Jim Duffy estaba comenzando a despachar su cuota diaria de intercepciones cuando la luz roja de su ordenador comenzó a parpadear, indicación de que su enlace en la NSA deseaba hablar con él.
—Duffy, creo que tengo algo para ti.
El joven agente de la NSA no hizo nada por ocultar su euforia. «El tipo quiere demostrarme que la agencia para la que trabaja vale los cuatro mil millones de dólares que los contribuyentes pagan anualmente por ella», pensó Duffy.
—Como me pediste, mandé que hicieran un rastreo por ordenador del número de aquel teléfono móvil clónico de Estambul. Aparecieron dos llamadas —informó el hombre—. Ambas proceden del mismo número telefónico de Londres.
—¿Conoces la ubicación del teléfono de Londres?
—Sí. Es una de esas cabinas telefónicas rojas inglesas. Está en Eccleston Street, en Belgravia, frente al consulado belga. Una zona muy cara.
—¡Mierda! —gruñó Duffy—. Un teléfono público, maldita sea. ¿Está la embajada iraní en las proximidades de la cabina?
—No, qué va.
—Esas llamadas, ¿fueron en inglés?
—No. En farsi las dos. Pasé ambas intercepciones a nuestros expertos en lingüística. Dicen que, sin lugar a dudas, la lengua nativa de ambos comunicantes era el farsi.
—¿Cuándo se realizaron las llamadas?
—Hace poco más de tres semanas. Hubo tres días de intervalo entre una y otra. Ambas se efectuaron a eso del mediodía.
—O sea que, o bien el tipo que hizo las llamadas temía que el teléfono de su casa o de su despacho estuviera intervenido, o bien no quería que nadie pudiera rastrear hasta él esas llamadas.
—O ambas cosas.
—Exacto. Probablemente, vive o trabaja cerca de esa cabina, digamos que a menos de un kilómetro, ¿no te parece?
—Pues sí, creo que eso es lo más probable. ¿Quieres escuchar las llamadas? Las hemos traducido. Parece como si se esforzaran en ser lo más discretos posible.
—Ponlas.
Duffy conectó su módem con la NSA en Fort Meade, en Maryland, y el texto de la primera llamada apareció en su pantalla.
—¿Jaffar?
—Sí.
—Soy Tari. ¿Estás bien?
—Sí, a Dios gracias.
—Me entrevisté recientemente con el Profesor en Budapest. Decidimos que había que hacer ciertos cambios en nuestras operaciones.
—Como os parezca.
—Los norteamericanos van a creamos problemas allí. Ahora existen otros lugares mejores. Como Budapest. Recibirás instrucciones por correo. ¿Tienes muchos… —pausa del comunicante— envíos de Said?
—Cuatro.
—¿Cuál es su valor?
—Cerca de millón y medio.
—Guárdalos en tu cuenta de las islas. Ya te indicaré cuándo debes transferirlos.
—Comprendo.
—Said sabe hacer estas cosas.
—Todo va bien desde que él está al mando.
—¿Sigue llevando sandalias de oro?
—No lo sé, amigo mío. Nunca lo he llegado a ver en persona. Sólo hablamos.
—Bueno, hasta pronto.
—Dios mediante.
—Ésa es la primera —informó el agente de la NSA. ¿Sandalias de oro? Duffy se senda a punto de dar saltos de alegría. El tipo de Estambul podía ser un enlace con su mujadín Gucci. Era evidente que el tal Tari estaba hablando de dinero con su amigo de Estambul. ¿Era aquél el dinero que Djailani sacaba del narcotráfico? Al fin aquellas malditas intercepciones estaban sirviendo para algo.
—Muy bien. Ponme la segunda —ordenó.
—¿Jaffar?
—Sí.
—Soy Tari. ¿Estás bien?
—Sí, a Dios gracias.
—¿Recibiste las nuevas instrucciones?
—Esta mañana.
—Aparte de las entregas que mencionaste, ¿esperas algo más?
—Said me dijo ayer que hay tres más en camino.
—Bien. Ya sabes que tienes que actuar según las nuevas instrucciones.
—Como ordenes. ¿Informo a nuestros hermanos en Teherán?
—Yo me ocuparé de hacerlo. Hablaremos pronto.
—Dios mediante.
Duffy estudió la pantalla de su ordenador por unos instantes.
—Consigue todo lo que te sea posible acerca del número que interceptamos en Irán al día siguiente de esa llamada. La cosa se pone al fin interesante. Voy a hacer un par de llamadas y vuelvo contigo.
Duffy consultó su reloj. Eran las cuatro y media, las nueve y media de la noche en Londres. Sin duda, el jefe de la sede, un viejo camarada de Duffy, ya se habría ido de la oficina. ¿Dispondría en su domicilio de una línea segura con Langley? Casi seguro que sí. Pero… ¿estaría él en su casa? ¿O se encontraría en una recepción en la embajada de Mongolia interior, celebrando la fiesta nacional de ese país? Aquél era el tipo de misiones peligrosas que se le encomendaban actualmente a los jefes de sede de la CIA. ¿Lo avisaba por el buscapersonas, para transmitirle la orden de que volviese a la embajada a fin de hablar por una línea segura de lo que podía no ser más que una falsa alarma?
Ya casi había decidido dejar que el tipo terminase en paz su velada cuando recordó la enorme cantidad de veces que Washington lo había sacado a él de la cama en plena noche para comunicarle algo tan urgente como el segundo apellido del ministro de Asuntos Exteriores de Sudán. «Que se fastidie», decidió, y ordenó que enviaran a Londres un mensaje urgente de acción nocturna.
Una hora más tarde, cuando ya se disponía a recoger e irse, sonó el teléfono de su oficina.
—Habla usted por línea segura —le informó la voz de una telefonista cuando descolgó.
