder fue rechazada por los seguidores del Profeta, que eligieron para ello a su suegro y principal discípulo, Abu Bakr. A la muerte de éste, el título de Khalifat rasul Allah pasó a Umar, destacado miembro de un clan aristocrático de la ciudad santa de La Meca. De su estirpe salieron los califas omeyas que llegaron a representar a la mayoría sunnita de la fe islámica.
Tal fijación histórica había dejado en la comunidad chiíta una fuerte sensación de injusticia y opresión. Para sus miembros más extremistas, eso condujo a la creencia de que la autoridad y los líderes, fueran reyes, shahs o parlamentos elegidos democráticamente, eran ilegítimos, ya que sólo Dios podía conferir legitimidad a la autoridad humana.
Tal creencia abonó la noción de que un pequeño grupo de hombres justos que se rebele contra la abrumadora fuerza del mal puede triunfar allí donde una mayoría menos motivada fracasa. Los seguidores más extremistas del ayatolá Jomeini y sus compañeros del Partido de Dios, la Hezbollah, no eran más que la última manifestación de esa tradición. Lo que un mundo atemorizado y perplejo consideraba actos de terrorismo eran, para ellos y otros radicales islámicos, supremos actos de devoción. Mártires como los hombres cuyas fotos colgaban de las paredes de la cueva eran los portaestandartes de un culto sacramental, de una pequeña fraternidad dedicada al principio de que el guerrero —el terrorista para los occidentales— no debía sobrevivir a su acto de violencia, sino perecer él mismo en el redentor acto final de su sacrificio.
A los chiítas de los muros de la cueva se había añadido recientemente un número cada vez mayor de mártires sunnitas. Se trataba de los jóvenes que habían encontrado la muerte en los autobuses de Tel Aviv o en los mercados de frutas y verduras de Jerusalén, con potentes explosivos amarrados en torno a la cintura que los destruyeron a ellos y a cuantos estaban próximos en el momento de la detonación.
La organización que representaban, Hamas, no estaba subordinada a la Hezbollah, ni dirigida por ella, ni tampoco por los mullah iraníes. Pero desde el momento en que el proceso de paz comenzó a poner en tela de juicio la validez de la meta común, la destrucción del Estado de Israel, ambas organizaciones se mostraron crecientemente dispuestas a colaborar la una con la otra.
La cooperación y no el control era la tónica que regía sus relaciones. Esto era reflejo de un principio que, mundialmente, patrocinaba las relaciones entre los distintos grupos de radicales islámicos desde las Filipinas hasta la costa de Argelia, desde los templos de Luxor hasta los guetos de las ciudades norteamericanas.
Preocupados y perplejos por el auge del islam militante en la era de la posguerra fría, Occidente tendía a creer que tras los actos de violencia islámica que se producían en todo el mundo existía un mando central y unificado. No era así. No existía un Comité Central del Islamismo Radical similar al Comité Central que en tiempos había guiado al Komintern. Los miembros del Grupo Islámico Armado argelino que se dedicaban a degollar a sus vecinos no debían fidelidad a los Hermanos Musulmanes, ni a los mullah de Irán, ni a los radicales islámicos de Túnez. Los asesinos de la Jamaa Islamiyya egipcia que habían marchado sobre la explanada del Templo de la Reina en Luxor no respondían a más autoridad que a su propio fanatismo religioso. Los extremistas islámicos de Indonesia, Malasia o Pakistán podían aplaudir los atentados por bomba humana de Hamas y la Hezbollah, pero eso no significaba que tuvieran vínculos oficiales y directos con tales organizaciones.
La complejidad de la amenaza que representaban aquellos fanáticos quedaba ilustrada aquella ventosa mañana de marzo en la Cueva de los Mártires. Tres jóvenes vestidos de blanco estaban visitando el santuario, conducidos por el jeque encargado del mantenimiento del lugar. Los tres eran chiítas libaneses. En el cercano campamento de Jauta, de la Hezbollah, reservado para los voluntarios más prometedores, suplicaron convertirse en bombas humanas, en mártires. Los tres fueron cuidadosamente seleccionados y estudiados por los jeques e instructores que dirigían el campamento para cerciorarse de la fortaleza de su fe y de su capacidad para mantener la serenidad bajo las mayores presiones.
Los tres tenían otras cosas en común: dominaban el francés hablado, una herencia de sus abuelos y padres, que habían vivido bajo el mandato francés en el Líbano, y apenas tenían aspecto árabe. En resumidas cuentas, los tres eran candidatos ideales para llevar las bombas del Profesor hasta el corazón de Tel Aviv en el climax de la Operación Jalid.
Ninguno de los tres sabía cuál iba a ser su misión. Lo único que sabían era que los habían apartado de sus compañeros de campamento, y vestido con ropas blancas. Eran blancas porque, en la víspera del día de su misión, los jóvenes que fueran finalmente seleccionados para llevarla a cabo se «casarían», y la novia sería la muerte.
Ahora su guía señaló las fotos de los mártires que los habían precedido.
—La autoinmolación en beneficio de una causa justa es la acción más noble que puede realizar un hombre. —El jeque lanzó una desdeñosa risa y continuó—: Occidente dice que estos valerosos jóvenes murieron porque eran pobres y estúpidos y estaban desesperados. O porque los mullah que los convencieron para que se convirtieran en mártires les prometieron el paraíso. ¿Es alguno de vosotros pobre o estúpido, o está desesperado?
Los tres hombres negaron vehementemente con la cabeza.
El jeque los condujo hasta un punto del alfombrado suelo del templo.
—Nuestro líder, el encargado de la misión para la cual uno de vosotros será elegido, está aquí.
Los tres contuvieron el aliento al ver al hombre que acababa de entrar en el santuario, en el que todos reconocieron instantáneamente a Imad Mugniyah, una leyenda viva para los jóvenes como ellos.
El hombre que había dirigido la destrucción del cuartel de los infantes de marina en Beirut los abrazó cálidamente uno por uno y luego se sentó junto a ellos con las piernas cruzadas.
—¡Qué gran honor! —exclamó uno de los jóvenes.
—No, el que se siente honrado por encontrarse en compañía de jóvenes tan valerosos soy yo —replicó Mugniyah—. Cada uno de vosotros ha sido escogido como digno de llevar a cabo una misión de tal importancia que conmoverá hasta los cimientos al enemigo israelí. El que resulte elegido para esa gran tarea se ganará con su acción un lugar de honor en estos muros. Durante generaciones por venir, se venerará su recuerdo, se citará su nombre como mara al taqlich, un hombre digno de ser imitado. —Naturalmente, todo esto era una mera táctica psicológica para hacer que los tres compitieran por el honor de ser elegido para el martirio.
—¿Puedes decirnos cuál será la misión? —preguntó uno de los candidatos.
—Sí. Consistirá en conducir un coche cuidadosamente preparado hasta el centro de Tel Aviv, el corazón mismo del enemigo, para, una vez allí, detonar la carga como tantos otros valerosos mártires hicieron antes que vosotros. —Como era lógico, los tres jóvenes supusieron que Mugniyah se refería a un vehículo cargado de explosivos convencionales, el arma preferida por la Hezbollah para sus acciones contra los israelíes.
Mugniyah no tenía la menor intención de sacarlos de su error. Desde que, en la reunión del Comité de Operaciones Secretas, se le había pedido que trazara un plan para hacer llegar hasta Tel Aviv una de las bombas nucleares del Profesor, había estado trabajando sin parar. La clave de su plan era el sigilo. Absolutamente nadie que no fuera miembro del comité debía saber qué clase de bomba estaba preparando el Profesor.
El primer paso de su plan era trasladar la bomba, ya preparada, desde su escondite en Irán hasta el valle Bekaa del Líbano. Ésa era la parte más fácil. Los iraníes enviaban suministros para la Hezbollah por carretera, a través de Siria, o por vía aérea, usando el aeropuerto de Damasco. Los sirios no ejercían en ninguno de ambos casos el menor control sobre sus movimientos. Eso era consecuencia de un acuerdo tácito entre Hafez el Assad, de Siria, y los mullah de Teherán. En momentos de crisis, la amenaza de retirar tal privilegio permitía a Assad ejercer cierto control sobre las actividades de la Hezbollah. El líder sirio no sabría nada de la Operación Jalid hasta que la bomba del Profesor hubiera hecho explosión en Tel Aviv. En Teherán, ninguno de los que participaban en el proyecto tenía a Assad por un hombre al que se le pudiera confiar una información de tan enorme importancia.
El segundo paso no era mucho más difícil. Una vez en Janta, se colocaría la bomba en el coche de un jordano, miembro del movimiento que viajaba frecuentemente desde su casa de Irbid, en el norte de Jordania, al valle Bekaa. La policía de fronteras siria y jordana que vigilaba el cruce de Al Mufraq lo conocía tan bien que rara vez inspeccionaba su automóvil, limitándose por lo habitual a echarle un simple vistazo.
El tercer paso era el más difícil y peligroso. El jordano entregaría la bomba a una célula de partidarios radicales de Hamas que operaba en la ciudad palestina de Nablus. Ellos serían los encargados de hacer que la bomba cruzase el río Jordán y llegara hasta un escondite seguro en las proximidades de Nablus. Fuerzas de seguridad de la autoridad palestina y de los israelíes patrullaban la orilla occidental del río, y el ejército jordano la oriental. Los tres servicios controlaban el tráfico que cruzaba el puente Allenby. Pasar a través de sus controles y eludir los aparatos infrarrojos de visión nocturna era difícil. No obstante, los de Hamas habían desarrollado una serie de técnicas que les permitían pasar armas, explosivos y hombres.
Llegado ese momento, uno de los tres jóvenes de la Cueva de los Mártires ya habría sido seleccionado para el cuarto paso, que consistía en llevar la bomba nuclear del Profesor hasta el centro de Tel Aviv. Curiosamente, este cuarto paso resultaría bastante más fácil que el tercero. Mugniyah extendió sobre la alfombra un gran mapa de Israel, los Territorios Ocupados y las zonas palestinas. El hombre se había aplicado a la preparación de la fase final de la Operación Jalid con la misma meticulosidad y la misma atención hacia los detalles que había caracterizado sus atentados con bombas contra la embajada estadounidense en Beirut y contra el cuartel de los infantes de marina, y que lo había convertido en uno de los activistas más temidos por los estadounidenses.
Mugniyah sabía algo que el público ignoraba. El cinturón de seguridad que separaba Israel de los Territorios Ocupados y de las zonas palestinas no era tan impenetrable como se suponía. Señalando con un dedo el mar Muerto, el hombre dijo:
—Infinidad de turistas acuden aquí todos los días para ver el mar e incluso nadar en sus aguas. Algunos de ellos se cubren el cuerpo con su barro. Creen que con eso lograrán rejuvenecer. —Mugniyah se echó a reír ante lo absurdo de tal idea. Luego miró fijamente a los tres jóvenes que permanecían pendientes de sus palabras—. Muchos de ellos van en coche desde Tel Aviv hasta el mar Muerto. ¿Cómo? En vehículos alquilados, naturalmente. Esos automóviles tienen matrículas israelíes, y llevan el nombre de la compañía propietaria, Hertz o Avis, en las ventanillas traseras. Lo cual es una visión sumamente tranquilizadora para los policías israelíes que los ven pasar.
Señalando de nuevo el mapa, Mugniyah siguió:
—Existen dos rutas para llegar al mar Muerto. Pueden atravesar Jericó y seguir luego hasta el mar. De este modo tienen que cruzar un puesto de control de la autoridad palestina. O, si no desean visitar Jericó, pueden pasar de largo el puesto de control y dirigirse directamente hasta el mar. ¿Alguna pregunta?
Los tres candidatos al martirio negaron con la cabeza.
Mugniyah echó mano al bolsillo de su abrigo y sacó de él dos pasaportes franceses que dejó sobre la alfombra. Los documentos habían sido magníficamente falsificados por los expertos del servicio de seguridad iraní. Mugniyah cogió el primero, que estaba en blanco.
—Este pasaporte se le entregará al elegido para conducir el coche hasta Tel Aviv.
—¿Y el otro?
