Cada vez que se ponía ante el espejo de su tocador Pierre Phillipe Thomire, Nancy Harmian revivía el horror del asesinato de su esposo. Al mirarse el rostro en aquella mañana de febrero lo vio aún demudado, ojeroso y con los ojos llenos de lágrimas.
Había pasado más de un mes desde la muerte de Terry y ¿qué habían hecho los detectives del famoso Scotland Yard? Nada. Estaban persuadidos de que a Terry, que había sido el más honrado de los hombres, lo habían matado como venganza por algún turbio asunto financiero. O bien, cosa aún más descabellada, sospechaban que él, que nunca jugaba, podía haber contraído algún tipo de deuda de juego. Por la forma como aquellos hombres actuaban daba la sensación de que el criminal había sido el pobre Terry, y no los hombres que lo habían asesinado. En cuanto al embajador estadounidense, se había limitado a darle a ella su más sentido pésame.
Miró el reloj Patek Phillipe que Terry le había regalado por su cumpleaños y nuevas lágrimas le afloraron a los ojos. Eran las diez y veinte. Mary llegaría en diez minutos —si era puntual, cosa que rara vez ocurría— para ir juntas al mercadillo de antigüedades de Alfie, lo cual sería su primera salida tras la muerte de Terry. Quizás allí, en los puestos y riendas del mercadillo, buscando tesoros ignotos, como una pintura a buen precio o una estatua cuyo auténtico valor desconociese el anticuario, podría apartar de su cabeza la muerte de Terry al menos durante un par de horas.
—Señora. —Era Rebecca, que seguía sirviendo en la casa pese a los terribles recuerdos de la aciaga noche—. Dos señores desean verla.
—¿Dos señores? —preguntó Nancy—. ¿Quieren verme? ¿Qué son? ¿Policías?
—No, señora. Dicen que vienen de la embajada.
—¡Ah! Hágalos pasar a la sala y ofrézcales un café, Rebecca. Bajaré en cuanto termine de maquillarme.
En la casa de los Harmian en Belgravia, la sala se encontraba en el primer piso, la planta noble. Yendo hacia el sofá que la criada le señalaba, Jim Duffy hizo un rápido inventario visual de la estancia. Su decoración era una obra maestra de la discreta elegancia. Reconoció una máscara faraónica, de las que uno espera encontrarse en lugares como el Museo Smithsoniano, media docena de miniaturas de marfil mogólicas colgadas de una pared, y una mesa redonda con tablero de cristal que encerraba lo que parecía ser una colección de artefactos de la Edad del Bronce. Quienquiera que hubiese decorado aquella estancia, no sólo tenía buen gusto, sino también una saneada cuenta corriente.
—Caballeros…
El embajador le había comentado a Duffy que Nancy Harmian era una mujer atractiva, pero sus palabras no lo prepararon adecuadamente para enfrentarse a la joven que ahora avanzaba hacia él. Era alta, cerca de metro ochenta, y casi marcialmente apuesta: espalda recta y cabeza y mentón levantados. Era como si se impusiese aquella erguida postura para hacer más llevadera su dolorosa carga. Llevaba el rubio cabello inmaculadamente peinado, y su rostro parecía ligeramente demacrado, como si el dolor le hubiese hecho perder un par de kilos en las semanas transcurridas desde la muerte de su esposo. Sobre todo, se dijo Duffy, parecía irradiar compostura y dignidad. No parecía una mujer con la que se pudiera jugar.
—Señora Harmian, me llamo Jim Duffy. Éste es mi colega, Mike Flynn. El embajador nos sugirió que la visitásemos, pero primero permítame expresarle nuestro más sentido pésame por el horrible asesinato de su esposo.
—Gracias —replicó Nancy, al tiempo que pensaba: «Siempre el mismo blablablá»—. Siéntense, por favor.
Ella se acomodó en una butaca enfrentada al sofá en el que Rebecca había hecho sentarse a los visitantes. Desde aquella posición, le fue posible estudiar a los dos hombres mientras la criada servía café. Duffy, el que había hecho las presentaciones, debía de tener cerca de cincuenta años. Sus manos eran enormes, y los hombros parecían hechos ex profeso para derribar puertas… o para derribar a cualquiera que se interpusiera en su camino. Llevaba la chaqueta suelta y en torno a la cintura no se detectaba ni atisbo de grasa. Nancy no imaginaba que la carrera diplomática de aquel hombre hubiese consistido en estampillar visados estadounidenses en pasaportes ajenos. Aunque su sonrisa era cálida, había en sus ojos una expresión distante, casi triste. ¿Tendría algún dolor oculto que no deseaba compartir con nadie?
El joven que lo acompañaba contaría poco más de treinta años, y era tan flaco como Duffy fornido. Parecía incómodo, como si, de algún modo, actuar como subordinado del tal Duffy no fuera plato de su gusto.
—¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? —preguntó Nancy, tras dar el primer sorbo de café.
—Señora Harmian —comenzó Duffy—, el embajador nos ha mostrado las notas que tomó cuando habló con usted a raíz del asesinato de su marido, y nos gustaría comentarlas, si no le resulta demasiado doloroso.
—Pregunten cuanto deseen. Lo que quiero es ayudar.
—Me llamó particularmente la atención el hecho de que estaba usted convencida de que a su marido lo asesinaron agentes enviados por el régimen de Teherán.
—Estoy segura de que así fue. Sin embargo, la policía no me hace el menor caso.
—Le aseguro que yo se lo haré, señora Harmian.
—Llámeme Nancy, por favor. ¿Trabajan ustedes en la embajada?
Duffy carraspeó ligeramente, y a Nancy le dio la sensación de que lo hacía a fin de disponer de unos instantes para sopesar la cuestión «mentir o no mentir».
—No —dijo Duffy—. Venimos de Washington.
Bueno, al menos el hombre es sincero —se dijo Nancy, sonriendo interiormente—. Quizás incluso admita que pertenece a la CIA.
—Tengo entendido que llegó usted a esa conclusión debido al hecho de que su esposo habló a sus asesinos en farsi. ¿Es así, Nancy?
—Exacto.
—Pero usted no habla esa lengua.
—Ya, pero conozco a mi marido, y… —Nancy se interrumpió y ahogó un sollozo—. Dispensen. Apenas ha pasado un mes. No me acostumbro a hablar en pasado. Conocía a mi marido. Estoy segura de que lo hizo deliberadamente. Fue su manera de decirme que sus asesinos eran iraníes. Y que no eran iraníes de los que están exiliados en Londres.
—La verdad, Nancy, es que creo que está usted en lo cierto. El asesinato de su esposo tiene el sello del servicio secreto iraní, lo que ellos llaman la VEVAK. Nunca envían a un solo asesino. Trabajan en equipos de cuatro o cinco miembros, como ocurrió en este caso. Lo hacen para cubrir todas las contingencias posibles. Son asesinos profesionales, muy bien adiestrados. No dejan huellas ni pistas que la policía pueda seguir.
—Sí, he oído hablar de ellos.
—Que nosotros sepamos, han cometido más de noventa asesinatos tipo ejecución en Estados Unidos y Europa occidental. Y muy pocas veces se los ha detenido. Lo cual es todo un récord.
¿Que nosotros sepamos? —pensó Nancy—. Decidido. Este hombre es de la CIA. ¿Qué otra cosa puede ser?
—La cuestión, Nancy, es ésta: hemos estudiado detenidamente esos asesinatos. Todos responden a una misma pauta. Teherán no los ordena caprichosamente. Los iraníes los utilizan para eliminar a individuos de quienes sospechan que trabajan activamente para conseguir la caída de su régimen. O para castigar a personas por las que se consideran traicionados. En Teherán, antes de ordenar esas muertes, incluso las discuten ante lo que ellos llaman un tribunal revolucionario.
Duffy vaciló un instante antes de continuar:
—Así que, en caso de que en realidad los asesinos de su esposo pertenecieran a los servicios secretos iraníes, lo primero que debemos preguntamos es «¿por qué?».
Duffy tuvo la sensación de que, por primera vez desde que había entrado en la sala, Nancy Harmian perdía parte de su compostura. Pareció hundirse más en los cojines de su butaca y su casi arrogante actitud quedó disminuida.
—Yo misma me paso las noches en vela haciéndome esa misma pregunta: ¿por qué? —reconoció.
—¿Sospechó usted alguna vez que su marido trabajase para alguna organización cuyo objetivo fuese acabar con el régimen de los mullah? —Duffy, naturalmente, conocía la respuesta a aquella pregunta, pues no en vano había escuchado las grabaciones de la NSA.
—Jamás sospeché algo así, señor…
—Jim.
—Bueno, Jim, recuerde que sólo conocí a mi esposo durante dos años. No le puedo dar pelos y señales de su vida durante la época anterior a nuestra boda. Pero casi nunca hablábamos de política, ni entre nosotros ni con otra gente, al menos estando yo delante. Alguien podría atribuir eso al machismo de los hombres de Oriente Medio: ya sabe: con las mujeres no se habla de política. Pero no creo que fuera ése el motivo. Creo que, simplemente, Terry no sentía excesivo interés por la política.
—¿Qué opinaba su esposo del régimen de Teherán?
—¿De los mullah? Por lo que yo sé, no le hacían ninguna gracia. Pensaba que intentaban meter a Irán en el siglo XXI con valores del siglo VII. De todas maneras, no me daba la sensación de que pensara demasiado en ellos ni en un sentido ni en otro. A él sólo le preocupaban los mercados financieros.
—¿Era religioso?
—No, nada en absoluto. Que yo sepa, nunca rezaba. No respetaba el Ramadán. Bebía. No mucho, pero lo que le apetecía y cuando le apetecía.
—Sin embargo, usted quiso que el entierro fuera musulmán.
—Desde luego. Terry siempre se tuvo por musulmán, aunque no practicase su fe. En eso era como yo. Si me pregunta usted lo que soy, le contestaré que católica, aunque lleve meses sin ir a misa. Por eso me pareció que mi esposo debía recibir un entierro musulmán. Creo que él lo hubiese preferido.
Duffy se arrellanó en el sofá. Ser buen juez de las personas era tan importante para un miembro de la CIA como saber utilizar una ganzúa para un ladrón. Le daba la sensación de que la mujer que tenía ante sí estaba diciendo la verdad. Su ignorancia acerca de la relación de su esposo con los mullah era real, no fingida. Ahora había llegado el momento de ir un poco más allá, de verificar el hecho de que el hombre que hablaba en las grabaciones de la NSA y el difunto señor Harmian eran, efectivamente, la misma persona.
—Nancy, aunque ya sé que usted no habla farsi, quiero preguntarle algo. Si escuchase usted a su esposo hablando en ese idioma, ¿cree que le sería posible reconocer su voz?
Nancy se encogió de hombros.
—Creo que sí. ¿Por qué?
Duffy le hizo una seña a Flynn, y éste sacó de un bolsillo una grabadora de microcasete.
—Ya sé que esto puede resultarle doloroso, Nancy, y, de ser así, me disculpo con usted, pero piense que con ello puede ayudamos a identificar a los asesinos de su esposo. ¿Le importa escuchar las voces de esta cinta y decimos si reconoce entre ellas la de su esposo?
Para cerciorarse de la habilidad de la prueba, Duffy había insertado al comienzo de la cinta una conversación entre dos intérpretes de la agencia que hablaban farsi, y eliminado la palabra «Tari» de las dos conversaciones en las que Harmian intervenía. Nancy permaneció inexpresiva durante la primera conversación. Pero en cuanto escuchó las palabras «Me entrevisté recientemente con el Profesor en Budapest», dio un respingo y lanzó una ahogada exclamación.
—¡Es él! —exclamó—. ¡Mi Terry!
Escuchó, entre horrorizada y fascinada, las dos conversaciones telefónicas, indicando con un movimiento de cabeza cada intervención de su esposo. La identificación de la voz fue indudable para Duffy y Flynn. El hombre cuyas llamadas había interceptado la NSA era el esposo de Nancy, Tari Harmian.
—¿Con quién hablaba mi marido, Jim? —preguntó la mujer cuando terminó la grabación—. ¿De dónde ha salido esa cinta?
—Ojalá conociéramos la identidad de su interlocutor. Lo único que sabemos es que era iraní y que reside en Estambul. En cuanto a la procedencia de la cinta… Bueno, la supongo al corriente de que disponemos de servicios que se ocupan de este tipo de cosas.
—¿De qué hablaban?
—Tampoco de eso podemos estar seguros. Utilizaban una clave. Sospechamos que hablaban de mover dinero. Pero tenemos indicios de que el hombre con el que hablaba está relacionado con el régimen de Irán. —De momento, se dijo Duffy, no había hablado de las drogas. Existía el riesgo de que la mención de tal tema pudiera hacer que los deseos de colaborar de Nancy disminuyeran.
—¿Quiere eso decir que ustedes sospechan que Terry también estaba implicado de algún modo con los mullah?
Nancy percibió un matiz de auténtica tristeza en la mirada que Duffy le dirigió.
—Me temo que sí, Nancy. —El tono de su voz se había suavizado, y ahora parecía el de un médico dándole una mala noticia al pariente más próximo de un enfermo—. Aún no sabemos qué hacía para ellos, pero la cosa está relacionada con el asesinato. Y con el contenido, fuera cual fuera, de aquel sobre. Debía de ser algo extraordinariamente importante para haberlo matado como lo hicieron.
Nancy apoyó la nuca en el respaldo del sillón y cerró los ojos. Movió los labios en silencio, como si estuviese murmurando una oración por su marido asesinado.
—Supongo que todo eso significa que nunca encontraremos a los asesinos de Terry, ¿no?
—No necesariamente, pero dar con ellos no será fácil. Su esposo trabajaba en casa, ¿verdad?
—Sí. Su estudio estaba abajo, en la habitación donde lo asesinaron.
—Para nosotros sería una gran ayuda que tratara usted de hacer memoria, Nancy, por si recuerda a algún visitante de su marido que a usted le pareciera sospechoso. Cualquier persona, o cualquier conversación telefónica que escuchara usted casualmente y en la que creyera detectar algo extraño, o si vio por la casa algún sobre o paquete que le resultase raro.
—La mayor parte de los visitantes que recibíamos eran ingleses. Gente de la City. O clientes de mi marido, a los cuales, como es lógico, yo conocía. Si yo pasaba cerca del estudio y ellos estaban allí, me asomaba a saludarlos.
—¿Le importaría que echáramos un vistazo al estudio de su esposo?
Nancy lanzó un suspiro y se levantó de su butaca.
—¿Por qué no? Pero les advierto que no he entrado allí desde aquella noche. Una vez que la policía terminó su trabajo, llamé a un servicio de limpiezas para que viniera a poner orden, y luego cerré la habitación.
—Nancy, si esto va a resultarle demasiado doloroso…
—No se preocupe, Jim. Alguna vez tengo que volver a entrar en esa habitación, ¿no? Supongo que éste es un momento tan bueno como cualquier otro. —Dicho esto, Nancy tomó la mano de Duffy como una hija hubiese cogido la de su padre en un momento tenso de una película de televisión, y condujo al hombre abajo.
Cuando la mujer abrió la puerta del estudio, por ella salió una vaharada de olor a detergente y a desinfectante. El escritorio de Harmian estaba limpio, y de la pared de detrás había desaparecido la sangre. La caja de caudales tenía la puerta abierta y el interior vacío. Evidentemente, los papeles que había contenido seguían en Scotland Yard. Frente al escritorio de Harmian había un gran sillón de orejas.
—Ahí es donde se sentaban los visitantes —susurró Nancy. Casi inmediatamente, soltó la mano de Duffy—. ¡Un momento! —exclamó—. Me ha preguntado si Terry recibió alguna visita extraña. Recuerdo una, cosa de tres semanas antes de que a él lo mataran. Yo volvía del mercado a eso de las cinco de la tarde. Cuando abrí la puerta principal, escuché a Terry y a otro hombre gritando en farsi aquí dentro. Parecía que se estaban peleando, pero cuando me asomé para decir «hola», los dos eran todo sonrisas. Me dio la sensación de que disimulaban.
—¿Conocía usted al hombre que estaba con su marido?
—No, jamás lo había visto. Terry nos presentó, pero no recuerdo el nombre.
—¿Qué aspecto tenía?
—Era alto, más que Terry. Como de cincuenta años. Muy erguido, con aspecto marcial, como si fuera militar. Llevaba ropas excelentes. Apuesto a que el traje azul que llevaba se lo habían hecho en Savile Row. —Hizo una pausa, tratando de recrear el episodio en su memoria—. Un detalle de ese hombre se me quedó grabado: parecía llevar cuatro o cinco días sin afeitarse. Pensé que tal vez tuviera alguna afección en la piel.
—Quizás estuviera dejándose crecer otra vez la barba del profeta que había tenido que afeitarse por algún motivo —aventuró Duffy—. ¿Cree usted que si viera una foto de ese visitante sería capaz de reconocerlo?
—Tal vez. Es difícil decirlo sin ver la foto.
—Escuche, Nancy: veré si en la embajada puedo conseguir fotos para enseñárselas. ¿Estará usted en casa esta tarde?
—A partir de las cinco.
—Si no tiene usted inconveniente, volveré por aquí a esa hora.
—Hágalo. —Nancy les abrió la puerta principal. En cuanto Flynn hubo salido, Duffy se volvió hacia la mujer, y esta vez fue él quien le tomó la mano.
—Nancy —dijo—, creo comprender lo mucho que está usted sufriendo. Hace algún tiempo, yo perdí a mi esposa a manos de un asesino distinto: el cáncer.
Ah —pensó Nancy—. Eso explica la tristeza que reflejan sus ojos.