—¡Jimbo! —exclamó su comunicante—. Bienvenido a casa. Ya me enteré que de nuevo te han obligado a trabajar para vivir. ¿De qué te ocupas?
—De amargarles la vida a los buenos chicos como tú.
Duffy había reconocido inmediatamente la voz. Él y Bob Cowie, el jefe de la sede de Londres, trabajaron juntos durante poco tiempo en Bagdad en los años sesenta.
—¿Has visto alguna buena revista porno últimamente?
—¡So cabrón! —Cowie rió—. No he vuelto a tocar una desde aquella broma.
«Aquella broma» tuvo lugar en 1966, cuando Cowie era un joven agente asignado a la central de Bagdad en su primera misión de ultramar. Irak estaba por entonces gobernada por el comandante Kamal Bakr, un hombre de paja de Saddam Hussein, que era ya quien realmente mandaba en el país. Se encontraban en el punto álgido del idilio de los soviéticos con los iraquíes, y los primeros estaban surtiendo a sus nuevos amigos de Oriente Medio todo tipo de juguetes militares procedentes del arsenal soviético.
Dos semanas antes de salir de Washington, Cowie recibió un cablegrama cifrado mandado por Duffy, el segundo agente de la central. En el mensaje se ordenaba a Cowie que se dirigiera a los sex-shops que por entonces atestaban la calle Catorce y comprara al menos tres maletas de las revistas eróticas más sucias, obscenas y explícitas. «Tan obscenas —decía el cablegrama— como para hacer sonrojarse a un estibador de los muelles de Brooklyn».
Con intensa vergüenza, el recién casado Cowie se pasó las noches de toda una semana recorriendo las tiendas, comprando revistas porno en cantidades industriales y dejando convencidos a cuantos vendedores lo atendían de que sufría trastornos sexuales particularmente graves. Llevó las revistas a Bagdad en la valija diplomática, y en la mañana de su primer sábado en el nuevo destino, su jefe lo llamó a la embajada.
El jefe tenía ante sí una bolsa de deporte azul marino que procedió a llenar con una veintena de revistas pomo que Cowie había traído en sus maletas. Luego ordenó a Cowie:
—Vaya usted con esto al principio de la calle Rashid, donde encontrará la tienda de artículos de cuero de Alí Moquattam. Pregunte por Alí, y dígale que tiene usted que comprar unas cosas para su esposa en el zoco, y pídale que, mientras lo hace, él le cuide su bolsa.
Cowie siguió tales instrucciones. El sonriente Alí se quedó con todo gusto con la bolsa, Cowie estuvo una hora dando vueltas por el zoco, le compró a su esposa un par de ceniceros de latón, volvió a la tienda de Alí, recogió la bolsa y regresó a la embajada.
En cuanto tuvo la bolsa en su poder, el jefe de sede la abrió con ansiosos dedos. Las revistas pomo habían desaparecido. En su lugar había una colección de los manuales de servicio de los últimos aviones soviéticos estacionados en el aeropuerto de Bagdad.
—Espero no haberte apartado de ningún asunto de capital importancia para la seguridad nacional —dijo Duffy—. Como, por ejemplo, una cena en Annabel’s.
—No, nada de eso. Estaba en una pequeña cena para ocho en casa del barón Bentinck. Tu llamada sirvió para aumentar la aureola de misterio de que me gusta rodearme.
—Pues eso no es tan fácil ahora que tratan de convertimos a todos en chupatintas —comentó Duffy.
—¡Y que lo digas! Es deprimente ser el guardián de los secretos cuando parece que ya no hay secretos que guardar. Bueno, ¿qué puedo hacer por ti?
Duffy se lo explicó y, cuando hubo acabado de hacerlo, Cowie se echó a reír.
—Así que tengo que encontrar a un iraní llamado Tari o, más probablemente. Tariq, que anda metido en asuntos de dinero y, supuestamente, también de drogas, y que frecuenta Belgravia, lugar que, con toda franqueza, es el último lugar en el que se pueden encontrar admiradores de la revolución iraní. Del llorado Shahinshah que en paz descanse, tal vez; pero de los mullah, desde luego no.
—Por absurdo que te parezca, éste es un asunto de primerísima prioridad —dijo Duffy—. El director en persona. Dios lo bendiga, se ocupa de él.
De pronto, algo hizo clic en el cerebro de Cowie.
—Puede que tenga algo interesante para ti —dijo—. ¿Estás en tu despacho?
—Claro.
—No te muevas de ahí. Vuelvo a llamarte dentro de un momento.
—¿Qué pasa? —preguntó Duffy cuando, minutos más tarde, su teléfono volvió a sonar.
—Resulta que tengo para ti un surtido de buenas y malas noticias.
—Empieza por las buenas.
—He encontrado a tu iraní. Se llama Tari, como decías. Su apellido es Harmian. Su residencia está a menos de siete minutos a pie del teléfono público desde el que hizo la llamada.
—¡Fantástico! No sé qué mala noticia me puedes dar después de decirme eso.
—El tipo está muerto.
—¡Mierda!
—Lo asesinaron de modo particularmente salvaje hace cosa de un mes. En su casa. Prácticamente delante de su esposa. El suceso fue primera página del Daily Mail y del Daily Express, lo que se dice todo un réquiem. El Mail apuntaba a que el tipo estaba metido en algo de drogas. El Express se inclinaba por el tráfico de armas.
—¿Qué dice la policía?
—Opina que se trató de un asesinato muy profesional. No dejaron ninguna pista. Parece que, de momento, Scotland Yard no tiene ni idea de quién lo hizo. Pero hay algo que a nosotros nos resulta muy llamativo.
—Cuenta.
—La esposa. Es norteamericana. Una chica de California. A los pocos días del asesinato vino aquí a hablar con el embajador. La mujer asegura que su marido fue víctima de los servicios secretos iraníes.