Mugniyah sonrió, y mostró el segundo documento a los jóvenes. Los tres lo inspeccionaron con pasmo. En aquel pasaporte falso figuraban ya los datos y la foto del titular. La foto correspondía a una joven.
—¿Quién es? —preguntó uno de los atónitos jóvenes.
—Una de nuestras hermanas. Se llama Latifa. El día señalado para la misión, el conductor escogido irá acompañado por esta valerosa muchacha palestina. Una joven pareja de franceses en un coche alquilado Llamará mucho menos la atención de la policía israelí que un hombre solo. Además, Latifa conoce bien la carretera desde el mar Muerto a Tel Aviv.
—Pero ella no estará en el coche cuando la bomba haga explosión, ¿verdad?
—No. El islam no desea que nuestras hermanas cumplan el papel de mártires. Latifa abandonará el coche una vez que Jerusalén haya quedado atrás y os encontréis camino de Tel Aviv.
—¿Qué coche?
—Antes de la misión, el conductor elegido para la tarea será alojado en las proximidades de Nablus por uno de nuestros comandos. A primera hora de la mañana del día señalado se colocará la bomba en el maletero del coche del comando, y Latifa y el conductor elegido se dirigirán al mar Muerto. No existen puestos de control entre el mar Muerto y el escondite de Nablus.
—¿Qué tamaño tendrá la bomba?
Mugniyah recordó las palabras del Profesor en la última reunión del Comité de Operaciones Secretas.
—Cabrá con facilidad en el maletero de un coche. Luego iréis hasta un lugar aislado de la costa del mar Muerto que el comando conoce bien. Esperaréis allí a que llegue un coche de alquiler con turistas. El comando se ocupará de detener a los turistas, de modo que vosotros podáis quedaros con el coche.
Por supuesto, «detener» significaba asesinar.
—Vosotros no participaréis en esa parte de la operación. El comando colocará la bomba en el maletero del coche de los turistas y el conductor elegido y Latifa saldrán inmediatamente hacia Tel Aviv.
—¿Hay puestos de control israelíes a lo largo de ese recorrido? —preguntó uno de los tres.
—No —sonrió Mugniyah—. Sorprendente, ¿verdad? En Ras al Amoud, cerca de Jerusalén, existe un control; pero normalmente, a no ser que exista una alerta de seguridad, la policía israelí no registra los coches que pasan. De todas maneras, es posible eludir totalmente ese control tomando el camino hacia Jerusalén que pasa por el Monte de los Olivos. Latifa conoce bien esa carretera. Ella os guiará.
—¿Y entre Jerusalén y Tel Aviv?
—Nada. Absolutamente nada.
Los tres candidatos al martirio se miraron, atónitos.
—¿Y cuándo deberá detonar la bomba el conductor? —inquirió uno de ellos.
—Cuando quiera, una vez que se encuentre en el centro de Tel Aviv. Ante un semáforo en rojo, por ejemplo.
—¿Y cómo lo hará?
Mugniyah sacó de un bolsillo algo similar a un encendedor de cigarrillos.
—El detonador será parecido a esto. Lo único que tendrá que hacer el elegido será apretar este botón y habrá realizado su heroica proeza. Se habrá ganado la gloria eterna, y un lugar de honor en nuestra memoria, como mártir entre los mártires.
Dejó cuidadosamente el mechero-detonador sobre la alfombra para que los jóvenes lo inspeccionaran. Era increíble, se dijo Mugniyah. Si el Profesor y sus científicos hacían bien su trabajo, borrar Tel Aviv de la superficie del globo con una detonación nuclear iba a resultar más fácil que destruir el cuartel de los marines en Beirut.
La reunión en el comedor de la mansión de Hassan Osman, desde donde se dominaban las grises y frías aguas del mar de Mármara, era una mezcla de consejo de guerra familiar y vista judicial. Como correspondía al patriarca del clan que controlaba una de las organizaciones de narcotráfico más importantes de Turquía, Selim Osman ocupaba la cabecera de la mesa, con un Cohiba apagado entre los dientes. Selim era un hombre que sabía controlar sus apetitos y cuando, un buen día, se encontró jadeando tras su visita de sobremesa a una de las «Natashas» que se alojaban en el Gran Hotel Barcelona, decidió que no fumaría más de un cigarro diario. Masticar Cohibas no le quitaba el aliento como sus Natashas.
A su derecha se encontraba Hassan, el responsable del laboratorio familiar en que se procesaba la heroína, situado en las colinas próximas a la mansión. Refat, el ejecutor de la familia, se hallaba a la izquierda de Selim, y en cierto modo actuaba como magistrado investigador. En el extremo de la mesa estaba Abdullah, el encargado de distribuir la droga en Europa desde su cuartel general en Amsterdam, flanqueado por Behcet, Babe, el responsable del mercado inglés y de llevar a Budapest el dinero de la familia para transferirlo luego a sus cuentas secretas.
El motivo de la reunión era la aprehensión en Dover de un alijo de cien kilos de la heroína de los Osman. Naturalmente, el coste real de aquel revés para la familia era mucho menos de los diez millones de libras que la prensa citaba como «valor en la calle» del alijo. No obstante, seguía siendo una enorme pérdida, la primera de gran magnitud que habían sufrido los Osman en diez años de narcotráfico. No obstante, más importante que la pérdida financiera era el golpe al honor, el prestigio y la reputación familiares. Los aduaneros ingleses quizá no tuvieran idea de a quién pertenecía la heroína confiscada, pero en el mundo del narcotráfico de Estambul la cosa era un secreto a voces. Nadie había creído la historia del avispado inspector de aduanas que, siguiendo una corazonada, había hecho registrar el coche. Las capturas de alijos de cien kilos no se producían así.
Lo que ahora estaba en juego era la reputación familiar. Si se quedaban con los brazos cruzados, sin hacer nada, correría la voz de que los Osman se habían ablandado y su imperio podía comenzar a desmoronarse.
Dirigiéndose a su hermano menor, Refat preguntó:
—Dime, Abdullah: ¿conocías personalmente a ese chulo holandés?
—No.
—¿Nunca lo habías visto?
—No.
—¿Sabía él tu nombre?
—No. Sólo me conoce como «Halas». Ése es el apodo que siempre uso en mi móvil clonado.
—Entonces, ¿cómo se puso en contacto contigo? ¿Cómo te propuso como «mulas» a esos artistas porno?
—La cosa se hizo por medio de Nissim Cakici, un subdistribuidor cuyos servicios utilizo con frecuencia. El holandés le compra droga para sus chicas. Nissim le dijo que tratara de encontrar a alguien deseoso de ganarse un dinero rápido.
—¿Cakici es turco?
—Claro.
—¿Desde cuándo lo conoces?
—Desde que llegué a Holanda.
—¿Alguna vez trató de engañarte?
—Jamás.
Refat digirió esa información y luego preguntó:
—¿Cómo entregaste la droga a ese chulo?
—La metí en una maleta vieja y la llevé hasta un área de descanso de la A diez en el que esperaba Cakici. Metí la droga en su coche y estacioné en el otro extremo del apartadero. Media hora más tarde apareció Henrik, el chulo holandés, y vi cómo Cakici le entregaba las drogas y los pasajes para el ferry. Cuando se fue, le di a Cakici el billete del ferry para que pudiera vigilar a los artistas pomo durante el trayecto.
Refat se arrellanó en su asiento y reflexionó sobre lo que acababa de oír.
—Entonces fue el chulo el que dio el soplo. Probablemente a los británicos. Pagan mejor que los holandeses.
Sus cuatro hermanos asintieron en silencio.
—Ese cabrón tiene que morir.
—Sí —dijo Babe—. Matemos al hijo de puta.
Selim se quitó de la boca el Cohiba.
—Las otras familias no esperan menos de nosotros. Pero hemos de mantenemos aparentemente al margen de esa muerte. Y no debemos molestar a la policía holandesa. Como se suele decir, dejemos que los perros dormidos sigan durmiendo.
—Si a quienes informó fue a los ingleses, ¿qué les importa el tipo a los holandeses? —preguntó Refat—. Abdullah, vuelve y haz que Cakici le diga al holandés que nos hemos tragado la historia sobre el inspector de aduanas. Añade que se ganará un buen dinero si nos encuentra otra «mula».
—¿Y…?
—El resto corre de mi cuenta.
—Por donde el río Shannon fluye… —Tarareando la canción, Jimmy Shea cruzó el estacionamiento de la zona libre del aeropuerto Shannon internacional de Irlanda. El hombre llevaba el cuello del abrigo subido para defenderse del aguacero de abril procedente del Atlántico. Sin duda— se dijo, —los irlandeses somos unos románticos incurables si podemos componerle canciones a un maloliente riachuelo como el Shannon.
Abrió la puerta de las oficinas europeas de venta de EG&G en el andén T53 de la zona libre del aeropuerto. Se despojó de la empapada gabardina, se sirvió una taza de café y se sentó a mirar los fax llegados durante la noche. Al leer el segundo, dijo a su socio, Greg Hickey:
—Mira esto, Greg. El Departamento de Comercio norteamericano nos ha concedido la licencia de exportación para venderle a Herr Steiner, de Hamburgo, los krytrones que nos pidió.
—¿Para ese láser suyo que volverá guapa a la gente fea? ¿Ése en el que pone un cristal de sodio en una cavidad de cristal para almacenar en ella el máximo posible de electrones?
—Exacto. En Salem dicen que todo parece en orden y que podemos satisfacer el pedido. Nos enviarán el material en setenta y dos horas.
—La verdad es que estoy sorprendido, Jimmy —gruñó Hickey—. Pero en fin, los norteamericanos sabrán lo que hacen. Nosotros estamos aquí para vender, ¿no? Es un buen pedido y nosotros lo tramitamos ateniéndonos a las normas. Sin embargo, no te olvides de incluir en nuestro expediente una copia del certificado de uso final de Steiner.
—Sí, no te preocupes. Le enviaré a Herr Steiner un fax anunciándole que el viernes le enviaremos su pedido por Federal Express.
Shea sabía que los krytrones de Steiner viajarían hasta Hamburgo sin problemas. Cuando llegasen a Shannon en avión de carga, los aduaneros irlandeses, conscientes de que sus colegas norteamericanos no permitirían salir de Estados Unidos equipos de alta tecnología no autorizados, entregarían los krytrones a Shea en cuanto EG&G abonase los derechos arancelarios correspondientes. Después de ese pequeño papeleo, los artefactos estarían ya en el interior de la CE y podrían seguir hasta Alemania sin más trámites aduaneros en ningún otro punto de su recorrido.
—Sí, claro, hazlo —rió Hickey—. Y, ya que estás en ello, ¿por qué no aprovechas para preguntarle a Herr Steiner si con su nuevo láser puede hacer algo por tu fea cara?
Era el último juguete de alta tecnología del Profesor, un teléfono Inmarsat[12] tipo M, de los que usaban los corresponsales de prensa para comunicarse con sus redacciones. El aparato permitía a su usuario hacer rebotar directamente la señal en uno de los cuatro satélites comerciales de comunicaciones, eludiendo así las inciertas redes de comunicaciones de los países tercermundistas o el escrutinio de censores demasiado celosos.
En el caso del Profesor, su teléfono estaba equipado tanto para comunicaciones por voz como para enviar textos cifrados mediante el sistema codificador suizo. Debía limitarse a mensajes cortos, a fin de que los sistemas de vigilancia por satélite de Estados Unidos no pudieran localizar el punto desde el que emitía. El Profesor sabía que existían teléfonos más sofisticados, utilizados por la CIA, que podían disparar transmisiones en ráfagas tan rápidas que ningún detector tenía tiempo para localizar el punto del que partía la emisión. Sin embargo, él no había logrado aún hacerse con uno de ellos.
Tecleó en la máquina codificadora que había comprado en Suiza un mensaje en el que anunciaba al Comité de Operaciones Secretas la buena noticia de que el pedido de krytrones norteamericanos había sido aprobado, y de que el viernes los mandaría a Irán. Luego transfirió el mensaje a su Inmarsat. Hecho esto, se dirigió a la ventana de la casa que su socio le había alquilado.