—Es duro, muy duro —susurró Duffy—. El tiempo mitiga las cosas. Es cierto. Pero digan lo que digan, no cura el dolor: sólo lo apacigua. Lamento mucho lo mal que lo está usted pasando.
Impulsivamente, Nancy se aproximó más a él y lo besó en ambas mejillas.
—Gracias —susurró.
La estación de la CIA de la embajada estadounidense en Londres, sita en Grosvernor Square, se encuentra aislada del resto del edificio por su propio sistema de seguridad biométrico. Jim Duffy marcó su clave personal en el teclado numérico situado a la entrada de las oficinas de la sede, y luego metió la mano en la boca del escáner situado bajo el teclado. El escáner comparó la huella de la mano de Duffy con la que tenía almacenada en su banco de datos y, tras verificar que los parámetros biológicos coincidían, abrió automáticamente la puerta.
El ayudante del jefe ejecutivo de la sede aguardaba para acompañarlo al despacho de Bob Cowie. El término «secretario» había sido borrado del léxico de la agencia mucho antes de que se convirtiera en un término políticamente incorrecto en los manuales de otras empresas.
—Bueno, ¿qué tal la reunión? —quiso saber Cowie, con una sonrisa. El hombre vestía un traje azul oscuro cuya chaqueta tenía doble abertura atrás y estaba entallada en la cintura. Duffy pensó que Cowie siempre vestía como si fuese a ir a una boda o a un entierro.
—Bien. La mujer hace todo lo posible por ayudamos. Dime una cosa, ¿tenemos fotos de agentes secretos iraníes?
—Muy pocas. Y de los hombres que mataron a Harmian, seguro que ninguna. Supongo que Teherán los mandó aquí expresamente para esa única misión. Seguro que ahora están sanos y salvos en sus casas. Y no es probable que vuelvan a aparecer por Occidente.
—¿Cómo consiguen los iraníes introducir a sus agentes en Europa con tanta facilidad?
—Para empezar, disponen de una cadena de casas seguras en toda Europa, muchas de ellas en Alemania. Nosotros y nuestros valerosos aliados europeos hemos descubierto alguna que otra, cuando los europeos han recibido algún soplo. De dos cosas estamos seguros: esos tipos tienen dinero a espuertas, normalmente en metálico. Y en Teherán disponen de una especie de fabrica de falsificaciones que les facilita documentos espurios de primera clase.
—Eso no resulta demasiado sorprendente teniendo en cuenta que lograron una falsificación casi perfecta del billete de cien dólares. Aun así, ¿cómo logran entrar y salir con tanta facilidad de Inglaterra que, a fin de cuentas, es una isla? Se supone que hacerlo no es fácil.
—Es más fácil de lo que crees. El tren Eurostar que circula bajo el canal de la Mancha es uno de sus medios favoritos. Cuando llega un tren, los de inmigración se ven agobiados por el trabajo. Y, como te digo, los iraníes cuentan con documentos falsos de primera. Los agentes viajan con billete de ida y vuelta y tienen una reserva de cinco días pagada de antemano en el Holiday Inn. Lo único que necesitan es un visado de turista para ir y venir a su gusto y presenciar el cambio de la guardia en el palacio de Buckingham. Los peces gordos llegan a Heathrow, quizá con una falsa carte de séjour francesa si es que saben hablar francés, o con un pasaporte diplomático iraní falso emitido a nombre de alguien que no figura en la base de datos de los de inmigración.
Cowie encendió su ordenador, marcó su clave secreta e hizo girar el monitor, de modo que Duffy pudiera ver la pantalla. Pulsó unas cuantas teclas, y en la pantalla apareció la imagen de un hombre corpulento vestido con una holgada túnica negra, subiéndose a un Mercedes 600.
—Éste es Sadegh Izaddine, el comandante de la Fuerza de Choque, la unidad que sin duda fue responsable del asesinato del señor Harmian.
—Buen coche.
—Amigo mío, los mullah dejaron los andrajos en cuanto se subieron al carro del poder.
—¿Dónde le hicieron esa foto?
—En Teherán. Un disidente se la tomó para nosotros desde el otro lado de la calle. La cámara que usó fue una de esas superminiaturas que pueden pasar por un botón de abrigo y llevan en su interior un rollo de microfilm.
—Espléndido. ¿Tenemos en nómina a muchos tipos como el que hizo la foto?
Tras una breve vacilación, Cowie decidió que la «necesidad de saber» de Duffy justificaba responder a su pregunta.
—A unos cuantos. Básicamente, en Europa existen cuatro organizaciones de disidentes iraníes, y nosotros trabajamos con las cuatro. Hay una aquí, en Londres. De ideología monárquica. Quieren instalar al hijo del shah en el trono del Pavo Real en calidad de monarca democrático, una especie de Juan Carlos iraní. Personalmente, creo que la idea es utópica, pero esos tipos tienen buenas conexiones en el interior de Irán. Una penetración de primera. Luego existen dos grupos asentados en París. Uno se llama Bandera de Libertad. Liberales demócratas. Cuentan con un gran apoyo clandestino en el interior del país, sobre todo en las grandes ciudades. Si lo desean, pueden poner panfletos de propaganda en los parabrisas de miles de coches de Teherán en una sola noche.
—Impresionante.
—Pues sí. El tercer grupo es el Consejo Nacional de Resistencia. Es el más numeroso y el más duro. Está dividido entre París y Bagdad. Disponen de treinta mil hombres armados. Lo malo es que están enamorados de nuestro querido amigo Saddam Hussein. Necesitan estarlo, si desean seguir con vida. Muchos de sus miembros son antiguos marxistas, aunque desde que comenzaron a acercarse furtivamente a nosotros para conseguir subvenciones, parecen haber visto la luz de la razón política.
Cowie hizo una pausa, como si estuviera repasando mentalmente la lista de los disidentes iraníes.
—Por último, tenemos a la gente de Beni Sadr. Como sin duda recordarás, el hombre fue el primer presidente de la República Islámica de Irán. Esos tipos tienen mucha fuerza en Alemania.
—¿Y la agencia apoya a todos esos grupos?
—Hasta cierto punto. Y, ojo: sólo con dinero. Nada de explosivos ni armas. La política del Gobierno de Estados Unidos no consiste en fomentar una revuelta armada contra los mullah.
—Supongo que ahora nos hemos vuelto excesivamente remilgados para metemos en asuntos así.
—Más o menos —rió Cowie que, como muchos otros miembros de la CIA entre los cuales no estaba Duffy, era de ideología política muy liberal—. Los mujadines iraníes trataron de actuar por las malas en los años ochenta. ¿Qué sucedió? Pusieron unas cuantas bombas en edificios oficiales, y mataron a una docena de personas. Los mullah detuvieron a cincuenta personas que podían tener o no ciertas vagas simpatías hacia los mujadines y su causa y las ejecutaron. Ojo por ojo. Un círculo vicioso que no los condujo absolutamente a ninguna parte. Así que nuestra actual política es pagar a esa gente por los informes de inteligencia que nos suministran. Naturalmente, si deciden usar nuestro dinero para comprar explosivos y balas, nosotros no podemos impedírselo. Pero la idea es fomentar una revolución blanda y no dura.
—Vamos, Bob, no me vengas con cuentos. No creía que en la agencia hubiese tipos de cincuenta años que aún creyeran en Papá Noel.
Cowie se echó a reír.
—¿Recuerdas la cantidad de cursos de adoctrinamiento político que recibimos en nuestra época de reclutas en Camp Peary, Jim? No dejaban de machacarnos que lo mejor que había hecho la CIA era provocar el famoso golpe de Estado en Irán en 1953. Nos decían que había sido poco menos que una genialidad pagar a todos aquellos comerciantes del bazar y luchadores de lucha grecorromana para que se levantaran contra Mossadegh e hicieran volver al shah de su exilio en Roma. Era un maravilloso ejemplo de la CIA cumpliendo su cometido de defender la democracia y los intereses de las grandes compañías petroleras. Bueno, pues todo eran cuentos, zarandajas. El golpe contra Mossadegh fue el acto más estúpido que ha cometido la agencia en toda su historia.
—Supongo que te das cuenta de que hablas como un redomado hereje, Bobby.
—Dime una cosa: ¿qué hubiese ocurrido si no organizamos ese golpe de Estado? El shah se hubiera pasado la vida en su dorado exilio, entre Saint Moritz, París y Marbella, con lo cual hubiera sido mucho más feliz que tratando de convertirse en un déspota en Oriente Medio. Irán habría terminado convirtiéndose en una seudodemocracia y en estos momentos a nosotros no nos estarían volviendo locos los malditos mullah.
—Pero… ¿qué dices, Bob? Mossadegh era un sinvergüenza.
—Como otros muchos líderes a los que, a lo largo de los años, hemos tratado con todo mimo. Estigmatizamos a Mossadegh como criptocomunista porque deseaba nacionalizar el petróleo anglo-iraní. ¿Acaso organizamos un golpe de Estado para derrocar al rey Feisal de Arabia Saudí cuando se apoderó de la ARAMCO? ¿O contra la familia El-Sabbagh cuando nacionalizó la Kuwait Oil Company? Qué demonios, claro que no. El gran pecado de Mossadegh fue adelantarse unos años a su momento, eso es todo.
Cowie pulsó varias teclas de su ordenador.
—Pero no estamos aquí para hablar del pasado. De todas maneras te resumo en una palabra lo que hemos averiguado sobre los agentes de la VEVAK destacados en Londres: nada. El hecho de que esos tipos se den de cabezazos contra el suelo cinco veces al día mientras dicen sus plegarias no significa que tengan los sesos reblandecidos. Saben perfectamente que tenemos pinchados muchos de sus locales y lo único que dicen en ellos es lo que quieren que MI5 sepa. Ahora… —Señaló la pantalla del ordenador, en la que había aparecido la foto de un grupo de mujeres iraníes manifestándose trente a la embajada de ese país en Londres. Un hombre, cuyo rostro estaba rodeado por un círculo, las miraba desde uno de los balcones de la sede diplomática. Cowie pulsó unas teclas y el rostro del hombre llenó la pantalla—. Éste es el jefe de la VEVAK en Londres. En los viejos tiempos, encabezaba una organización estudiantil contraria al shah.
Cowie fue haciendo desfilar por la pantalla una sucesión de fotos, e hizo una rápida descripción de los hombres que en ellas aparecían y de las funciones que cumplían. Se detuvo cuando apareció la foto de un individuo con abrigo azul que caminaba por una calle llena de gente con un maletín negro en la mano.
—Éste es un fulano de lo más interesante. Dirigía la oficina en Londres de la Compañía Nacional de Petróleos Iraní. Sin embargo, su auténtico cometido era el de comprar alta tecnología para la industria armamentística de los mullah. Un tipo muy listo. Se llama Bollahi, pero lo apodan «el Profesor».
—¡El Profesor! —Duffy se echó hacia delante en su asiento. El Profesor era la palabra usada por Tan Harmian para referirse al hombre con el que, supuestamente, se había entrevistado en Budapest. Al hombre que había reclutado al coronel Wulff en Almaty también lo llamaban el Profesor. ¿Serían los dos el mismo? ¿Era posible que el profesor Bollahi fuese también el visitante con el que Harmian había discutido en su estudio tres semanas antes de que lo asesinaran?—. ¿Sabes si Bollahi suele llevar barba?
—Mira, Jim, esta gente no hace más que afeitarse y volverse a dejar barba. Se afeitan cuando no quieren ser identificados como musulmanes. Por lo general, van rasurados cuando viajan con identidades falsas.
—¿Por qué no miras lo que hay en los ordenadores sobre este tipo?
Cowie marcó en el teclado el nombre del Profesor, Bollahi, y la clave de acceso para el banco de datos central de la agencia sobre Irán. En la pantalla aparecieron cinco páginas de texto a un espacio. Duffy se echó hacia delante y comenzó a leer.
—¡Un ingeniero! —exclamó—. Se doctoró en ingeniería mecánica. ¿Qué demonios hace un tipo así con los mullah?
—Necesitan gente de ese calibre si quieren manejarse adecuadamente en el mercado internacional. Rezar es una cosa y comprar armas otra muy distinta.
Duffy estaba fascinado por lo que iba leyendo en la pantalla del ordenador.
—Por dos veces se informó de su presencia en la antigua RDA, antes de la caída del muro. Según uno de nuestros informantes, estaba buscando materiales nucleares.
—¿Y por qué no? A fin de cuentas, los han buscado por todas partes.
Duffy seguía con la vista fija en lo que iba apareciendo en pantalla.
—¡Dios bendito, Bobby! —exclamó de pronto, señalando la pantalla—. ¡Mira esto!
Informe\DD\AFF\N\232 fecha 10-12-97
La clave indicaba que el informante era un alemán dedicado a las finanzas.
El sujeto es único titular de la cuenta #00314572 del Banco Melli de Munich. El informante vio el estado de la cuenta una semana antes de la fecha del informe. Había un saldo favorable de más de 500 000 dólares.
—Los iraníes están arruinados, la mitad de su pueblo vive de cacahuetes, y este tipo dispone de medio millón de dólares en su cuenta bancaria… Tiene que ser un pez muy, muy gordo.
—Las armas cuestan dinero, muchacho. Particularmente, las que al Profesor le gusta comprar.
Duffy continuó estudiando el texto que iba pasando por la pantalla hasta llegar a la última anotación acerca de Bollahi.
El sujeto abandonó el Reino Unido en dirección a Teherán cuando se supo que las autoridades alemanas deseaban interrogarlo respecto a la compra por parte de los iraníes de un aeródromo privado en Hartenholm, al norte de Hamburgo, Alemania. La sede de Londres no tiene conocimiento de que haya regresado a su trabajo en la NIOC de Londres, aunque se cree (fue visto por un agente el 17-1-97) que volvió al Reino Unido con un pasaporte diplomático iraní falso. Informes de segunda mano sitúan al sujeto trabajando en las zonas alemanas de Colonia-Düsseldorf y Schleswig-Holstein. Facturas telefónicas confiscadas por el servicio de aduanas alemán en un registro de la central en Düsseldorf de la OID (Organización de Industrias de Defensas) iraní efectuado en octubre de 1996 revelaron seis llamadas hechas desde la OID al número de la oficina de Teherán que utiliza el sujeto. Fuentes fidedignas informan también de la presencia del sujeto en Milán. Italia, utilizando como tapadera las oficinas de la Fundación para los Oprimidos, situada en Via Padona, en el primer piso del edificio que alberga el Banco Larino. El informante BM/I/34 afirmó que el sujeto tenía acceso a una sala del consulado iraní en Milán que contiene documentos relacionados con materias nucleares, a los cuales, supuestamente, sólo tiene acceso otro individuo, apellidado Yazdi.
Duffy lanzó un gruñido. La Bunyod e Mustazafin —Fundación para los Oprimidos— era una de las instituciones más ricas y corruptas de los mullah. Canalizaba las ganancias de empresas como el hotel Hilton de Teherán, nacionalizado por los mullah. Supuestamente, la fundación se dedicaba a ayudar a los pobres y desposeídos. A quienes en realidad ayudaba era a los altos jefes de los mullah, y a sus proyectos secretos de defensa e inteligencia, subvencionando los esfuerzos iraníes por conseguir armas nucleares y biológicas, y las actividades terroristas islámicas en todo el mundo. Aquel hijo de puta, el Profesor, estaba metido hasta las orejas en el programa nuclear, de eso no cabía duda. Tenía que ser el tipo que le había comprado los tres proyectiles nucleares al difunto coronel ruso. Si en Milán había consultado documentos secretos referidos a tecnología nuclear, lo más probable era que estuviese intentando encontrar el modo de hacer el mejor uso de su compra.
—Escucha, Bob, ¿por qué no me imprimes una docena de fotos de esa gente? Incluida una del Profesor. Quiero ver si Nancy identifica a alguno.
—¿Nancy?
—La señora Harmian.
Al otro lado del canal de la Mancha, el vehículo amarillo y rojo de la compañía de transportes iraní Interstate Rapid Serviz circulaba por la autopista circular A-10 de Amsterdam con rumbo a su destino final. El camión estaba ya vacío, salvo por los 180 kilos de heroína escondidos en el panel lateral.
Para el conductor, el viaje había sido particularmente tranquilo. Como la mayoría de los chóferes de vehículos TIR, había dormido en el jergón de la cabina, y sólo se separó del vehículo para comer, ducharse y utilizar los servicios de las áreas simadas a lo largo de la ruta. Una vez que hubo cruzado la frontera turco-búlgara, ya no tuvo que preocuparse para nada de los aduaneros. En su primera parada, el almacén de un mayorista de frutos secos de Düsseldorf, él mismo había roto el sello de aduanas de las puertas traseras de su camión antes de entregar al mayorista doscientos kilos de uvas pasas.
Pasadas las seis de la tarde, se metió por el túnel Goen bajo el canal del mar del Norte y tomó dirección oeste, hacia la salida de la autopista correspondiente a Volendam. El negro manto de la noche invernal ya había caído, y la autopista frente a él estaba atestada de otros camiones. Tres de los puertos más grandes del mundo, Rotterdam, Amberes y Amsterdam, se encontraban en un radio de ciento sesenta kilómetros. De cada uno de aquellos puertos salía un flujo continuo de camiones contenedores que se incorporaban a los miles de vehículos TIR que circulaban por las autopistas cercanas. De resultas de ello, por las carreteras de Holanda, Bélgica, Alemania occidental y Francia septentrional se movía más tráfico comercial pesado que en ninguna zona de tamaño comparable del resto del planeta, más incluso que en el corredor Boston-Baltimore del litoral atlántico de Estados Unidos.
