El gobierno estadounidense no tiene ninguna instalación más secreta que la estación de Menwith Hill del Comando de Inteligencia y Seguridad del Ejército de Estados Unidos, ubicada en las verdes lomas de los Yorkshire Dales, muy cerca de Harrogate, en la A-59, a 275 kilómetros del centro de Londres. Para tratarse de un lugar ultrasecreto, resulta sorprendentemente fácil de identificar desde los coches que pasan por las proximidades. A un kilómetro de distancia, un conductor distingue las 23 cúpulas de antenas giratorias que se alzan contra el horizonte como inmensas bolas de golf esperando el golpe de un gigantesco palo. Luego, más cerca, cien «mástiles polares», antenas verticales y parabólicas, rodean la base como púas de puercoespín en tres círculos concéntricos.
Menwith Hill es el máximo exponente de la capacidad tecnológica de Estados Unidos para envolver el planeta en un abrazo electrónico. Sus antenas polares y parabólicas extraen del cielo una bullabesa electrónica, la sopa del ciberespacio, formada por todo tipo de comunicaciones: transmisiones vía satélite de llamadas telefónicas y fax, llamadas de teléfonos móviles, pornografía en Internet, transferencias codificadas por valor de miles de millones de dólares, la huella dactilar electrónica de un tanque serbio disparando un misil en Bosnia o la de un caza ruso lanzando un proyectil aire a tierra contra un blanco checheno. Prácticamente cualquier forma de comunicación electrónica que no pase a través de un cable de fibra óptica no intervenido se encuentra al alcance de las hambrientas fauces de Menwith Hill.
Tan restringida es la instalación que a ningún miembro del Parlamento británico se le ha permitido nunca acceder a ella. Los terrenos sobre los que está construida son propiedad de Estados Unidos. Se compraron en 1951, y se siguen rigiendo por el protocolo secreto firmado por Harry Truman y Winston Churchill. Sus dos mil empleados civiles y militares incluyen especialistas de todo tipo, desde intérpretes de tibetano a técnicos informáticos capaces de desentrañar los programas de ordenador más complicados diseñados por el hombre o por Bill Gates.
En aquella fría mañana de febrero, Jack Galen, de cuarenta y dos años, jefe de operaciones de la base, recorrió el sendero que comunicaba su residencia en el bloque de apartamentos 42, en lo alto de la colina, con los bajos edificios carentes de ventanas del bloque de operaciones. Galen era un civil que ocupaba un alto cargo en la NSA. Esto no era sorprendente, ya que, si bien técnicamente y para no herir las susceptibilidades británicas. Menwith Hill se encontraba bajo jurisdicción militar, para todos los efectos prácticos, la instalación estaba regida por la NSA.
Eran las 6.30 y Galen llegaba como siempre con media hora de antelación al primer cambio de guardia del día, que tenía lugar a las siete de la mañana. Frente a él, el gran bloque de operaciones, con sus cuatrocientos metros de largo, se encontraba bañado por la intensa iluminación de seguridad. Caminó entre el estacionamiento y la verja metálica coronada por alambre de espinos hasta las dobles puertas de vidrio del edificio conocido como Steeplebush II, la única entrada exterior al bloque de operaciones. El policía militar de guardia inspeccionó el pase de Galen, provisto de foto en color y de una etiqueta separada en la que aparecía una sopa de letras de nombres clave, los de las zonas de seguridad a las que le estaba permitido el acceso.
Se dirigió a la cafetería de la base y pidió una gran taza de café para empezar el día. Luego, taza en mano, subió en ascensor a la planta de operaciones, donde los guardias de seguridad volvieron a examinar su identificación.
—Señor Galen —dijo uno de los guardias—, en la SCIF[6] hay una cosa para usted.
La SCIF, el sanctasanctórum de aquella instalación ultrasecreta, era una sala sin ventanas e insonorizada a la que se accedía por una puerta de seguridad cuya combinación sólo conocían doce de los dos mil empleados de Menwith Hill.
—Bueno, ¿qué ocurre? —le preguntó al oficial de guardia del interior.
El hombre señaló la carpeta gris que había sobre uno de los tres escritorios de la estancia.
—Llegó anoche. Es una nueva transmisión BRAINWAVE.
Galen tomó la carpeta. Estaba marcada «Alto Secreto. Sólo para sus ojos C\OPS-F830». En su interior había una cinta magnética y una transcripción del material incluido en ella, una indescifrable mescolanza de números y símbolos como %$#@.
El hombre de la NSA lanzó un suspiro y dio un sorbo al café de su taza. Durante la siguiente hora necesitaría estar bien despabilado. Metió la cinta en una máquina conectada a una de las dos pantallas del ordenador de su escritorio. La máquina fue proyectando en el monitor los caracteres de la cinta, uno a uno, y ampliándolos de tamaño. Galen estudió el primer carácter, la letra «W», y luego el segundo, el símbolo «&». Al llegar al quinto, la letra «A», se interrumpió. Metido en el lugar en que las dos líneas inclinadas de la letra convergían, había un micropunto. Copió la letra en su segunda pantalla y continuó con su trabajo.
Galen tardó más de una hora en examinar los cientos de caracteres del texto en clave interceptado por los sistemas de escucha de la NSA. De cuando en cuando, encontraba otro micropunto escondido en algún recóndito rincón de alguno de aquellos caracteres, y lo añadía a la cadena de caracteres que se iba formando en el segundo monitor.
Terminada ya la primera fase del trabajo, Galen salió de la SCIF y se dirigió a otro departamento de acceso restringido, el depósito de SBI[7]. Allí solicitó del oficial de guardia el disquete de BRAINWAVE y regresó a la SCIF. Insertó en el segundo ordenador el disquete de BRAINWAVE. El disquete contenía un diagrama esquemático del algoritmo codificador del texto interceptado por los aparatos de escucha de la NSA. El diagrama incorporó a continuación cada uno de los micropuntos que habían sido introducidos secretamente en el mensaje durante el proceso de codificación. Luego los comparó con la base de datos del disquete de BRAINWAVE y proyectó en la pantalla una serie de letras y números. Esa misteriosa serie de caracteres era la clave del programa empleado para codificar el texto claro original.
Galen introdujo esa clave en su primer ordenador e hizo pasar la grabación magnética por la máquina. La incomprensible serie de caracteres de la grabación apareció de pronto inteligible en la pantalla del ordenador, en la versión clara del texto del remitente, que comenzaba: «En nombre de Alá el Clemente, el Compasivo». El hombre de la NSA observó fascinado cómo el texto se iba formando.
—Esos sinvergüenzas suizos… —masculló, mientras leía—. Otra vez los atrapamos.
BRAINWAVE era uno de los mayores y más secretos triunfos de la NSA. Conscientes de que, por un precio adecuado, las compañías suizas como CIPHERS A. G. le vendían cualquier cosa a cualquiera, la NSA había conseguido infiltrar a una matemática sueca en el equipo de élite de científicos responsables de la creación del complejísimo algoritmo en que se basaban las máquinas codificadoras de CIPHERS A. G. Naturalmente, el algoritmo debía ser capaz de reconocer la clave escogida por el remitente para codificar su texto. Actuando en colaboración con la NSA, la sueca había modificado el algoritmo a fin de que introdujese subrepticiamente en el texto codificado una sucesión de micropuntos. Adecuadamente leídos por alguien que supiera que tales micropuntos estaban allí y fuera capaz de encontrarlos, los micropuntos revelaban la clave codificadora utilizada por el remitente. «Un caballo de Troya ultrasecreto» era el nombre que habían dado al ardid el puñado de agentes de la NSA responsables de él.
Los suizos como Herr Zurni, de CIPHERS A. G., que no tenían ni idea de que su maravilloso equipo codificador había sido infiltrado, vendían docenas de aquellas máquinas a clientes de todo tipo: el Vaticano, los sirios, los iraquíes, el Gobierno radical islámico sudanés de Hassan el Turabi, blanqueadores de dinero, el libio Muammar al-Gadafi.
Gracias a una intercepción de BRAINWAVE, los norteamericanos habían tenido la prueba de que los libios eran los responsables del atentado con bomba en la discoteca La Bolle de Berlín. Sin embargo, cuando solicitó el apoyo aliado para su ataque aéreo contra Trípoli, la Administración Reagan no quiso revelar cómo había conseguido tal prueba. Margaret Thatcher aceptó la palabra del presidente estadounidense. No ocurrió lo mismo con François Mitterrand, que, siempre receloso de las intenciones norteamericanas, se negó a permitir que los aviones norteamericanos sobrevolaran territorio francés camino de Trípoli.
Naturalmente, el texto de aquella intercepción no le dijo nada a Galen. El hombre advirtió que el mensaje contenía nombres como «Falcon» y «Djailani» y que había sido enviado desde un número de Hamburgo a un número de Teherán. Sus órdenes eran remitir inmediatamente todas las intercepciones de BRAINWAVE a la central de la NSA en Fort Meade, Maryland.
Redactó un informe completo para mandarlo con el texto de la intercepción a través del N. S. T. S.[8] y lo envió todo a través de la «bola de golf» número dos mucho antes de que la gente de la central que debería ocuparse de él se levantara de la cama.
El destino final de Babe Osman, el más joven de los cinco hermanos Osman, y su maleta llena de dinero se encontraba al final de un pequeño callejón sin salida situado en el elegante segundo distrito de Buda, separado por el Danubio de la otra mitad de la capital húngara, Pest. Se trataba del Banco Central Europeo Internacional, en el 4/14 de Medve Ul. Los narcotraficantes guardaban el secreto de ese casi desconocido banco húngaro con el mismo celo con que los gourmets parisienses se guardaban para ellos las direcciones de sus pequeños bistrots favoritos.
El banco, establecido en 1979 por el antiguo régimen comunista húngaro, disfrutaba para sus operaciones monetarias de la condición de extraterritorialidad, y se encontraba excluido por estatuto especial de las regulaciones impuestas al sistema bancario nacional por el Banco Central de Hungría. Utilizaba el sistema austríaco Pass Book[9] de cuentas identificadas sólo por el número o nombre que figuraba en el libro de contraseñas facilitado por el banco al titular de la cuenta.
Utilizando una de esas cuentas, cualquiera podía entrar en el banco, mostrar su Pass Book y depositar en la cuenta cualquier cantidad de dinero en cualquier tipo de moneda. Franklin Jurado, un graduado de la Harvard Business School que fue el experto en blanqueo de dinero del cártel de Cali, había hecho una lista de los centros mundiales de blanqueo, calificándolos según su seguridad, discreción y eficacia. El Banco Central Europeo fue calificado como el mejor establecimiento de Europa para inyectar dinero en el sistema bancario.