—¿Y por qué dice eso?
—Según ella, su esposo habló con los asesinos en farsi. Por consiguiente, los tipos tenían que ser iraníes. La mujer se queja de que los del Yard no le hacen caso. Para ellos, la muerte se debió a algún asunto económico que salió mal, o quizá fue motivada por deudas de juego por pagar.
—¿Qué sabéis sobre el tipo?
—No mucho. A todos los efectos, parece haber sido un miembro más de la nutrida colonia de expatriados iraníes en Londres, casi todos los cuales se encuentran en buena posición. Refugiados de los mullah. Tenía pasaporte de apátrida. Al parecer, se trataba de un tipo culto y distinguido. Tras la visita de su esposa al embajador, pregunté por él a los disidentes con los que mantenemos contacto. Ninguno de ellos lo conocía.
—Bueno, Robert, creo que lo mejor será que me vaya por allí a charlar con los del Yard y con la llorosa viuda. ¿Te llevo algo? ¿Qué tal un par de revistas porno?
—Jim, has estado alejado demasiado tiempo. —Jack Lohnes, subdirector de operaciones de la agencia, dirigió una irónica sonrisa a su primer visitante de la mañana—. No tienes ni idea de lo suspicaces que se han vuelto los británicos. No nos es posible metemos en su terreno sin consultar antes con nuestros colegas de MI6.
—Bueno, sólo se trataría de una especie de investigación preliminar. Para verificar las implicaciones de lo que descubrimos por medio de las intercepciones. A fin de cuentas, la esposa es uno de los nuestros y tenemos derecho a charlar con ella si ella no tiene inconveniente. Y después de lo que le dijo al embajador, no creo que lo tenga.
—Jim, es posible que ella nos pueda ayudar, pero los que realmente te interesan son los del Yard. Ellos habrán estado en la casa del tipo, y también habrán examinado sus papeles, sus disquetes, sus cuentas telefónicas y bancarias. Si en algún lugar existe una pista de lo que hacía el tal Harmian con Djailani, ese lugar es el Yard. ¿Cómo crees que vas a pedirle que te pongan al corriente de lo que han descubierto durante la investigación sin decirles antes a qué departamento perteneces?
Duffy extendió por sus labios la más encantadora de sus sonrisas. Según estaba descubriendo, la timidez se había convertido en el marchamo de la CIA.
—Qué demonios, Jack, ¿y por qué no les contamos a los británicos lo que averigüé en Chipre acerca de esos tres proyectiles nucleares iraníes? Si nosotros nos sinceramos con ellos, tal vez ellos se sinceren con nosotros y nos informen sobre lo que han descubierto acerca de ese asesinato.
—No creo que por aquí encontremos a nadie muerto de ganas de hacer eso, Jimbo. No tienes ni idea de cómo reaccionan ahora nuestros valerosos aliados europeos. Empezarán con el cuento de que «ya están los pérfidos norteamericanos machacando otra vez a los pobres iraníes». Tendrías que haber oído los gritos de justa indignación que lanzaron en París y Bonn cuando insinuamos la posibilidad de mandar un par de misiles Cruise a Teherán como respuesta al asesinato de aquellos diecinueve muchachos de la Fuerza Aérea en Arabia Saudí. Como se nos ocurra decir «escuchen, los iraníes tienen proyectiles nucleares», París y Bonn y nuestros amigos laboristas de Londres filtrarán la noticia. Le susurrarán a la prensa que estamos dispuestos a machacar a Irán basándonos sólo en un rumor. Tony Benn aparecerá en el Canal Cuatro rasgándose las vestiduras, diciendo que los norteamericanos continúan con la nefasta política imperialista que vienen siguiendo desde que terminó la guerra fría. Eso alertará a los iraníes del hecho de que los tenemos en el punto de mira, y jamás nos será posible encontrar esos malditos chismes.
Duffy apoyó los pies en la mesita de café de su amigo y se retrepó en el sofá modelo 14B que el Gobierno suministraba a las oficinas de autoridades cuyo rango fuera equivalente o superior al de general de brigada. Se daba cuenta de que Lohnes no se estaba mostrando tímido, sino realista.
—Muy bien —dijo, tras una breve reflexión—. Enfoquémoslo desde otro ángulo. Juguemos la baza de las drogas. Somos la DEA. Sospechamos que Harmian pudo estar metido en el narcotráfico, cosa que, al menos tangencialmente, es cierta. Queremos reunimos con nuestros primos británicos, enseñarles lo que tenemos y ver lo que ellos tienen, todo en pro de nuestros intereses comunes en la lucha contra las drogas.
Lohnes se echó a reír.
—O sea que propones que, en vez de pasar ante ellos de puntillas mientras no miran, hagamos uso del disimulo, las mentiras y la doblez.
—Exacto: un montón de fantásticas virtudes.
—Puede que funcione —reconoció Lohnes.
—Ya sabes: podríamos almorzar informalmente con ellos, bebernos juntos unas pintas de Guinness, cambiar impresiones, comparar notas. ¿La CIA? ¿Quién demonios es la CIA? Jamás hemos oído hablar de ella.
Lohnes quedó por un momento en silencio, preguntándose si debía consultar aquello con el director para cubrirse las espaldas si algo salía mal. Había tipos en la agencia que tenían los dedos tiesos de tanto usarlos para averiguar por dónde soplaba el viento. Lohnes, sin embargo, no era uno de ellos.
—De acuerdo, puede que tu idea funcione. Pero lleva contigo a Flynn, el hombre de la DEA que trabaja con vosotros. Él sabrá cómo hablar a los británicos. Tú limítate a quedarte sentadito, escuchando y aprendiendo.
—Rien ne va plus.