El conductor tenía la certeza de que, inmerso en aquella enorme masa de tráfico, se encontraba totalmente a salvo de cualquier inspección aduanera aleatoria. Además, en el improbable caso de que hubiese aduaneros holandeses patrullando las autopistas, a aquella hora ya no existía el más mínimo riesgo. Todos sabían que los aduaneros holandeses paran de trabajar a las cinco en punto. Según una famosa anécdota, en una ocasión la DEA norteamericana informó a la aduana holandesa de Rotterdam de que en el interior de cierto contenedor había 14 000 kilos de hachís destinados a Polonia. El informe llegó poco antes de las cinco, la hora a la que todos se marchaban a casa, así que el contenedor, con el hachís todavía dentro, fue estacionado durante la noche en un garaje del servicio de aduanas. A la mañana siguiente, cuando entró a trabajar el siguiente turno, el enorme contenedor y los 14 000 kilos de hachís se habían esfumado y nunca volvieron a aparecer.
Silbando suavemente, el conductor se desvió de la A-10 para entilar el Nieuwe Leeuwarderweg, que iba en dirección sur hacia el canal Het Ji y el laberinto de pequeñas vías fluviales, ensenadas y varaderos que llenaban el canal. Luego se metió por la Papaverweg, un fino cabo que se extendía paralelamente a las aguas del canal. El cabo albergaba casi exclusivamente depósitos en los que las mercancías descargadas aguardaban a ser distribuidas en el interior de Holanda, o a ser exportadas a otros países, o simplemente permanecían allí en espera de que se decidiese su destino final. Algunos de los almacenes eran relucientes edificios de tres o cuatro pisos de vidrio y acero; otros, como aquel al que el conductor se dirigía, situado en el número 36A, eran sencillas estructuras de madera de una o dos plantas.
Abdullah, el cuarto de los cinco hermanos Osman metidos en el tráfico de heroína, se encontraba en su despacho de la parte posterior del edificio cuando el conductor estacionó su camión frente al andén de carga. La parte delantera del edificio albergaba un almacén de muebles cuyos propietarios, que ahora se encontraban en casa, frente a la chimenea, no tenían ni idea de las auténticas actividades de sus vecinos. En cualquier caso, un camión TIR estacionando frente a un andén junto a la Papaverweg llamaba tan poco la atención como un ciudadano holandés pedaleando en bicicleta por las calles de Amsterdam.
Abdullah salió de su despacho y, entre él y el conductor, abrieron la trasera del vehículo y retiraron el panel secreto. La heroína, metida en sacos de plástico de un kilo unidos entre sí como salchichas por una malla de plástico, había sido difícil de cargar, pero la gran ventaja del sistema usado era la facilidad y rapidez con que ahora podía sacarse la droga de su escondite. La operación de descarga duró menos de diez minutos, y tras ella el conductor emprendió el viaje de regreso a Turquía.
La mitad del edificio correspondiente a Abdullah Osman había sido arrendada a nombre de una empresa holandesa, la Turktex BV, que tenía como dirección oficial el 36A de la Papaverweg. Los Osman utilizaban efectivamente el almacén como depósito para los vaqueros y cazadoras de cuero que servían de pantalla para sus operaciones de narcotráfico. Una especie de cobertizo situado detrás de las oficinas que se utilizaba como almacén para las mercancías servía también de escondite subterráneo para la droga. Abdullah guardó en él con todo cuidado aquel último alijo de heroína.
Finalizada su tarea, Abdullah subió de nuevo al despacho. Lo primero que hizo fue telefonear al menor de los cinco Osman, Behcet, a su casa del suburbio londinense de Stoke Newington.
—Escucha, Babe —dijo, utilizando el apodo del benjamín de la familia—, el material ya ha llegado. Puedes decirle a tu irlandés que vaya preparando el dinero.
El tráfico de heroína en Holanda lo controlaban nueve familias turcas, seis en Amsterdam, una en Rotterdam, otra en Arnhem y otra en Apeldoorn. La familia Osman era, quizá, la más importante. Todas tenían buen cuidado de no pelearse unas con otras en Holanda. Las disputas se zanjaban en Turquía. Los turcos consiguieron hacerse con el control del tráfico de heroína en Holanda en 1976 debido a que las tríadas chinas de Hong Kong que se habían ocupado hasta entonces del negocio se enzarzaron en una sangrienta guerra entre bandas. Eso irritó a los holandeses, normalmente tan tolerantes. La policía detuvo a los principales traficantes, que luego fueron expulsados del país. Aquello había sido un error por parte de los chinos que los turcos como los Osman no pensaban repetir.
A sus treinta y dos años, Abdullah era un representante típico de la nueva clase de narcotraficantes que controlaba el mercado holandés de la heroína. A diferencia de sus hermanos mayores, era delgado, casi frágil. Con sus gafas, su cabello rubio que comenzaba a escasearle, y el aire de casi infinita bondad que trataba de irradiar en público, se parecía a un pastor de la Iglesia reformada holandesa predicando la tolerancia como reflejo supremo de la bondad cristiana. Llevaba una impecable vida familiar con su esposa y sus dos hijos, jamás había pisado el interior de una de las discotecas holandesas en las que el consumo de éxtasis era rampante, y conducía un discreto Peugeot francés. Sin embargo, era un hombre enormemente astuto cuya norma de trabajo era no hacer nada que llamase la atención de las autoridades holandesas.
Era comprensible. Probablemente, menos del veinte por ciento de la heroína que acababa de recibir terminaría en pulmones o narices holandeses. Lo mismo que las otras ocho familias turcas, Abdullah utilizaba Holanda principalmente como depósito en el que almacenar la droga hasta que fuera posible enviarla a sus clientes del Reino Unido. Bélgica, Francia, Alemania y España. No pensaba poner en peligro una situación tan ventajosa creándole problemas a la simpática policía holandesa. La Interpol de Lyon, la OCTRIS francesa, el servicio de aduanas de su majestad británica y la DEA norteamericana calculaban que en 1996 entró en Holanda un mínimo de 14 000 kilos de heroína. Tal cifra, que suponía más del quíntuplo de las necesidades de los heroinómanos holandeses, había convertido a Holanda en el almacén de heroína de Europa. Las autoridades alemanas, francesas, inglesas y belgas calculaban que entre el setenta y el ochenta por ciento de los alijos requisados en sus países había pasado previamente por Holanda.
Los frustrados aduaneros del Reino Unido afirmaban que Holanda se había convertido en el México de Inglaterra.
Jim Duffy iba dejando una a una frente a Nancy Harmian las diez fotos que le había facilitado la embajada. La mujer estudiaba cada una de ellas con un interés indicador de su ardiente deseo de colaborar en la captura de los asesinos de su esposo. Desechó las cinco primeras con otros tantos movimientos de cabeza, indicando que no le decían nada, y las fue dejando boca abajo sobre la mesa que tenía al lado.
La foto del Profesor era la sexta del montón que Duffy sujetaba en la mano. La dejó frente a Nancy esforzándose especialmente en que su rostro no denotase nada que pudiera indicar a Nancy la importancia que tenía aquella foto en particular. Ella estudió al hombre del traje azul con el mismo interés que había puesto en las otras fotos, y luego la dejó boca abajo con las que ya había rechazado.
El decepcionado Duffy iba a colocar la siguiente foto ante ella cuando Nancy tomó de nuevo la foto del Profesor.
—Déjeme mirar mejor ésta —dijo.
Estudió de nuevo la foto del Profesor y al fin dijo:
—Trato de imaginar qué aspecto tendría este hombre con barba.
—No olvide, Nancy, que cualquier hombre puede dejarse barba y volvérsela a afeitar.
Ella dejó a un lado la foto del Profesor y luego terminó de estudiar las últimas fotos de Duffy. Ninguna de ellas le dijo nada. Cuando hubo acabado, cogió de nuevo la foto del Profesor, la estudió detenidamente, y cerró los ojos.
—Sí —anunció al fin—. Creo que es él. Aunque no lleve barba. ¿Sabe usted cómo se llama?
—Bollahi.
—¡Sí! —Su exclamación sonó como el grito de triunfo de un jugador de tenis tras anotarse un tanto de partido—. Ése es el hombre. Ahora lo recuerdo. Cuando nos presentó, Terry lo llamó profesor Bollahi.
Duffy sonrió y procedió a recoger sus fotos.
—Ésta era la foto que esperaba que identificase. Confío en no haberle mandado a usted algún mensaje extrasensorial que le hiciera señalarla.
—Pero Jim, no me diga que cree usted en esas patrañas. ¿A qué se dedica este hombre?
—Bollahi era el encargado en Londres de las operaciones petroleras iraníes, pero su auténtica misión era conseguir armas y tecnología punta para el Gobierno de Teherán.
—¿Cree usted que participó en el asesinato de Terry?
—Directamente, lo dudo. Indirectamente, es muy posible. Probablemente pidió a la gente de Teherán que se ocupa de tales cosas que organizase el asesinato.
—Pero Dios bendito… ¿por qué?
—Ojalá lo supiéramos, Nancy.
—No estará usted sugiriendo que mi Terry andaba metido en el tráfico de armas para los mullah, ¿verdad? Es una posibilidad que me niego a creer.
—Piense usted, Nancy, que pudo meterse en ello durante la guerra irano-iraquí, antes de que usted lo conociera. Con independencia de su opinión acerca de los mullah, creo que en aquellos días a cualquier iraní debía de resultarle difícil no sentir el influjo del patriotismo.
Nancy meneó la cabeza, incrédula. Duffy insistió:
—El tráfico de armas es como los antiguos papeles cazamoscas: fácil de agarrar, pero casi imposible de soltar.
—Terry debía de trabajar para la CIA o para algún grupo antirrégimen, informando de las actividades de los mullah.
—Si hubiese estado en contacto con alguno de los grupos antirrégimen, yo lo sabría. A su esposo lo asesinaron porque en Teherán tenían suficiente interés por hacerse con el contenido de aquel maldito sobre para matar por él.
—Pero por el amor de Dios, Jim, ¿qué podía contener el sobre?
—Montones de cosas. Unos cuantos millones de dólares de los mullah en bonos al portador. O en certificados de depósito en oro. Pero en mi opinión, lo más probable es que su esposo hubiera tenido acceso a una relación de los escondites en el extranjero del dinero de los mullah. Los bancos y las cuentas bancarias que usan, en qué refugios bancarios ocultan sus fondos. Esa gente tiene más dinero fuera de Irán del que nunca tuvo el pobre shah.
Una expresión de casi desesperada incomprensión se extendió por las atractivas facciones de Nancy.
—¿Cómo es posible compartir durante dos años completos la vida, el lecho, el cuerpo, la mente y las esperanzas con un hombre y, no obstante, ignorar la combinación de la caja fuerte interior en la que él guarda sus más íntimos secretos?
—Es más fácil de lo que imagina. —Duffy no pensaba hablar aún a Nancy de que su marido había viajado a las Caimán o a Budapest pese a haberle dicho a ella que su destino era París o Roma. Y tampoco quería hacer mención de las drogas. Ya se lo diría en otra ocasión. Por hoy, la mujer había sufrido bastante. Además, aquellos viajes estaban relacionados casi con toda certeza con los narcodólares, y no con posibles devaneos extramatrimoniales—. Eleanor Philby, la última esposa de Kim Philby, el espía ruso, jamás sospechó que su marido trabajase para el KGB. La que fue amante en Tokio de Richard Sorge durante la Segunda Guerra Mundial nunca supo que el auténtico jefe de Sorge era Stalin y no Hitler. Creo que hay gente que nace para la simulación, y se mueve en ella como pez en el agua. Creo que eso le ocurría a su marido, y es lo que explica su lamentable fin.
Poniéndose en pie, Nancy dijo:
—Necesito beber algo para asimilar todo esto. ¿Me acompaña?
Duffy consultó su reloj. Eran las siete y media.
—Bueno, supongo que a estas horas ya no estoy de servicio. Tomaré un whisky con hielo.
Nancy se lo sirvió, y se puso un vodka para ella.
Duffy alzó su vaso hacia ella.
—Por el bálsamo del tiempo, que ojalá cure sus dolores y los míos.
A Nancy los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas.
—Gracias, Jim —murmuró.
—Le prometí a mi colega, el señor Flynn, que pasaría la velada con él —explicó Duffy, tras dar un sorbo a su whisky—, así que tendré que irme pronto. No sé lo que Flynn me tiene preparado, pero no creo que sea nada demasiado divertido. Usted y yo debemos volver a hablar pronto. Quizá, si usted no tiene inconveniente, podamos cenar juntos una noche.
Duffy no daba crédito a lo que acababa de decir. Desde la muerte de su esposa, no se le había pasado por la cabeza invitar a una mujer ni a un vaso de agua. Y ahora estaba proponiéndole salir a cenar a una mujer cuyo esposo apenas llevaba cinco semanas en la tumba.
Nancy vaciló. Evidentemente, la oferta la había sorprendido. Dio un largo trago de vodka y, mirando a su interlocutor fijamente a los ojos, replicó:
—De acuerdo, Jim. Estaré encantada.
En aquellos momentos, en el gran puerto alemán de Hamburgo, el hombre cuya foto tanto había interesado a Jim Duffy y a Nancy Harmian estaba cruzando lentamente el Kennedybrucke, el puente que cruzaba el lago Alster. Aquella noche el Profesor iba afeitado, como aparecía en la foto en la que Nancy lo reconoció como el hombre al que había visto en la oficina de Terry tres semanas antes de que lo asesinaran.
Como había dicho a sus colegas de Irán que se proponía hacer, había volado de Teherán a Viena poco después de la reunión del Comité de Operaciones Secretas, dispuesto a hacer lo necesario a fin de obtener para la Operación Jalid el material de alta tecnología imprescindible para detonar los tres proyectiles nucleares. Desde Austria voló en una Cessna de matrícula alemana hasta el aeródromo privado de los iraníes en Hartenholm. El lento paso con el que ahora caminaba por el puente era premeditado. El Profesor había seguido un cursillo para detectar y eludir cualquier vigilancia. Su maestro, un exmiembro del servicio secreto del shah, le había enseñado los trucos aprendidos de sus instructores de la CIA y del Mossad israelí. El Profesor se dijo que era maravilloso que los rituales del mal se transmitieran con tanta facilidad.
El puente era un lugar ideal para detectar un seguimiento. No había coches ni furgones estacionados desde donde lo pudieran observar. No circulaban otros peatones. El tráfico tenía que seguir su marcha, así que de lo único que debía estar pendiente era de si algún coche o, más probablemente, dos o tres coches estaban dando vueltas y pasando repetidamente a su lado mientras él se dirigía hacia su destino.
Convencido ya de que nadie lo seguía, Bollahi dejó el puente y se dirigió hacia una farmacia de la Warburgstrasse. Entró y, tras pasar unos momentos simulando estudiar los remedios contra el catarro a fin de cerciorarse de que nadie lo había seguido, compró un paquete de aspirinas y se fue. Frente al local no había nadie remoloneando, y Bollahi se dirigió al coche que ya lo aguardaba al otro lado de la calle y se metió en él.
—Bueno, volvemos a encontramos —dijo al conductor.
—¿Qué tal, amigo mío? —replicó el conductor, estrechándole la mano—. Tienes un aspecto magnífico. Estás mucho más joven que la última vez que nos vimos. Seguro que lo que te mantiene tan en forma es el hecho de que a los musulmanes vuestra religión no os permite beber.
«En forma» era una expresión que nadie habría utilizado para describir al conductor. Josef Joe Mischer tenía el rostro rotundo y carnoso. Una gran papada le colgaba bajo la barbilla, y el bigote a lo Dalí que lucía hacía que la sotabarba llamase aún más la atención. Estaba tan grueso que no lograba mantener los faldones de la camisa dentro del pantalón. El Profesor siempre lo había considerado un pelma bien educado, útil —después de todo, era un ingeniero de primera—, pero con tendencia a actuar como un estibador borracho de juerga por la Reeperbahn.
Sonrió mientras Mischer aceleraba, alejándose del bordillo.
—No te preocupes, amigo. No perderé el tiempo soltándote un sermón acerca de los valores del ascetismo islámico. Tenemos mejores cosas de las que hablar.
—¡Espléndido! —exclamó Mischer—. Ya supuse que no habías venido aquí a ver a las chicas de las vitrinas. Sería estupendo que volviéramos a trabajar juntos.
Y también provechoso. A Mischer le constaba que los elegantes trajes azules que tanto gustaban al Profesor siempre tenían los bolsillos llenos de billetes, y lo que a Joe Mischer más le interesaba no era la ingeniería, sino ganar dinero, sin importarle mucho cómo. Antaño había tratado de ayudar al Profesor a conseguir tecnología nuclear en la ya extinta Alemania Oriental. En la actualidad Mischer se dedicaba a vender la producción de tres holandeses que preparaban tabletas de éxtasis en su garaje de Hilversum.
—Bueno, ¿qué pasa? —siguió—. Tienes al viejo Mike trabajando como loco allá en Pinneberg, y no me ha dicho ni una palabra de lo que le has encargado hacer.
Mike Mashad era el principal ayudante del Profesor, el exiliado iraní residente en Marbella al que Bollahi había salvado de una cárcel norteamericana contándoles a los suizos la historia de que Mike le había estafado un montón de millones de dólares. Eso, para los suizos, era un delito mucho más grave que el de tratar de obtener acceso a equipos de tecnología nuclear.
—Bien por Mike. Él se da cuenta, lo mismo que tú, sin duda, de lo mucho que valoro la discreción en mis socios. ¿Recuerdas los dos viajes que hicimos juntos a la RDA antes de que cayera el muro de Berlín?
—Fuimos a comprar láseres de alta velocidad que pudieran utilizarse en la separación de isótopos —rió Joe—. Isótopos, por ejemplo, de uranio.