Sosteniendo no sin esfuerzo su maleta llena de dinero, Babe entró en el discreto edificio del banco diciéndose que los billetes de banco pesaban una tonelada. Una vez en el interior de la institución, mostró su Pass Book a un guarda armado y fue conducido a un pequeño despacho. Minutos más tarde, una joven empleada del banco se reunió con él. Babe le mostró su Pass Book, extendido a nombre de Turktex, y comenzaron a separar las diferentes divisas que contenía la maleta y a anotar su valor en dólares estadounidenses, la moneda con que se efectuaban todas las transacciones internacionales.
El total ascendía a 822 530 dólares. La empleada extendió a Babe un recibo por esa cantidad en un formulario bancario oficial en el que aparecía el nombre de la cuenta, Turktex, y su número, y llamó a un guarda armado para que llevase el dinero a la bóveda. Mientras la mujer hacía esto, Osman extendió una orden dando instrucciones al banco de transferir 820 000 dólares a la cuenta de Turktex en la Sovereign Guarantee Trust Company de la Gran Caimán.
Luego se despidió de la empleada y se fue. La transacción apenas había durado veinte minutos. El dinero saldría hacia su destino antes de la hora de cierre, y no sería más que una minúscula mota en los dos billones de dólares que todos los días circulaban por el planeta en forma de transferencias bancadas. Babe sabía que la Fincen[10] estadounidense y la Financial Action Task Force, formada por veintiocho países, sólo se molestaban en rastrear las transferencias bancadas que superaban el millón de dólares. Por consiguiente, tenía buen cuidado de evitar transferir fondos por encima de esa suma. Babe sabía también que lo que las autoridades requisaban no llegaba ni al uno por ciento del total de dinero blanqueado, menos de la cuarta parte de lo que él había pagado como comisión para convertir sus billetes de cincuenta libras en billetes de mil marcos. ¡El mundo era maravilloso!
Lo último que hizo antes de comenzar su viaje de regreso a Amsterdam fue llamar a Selim, el patriarca de la familia, al Gran Hotel Barcelona de Estambul, a fin de comunicarle la cantidad exacta de dinero que iba camino de las Caimán.
Selim estaba esperando la llamada. Había llegado el momento de encargar otro alijo de morfina base al simiesco cambista del bazar, el iraní Jaffar Bayhani.
En cuanto terminó de hablar con su hermano, Selim llamó a Bayhani a su tienda de cambio en el bazar.
—Querido amigo —le dijo—, necesito urgentemente otros doscientos pares de zapatos.
—Dios mediante, cuente usted con ellos —aseguró Bayhani.
—Como de costumbre, hoy mismo le transferiré a su cuenta un cuarto del importe de la compra, más su comisión.
—Que Dios le bendiga y le colme de salud y buena fortuna —murmuró Bayhani, en un tono tan santurrón que cualquiera hubiese creído que era un sacerdote agradeciéndole a Osman un pedido de doscientos litros de agua bendita.
¿Con quién demonios estará este sinvergüenza haciendo el negocio en Afganistán?, se preguntó Selim Osman. La cantidad de dinero que se podrían ahorrar si lograsen prescindir de Bayhani. Aunque, naturalmente, si lo hicieran, aún quedarían los malditos iraníes. Selim estaba seguro de que al menos la mitad de los 4000 dólares que pagaba por cada kilo de morfina base terminaba en los bolsillos de los iraníes. Pero… ¿cómo evitarlo? El medio más seguro y rápido de mandar la base hasta Turquía era vía Irán.
Se encogió de hombros y cogió un modelo del fax de su escritorio. Turktex era una corporación basada en las islas Caimán. Tales firmas estaban organizadas de modo distinto de las compañías panameñas que tanto gustaban de usar ciertos narcotraficantes. En vez de emitir acciones al portador de la compañía, como hacían los panameños, las autoridades monetarias de las Caimán permitían que un otorgante emitiera acciones a nombre de tenedores nominativos facilitados normalmente por el mismo abogado que redactaba el documento de incorporación. Tales tenedores nominativos no eran más que figuras de paja tras las cuales se ocultaba Selim Osman. Luego, las transacciones comerciales de Turktex eran manejadas por un empleado del departamento de administración de bienes del banco. Un convenio de fideicomiso autorizaba a dicho empleado a actuar en nombre de Turktex siguiendo las instrucciones de Selim Osman.
De este modo, y a diferencia de lo que ocurría en Panamá, el dueño de la compañía no corría el riesgo de que sus acciones al portador se perdieran o fuesen robadas. Siempre existía el riesgo, eso sí, de que el empleado del banco se fugase con el dinero de la compañía. Aun así, tales empleados solían ser honrados, entre otras cosas porque les constaba que muchos de sus clientes eran delincuentes internacionales que, en caso de que alguien les robara, tendían más a recurrir a las armas que a las leyes. Control bancario al estilo Gran Caimán se llamaba la cosa.
Selim Osman ordenó a su tenedor que transfiriese inmediatamente 240 000 dólares a la cuenta de Bayhani en otro banco de las Caimán y luego dividiera los 580 000 restantes entre las cinco compañías ficticias propiedad de los hermanos Osman, dos en las Caimán, dos en las Turcas y Caicos, y una en Panamá. Luego esas compañías ficticias invertirían el dinero de los Osman en bienes raíces, o bonos o acciones en las bolsas de todo el mundo. En el plazo de cuarenta y ocho horas, y tras unos cuantos parpadeos electrónicos, los 820 000 dólares de Babe Osman habrían desaparecido sin dejar rastro. Aún estaba por inventar la organización policial capaz de rastrear aquel dinero hasta su escondite final.
—¡Djailani! —exclamó Jack Lohnes, el subdirector de operaciones de la CIA, que estaba leyendo el texto de la intercepción BRAINWAVE de la NSA—. ¿No es ése el tipo que Jim Duffy trata de encontrar? Su antiguo amigo, el mujadín Gucci, que, supuestamente, es el encargado de cobrar el IVA de toda la droga que pasa por Irán.
—Sí, señor —replicó su ayudante.
—Duffy sigue en Londres, ¿verdad? Ocúpese de que Menwith Hill entregue todo lo que tenga acerca de esta intercepción a la oficina de enlace de la embajada, a fin de que la información le llegue a Duffy. —Hizo una breve pausa y añadió—: Otra cosa. Pídale a Fincen que pasen por el banco de datos estos tres nombres: «Falcon», «Adquisición» y «TW Holdings». A ver si encuentran algo. En caso de que así sea, que se lo comuniquen a Duffy cuanto antes.
—Inmediatamente me ocupo de ello —dijo el ayudante de Lohnes, yendo hacia el teléfono.
En cuanto su banco le hubo confirmado el arribo de los 240 000 dólares de Osman, Jaffar Bayhani llamó a Quetta y encargó otros 200 kilos de morfina base. Luego organizó la transferencia del anticipo al banco de Singapur de Mohammed Issa y envió el resto menos su comisión de 40 000 dólares a la cuenta «Adquisición» de Said Djailani, nuevos fondos procedentes de la droga para satisfacer las necesidades presupuestarias del Profesor. Todo ello lo hizo con su característica minuciosidad. No quedaron por escrito ni nombres ni cifras, sólo una incomprensible sucesión de signos cabalísticos. Los detalles clave del pedido los guardaba en la más fiable de las cajas fuertes: su propia cabeza.
Jim Duffy se dijo que llegar a la sala 4210, la oficina de enlace de Menwith Hill en la embajada estadounidense en Londres, era aún más difícil que acceder a las oficinas de la propia CIA. Verificaron por tres veces su identidad, lo registraron electrónicamente para cerciorarse de que no llevaba ni micrófonos ni grabadoras ocultas, y al fin lo introdujeron en el despacho del agente civil de la NSA que estaba a cargo del lugar.
—Señor Duffy, Fort Meade nos ha indicado que le mostremos una intercepción ultrasecreta que nuestra estación captó y descifró anoche.
La mención de aquellos dos términos, «Fort Meade» e «intercepción» en una sola frase, casi hizo que Duffy se atragantara con los recuerdos de las largas y tediosas horas que había pasado escuchando intercepciones en el sótano de la CIA. Dios bendito, ojalá no empecemos otra vez, se dijo, cogiendo el sobre gris que el hombre de la NSA le tendía.
Contenía una única hoja de papel, estampillada con la inscripción: ALTO SECRETO. SÓLO PARA MIEMBROS AUTORIZADOS DE BRAINWAVE.
—¡Jesús! —murmuró ahogadamente Duffy al leer las palabras «la siguiente y crucial etapa de Jalid»—. ¿De dónde demonios procede esto? —preguntó.
—Fue enviado desde el hotel Forum de Hamburgo, Alemania.
—¿A quién iba dirigido?
—A una residencia privada de Teherán de la cual, sinceramente, no sabemos nada.
—No hay firma, y tampoco aparece el nombre del destinatario. ¿Cómo es eso?
—El texto estaba cifrado en una clave privada sumamente restringida a la cual muy pocas personas deben de tener acceso. Como todos se conocen, la firma no es realmente necesaria.
—¿Cómo lograron descifrar esa maldita clave?
El hombre de Menwith Hill sonrió.
—Eso únicamente concierne a la NSA, señor. —En otras palabras, no era asunto de Duffy—. Me han ordenado que le muestre un segundo mensaje. Nos llegó por nuestros canales seguros desde la central de Langley. Fincen, en Tyson’s Corner, pasó los nombres de las tres compañías citadas en la intercepción por su base de datos, y éstos son los resultados que obtuvo.
Entregó a Duffy un segundo sobre gris. En el interior había un mensaje de Lohnes en el que hacía un resumen de lo descubierto por Fincen. Las tres compañías, Falcon, Adquisición y TW Holdings, se habían constituido y registrado en Panamá. Las fechas en que entraron en el Registro de Corporaciones panameño iban desde octubre de 1987 hasta marzo de 1995. Falcon era la más antigua. En los tres casos, el acto de constitución había sido incorporado al registro por el mismo bufete legal, Arosmena, Arias y Casals, cuya dirección era un apartado de correos en la ciudad de Panamá.
Duffy se dijo que aquello debía de significar que detrás de las tres corporaciones se ocultaba una misma persona. Y si Falcon era la firma de Bollahi, con las otras dos debía de ocurrir lo mismo.
El mensaje de Lohnes continuaba:
«En la base de datos de Fincen no hay constancia de ninguna transacción a nombre de Adquisición ni de TW Holdings. Falcon, sin embargo, en marzo de 1992 intentó comprar y sacar de Estados Unidos luces de navegación para cohetes destinadas a sistemas de guía de misiles, infringiendo la ley de control de exportaciones estadounidense. La firma en la que trataron de realizar la compra fue Aerospace Systems, Inc., de Houston, Texas».