En Estambul o Montecarlo, en Las Vegas o en Londres, aquellas palabras del crupier siempre tenían la misma nota de inevitabilidad, eran el sonido que precedía al de la bolita comenzando a saltar sobre las casillas de la ruleta.
—Diecisiete, negro, impar, dix-sept, noir, impair —cantó el crupier una vez la bolita se hubo detenido en una casilla.
Mientras el crupier retiraba las apuestas perdedoras, Refat Osman, el tercero de los cinco hermanos Osman, se acercó a la mesa precedido por el tipo de séquito que hubiese podido acompañar al jefe de un Estado de una pequeña nación africana en visita oficial a París.
Primero iban tres de sus «perros», guardaespaldas, tipos fornidos y mal encarados que no dejaban de mirar a su alrededor tratando de detectar un rostro hostil o un gesto amenazador. Los seguían dos «Natashas», las damas rusas de la noche de Estambul. Ambas eran rubias, una llevaba el cabello cardado y la otra liso y por los hombros. Las dos lucían vestidos que se ceñían a unas figuras tan distintas a las de las astrosas babushkas que apaleaban nieve en los días del estalinismo, como Beverly Hills podía serlo de Smolensko. Por último, caminando con el solemne paso de un general pasando revista a su guardia de honor, iba el hermano Osman encargado de «matar y eliminar» en nombre de la familia.
Diez años menor que su hermano Selim, el patriarca de la familia, Refat era más alto y, debido a que pasaba más tiempo en el gimnasio que en el hamam, considerablemente más atlético. También hubiera resultado bastante más atractivo de no ser por el hecho de que sus frías facciones estaban congeladas en una máscara de inexpresividad. Refat era un hombre que desconocía el significado de las palabras «humor» y «compasión».
De igual modo que su hermano utilizaba el Gran Hotel Barcelona como oficina, aquel club privado era el lugar predilecto de Refat para llevar sus negocios, y aquella tardía hora de la noche marcaba el momento álgido de su jornada. Nada que no fuese el funeral de un amigo o un enemigo lograba sacar a Refat del dormitorio de su dúplex de Florya antes del mediodía. En uno de sus últimos actos oficiales, el Gobierno islámico de Turquía había cerrado los casinos de juego de la nación, pero las mesas de juego seguían existiendo en unos cuantos clubes privados como aquél, situado en la zona de Taksim, en Estambul.
Normalmente, Refat pasaba parte de la tarde recorriendo los bares y hoteluchos de Laleli, un barrio pobre, habitado por ciudadanos del tercer mundo: pakistaníes, nigerianos, libaneses, iraníes, gente a la que Refat recurría de cuando en cuando para que realizara los trabajos más sórdidos. Pero era en aquel club donde celebraba sus reuniones más importantes. Para Refat, el lugar era el ideal para establecer contacto con los políticos y policías que tenía en su nómina.
Puso una ficha de quinientos dólares en la mano de cada una de sus Natashas y las animó a que fueran a divertirse mientras él charlaba con unos amigos. Con un movimiento de cabeza, indicó a uno de sus «perros» que las vigilase mientras estaban lejos de él. A fin de cuentas, las dos mujeres eran de su propiedad, y él no quería intrusos en ninguna de sus propiedades. Luego caminó por entre el público en busca del primero de los dos hombres que deseaba ver.
Se trataba del funcionario del Ministerio del Interior en Ankara encargado de la Ozel Harekat, la fuerza especial del ministerio que se ocupaba de la guerra secreta contra los terroristas del PKK kurdo. El hombre, que llevaba años colaborando en los negocios de la familia Osman, era el que había solicitado la entrevista.
Refat contempló con indiferencia a los jugadores que estaban tomándose un breve respiro en el bar. Al fin localizó a su contacto, sentado solo en un extremo de la barra. Se dieron la mano y el funcionario le ofreció una copa.
—¿Qué tal va tu suerte? —preguntó—. ¿O no estás jugando?
—Otras lo hacen por mí.
El funcionario sonrió y alzó su copa.
—Entonces, brindo porque tengan suerte.
Se levantó de su taburete e, indicando con un gesto a Refat que lo siguiera, se dirigió hacia un rincón.
Se sentaron el uno junto al otro a una mesa, lejos de la concurrida barra.
—Pareces preocupado —comentó Refat.
—Sí. Estamos otra vez a vueltas con el maldito accidente.
El «maldito accidente» fue un fortuito choque que se produjo en la autopista Estambul-Izmir el 3 de noviembre de 1996. Un Mercedes que circulaba a 160 kilómetros por hora embistió contra la parte posterior de un camión remolque en las proximidades de la aldea de Susurluk. Entre los que murieron en el Mercedes había un pistolero perteneciente a los Lobos Grises, una organización terrorista de ultraderecha, un individuo buscado por una docena de asesinatos y convicto como traficante de heroína en Francia. Se había fugado de una cárcel suiza donde cumplía condena por delitos relacionados con la droga. Aunque Abdullah Catli fuese un asesino profesional, los policías que investigaron el accidente descubrieron que el hombre llevaba una licencia oficial de armas firmada por el entonces ministro del Interior, Mehmet Agar.
Junto a él, en el asiento trasero, murió el cofundador de las fuerzas especiales anti-PKK para las que trabajaban los Osman, un hombre al que se sabía muy metido en el tráfico de heroína. El único superviviente del choque fue un diputado turco del Partido de la Justa Vía de Tansu Ciller. Como los Osman, el hombre era el cabecilla tribal de centenares de aldeas de la Turquía suroriental y, como ellos, aportó cientos de guardias de aldea a la lucha contra el PKK.