—Tu fuerte no es el sentido del humor, querido Joe —advirtió el Profesor—. Pero tienes razón. Fue una lástima que los alemanes orientales no quisieran hacer negocios con nosotros. A ellos les hubiera venido bien nuestro dinero, y a nosotros su tecnología. Según recuerdo, tú tenías grandes conocimientos sobre los láseres de alta energía.
—Sí, pasé muchísimo tiempo estudiando el tema.
—Espléndido. Quizá podamos hacer uso de tus conocimientos. ¿Dónde está Mike exactamente?
—Se aloja en un pequeño hotel de Pinneberg, a veinte minutos de aquí.
Cuando llegaron a la salita de la suite de Mike, éste los estaba esperando. El Profesor se dijo que su ayudante parecía un escolar ansioso de que el maestro le preguntara a fin de tener oportunidad de demostrar lo bien que se sabía la lección. Casi de mala gana, encargó café para todos y logró mantenerse callado hasta que hubo salido el camarero del servicio de habitaciones.
—Muy bien, Mike —dijo al fin el Profesor—. Oigamos tu informe. Delante de Joe puedes hablar con toda libertad, porque, probablemente, desempeñará un papel importante en la próxima fase de nuestra operación.
Mike se puso en pie.
—Bueno, en primer lugar, como sospechabas, el bueno de Herr Steiner está de mierda hasta las orejas.
—Pobre hombre —se compadeció el Profesor.
—Sí, pobre será, y muy pronto —siguió Mike—. El tipo estuvo doce años con los Haas, los grandes especialistas alemanes en láser. Su trabajo consistía en desarrollar nuevos productos para ellos, ¿comprendes?
El Profesor hizo un vago ademán con la mano que lo mismo podía ser de comprensión que de indiferencia.
—En 1995 tuvo una brillante idea, o al menos una idea que a él le pareció brillante, para construir uno de esos láseres que se utilizan para grabar números de serie en el metal de las máquinas. De los automóviles, por ejemplo. Aunque no lo creas, incluso los usan para grabar los números de serie en las botellas de cerveza. Todo el mundo sueña con inventar un láser que funcione con mayor rapidez, y que tenga más potencia de corte. Así que Steiner dejó a los Haas y se estableció por su cuenta, dispuesto a construir el mejor láser del mundo.
—Olvidando, de modo muy conveniente, el hecho de que los conocimientos que iba a utilizar para construir su nuevo juguete los había adquirido mientras trabajaba para otros.
Mike lanzó un leve bufido para indicar lo poco que le importaban las implicaciones morales de los actos de Steiner.
—No obstante, ello nos dice algo acerca de qué clase de hombre es Herr Steiner, ¿no crees, Mike?
—Si tú lo dices… La cuestión es que fui al Ayuntamiento y busqué LASERTEKNIK GmbH, la firma de Steiner, en el registro de empresas constituidas aquí en Pinneberg. LASERTEKNIK fue creada el 16 de octubre de 1996, con un capital de cincuenta mil marcos. En las escrituras sociales, Steiner aparece como único accionista y director ejecutivo. Como sede social de la empresa figura el edificio de la Kaiser Wilhelmstrasse en el que Steiner tiene alquilada una oficina y espacio para talleres. El propósito oficial de la empresa era el desarrollo y la fabricación de láseres de alta energía. Ésa es toda la información que figura en los papeles de inscripción.
—Pocos láseres pueden construirse con cincuenta mil marcos, Mike.
—Espera. Lo que sucedió es que diez días más tarde Steiner le hizo a la compañía un préstamo de tres millones de marcos, que, por lo visto, eran sus ahorros de toda la vida, a fin de que la firma tuviera dinero para comenzar a funcionar.
—Parece que nuestro amigo Herr Steiner tenía fe en lo que estaba haciendo.
—Demasiada, en mi opinión. El caso es que, en abril de 1997, el dinero se le terminó, así que Steiner fue al Commerzbank y consiguió un préstamo de cinco millones de marcos. Quiso dar como aval acciones de LASERTEKNIK, pero el banco no quiso ni oír hablar de ello. Le dijeron que era demasiado arriesgado. Lo único que aceptaron como aval fue su casa, y Steiner se avino a ello sin decirle nada a su esposa.
—Por lo que cuentas, Herr Steiner parece todo un caballero, Mike. Salta a la vista que es el tipo de hombre con el que podemos hacer negocios. Pero dime algo: ¿cómo te enteraste de tantas cosas?
—Frente a su fabrica hay una bierstube a la que acuden sus empleados. Yo me hice habitual del lugar y trabé amistad con el barman, que resultó ser muy amigo de Steiner.
Maravilloso —se dijo el Profesor—. La República Islámica de Irán tiene que confiar en camareros para conseguir información secreta.
—También investigué su índice de solvencia crediticia con una de esas firmas que venden información acerca de la fiabilidad financiera de las empresas. Les dije que deseaba saber si podía correr el riesgo de otorgarle noventa días de crédito por un millón de marcos en materias primas que estaba a punto de venderle. La respuesta fue «no». Steiner está endeudado hasta las cejas y carece totalmente de crédito. Además, tengo entendido que el banco está a punto de pedir la devolución del préstamo de cinco millones de marcos, y no aceptará acciones de LASERTEKNIK, ya que éstas carecen de valor. Se quedarán con su casa, y Herr Steiner y su familia se verán vagando por la Reeperbahn con los polacos y los gitanos.
—¿Sabe su esposa lo que ocurre?
—Por lo visto: no. Mi amigo el barman cree que Steiner está desesperado. Incluso teme que se intente suicidar.
—Pero nosotros no queremos que le ocurra eso —dijo el Profesor—. Acudiremos en su ayuda. Quiero comprar una parte sustancial de LASERTEKNIK. Digamos un cincuenta por ciento.
—Pero Profesor —protestó Joe Mischer—, según Mike, esas acciones no tienen ningún valor.
—Para mí sí lo tienen. ¿Cuánto crees que pedirá por el cincuenta por ciento de su compañía, Mike?
Mike se encogió de hombros.
—¿Quién sabe? Si pagas sus deudas, le quitas al banco de encima y le das suficiente capital para seguir con su investigación, creo que se arrodillará y te besará la mano.
—No creo que eso sea necesario. —El Profesor se volvió de nuevo hacia Mischer—. Joe, quisiera que fueras a ver a Herr Steiner cuanto antes. Impresiónalo con tus amplios conocimientos técnicos, dile lo mucho que lo admiras por lo que intenta hacer, y asegura estar convencido de que LASERTEKNIK llegará a ser un gran negocio. Dile que quieres formar parte de su empresa. Que, a cambio del cincuenta por ciento de la compañía, estás dispuesto a ofrecerle dinero suficiente para liquidar sus deudas y hacer un pago parcial del préstamo bancario, y aún le quedará un millón de marcos con el que continuar sus investigaciones. Ofrécele… digamos cuatro millones de marcos. —El Profesor miró a Mike buscando el asentimiento del hombre a la cifra mencionada.
Para Mike, aquello era pura rutina, algo que el Profesor y él ya habían hecho montones de veces para comprar firmas europeas.
—Sí, esa cantidad bastará.
—Supongo —continuó el Profesor— que habrá que registrar el nombre del nuevo accionista en los libros del Ayuntamiento.
—Desde luego.
—En tal caso, Joe, comprarás el cincuenta por ciento de las acciones a nombre de TW Holdings. Es una compañía de Vaduz cuya dirección social es el diecinueve de la Albrechtstrasse, en Liechtenstein. Tiene cuenta en el Liechtensteinische Landesbank. Una vez que hayas fijado los términos del acuerdo, TW Holdings transferirá la suma necesaria desde ese banco hasta el de Steiner aquí en Hamburgo. Que te extienda un certificado por el cincuenta por ciento de las acciones de LASERTEKNIK a nombre de TW Holdings, envía el certificado a la dirección de la compañía en Liechtenstein, y cerciórate de que Steiner inscribe debidamente en el Ayuntamiento el cambio de accionista.
Joe asintió, encantado. Negociaría el acuerdo por algo menos de tres millones de marcos, le cobraría cuatro al Profesor y se repartiría la diferencia con su nuevo socio, Herr Steiner. Eso era justamente lo que el Profesor esperaba que hiciese. Era el precio que había que pagar por hacer negocios al margen de la legalidad y con gente como Joe Mischer. Sin embargo, lo importante no era el dinero, sino que en la venta no hubiera nada que indicase que el gobierno iraní estaba implicado.
Se trataba de un ardid clásico. Quien tratase de investigar TW Holdings en Liechtenstein lo único que encontraría sería una placa de bronce en la puerta del bufete de un abogado. Tras esa puerta habría un severo jurista tan parlanchín como una de las figuras de la isla de Pascua. Entre las muchas cosas que el hombre no diría estaría el hecho de que TW Holdings era una subsidiaria en propiedad plena de Trade World, Inc., una compañía panameña cuyas finanzas dirigía el departamento de administración de bienes de un banco de las islas Caimán. Era una de las empresas cuyos títulos al portador se encontraban en el sobre que había motivado el asesinato de Tari Harmian. Harmian se había dedicado a invertir en las carteras de aquellas firmas el dinero de las «tasas de tránsito» que Said Djailani cobraba a los narcotraficantes, de modo que el dinero estuviera a disposición del Profesor cuando éste lo necesitara. Ahora, los títulos al portador y la compañía que representaban volvían a estar bajo el control del Profesor y, por consiguiente, de los mullah de Teherán.
—Lo que deseo que hagas, Joe, es que, una vez que se complete el acuerdo, te instales en la compañía y te conviertas en la mano derecha de Herr Steiner. Actúa con la mayor discreción posible. No hay por qué dar publicidad a tu presencia ni al cambio en la propiedad de la compañía. Tú y yo ya nos pondremos de acuerdo para crear un fondo de compensación que pague tu trabajo. Luego, cuando la cosa esté en marcha, ya te diré lo que debes hacer.
—No hay problema —sonrió Joe, que sabía lo generosas que podían ser las compensaciones del Profesor.
El Profesor se volvió de nuevo hacia Mike.
—¿Averiguaste algo interesante sobre las ideas políticas de Steiner? ¿Sobre lo que opina acerca de nuestros problemas en Oriente Medio?
—Por lo que me ha sido posible averiguar, el tipo carece de ideas políticas. Sin embargo, su esposa es interesante.
—¿Por qué?
—Es de Baviera. Nació en un pueblo cercano a Munich. Parece que tanto su abuelo como su padre fueron dirigentes del Partido Nazi. El abuelo murió en 1944, en un bombardeo aliado, y el padre desapareció. Según mi amigo el barman, se rumorea que tuvo que huir a América del Sur porque estaba implicado en lo de los judíos.
—¡Fantástico! —exclamó el Profesor—. Quizás antes de desaparecer insufló en su hija parte de su sabiduría.
Por primera vez desde que se había subido al coche de Joe en el centro de Hamburgo, el Profesor pudo relajarse. Al fin tenía una razonable certeza de que su plan para obtener los materiales de tecnología punta necesarios para la Operación Jalid podía dar resultado. Costaría unos cuantos millones de marcos. Pero si con ellos conseguía una remesa de los artefactos que Mike describió en una ocasión como «renacuajos con cabeza de cristal», la cosa valdría hasta el último pfennig que se gastase. Según su equipo de jóvenes científicos, una vez que consiguieran muestras de ellos, les sería posible construir docenas de réplicas. Y eso otorgaría a Irán la fuerza más poderosa del planeta. Con tal de conseguir tal fin, cualquier precio era barato.
Jim Duffy notaba la arenilla crujiendo bajo sus pies según bajaba por la oscura escalera que conducía a los sótanos del Oratorio Brompton, no lejos de los almacenes Harrod’s, en el centro del elegante barrio londinense de Knightsbridge. ¿Para qué demonios me trae Flynn aquí? —se preguntó—. ¿Serán los efectos de su educación con los jesuitas? ¿Tratara de hacerme regresar por la puerta trasera a la única fe verdadera? Duffy sabía que el Oratorio era una de las iglesias católicas más antiguas y distinguidas de Londres. Había sido mandada construir en 1884, después de que el cardenal Newman implantase en Inglaterra la orden religiosa que lo presidía, el Oratorio de San Felipe Neri.
En el avión, viniendo hacia aquí, fui un perfecto idiota cuando me comprometí con Flynn a dedicarle una de mis noches, se dijo, siguiendo con la palma de la mano la pared de la escalera a fin de no tropezar.
—Qué sitio tan absurdo para un bar —gruñó para Mike Flynn cuando llegaron al final de la escalera.
Flynn se echó a reír.
—Suelen reunirse en los sótanos de las iglesias. Como los primeros cristianos en las catacumbas. Se trata de un nuevo movimiento espiritual que reúne a los perdidos, los maltratados, los mansos y los desheredados.
—No me digas que me has traído a ver a los perdidos y a los mansos. ¿O sea que no hay bailarinas en topless ni cerveza caliente?
—No, amigo, esta noche, no.
Flynn se metió por una arcada en una habitación que parecía un aula de la escuela dominical o una sala para dar clases de educación religiosa a adultos. Reinaba la penumbra, y la única luz era la procedente de una docena de velas colocadas en una mesa del centro. Dos semicírculos de sillas plegables, unas veinte en total, rodeaban la mesa. La mitad de los asientos estaban ocupados.
Una joven surgió de entre las sombras, besó a Flynn en ambas mejillas al tiempo que susurraba un «hola», y luego ofreció la mano a Duffy.
—Bien venidos —dijo—. Siéntense donde prefieran.
Duffy se acomodó en una silla plegable y, a la fluctuante luz de las velas, estudió los rostros de los reunidos. Algunos conversaban entre sí; otros permanecían en silencio, absortos en sus pensamientos.
—El propósito de estas reuniones es compartir experiencias —explicó Mike en un susurro—. A mucha gente no le es posible hablar con libertad en una estancia grande y bien iluminada, así que se reúnen a la luz de las velas. El brillo de las velas da al lugar un aire de intimidad que no se puede conseguir de otro modo. Es algo que une al grupo, convirtiéndolo en un único ser común.
Dios bendito —pensó Duffy—. Compartir experiencias. Un único ser común. ¿No habrá alguna puerta trasera por la que pueda largarme?
Las sillas se fueron ocupando con rapidez. Luego, de entre las sombras surgió una mujer alta y delgada, ataviada con un sencillo vestido azul de lana, que fue a sentarse a la mesa sobre la que descansaban las velas.
—Hola. Me llamo Dariane —anunció—. Bien venidos a esta reunión de Narcóticos Anónimos.
Vaya por Dios —rezongó interiormente Duffy—, ahora entiendo por qué Flynn utilizó subterfugios para hacerme venir.
—Queremos darles las gracias a los sacerdotes del Oratorio por permitimos utilizar sus instalaciones esta noche, aunque ya sabéis que nuestro movimiento no está afiliado a ninguna fe ni a ningún movimiento religioso en particular, sino que confiamos en la espiritualidad para que nos guíe y nos dé fuerzas en nuestras vidas y afanes cotidianos. Fue Jung, el gran estudiante de la mente humana, el primero en darse cuenta de que la psicoterapia resultaba inútil para curar el alcoholismo, y lo que se necesitaba era un compromiso con una forma de espiritualidad mayor que nuestras propias individualidades. Fue su primer paciente, Bill W., el que marcó los Doce Pasos que nos guiarán esta noche.
La mujer tomó una tarjeta de la mesa.
—Paso primero —leyó—. Hemos admitido que somos impotentes ante nuestra adicción y que, de resultas de ello, hemos perdido el control sobre nuestras vidas.
Entre el círculo de rostros que rodeaban la mesa, se oyó de pronto una voz masculina:
—Paso segundo. Hemos llegado a la convicción de que sólo un poder mayor que nosotros mismos puede devolvemos la cordura.
Fascinado, Duffy escuchó cómo diferentes voces iban leyendo con aparente espontaneidad cada uno de los sucesivos pasos, hasta que la mujer de la mesa principal entonó:
—Paso duodécimo. Habiendo alcanzado nuestro despertar espiritual por medio de estos doce pasos, trataremos de llevar este mensaje a otros y de aplicar estos principios a todos los aspectos de nuestras existencias cotidianas.
Hizo una pausa y dirigió una sonrisa a su auditorio.
—¿Tenemos esta noche algún cumpleaños que celebrar?
—Lo de cumpleaños se refiere al día que dejaron las drogas —susurró Mike a Duffy—. Aquí, al cumpleaños biológico se le llama «el día del ombligo».
Duffy advirtió que en la segunda fila de sillas se ponía en pie un hombre de cerca de cuarenta años que anunció:
—Sí. Hoy celebro mi quinto año libre de la heroína. —Los reunidos estallaron en aplausos—. Pero soy consciente, lo mismo que todos vosotros, de que la lucha por seguir limpio continúa. Nunca cesa. Se prolonga indefinidamente, de día en día.
En la sala sonaron rumores de asentimiento.
Cuando hubieron sido celebrados otros tres «cumpleaños», la mujer de la mesa se puso en pie.
—Ahora quiero que le deis la bienvenida a nuestra oradora de la noche, Belinda F.
—Nunca utilizan los apellidos —susurró Mike a Duffy—. Aquí el anonimato es la norma.
Duffy, con la vista en la mujer que avanzaba hacia la mesa, no prestó mucha atención a su compañero. Se trataba de una joven de veintitantos o treinta años, ataviada con un sencillo vestido blanco, con las manos juntas ante sí, y que caminaba hacia la mesa central como una novia yendo hacia el altar. El brillo de las velas iluminaba sus graves y algo demacradas facciones y daba un extraño brillo a sus rubios cabellos. Duffy se dijo que la joven parecía una heroína de Tennessee Williams. O la Blanche de Un tranvía llamado deseo, o la coja que, en El zoo de cristal, esperaba a su príncipe azul.