Duffy le dio las gracias al hombre de la NSA y bajó a buscar a Mike Flynn.
—El remitente de ese mensaje cifrado tuvo que ser nuestro amigo el profesor Bollahi —comentó Flynn, en cuanto Duffy le hubo puesto al corriente de la intercepción—. ¿Quién más puede ser? Lo que habría que saber es si el tipo sigue aún en ese hotel. De ser así, ¿podríamos localizarlo?
—Lo dudo —replicó Duffy—. Es demasiado escurridizo.
—Lo sé, pero ¿por qué no les pides a tus colegas de Langley que traten de localizarlo? Si lo encuentran, que lo pongan bajo vigilancia de veinticuatro horas; pero que lo hagan discretamente, para evitar que él se dé cuenta y desaparezca.
—Eso supone un grave problema. Mike.
—¿Cuál?
—Para que la CIA organice una operación de la escala que necesitamos tendría que contar con la cooperación de la contrainteligencia alemana, la BFV, Bundesamt für Verfassungsschutz, lo que ellos llaman el Departamento para la Protección de la Constitución, que se encuentra en Colonia. Tendríamos que contarles a los alemanes lo que ocurre.
—¿Y qué?
—No creo que Langley se preste a algo así. Nuestras relaciones con los alemanes están en su peor momento histórico. La posición de Alemania respecto al peligro que representan los mullah es radicalmente opuesta a la nuestra. Su actitud es «comerciemos con ellos, y a lo mejor ellos no fabrican bombas». Probablemente Langley temería que alguien de la BFV aconsejara al Profesor que saliese cuanto antes de Alemania.
—¿Y si les decimos a los boches que el Profesor anda metido en asuntos de drogas? Lo cual, en cierto modo, es cierto.
—Sí, eso puede colar. Déjame pensar en ello, Mike. Lo que realmente me preocupa es esa frase: «En breve me propongo iniciar la siguiente y crucial etapa de Jalid». ¿Qué demonios quiere decir eso?
El ululante viento del oeste procedente del Atlántico formaba pequeñas olas en las aguas del río Shannon para seguir luego tierra adentro y rociar con su llovizna Ennis, Limerick y los terrenos del aeropuerto internacional Shannon de Irlanda. Desde su despacho en el andén T53 de la zona libre del aeropuerto, Jimmy Shea contemplaba, ceñudo, las gotas de agua que se escurrían por los cristales de los altos ventanales del edificio. Tenemos lluvia para un mes, se dijo.
El mejor modo de pasar una tarde como aquélla era ante la chimenea o, mejor aún, en un cálido y acogedor pub, con un par de pintas de cerveza negra. Absorto en sus melancólicas reflexiones, Shea no oyó a su secretaria la primera vez que ésta le anunció:
—Te llaman por teléfono, Jimmy. Un tal señor Steiner, desde Alemania.
La mujer tuvo que repetirlo para conseguir la atención de Shea. Steiner, pensó el hombre, repasando su agenda mental de nombres y direcciones, ¿quién sería? Lo recordó cuando ya se estaba llevando el teléfono a la oreja: era el ingeniero de los Haas que había abandonado la empresa para construir el mejor láser del mundo. LASERTEKNIK, ése era el nombre de su compañía. Se rumoreaba que lo que Steiner estaba construyendo no era un mejor láser, sino una enorme montaña de deudas.
—Herr Steiner —dijo al teléfono, con la cordialidad del experto vendedor—, ¿qué tal le ha ido en estos meses?
—Bien —replicó Steiner—. Recordará usted que hace un año hablamos sobre mis ideas para construir un láser de alta potencia mejor que los existentes.
—Sí, claro que lo recuerdo.
—El proyecto ha sufrido una cierta demora, pero ahora las perspectivas son muy prometedoras. Conseguí apoyo financiero, y ya estamos en marcha otra vez.
—Eso es espléndido, Herr Steiner. Espero que en sus futuros planes haya lugar para EG&G.
—Claro que sí. En realidad, por eso precisamente lo llamo. Quiero encargar setenta y cinco Thrytrones del modelo HY53.
Shea se enderezó en su asiento. A tres mil dólares cada uno, setenta y cinco HY53 eran todo un pedido. Hasta aquel momento, había tratado a Steiner con rutinaria cortesía. Ahora le dedicó su plena atención.
—Estaremos encantados de satisfacer ese pedido, Herr Steiner. Mándeme por fax la confirmación y yo enviaré la solicitud a Salem esta misma noche.
—Espléndido. También estoy trabajando con gente de la Facultad de Medicina en un proyecto paralelo. Experimentamos con una idea para desarrollar un láser de muy alta potencia a fin de utilizarlo en cirugía cutánea. Particularmente, para eliminar las manchas faciales. Si lo conseguimos, revolucionaremos las técnicas de cirugía facial.
—Eso sería fantástico, Herr Steiner.
—Creo que lo conseguiremos, aunque llevará trabajo y mucha experimentación. La idea es colocar un cristal de sodio en una cavidad de cristal capaz de resistir seis o siete kilovoltios, manteniendo el plano de polarización de forma que impida que el rayo láser salga de la cavidad hasta que se haya almacenado en ella un máximo de electrones. Luego utilizaremos una Pockcell para lanzar la energía concentrada en un pulso láser que sólo dure un par de nanosegundos. Nada de los habituales microsegundos.
Shea, doctorado en ingeniería eléctrica, poseía unos conocimientos nada rudimentarios sobre tecnología láser.
—Sí —dijo—. Esa idea podría funcionar.
—Eso espero. Ahora bien, para desencadenar la acción de la Pockcell necesitaremos el krytrón KN22B, así que deseo completar mi pedido de setenta y cinco Thrytrones con otro de una docena de KN22B.
—Delo por hecho, Herr Steiner. Supongo que sabrá que, como ésos son materiales que también se utilizan en tecnología nuclear, para todas nuestras ventas tenemos que conseguir una licencia de exportación del Departamento de Comercio estadounidense.
—Sí, ya.
—También necesitaremos que llene usted el formulario completo de la licencia de exportación, y adjunte un informe acerca de cómo y dónde se usarán los krytrones.
—Como los vamos a utilizar aquí mismo, en Alemania, no creo que haya problema. Mándeme usted un fax con la relación de todos los documentos necesarios, y yo se los enviaré por Federal Express mañana a primera hora, junto con la confirmación del pedido y un cheque con el anticipo. ¿Le parece satisfactorio un veinticinco por ciento del total?
—Me parece perfecto, Herr Steiner. Se lo envió todo ahora mismo y quedamos a la espera de su pedido.
—Espléndido. ¿Cuánto tiempo supone que tardaré en recibirlo todo?
—No mucho. De tres a cinco semanas.
Paul Glynn, conocido por los Osman como «el Irlandés», salió de la estación ferroviaria central de Amsterdam y, tal como Babe Osman le había indicado, bajó por la Damrack hacia el hotel Van der Helder. La acera por la que caminaba estaba atestada de jóvenes turistas con mochilas. Al otro lado del amplio bulevar estaba el canal, con una fila de barcazas amarradas al embarcadero. Los propietarios de las embarcaciones voceaban con el falso entusiasmo de los charlatanes de feria las maravillas del recorrido de una hora por los canales de la «Venecia del norte».
Pasó la pizzería Marco Polo, el restaurante chino-indio, la agencia de viajes Malibu, que afirmaba ofrecer «los vuelos más baratos a cualquier destino del mundo». Llegó luego al museo del sexo a través de los tiempos y al contiguo museo de la tortura. Glynn se dijo que, si le era necesario esperar la llegada de su droga, al menos tendría amplias distracciones. El hotel Van der Helder, sito en el número 34 de la calle, ocupaba el primer piso del edificio, y tenía debajo la agencia de viajes New Asia. Por cincuenta florines, el propietario del hotel le alquiló por una noche una de sus quince habitaciones con ducha. El precio incluía desayuno holandés completo. Glynn se alegró de no ir acompañado por una dama a la que quisiera impresionar. Sin embargo, aquel tugurio tenía una ventaja: los policías antinarcóticos holandeses, como sus colegas de todo el mundo, daban por hecho que los narcotraficantes vivían como reyes. Y aquél sería sin duda el último lugar en el que se les ocurriría buscar a alguien como él.
Glynn subió a su habitación y marcó el número del buscapersonas que le había dado Babe Osman. Cuando le respondieron, pulsó en el teclado telefónico el número de su habitación y luego se tumbó a echar una siesta.
El buscapersonas colgaba del cinturón de Abdullah Osman, que se encontraba en sus oficinas de Turktex BV en el 36A de la Papaverweg. Abdullah dirigió una mirada al aparato y meneó cansadamente la cabeza. Estaba agobiado de trabajo. Parecía como si en Europa occidental hubiera una inextinguible demanda de heroína turca de primera. Los alijos que sus hermanos le mandaban desde Estambul se vendían en un parpadeo, y los minoristas no dejaban de pedir más.
La gente pensaba que los narcotraficantes llevaban una vida fácil, nadando en la abundancia gracias al dinero que conseguían con la droga. Como si uno pudiera vender un alijo a la semana y luego darse a la molicie y al lujo. Bueno, pues no. Los narcotraficantes vivían entre agobios, problemas, preocupaciones y estrés. Para aliviar la tensión nerviosa, Abdullah se echó a la boca uno de los antiácidos que le había recetado el médico como paliativo para su incipiente úlcera.
Estaba metido de lleno en los preparativos para que sus dos artistas porno llevaran a Londres los cien kilos que Babe necesitaba. Cuando su hermano menor había pasado por Amsterdam tras su breve escala financiera en Budapest, había vuelto a encarecerle lo importante que era que la droga llegase cuanto antes a Inglaterra. Había quienes pensaban que hacer lo que él hacía era fácil. Bueno, pues no lo era.
Babe y él habían encontrado un método bastante eficaz para pasar la droga por la aduana de su británica majestad. Babe, naturalmente, se ocupaba de la parte fácil. Acudía a un vendedor de automóviles usados de North London, el Honrado Hikmet o alguien así, compraba un coche viejo por quinientas libras en efectivo, y se lo llevaba personalmente de la tienda. Para realizar la compra no hacía falta mostrar ninguna identificación. El Honrado Hikmet le entregaría los documentos del coche, que, naturalmente, seguiría a nombre de su anterior propietario. Supuestamente, antes de una semana, Babe acudiría al Departamento de Matrículas y, tras pagar el canon, registraría el coche a su nombre. Como es natural, Babe no pensaba ni acercarse al Departamento de Matrículas. Dejaría el coche estacionado en algún lugar hasta que llegase el alijo de Abdullah.