El Inmarsat era parecido a un ordenador portátil. Levantó la tapa y desplegó la antena del aparato. La apuntó hacia el suroeste, más o menos en la dirección del satélite atlántico al que deseaba transmitir su mensaje. En el aparato comenzó a sonar una serie de débiles clics que aumentaron en potencia según el Profesor lo hacia girar. Cuando los sonidos alcanzaron la intensidad máxima, el Profesor supo que había conseguido la orientación idónea. Entonces pulsó un botón y el mensaje partió hacia Teherán.
Dos horas más tarde, Jim Duffy entró en el despacho del subdirector de operaciones de la CIA agitando el puño en alto como un golfista que acabase de dar un golpe maestro.
—¡Picaron! —anunció, triunfal, a su amigo Jack Lohnes.
—¿Cómo lo sabes, genio? —preguntó Lohnes.
—Por esto —dijo Duffy, tendiéndole una intercepción de la NSA—. Menwith Hill acaba de descifrarlo. Es otro de esos mensajes BRAINWAVE que los iraníes envían por medio del sistema codificador supuestamente ultraseguro que compraron a los suizos.
Los aparatos norteamericanos que necesitamos llegarán a la factoría el viernes por la mañana. Yo los recogeré personalmente y viajaré con ellos hasta Irán.
—¿Quién lo envía? ¿Tu amigo el Profesor?
—Eso creo.
—¿Desde dónde fue transmitido?
—No sabemos. El tiempo de transmisión fue demasiado breve. Se captó tanto en Menwith Hill como en Bad Aibling, Alemania, así que es de suponer que su procedencia está entre esos dos puntos.
—Probablemente, procede de las proximidades de la fábrica de LASERTEKNIK, ya que el Profesor dice que él mismo los recogerá. ¿Pensará volver a Teherán con los krytrones en un vuelo comercial?
—¿Por qué no? El paquete no será demasiado engorroso.
—Jim… ¿estás totalmente seguro de que recibiremos las señales de los transmisores ocultos en los krytrones? Ya sabes lo que nos jugamos. Si esto sale mal, un comité del Congreso anunciará al mundo que, gracias a la CIA, los iraníes pudieron armar sus artefactos nucleares. Esta agencia ya tiene suficientes problemas, y no sobreviviría a un escándalo así.
—Jack, en Salem nos pasamos todo un día comprobando los transmisores, y nuestros satélites Sigint captaron con toda claridad hasta el último bip que emitieron esos chismes.
—Bien, recemos por que tu idea tenga éxito. Si los krytrones llegan a Alemania el viernes por la mañana, supongo que deberíamos programar el primer bip para las doce del mediodía del viernes, hora de Greenwich.
—En efecto.
—Debemos colocar en situación nuestros mejores satélites desde ahora mismo para seguir esas señales y tomar las fotos aéreas. El Departamento Central de Imágenes tiene que redisponer los satélites. El presidente autorizará el programa en cuanto éste sea determinado. Pero el auténtico trabajo lo hará la Oficina Nacional de Reconocimiento en la Ruta Veintiocho de Chantilly. Ellos son los que deberán captar las señales del satélite Sigint y tomar las fotos cenitales de modo que podamos seguir a esos malditos chismes hasta donde vayan. Tú y yo tenemos una cita en Chantilly este mediodía con Keith Small, el tipo que dirige la oficina, para cerciorarnos de que todo está como deseas. Pero recuerda: si las cosas se tuercen, serás tú quien pagará los platos rotos. Si sucede lo peor, terminarás recordando como un ángel de bondad al anterior tipo que te despidió de la agencia.
Dirk Van Vleck, agente de control de narcóticos de la comisaría de Warmoesstraat, en el distrito de mala nota de Amsterdam, contempló el laberinto de callejas que formaba su territorio y que era la zona más invadida por las drogas de la ciudad europea más invadida por las drogas. En aquel atardecer de primavera, el distrito estaba ya atestado de viandantes.
Mezclados entre el gentío, como bien sabía Dirk, había una buena porción de los cuatro o cinco mil camellos que regularmente recorrían aquellas callejas ofreciendo todo tipo de drogas a los turistas. Cocaína, en polvo o en crack, heroína, hachís holandés, tabletas de éxtasis, anfetaminas. Se les pidiera la droga que se les pidiera, los camellos la tenían. Controlarlos era, para Dirk y los cuatro agentes de su grupo antidrogas, una tarea imposible, particularmente en un país cuyas autoridades sentían una indiferencia casi total hacia las actividades de los narcotraficantes.
En 1996, los hombres de Dirk habían realizado casi 3000 arrestos y obtenido dos mil quinientas condenas. ¿El resultado? Una broma pesada, por lo que a Dirk respectaba. Los tolerantes jueces de Amsterdam solían condenar a los arrestados a tres o cuatro meses de cárcel. Los presos pasaban mes y medio en cárceles parecidas a clubes de campo: buena comida, televisores en color en todas las celdas, y cuantos libros deseasen, suponiendo, como le gustaba bromear a Dirk, que alguno de aquellos cabrones supiera leer. Después de esas breves vacaciones, los camellos volvían a la calle, a ganar cerca de diez mil florines diarios. Las detenciones de Dirk tenían casi tanta fuerza disuasoria como un caniche enfrentado a un león hambriento.
Pese a ello, a Dirk le encantaba su trabajo. Los camellos eran adversarios tenaces y astutos. Probablemente, el ochenta por ciento de ellos eran surinameses, el quince por ciento norteafricanos y el resto adictos holandeses. Copiaban todos los trucos que inventaban los norteamericanos, trabajando en equipos de cuatro o cinco miembros, con un jefe, un tesorero, un «almacenista» encargado de guardar el material y un mensajero que se ocupaba de llevar la droga —muchas veces en la boca— a los clientes.
Vendían la heroína en «bolas» de entre 0,5 y 1 gramos. La droga era tan abundante que en dos años el precio por gramo había bajado de 200 florines a 40.
Todos en la zona conocían al altísimo —más de dos metros— Dirk, al que llamaban «John Wayne» por sus peculiares andares, y a sus cuatro colaboradores. Los vigías de los camellos podían detectarlos a cincuenta metros de distancia. En consecuencia, para efectuar sus arrestos, los agentes se habían convertido en una especie de compañía de actores ambulantes. En la oficina del grupo, bajo las viejas vigas del edificio de la comisaría, había suficientes disfraces para vestir a todos los figurantes de un musical de Broadway, Los agentes recorrían las calles disfrazados de barrenderos, limpiaventanas, travestís, sacerdotes… El disfraz favorito de Dirk era un traje de Santa Claus que había comprado unas Navidades. Lo complementaba con una campana y una bandeja de colecta del Ejército de Salvación, y luego se iba a recorrer la zona. Con ello había conseguido, además de los donativos, una colección de fotos discretamente tomadas de los camellos que trabajaban las calles.
Los surinameses obtenían la heroína, por lo general de kilo en kilo, de subdistribuidores turcos como los que trabajaban para Abdullah Osman. Operaban desde apartamentos alquilados en una peligrosa zona residencial llamada Bylmermeer. Lo malo era que para arrestar a un turco era necesario conseguir que un camello surinamés lo delatase, y ¿quién iba a hacer algo así cuando la elección era entre unas rodillas rotas o seis semanas en una cómoda penitenciaría?
Aun así, de cuando en cuando surgía la oportunidad de atrapar a alguien más importante que un simple camello. Aquella tarde de primavera Dirk estaba pensando en una de esas oportunidades. Hacía un mes, un chulo que tenía a un par de chicas trabajando para él en las vitrinas del canal, había acudido a preguntarle cuánto sacaría por delatar a un par de artistas pomo que se proponían introducir un alijo de heroína en Inglaterra.
Dirk planteó la cuestión a un amigo que trabajaba en el servicio de aduanas británico. Normalmente, los ingleses, franceses y norteamericanos evitaban trabajar con los holandeses en acciones antidroga que fueran a realizarse en Holanda. Esto se debía a que la ley holandesa confería al abogado defensor el derecho a preguntar durante el juicio por la identidad de un informante. Como casi todos los arrestos por droga implicaban a un soplón, pocos policías estaban dispuestos a quemar sus valiosas fuentes de información a cambio de conseguir un simple arresto.
Sin embargo, en aquella ocasión el arresto tendría lugar en el Reino Unido, y las aduanas británicas podrían atribuirlo a un avispado agente de aduanas. El anonimato del chulo amigo de Dirk estaba garantizado. Ahora el policía iba a entregarle su recompensa, 50 000 florines holandeses.
Habían quedado en encontrarse en una estación de autobuses simada en el bonito y respetable suburbio de Hilversum, lejos de las sórdidas callejas en que el chulo trabajaba. A la media hora de abandonar Dirk la comisaría, el chulo se encontraba ya en el interior del automóvil del policía, y éste le tendió el fajo de florines.
—Bueno, ¿cómo va el negocio? —preguntó Dirk.
—Bien. El tipo me preguntó si podía encontrarle otra «mula».
—Excelente. Eso significa que no sospechan de ti. ¿Por qué no le dices que, efectivamente, tienes una nueva «mula»?
—Porque no es así.
—Sí, claro que la tienes.
—¿A quién te refieres?
—A mí.
Al recibir a Jim Duffy y a Jack Lohnes, Keith Small, el director de la NRO, la Oficina Nacional de Reconocimiento, declaró:
—Caballeros, la Casa Blanca me ha ordenado que ponga a su disposición todos los recursos de estas instalaciones.
Duffy dedujo del tono con que Small pronunció aquellas palabras que tales instrucciones eran tan infrecuentes como mal acogidas. ¿Por qué? ¿Se habría equivocado al acudir a los tipos de Eagle Tag en vez de recurrir a Small? Nadie tenía la sensibilidad más a flor de piel que los burócratas del Gobierno estadounidense. Si un ángel les rozaba con un ala, ellos lanzaban aullidos de dolor.
—El Departamento Central de Imágenes me ha puesto al corriente de lo que necesitan —continuó Small—. En estos momentos estamos colocando en posición los satélites. Si les parece, bajemos a la sala de operaciones para que vean por ustedes mismos lo que está ocurriendo y se hagan una idea de lo que podemos hacer por ustedes.
Como el director de la Oficina Nacional de Reconocimiento no se había molestado en invitar a sentarse a sus visitantes cuando éstos llegaron, ahora sólo tuvo que conducirlos hacia el ascensor privado que conducía a la sala de operaciones.
Hasta 1992, el Gobierno de Estados Unidos ni siquiera había reconocido la existencia de la organización que Small dirigía. Antes de esa fecha, las instalaciones se encontraban ubicadas en la base de la Fuerza Aérea situada en las proximidades del aeropuerto internacional de Los Angeles, y los predecesores de Small aparecían en el directorio telefónico del Pentágono como directores de Espacio y Tecnología. El velo de secreto fue rasgado cuando se tomó la decisión de trasladar las instalaciones a su nueva sede de cristal y acero próxima al aeropuerto Dulles. Inicialmente, se trató de hacer ver que el edificio estaba destinado a albergar las oficinas de uno de los principales contratistas de la NRO, Rockwell International.
Tal simulación duró hasta el día en que los inspectores de Hacienda de Fairfax County se presentaron para fijar el valor catastral de la nueva estructura, lo cual hizo que el patriotismo de los contables de Rockwell International alcanzase su punto de fractura.
Small hizo pasar a Duffy y Lohnes a la antesala del centro de operaciones, ocupada en su casi totalidad por un enorme globo terrestre que giraba lentamente sobre su eje. En torno a él daba vueltas un enjambre de bulbos del tamaño de adornos de árbol de Navidad, cada uno de los cuales representaba a uno de los satélites de la NRO. La velocidad a la que se movían en torno al globo se había calibrado de modo que constituyera una adecuada representación de las velocidades relativas de la Tierra y los satélites. Montar aquello había sido una costosa y complicada proeza técnica, pero la maqueta proporcionaba una magnífica ilustración gráfica de los recursos de la institución que podía tranquilizar a cualquier congresista preocupado por el presupuesto que visitase las instalaciones.
Duffy no pudo contener una breve carcajada.