La muchacha se sentó a la mesa junto a la moderadora, cruzó las manos, aspiró profundamente y anunció:
—Queridos amigos: hoy se cumplen tres meses del día que me liberé de la esclavitud de la heroína.
El público aplaudió.
—Gracias. Me doy cuenta de que, comparado con lo que habéis conseguido muchos de vosotros, lo mío es sólo el primer paso de un largo y doloroso viaje; pero, con vuestra amistad y vuestra ayuda, lograré liberarme al fin de este horror.
Hizo una pausa y Duffy, que ya había dejado de lamentar no encontrarse en un pub de Londres, la estudió con gran atención. La muchacha era lo bastante joven para ser su hija… si él hubiera tenido una hija. Allí sentada, preparándose para hablar, parecía frágil y vulnerable, una delicada flor azotada por un terrible viento.
—Fui heroinómana durante ocho años. A diferencia de muchos de vosotros, que probablemente comenzasteis esnifando o fumando la droga, yo me inyecté desde el principio. Llevaba desde los doce años fumando marihuana y hachís. Necesitaba el escape que la droga me ofrecía. Creo que ése es el principal factor que impulsa a la adicción, el deseo de huir de la realidad.
Se produjo una breve pausa, como si la muchacha estuviera recordando algo doloroso.
—Me gustaría poder deciros que mis padres no se ocupaban de mí, que fui una desheredada. No es así. Mis padres eran gente normal y corriente. Yo tengo una carrera universitaria. El problema era yo. Yo, y la gente con la que me juntaba.
Duffy se dijo que, por el acento de la muchacha, ésta parecía estadounidense o tal vez de Yorkshire.
—Nos las dábamos de avanzados, de estar dispuestos a probar cualquier cosa, a participar en cualquier moda pasajera que llamase nuestra atención. A los veinte años, yo tenía un novio del que sabía que, como muchos de sus amigos, fumaba heroína. Le supliqué que me la dejase probar, pero él me dijo que no. Así que fui a ver a uno de sus amigos heroinómanos, me acosté con él y, cuando terminamos de hacer el amor, le dije: «Quiero probar la heroína, para ver qué tal es». Fue la primera vez que me prostituí por droga; pero no sería la última.
»Él me dijo que ni hablar, que yo era demasiado joven. Pero yo insistí y él me dijo que bueno, que me daría un poco para que la esnifase.
»Contesté que no quería esnifar, sino chutarme en vena, como todo el mundo. Así que lo llevé a mi dormitorio, me tumbé en la cama y le dije: «Inyéctame». Antes de que me pinchara, quise saber si aquello podía matarme. «Claro que sí», replicó él.
»Vacilé durante unos brevísimos instantes y luego le dije: «Adelante». Ésa es la reacción típica del adicto, ¿no? Aunque te cueste la vida, tienes que probar la droga.
Belinda miró los rostros que poblaban la penumbra. Era evidente que la muchacha iba ganando seguridad según hablaba.
—La heroína me cautivó. Fue un caso de amor a primera vista. O al primer chute. De pronto, había encontrado la solución de todo. Jamás me había sentido tan bien, tan tranquila, tan a gusto. Estuve dos horas sin moverme porque no me atrevía a romper la magia del momento. Me sentía en el paraíso, en un lugar en el que nada podía afectarme ni dañarme. Había acariciado el cielo e iba a pagar aquella caricia con mi vida.
De nuevo vaciló Belinda, como si volviera a sentir el cálido abrazo de la droga.
—Sí —dijo al fin—, seamos sinceros. No existe en la Tierra sensación más grata que el primer chute de heroína. Y no existe nada peor que el último, cuando te das cuenta de que eres una adicta sin esperanzas y de que la heroína que tanto amaste te ha sumido en un negro pozo de desesperación.
Se removió nerviosamente en la silla.
—En mis días de adicta, la gente me decía: «¿Cómo puedes hacer algo así? Es un vicio horrible y, además, compartiendo jeringuillas, te arriesgas a coger el sida».
»Los que me lo decían no entendían en absoluto lo que en realidad ocurría. Nuestra generación adora la frialdad, la imperturbabilidad, el pasar de todo. El pasotismo es nuestro dios, nuestra meta, nuestro sueño. Y el viaje de heroína se convirtió en el no va más para la gente de los noventa como yo. No reaccionar jamás ante nada, ése era nuestro lema. Buscábamos la vacuidad total en mente y espíritu, y la heroína producía en nosotros tal estado. Sabéis a lo que me refiero. Podían estar matando a mi madre delante de mis propias narices y lo único que yo haría sería quedarme allí sentada murmurando: «Vamos, hombre, eso que le estás haciendo a mamá no está bien».
»Fijaos en nuestros ídolos musicales. River Phoenix, Axl Rose, Slash, Kurt Cobain. Todos ellos yonquis. Nuestras bandas favoritas: Jane’s Addiction, Cowboy Junkies. ¿Qué os sugieren esos nombres? Calvin Klein y sus anuncios, en los que aparecía gente groggy, jodida, de rostro demacrado. Si aquéllos y aquellas modelos no eran en realidad adictos a la heroína, pretendían pasar por tales. Se trataba de convertir la droga en algo tan atractivo como los vaqueros de Calvin Klein: ésa era la idea. La heroína representaba la noche y las tinieblas, el encanto de lo prohibido y el escalofrío de lo vagamente peligroso.
»Durante algún tiempo, fui capaz de confinar mi hábito a los sábados por la noche. Luego fueron los viernes y los sábados. Después, los viernes, los sábados y los domingos. Ya sabéis lo insidioso, lo lento y gradual que es el proceso de la adicción a la heroína. Por intenso que sea el primer «subidón», nadie piensa que terminará convirtiéndose en adicto. Todos nos proponemos dejar la adicción mañana. Sólo que, naturalmente, no lo hacemos. Y, poco a poco, el hábito crece y crece, el tiempo entre chutes se reduce y la intensidad de los subidones se va haciendo cada vez menor.
»Hasta que un día dices: «No sé con qué demonios están cortando esto. Es menos fuerte que antes». Pero no es así. El problema está en ti, no en la heroína. Has comenzado a desarrollar tolerancia a la droga.
Belinda, que había mantenido las manos cruzadas sobre la mesa, ahora las separó e hizo con ellas un vago ademán de impotencia.
—Ahí empieza la cuesta abajo, la imparable cuesta abajo. Yo me tenía por una persona íntegra. Perdí esa integridad. Empecé a manipular a las personas que me rodeaban, a mis seres queridos. Los heroinómanos son los mayores manipuladores del mundo. Con tal de conseguir un chute, somos capaces de traicionar a nuestro amante, a nuestro mejor amigo, a nuestros padres, a nuestro perro. Para pagar la droga, comencé a robarle joyas a mi madre.
Belinda lanzó una breve y sarcástica risa.
—Si un alcohólico te roba algo y le preguntas por ello, te contesta: «No sé dónde está». El heroinómano te roba y, cuando le preguntas, se ofrece a ayudarte a buscarlo.
Un rumor de risas acogió tales palabras.
—La angustia se convierte en nuestra constante compañera. Nuestro ciclo vital se convierte en el ciclo de la heroína. Lo primero que pensamos al despertar es: «¿De dónde sacaré hoy droga para chutarme y dinero para pagarla? ¿Será bueno el material?».
»Como me horrorizaba lo que les estaba haciendo a mis padres, huí de Estados Unidos y me vine aquí. Como es natural, el hábito me acompañó. Lo único que tuve que hacer fue encontrar nuevos camellos. Me fue fácil. Dejad a un yonqui en cualquier ciudad de Europa occidental y a las veinticuatro horas ya habrá encontrado una nueva red de abastecedores. La mayor parte de los camellos son perfectos cabrones. Pero no nos engañemos. No son ellos los que nos persiguen ofreciéndonos droga. Somos nosotros quienes los buscamos.
Vaya —pensó Duffy—, el acento es norteamericano, no de Yorkshire. Qué vida tan horrible, la de esta muchacha. ¿Cómo habría reaccionado yo si fuera mi hija? ¿Me habría dado cuenta de lo que le sucedía? ¿Habría logrado que dejara el vicio? ¿Me habría cargado a un par de sus camellos?
—En Estados Unidos yo me dedicaba al diseño gráfico, pero aquí no logré encontrar trabajo. La mayor parte de los días, ni siquiera era capaz de levantarme de la cama. Así que me convertí en puta. Comencé a chupársela todos los días a un camello de Earl’s Court a cambio de dos chutes, uno para mí y otro para venderlo y comprar comida. Le obligaba a darme mi dosis antes de chupársela, porque con droga nada me afectaba. Era como si yo no estuviera allí. Así que terminé trabajando en uno de esos salones de masaje que se anuncian en las cabinas telefónicas. El mundo desaparecía para mí en cuanto me metía un chute de lo que yo llamaba mi vitamina H. Podía permanecer ajena a todo mientras un cliente me penetraba por la boca, la vagina o el ano. Utilizaba los mismos camellos que las putas negras de la zona. La vida se hace cada vez más y más sórdida, y al final todos terminamos en el mismo sitio.
Duffy se estremeció. Dios —pensó—, espero no llegar nunca a ser uno de esos clientes.
—Al final, me inyectaba un gramo diario y estaba casi siempre enferma. Las piernas me dolían tanto que creía tener grapas en los huesos. Me pasaba el día con escalofríos y la carne de gallina. La nariz no dejaba de moquearme. Sufría de diarrea. El corazón se me rompía a causa de la tristeza. La heroína ya había dejado de ser un pasaje para el paraíso, y lo único que conseguía con ella era una hora de normalidad. Era como un perro encerrado en el negro agujero de mi desesperación y mi dependencia, y sólo con un chute lograba salir de él unas horas.
Belinda F. se puso en pie y comenzó a caminar en torno a la mesa.
—Al final, como ya no tenía venas en las que hincar la aguja, comencé a chutarme en el cuello, en la boca, en cualquier parte. —Se levantó la falda y Duffy dio un respingo, horrorizado. Por encima de su rodilla izquierda, la piel estaba hinchada y amoratada, llena de pequeñas cicatrices, como si la hubieran pasado por una máquina picadora de carne.
»Hace tres meses, esto no era más que una gigantesca llaga abierta, de la que rezumaba sangre y pus. La dejaba así premeditadamente, porque se había convertido en el único lugar en el que podía hundir la aguja. Ya había dejado de trabajar. Del salón de masaje me echaron, porque, viendo mi pierna, ningún cliente conseguía una erección. Así estaba cuando, un buen día, acudí al centro para toxicómanos del doctor Bellman. «Doctor —le supliqué—, ayúdeme a volver a la normalidad».
Belinda se dejó caer de nuevo en su asiento.
—Y él me ayudó. Y ahora, gracias a vosotros y al apoyo que he encontrado en Narcóticos Anónimos y en los Doce Pasos de su programa, tengo la oportunidad de recuperar mi vida. Sé que tendrán que pasar meses, incluso años, y que me costará grandes trabajos y muchísimo tesón. Soy consciente de que no estoy recuperada. Si un día caminara por Earl’s Court sintiéndome deprimida y de pronto un rostro familiar me ofreciese un chute como remedio seguro contra la depresión, ¿sería capaz de decir que no? Ojalá pudiera responder afirmativamente a esa pregunta, pero… ¿quién sabe?
Se miró las manos, que volvían a estar unidas sobre la mesa, y luego miró los rostros que se entreveían en la penumbra. Cada uno de los presentes le estaba deseando la fortaleza espiritual necesaria para los críticos momentos por venir.
—Nuestro mundo está lleno de falsos dioses y falsos profetas, esperando seducir a los miembros más débiles de mi generación con sus cantos de sirena: el nihilismo es chic, dicen, el abandono es fenomenal, la autodestrucción es el colmo del encanto. No es así, creedme.
Terminado ya casi el calvario de su confesión, la muchacha se puso en pie y Duffy advirtió que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Gracias a todos por vuestra ayuda, por la fuerza que habéis insuflado en mí al escuchar mis palabras de esta noche —dijo, poniendo fin a su charla.
Momentos más tarde, caminando por el amplio callejón que había a un lado de la iglesia en dirección a la concurrida Brompton Road, Duffy seguía impresionado por las palabras de la joven, por el horror en que se había convertido su vida.
—Gracias, Mike —dijo—. Escuchar a esa muchacha fue una lección de humildad que me ha venido muy bien. Supongo que, después de oírla, lo que te dije en el avión cuando veníamos acerca de las drogas y quienes las consumen resulta el colmo de la insensibilidad, ¿no?
—No, Jim. Lo que dijiste en el avión es exactamente lo que piensa el norteamericano medio que nunca ha tenido que enfrentarse a ese problema.
—Gracias por tu generosidad. La tragedia de Belinda como se llame otorga una dimensión distinta a lo que hacemos, ¿verdad? No es sólo que esos cabrones a los que intentamos atrapar traten de conseguir armas con las que liquidarnos a todos, sino que además se financian arruinando las vidas de muchachas como ésa. —Dio una patada a un guijarro del suelo—. ¿Qué posibilidades crees que tiene esa chica de no caer de nuevo en la droga?
—No muchas. Menos del cincuenta por ciento.
—¿Tan pocas?
—Tan pocas. Una vez que se ha desarrollado la adicción a la heroína, las posibilidades de superarla vienen a ser las mismas que las de superar un cáncer. Son necesarios un valor y una voluntad de los que me temo que ella carece.
—¿Y cómo diablos sabes tú eso?
—El apellido de Belinda F. es Flynn, Jim. Belinda es mi hermana.
—¿Les apetece una taza de buen té inglés? —preguntó el superintendente de detectives Fraser MacPherson a Jim Duffy y Mike Flynn a la mañana siguiente, tras hacerlos pasar a su oficina—. ¿O ustedes los yanquis sólo saben comenzar la jornada con una buena taza de café negro?
—Por mí, té —dijo Duffy—. Ya sabes: donde fueres, haz lo que vieres. Desayunaré al mejor estilo del imperio británico.
—Sí, esto en tiempos fue el corazón de un imperio. De un imperio construido con la sangre de los jóvenes y valerosos soldados escoceses; pero en fin… —MacPherson levantó su corpachón de la butaca de su escritorio y procedió a servir té para todos. Cuando estuvo de nuevo tras su mesa, dijo—: Esta mañana, en maitines, le conté al jefe de operaciones lo que ustedes me dijeron durante el almuerzo. Sin aclararle de dónde procedía la información, desde luego.
«Maitines» era el nombre que recibía la reunión de jefes de distrito de la policía metropolitana londinense. La zona correspondiente a MacPherson, situada en el centro de la capital, abarcaba casi treinta comisarías de policía.
—Fue bastante incómodo —reconoció MacPherson, con nublada expresión—. Resultó desagradable decirle a todo el mundo que nos era imposible sacar el caso Harmian del punto muerto en que se encontraba, y que habría que incluirlo en la lista de asesinatos no resueltos.
—Bueno, la culpa no es suya, inspector —trató de consolarlo Duffy—. A no ser que hubiese sorprendido a los asesinos in fraganti, en este caso las posibilidades de realizar un arresto eran prácticamente nulas.
—Fue un asesinato bien sangriento. No solemos ver muchos como ése, gracias a Dios. Lo más curioso es que, según todo lo que hemos podido averiguar de él, Harmian era un buen tipo. El Foreign Office le concedió un permiso de residencia en toda regla. No todo el mundo lo consigue. Y, desde luego, cuando llegó aquí no estaba descalzo. Era un hombre con cierta solvencia económica. ¿Cómo entraría en contacto con la gente que lo asesinó?
—Ojalá lo supiéramos —suspiró Duffy—. El otro día, durante el almuerzo, mencionó usted la posibilidad de que, antes de archivar el resultado de sus investigaciones, nos permitiera a nosotros echarle un vistazo.
—Sí, eso dije. Manos tendidas a través del mar. La relación especial entre ingleses y norteamericanos y todo eso. Permítanme decirles cómo funcionan aquí las cosas. Si, como mandan las ordenanzas, tengo que consultar con los gerifaltes del Home Office, llegarán las pascuas antes de que ellos respondan. Así que la cosa quedará entre nosotros. Nunca sucedió, ¿de acuerdo? Examinen el material, tomen notas si lo desean, pero recuerden: aquí no averiguaron nada.
—Gracias, inspector —dijo Duffy—. Puede usted contar con nuestra discreción. Y le agradecemos mucho su ayuda.
—De acuerdo, amigos, los llevaré al departamento de pruebas.
Durante las seis horas siguientes, Duffy y Flynn repasaron los montones de informes bancarios, facturas, correspondencia, recibos de teléfonos y de tarjetas de crédito, declaraciones juradas y el resto del material acumulado por Scotland Yard durante la investigación del caso Harmian.
Cuando iban por la mitad de la inspección, Flynn declaró:
—En mi vida he visto muchas investigaciones policiales, pero muy pocas tan minuciosas como ésta.
—Pero maldito para lo que nos sirve —gruñó Duffy—. Ese tal Harmian debía de llevar dos vidas: la que reflejan todos estos papeles y otra de la que no dejó el menor rastro.
—Es cierto. ¿Te has fijado, Jim, en la relación de las llamadas que hacía durante sus viajes al extranjero al móvil de su esposa?
—Sí.
—Pero si cotejas esa lista con las facturas de sus tarjetas de crédito, no encontrarás ni un solo pago realizado en ninguno de los lugares a los que supuestamente viajó. ¿Cómo es eso posible?