El trabajo auténticamente difícil era el de Abdullah en Amsterdam. Tenía que reclutar a «mulas» como la pareja de artistas pomo belgas para que llevaran el alijo a Londres. Por supuesto, no se ocupaba personalmente de conseguir las «mulas». Era demasiado riesgo. Utilizaba los servicios de un «reclutador», un holandés que era el chulo de tres chicas de vitrina de la zona de prostitución. El reclutador se ganaba diez mil dólares por alijo, y las «mulas» cuarenta mil, la mitad al partir y la otra mitad al entregar el material. Nunca utilizaba dos veces la misma «mula», y nunca permitía que una «mula» viera su rostro. La «mula» ideal, naturalmente, sería una maestra retirada, una angelical ancianita a la que los funcionarios de aduanas británicos no miraran dos veces. Sin embargo, el reclutador de Abdullah trabajaba donde vivía, en la zona de prostitución de Warmoesstraat, y las «mulas» que allí se encontraban eran artistas porno, prostitutas, chulos o adictos, no angelicales ancianitas.
Cuando la «mula» o las «mulas» estaban listas para partir, el reclutador se quedaba con su coche durante un par de horas y cargaba el alijo en un par de maletas que luego metía en el maletero del vehículo. La «mula» partía entonces con un billete reservado para el ferry del canal de la Mancha, generalmente el de Calais a Dover, y con un número telefónico. Nada más: ni nombres, ni direcciones, ni más contacto que el número telefónico, que era el de un móvil clonado; así que, si algo salía mal, no había modo de que la policía rastrease su origen.
Lo que las «mulas» como aquellos artistas pomo no sabían era que alguien desconocido por ellos los seguiría hasta Dover en el ferry para cerciorarse de que pasaban la aduana sin problema. Si todo iba bien, telefonearía a Babe en Londres para darle vía libre. Luego Babe contestaría la llamada del móvil clonado, daría a las «mulas» la matrícula y la descripción del coche comprado en el local de el Honrado Hikmet y organizaría la cita para la entrega. A Babe le gustaba utilizar la zona de servicio de alguna de las autopistas que convergían sobre Londres, donde los conductores podían detenerse para repostar gasolina y comer algo. Informaría a las «mulas» de que las llaves del coche se encontraban en el tubo de escape. Cójanlas, pongan la droga en el maletero del coche, devuelvan las llaves a su sitio y lárguense, ésa sería su orden.
Babe iría en el coche usado hasta la zona de servicio, lo estacionaría y, a fin de cerciorarse de que no había policías apostados, observaría cómo se efectuaba la transferencia desde prudente distancia, por lo general desde una mesa junto a la ventana del restaurante de la zona de servicio.
Ahora, como solía suceder cuando las «mulas» estaban a punto de partir, los artistas pomo estaban volviendo loco al reclutador de Abdullah con sus preguntas. ¿Y si los de aduanas encontraban la droga? ¿Qué debían decir ellos? Que digan lo que les dé la gana ladró Abdullah, porque digan lo que digan se pasarán igual diez años en una cárcel inglesa. ¿Por qué demonios se creen que les pagamos? Y por si tratar de tranquilizar a aquel par de idiotas no era suficiente para alterar los muy sufridos nervios de Abdullah, dos de sus mejores clientes en Rotterdam necesitaban urgentemente reabastecerse. Uno, al que Abdullah llamaba «El Turco Invisible», dirigía una red de camellos surinameses y marroquíes en Spangen, un barrio pobre en el que parecía haber más vendedores de droga que tiendas de comestibles. Al segundo lo llamaba «Frenchy» debido a que la mayoría de sus clientes eran traficantes franceses que acudían en busca de heroína a Holanda porque allí la droga era abundante y barata.
Aquel floreciente tráfico reflejaba un nuevo fenómeno del mundo de la droga que recibía el nombre de «narcoturismo». La cosa funcionaba a dos niveles. Primero, a uno relativamente bajo, en las zonas de prostitución de Amsterdam y Rotterdam. La policía de Amsterdam calculaba que entre cuatro y cinco mil camellos trabajaban en el distrito. Vendían la heroína en «bolas» de medio gramo a veinticinco florines a los adictos de la zona y a los consumidores ingleses, alemanes, franceses, españoles y belgas, algunos ya adictos y otros en camino de serlo. Tales extranjeros acudían en masa a Amsterdam porque allí la droga se vendía a una tercera o cuarta parte de lo que costaba en París, Berlín o Barcelona.
Pero el auténtico «narcoturismo», el que hacía ganar fortunas al clan Osman, funcionaba sobre una base más sofisticada y estaba principalmente centrado en Rotterdam, Arnhem y Maastrich. En aquel tipo de tráfico, los alijos que se vendían eran de un kilo de heroína o más. Abdullah le vendía los paquetes a Frenchy a quince mil dólares el kilo.
Muchos de los clientes franceses de Frenchy llegaban en coche desde París, Lille, Calais o Lyon, recogían droga por valor de entre veinticinco y veintiocho mil dólares, dependiendo de la cantidad que comprasen, y simplemente volvían a Francia con el alijo oculto en el coche, aprovechando la circunstancia de que, según los términos del acuerdo Schengen, los controles fronterizos entre Francia, Bélgica y Holanda eran prácticamente inexistentes. Una vez en París, la venta de aquel kilo, dividido en dosis de gramo o medio gramo, produciría hasta cien mil dólares en los bulevares de la Ciudad de la Luz.
Había otros clientes franceses que usaban el tren. Por lo general, un traficante llegaba con un cliente —preferiblemente femenino— adicto, que haría el trabajo a cambio de droga. Frenchy sujetaba con esparadrapo medio kilo de droga a cada pierna de la cliente, y luego ésta se ponía una falda de amplio vuelo. En el tren de regreso, el traficante se sentaba a cierta distancia de su mula, para mantenerla vigilada. Si a la mujer la detenían en una de las rarísimas inspecciones aduaneras que se efectuaban, el traficante desaparecía y dejaba que la mujer se enfrentara sola a las consecuencias de su acto.
Abdullah Osman se echó un nuevo antiácido a la boca. ¿Cómo conseguir más droga para Frenchy, cómo ayudar a su reclutador a tranquilizar a los nerviosos idiotas del sex club, y cómo satisfacer al menos el pedido de uno de sus minoristas de Amsterdam, todo ello en un plazo de sólo cuarenta y ocho horas? ¡Era simplemente demasiado para un solo hombre! Y, además, tenía que ocuparse del Irlandés.
Fue en coche hasta el centro y, desde el teléfono público de uno de los embarcaderos del canal, llamó al hotel Van der Helder.
—¿Quién habla?
—Paul.
—Muy bien. Soy Halis. Escucha: junto a tu hotel hay un café llamado Hooters. Baja dentro de media hora, siéntate a una mesa y pide un café. Allí nos veremos.
Eso daba a Abdullah tiempo para sentarse en el café durante treinta minutos a fin de ver si había indicios de que la policía hubiese preparado una trampa. Reconoció al Irlandés cuando éste salió del hotel por la descripción que su hermano había hecho de él. Por lo que a Abdullah le fue posible juzgar, el tipo estaba limpio. Aguardó cinco minutos y se acercó a él. El Irlandés bebía su café observando a la adolescente holandesa sentada junto a él, que fumaba abiertamente un porro y se movía al ritmo de la música que sonaba en los auriculares de su walkman.
—Demos un paseo, Paul —dijo Abdullah.
Caminaron hasta el estacionamiento central de Amsterdam, que permanecía abierto las veinticuatro horas, y estaba simado en una curva del canal Het Ji, frente a la fachada de la estación ferroviaria.
—Mañana por la mañana, a las diez en punto, ven aquí en tu coche, baja hasta el segundo nivel y aparca. Deja las llaves en el tubo de escape. Luego sal y dirígete a ese café de ahí —ordenó Abdullah, señalando hacia el café Karpershoek, en el que un letrero anunciaba que el local era «el pub más antiguo de Amsterdam»—. Tómate un café, una cerveza o una tarta de manzana. Espera cuarenta y cinco minutos y luego vuelve a recoger el coche. La droga estará en el maletero.
—¿Y si hay algún problema?
—No lo habrá. Pero ya tienes el número de mi buscapersonas. —Abdullah le tendió la mano—. Da gusto hacer negocios contigo, Irlandés. —Giró sobre sus talones y se fue. No era partidario de trabar amistad con sus clientes. Si alguien tenía que dorarle la píldora a aquel tipo, que lo hiciera Babe en Londres.
Mediada la tarde del día siguiente a su llamada a Jimmy Shea, Herr Steiner hizo llegar un paquete de la Federal Express a las oficinas de EG&G en la zona libre del aeropuerto internacional Shannon. Shea lo abrió nerviosamente. Allí estaba todo: la confirmación del pedido de Steiner de setenta y cinco Thrytrones HY53 y doce krytrones KN22B, un cheque conformado por 62 500 dólares y los dos formularios necesarios a fin de obtener una licencia de exportación norteamericana para los krytrones firmados por Steiner y con el sello de LASERTEKNIK.
Shea tomó la primera de las dos declaraciones. Se trataba de una circular que EG&G dirigía a cuantos tenían intención de adquirir krytrones.
Lo suponemos a usted al corriente del hecho de que el comercio internacional de krytrones está sometido a las regulaciones referentes a la no proliferación de armas nucleares. En consecuencia, estamos obligados a obtener de nuestros clientes una declaración destino final para tales artefactos.
Los krytrones pueden ser enviados libremente bajo una licencia general a la lista adjunta de países signatarios de la convención de salvaguardias nucleares. Sin embargo, tenga presente que para la exportación a otros países es necesaria la aprobación del Departamento de Comercio estadounidense y de la autoridad alemana pertinente.
Steiner había firmado el documento declarando que comprendía y aceptaba tales condiciones.
El segundo documento era una carta de Steiner a EG&G escrita en papel con membrete de LASERTEKNIK.
Certificamos que el uso final a que están destinados los krytrones es un láser de cristal de sodio NYDAG de alta energía que será utilizado para operaciones de cirugía facial.
Certificamos además que tales krytrones tienen como destino final Alemania.
Shea leyó detenidamente ambas declaraciones sin encontrar en ellas nada incorrecto. Aun así, le intrigaba aquel asunto de los krytrones. En los años que llevaba al frente de la oficina de EG&G en Shannon, nunca había vendido más de cinco krytrones a la vez, y eso había sido a compañías norteamericanas radicadas en Europa que los utilizaron como detonadores para cargas explosivas no nucleares.
Llevó el paquete a su colega Greg Hickey. Los dos habían hablado ya del pedido de Steiner. Hickey estudió los formularios.