Aquélla era una extraña colección de compañeros de cama a la que se sumaba una compañera de cama, una exreina de belleza turca. Una comisión del Parlamento turco investigó el accidente, pero el Gobierno logró mantener ocultas las pruebas que le eran más perjudiciales. Sin embargo, para cualquiera que tuviese ojos y viera aquellos cadáveres, resultaba clarísimo que el Gobierno turco estaba protegiendo a los narcotraficantes a cambio de que éstos colaborasen en la guerra sucia contra el PKK.
Era la segunda vez que salían a relucir los vínculos entre el Ministerio del Interior y los narcotraficantes. A fines de 1993, Cem Ensever, un comandante de la inteligencia militar turca, la JITEM, se infiltró en la «guerra sucia» del Ministerio del Interior contra el PKK. Ensever incluso fue testigo de una reunión entre representantes del Gobierno de Teherán y los turcos en la cual se habló de la protección conjunta a ciertos narcotraficantes «aprobados». Enterarse de ello le costó al comandante la vida. Fue asesinado el 23 de diciembre de 1993, antes de que tuviera tiempo de presentar su informe oficial al ejército.
Tras dar un sorbo a su bebida, el funcionario de los servicios de inteligencia preguntó:
—¿Has oído hablar de Dobra Becit? Es una mujer que escribe para el Daily News turco.
—No, no me suena. Yo no entiendo el inglés —replicó Refat.
Mientras lo decía, notó que el funcionario le metía algo en un bolsillo de su terno azul.
—Ahí tienes su foto. Esa mujer es una metomentodo. Está investigando las cosas que logramos que no aparecieran en el informe de la comisión. Parece que se encuentra a punto de entregar su reportaje al periódico. Eso supondría problemas muy graves. Los norteamericanos leen ese maldito papelucho como si fuera la Biblia.
Refat asintió con la cabeza, adivinando lo que su interlocutor iba a decir a continuación.
—Sería muy conveniente para todos que esa mujer sufriera un accidente.
—¿Dónde vive?
—Aquí mismo, en Taksim. Omar Pasha Cadessi, treinta y cuatro. La cosa es urgente. Hay que eliminar a esa mujer antes de que entregue el reportaje a sus jefes. Te aseguro que te quedaremos sumamente reconocidos.
Refat dio un sorbo a su vaso y miró en dirección a la mesa de ruleta en la que jugaban sus Natashas. La gratitud oficial era una de las monedas que él más valoraba.
—Muy bien. Será mejor que vaya a ver qué tal les va a mis dos jugadoras.
Mostró los dientes en lo más parecido que le era posible a una sonrisa, estrechó la mano de su amigo y se dirigió a la mesa de juego.
Las dos Natashas apostaban a la ruleta con la concentración de los jugadores empedernidos. Cuando ganaban, se abalanzaban para recoger sus fichas con la feliz voracidad de un oso kodiak arrancando un salmón de un arroyo de Alaska.
Las dos se apartaron para dejar sitio a Refat y le dirigieron sendas sonrisas que eran más de preocupación que de bienvenida. Déjanos seguir jugando, venían a decir sus expresiones, y verás qué delicias te ofreceremos más tarde.
La preocupación de las dos mujeres era infundada. Refat tenía otras cosas que hacer antes de aceptar la oferta implícita en aquellas sonrisas.
Echó mano al bolsillo y sacó discretamente la foto que le había pasado su amigo del Ministerio del Interior. Era una instantánea a color, de cabeza y hombros, del tipo de las que la mujer del retrato habría utilizado para conseguir el pasaporte. O, más probablemente, se dijo Refat, para conseguir algún pase de prensa que sólo el Ministerio del Interior podía emitir. Era joven, de poco más de treinta años, y tenía el pelo rubio rojizo y los ojos verdeazulados. Insólito en una turca. Quizá su familia procediera de Salónica, como Ataturk. Su expresión era abierta, casi inocente, la de alguien que confiaba en la humanidad, que, pese a las abrumadoras pruebas en sentido contrario, aún creía en la inherente bondad de las personas. Mala suerte, se dijo Refat, guardándose de nuevo la foto de la joven.
Consultó su reloj y vio que faltaban diez minutos para la hora de su segunda cita. Las Natashas apenas le prestaban atención. Nada de lo que él era capaz de ofrecerles podía competir con la fascinación de la ruleta.
Recordó su recorrido vespertino por Laleli. Había hecho una de sus paradas en un miserable bar con ínfulas de discoteca, el Paradise Inn. El barman era uno de los suyos, un joven procedente de una aldea cercana a Tepe que, como tantos otros, estaba agradecido a los Osman por haber patrocinado su traslado a Estambul. Era un hombre que sabía mantener las orejas abiertas y la boca cerrada, atributos ambos que los Osman admiraban grandemente.
El barman le había comentado a Refat que uno de los nigerianos que frecuentaban el club estaba haciendo correr la voz de que deseaba comprar cinco kilos de heroína. El barman se había hecho el desentendido. Estaba convencido de que el nigeriano no tenía los 42 500 dólares que costaba esa cantidad de droga. Trataría de obtenerla dando por adelantado un tercio del precio para luego desaparecer, probablemente volviendo a Lagos. En su momento, Refat felicitó al barman por su acertada decisión; pero ahora, pensando nuevamente en el asunto, se le ocurría que aquel nigeriano podía pagar de otro modo los cinco kilos de heroína.
Al fin, tras dirigir una sonrisa a sus Natashas, se encaminó hacia su siguiente cita. Las chicas, absortas en el giro de la ruleta, ni siquiera advirtieron su marcha.
El segundo contacto de Refat era el propietario de una empresa de camiones TIR, una de las 425 existentes en Turquía. Tales empresas variaban en tamaño, desde las que constaban de un solo hombre y un solo camión hasta los gigantes del transporte que poseían flotas de más de mil vehículos que viajaban por Europa, las repúblicas de la antigua Unión Soviética, Siria y el Líbano. Formaban la mayor flota europea de tales camiones. Según los turcos, tal flota era vital para enviar sus productos agropecuarios a los mercados europeos y para importar las manufacturas que el país no producía. Cuentos, comentaban los incrédulos policías y funcionarios de aduanas de Europa occidental. Los turcos necesitaban todos aquellos camiones para transportar droga.