—Quizá pagase en efectivo, o con esa tarjeta de crédito mágica de su banco de las Caimán. Pero tienes razón, Mike. Parece que el tipo no deseaba que quedase constancia de sus movimientos.
Pasadas las tres, Flynn exclamó de pronto:
—Muchacho, estos ingleses sí que son concienzudos. —Mostró a Duffy el papel que tenía en la mano—. Aquí está la relación de llamadas efectuadas desde el teléfono público que Harmian utilizó en las dos conversaciones telefónicas que interceptamos. Como es el teléfono público más cercano a su casa, los de Scotland Yard debieron de pensar que tal vez Harmian lo hubiera utilizado para realizar llamadas de las que no quería que quedase constancia.
—Jesús, a eso se le llama pensar bien. Echemos un vistazo.
Los dos hombres repasaron lentamente la lista de los números a los que se había llamado desde el teléfono público durante el mes anterior al asesinato de Harmian. Junto a cada entrada estaba anotado a lápiz el lugar al que correspondía el número llamado. Duffy no tardó en detectar las dos llamadas hechas al móvil de Estambul intervenido por la NSA.
De pronto, detuvo la lectura en una llamada hecha a las 15.02 del jueves 8 de enero. Junto al número llamado había la anotación «NIOC», la Compañía Nacional de Petróleos Iraní, donde, según la sede de Londres de la CIA, el Profesor tenía su residencia clandestina. A Harmian lo habían asesinado el 30 de enero. Nancy, la viuda, creía recordar que la airada discusión entre su esposo y el profesor Bollahi se produjo unas tres semanas antes del asesinato, en los mismos días de la llamada. ¿Podía tener ésta alguna relación con la entrevista?
La llamada debía de haberse hecho por una línea terrestre, así que no era de esperar que la NSA la hubiera interceptado. Por otra parte, se dijo Duffy, había que contar con MI5. ¿Habrían intervenido ellos aquella línea? Ya sé cómo y dónde voy a pasar el día de mañana, se dijo.
Minutos mis tarde, concluido su trabajo y ciadas debidamente las gracias a MacPherson, los dos hombres detuvieron un taxi frente a la central de New Scotland Yard.
Acomodándose para el trayecto hasta la embajada, Duffy dijo:
—¿Sabes, Mike? Aún estoy impresionado por la historia de tu hermana. Durante los años que pasé en Afganistán, supe que los mujadines cultivaban opio, pero maldito lo que me importaba. Me horroriza pensar que parte de aquel opio terminó convertido en la heroína que estuvo a punto de destruir la vida de tu hermana.
—Lo sé, Jim. Los cabrones que trafican con droga, y no me refiero a los pobres campesinos que conociste en Afganistán, sino a los peces gordos, la mafia, los colombianos, los turcos, no venden sino muerte y miseria. Llenan sus cuentas bancarias con la cosecha de las vidas humanas que destruyen. Eso hacen esos hijos de puta. Y ése es el motivo de que yo me dedique a lo que me dedico.
—Sí —suspiró Duffy—, desde anoche veo muchas cosas de un modo distinto. Escucha, hay ciertos aspectos de este asunto que no te hemos mencionado; pero qué demonios, en cuanto lleguemos a la embajada, te pondré al corriente de cuanto sabemos.
A unos kilómetros de distancia, en la parte norte de Londres, Behcet Babe Osman estaba comenzando como siempre su jornada con un pequeño y entrañable ritual. Tras un opíparo desayuno que su esposa le sirvió a eso de las tres de la tarde, Babe se montó en su Mercedes —un narcotraficante turco que se preciara jamás tendría un coche inglés— para ir a recoger a sus hijos al colegio. Sintiendo el corazón henchido de orgullo, aguardó con los brazos abiertos a sus hijos, de seis y siete años, que corrieron hacia él desde el patio de la escuela. Los dos niños eran perfectos caballeritos ingleses, con sus corbatas a rayas, sus blazers verdes y sus pantalones cortos grises.
Babe los tomó en brazos y los llevó en volandas al coche. De regreso a su vivienda unifamiliar de dos plantas, los niños parlotearon sobre los maestros, los deberes y el club de fútbol Arsenal. Cuando llegaron a casa, su madre ya les tenía preparado un espléndido té.
Si bien la heroína con que traficaba estaba destruyendo las existencias de cientos de ingleses, Babe Osman, en su vida privada, rendía culto a lo que el Partido Conservador llamaba «valores familiares». Educaba a sus hijos en el respeto y la obediencia a su madre, tratando de que siguieran el ejemplo que él intentaba darles en su relación con ella.
Naturalmente, aquella relación tenía sus límites. El respeto hacia su esposa no le había impedido, por ejemplo, tener una amante oficial, una voluptuosa bailarina del vientre que trabajaba en el club nocturno Bodrum de Queensway. Le había puesto a la mujer un pequeño piso en Edgeware Road. Babe consideraba que la adquisición de su amante era un hito en su camino hacia la madurez, como lo había sido, en la noche de su decimocuarto cumpleaños, que sus hermanos Selim y Hassan lo llevaran a un burdel de Estambul a perder la virginidad. O el maravilloso momento, ocurrido hacía dos veranos, en el que los cuatro hermanos lo llevaron a pasear por el bosque que rodeaba la villa de Hassan en el mar de Mármara y le anunciaron que, a partir de aquel momento, él se ocuparía del negocio familiar en Inglaterra.
Además de tal tarea, los hermanos asignaron a Babe otra aún más importante. Él sería el tesorero familiar, el responsable de blanquear las enormes cantidades de dinero en efectivo generado por las ventas de droga y luego ingresarlo en las cuentas bancarias seguras y secretas de los Osman.
Todas las compras de droga, fueran cincuenta kilos o media onza, eran indefectiblemente pagadas en efectivo. Los tratantes en droga del Lower East Side de Manhattan, los del Earl’s Court de Londres, los de la Strasbourg Saint Denis de París, o los de la plaza Mayor de Madrid no aceptaban la tarjeta American Express. Se pagase en billetes de cien dólares estadounidenses, de cincuenta libras británicas, o de quinientos francos franceses, el dinero que producía la venta en la calle de un kilo de heroína o cocaína pesaba unas tres veces más que la propia droga. Nadie tenía una idea exacta de cuál era la cantidad de dinero ilegal que entraba todos los años en el sistema bancario internacional, y las estimaciones iban desde los doscientos mil millones hasta el billón de dólares, pero algo al menos era indiscutible: las ventas de droga constituían la parte del león de esa suma.
Encauzar aquél siempre creciente río de dinero era un problema inmensamente difícil para los narcotraficantes internacionales, un problema casi tan complejo y peligroso como el de transportar la droga hasta su último consumidor. El hecho de que los cuatro Osman mayores hubieran confiado esa tarea al miembro más joven de su clan era buen indicio de la enorme confianza que tenían en él.
Actuando según costumbre como buen padre, Babe jugó con sus dos hijos y les echó una mano con los deberes hasta que minutos antes de las siete apareció el chófer guardaespaldas. Había llegado el momento de pasar de los deberes escolares a la heroína.
Dio un abrazo a sus hijos y otro a su esposa. Ésta se encontraría profundamente dormida cuando él volviese al hogar a eso de las cinco de la madrugada, recién salido de la cama de Ayesha, su amante.
—Iremos primero a Harringay —ordenó a su chófer, que era otro de los fieles seguidores de los Osman, procedente del feudo de éstos en la Turquía suroriental. Mientras avanzaban por entre el tráfico vespertino en dirección al suburbio del norte de Londres, Babe apoyó la nuca en el reposacabezas del asiento, cerró los ojos y se quedó pensativo.
Después de Refat, el ejecutor, Babe era el más alto de sus hermanos. Detestaba el ejercicio físico y consideraba que el cuerpo no era más que un vehículo para transportar la cabeza y, sin embargo, debido quizás a que sólo tenía veintiocho años, era también, con Abdullah, el más delgado de todos. Tenía el cabello negro azabache, casi tan oscuro como sus ojos.
Cuando llegaron a Harringay, el chófer, como siempre, estacionó el Mercedes en una gasolinera Shell que cerraba por las noches. Babe dejó al chófer en el automóvil y se alejó. Nadie tenía por qué saber adónde iba. Su destino era un pequeño apartamento simado en un edificio de tres pisos de Walpole Street. El apartamento había sido alquilado a nombre de uno de los amigos de Babe, un compatriota turco que había regresado hacía meses a su hogar de Izmir. El alquiler mensual, la electricidad, el teléfono, el agua y los impuestos municipales se pagaban por domiciliación en una cuenta del banco Barclays local abierta por el inquilino del apartamento antes de su marcha. Babe alimentaba la cuenta por medio de transferencias desde el exterior. Salvo por el hecho de que él tenía la única llave de la puerta principal, no había nada que relacionase a Babe con el apartamento.
Cada dos meses aproximadamente, Babe importaba entre cien y ciento cincuenta kilos de heroína de Amsterdam, del almacén familiar regentado por su hermano Abdullah. El apartamento era el lugar de seguridad en que podía ocultar su droga mientras la dividía en alijos de uno o dos kilos para enviarla luego a sus clientes británicos. En consecuencia, dependiendo del momento, en el pequeño apartamento podía haber heroína por valor de hasta millón y medio de libras esterlinas. Por eso nadie, ni siquiera un cómplice tan fiel como su chófer, sabía de su existencia.
La heroína estaba almacenada en paquetes de un kilo metidos en papel plástico marrón, y cubiertos luego de cinta aislante, tanto para proteger la droga de la humedad como para evitar que la preciosa heroína se perdiera a causa de una rotura accidental. Babe recogió un paquete de un kilo, se lo echó al bolsillo interior de su trinchera, e hizo una rápida anotación en su libro de existencias. Ya sólo le quedaban quince kilos, pero Abdullah acababa de recibir 180 kilos de Estambul y, lo más importante, ya había reclutado a un par de «mulas» para que los metieran de contrabando en el Reino Unido. Se trataba de dos belgas, una pareja que practicaba el sexo en vivo en un club nocturno simado en el barrio de mala nota de Amsterdam. Aparentemente, se dijo Babe, contrabandear droga estaba mejor remunerado que joder delante de turistas boquiabiertos. Y las parejas eran excelentes «mulas». Si veían a un hombre y una mujer tomados de la mano y sonriendo, los aduaneros británicos tendían a dejarlos pasar sin echarles un segundo vistazo.
Babe cerró el apartamento, volvió a la calle y detuvo un taxi. Aquéllos eran los momentos en que odiaba su trabajo, los que pasaba caminando por las calles con un paquete de heroína en el bolsillo. Carne de prisión, eso era. Su destino era el restaurante Sultán II, en Kingsland Road, pero no entró en el local, sino que cruzó la calle y comenzó a caminar lentamente en dirección sur. El coche que buscaba, un Rover plateado, estaba en el concurrido estacionamiento del supermercado Safeway, que se encontraba en su hora punta vespertina.
Se acomodó en el asiento delantero, junto al conductor, y dejó el kilo de heroína entre los dos. El conductor, a su vez, le pasó un sobre que contenía siete mil libras en billetes de cincuenta. La cantidad era algo más de un tercio de las veinte mil libras que costaba el kilo de heroína. Babe sólo hacía negocios con gente de confianza, compatriotas turcos como aquél, así que solía cobrar por adelantado una tercera parte del precio total. El comprador podía pagar el resto más tarde, una vez que hubiese vendido la heroína.
El cliente se llevaría la heroína a su casa, la fragmentaría en mil bolsas de un gramo, la cortaría con un poco de Manitol, y luego vendería sus bolsas a cuarenta libras cada una a sus vendedores callejeros. Los camellos eran jamaicanos, africanos occidentales, drogadictos ingleses que pagaban así su adicción, bosnios que residían ilegalmente en el Reino Unido, o gente de otras nacionalidades, pero nunca turcos. Como los colombianos en Estados Unidos, los turcos del Reino Unido no vendían en la calle, donde el riesgo de detención era alto.
Los camellos podían o no cortar de nuevo la heroína para aumentar sus beneficios. Los turcos, todos lo sabían, vendían heroína de primera. Eran un pueblo orgulloso que tenía a gala la calidad de su mercancía, aunque ésta fuera una invitación a la esclavitud. Los camellos venderían luego los paquetes de un gramo al precio de mercado para la droga de primera que, en aquellos momentos, era de setenta libras.
Por consiguiente, el hombre sentado en el coche junto a Babe obtendría un beneficio de veinte mil libras por su kilo de droga, doblando su dinero. Colectivamente, sus camellos obtendrían una ganancia cercana a las treinta mil libras. No estaba nada mal comparado con la calderilla que había recibido Ahmed Khan, el excombatiente rojo de la guerra de Afganistán, a cambio de los meses de trabajo pasados en los campos de amapolas, cultivando la materia prima de la que se extraía la heroína.
—¿Te dejo en algún sitio? —preguntó el cliente.
—No, gracias. —Babe quería reducir al mínimo el tiempo que pasase en aquel coche, junto a un kilo de heroína—. Tomaré un taxi.
Diez minutos más tarde estaba de nuevo en su Mercedes.
—Muy bien —anunció, en el tono de un hombre que ha comenzado su jornada con buen pie—. Vamos a los Lanes.
«Los Lanes» era Green Lanes, en el centro de Stoke Newington, un vecindario atestado de cafés turcos, tiendas y bares kebab. Allí se cerraban buena parte de las transacciones de droga que se realizaban en Londres. Muchos de los establecimientos de la calle eran clubes privados bautizados con nombres de topónimos turcos, como Aksaray, o de clubes de fútbol, como Besiktas. En la fachada de todos ellos un letrero advertía: «Sólo para miembros». En cuanto lo que la policía londinense llamaba un «C. I. Uno» —Código de Identidad Uno: un varón blanco anglosajón— abría la puerta de uno de esos locales llenos de humo, las conversaciones cesaban en seco. Todos los ojos se volvían hacia el recién llegado —aunque quizás «el intruso» hubiera sido un término más adecuado—, preguntándole con sus taladrantes miradas: «¿Qué demonios se te ha perdido a ti en este sitio?».
La mayoría de los clubes tenían antenas parabólicas con las que se captaba la televisión de Estambul, mesas de backgammon y póquer, y reservados para los clientes que deseaban charlar en privado. El aire, invariablemente, era una densa neblina azul que hubiera producido un síncope a cualquier representante de la liga antitabaco. Olía a café turco y a cardamomo y otras especias. En aquellos locales, ver a una mujer era tan raro como que alguno de los clientes se levantase y gritara: «¡Chipre para los griegos!».
A Babe le encantaban aquellos sitios, que eran como su oficina, un ambiente en el que se sentía a gusto y seguro. Algo parecido a lo que le ocurría a su hermano mayor Refat, el ejecutor, con los casinos de Estambul. Los parroquianos lo conocían y respetaban, y los pocos que, además, sabían a qué se dedicaba, no lo trataban con menor deferencia.
Como tenía por costumbre, comenzó su ronda por el final de la calle y fue subiendo por los Lanes, de local en local, bebiendo incontables tazas de café turco, escuchando baladas turcas, discutiendo de política turca, lamentando las desdichas del club de fútbol Besiktas, cambiando recuerdos de la vieja patria con los hombres que lo rodeaban.
No iba en busca de clientes. Eran los clientes quienes lo buscaban a él. Su único propósito al recorrer los bares era mostrarse asequible a la docena de clientes a los que vendía heroína, por si éstos necesitaban reabastecerse. Nunca trataba con gente que no conociese y jamás hablaba de negocios por teléfono. Babe prefería las transacciones cara a cara, en las que podía mirar a los ojos a su interlocutor.
Sólo aceptaba nuevos clientes cuando se los recomendaba uno de sus habituales o el propietario de un local de Green Lanes que fuera conocido y de confianza. De otro modo, si alguien deslizaba la palabra «drogas» en turco o en inglés en una conversación, la reacción de Babe era abrir mucho los ojos y poner cara de extrañeza, como un niño de seis años escuchando una conferencia sobre física nuclear.
Los turcos controlaban el ochenta o el noventa por ciento de la heroína que llegaba al Reino Unido y, por consiguiente, imponían las reglas de juego. Se pagaba con puntualidad o, caso de que fuera a haber un retraso, se explicaba el motivo de éste al proveedor. Nunca se hablaba con la policía. Quien quebrantase las normas se ganaba una paliza o un tiro. Los turcos no gustaban de las formas exóticas de violencia, como la «corbata colombiana» de los colombianos. Simplemente, daban palizas o ejecutaban. Eran un pueblo duro, y basaban su credibilidad en esa dureza.
En aquella fría noche de febrero, Babe se tropezó con dos de sus clientes habituales. Cada uno indicó con un movimiento de cabeza que deseaba hablar. Uno de ellos jugó varias partidas de backgammon con Babe. La transacción se negoció por medio de rápidas y elípticas frases que servían para fijar la cantidad de heroína del pedido —un kilo en ambos casos—, el precio, el anticipo y el momento y el lugar para el canje de droga por dinero.
Para Babe fue un día de trabajo como tantos otros: un kilo entregado, aceptados encargos por dos. Aquellas transacciones añadirían sesenta mil libras esterlinas a las arcas de la familia Osman. Normalmente, lo que hubiera hecho a continuación habría sido dirigirse al club nocturno Bodrum para cenar con su amante, la bailarina del vientre.
Desdichadamente, aquélla no era una noche normal. Tenía por delante un trabajo especial. Despidió a su chófer, se puso al volante y se dirigió al centro de Londres. En Charing Cross llamó por su teléfono móvil.