—Sí —suspiró—, un cuarto de millón de dólares. Todo un pedido. Los documentos son correctos, ¿no? Y lo que esa gente se propone hacer con esos krytrones parece perfectamente legítimo. No obstante… —Frunció el entrecejo y, tras una pausa, siguió—: Será mejor que llamemos a Johannes.
Johannes Schmidt era uno de los organizadores de la Feria Bienal del Láser en Munich. La industria del láser era un mundo muy cerrado en el que todos se conocían, y Schmidt tenía fama de saberlo todo sobre todos.
Quince minutos más tarde, Hickey llegó junto al escritorio de Shea.
—He confirmado la historia —dijo—. Según Johannes, Steiner ha encontrado un socio capitalista, un tipo alemán que se presentó en su puerta con una bolsa llena de dinero.
—Entonces, ¿qué? ¿Enviamos el pedido a Salem?
—Sí, ¿qué otra cosa vamos a hacer? —repuso Hickey—. Aunque quizá convenga pedirle a Paul Aspen que eche un vistazo al pedido antes de darle curso.
Por fin es viernes, se dijo sarcásticamente Paul Aspen contemplando el montón de papeles que lo esperaba sobre el escritorio de su despacho en la fabrica de EG&G en Salem, Massachusetts. Aquel viernes no tenía nada de placentero. Los meteorólogos del aeropuerto Logan de Boston predecían quince centímetros de nieve para el fin de semana; Jennie, su hija menor, estaba con paperas, y si los Celtics de Boston perdían otro partido tendrían que despedirse de la esperanza de llegar a los playoffs de la NBA.
Lanzando un suspiro, tomó asiento ante la pila de papeles al tiempo que pedía a Angela, su secretaria, que le llevase el café de la mañana.
—Mejor que sea doble, por favor.
El primero de los memorándum que esperaban sus comentarios o decisiones procedía de Shannon. Aspen se preguntó por qué se dirigían a él en vez de utilizar los canales normales de venta.
Leyó rápidamente y obtuvo respuesta a su duda.
—¡Angela! —gritó—. Deja el café. Ponme inmediatamente con Leigh Stein, en el Departamento de Energía. Dile que es urgente.
Al propio Aspen le sorprendió la rapidez con que el Gobierno reaccionó. Algo gordo se estaba cociendo, pues al cabo de menos de diez minutos de haber hablado con Stein, Duffy, el tipo que ya había ido a verlo para hablarle de los krytrones, lo llamó desde Londres.
—Le agradezco mucho que haya pasado al doctor Stein ese informe —le dijo Duffy—. Ésta no es una línea segura, así que no voy a entrar en detalles, pero hay algo que deseo que usted me confirme. La compañía que hizo el pedido se llama LASERTEKNIK, y está radicada en Hamburgo, Alemania, ¿verdad?
Aspen consultó el montón de papeles que tenía ante sí.
—Sí, ése es el nombre de la compañía, pero la ciudad es Pinneberg. Creo que está al norte de Hamburgo.
—Espléndido. Le mego que me haga un favor. No tramite ese pedido hasta que vuelva a comunicarme con usted.
En la otra orilla del Atlántico, Jim Duffy llamó por una línea segura a la sede de la CIA en Bonn. Al menos, aquella situación no planteaba delicados problemas de protocolo que lo obligasen a coordinar sus acciones con la inteligencia alemana.
—Atiende —le dijo al jefe de estación—. ¿Tenemos a alguien en Hamburgo?
—¿Bromeas? Ya sabes que el Congreso nos ha recortado el presupuesto.
—No importa. Habla con el consulado. Quiero que alguien vaya al registro comercial de la ciudad de Pinneberg y consiga todos los detalles acerca de la propiedad de una firma llamada LASERTEKNIK.
—¿Para cuándo lo necesitas?
—Para hace media hora.
—Cristo, Jim, eso al cónsul no le va a hacer ninguna gracia.
—Da lo mismo. Dile que mueva el culo y que, si es necesario, vaya personalmente a averiguarlo. Que se olvide de sus compromisos con sus amigotes los grandes barones cerveceros hanseáticos, salvo que desee ser él quien inaugure el nuevo consulado en Ulan Bator.
Sin duda Duffy había conseguido transmitir la urgencia de la petición, ya que el jefe de sede volvió a llamarlo al cabo de menos de una hora para informarle.
—El cincuenta por ciento de la compañía LASERTEKNIK pertenece al tipo que la fundó, un alemán llamado Steiner que, recientemente, vendió la otra mitad de la empresa a TW Holdings, una de esas compañías fantasma de Vaduz, Liechtenstein.
—¡Bingo! —exclamó Duffy—. Gracias, amigo. Te ganarás una medalla por eso.
Salió de su despacho y se dirigió al departamento de viajes de la embajada. Riendo entre dientes, se dijo que en esta ocasión el Tío Sam pagaría con gusto su pasaje y el de Flynn a Estados Unidos en el Concorde.
Los coches iban saliendo lentamente al muelle de Dover por entre las fauces del ferry de Calais. Luego los vehículos harían cola para pasar por la inspección de aduanas e inmigración del Reino Unido. Cuando su Peugeot 606 cruzó la rampa del ferry y se dirigió a una de las seis colas, Lise Volter apretó la mano de su novio, Ralph Routh.
—Estoy asustada, Ralphie —susurró.
—No tienes por qué, cariño. Será pan comido, como dicen en las películas norteamericanas.
—¿Qué contaremos en la aduana?
—Nada. Yo me ocupo de todo. Tú limítate a mirarme con esa expresión de «éste sí que ha sido un buen orgasmo».
—¿La que uso tres veces cada noche en el club? —preguntó la sonriente Lise.
—Procura que sea un poco más convincente —rió Ralph—. Diez años de cárcel son mucho tiempo. —Estaban llegando a la inspección de aduanas. El hombre bajó la ventanilla y tendió al funcionario sus documentos de identidad belgas.
—Buenos días —los saludó el aduanero—. ¿Adónde se dirigen?
—Vamos a pasar el fin de semana en Londres —sonrió Ralph—. Queremos oír buena música.
El aduanero les devolvió los documentos y Ralph se los entregó a Lise con un guiño que parecía decir: «¿Ves como no había ningún problema?».
El aduanero estaba señalando el letrero del Canal Verde. En él se indicaba qué productos era ilegal pasar por aquel canal, y qué otros estaban sometidos a arancel y debían ser declarados.
—Supongo que saben ustedes que están pasando por el Canal Verde y, comprenden lo que eso significa, ¿no?
—Sí, claro —replicó Ralph.
—Espléndido. ¿Les importa estacionar un momento junto a la garita de aduanas?
Una nube de preocupación eclipsó la forzada sonrisa de Ralph.
—¿Algún problema?
Lise crispó los dedos del pie izquierdo. Bajo la tirita que llevaba sobre el callo del meñique, estaba el papelito en el que había anotado el número telefónico al que debían llamar en cuanto pasaran la aduana.
—Se trata de una simple inspección de rutina —estaba diciendo el aduanero. Ralph detuvo el coche, y un par de funcionarios se acercaron. Tras rodear el coche y echar un vistazo a su interior, uno de ellos dijo:
—¿Le importa abrir el portaequipajes, señor?
Ralph lo hizo. Había tres maletas: la de él, la de Lise y una mayor, que contenía la heroína, y que había colocado allí su amigo alemán, el que le había propuesto aquel fin de semana de cuarenta mil dólares.
—¿Todas las maletas son suyas, señor? —preguntó cortésmente uno de los funcionarios.
Ralph se daba cuenta de que aquél era el momento crucial. De que todo saliera bien dependían los próximos diez años de su vida. ¿Qué demonios debía decir? Mantén la calma —se dijo—, mantén la calma.
—Sí —contestó, con voz súbitamente ronca.
—¿Tiene inconveniente en abrirlas?
Ralph cogió la maleta de Lise y la abrió en primer lugar en la esperanza de que la visión de la ropa interior de seda de la mujer tranquilizase a los funcionarios de aduanas.
No fue así. Uno de los agentes señaló la maleta mayor.
—¿Y ésa?
Con manos temblorosas, Ralph cogió la maleta, le soltó las correas y la abrió. En el interior, meticulosamente apiladas, había varias hileras de paquetes de droga envueltos en cinta aislante.
—¿Qué es esto?
—Pues… no sé —balbuceó Ralph.
—¿Será quizás azúcar moreno? —sugirió uno de los funcionarios—. ¿Toman ustedes el té con mucho azúcar?
—No sé de dónde ha salido eso. Lo que iba en esa maleta era mi ropa.
El aduanero contuvo una sonrisa. Todos los contrabandistas decían lo mismo.
—Quizás un duendecillo lo metiera ahí. —Cogió uno de los paquetes—. ¿Le importa acompañarme?
—¿Adónde? —preguntó Ralph en un susurro.
—Deseamos analizar esta sustancia para determinar de qué se trata.
En el asiento delantero, Lise permanecía cabizbaja y con los brazos cruzados sobre el estómago, esforzándose por contener los sollozos. Diez años, pensaba, diez años de prisión. Les diría que todo era culpa del cretino de su novio, que ella no sabía lo que transportaban. El problema era el papelito que llevaba bajo la media. Tenía que librarse de él. Luego les diría a las autoridades todo lo que desearan saber.
En el interior de la garita de aduanas, uno de los funcionarios abrió una especie de botiquín del que extrajo un pequeño frasco que contenía un líquido lechoso. Lo abrió, cogió un pellizco del polvo que contenía uno de los paquetes de plástico y anunció a Ralph:
—Voy a efectuar la prueba Marquis Reagent para detectar la posible presencia de opiáceos en esta sustancia.
Echó el polvo en el frasco e hizo girar lentamente la mezcla. Por unos instantes no ocurrió nada. Luego, la lechosa sustancia se oscureció y adquirió una bonita tonalidad violeta.
—El polvo que transporta usted en este paquete es heroína, señor —anunció el hombre—. Está usted arrestado por tratar de introducir heroína en el Reino Unido. ¿Desea llamar a un abogado?
La noticia de que en los muelles de Dover se habían aprehendido cien kilos de heroína cuyo valor en la calle era de diez millones de libras esterlinas apareció en la primera plana del Evening Standard, y con ella abrieron todos los telediarios de las emisoras de televisión londinenses. El hombre al que iba destinada la droga cambió de canal en canal, y fue oyendo todas las versiones de lo sucedido. Lo dominaba una mezcla de ira e indignación. Un atento funcionario de aduanas había notado algo raro en la pareja de contrabandistas, informó uno de los locutores.