—¿De qué se ríe? —preguntó Small.
—Eso me recuerda a una nube de moscas volando en torno a una gran bosta de caballo.
—Una bosta de caballo de dos millones de dólares —gruñó Small, acercándose a su preciosa maqueta al tiempo que sacaba un puntero para ilustrar las explicaciones que se disponía a dar a sus visitantes.
—Partiendo de la base de que la primera señal que emita el transmisor oculto en los krytrones procederá de un lugar cercano a la fabrica de láseres al norte de Hamburgo, lo que hemos hecho es triangular la zona con tres de nuestros satélites Sigint Vortex. Uno está aquí —dijo, señalando un bulbo rojo—, sobre el mar del Norte, cien millas náuticas al norte de Hamburgo. El segundo está sobre el centro de la península de Jutlandia, ciento cincuenta kilómetros más al norte, y el tercero ciento cincuenta kilómetros más al este, sobre la entrada del Báltico.
Volvió a señalar cada satélite con su puntero.
—La NSA continuará recibiendo sus comunicaciones como de costumbre, pero nosotros, aquí en la NRO, captaremos los bips de los transmisores en cada uno de los tres satélites. Luego triangularemos la señal y fijaremos el lugar exacto de la superficie de la Tierra desde el que se haya enviado. Podemos situar ese punto con un error máximo de tres metros.
Los dos hombres de la CIA estaban pasmados por lo que podía conseguirse con la moderna tecnología de satélites.
—Además, también hemos estacionado sobre la zona uno de nuestros mejores satélites fotográficos, el Advanced Jumpseat KH13. —Ahora el puntero señalaba un bulbo azul oscuro que giraba sobre las cabezas de los tres hombres. El bulbo parecía inmóvil—. Se ha calibrado su velocidad orbital de modo que permanezca en una situación estacionaria sobre la superficie de la Tierra. En estos momentos lo tenemos situado sobre Hamburgo. Sin embargo, la gran ventaja del KH Trece consiste en que es orientable. Si hace falta, podemos desplazarlo y estacionarlo sobre una nueva localización, como por ejemplo Teherán.
—¿Y ése es el pájaro que tomará las fotos? —quiso saber Duffy.
—Exacto. Nosotros le enviamos la longitud y la latitud que hemos conseguido al triangular la señal de los krytrones, y el KH Trece enfoca sus cámaras en la zona exacta de la que procede el bip.
—¿Y cuánto tarda en hacerlo?
—Un par de minutos desde el momento en que el emisor envía su bip. Es lo que llamamos tiempo de acceso al satélite.
Small hizo una pausa para valorar lo que iba a añadir y, con la grave voz de un inspector de Hacienda anunciando que ha encontrado irregularidades en los libros de contabilidad de una empresa, declaró:
—Ese desfase temporal podría ser un problema. Lamento tener que decirles esto, pero quizás hayan ustedes confundido al presidente y al Consejo de Seguridad Nacional respecto a las posibilidades de éxito que tiene su plan.
Duffy advirtió que Lohnes lo estaba taladrando con la mirada.
—¿Por qué dice eso? —preguntó.
—Se lo demostraré ahora mismo con imágenes en tiempo real recibidas desde uno de nuestros satélites. Acompáñenme.
Duffy se preguntaba si Small estaría resentido con él por no haberlo llevado a la entrevista con los de Eagle Eye Tag.
Small abrió la puerta que daba a la sala de operaciones. Era un lugar inmenso, del tamaño de medio campo de fútbol. Para cada uno de los satélites fotográficos de la NRO que giraban en el espacio había un equipo formado por cuatro científicos que se agrupaban en torno a un bloque de ordenadores que los unían al satélite por medio de una tupida red electrónica. Duffy pensó que era una escena similar a la que el mundo entero había visto por televisión en la época en que la NASA estaba desarrollando el proyecto Apolo de vuelos tripulados al espacio.
—Lo que hacen esos equipos es indicarles a nuestros satélites adónde han de ir y qué deben fotografiar. Luego recibimos las imágenes, o directamente, o por medio de alguna de nuestras estaciones repetidoras, como Alice Springs en Australia, que las retransmite hasta aquí. Nosotros verificamos que son las que deseábamos y, a continuación, las transmitimos a las agencias nacionales de inteligencia como la CIA o la DIA, o a Menwith Hill, en Inglaterra. Nuestro cometido es el de simples proveedores de imágenes. No analizamos el material que recibimos. Eso les corresponde hacerlo a ustedes, los de la CIA.
Small los condujo a continuación al centro de visualización de la NRO. Éste contenía cinco pantallas de proyección, todas ellas controladas por un técnico sentado a un ordenador bajo la pantalla principal. Duffy no pudo evitar acordarse de la sala de control de la película ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú.
Tras invitarlos a tomar asiento, el director dijo:
—Voy a mostrarles los problemas que pueden presentarse con su plan. No digo que la cosa no pueda funcionar; digo simplemente que también puede fallar.
Duffy permaneció en silencio, notando cómo la frente se le perlaba de sudor.
—Jack —dijo Small al técnico—, muestra en la pantalla principal las imágenes que recibimos hace una hora del KH13 estacionado sobre Hamburgo.
El técnico tecleó en su ordenador y al cabo de unos momentos una imagen notablemente clara y nítida apareció en la pantalla.
—Lo que ven es un círculo de tres metros de diámetro de la calle que hay entre la estación ferroviaria de Hamburgo y la entrada de una zona comercial.
Duffy y Lohnes estaban pasmados. En la acera eran claramente visibles cinco peatones, tres de ellos cargados con bolsas de compra. Si alguno de ellos hubiese estado mirando hacia arriba, habría sido perfectamente reconocible. Por la calle circulaban dos coches en dirección sur, y también se veía el extremo posterior de un tercer vehículo.
—Supongamos que ésta era la escena en el momento exacto en que el transmisor de ustedes envió la señal. Por tanto, el bip debió de proceder de algún punto de ese círculo. Quizá se encuentre en la bolsa de compras de una de esas cinco personas. O en uno de los coches. Pero… ¿en cuál? Si llevamos al extremo nuestra fe en la tecnología y ubicamos la fuente en el centro del círculo, entonces el transmisor se encuentra en el maletero del primer coche.
Small hizo seña al técnico.
—Muy bien, Jack, pasa la siguiente.
Otra imagen sumamente detallada apareció en la pantalla.
—Tomamos esta foto dos minutos exactos después de la primera. En otras palabras, tras un lapso igual al de nuestro tiempo de acceso al satélite. Como podrán ustedes advertir, los coches y las personas se han movido durante esos dos minutos. ¿Dónde están ahora nuestros cinco peatones? Han desaparecido y otras personas los han sustituido. ¿Y los coches? Lo mismo.
—¿No se puede ampliar la zona que aparece en la foto? —preguntó Duffy—. Expandirla teniendo en cuenta el tiempo transcurrido entre la transmisión de la señal y el momento en que la cámara enfocó ese punto.
—Podemos. Jack. —El técnico volvió a teclear y la imagen se amplió hasta un círculo de unos treinta metros de diámetro—. Ahí están los peatones y los dos coches que vimos en la primera foto. Pero ahora en la imagen aparecen diez coches. Y una docena más de peatones.
»Y ése es el problema, caballeros. Vamos a recibir un bip cada hora y podemos albergar la esperanza de que uno de esos bips proceda de un punto lo bastante aislado para que cuando nuestro pájaro nos envíe la primera imagen nos sea posible ver con claridad de dónde procede la señal. Con un poco de suerte, podremos mantener ese punto en el ojo del pájaro hasta que llegue a su destino. Pero imaginen que no recibimos ninguna foto así. ¿Qué sucede en ese caso?
Small indicó con un ademán al técnico que retirase la imagen de la pantalla y dijo a sus dos visitantes:
—Miren, en algunas ocasiones hemos intentado poner en práctica planes como el de ustedes. Unas veces con éxito, y otras sin él. No sé lo que andan ustedes buscando, pero no olviden que este sistema dista mucho de ser seguro al ciento por ciento.
Preocupados y en silencio, Duffy y Lohnes cruzaron el estacionamiento de la NRO en dirección al coche de la agencia que los esperaba.
—Bueno —dijo Lohnes al fin—, nos han aguado un poco la fiesta, ¿no?
—Más bien.
—¿Y ahora qué hacemos?
Duffy, furioso, pateó la gravilla del estacionamiento.
—Yo creo que será mejor no hacer nada, Jack. Crucemos los dedos y sigamos con la operación según la habíamos planeado.
—¿Y si falla?
—Bueno, pues volveremos a donde estamos ahora. Los iraníes poseen tres proyectiles nucleares y no tenemos ni la menor idea de dónde demonios se encuentran.
—Ya, pero resulta que les hemos regalado a esos tipos una docena de krytrones para que los copien y conviertan esos tres núcleos de plutonio en bombas hechas y derechas.
—Nuestro plan dará resultado, Jack. Tiene que darlo. Esos condenados chismes se pasarán dos meses haciendo bip.
—Me gustaría ser tan optimista como tú. Escucha, creo que lo mejor es que esta misma noche te largues y sigas la operación desde Menwith Hill. De ese modo, si se produce algún tropiezo, estarás más cerca del lugar del problema.
—Buena idea, amigo —rió Duffy—. Eso, además, tiene la ventaja de que, si las cosas se tuercen, podré volar hacia Teherán para pedir asilo político.
Refat Osman examinó el apartadero de la autopista circular A-10 de Amsterdam con la atención de un general napoleónico estudiando el campo de batalla en la víspera del combate. Eran más de las siete de la tarde y la noche ya había caído. Refat comprobó que el constante rumor del tráfico de la autopista ahogaría cualquier grito o imprecación que se produjera durante la ejecución del chulo holandés.
Refat tenía planeado despachar al tipo con una pistola del 22 con silenciador. Que él supiera, la 22 era la única arma que podía ser realmente silenciada. Como contrapartida, el arma tenía poca fuerza. Con dos o tres balas del 22 en el cuerpo, un hombre podía pasarse dos o tres minutos desgañitándose antes de tener la mínima decencia de derrumbarse y morir.
Por suerte, el apartadero estaba separado de la autopista por un seto de más de metro y medio. Los automovilistas que pasaran no podrían ver lo que ocurría al otro lado de aquella barrera vegetal. El apartadero en sí era del tamaño de medio campo de fútbol y ahora, a las siete de la tarde, se encontraba desierto. La entrega de la supuesta «droga» —cincuenta kilos de pardusco trigo de alforfón— estaba fijada para dentro de cuatro horas, a las once en punto. Era casi seguro que para entonces la zona estaría tan desierta como ahora.
Estudiando el terreno, Refat advirtió que junto a la rampa de salida había una gran caja de madera.
—Vamos —dijo a su hermano Abdullah y a Nissim Cakici, el subdistribuidor de Abdullah que hacía las veces de contacto con Henrik, el chulo—, echemos un vistazo.
La caja contenía la arena que se utilizaba durante el invierno para recubrir el pavimento helado. Medía algo más de metro y medio de alto, uno ochenta de ancho y, alzando la tapa, Refat vio que se encontraba casi vacía. Era el escondite ideal. Nadie levantaría aquella tapa hasta el próximo invierno. Decidió que, tras la ejecución, meterían allí el cadáver del chulo. La arena absorbería la sangre. La gruesa tapa impediría que saliese el hedor de la putrefacción. El pobre Henrik el chulo desaparecería del mundo hasta que algún empleado de mantenimiento de la autopista abriese la caja tras la primera nevada de diciembre.
—Muy bien —dijo a Cakici—, deja el coche aquí, junto a la caja. Ocúpate de que él se detenga a tu lado. Te apeas y vas al maletero del coche como para darle la droga. Cuando él esté junto a ti, listo para coger la bolsa, tú dices «aquí tienes». Yo estaré escondido detrás de la caja y esas palabras me servirán de aviso. Saldré de mi escondite, me lo cargaré, echaremos su cuerpo en la caja y nos largaremos.