—Muy bien, Irlandés —anunció al hombre que contestó—. Estaré ahí en veinte minutos. —Al decir esto, tocó instintivamente con la mano la culata de la pistola Glock que llevaba en una funda de cadera.
En sus rondas nocturnas, Babe no solía ir armado ni permitía que su chófer lo fuese. Las leyes de control de armas inglesas eran demasiado estrictas. Aquella noche, sin embargo, era una excepción. «El Irlandés» era un nuevo y prometedor cliente llamado Paul Glynn. Babe lo había conocido a través de un amigo turco con el que Glynn había cumplido condena por narcotráfico en la prisión de Brixton.
Habían comenzado vendiendo a Glynn alijos de cinco kilos, que luego pasaron a ser de quince. La ventaja era que Glynn se hacía cargo de la heroína en Amsterdam, encargándose él mismo de meter la droga de contrabando en el Reino Unido. Hacía un mes, Glynn había informado a Babe de que para su próxima compra querría cincuenta kilos. Selim, el patriarca de la familia, había dado al fin su visto bueno, a condición de que Glynn pagase por adelantado la mitad del precio de venta, 9500 dólares el kilo, contra entrega de la droga en Amsterdam, lo cual suponía la astronómica cifra de 237 500 dólares.
Era mucho dinero y mucho riesgo. ¿Y si Glynn desaparecía con la droga? No obstante, Babe sabía que el Irlandés tenía contactos para vender la heroína en Liverpool y Glasgow. A Glynn le gustaba la droga de los Osman por su alta calidad. El hombre podía llegar a convertirse en un magnífico cliente.
Babe llegó al lugar de la cita, un estacionamiento subterráneo situado a dos manzanas del Kentucky Fried Chicken de Oxford Street. Se metió en él y condujo lentamente hasta la tercera planta. Una vez allí vio, estacionado junto al muro posterior el Renault 5 verde oscuro de Glynn. A un costado del vehículo había un hueco libre de estacionamiento. Babe lo ocupó, y Glynn se metió en el Mercedes con una bolsa de deporte en la mano.
La empujó hacia Babe, y éste la abrió y miró en el interior. En la parte de arriba había una capa de calcetines y ropa de deporte sucios. Glynn sabía que aquellas hediondas prendas harían que cualquier policía que inspeccionase la bolsa no fuera más allá. Pero Babe las apartó y llegó a lo que había debajo: fajos de billetes de cincuenta libras.
—Es lo que acordamos: ciento cuarenta y ocho mil quinientas libras en billetes de cincuenta —aseguró el Irlandés.
Babe no pensaba contar allí el dinero. Cerró la bolsa y sacó un sobre del bolsillo.
—Muy bien. Cuando vayas a buscar la droga, dirígete a la estación ferroviaria central de Amsterdam, ¿entendido?
—Sí.
—Sal de la estación, cruza la gran plaza y luego baja por la Damrack. A unos doscientos metros verás un hotel, el Van der Helder. Alójate en él y llama al número del buscapersonas que encontrarás en el sobre. Deja como mensaje el número de tu habitación. Un tipo llamado Halis te devolverá la llamada. Acudirá al hotel y hará los arreglos para entregarte el alijo. ¿Cuándo piensas hacer el viaje?
—Dentro de una semana.
—¿Irás en coche?
—Sí.
—Muy bien. Avísame con veinticuatro horas de antelación para que me dé tiempo a prepararlo todo.
—Escucha, Babe, cuando hables con los de Amsterdam, diles que no metan el material en esas maletas Samsonite de imitación que suelen usar, ¿vale? Quiero que utilicen una maleta fina, de las que usa la gente bien. Hermes. O Vuiton.
—Pero Irlandés, ¿crees que te van a tomar por gente bien?
Sin contestar, Glynn sacó del bolsillo dos etiquetas identificadoras. Una era del British Airways Executive Club Gold, y la otra del American Airlines Admiráis Club.
—Diles que quiero que pongan estas etiquetas en la maleta.
Babe las cogió y se echó a reír.
—¿Qué es esto, Irlandés? ¿Delirios de grandeza?
—Es para los de aduanas. En cuanto vean esto volverán a cerrar el maletero de mi Renault. La norma de esos tipos es no molestar a la aristocracia.
Minutos más tarde, Babe conducía de regreso a la parte norte de Londres. Una idea le daba vueltas en la cabeza. Había llegado el momento de mover dinero.
Bueno —pensó Jim Duffy—, al menos nuestros primos británicos no anuncian su paradero con señales de carretera como hacemos nosotros en la CIA, con lo cual conseguimos que chiflados como Mir Amal Kasi disparen a placer contra los empleados de la agencia que llegan al trabajo.
La central de MI6, la inteligencia británica, y de MI5, su servicio filial, la contrainteligencia interior, estaba ubicada en un nuevo y reluciente edificio de cristal y acero, no lejos de la estación de Vauxhall. El lugar era tan secreto que sólo tres cuartas partes de los taxistas londinenses conocían la dirección. No obstante, la central estaba dotada de los más modernos sistemas de seguridad: ventanas de grueso cristal a prueba de granadas protegían la entrada, situada al pie de un amplio tramo de escaleras; estacionamiento subterráneo para empleados al que sólo se accedía a través de unas puertas de acero con guardia permanente.
Como muchos de sus coetáneos, Duffy había escuchado leyendas sobre la central del viejo SIS[4] que, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, estaba situado en los Broadway Buildings, donde, según se decía, el sistema de segundad era el viejo escocés que hacía de ascensorista, ya que el hombre conocía personalmente a todos los que trabajaban en el edificio.
Duffy pasó por un detector de metales y luego lo cachearon a conciencia. A continuación, un guarda armado lo condujo a una pequeña sala de espera.
Alguien de Langley debía de haber movido un montón de resortes para conseguirle aquella entrevista en un tiempo tan breve. En cuanto Flynn y él volvieron a la embajada tras la visita a MacPherson, Duffy llamó a su amigo Jack Lohnes a la central de la CIA e hizo la solicitud. Sabía Dios a quién habría tenido que molestar Lohnes. Al director, desde luego. ¿Al consejero de Seguridad Nacional o incluso al propio presidente? Tal vez.
Lo malo era que todo aquello podía ser inútil. Tal vez los ingleses no tuvieran intervenidas las líneas de la Compañía Nacional de Petróleos de Irán. O, si las tenían, era posible que no quisieran compartir con la agencia lo que habían averiguado por medio de las escuchas.
—¿Señor Duffy? —En la habitación acababa de entrar un joven con el atlético aspecto que caracterizaba a los Boy Scouts de su majestad, la SAS—. Me llamo Jason y esta mañana seré su acompañante. —Duffy pensó que el muchacho había hablado imitando a los camareros de los restaurantes californianos: «Hola. Soy Harry, y esta noche seré su anfitrión»—. El subdirector lo espera.
Jason lo condujo a un ascensor privado que los llevó al último piso. Las puertas de la cabina se abrieron directamente a una zona de oficinas. Otro par de guardas de seguridad permanecían estacionados ante una zona de espera tras la cual había dos grandes escritorios, a cada uno de los cuales se hallaba sentada una severa secretaria vestida con la sobria elegancia que había hecho de las muchachas inglesas las secretarias ideales para las agencias de publicidad neoyorquinas hasta que los ordenadores convirtieron a las secretarias en una especie en vías de extinción.
—Por aquí —dijo Jason, haciéndolo pasar ante una de las secretarias. Entraron en una espaciosa oficina desde la que se divisaba el Támesis.
El subdirector salió de detrás de su escritorio con la mano extendida.
—Bien venido, señor Duffy. Su reputación le precede. Nuestra gente en Islamabad habla maravillas de su trabajo en Afganistán.
—Gracias —sonrió Duffy. Sabía que, por tradición, al jefe de los servicios secretos de inteligencia británicos se lo llamaba «C». ¿Cómo llamarían a su segundo?, ¿«c minúscula»?
El subdirector lo invitó a sentarse en un cómodo sillón y le planteó la habitual alternativa: «té o café». Luego, tras los obligados comentarios sobre el tiempo, el subdirector declaró:
—Se me ha pedido que haga todo lo posible por complacerlo, señor Duffy. Dígame, por favor, qué puedo hacer por usted.
Aquello ponía a Duffy en una situación delicada. ¿Cuánto habría tenido que contarles Langley a los primos ingleses para conseguir la entrevista en un plazo tan corto?
—Bien, señor, como sabe, una de las cosas que más preocupan a nuestra seguridad nacional son los intentos del Gobierno iraní para hacerse con armas de destrucción masiva y, en particular, con armas nucleares.
—Desde luego. Eso mismo nos ocurre a nosotros.
—En estos momentos nos sentimos particularmente preocupados por ciertas operaciones que sospechamos están llevando a cabo los iraníes. Mi petición es muy simple y concreta, y está íntimamente relacionada con el motivo de nuestra preocupación. El 8 de enero, a las 15.02 horas, se llamó desde el teléfono público número 2357728 de Belgravia a las oficinas de la Compañía Nacional de Petróleos Iraní, en las proximidades de Westminster. Tenemos motivos para creer que esa llamada puede tener relación con el problema que nos preocupa. Como la llamada se realizó por línea terrestre, a la NSA no le fue posible acceder a ella. Lo que deseo saber es esto: ¿Tienen ustedes intervenido ese número de la NIOC y, en caso afirmativo, disponen ustedes de la grabación de la llamada que me interesa?
El subdirector se arrellanó en su butaca.
—Comprenderá que, si lo tuviéramos, tal material sería alto secreto.
—Desde luego.
—Quizá pueda usted explicarme con más detalle esa «preocupación» a la que se ha referido.
Bueno, ya está, se dijo Duffy. O ponía sus cartas boca arriba, o jamás tendría acceso a aquella intercepción… si es que la intercepción existía.
—Se trata de un asunto que ustedes ya conocen. Me refiero al informe que todos nosotros tratamos de verificar entre 1992 y 1993, según el cual los iraníes habían conseguido tres artefactos nucleares de potencia desconocida en Kazakstán, donde los rusos estaban desmantelando su arsenal nuclear.
—Lo recuerdo. Si la memoria no me falla, no logramos establecer si el informe era auténtico o falso. Habida cuenta de que la fuente eran los israelíes, recuerdo que existían serias dudas de su autenticidad.
—Exacto. Bueno, pues ahora ya lo sabemos: era cierto.
El subdirector dio un respingo como si un sargento mayor hubiera dado la orden de firmes.
—¿Sabemos? ¿Seguro de que a nosotros se nos ha notificado oficialmente esto?
—Oficialmente, no sé. El trabajo de enlace no es responsabilidad mía. Extraoficialmente, delo por notificado a partir de este momento. —Y ahora pensó Duffy, dame de una vez la jodida intercepción.
—Bueno, debe comprender que los de Seis no nos ocupamos de los pinchazos telefónicos. Eso es responsabilidad de Cinco y de la GCHQ[5]. Cuando está en juego la seguridad internacional podemos solicitar tales pinchazos cursando la petición a través de Cinco y la GCHQ. Si quiere que le sea totalmente sincero, no tengo la menor idea de si estamos interviniendo o no las comunicaciones de la NIOC.
—Pero sin duda saben que utilizan la NIOC como fachada para el programa iraní de adquisición de armas.
—Sí, y también sé el jaleo que se armaría si la prensa liberal publicase la noticia de que estábamos espiando lo que, supuestamente, es una empresa comercial. El Guardian nos acusaría de usar esas grabaciones para especular luego en bolsa.
—Sí —masculló Duffy—, el problema de la prensa lo tenemos todos. Pero le aseguro, señor, que mi petición está apoyada por la más alta autoridad.
Duffy estaba faroleando. El término «la más alta autoridad» era un eufemismo que se utilizaba para no mencionar al presidente de la nación. ¿Habría apoyado el primer mandatario su petición? ¿Quién diablos lo sabe?, se dijo Duffy, pero en toda su carrera el apocamiento jamás le había resuelto un solo problema.
El farol dio resultado. El subdirector se puso en pie, fue a su escritorio y oprimió un botón. Segundos más tarde entró en la oficina una atractiva joven de poco más de treinta años. Su aparición fue tan rápida que debía de haber esperado la llamada del subdirector. Vestía con la misma elegancia de las secretarias del antedespacho.
—Le presento a Fiona Parker, mi enlace con Cinco y GCHQ —dijo el subdirector. Luego entregó a la mujer los números de la NIOC y del teléfono público, y le explicó en detalle la solicitud de Duffy—. Fiona, encanto, habla con GCHQ, a ver si tienen intervenidos estos números y, en caso afirmativo, pídeles una transcripción de la llamada en que nuestro amigo norteamericano está interesado.
¿«Encanto»?, pensó Duffy. Como a alguien en Langley se le ocurriera utilizar aquella palabra hablando con una funcionaría, terminaría delante de un consejo de corrección política.
—La cosa puede llevar algún tiempo —dijo el subdirector, pasándole a Duffy un ejemplar del Daily Telegraph—. Tome, por si quiere hojearlo mientras espera.
La espera no fue nada larga. Al cabo de menos de cinco minutos, la atractiva señorita Parker volvió con unos papeles en la mano que entregó al subdirector. El hombre los leyó cuidadosamente y luego los tendió a Duffy.
—No sé si esto le servirá de mucho, pero estúdielo a su gusto. Sin embargo, no podrá sacar copia. Si necesita una, tendrá que solicitarla a través de los canales habituales. La NSA tendrá que pedirla oficialmente a GCHQ.
GCHQ - MÁXIMO SECRETO
0108981502Z
VOZ UNO: 0171 235 7728
TELÉFONO PÚBLICO ECCLESTON PLACE LONDON SW 1
VOZ DOS: 0171 371 2067
CENTRAL COMPAÑÍA NACIONAL PETRÓLEOS IRANÍ LONDRES
AUTORIZACIÓN REF: HO1997/23471
TRADUCCIÓN DEL ORIGINAL FARSI POR H. T. MOTZARFFIN GCHQ 345692
VOZ UNO: Soy Tari, Profesor. Acaban de informarme sobre ese plan Jalid que usted ha propuesto. Es una locura. Una locura total, completa y absoluta.
VOZ DOS: Tari, por favor. Estas cosas no son para hablarlas por teléfono.
VOZ UNO: No importa. Hablo desde un teléfono público. Escuche, ¿acaso no sabe cuáles serían las represalias por algo así? Nos borrarían de la faz de la tierra. Sería el fin de nuestro país, de nuestro pueblo.
VOZ DOS: Tari, contrólese. Si Dios nos ha entregado un arma así es para combatir a los enemigos del islam. Nuestros líderes…
VOZ UNO: Nuestros líderes se han vuelto locos. Si trabajo para ustedes es para contribuir a la salvación de mi patria, no para destruirla. Renuncio. A partir de este momento, dejo de trabajar para ustedes.
VOZ DOS: Tari… ¿estará usted en su casa dentro de una hora? Iré a verlo para que discutamos esto de modo razonable.
VOZ UNO: (Inaudible). FIN DE LA CONVERSACIÓN.
—¿Le sirve de algo? —preguntó el subdirector.
—Pues no sé —replicó Duffy—. Es confuso.
Se puso en pie y paseó ante el escritorio del subdirector.
—Escuche —dijo al fin—. Hace unos momentos le comuniqué de modo extraoficial que tenemos pruebas concluyentes de que los iraníes poseen al menos tres artefactos nucleares. Mucho me temo que la intercepción que acabo de leer significa que esos locos se proponen usarlos.
Esto para ella tiene que ser tan incómodo como para mí, pensó Jim Duffy, contemplando a Nancy Harmian estudiar el menú del pequeño bistrot francés al que él la había invitado a cenar. Duffy se sentía como un cadete en su primera cita.
—Este lugar es precioso —sonrió Nancy, dejando el menú a un lado—. ¿Cómo dio usted con él? —Con un malicioso brillo en los ojos, añadió—: ¿O es que nuestros órganos de seguridad nacional facilitan a sus agentes viajeros una lista de los restaurantes elegantes de todas las ciudades que van a visitar?
—La dirección del Burger King más próximo es lo máximo que me darían mis jefes.
Apareció el camarero y dejó las bebidas ante ellos. Nancy tornó su vodka. Hizo girar durante unos segundos el líquido y los cubitos en el vaso. En sus ojos brillaba la melancolía. Sacudió la cabeza, como si con tal ademán pudiera apartar la pesada mano con que el pasado tenía agarradas las faldas de su espíritu. Alzó los ojos y, mirando a Duffy, brindó:
—Por el correr del tiempo, Jim. Creo que eso es lo que más necesitamos tanto usted como yo.
Sonriendo, Duffy alzó también su vaso.
—Sí, por el correr del tiempo, que desenreda las más enmarañadas madejas. —Apenas hubo dicho aquello, el hombre torció el gesto—. Cristo, creo que la frase de Macbeth no es así. Habla del sueño, no del tiempo. Eso me pasa por tratar de impresionar a una dama.
Nancy se echó a reír.
—Lo que cuenta es la intención. No imaginaba que nuestros espías fueran capaces de citar a Shakespeare. Creía que ustedes preferían a Longfellow. Ya sabe: La galopada de medianoche de Paul Revere.
—No, ésos son los del FBI.
Nancy había cogido de la panera una rebanada de baguette. Le arrancó un pedazo y comenzó a masticarlo como si estuviera paladeando la más fina de las exquisiteces. Duffy la contemplaba, fascinado. Había mujeres, y Nancy era una de ellas, que sabían conferir elegancia hasta a los gestos más nimios. Dirigiéndole una amplia sonrisa, la mujer comentó:
—Supongo que, por eliminación, ese comentario confirma mi sospecha de que es usted de la CIA.
Duffy se dijo que a veces la vida resultaba mucho más fácil si uno decidía saltarse las normas.