—¡Cuentos! —masculló Babe Osman. ¡Un atento funcionario! Ésa era la patraña que contaban los de aduanas a la prensa para ocultar lo que en realidad había sucedido: alguien les había dado un soplo. Pero si admitían eso públicamente, en el juicio la defensa obligaría a aduanas o a la policía a facilitar el nombre del informante, con lo que destruirían su utilidad.
Todo aquel asunto era un jodido desastre. Hasta aquel momento, la policía nunca había descubierto ni un solo gramo de heroína de los Osman. ¡Y ahora habían caído cien kilos! ¿A quién demonios le importaba cuál fuese su valor en la calle? Para Babe y sus hermanos, era millón y medio de libras esterlinas que se habían esfumado de sus bolsillos.
Alguien había dado el soplo. De lo contrario, aduanas nunca hubiera encontrado el alijo. Pero… ¿quién era el culpable? Tenía que ser el «reclutador» utilizado por Abdullah en Amsterdam para conseguir a las dos «mulas».
—¡Hijo de puta! —rugió Babe.
En el comedor adjunto al cuarto de la televisión, sus dos hijos hacían los deberes. El mayor comentó:
—Papá está enfadado.
Y Babe lo estaba realmente. El «reclutador» conocía la identidad de Abdullah. Sabía cómo encontrarlo. Si había delatado el envío, ¿por qué no iba a delatar a Abdullah? Y, si los de la brigada de narcóticos holandesa detenían a Abdullah, luego irían a por él.
En Estambul, Selim, Hassan y Refat no tenían nada de qué preocuparse. Con independencia de las acusaciones que hicieran contra ellos las autoridades holandesas o inglesas, el Gobierno turco jamás se atrevería a extraditarlos, pues los Osman sabían demasiado sobre demasiada gente. Pero allí en Europa la familia estaba expuesta a perder cuanto tenía. Miró a sus hijos haciendo los deberes. ¿Cómo les sentaría tener que huir de Inglaterra a Turquía o que detuvieran a su padre y lo acusaran de ser un narcotraficante?
Aunque en Estambul tuviesen toda la heroína del mundo, ¿de qué demonios les valía si no disponían del modo de comercializarla en Occidente? Babe se golpeó la palma izquierda con el puño derecho. Tenían que ocuparse de aquel maldito reclutador antes de que los denunciara a las autoridades y acabara con toda la compleja estructura comercial familiar.
Viernes por la noche, comienzo de un nuevo fin de semana. En la parisiense Strasbourg Saint Denis, en torno a la plaza Mayor madrileña, en la estación ferroviaria de Frankfurt, en la Saint Pauli de Hamburgo, en Alphabet City, en el Lower East Side neoyorquino, en Bedford Stuyvesant, Brooklyn, y en las callejas del South Bronx, los camellos estaban iniciando su jornada, listos para mezclarse entre la multitud para repartir su mercancía.
En Londres, Eddie Foulkes, conocido por sus clientes como Eddie, el Rastafariano por el gorro de cuero que le gustaba llevar y que era el mismo que utilizaban los seguidores de la secta rastafariana[11], estaba preparándose para la velada. Aquella noche no se le agotaría el material, pues acababa de recibir medio kilo de droga de su proveedor favorito, Paul Glynn, el Irlandés. Glynn siempre tenía buena mierda, recién llegada de Turquía.
Eddie acababa de verificar la calidad del último alijo recibido con una pequeña prueba química, quizá más tosca que la Marquis Reagent que utilizaban los aduaneros y la policía, pero no menos eficaz. Tras derramar un poco de droga sobre un pedazo de papel de aluminio, lo calentó con un encendedor hasta que se disolvió. Luego estudió el líquido resultante. Cuanto más claro fuera éste, más pura sería la droga. El resultado fue casi como agua de Evian, indicio de que la mierda era de veras buena.
Hubiera podido cortar la droga, pero Eddie, el Rastafariano se enorgullecía de la calidad de su material. Si se inyectaban con aquello, se dijo, sus clientes serían transportados al séptimo cielo y en él se quedarían durante horas… y, cuando volviesen a la realidad, recordarían quién les había vendido la droga.
Naturalmente, eran ya muy pocos los clientes que se inyectaban. Ahora lo que hacían los chicos era esnifar o fumar. En los últimos cinco años, el cambio había sido espectacular. Antaño, él trabajaba con un núcleo duro de clientes, adictos todos ellos y, día tras día, podía contar con venderles el mismo número de bolsas de un gramo a cien libras cada bolsa. Las cosas ya no eran así. Actualmente, con la droga ocurría como con los supermercados: los viernes y los sábados eran días de enormes ventas, y el resto de la semana apenas había actividad.
Eddie sacó su balanza y, cuidadosa, casi amorosamente, fue midiendo la heroína gramo a gramo para luego meterla en pequeñas bolsas que después cerraba con cinta adhesiva. En la calle había quienes vendían la droga a cuarenta y cinco o cincuenta libras. Sin embargo, aquel material era tan bueno que él trataría de sacar sesenta o setenta libras por bolsa.
Cerrando la última de sus bolsas, el hombre se dijo: «Bueno, amigos, ahí va el viejo Eddie, el Rastafariano, con mierda de la buena para alegraros la noche del sábado».
Veinte minutos más tarde, Eddie salió del metro de Earl’s Court, listo para comenzar su patrulla nocturna por las calles de su circunscripción. Se senda como el sacerdote de una fe nueva y decididamente secular. Lo primero que hizo fue guardar la mayor parte de las treinta bolsas que esperaba vender durante la noche en la alacena de la habitación que tenía alquilada en el sótano de una pensión de Earl’s Court Square.
Luego comenzó la ronda por el vecindario, recorriendo las pensiones, cuyos huéspedes se encontraban sentados en las escalinatas de la calle para tomar el aire nocturno o fumar un cigarrillo. Subió hasta Exhibition Hall y regresó a Earl’s Court Road, recalando en los restaurantes de comida rápida, las cafeterías, los pubs e incluso en la librería Waterstone, pues, a fin de cuentas, los intelectuales también le daban a la droga. Salió de Waterstone y, yendo hacia la boca del metro, vio ante sí una silueta que le resultó familiar. Vaya, se dijo, ahí está la puta rubia, la fulana norteamericana que se paga el hábito bajándose las bragas. Y su hábito era de los fuertes. Dos o tres bolsas diarias, casi 200 libras que iban a parar al bolsillo de Eddie. Hasta que, de pronto, la chica desapareció, y Eddie supuso que la habrían detenido por ejercer la prostitución.
Apretó el paso y se puso a su altura.
—Hola, encanto —murmuró—. ¿Dónde te habías metido?
Belinda Flynn lo miró, sobresaltada.
—Dejé la droga, Eddie —dijo—. Ya no consumo.
—Vaya, qué estupendo. Has hecho bien, muy bien. ¿Cuánto tiempo llevas limpia?
—Tres meses.
—Mira tú. —Eddie mostró los clientes en lo que pretendía ser una afectuosa sonrisa, pero se pareció más a una mueca de lascivia—. Tres meses. Pero ahora que has vuelto, te vas a sentir en el cielo.
—No, no he vuelto, Eddie.
Claro pensó el camello. Eso dicen todos. Hasta que pican de nuevo. La muchacha llevaba un abrigo color tabaco con bolsillos verticales. Eddie cogió una bolsa y, casi subrepticiamente, la metió en uno de los bolsillos de la muchacha.
—Ahora tengo mierda de la buena, muchacha —susurró—. Un material fantástico. Esto es un regalito de tu amigo Eddie, por si te apetece un tentempié.
—Te acabo de decir que lo he dejado, Eddie —le espetó Belinda.
—Claro que sí, encanto. Pero si me necesitas, ya sabes dónde encontrarme —dijo el camello antes de perderse entre el público que salía del metro.
Belinda lo miró alejarse. Cerró los dedos en torno a la pequeña bolsa que Eddie le había metido en el bolsillo. ¿Qué haces tú aquí?, le preguntó una vocecilla interior. ¿Por qué has vuelto a una zona de peligro? ¿Caerás otra vez por el simple hecho de que un camello te meta una bolsa en el bolsillo? Más vale que la tires antes de que sea demasiado tarde.
Al otro lado del canal de la Mancha, en la capital francesa, la heroína estaba dando lugar a preparativos totalmente distintos. A los veintiséis años, Céline Nemours era la anfitriona de una pequeña reunión nocturna que tenía lugar todos los viernes y cuyo propósito era unir en el exquisito disfrute de la heroína esnifada a varios amigos de edades comprendidas entre los dieciocho y los veinticinco años.
Todos habían llegado a la droga por el mismo camino: hachís, luego éxtasis y al fin este tipo de viaje, más suave y también más chic. Céline era la encargada de conseguir el suministro semanal de droga. Ahora hacerlo era sencillísimo, superfacile. Lo único que hacía falta era llamar por el móvil al buscapersonas de su camello. En cuanto el busca respondía, ella marcaba el número que él le había asignado, el 32, y luego colgaba. Minutos más tarde, el camello la llamaba desde un teléfono público y acordaban el lugar en que se realizaría el trueque de dinero por heroína.
Qué distintas eran las cosas en 1992, cuando Céline había comenzado a consumir heroína. Por entonces, ella y su novio portugués tenían que ir a conseguir la droga en la rue Mercadet, en el arrondissement 18.º. Era una mala zona, llena de yonquis y prostitutas. Compraban la droga en un mísero edificio de apartamentos. Las antiguas habitaciones de los criados, situadas en las buhardillas, habían sido alquiladas por camellos senegaleses y guineanos. En cada habitación había un camello distinto, hasta un total de una docena. Era como ir a un bazar de África Central. Ahora, sin embargo, todo se hacía por medio de las maravillas de las modernas telecomunicaciones electrónicas.
La reunión dio comienzo como siempre a las diez. Bebieron, charlaron y rieron mientras comían un ligero tentempié. Cuando terminaron, las chicas retiraron los platos, Céline puso en su reproductor un nuevo CD de Laurent Garnier y abrieron la primera de las bolsas de un gramo de heroína.
Todo era muy distinto a cuando ella había empezado con la droga. Por entonces, la gente aún se inyectaba. Todos se metían su chute y cada cual se retiraba a un rincón distinto a disfrutar a solas del sopor inducido por la droga.
Ahora el consumo era una ceremonia comunal que todos compartían y en la que todos se relacionaban unos con otros. Resultaba fantástico. Permanecían tumbados o sentados, escuchando música, charlando, riendo, acariciándose. Y no estaban hediondos por llevar un mes sin ducharse como les ocurría a muchos de los antiguos yonquis.
Y qué demonios, se tranquilizó Céline, recostándose y dejándose invadir por la cálida sensación de la droga, nadie se había hecho adicto por un rail a la semana. Ni por dos. Aunque, con un material tan bueno como aquél, no era difícil aficionarse a consumir todos los días. Bueno, a ella le faltaba mucho para llegar a tal extremo, ¿no? Relájate y disfruta, se dijo la muchacha.