Refat había decidido que Cakici llevaría el coche del chulo hasta Frankfurt por el cruce fronterizo de Schengen, en el que no se efectuaban inspecciones, y lo dejaría en el estacionamiento del aeropuerto. Luego se iría en avión a Estambul, donde, como recompensa a su cooperación, le esperaba un bien remunerado empleo fijo al servicio de la familia Osman. Refat iría con el coche de Cakici hasta París, lo dejaría estacionado en cualquier punto de la capital francesa, y volvería en avión a Turquía.
Sin duda los policías a los que el chulo había estado ciando sus soplos sospecharían que algo raro había pasado, pero… ¿qué podían hacer? Aun en el caso de que el chulo les hubiera dado el nombre de Cakici, éste se encontraría ya muy lejos. Refat estaba especializado en ejecuciones así: rápidas y sin dejar pistas.
—Yo me esconderé detrás de la caja de arena a las diez —dijo a Cakici—. Mientras tanto vigilaré este sitio, no vaya a ser que la policía haya montado una trampa, o que a algún automovilista se le ocurra detenerse a cambiar una rueda. Si, entre las diez y las once, tu móvil suena tres veces y luego se corta, eso significará que el plan se ha cancelado y no debes venir.
Refat estaba convencido de que el secreto de una buena ejecución era una buena planificación, y aquella operación se había planificado esmeradamente. A las once menos dos minutos el área de descanso de la A-10 estaba vacía, y nadie había parado durante los sesenta minutos que Refat llevaba oculto tras la caja de arena. A las once en punto, el coche de Cakici apareció y fue a estacionarse frente a la caja. Un par de minutos más tarde apareció el coche del chulo. Refat escuchó el sonido de un par de portezuelas y después la frase «aquí tienes».
Refat salió de detrás de su escondite blandiendo la 22 con el seguro quitado. Cakici, como Refat le había indicado que hiciese, llevaba una parka blanca para que fuera fácil distinguirlo en la oscuridad.
Refat apuntó a Henrik. Sin embargo, no era su propósito permitir que el holandés se fuese al otro mundo sin saber por qué moría ni quién lo mataba.
—Maldito cabrón —gruñó—. No debiste traicionar a un turco ni joder a los Osman.
Refat, que no hablaba holandés, se había expresado en inglés. Henrik sólo conocía ese idioma lo bastante para articular frases sencillas como «chicas estupendas, precios baratos». Lo que Refat estaba diciendo pareció, o desconcertarlo, o aterrarlo.
De pronto, Refat vio agitarse entre las sombras del coche del chulo una figura que blandía un revólver. No vaciló. Hizo dos rápidos disparos contra el chulo. El hombre del interior del coche ladró algo en holandés. Refat no lo entendió, pero volvió la pistola hacia el punto en que había sonado la voz. Antes de que pudiera disparar, recibió tres balazos en el pecho. Murió sin saber si lo había matado la policía o el guardaespaldas del chulo.
Al día siguiente, el suceso ocupó las primeras planas de la prensa de Amsterdam. El Ministerio del Interior holandés declaró solemnemente que se trataba de una muestra más de la firmeza con que su ministerio combatía a los traficantes de drogas duras. La reacción de los superiores de Dirk van Vleck fue distinta. La muerte de un turco, aunque se tratase de un presunto narcotraficante, a manos de un policía holandés era una grave contrariedad para el Gobierno holandés, y el Gobierno holandés detestaba las contrariedades. La recompensa de Van Vleck fue el traslado a la ciudad costera de Den Helder, lo más lejos posible de la guerra contra las drogas.
El incidente, no obstante, tuvo una feliz consecuencia. Temiendo que lo arrestaran también a él, Abdullah Osman salió hacia Estambul al amanecer, y las operaciones de la familia Osman en Holanda quedaron al menos temporalmente suspendidas.
—Su tren sale de la estación de Euston con destino a Harrogate a las cinco en punto —informó a Jim Duffy la encargada de viajes de la embajada de Londres—. El trayecto dura tres horas. La dirección de Menwith Hill enviará un coche para recibirlo y llevarlo al hotel, y el viernes por la mañana pasarán a recogerlo. —La mujer entregó a Duffy su billete de tren y una reserva de hotel—. Le gustará ese hotelito. Dicen que en él se alojaba Agatha Christie cuando desapareció. Fue el incidente más misterioso de toda su vida.
Jim Duffy recogió los papeles pensando «¿qué demonios me importa a mí Agatha Christie?». Ya había tenido bastantes misterios en su vida sin necesidad de buscados entre las páginas de una novela. Eran casi las once, y tenía ante sí seis horas en blanco antes de abordar su tren. No quería dormir, pues deseaba librarse cuanto antes del desfase horario debido al viaje nocturno desde Washington. Sin embargo, llovía a cántaros y una algodonosa niebla envolvía la ciudad. No se trataba de la famosa niebla londinense, que ya había dejado de existir, sino sólo de un vago remedo de ésta. Ecos de Louis Armstrong resonaban en su cabeza cuando salió de la oficina de viajes y subió la escalera hacia la sede de la CIA. ¿Cómo iba a pasar aquel neblinoso día en el viejo Londres? Recorriendo el Museo Británico, no, desde luego.
Como atraído por un invisible imán, se dirigió al teléfono más próximo y marcó el número de Nancy Harmian.
—¡Qué sorpresa tan agradable, Jim! —Duffy advirtió, encantado, que la mujer parecía alegrarse sinceramente de oír su voz—. ¿Cómo va el trabajo? ¿O no debo preguntarle?
—El trabajo va bien y no, no debe preguntar —rió Duffy.
—¿Estará usted mucho tiempo en Londres?
—Lamentablemente, no. Esta tarde salgo hacia el norte, y me quedaré por allí unos días.
—¡Oh! —dijo ella, y en aquel monosílabo a Duffy le pareció captar un sincero toque de contrariedad. Pero quizá todo fueran ilusiones suyas—. ¿Le apetece almorzar en mi casa? —siguió preguntando Nancy—. Disponiendo de tan poco tiempo, no puedo ofrecerle un festín; pero seguro que comerá mejor que en la cafetería de la embajada.
—Iré con mucho gusto.
—¿Le parece bien a la una?
Nancy abrió personalmente la puerta de su casa de Chester Square. De sus finas facciones había desaparecido la expresión de pesar, y parecía mucho más tranquila y relajada que la última vez que Duffy la había visto. Llevaba unos desgastados vaqueros y un cárdigan azul pálido sobre una blusa blanca de seda. Aquellas ropas estaban en marcado contraste con la severidad con que había vestido durante las semanas siguientes al asesinato de su mando. ¿Significaba aquel cambio en su aspecto externo que el dolor de su pérdida se estaba suavizando?
—Espero que esté usted tan bien por dentro como por fuera —sonrió Duffy.
—Desde luego, estoy mejor que la última vez que nos vimos. —Mientras conducía a Duffy a la sala de estar, siguió—: Han pasado tres meses. Mis amigos me dicen que a los tres meses la pena comienza a remitir, no sé si será cierto. ¿Usted qué cree? —Señalando hacia el bar, invitó—: Sírvase, por favor.
—¿Usted qué toma?
—Una copa de Sancerre —replicó Nancy, señalando la botella en un cubo con hielo que había en el bar.
Duffy sirvió las copas y, a invitación de su anfitriona, se sentó en el sofá.
—¿Tres meses? No sé… En mi caso la fase más dolorosa duró algo más. Quiero decir que el proceso de recuperación no es igual para todos.
Duffy dio un sorbo a su vino y evocó los largos meses que había pasado en los bosques de Maine.
—Mi reacción ante la muerte de mi esposa resultó extraña. Fue como si me encerrara en una crisálida. No quería compartir mi dolor. Era algo exclusivamente mío y no quería que nadie, por cerca de mí que estuviera, participase en él. Supongo que deseaba aferrarme al recuerdo de mi esposa.
—Debió de quererla usted mucho.
—Pues sí. Para la muerte de un ser querido, como para tantas otras cosas de la vida, no existen recetas mágicas. Eso que dicen de que el tiempo todo lo cura tiene tanta relación con la realidad como las telenovelas la tienen con la vida cotidiana. La verdad es que no comencé a salir de mi cáscara hasta que la agencia me obligó a volver al trabajo, al mundo real.
Nancy se estremeció ligeramente.
—Sí —susurró, abarcando con un ademán la elegante sala cuya decoración tanto había admirado Duffy en su primera visita—. No dejo de pensar en cambiar totalmente de vida. Me resulta muy difícil seguir en esta casa. Lo que me atormenta no es tanto el recuerdo del asesinato como el de los buenos momentos que pasé aquí con mi marido. No puedo dar un paso ni tocar nada sin pensar en él.
—Sí —suspiró Duffy—, es muy difícil librarse del pasado. ¿Qué hacía usted antes de casarse?
La pregunta pareció sacar a Nancy de su abstracción.
—Bueno, era un bicho raro. Etnóloga. Mi especialidad eran las civilizaciones del flanco islámico del antiguo imperio soviético. Los turcomanos, los uzbekos, los kazakstanos.
—¿Se dedicaba usted a la enseñanza?
—Si. Pertenecía a la Facultad de Berkeley. El Magdalene College de Cambridge me concedió una beca de investigación, así que pasaba mucho tiempo en Londres, y aquí fue donde nos conocimos Terry y yo.
—Con ese currículum, me sorprende que la agencia no tratara de reclutarla.
—Trató —rió ella—. Al hombre que vino a verme le dije que mis creencias liberales me impedían aceptar su oferta. En mi adolescencia fumé hierba, quemé sujetadores y me manifesté contra la guerra del Vietnam.
Ahora le tocó a Duffy el turno de reír.
—Pues se habría sentido usted a sus anchas, porque la CIA está llena de liberales emboscados. Yo soy más o menos conservador, y entre mis colegas tengo fama de neandertal. —Como aquel tema de conversación parecía más agradable que hablar de penas, Duffy siguió preguntando—: ¿Llegó usted a doctorarse?
—Casi. Estaba trabajando en mi tesis cuando Terry y yo nos casamos. Siempre tuve el propósito de seguir, pero…
—Ahora podría hacerlo.
—Ya. He pensado en ello. Sería un modo de romper con todo esto, ¿no?
—Si en una época su trabajo la apasionó, estoy seguro de que volvería a apasionarla.
—Es posible. —Nancy dio un sorbo de vino—. Hablando de trabajos apasionantes, ¿cómo le va con el plan Jalid? ¿O no puedo preguntar?
—Claro que puede preguntar —sonrió Duffy—. Lo malo es que yo no puedo responder. Creo que estamos cerca del final; pero sólo Dios sabe cómo será el desenlace.
Duffy se arrellanó en su butaca. Se le estaba ocurriendo una idea que procedió a sugerir a Nancy con la cautela del jugador de póquer que, inseguro del valor de su jugada, hace un pequeño envite para ver la reacción de sus contrincantes.
—¿Hasta qué punto está usted apegada a su vida en Londres, Nancy? —preguntó.
—Me encanta esta ciudad; pero no estoy inquebrantablemente unida a ella, no sé si me explico. A veces pienso que necesito un cambio de ambiente. Pero después de vivir aquí, no puedo volver a Berkeley. Allí, en aquel pequeño mundo académico, todos creen ser el centro del universo, y yo ya me he dado cuenta de hasta qué punto están equivocados. La triste realidad es que mis antiguos compañeros viven en un mundo totalmente aislado de la realidad.
—Pero es una lástima que unos conocimientos como los suyos se desperdicien. Existe una gran demanda de personas con su capacitación.
—¿Dónde?
—En Washington, por ejemplo.
—¿Washington?
—Claro. Y no hablo sólo del gobierno, sino también de empresas especializadas. Podría asesorar a firmas que negocian con el mundo islámico. En Washington, una persona como usted encontraría infinidad de oportunidades.
—No sé si me gustaría vivir en Washington. La verdad es que sólo estuve allí en una visita organizada por la escuela secundaria. Ya sabe: visité Mount Vernon, escuché la conferencia cívica que nos dio nuestro congresista, oí al guía de la Casa de la Moneda decir por diezmillonésima vez que «la casa no da muestras gratuitas».