—Usted lo dice todo —replicó.
—¿Lleva mucho en la agencia?
—Toda mi carrera.
—¿Cómo se metió usted en un trabajo así?
—Por incauto. Era un patriota. Bueno, retiro lo dicho. Suena pedante. En primer lugar, fue porque la agencia vino a buscarme, porque yo había estudiado raso en la universidad. La oferta me pareció halagadora. Además, lo que me ofrecían parecía una vida apasionante, y realmente lo fue. Y, por último, estaba también el tonto y anticuado deseo de servir a mi patria.
—Bueno, no parece que se arrepienta usted de nada de lo hecho. Me gustan los hombres sin remordimientos.
Duffy dio un largo trago a su bebida.
—No crea: también tengo mis remordimientos.
—¿Profesionales?
—De eso no puedo hablar, Nancy.
—Espero por su bien que los remordimientos no sean personales. Seguro que fue usted un buen marido para su esposa, que en paz descanse.
Duffy sonrió irónicamente.
—¿Existen acaso los buenos maridos? No lo sé. A veces pienso que «bueno» y «marido» son términos contradictorios. Digamos que no creo haber sido mal marido.
—Estoy segura de que no lo fue —dijo Nancy—. Del mismo modo, creo que yo tampoco fui una mala esposa para mi pobre Terry en los dos años que Dios nos permitió compartir. Por cierto, ¿qué tal va su trabajo? ¿Ha conseguido algún progreso?
—Alguno —sonrió Duffy.
Nancy dio un sorbo a su vodka.
—Algo me oculta usted, Jim. Se muere por decírmelo, pero no se atreve. Lo veo en su cara. ¿Es que a los agentes de la CIA no les dan clases de representación?
Duffy dio un largo trago para ordenar sus pensamientos. ¿Cuánto podía decirle a aquella mujer? Recordó la transcripción del interrogatorio de Nancy, el infierno por el que había pasado aquella mujer intentando salvar la vida de su marido. Se merecía una compensación. Como, por ejemplo, enterarse de que su esposo no era del todo mal tipo.
—Dígame una cosa, Nancy. ¿Alguna vez le mencionó su esposo algo llamado plan Jalid?
Desconcertada, Nancy replicó:
—No, nunca. Además, Jalid no es un nombre pena, sino árabe. ¿Por qué?
—No debería decirle esto, pero creo que tiene usted derecho a saberlo. ¿Recuerda usted a Bollahi, el hombre que usted identificó entre el montón de fotos que le traje? ¿El tipo al que llamaban «el Profesor»?
—Claro.
—Sabemos que su esposo llevaba algún tiempo trabajando para él. Como creo que ya le dije en nuestra última conversación, Bollahi es una pieza clave del programa de adquisición de armas del Gobierno iraní.
—¿Tari metido en un asunto de compra de armas? No lo puedo creer. Apenas conocía la diferencia entre una escopeta y una cerbatana. Sus amigos ingleses no dejaban de invitarlo a cacerías, pero él nunca fue a ninguna.
—No creo que estuviese metido directamente en la compra de armas. Probablemente, se ocupaba de las finanzas de los iraníes, de invertir su dinero. De todas maneras, el caso es que rompió con el Profesor a causa de ese «plan Jalid», sea lo que sea. Le dijo a Bollahi que temía que Irán resultase destruido como represalia. Mi teoría es que se negó a entregar a los iraníes el dinero que necesitaban para financiar ese plan Jalid, y por eso lo mataron.
—Jalid —murmuró Nancy—. Verá, Jim: cuando Terry y yo nos casamos, dediqué algún tiempo a estudiar el Corán y la historia del islam. Jalid fue un gran caudillo guerrero de los días del Califato, tras la muerte del Profeta. —Se arrellanó en el asiento y llevó los largos y bien manicurados dedos al cuello de su blusa negra de seda—. En un par de semanas condujo a seiscientos o setecientos hombres a través del desierto de Siria, lo cual en aquellos días era toda una proeza, y luego atacó al ejército bizantino. Arrojó de Palestina a los cristianos, haciéndolos retroceder hasta lo que hoy en día es la frontera turco-siria. En cierto modo, fue el libertador de Palestina. No sospechará usted que con ese plan Jalid los iraníes pretendan repetir en la actualidad tal hazaña, ¿verdad? Los mullah pueden estar locos, pero no creo que tanto como para atacar a Israel.
—Mire usted, Nancy: hablando de locos o de fanáticos, lo que cuenta no son las razones que conducen a un determinado acto. Lo único importante es el acto en sí.
El camarero había llegado junto a la mesa para tomarles el pedido. Estudiando los distintos platos del menú, Duffy pensó que tal vez lo que acababa de decir Nancy podía explicar lo del plan Jalid. Encajaba con lo que él había leído en MI6. Los mullah deseaban encontrar el modo de utilizar sus tres artefactos nucleares contra los enemigos del islam. ¿Quiénes podían ser tales enemigos? Los norteamericanos. O, mucho más probable, Israel. Los mullah querían utilizar aquellas malditas armas para provocar un segundo holocausto.
Behcet Babe Osman se acercó a la ventanilla de la tienda de cambio situada en el corazón del distrito financiero de Londres, no lejos de la catedral de san Pablo. Iba a dar los primeros pasos de la «movida de dinero» que había decidido realizar tras su charla con Paul Glynn, el Irlandés. Su actitud era tan despreocupada como la de un turista norteamericano dispuesto a cambiar en libras esterlinas un billete de veinte dólares. Sin embargo, lo que Babe planeaba era algo de bastante mayor envergadura. Con las 148 500 libras del anticipo de Glynn, más el producto de sus ventas nocturnas en Green Lanes, Babe tenía ya acumuladas 230 000 libras en metálico. Además, sabía que su hermano Abdullah, en Amsterdam, tenía el equivalente a otras 280 000 libras en distintas divisas europeas. Había llegado el momento de que Babe blanquease todo aquel dinero negro.
Ya había tenido buen cuidado de cambiar aquella enorme cantidad en billetes de cincuenta libras, un total de 4600 billetes. Era un fajo lo bastante grande para atragantar a un elefante o para suscitar la curiosidad de un inspector de aduanas que lo viese en una maleta al registrar el equipaje de Babe.
Babe llegó al mostrador. Ya había hecho otras transacciones con aquel cambista. En el distrito financiero de Londres había una docena de locales como aquél dispuestos a prestar a cualquier cliente que entrase el servicio que Babe iba a solicitar. Aunque los cambistas sabían de sobra que la procedencia del dinero que se les entregaba era, en el mejor de los casos, turbia, el servicio que ellos iban a prestar era legal en el sentido más estricto de la palabra. A diferencia de Estados Unidos, cuyas leyes obligaban a notificar a Hacienda todas las transacciones de más de diez mil dólares, en Gran Bretaña no existía un límite de dinero más allá del cual hubiera que dar parte a las autoridades.
—Buenas —saludó Babe, con la mejor de sus sonrisas—. Tengo ochenta mil libras en billetes de cincuenta, y me gustaría convertirlas en marcos alemanes. En billetes de mil marcos, por favor.
—¿El total de las ochenta mil libras? —preguntó el empleado, un pakistaní de mediana edad. Si la petición de Babe lo había sorprendido, el hombre no lo dejó traslucir.
—Sí.
—Estaremos encantados de hacerlo, señor, pero vamos a necesitar cuarenta y ocho horas para reunir los billetes.
—De acuerdo.
—Bien. Nuestra comisión es del cuatro por ciento y, para empezar a reunir los marcos, debemos pedirle que nos deje en depósito el diez por ciento de la cantidad que desea cambiar.
Babe, naturalmente, conocía el procedimiento. No en vano lo había utilizado infinidad de veces. Entregó al empleado las ocho mil libras que ya tenía listas en un sobre. El hombre contó los billetes y luego le entregó un recibo por el dinero, sin molestarse siquiera en preguntarle el nombre a Babe. Aquel recibo sería lo único que Babe necesitaría para reclamar su dinero.
—Dentro de cuarenta y ocho horas podrá usted recoger sus marcos, señor —dijo el empleado, entregando el recibo a Babe.
Babe le dio las gracias y salió del local. Repitió la operación en otros dos cambistas de la zona. Dos días más tarde, cuando volvió a visitar los tres locales, los marcos ya estaban aguardándole. Su montón de 4600 billetes de cincuenta libras se había reducido a sólo 660 billetes de mil marcos. Dividió este dinero en dos fajos y los metió en un par de sobres que cabían holgadamente en los bolsillos interiores de su abrigo. Luego se dirigió a la estación de Waterloo, en la que abordó un tren Eurostar con destino a Bruselas tras pasar como si nada ante los aduaneros ingleses.
En la capital belga transbordó al expreso Trans-Europeo que iba a Amsterdam. Abdullah, su hermano, lo estaba esperando en la estación central. Juntos, se dirigieron al estacionamiento subterráneo del otro lado del canal, donde Abdullah tenía estacionado su segundo coche, un Opel Vega adecuado a su discreto estilo de vida. Mostró a Babe una bolsa que contenía un amasijo de monedas europeas: florines holandeses, francos franceses y belgas, pesetas españolas, más marcos alemanes. Todo ello era la cosecha recogida en su almacén holandés por las ventas de la heroína de los Osman.
Babe dejó la maleta en el maletero, sobre la bolsa de su hermano, y aceptó las llaves del coche que Abdullah le tendía.
—Escucha —dijo a su hermano—. Necesito reponer existencias. Sólo me quedan quince kilos.
—Estoy en ello, pero no es fácil, Babe. En esta ciudad no abundan precisamente las personas dispuestas a correr el riesgo de pasar veinte años en una prisión inglesa por meter droga de contrabando en el Reino Unido.
—¿Ni siquiera por la tarifa que pagamos? ¿Qué hay de esa pareja que hace porno en vivo?
—De momento, nada. Tanto ella como él andan un poco asustados.
—No olvides que dentro de una semana el Irlandés vendrá a buscar sus cincuenta kilos.
—No te preocupes, no hay problema.
Babe palmeó a su hermano en la espalda.
—Bueno, me largo a Budapest. Volveré en cuarenta y ocho horas.
Se montó en el coche y salió del estacionamiento con cerca de un millón de dólares en metálico dentro del maletero. Estaba tranquilo, pues sabía que la posibilidad de que un inspector de aduanas inspeccionara el Opel entre Amsterdam y la frontera húngara era casi inexistente.
Aquéllos eran los momentos del día o, mejor dicho, de la noche, que el Profesor prefería. Estaba relajado, dichas ya sus oraciones, y tenía la mente en paz. Se encontraba tendido en la cama de su hotel, cubierto con la larga chilaba blanca que le gustaba usar para dormir, y su mano reposaba aún en el precioso Corán inscrito para él por el ayatolá. Estaba abierto por el Surat que acababa de leer, Surat al Mai’ida 55. «Loado sea el Partido de Dios, ya que de él será sin duda el triunfo».
El Profesor se sabía de memoria el manifiesto del Partido de Dios o Hezbollah, cuyas palabras le daban ahora vueltas en la cabeza: «La libertad no es un regalo, sino algo que hay que ganar, con grandes esfuerzos del alma, sí; pero también con sangre». Como la sangre de aquellos valerosos jóvenes que habían llevado sus bombas al corazón de los territorios ocupados. Quienes tal hicieron eran miembros de Hamas, una organización musulmana sunnita, pero ahora, bajo la dirección de Teherán, todos ellos, sunnitas y chiítas, Hamas y Hezbollah, eran hermanos en la misma guerra santa para que el territorio de Palestina volviera a Dar el Islam, la tierra del islam, para eliminar por completo a la nación israelí del suelo islámico, para frustrar los planes de los traidores que querían pactar la paz con los ocupantes extranjeros. Bollahi estaba seguro de que, cuando llegara el momento, habría muchos valerosos jóvenes dispuestos a morir por aquella sagrada misión, y él se encargaría de colocar en sus valerosas manos la terrible arma que necesitaban para lograr la victoria.
E iban bien encaminados para alcanzar tan sagrada meta. Como el Profesor esperaba, Herr Steiner había recibido la oferta de Joe Mischer de comprar el cincuenta por ciento de LASERTEKNIK como un hombre que se está ahogando recibe un salvavidas. El precio acordado había sido de 4,2 millones de marcos. Steiner no había hecho ni una pregunta sobre los propietarios de TW Holdings en Liechtenstein. El hombre había partido de la base que la empresa pertenecía a Mischer, y de que éste la estaba usando como parte de un sistema para eludir impuestos, cosa que hacían todos los que actuaban tras la pantalla de una compañía de Vaduz. No había nada que ni remotamente sugiriese que los iraníes estaban tras la compra del cincuenta por ciento de LASERTEKNIK.
Joe estaba ya instalado en una oficina contigua a la de Steiner, dedicado a congraciarse con su nuevo socio y a estudiar sigilosamente las operaciones de la empresa. Había llegado la hora de dar el siguiente paso. Antes, no obstante, el Profesor tenía que efectuar los arreglos financieros necesarios e informar a Teherán sobre la situación.
Abrió su ordenador portátil y marcó la clave de acceso a sus archivos financieros. La clave había sido programada en el ordenador por medio del programa especial de software adquirido en Düsseldorf. Si alguien intentaba por dos veces acceder a sus archivos con una clave errónea, el programa los borraría automáticamente.
Ahora tenía ya ante sí el menú de todos sus activos financieros: el saldo de su cuenta en el Banco Melli de Munich, las cuentas de la Fundación para los Oprimidos en Liechtenstein, Suiza y las Caimán, sidos que a nadie se le ocurriría relacionar con los oprimidos del mundo. A continuación, marcó la clave de la cuenta «Adquisición» en la que Said Djailani ingresaba lo que obtenía por la tasa de tránsito que cobraba por la morfina base que cruzaba sus territorios camino de Turquía. Las cifras que aparecieron en la pantalla demostraban lo acertada que había sido la decisión de nombrar recaudador de impuestos al antiguo comandante mujadín. En los nueve meses que Djailani llevaba en el puesto se habían depositado en la cuenta «Adquisición» 31,7 millones de dólares. Su saldo actual era de 9,2 millones.
Normalmente, el grueso de aquella suma se habría transferido automáticamente a la cuenta en las Caimán del traidor Harmian, y éste lo habría invertido a corto plazo en nombre de las empresas fantasma que controlaba, de modo que el dinero pudiera ser transferido en cuanto fuera preciso a las cuentas del Profesor.
Sin embargo, como aún no se había encontrado un tesorero de confianza para sustituir a Harmian, el dinero estaba amontonándose. El Profesor abrió a continuación la cuenta «Falcon», que utilizaba como último control para la mayor parte de sus compras clandestinas de armas. El saldo era de 2,6 millones de dólares. Falcon era dueña de Trade World, que a su vez era dueña de TW Holdings, la firma que había utilizado para financiar la compra del cincuenta por ciento de LASERTEKNIK. Al Profesor le encantaba amontonar en pirámide sus adquisiciones. Eso hacia imposible que un analista financiero, por experto que fuese, descubriera que Teherán y él, Bollahi, eran los auténticos propietarios de determinada empresa. El Profesor decidió que había llegado el momento de enviar a Falcon y Liechtenstein parte de los beneficios acumulados gracias al narcotráfico.
Cerró el programa financiero y conectó el ordenador a la caja negra del nuevo sistema de codificación ultraseguro que había comprado a CIPHERS A. G. en Suiza. Había llevado consigo la caja desde Teherán tras programarla como le habían indicado los suizos. Había formateado uno de sus discos en blanco efectuando su propia selección aleatoria por medio de las claves codificadoras que CIPHERS A. G. le había facilitado, con lo que había conseguido un código cuya clave sólo conocía él. Ahora se encontraba a punto de utilizar el sistema suizo por primera vez.
Como medida de seguridad adicional, Bollahi había instalado en la oficina de Teherán un teléfono especial para recibir sus mensajes. El teléfono estaba registrado a nombre de un profesor universitario de filosofía que acababa de fallecer de cáncer de páncreas. Al día siguiente, el Profesor abandonaría el hotel e iría a esconderse en el apartamento con muebles alquilado por Mischer. Abrió su ordenador portátil y lo conectó mediante un cable con la caja negra codificadora. Luego desconectó el aparato del hotel e insertó el cable de la caja negra en el enchufe telefónico. Hecho esto, se puso a trabajar.
En nombre de Alá el Clemente, el Compasivo, que sus bendiciones se derramen sobre mi hermano y sobre nuestra gran empresa. Me satisface decirte que el alemán ha aceptado nuestra oferta y hemos instalado en sus oficinas a nuestro representante. En breve me propongo iniciar la siguiente y crucial etapa de Jalid. Mientras tanto, te ruego le indiques a nuestro hermano Djailani que transfiera 1,75 millones de dólares desde la cuenta Adquisición a su cuenta Falcon, de modo que me sea posible abonar al alemán el importe de la compra de TW Holdings.
El Profesor concluyó su breve mensaje con las habituales y floridas cortesías persas, y pulsó la tecla de «entrada» de su ordenador. Escuchó que el texto pasaba a la caja codificadora con el mismo tipo de «clack» que escuchaba cuando copiaba un texto de su disco duro en un disquete. Luego oyó que la caja codificadora marcaba el número telefónico del difunto profesor. Tras dos llamadas, sonó un pitido como de fax, indicador de que la caja descodificadora del teléfono de su oficina de Teherán estaba conectada y lista para recibir el texto. Otro rápido «clack» y el texto fue transmitido. Con eso terminó la llamada. Aquella caja codificadora era un milagro, se dijo el Profesor, que valía hasta el último franco que los suizos habían cobrado.