En aquellas escapadas a la calle 125 y Park Avenue en busca de unas bolsas de heroína, solía suceder que ella fuese la única mujer blanca de la manzana. En cierto modo, le gustaban aquellas excursiones al Harlem hispano. Le producían una sensación de peligro, de estar haciendo algo prohibido, algo ilegal, algo que no se habría atrevido a hacer ninguno de los que habían crecido con ella en Larchmont ni ninguna de sus condiscípulas del colegio Sarah Lawrence. En cierto modo, todo formaba parte de la fiesta, del oscuro y misterioso abrazo nocturno de la heroína.
Normalmente, el que se ocupaba de comprar la droga era su marido, pero hoy él estaba en la isla, retirando los postigos antitornado de las ventanas de la pequeña casa de verano que acababan de comprar, preparándolo todo para sus primeras vacaciones al sol. Qué ironía tan deliciosa, pensó la joven. Ella y Jerry formaban la típica pareja de los noventa. Habían obtenido el éxito en Manhattan. Todas las mañanas, a las siete y media, salían a correr por el parque, rara vez comían carne roja, consideraban que las películas de Woody Allen eran el no va más de los novamases, conocían la situación de todos los restaurantes sushi en un radio de cinco manzanas de su apartamento en el Upper West Side, conducían una ranchera Volvo adecuadamente baqueteada. Él trabajaba en la sección de ventas de Goldman Sachs, y ella era compradora para Henri Bendel.
Sólo en una cosa se apartaban de la norma: la heroína se había convertido en su distracción de fin de semana, en su expansión secreta. La cosa había empezado seis meses atrás en el apartamento de unos amigos en Dakota, cuando esnifaron por primera vez «el nuevo material». Era una experiencia distinta y original, que les producía la excitante sensación de estar haciendo algo que escandalizaría y dejaría atónitos a sus amigos.
Comprar en aquella zona tenía su procedimiento. Había que caminar como si nada, con indiferencia, sin mirar demasiado a la gente, no fuera a ser que lo tomaran a uno por un policía de paisano tratando de efectuar un arresto. A unos metros de la calle 125, la muchacha divisó a un joven hispano sentado en la capota de un Buick Riviera con un enorme radiocasete a sus pies en el que sonaba música rap a volumen suficiente para romper cristales a tres metros.
Estableció contacto visual y, una vez que hubo recibido el guiño que esperaba, susurró la pregunta:
—¿Sabes dónde podría conseguir un porro?
Aquello no era más que para romper el hielo. A fin de cuentas, nunca habían arrestado a nadie por buscar un porro.
—Pues sí —replicó el muchacho—. Yo me ocupo. ¿Necesitas alguna otra cosa?
—Sí, bueno, si tuvieras algo más fuerte, sería fantástico.
—Tengo lo mejor de lo mejor. Recién llegado de Turquía. —Lo que el camello no dijo era que aquella heroína acababa de salir del culo de un yonqui inglés que trabajaba como «mula» para un nigeriano.
La joven compró diez bolsas de diez dólares y volvió al centro de la ciudad en taxi. Como casi toda la heroína que se vendía en el Harlem hispano, aquélla tenía una marca identificadora. Se llamaba Red Rum: murder (asesinato), escrito al revés.
Eran las doce de la noche en la Reeperbahn de Hamburgo. Las prostitutas llenaban la calle desde la comisaría de policía de Saint Pauli hasta la Herbertstrasse. Protegidas del intenso frío por monos de esquí verdes, azules, malvas y dorados, parecían las participantes en una carrera femenina de descenso esperando el inicio de la competición. Húngaras, checas, polacas, alemanas orientales, aquellas mujeres eran los restos del naufragio del socialismo y habían sido arrojadas a aquellas calles para practicar el capitalismo en la más antigua y básica de sus manifestaciones.
Ludwig von Benz caminaba por la calle en busca de Eva y Magda, las dos muchachas húngaras que trabajaban para él. Como la mayoría de las chicas que trabajaban la calle, Eva y Magda eran heroinómanas. Siempre el más solícito de los jefes, Ludwig se disponía a llevarles una pequeña golosina para ayudarlas a pasar la fría y ajetreada noche.
Encontró primero a Magda, recostada contra la vitrina del Burger King, fumando un cigarrillo, con el rostro demacrado y la mirada perdida. Ludwig se dijo que no parecía una prostituta feliz y realizada. La besó en las mejillas.
—¿Cómo te va, muñeca? —preguntó.
Magda se encogió de hombros con indiferencia.
—La mierda de siempre. Un par de ingleses con tanta cerveza dentro que tenían las pollas blandas como espaguetis cocidos.
Ludwig le quitó a la mujer el cigarrillo de la boca.
—Te traigo un regalito —dijo, ofreciéndole lo que en Hamburgo se conocía como «skunk», un cigarrillo mezcla de hachís, heroína y tabaco normal. Magda se lo quitó de entre los dedos, lo encendió y aspiró una profunda bocanada que retuvo en los pulmones todo el tiempo que pudo.
—Hmmm… Esto es fantástico —suspiró, exhalando el humo.
—Te ayudará a pasar la noche —sonrió Ludwig, y la volvió a besar en ambas mejillas.
Luego, siempre el buen pastor cuidando de su rebaño, salió en busca de Eva para entregarle una recompensa similar por una noche de duro trabajo.
Todo lo que podía torcerse en mi vida, ya se ha torcido —pensó Belinda Flynn—. Aquí estoy, en esta sórdida habitación de una ciudad y un país extranjeros, totalmente sola. Su hermano Mike, cuya llegada a Londres había sido como una súbita bocanada de aire fresco, había tenido que regresar apresuradamente a Washington. El empleo que le habían prometido, de diseñadora publicitaria para Laura Ashley, había fallado en el último momento, a las tres de aquella misma tarde, cuando se presentó para comenzar a trabajar. Le habían dado el puesto a otra chica. Sin explicaciones. Sin palabras de disculpa. Sin nada.
Aquel revés había hecho añicos todas sus esperanzas. Estaba arruinada, sin blanca. Tenía exactamente cuarenta y tres libras y sesenta peniques en su cuenca bancaria, con lo cual no había ni para comprar el pasaje de vuelta a casa. Se sentía tan mal, tan deprimida, que ni siquiera habría tenido ánimos para salir a vender su cuerpo en caso de que quisiera hacerlo, cosa que no ocurría.
Miró con desesperación la pequeña bolsa que Eddie, el Rastafariano le había echado en el bolsillo en Earl’s Court. ¿Qué maligna fuerza subconsciente la había impulsado a pasear por aquella zona de peligro? ¿Por qué no había tirado la droga? ¿Sería el destino el que había puesto aquella bolsa en su camino?
Descolgó el teléfono para llamar a sus tres amigos más íntimos de Narcóticos Anónimos y pedirles ayuda. Por favor, por favor —suplicó interiormente—, que haya alguien en casa que me dé la fortaleza y la esperanza que necesito para mantenerme lejos de esa bolsita.
No encontró a nadie.
Belinda estalló en sollozos hasta que, de pronto, tuvo una súbita inspiración. Mike ya debía de encontrarse en su apartamento de Washington. Le pediría que le mandara el dinero del pasaje para regresar a casa. Inmensamente aliviada por aquella inspiración, marcó el número de su hermano, el 2025553451, y casi lanzó una exclamación de júbilo al escuchar el familiar sonido de la señal de llamada de un teléfono norteamericano, que fue seguida por un clic de respuesta.
—Hola. Soy Mike Flynn y en este momento no puedo atender su llamada, pero…
Belinda soltó el teléfono y estalló de nuevo en sollozos. Luego, como a impulsos de una irresistible e irrazonable fuerza, sus ojos volvieron a la bolsita de encima de la mesa. Mecánicamente, la joven fue hasta el armarito de las medicinas y cogió una jeringuilla hipodérmica. De un cajón de la minicocina sacó una cucharilla y le dobló el mango. Luego llenó el cuenco con el polvo de la bolsa. Sacó el encendedor y calentó la droga hasta convertirla en un claro liquido que a continuación procedió a introducir en la jeringuilla.
Fue hasta la cama y se sentó en ella. Con diestro movimiento, se clavó la aguja hipodérmica en el antebrazo, justo por debajo del bíceps, y empujó el émbolo. Lentamente, al torrente sanguíneo de Belinda fue llegando el producto de las amapolas cultivadas en los jeribs de Ahmed Khan en un país que Belinda Flynn habría sido incapaz de localizar en un mapa.
La muchacha se recostó. Una cálida sensación la embargó de la cabeza a los pies. Notaba como si por sus venas circulase lava ardiente. Sus pupilas se contrajeron. Ahora nada puede hacerme daño, pensó. Estaba volando, sintiéndose gloriosamente. Con inclemente furia, el mejor producto del cocinero de los hermanos Osman, heroína con un setenta y dos por ciento de pureza, comenzó a asaltar el organismo de la joven. Tras su rehabilitación en Narcóticos Anónimos, su organismo se encontraba limpio, tan poco preparado para recibir la heroína como el de cualquier persona que no la hubiera probado jamás.
El torrente sanguíneo transportó la heroína hasta el hígado, donde las enzimas volvieron a convertirla en morfina que a su vez fue enviada al cerebro. Allí, las terminales nerviosas comenzaron a verter en el torrente sanguíneo los ingredientes químicos que estaban produciéndole a la joven aquélla intensa oleada de placer.
Al mismo tiempo, la droga estaba entorpeciendo las reacciones medulares que controlan el ritmo respiratorio. Su respiración se hizo cada vez más y más lenta. De resultas de ello, el dióxido de carbono no exhalado fue acumulándose en el centro respiratorio del cerebro, reforzando el proceso hasta hacerlo irreversible.
No hubo ni las convulsiones ni los frenéticos jadeos por sobredosis que con tanta inexactitud se describían en la película Pulp Fiction. La vida de Belinda se fue escapando lenta, indolora, casi pacíficamente. Al cabo de siete minutos, el centro respiratorio del cerebro dejó de funcionar. La larga batalla de Belinda Flynn había concluido. La heroína había salido victoriosa.
Bueno —se dijo Jim Duffy—, uno se da cuenta de que el Gobierno le está prestando atención cuando ve aparecer al vicepresidente de Estados Unidos en vaqueros y cazadora un sábado por la mañana. Ahora, sentado junto al consejero de Seguridad Nacional, en la sala de conferencias del Consejo de Seguridad Nacional, en el sótano del ala oeste de la Casa Blanca, el segundo mandatario estadounidense esperaba escuchar el informe de Duffy.