—Es una ciudad fantástica. De veras. En toda Norteamérica no encontrará mejor sitio para vivir. —Al menos, eso opinaba yo hace años, pensó Duffy.
—Dicen que en Washington sólo hay un hombre por cada diez mujeres.
Duffy ahogó una risa y palmeó ligeramente la mano de su compañera.
—Nancy, no creo que deba usted preocuparse por eso.
Por la puerta asomó Rebecca, el ama de llaves.
—El almuerzo está listo, señora —anunció.
—Bueno, brindemos por el cambio —sonrió Nancy, apurando el vino de su copa—. ¿Volverá usted a Londres cuando termine lo que tiene que hacer en el norte?
—Eso espero.
—Espléndido. Entonces podrá usted seguir hablándome sobre la vida en Washington.
¿Cuánto tiempo tendré que pasar aquí?, se preguntó Jim Duffy, en el centro de acceso y visualización de satélites de Menwith Hill. El lugar era sorprendentemente parecido al centro de la NRO que había visitado cuarenta y ocho horas antes con Jack Lohnes y Keith Small: la misma serie de pantallas planas de proyección esperando la llegada de las imágenes enviadas desde el espacio por el satélite Advanced Jumpseat KH13. Duffy se encontraba junto a uno de los técnicos especializados de Menwith Hill, que estaba sentado a la consola de su ordenador, listo para procesar las imágenes en cuanto llegaran.
Menwith Hill estaba comunicado por canales seguros de voz del sistema telefónico nacional con los otros dos centros de visualización que recibirían las imágenes del satélite: el de la NRO, y el auditorio de visualización de satélites de la CIA, que era el más sofisticado de los tres centros.
Jim Duffy consultó el reloj de pared que tenía ante sí. Marcaba las 11.22 GMT/ZULU. Los militares llamaban ZULU a la hora de Greenwich. Sólo faltaban 38 minutos para que los krytrones lanzaran su primer bip. Duffy sabía que, allá en Langley, Lohnes estaría acompañado por los agentes responsables de las zonas iraní y alemana. Beberían taza tras taza de café mientras consultaban los bancos de datos de la agencia sobre Irán y Alemania.
El café es lo último que yo necesito —pensó Duffy—. Unos tranquilizantes me sentarían bastante mejor. Escuchaba los nerviosos sonidos que producía su estómago en espera de aquel primer bip. ¿Llegaría? ¿Recogerían los satélites la señal? ¿Qué clase de imagen aparecería en la gran pantalla que Duffy tenía ante sí?
—Jim…
Duffy reconoció la voz de Lohnes.
—¿Me escuchas?
—Alto y claro.
—Nos han llamado de EG&G. La Federal Express alemana informó a Shannon que el paquete fue entregado a las once y diecisiete hora de Greenwich, trece y diecisiete hora alemana.
—Eso, al menos, significa que la primera imagen que recibamos no será la de un camión de la Federal Express. Dime una cosa: ¿a qué distancia del aeropuerto de Hamburgo está esa fabrica?
—Como a una hora en coche. —El que contestó a la pregunta fue el encargado de la zona alemana.
Duffy pensó que si el Profesor quería que los krytrones llegaran a Irán cuanto antes tal vez se dirigiera directamente al aeropuerto y tomase un vuelo comercial hasta Teherán.
—¿Por qué no averiguáis qué aviones salen de allí en las próximas dos horas? —propuso—. A ver si hay algún vuelo directo a Irán o que tenga buen enlace con Teherán.
—Ya lo hemos hecho —replicó Langley—. Lo único que les serviría para algo es un vuelo de Lufthansa que sale a las catorce quince hacia Estambul vía Frankfurt. Desde allí podrían transbordar fácilmente hacia Teherán.
—Jim. —Era la voz de Lohnes—. No parece muy probable que esos tipos quieran pasarse varias horas esperando un vuelo a Teherán en el aeropuerto de Estambul con esos chismes en la maleta. ¿Por qué iban a correr ese riesgo? Nadie siente mayor antipatía hacia los mullah que los militares turcos, y los mullah lo saben.
—Atiendan.
Era una voz desconocida. Debe de ser el tipo de la NRO, se dijo Duffy. Estaba en lo cierto.
—Faltan sólo siete minutos para la hora de acceso. Será mejor que dejen libres las líneas.
Siete minutos más, pensó Duffy. Junto a él, el técnico de Menwith Hill le sirvió una taza de café del temió que alguien había dejado atentamente junto a la consola. Pese a lo que había pensado hacía unos momentos, Duffy bebió un sorbo, tratando de manifestar con su expresión una confianza que distaba de sentir. Se abstuvo de hablar, temiendo que su voz traicionara el nerviosismo que sentía.
El tiempo discurría con tan angustiosa lentitud que Duffy pensó en los inacabables minutos que pasaba pedaleando en su bicicleta estática.
—La señal ha llegado al pájaro dos —anunció de pronto el técnico de la NRO, con voz tan inexpresiva como la de un reloj parlante. El pájaro dos era el satélite estacionado sobre Jutlandia—. Y al pájaro tres. Y al pájaro uno. Estamos triangulando —la voz del hombre de la NRO seguía igual de átona.
Duffy se echó para atrás, parcialmente tranquilizado. Al menos la señal había llegado. Dentro de dos minutos, como máximo, en la pantalla aparecería una imagen.
—Las coordenadas del punto de emisión son éstas: latitud cincuenta y tres grados cincuenta y cuatro coma nueve norte, longitud diez grados dos coma cuatro este. —Los números aparecían en la pantalla según el hombre de la NRO los leía—. Hemos ordenado a nuestro pájaro que fotografíe el sitio.
—¿Se sabe a qué lugar corresponde ese punto de emisión? —preguntó Duffy a Langley.
—El ordenador lo está localizando en estos momentos —replicó Lohnes.
—¡Mierda! —exclamó el encargado de la zona alemana—. Está setenta metros al norte de la autopista doscientos seis, en el lindero con el bosque nacional Segeberg, dentro de los terrenos de un pequeño aeródromo privado situado en un lugar llamado Hartenholm.
—¡Un aeródromo privado! —exclamó Duffy.
—Pero no se trata de un aeródromo cualquiera —dijo el encargado de la zona alemana—. Pertenece al Gobierno iraní.
—Supongo que habla usted en broma. No irá a decirme que los iraníes son dueños de un aeródromo en Alemania.
—Bajo cuerda, desde luego. Lo compraron en 1993. Su amigo el profesor Bollahi organizó la compra, aunque utilizó como hombre de paja a otro iraní que vive en Marbella. Pagó con un cheque contra esa cuenta del Banco Melli de Munich a la que el Gobierno de Irán no deja de enviar fondos.
—¿Y los alemanes permitieron una cosa así? Me cuesta creerlo.
—Pues créelo, amigo. Siempre que hemos tratado de conseguir que los del Gobierno del estado de Schleswig-Holstein tomen alguna medida respecto a ese aeródromo, nos han mandado a paseo. Según ellos, la venta fue una transacción comercial totalmente normal y en Hartenholm no sucede nada anómalo.
—Bueno, pues algo más que anómalo está ocurriendo en estos mismísimos momentos.
—Llega imagen del Jumpseat —anunció la NRO.
Las imágenes que estaban a punto de ver habían entrado en el procesador central de la NRO y aparecerían mejor definidas y en formato digitalizado en las pantallas de la CIA y de Menwith Hill. Fascinado, Duffy contempló cómo iban tomando forma en la pantalla. Allí estaban en glorioso tecnicolor. A la izquierda de la imagen se veía algo que parecía la esquina de un edificio. A la derecha, rodeando la parte delantera del edificio había una zona de césped. No se veía a ningún ser humano.
—¿Pueden abrir la toma, por favor? —pidió a la NRO el técnico sentado junto a Duffy—. Factor diez. —Volviéndose hacia Duffy, el hombre explicó—: Van a multiplicar por diez la zona cubierta por la cámara. Eso nos permitirá ver un círculo de treinta metros de diámetro. Veremos más, pero se perderá definición.
La imagen de la pantalla se amplió, y quedó muy claro que, como suponían, aquello era una pista de aterrizaje. En el ángulo superior izquierdo se veía lo que parecía una pequeña torre de control. Junto a ella, una manga-veleta colgaba fláccidamente de su mástil. A la izquierda estaba estacionada una avioneta monomotor.
—¿Podemos ver más de cerca ese aparato? —preguntó Duffy—. ¿Alguien sabe lo que es?
—Parece una Cessna, probablemente un doscientos diez —dijo el encargado de la zona alemana desde Langley—. Esas dos letras, «OE», de la matrícula significan que está registrada en Austria.
—Hay unas personas saliendo de ese edificio de arriba a la izquierda —informó la NRO—. ¿Las enfocamos?
—Afirmativo —replicó Lohnes.
Cuando las cámaras satélite enfocaron la zona, Duffy vio a tres hombres caminando por el césped en dirección a la avioneta. El del centro llevaba un abrigo oscuro y cargaba en el brazo derecho lo que parecía un maletín o un gran paquete. Duffy se preguntó si estaría acaso viendo al fin la imagen de su temible rival, el Profesor.
—¿Alguien reconoce a alguien? —preguntó Lohnes.
—¿Ven al tipo de la izquierda, el que lleva una cazadora de cuero negro y una especie de gorra de béisbol? —preguntó el responsable de la zona alemana—. Apuesto a que es un tal Said Alí. Se trata de un Pasdaran, un guardia revolucionario. El servicio secreto iraní lo envió desde Teherán para que dirigiese el aeródromo. Oficialmente, el jefe es un iraní casado con una alemana, pero en realidad el tipo es un hombre de paja. El que de veras manda es Said Alí.
Los tres hombres habían llegado a la avioneta estacionada. El identificado provisionalmente como Said Alí ayudó a la figura cubierta con el abrigo negro a subir al aparato, y luego le pasó el maletín. Mientras tanto, el tercer individuo había rodeado el avión y estaba ya en el otro lado. Evidentemente, se trataba del piloto.
La NRO volvió a la ampliación por diez, de forma que pudieron seguir al aparato mientras éste se colocaba en posición de despegue en la cabecera occidental de la pista. En los tres puntos de observación, la NRO, la CIA y Menwith Hill, una docena de pares de ojos norteamericanos observaron cómo la Cessna rodaba rápidamente por la pista.
—Como no sopla viento, van a usar la pista cero cinco —comentó el encargado de la zona alemana—. Una vez en el aire, lo más probable es que tomen rumbo este, en dirección a Lübeck.
Duffy observaba la pantalla con hipnótica fijeza. Ahí van mis krytrones, hacia Irán.
Cuando la Cessna llevaba cinco minutos de vuelo, el controlador de la NRO anunció:
—Nuestro objetivo se ha estabilizado a mil seiscientos metros de altura. Vuela en dirección este-sureste con un rumbo de ciento treinta y cinco grados. Si continúa así, dentro de aproximadamente sesenta y cinco minutos abandonará el espacio aéreo alemán y entrará en Polonia.
—¿Seguiremos recibiendo imágenes del aparato? —preguntó Duffy—. ¿Vaya a donde vaya?
—Así es, a no ser que comience a volar bajo una capa de nubes sumamente densa.
—Bueno, eso es algo que sin duda puede suceder en esta época del año. Jack, ¿no deberíamos pedir a la Base Aérea del Rin que envíe un AWACS[13] para que siga a esa Cessna por medio de sus sistemas de radar? Así dispondríamos de dos localizaciones en vez de una sola.
—De acuerdo, Jim. Ahora mismo haremos una petición urgente al Pentágono. También he pedido a uno de nuestros expertos en aviación que venga al centro de visualización para ayudarnos en el seguimiento del vuelo de la avioneta.
Eran las 12.47 GMT, y sólo faltaban trece minutos para el segundo bip, que les daría la confirmación definitiva de que los krytrones se encontraban efectivamente en la Cessna, que había comenzado a volar sobre el mar en Traumunde, cerca de la vieja base de experimentación de cohetes nazi.