El contacto de Refat tenía una empresa de tamaño medio poseedora de cincuenta camiones que viajaban principalmente a Alemania, Holanda y Francia. Llevaba casi un año siendo el principal transportista de la heroína de los Osman. Refat tenía gran confianza en el hombre. Sin embargo, una vez entregaba la droga al camionero, no tenía la menor idea de en qué camión viajaría la droga hacia el oeste, qué ruta seguiría ese camión, ni quién sería el conductor. Ésos eran secretos que el camionero se guardaba para sí.
Tras dar un sorbo al whisky que Refat había pedido para él, el camionero dijo:
—O sea que tienes ciento ochenta pares de vaqueros listos para la entrega, ¿no?
Un par de vaqueros era el término clave que empleaban para referirse a un kilo de heroína.
—Exacto. Me dicen que estarán listos para entregártelos el lunes por la noche.
—¿A dónde van?
—A Amsterdam. El lugar de costumbre.
El camionero era un corpulento cincuentón que comenzó como conductor y había llegado a empresario. Su cabello, o lo que quedaba de él, era blanco y su tez rubicunda. Usaba una dentadura postiza que Refat la oía entrechocar mientras el hombre se enjuagaba la boca con el trago de whisky antes de engullirlo.
—Muy bien —dijo—. Ningún problema.
Y, efectivamente, durante el pasado año, el hombre había estado llevando heroína al depósito que los Osman tenían en Amsterdam sin mayores dificultades que las que la Federal Express tenía para enviar paquetes urgentes al otro lado del Atlántico.
—¿Te parece que nos reunamos en el banco a las diez? —sugirió.
Refat asintió con la cabeza. La reunión en el banco a la que el camionero había hecho alusión era una medida de seguridad ideada por Refat para asegurar la heroína familiar durante el traslado. Una vez entregase la droga al camionero, era responsabilidad de éste cerciorarse de que hasta el último gramo de la carga llegase a su destino. Esta norma sólo tenía una excepción. Si la policía o los aduaneros capturaban el alijo, la pérdida sería de los Osman.
El martes, los dos hombres alquilarían una caja de seguridad conjunta, con dos cerraduras, en el Banco Comercial Turco de Bebe. Refat metería en ella 180 000 dólares en efectivo, la paga al camionero por el transporte de la heroína. El camionero pondría un sobre sellado junto al dinero. En el sobre figuraría el nombre del conductor encargado de llevar la droga y el número de registro de su camión. De este modo, en el improbable caso de que, en algún punto del recorrido, la policía o los aduaneros descubrieran el alijo, al camionero le sería posible, con sólo cotejar la información del sobre con los detalles de la noticia de la captura que aparecieran en los periódicos, demostrar que efectivamente el alijo confiscado por las autoridades pertenecía a los Osman.
Refat palmeó al camionero en el muslo, procurando apartarse del rostro del hombre, cuyo fétido aliento se podía cortar.
—El lunes te confirmo la hora de entrega.
Dicho esto, miró hacia el salón de juego. Sus Natashas seguían pendientes de los giros de la ruleta. Rien ne va plus, muchachas, pensó. Se puso en pie y estrechó la mano del camionero.
Aquella noche invernal, el vuelo 918 de la United Airlines despegó del aeropuerto Dulles de Washington con destino a Heathrow, en Londres, con treinta minutos de retraso. Una vez alcanzada la altura de crucero, Jim Duffy se soltó el cinturón de seguridad y se retrepó cómodamente en su asiento de clase club.
Según las normas del Gobierno estadounidense, todos los empleados federales debían efectuar los vuelos transatlánticos en clase económica, como hacía la mayoría de sus compatriotas. Sin embargo, Washington exceptuaba de tal regla a los funcionarios a nivel de embajador o más alto, y a los que tenían algún impedimento físico que pudiera convertir el vuelo en clase turística en un incómodo trance.
En 1985, la rodilla izquierda de Jim Duffy recibió una generosa rociada de metralla procedente de un lanzacohetes soviético cuando saltaba para refugiarse durante una escaramuza en el Pico del Loro, al norte de Landi Kotal. Aquél era un sitio en el que jamás debió encontrarse. Según las estrictas órdenes dadas por Casey, ningún agente de la CIA debía rebasar por el norte la frontera afgano-pakistaní. Nada le hubiera gustado más a Moscú que poder mostrar ante la televisión mundial a un agente de la CIA hecho prisionero en Afganistán mientras combaría al lado de los mujadines.
Por otra parte, Duffy sabía que los afganos no respetaban a los que no estaban dispuestos a enfrentarse al peligroso fuego enemigo. ¿Qué podía hacer Duffy? ¿Cómo puede uno enviar hombres a la muerte si tales hombres no lo respetan a uno ni, por extensión, tampoco respetan a lo que uno representa? Tuvo que optar por hacer caso omiso de las órdenes de Casey y, vestido con la túnica de los combatientes afganos, acompañó a sus comandantes hasta el otro lado de la frontera.
Los mujadines mandaron al herido Duffy a uno de sus campos de adiestramiento en Pakistán, y sus lesiones fueron atribuidas a la explosión accidental de una granada de mano. Durante un par de años, Duffy tuvo la rodilla izquierda rígida y ocasionalmente dolorida, y los médicos de la agencia le dieron un permiso especial para que, cuando volara, lo hiciese en clase club.