Repartidos por todo Washington, otros altos funcionarios del Gobierno esperaban sentados ante los monitores de televisión del circuito cenado de conferencias. Con la excepción del vicepresidente de la Junta de Estado Mayor, que vestía su impecable uniforme azul marino, no había a la vista ni una sola corbata. En Langley, Duffy ocupaba el puesto de honor, frente a la cámara de televisión, en el despacho del director, entre el propio director y el director de operaciones, Jack Lohnes. Toda esta atención haría envanecer a cualquiera, se dijo Duffy.
Aquella mañana, la reunión la presidía el propio consejero de Seguridad Nacional.
—Caballeros —comenzó—, recordarán ustedes que hace tres semanas, Jim Duffy, miembro de la agencia, nos confirmó el informe de que los iraníes habían conseguido hacerse con tres proyectiles nucleares procedentes del desmantelado arsenal soviético en Kazakstán. El señor Duffy se encuentra aquí esta mañana para explicamos cómo conseguirán los iraníes convertir esos proyectiles en armas útiles de gran potencia y qué se proponen hacer con ellas. Cuando quiera, señor Duffy.
Duffy carraspeó y se volvió hacia la cámara de televisión. En primer lugar hizo un breve resumen de las circunstancias que habían rodeado el asesinato de Tari Harmian.
—Sabemos que los iraníes cobran una tasa de tránsito por la morfina base que atraviesa Irán camino de los laboratorios de heroína simados en Turquía. El cometido de Harmian era invertir los beneficios hasta que este hombre… —Duffy accionó un botón de su panel de control, y en las pantallas del circuito cerrado apareció la foto del Profesor— necesitase el dinero. El que ven es el profesor Kair Bollahi, encargado de conseguir armas para el régimen de los mullah y, particularmente, los materiales de tecnología punta necesarios para fabricar armas de destrucción masiva. Creo razonable afirmar que Bollahi es el encargado del programa nuclear iraní.
Duffy volvió a accionar un mando del panel de control, y en los monitores apareció la transcripción de la conversación telefónica entre el Profesor y Harmian interceptada por el MI5 poco antes del asesinato de Harmian.
—A mi entender, ésta es la explicación del asesinato del señor Harmian. Más importante, creo que de este texto podemos deducir que el nombre clave del programa nuclear iraní es Jalid. Y, aún más importante, del texto se deduce que la intención de los mullah es utilizar esas armas, en cuanto estén listas, contra Israel.
—Como se les ocurra hacerlo —gruñó el vicepresidente de la Junta de Estado Mayor— se convertirán en extintos miembros del club nuclear. Extintos y punto.
—Caballeros, dejen que el señor Duffy termine su informe —pidió el consejero de Segundad Nacional.
—Hace un par de semanas, TW Holdings, una corporación panameña que, gracias a las intercepciones de la NSA, sabemos controlada por nuestro amigo el Profesor, cuya fotografía acaban de ver, compró el cincuenta por ciento de LASERTEKNIK, una empresa fabricante de aparatos láser establecida en Hamburgo.
—¿La adquisición se hizo con dinero de la droga? —preguntó el subsecretario de Estado.
Con un encogimiento de hombros, Duffy replicó:
—¿Quién sabe? Probablemente. El caso es que ayer, la EG&G de Salem, Massachusetts, recibió de la empresa LASERTEKNIK un pedido de doce krytrones, esos conmutadores eléctricos que, según fuimos informados y ustedes recordarán, los iraníes necesitan para hacer detonar con éxito los núcleos de plutonio de sus proyectiles nucleares.
—¡Buen trabajo! —exclamó el director del FBI, que no era nada dado a elogiar a la CIA—. Esos cabrones nunca conseguirán ponerles las manos encima a los doce krytrones.
El subsecretario de Estado intervino:
—Recuerdo que en nuestra última reunión se nos dijo que los iraníes necesitarían doscientos artefactos de ésos para reconfigurar sus proyectiles de artillería, no una docena.
—En efecto —reconoció Duffy—. Sin embargo, recientemente he hablado con los expertos de EG&G, y ellos dicen que, si los iraníes consiguen hacerse con una docena o algo así de esos aparatos, podrán copiarlos, pues poseen la tecnología necesaria para ello y para fabricar en un período de tiempo muy breve los doscientos que necesitan.
Aquella mala noticia hizo que los reunidos permanecieran unos momentos en silencio.
—Menos mal que descubrió usted que los iraníes iban detrás de esos malditos chismes —declaró el almirante de la Junta de Estado Mayor.
—Se me ocurre una pregunta —dijo el subsecretario de Defensa—. ¿Por qué no entregamos a los responsables de la inteligencia alemana la foto de ese individuo al que usted llama el Profesor y les pedimos que lo detengan? Con eso, digo yo que acabaríamos de un solo golpe con el problema.
—Porque lo más probable es que no nos hicieran caso —contestó el director de la CIA—. En estas cosas, los alemanes se muestran muy poco colaboradores. Me temo que se limitarían a susurrar al oído del tipo «los norteamericanos te andan buscando», y luego lo meterían en el primer avión que saliese de Alemania con destino a Oriente Próximo.
—Se me ocurre una idea mucho mejor —sonrió el consejero de Seguridad Nacional—. ¿Qué tal si entregamos al Mossad una foto del tipo y una copia de su currículum? Podríamos añadir que, buscándolo bien, quizá lo encontrasen en algún lugar de Hamburgo. Ellos se ocuparían de él como lo hicieron con el canadiense que le estaba construyendo un cañón de largo alcance a Saddam Hussein.
—O a aquel líder de Hamas en Jordania —apostilló con una sonrisa el representante del Departamento de Estado.
En respuesta a la sugerencia del consejero de Seguridad Nacional, el director de la CIA dijo:
—Eso, Doug, nos convertiría prácticamente en cómplices de un asesinato. Esta agencia, al menos, actúa a ese respecto según las restricciones impuestas por el Congreso.
Cristo —se dijo Duffy—, ya está bien de rodeos. Inclinándose sobre su micrófono, anunció:
—Caballeros, creo que no se dan ustedes cuenta de la oportunidad que esta situación nos brinda.
El consejero de Seguridad Nacional sabía que Duffy tenía fama de ser el proverbial toro en la proverbial cacharrería, siempre dispuesto a embestir de frente contra las vacas sagradas de sus superiores.
—¿De qué se trata, señor Duffy? —preguntó gélidamente.
Duffy hizo lo posible por evitar que en sus ojos apareciera un malicioso brillo burlón, pues sabía lo mucho que escandalizaría a algunos de sus oyentes la idea que estaba a punto de exponer.
—Creo que lo mejor que podríamos hacer es permitir que la venta de esos doce krytrones a esa empresa alemana siga adelante con toda normalidad.
—¡Este tipo se ha vuelto totalmente loco! —exclamó el hombre del FBI, en cuya voz ya no se percibía ahora ni la menor admiración por la CIA.
Haciendo caso omiso del comentario, Duffy siguió:
—De lo que tenemos la absoluta certeza, caballeros, es de que los iraníes poseen esos tres proyectiles nucleares que consiguieron en Kazakstán. Lo que ignoramos es dónde los ocultan y qué piensan hacer con ellos, si es que tienen pensado hacer algo. Y, hasta que tengamos las respuestas a esas dos preguntas, lo cierto es que nos resulta totalmente imposible neutralizar la amenaza que esas armas representan para nosotros.
—¿Y cree que el problema se resolverá permitiéndoles que consigan los krytrones que necesitan para activar sus núcleos de plutonio? —preguntó el consejero de Seguridad Nacional, con un tono de voz que rozaba lo despectivo.
—Pues sí —replicó Duffy, de manera poco diplomática—. Estoy convencido de ello.
Duffy había sacado del bolsillo el krytrón que Paul Aspen le había entregado cuando fue a visitarlo a Salem y mostró el artefacto a la cámara de televisión.
—Algunos de ustedes quizá reconozcan esto, pues ya lo vimos en nuestra anterior reunión con la experta del Departamento de Energía. Es uno de esos krytrones que tanto buscan los iraníes, supuestamente para hacer detonar con ellos sus núcleos de plutonio.
Hizo girar entre el pulgar y el índice el pequeño bulbo de cristal, que apenas tenía el tamaño de la uña de un meñique.
—Si los quieren con tal fin, y están tan desesperados por hacerse con ellos que son capaces de comprar una empresa alemana sólo para conseguirlo, entonces pueden ustedes apostar lo que quieran a que de un modo u otro los iraníes se las ingeniarán para obtener krytrones. Ahora bien, aquéllos de ustedes que oyeron las explicaciones que nos dieron los expertos, recordarán que los krytrones pasan a convertirse en parte integral de la bomba. Van simados en el propio centro de la carga explosiva. Así que, sin lugar a la más mínima duda, los krytrones terminarán junto a los núcleos de plutonio. Creo que eso es totalmente indiscutible.
El consejero de Seguridad Nacional acogió aquellas palabras de Duffy con un gruñido de aprobación.
—Lo que propongo es que pinchemos esos krytrones antes de que EG&G se los venda a los iraníes a través de esa empresa alemana. Si colocamos un diminuto transmisor-receptor en cada uno de ellos, los podremos rastrear mediante nuestro satélite SIGINT. Cuando el transmisor nos diga «hola, aquí estoy», podremos localizar por triangulación la procedencia del mensaje. Luego, con nuestros nuevos satélites fotográficos GPS fotografiaremos el punto de la Tierra en que se originó la señal y comenzaremos a filmar cuanto suceda en ese punto.
—¿Qué calidad tendrían las imágenes que obtuviéramos?
—La suficiente para fijar la señal en el centro de un círculo de tres metros de diámetro. En otras palabras, podemos seguir hasta la puerta del arsenal nuclear iraní a un camión, a un coche o a un hombre que camine por la calle llevando los krytrones en una maleta. Luego, sabiendo ya con exactitud el lugar en el que guardan esos malditos chismes decidiremos qué se hace a continuación.
—¿Y está usted seguro de que podemos meter un transmisor de radio tan versátil como el que usted dice en este diminuto bulbo de cristal? —preguntó el representante del Departamento de Estado.
—Por experiencias anteriores, creo que sí, aunque no estoy seguro. Sin embargo, conozco a personas que son expertas en este tipo de cosas. Lo que quisiera es plantear a los técnicos nuestro problema, a ver qué dicen ellos.
El vicepresidente tomó la palabra por primera vez en lo que iba de reunión.
—Creo que el señor Duffy ha tenido una excelente idea —dijo—. Sugiero que hable con esas personas que propone a primera hora de la mañana del lunes y nos comunique cuanto antes qué le han respondido.