Segundos después de que el reloj de pared de Menwith Hill marcase las 13.00 GMT, la NRO anunció:
—Nuestros tres pájaros Sigint han recibido la señal. Estamos triangulando. —Se produjo una leve pausa, y luego—: La triangulación establece que la señal procede de una altura de mil quinientos sesenta y cuatro metros, catorce metros y medio a popa de la actual posición del objetivo. La fuente de la emisión se encuentra a bordo de ese aparato.
Duffy tuvo ganas de levantarse y lanzar un grito de júbilo, pero se limitó a manifestar su alegría con una torcida sonrisa.
—Escucha, Jack —dijo a su colega del otro lado del Atlántico—. ¿Es posible que ese pequeño aparato llegue hasta Teherán sin hacer ninguna escala? ¿Llevan combustible suficiente para un trayecto como ése?
—Te contesta nuestro experto en aviación.
—Señor Duffy. —Como la voz era desconocida, Duffy supuso que pertenecía al experto—. Tiene usted razón. El combustible es la clave. Suponiendo que vuelen siguiendo la ruta más idónea, cosa que parecen estar haciendo, cruzarán Polonia con rumbo sureste, entrarán en Ucrania probablemente por algún punto al este de Lublin, rodearán Kiev y luego, manteniéndose bien al norte del espacio aéreo turco, sobrevolarán Armenia y Azerbaiyán hasta llegar al mar Caspio, donde tomarán dirección sur para entrar en Irán. En total son más de tres mil kilómetros.
—¿Y pueden hacerlos de un tirón?
—Suponiendo que lleve depósitos de combustible suplementarios, es posible, aunque por los pelos. Lo más razonable sería hacer escala para repostar.
—Bueno, supongo que volar en avioneta no es tan sencillo como ir en coche por autopista. Uno no detiene una avioneta junto a un surtidor de gasolina y dice «lléneme el depósito». Allá donde aterricen, le preguntarán al piloto de dónde procede y adónde se dirige. Le pedirán un plan de vuelo y documentos de identificación, ¿no?
—No esté tan seguro. Dudo mucho de que, si aterrizan en un pequeño aeródromo de Polonia y piden una carga de combustible de avión, alguien les pida el plan de vuelo. Creo que se darán por contentos con realizar la venta y no entrarán en más averiguaciones.
—Pero supongo que, con combustible o sin él, esa avioneta no puede recorrer toda esa distancia sin que algún radar capte su presencia. Digo yo que lo obligarán a aterrizar y a explicar qué demonios hace y adónde se dirige.
—Sí, antes de despegar es obligatorio presentar el plan de vuelo al servicio de información aeronáutica alemán. Pero supongamos que esos tipos desean efectuar el vuelo ilegalmente, sin que nadie se entere. Lo primero que con toda certeza se abstendrán de hacer es comunicarle nada a los alemanes ni a nadie. Saben que en Alemania pueden despegar y aterrizar sin necesidad de plan de vuelo siempre que no se propongan salir del espacio aéreo alemán.
El experto hizo una pausa y luego siguió:
—Antes del despegue, habrán desconectado el transmisor del aparato, de modo que no emita señal alguna a los radares de control de tráfico aéreo. Volando a una altura de mil quinientos o mil setecientos metros, que es la ideal para consumir menos combustible, tienen un noventa por ciento de posibilidades de que los radares civiles alemanes no capten su presencia. Y, una vez que entren en Polonia, por lo que a los alemanes respecta, habrán dejado de existir.
—Por cierto —dijo Duffy—, ¿podrá ese avión AWACS decimos si ha desconectado su transmisor?
—Así es. El caso es que pasan a Polonia y rodean los radares de control de tráfico aéreo de Varsovia y Lublin. Si permanecen a una altura de entre mil seiscientos y mil ochocientos metros, lo más probable es que nadie detecte su presencia. O, si la detectan, supondrán que se trata de una bandada de gansos.
—¿Y en Ucrania?
—Ahí la situación es jodida. Los radares, o no funcionan, o funcionan mal, y los técnicos no tienen la capacitación adecuada. En cuanto a Armenia y Azerbaiyán, en esos sitios ni siquiera hay cobertura de radar.
—Entonces, parece que la cosa es absurdamente fácil.
—Pues sí, mucho más fácil de lo que la gente cree. En último extremo, todo se reduce a la cantidad de combustible que hayan logrado meter en ese aparato. Supongo que la NRO está grabando las imágenes que nos llegan vía satélite.
—En efecto —respondió la NRO.
—¿Pueden transmitir la secuencia del despegue a uno de mis monitores en la agencia?
—Desde luego. Le mandamos la secuencia —contestó la NRO.
Minutos más tarde, la voz del experto en aviación volvió a sonar en la línea.
—Aunque no había viento, ese piloto utilizó para el despegue un tramo enorme de pista —anunció—. Lleva una carga de todos los demonios. Por lo que sabemos, a bordo sólo van dos personas, el pasajero y el piloto. Y un maletín. Así que, suponiendo que el resto del peso sea combustible, tal vez puedan hacer el viaje sin escalas.
—Jim —intervino Lohnes—, el AWACS tiene al aparato en su pantalla. Lleva el transmisor desconectado, así que, efectivamente, intenta pasar inadvertido.
—El aparato ha salido del espacio aéreo alemán —anunció la NRO—. Está entrando en Polonia por un punto al norte de Szczecin, con un rumbo de ciento quince grados este-sureste.
La NRO envió a las pantallas de los tres puntos de observación un NAVTAC[14] del territorio sobre el que volaba la Cessna. El aparato en sí estaba representado por un pequeño avión rojo. La cosa semejaba un juego, pero a Duffy le parecía mucho más interesante que ver la imagen real, tomada por las cámaras satélite, del aparato volando por el cielo.
El experto de Langley preguntó:
—¿Puede la NRO darnos la velocidad a la que vuela el aparato?
—Va a algo más de doscientos cincuenta kilómetros por hora —fue la respuesta.
—Es lógico —dijo el experto—. Ese tipo trata de ahorrar combustible. A esa velocidad, podemos calcular como hora prevista de llegada a Teherán las 00.00 horas GMT, o las 03.00 hora local. O quizás un poco más tarde, según qué ruta siga.
Duffy se dio cuenta de que tendría que permanecer allí sentado durante horas, mientras el avioncito rojo cruzaba Polonia y Ucrania. Abandonar Menwith Hill antes de que la operación concluyese era impensable. E igualmente impensable resultaba ponerse a pasear por las instalaciones. Ni siquiera a los jefes de la CIA se les permitía deambular sin escolta por Menwith Hill. Lo único que podía hacer era seguir allí sentado, pensando en el siguiente paso de la operación.
¿Dónde podían haber ocultado los iraníes sus proyectiles nucleares? ¿En las proximidades de su inacabada planta nuclear de Bushire, cerca de la boca del golfo Pérsico? No, los mullah eran demasiado listos para hacer algo así. Sabían que, si los israelíes decidían un buen día acabar con las instalaciones nucleares iraníes como habían acabado con el reactor Osirak de los iraquíes en Bagdad, aquél sería el primer lugar en que investigarían.
Era mucho más probable que los hubiesen escondido al norte de Teherán, en las proximidades del lugar en el que en tiempos había estado enclavado el Departamento Nacional de Energía Atómica del shah, junto al Centro Iraní de Telecomunicaciones, en el corazón de una zona residencial densamente poblada. Cualquier ataque a un vecindario como aquél implicaría un horrible montón de muertes de civiles iraníes, gente que, probablemente, era ya contraria al régimen. ¿Cómo se tomarían una matanza así los iraníes que estaban comenzando a dejar de apoyar a los mullah? ¿Y qué efectos tendría entre los musulmanes del resto del mundo?
Sería como si los norteamericanos les dijesen a todos los musulmanes del planeta: «No estamos dispuestos a tolerar que los musulmanes tengáis acceso a las armas nucleares. Los israelíes, no importa, pero los musulmanes, ni hablar. No nos fiamos de vosotros».
A veces daba la sensación de que siempre que se intentaba hacer algo por controlar el avance del islam radical, se terminaba fortaleciendo tal movimiento, incrementando la hostilidad islámica hacia Occidente. Si la idea de Duffy tenía éxito, algo era seguro: el Gobierno estadounidense se vería inmerso en una pesadilla.
Diez horas más tarde, Duffy seguía con la vista fija en la pantalla de representación visual del satélite, observando el pequeño símbolo rojo que representaba a la Cessna arrastrarse por el centro del mar Caspio camino de Irán. El aparato del AWACS de la Base Aérea del Rin había sido sustituido por otro avión similar procedente de la base de la fuerza aérea de Incirlik, en Turquía.
A la Cessna aún le quedaban 250 kilómetros para llegar a Teherán, una hora de vuelo sobre la cordillera Elburz. Probablemente llegaran a destino a eso de la 01.00 GMT, 04.00 hora local. El satélite estaba enviando imágenes nocturnas infrarrojas, pero su definición no podía ni compararse con la de las que se recibían en horas de luz. Lo más difícil de toda la operación sería seguir al Profesor —a Duffy no le cabía ya la menor duda de que el hombre del abrigo oscuro era el Profesor— y a su maletín hasta el vehículo que acudiera a recibirlo, y luego seguir a ese vehículo hasta el escondite de los krytrones. ¡Qué ironía! El plan había funcionado hasta el momento como un reloj y ahora, en la fase final, todo podía venirse abajo.
—¡Atención! —exclamó el controlador de la NRO—. El aparato acaba de girar sesenta grados a la izquierda. Ahora vuela hacia el sur-sureste en un rumbo de doscientos cuarenta grados.
—¿Qué demonios significa eso? —preguntó Duffy al técnico de Menwith Hill que lo acompañaba.
—Quizá su destino final no sea Teherán.
Mientras tanto, la NRO había trazado en el mapa en que seguía el vuelo del aparato el camino que recorrería éste en su actual rumbo. La avioneta iba hacia la confluencia de las líneas fronterizas de Irán, Pakistán y Afganistán, dejando bien al sur las grandes ciudades de Qom, Ispahán y Yazd.
—¡Atención! —repitió el hombre de la NRO—. El aparato acaba de romper el silencio de radio para informar a la torre de Teherán que dispone de suficiente combustible para llegar a su destino final. Dio como hora prevista de llegada las 05.30 hora local, es decir, las dos y media GMT.
—Tanto la NSA como los AWACS han estado vigilando sus comunicaciones por radio —informó a Duffy el técnico de Menwith Hill.
—¿Dijo cuál era ese destino final? —preguntó a la NRO alguien de la CIA.
—Negativo; pero dada su velocidad, será a mil trescientos o mil cuatrocientos kilómetros de su actual posición.
—El piloto es endiabladamente bueno —reconoció el experto en aviación de la CIA—. Al final del viaje tendrá que mear en el depósito de combustible para mantener el aparato en el aire.
Pese a las largas horas de vigilia, Duffy se encontraba ahora totalmente despabilado y con el torrente sanguíneo anegado de adrenalina. La fase final de su plan se estaba acercando. Cuando la Cessna ya casi estaba en la frontera iraní, la NRO anunció:
—¡Atención! El aparato ha comenzado a descender y se encuentra ahora a mil doscientos noventa y cinco metros. —Eran las 02.55 GMT, 04.55 hora local.
—¿Qué aeropuertos quedan cerca de su actual posición? —preguntó la CIA.
—El más próximo es un pequeño aeródromo civil situado en una pequeña población llamada Zabol. Sus instalaciones permiten el aterrizaje nocturno.
¡Zabol!, pensó Duffy. ¿No se mencionaba aquel sitio en las intercepciones de la NSA? ¿No se había llamado desde allí al móvil clonado de Estambul?
En la gran pantalla que Duffy tenía ante sí se veía a la Cessna describiendo un amplio arco para enfilar la pista de aterrizaje. Segundos más tarde se encendieron dos hileras de luces en tierra y la pista quedó iluminada. Aún no había amanecido, y las imágenes procedentes del satélite Jumpseat carecían de la precisión que tenían cuando la avioneta estaba despegando del aeródromo alemán. Ahora eran grisáceas y algo difusas, pero Duffy pudo seguir sin esfuerzo la toma de tierra del aparato y su recorrido por la pista.