Ahora tenía la rodilla tan flexible como la de una prima ballerina, pero cuando regresó al servicio, un doctor amigo le hizo un guiño de complicidad y confirmó el permiso. Aduciendo que tendrían que hablar de trabajo durante el vuelo, Duffy consiguió que Mike Flynn, el hombre de la DEA, viajara a su lado.
—¿Les apetece una copa antes de cenar, caballeros? —preguntó la azafata, colocando dos latas de nueces de macadamia en el reposabrazos que había entre los asientos.
—¿Por qué no? —Duffy sonrió—. Un whisky con soda con mucho hielo. Y mejor que sea doble, y así se ahorra usted hacer un segundo viaje.
—Desde luego. ¿Y usted, señor? —preguntó la joven al agente de la DEA.
Tras una breve reflexión, Flynn replicó:
—Bueno, una Coca-cola light.
Duffy miró a su compañero, conteniendo apenas su desagrado. ¿Una Coca-cola light?
—¿De dónde eres, Flynn?
—De Worcester, en Massachusetts.
Duffy trató de recordar algo que supiera acerca de la población.
—Ah, sí —dijo—. El Colegio de la Santa Cruz. ¿Fuiste a él?
—Sí. Siempre he admirado el rigor intelectual de los jesuitas.
Dios bendito —se dijo Duffy—. ¿Coca-cola light? ¿El rigor intelectual de los jesuitas? El viajecito se presentaba de veras divertido. Más valía que tratase de establecer una buena relación de trabajo con su compañero.
—Bueno, ¿qué tal te sientes desde que te asignaron al centro antinarcóticos de la agencia? Esto debe de ser muy distinto a lo que estás acostumbrado a hacer para la DEA.
Duffy acompañó su comentario con lo más parecido a una sonrisa de fraternal camaradería.
—Bueno, ya voy acostumbrándome a vuestra manera de hacer las cosas.
—La verdad es que actuamos de forma algo más discreta que las fuerzas de policía normales.
Apenas hubo pronunciado tales palabras, Duffy se dio cuenta de lo presuntuosas que resultaban.
—¿Discreta? —Flynn rió—. Tortuosa sería una palabra más adecuada. Pero como educación política, la experiencia está resultando valiosísima.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—En la DEA tendemos a pensar en blanco y negro. Las cosas, o son legales, o son ilegales. Con tu gente, he aprendido que son otras las realidades que gobiernan, por no decir que limitan nuestra capacidad para combatir el narcotráfico.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Bueno, tomemos sin ir más lejos el tráfico de heroína, un tema del que tú estás al corriente. ¿Te han dicho lo que ocurre en la actualidad en tu viejo territorio afgano-pakistaní?
Duffy asintió con la cabeza.
—Tú sabes tan bien como yo que el Tío Sam está al corriente de que la inteligencia interservicios pakistaní está llena de oficiales que venden droga como Wrigley vende goma de mascar. ¿Qué hacemos nosotros? Nada en absoluto. ¿Por qué? Porque ésos son los tipos que están dispuestos a hacernos favores. Favores como el de meter en plena noche al señor Mir Amal Kasmi en un avión de la Fuerza Aérea norteamericana estacionado en un aeródromo secreto para que nosotros pudiéramos llevarlo a Estados Unidos para someterlo ajuicio por haber asesinado a dos miembros del personal de la CIA en las puertas de Langley. Con tanto respeto hacia el debido proceso legal como el que el Papa siente hacia el aborto.
Duffy miró hacia el fondo del pasillo del avión.
—¿Qué demonios pasa con mi whisky? —gruñó—. Muy bien. Y sin esos tipos tampoco nos hubiera sido posible traer aquí a Ramzi Joyssef para juzgarlo por el atentado del World Trade Center. ¿Qué se le va a hacer? Así son las cosas. ¿Qué pasa cuando algún miserable traficante se carga a un agente de la DEA? ¿Acaso no vais tras él blandiendo las pistolas? ¿Qué ocurre si lo encontráis una noche en un callejón oscuro? ¿Le preguntáis a qué abogado quiere llamar? Tonterías. Aplicáis al tipo la ley de fugas y lo coséis a balazos mientras intenta escapar. ¿O no? Pobre diablo. Nunca tuvo ocasión de enterarse de cuáles eran sus derechos.
En el ínterin, la azafata había aparecido para ayudarlos a disponer las bandejas en sus asientos para la cena.
—Cualquiera que liquide a un agente de la CIA sabe que lo buscaremos hasta el fin del mundo. Un día echaremos mano al cabrón de Mugniyah, que, en Beirut, torturó hasta la muerte a nuestro jefe de la sede en Oriente Medio. ¿Crees que perderemos mucho tiempo preguntándole cuál es su abogado?
Dio un largo trago del whisky que la azafata le había llevado y comió unos cacahuetes.
—Bueno, ¿por qué no me cuentas lo que te parecieron las intercepciones que te mostré?
—Resulta difícil no llegar a la conclusión de que el difunto señor Harmian estaba robándoles a sus camaradas de Teherán, ¿no? Esa última frase, en la que le dice al tipo con el que está hablando en Estambul que no se preocupe, que él mismo hablará con Teherán, es muy significativa.
—Desde luego —dijo Duffy—. No puede uno evitar preguntarse si el otro tipo llamó a Teherán de todas maneras, sólo para cerciorarse de que todo iba bien. Eso hubiera hecho sonar unas cuantas señales de alarma, ¿no crees?
—Desde luego. Una de las cosas que podríamos pedirles a los del Yard es que investiguen el registro de llamadas del teléfono público que usó Harmian. Quizá también lo usó para otras llamadas que no quería que fuesen intervenidas.
—Buena idea. Por cierto… ¿crees que nuestros amigos británicos se darán cuenta de que yo no pertenezco a la DEA?
—Probablemente, sí. Los británicos no son tontos. Y cuando se den cuenta, esto no va a mejorar nuestras relaciones con ellos.