El piloto detuvo la avioneta y rodó hacia lo que parecía ser el edificio de administración del aeródromo. En la imagen apareció un Baby Benz 190 negro que iba en dirección a la Cessna.
—A los mullah les encantan los Baby Benz —rió en Langley el encargado de la zona iraní—. Entre 1989 y 1993 los compraron por docenas.
Cuando el coche llegó a la avioneta, el piloto detuvo el aparato. El técnico de la NRO enfocó la Cessna y Duffy, fascinado, observó cómo el hombre del abrigo oscuro, que indudablemente era su rival, el Profesor, se apeaba del avión.
—¡Vaya por Dios! —exclamó de pronto—. ¡El tipo se ha caído!
—No se preocupe —dijo el encargado de la zona de Irán—. Está besando el suelo y rezando una oración de acción de gracias, como hizo el ayatolá Jomeini cuando regresó a Irán.
Así era. Terminada su plegaria, el Profesor se incorporó y recibió los abrazos de los cuatro hombres que habían salido del Baby Benz. Dos de ellos, tocados con turbantes, eran evidentemente clérigos. Los otros dos, con armas al hombro, parecían guardas de corps, aunque ninguno de ellos vestía uniforme.
—Pasdaran —aventuró el encargado de la zona de Irán—. Otra vez los guardias revolucionarios.
Siempre sin separarse de su maletín, el Profesor entró en el coche. En la salida del aeródromo, dos 4 x 4 provistos de ametralladoras se colocaron en posición de escolta delante y detrás del vehículo.
La comitiva atravesó a buena velocidad las vacías calles del aún dormido Zabol y siguió por la carretera asfaltada que discurría en dirección sur por terrenos predominantemente deshabitados y sin cultivar. A treinta kilómetros de Zabol, los vehículos pasaron como una exhalación por otra durmiente aldea. Luego la carretera comenzó a ascender hacia unos escarpados montes. Al cabo de kilómetro y medio, la comitiva giró hacia el este por lo que parecía un camino de tierra y casi inmediatamente se detuvo ante un control de carretera atendido por una docena de hombres armados pero no uniformados.
—No se ve a un solo soldado iraní —comentó Langley—. Sólo guardias revolucionarios. Parece que esta operación la ha organizado única y exclusivamente el Pasdaran.
—¿Y eso qué significa? —quiso saber Duffy.
—Que posiblemente en Teherán hay mucha gente que ignora lo que ahí sucede.
—Pues no cabe duda de que los tipos de la imagen sí saben lo que ocurre y se alegran de que ocurra.
Los guardias parecían estar saltando de júbilo a causa de la llegada del Profesor. El vehículo siguió su marcha, y nuevos guardias se acercaron a recibirlo. Giró a la izquierda y comenzó a subir por una cuesta, seguido por un jubiloso grupo de guardias revolucionarios.
El camino conducía a lo que parecía ser una explanada artificial lindante con un alto promontorio montañoso. De la falda del monte surgía una especie de pórtico que parecía la entrada a una instalación situada bajo tierra o en el interior de la ladera. Un nuevo grupo de hombres, éstos desarmados, salieron en tropel del pórtico y fueron a rodear el coche del Profesor, golpeando con las palmas de las manos la carrocería del vehículo a modo de bienvenida al visitante.
El Profesor salió a aquel mar de brazos y manos. Siempre con su maletín, avanzó por entre el alborozado grupo con el digno paso de un general inspeccionando su guardia de honor, al tiempo que se llevaba una y otra vez la mano a la cabeza y el corazón, repartiendo saludos islámicos. Luego su figura desapareció en el interior de la instalación secreta que los iraníes habían excavado en la ladera del monte.
Bueno —se dijo Duffy—, ya está. Nuestros krytrones llegaron a puerto.
—¡Felicidades, Jimbo! —exclamó Lohnes desde Washington—. Tu idea no podría haber salido mejor.
Duffy estaba demasiado cansado, demasiado agotado por la tensión de las últimas diez horas, para sentir la euforia del éxito. En vez de ello, de pronto se sentía exhausto y hambriento.
—Supongo que, a partir de ahora, tendremos un satélite espiando ese lugar las veinticuatro horas del día —comentó.
—Dalo por hecho. Voy a llamar a la Casa Blanca para anunciar que nuestro plan ha dado resultado.
Duffy se puso en pie.
—Voy a comer algo en la cafetería antes de caer redondo en la cama —dijo al técnico de Menwith Hill que lo acompañaba.
—Vaya. Yo seguiré un rato más aquí, vigilando.
Mientras Duffy se comía una hamburguesa en mitad de la campiña británica, el hombre al que había seguido a través de media Europa y parte de Asia se estaba solazando con la contemplación de lo que, con plena justificación, consideraba un triunfo de la ingeniería iraní. Sus ingenieros, ingenieros islámicos, habían excavado un laboratorio nuclear plenamente equipado en la ladera de una montaña situada en uno de los últimos confines de Irán. Las instalaciones estaban repartidas en tres plantas, una al nivel del suelo y otras dos excavadas bajo la superficie de piedra caliza. Se accedía a las plantas subterráneas por medio de un par de ascensores, y la entrada principal de la instalación estaba protegida por dos inmensas puertas correderas de acero que permanecían cerradas cuando nadie necesitaba entrar ni salir del laboratorio.
Toda la instalación estaba ventilada por filtros electrostáticos de aire, de modo que en el interior no circulaba ni una partícula de material radiactivo. El aire fresco procedente del exterior era filtrado y mantenido en circulación a una temperatura constante de 18 grados centígrados por medio de enormes unidades de aire acondicionado. Las instalaciones recibían la electricidad necesaria a través de un cable subterráneo que las conectaba con un generador alimentado por gas situado a un kilómetro de distancia.
El equipo del Profesor, constituido por científicos y técnicos formados mayoritariamente en Occidente, había dispuesto allí todo lo necesario para el paso final de la Operación Jalid. Había hileras e hileras de ordenadores, los mejores del mundo, IBM, naturalmente, e incluso un Cray 3X, una máquina sujeta a los más rigurosos controles norteamericanos de exportación que el Profesor había conseguido en la zona libre del canal de Panamá.
Con ayuda de aquellos ordenadores los científicos del Profesor, tras muchas semanas de trabajo, habían obtenido el soñado diseño mediante el cual les sería posible hacer detonar sus tres artefactos nucleares.
El Profesor confió su precioso maletín a un físico de 47 años formado en el MIT, nombrado por él ingeniero jefe de la Operación Jalid. No necesitó decir qué contenía el maletín. El otro lo sabía perfectamente. Amorosamente, el científico se llevó el maletín de cuero a los labios y lo abrazó con el fervor que cualquier otro hombre hubiese reservado para Sharon Stone.
—Venga, Profesor —dijo—. Quiero enseñarle los revestimientos para nuestros tres núcleos de plutonio. —Los revestimientos eran seis hemisferios de cobre finamente laminado que serían fijados en parejas en torno a cada uno de los tres núcleos. Sobre la superficie de cada revestimiento había treinta muescas, «lentes», situadas en los lugares exactos en que, según los cálculos, se obtendría la máxima fuerza explosiva de los tres núcleos.
Calcular con la debida tolerancia la ubicación de aquellas lentes había requerido semanas de trabajo con máquinas laminadoras controladas por ordenador. Habían ido controlando el trabajo por medio del láser, midiendo tolerancias de menos de diez angstroms —la milmillonésima parte de un metro—, una distancia tan infinitesimalmente pequeña que el ojo humano no podía percibirla ni siquiera con la ayuda del más potente de los microscopios.
El Profesor contempló con admirado pasmo el trabajo de sus ingenieros.
—Dios sea loado —dijo, con voz reverente—. Va usted a conferir un poder sin igual a los guerreros islámicos.
Luego se dirigió a la bóveda en la que estaban almacenados los tres preciosos núcleos de plutonio extraídos de los proyectiles de artillería que el Profesor había comprado en Kazakstán. Cuando los habían sacado de sus vainas, los núcleos tenían forma elíptica, para adaptarse a la configuración de los proyectiles. Luego los habían metido en un horno lleno de gas inerte y los habían fundido en su actual forma esférica. Ahora, convertidos en bolas perfectamente laminadas y pulidas, se encontraban almacenados en «celdas calientes» llenas de gas argón, porque el plutonio, de modo similar al sodio, puede reaccionar ante una atmósfera húmeda estallando en llamas. En cada una de las celdas, un par de mangas permitía que los ingenieros trabajasen con las esferas sin perturbar el gas del interior.
El Profesor mostraba en los labios una resplandeciente sonrisa. Aquella instalación era un inmenso triunfo. Había sido realizada y equipada en apenas un año. Los fondos para tal tarea habían salido de sus cuentas secretas. Todo el proyecto había sido estrictamente supervisado por el Comité de Operaciones Secretas. Sólo unos pocos líderes del régimen, los más destacados, estaban al corriente de lo que allí sucedía. Ninguno de los reformistas que se apiñaban en torno a Mohammed Jatamí, el nuevo y mal aconsejado presidente, tenía ni la menor idea de que el lugar existiese.
Había llegado el momento de informar al comité que él y su precioso maletín habían llegado sanos y salvos a las instalaciones subterráneas.
Digerido ya su temprano piscolabis, Jim Duffy regresó al centro de visualización de Menwith Hill a fin de echar un vistazo a las últimas imágenes antes de regresar a Londres para descabezar un muy necesitado sueño.
Al verlo llegar, el técnico encargado del centro le dijo:
—Me alegro de que haya vuelto. Acaban de llamarlo desde su oficina por línea segura. Quieren que regrese usted a Washington cuanto antes. Si es posible, hoy mismo.
Macbeth ya no podrá dormir —se dijo irónicamente Duffy—, a no ser que lo haga en el Concorde. Se volvió para echar un último vistazo a la instalación secreta de los iraníes. En aquel rincón del Irán oriental ya se había hecho de día, y las imágenes del satélite eran claras y nítidas. A la izquierda de la entrada de la excavación en la ladera del monte había dos edificios idénticos de dos pisos, que tal vez fueran almacenes o cuarteles para los guardias Pasdaran del lugar.
—¡Mire! —dijo al técnico—. Hay gente saliendo por la puerta principal.
—NRO, quiero que enfoques la entrada —pidió el técnico.
Era el Profesor, llevando aún, según Duffy pudo ver, su largo abrigo oscuro. Debía de hacer frió en el lugar. Acompañado por un ayudante, el Profesor se dirigió al centro de la explanada que se extendía frente al escondite de la montaña. El hombre tenía entre las manos lo que a Duffy le pareció un ordenador portátil.
—¡Hijo de puta! —exclamó el técnico—. Ese tipo se ha hecho con uno de esos nuevos teléfonos Inmarsat.
—¿Qué es eso?
—Un teléfono que permite comunicarse directamente vía satélite con una estación de tierra.
El Profesor ya había bajado lo que parecía ser la pantalla del ordenador.
—Qué rapidez. Asi nadie podrá triangularlo.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el perplejo Duffy.
—¿Recuerda usted al tipo aquél, Dudayev, que dirigía la guerra contra los rusos en Chechenia?
—Claro.
—Bueno, pues él tenía uno de esos chismes. Lo malo fue que habló demasiado por él. Uno de nuestros pájaros interceptó su señal y averiguamos su situación por medio de la ubicación direccional, el mismo sistema que utilizamos aquí. Como era la semana de «seamos buenos con Boris Yeltsin», pasamos la información a nuestros amigos rusos. Lo que ellos hicieron fue utilizar uno de sus misiles aire-tierra SU 25 provisto de guía láser. Lo apuntaron hacia el lugar de procedencia de la señal, dispararon y… adiós Dudayev.
Duffy lanzó un silbido.
—Quizá pudiéramos hacer algo así con el Profesor.
—Eso sólo sería posible si su amigo se volviese más parlanchín.
Cosa que probablemente no hará, pensó Duffy. Hubiera apostado cualquier cosa a que lo que acababa de presenciar era cómo el Profesor realizaba una de aquellas transmisiones BRAINWAVE que la NSA estaba interviniendo y descifrando. Probablemente, antes de que se subiera en el avión de Washington, tendría el texto entre las manos.