Flynn, naturalmente, no había sido informado de que los iraníes poseían tres artefactos nucleares.
—Bueno, ya llegará el momento en que los pongamos al corriente de lo que ocurre. Entonces comprenderán que estaban en juego intereses nacionales de más alto nivel.
—Dime una cosa, Jim. En tu fondo más íntimo, ¿qué opinas del problema de la droga y de su impacto sobre nuestra sociedad?
—Mira, te lo voy a decir bien claro para que no existan equívocos entre nosotros. Me importan una mierda las drogas, y me importan una mierda quienes las consumen. Son gente débil y estúpida que se arroja de cabeza a un estercolero y luego se pone a pedir ayuda a gritos. ¿Quieren matarse con esa mierda? Que se maten. El mundo estará mejor sin ellos.
Flynn se retrepó en su asiento y dio un largo trago de Coca-cola. La reacción de Duffy no le sorprendía. Era la típica del norteamericano medio que jamás había tenido que enfrentarse al problema de modo personal.
—Dime una cosa: ¿cuánto tiempo crees que estaremos en Londres?
—No sé. Pero yo no tengo demasiada prisa por volver a Washington. ¿Y tú?
—Yo tampoco. ¿Te puedo pedir un favor personal?
—Desde luego.
—Mientras estemos en Londres, una noche me gustaría que me dedicaras un par de horas. Hay algo que me gustaría enseñarte.
«Amable caos» era, quizás, el mejor término para describir el bullicio que rodeaba a Refat Osman mientras bajaba aquella tarde por el angosto callejón que comenzaba en los lujosos edificios de la plaza Taksim de Estambul y terminaba en las aguas del Cuerno de Oro. Se trataba de una calle tan estrecha que por ella no cabían dos coches a la vez y, cuando intentaban hacerlo, la consecuencia era un concierto de bocinazos y voces airadas. Los edificios de cinco y seis pisos que se alzaban a los lados del callejón se apoyaban unos en otros como una fila de ancianos avanzando contra un fuerte viento. De los tendederos de las ventanas colgaban todo tipo de ropas, desde pañales hasta sábanas, que se agitaban al frío viento procedente del Bósforo como las velas de una flotilla de veleros compitiendo en una regata. Alborotadores niños que lucían la camiseta roja y azul del equipo Besiktas jugaban al fútbol a todo lo largo del callejón.
Era un vecindario de gitanos, gángsteres y talleres de automóviles. Refat se dirigía a uno de los más de veinte pequeños garajes del callejón, el Opel Oto Mecanik. El negocio pertenecía en realidad a los Osman. Cuando Refat entró, el mecánico corrió a estrecharle la mano.
—¡Tengo uno! —anunció, alborozado.
—¿En esta época del año? —preguntó Refat—. ¿De veras?
—Sí. En Beykoz. —Beykoz era una comunidad de la zona asiática del Bósforo—. Un Vega de 1996. El dueño vive en Hamburgo. Ha venido al entierro de su padre y lo acompaña su esposa. Volverán en coche a Alemania dentro de una semana. Y la esposa es alemana, no turca.
Lo que tan entusiasmado tenía al mecánico era la perspectiva de poner en juego un imaginativo plan ideado por Refat para meter heroína de contrabando en Europa occidental. Por eso había comprado aquel garaje. Jamás había conducido un Opel, ni entraba en sus planes hacerlo.
Dentro de uno o dos días, el inocente turco que había ido a Beykoz para asistir al entierro de su padre saldría de compras. Detenido ante un semáforo en rojo, en mitad del caótico tráfico de Estambul, el hombre escucharía de pronto un fuerte golpe debido a que otro coche habría embestido contra la parte posterior de su Opel.
El conductor del otro vehículo, que frecuentemente era el Halcón, se apearía, solícito y, en vez de ponerse furioso como acostumbran a hacer los conductores turcos, se mostraría contrito. Diría que había sido culpa suya. Se había distraído al ver a una chica bonita, o debido a lo preocupado que estaba por la salud de su madre. Y lo más terrible era que no había renovado su seguro. Sin embargo, afortunadamente, un hermano, o un primo, o un amigo suyo, tenía un taller Opel y era un auténtico genio de la mecánica. Él le dejaría el coche como nuevo y, además, se lo pintaría gratis para compensarlo por las molestias. Naturalmente, siendo él el culpable, sería también él quien le pagase directamente la factura de la reparación.
Y, en efecto, el Opel Oto Mecanik de Refat realizaría un trabajo de primera en el coche… añadiendo de propina un par de toques imaginativos. La dirección del propietario en Hamburgo sería debidamente copiada de los documentos de registro. Se haría un duplicado de las llaves. Y luego el mecánico habilitaría bajo el fieltro de la base del asiento posterior un pequeño hueco en el que cabrían entre diez y quince kilos de heroína.
El turco y su esposa alemana se irían en su coche recién pintado, y volverían a Hamburgo con quince kilos de heroína metidos en el escondite secreto de Refat.
En Hamburgo, uno de los hombres de los Osman seguiría al coche, tomando buena nota de los hábitos del turco. ¿Que por la noche el coche dormía frente a la casa? Una madrugada, a eso de las dos, utilizando el duplicado de las llaves hecho en Estambul, los hombres de los Osman cogerían el coche, lo llevarían a una calle tranquila, descargarían la heroína y devolverían el vehículo a su puesto de estacionamiento.
Cuando más eficaz resultaba aquel ardid era durante el otoño y el verano, época en la que miles de turcos residentes en Alemania y otros lugares de Europa volvían a casa de vacaciones. En el improbabilísimo caso de que el confiado turco fuera detenido en un control de aduanas, ¿qué podía hacer? No tenía ninguna factura, ningún papel, ningún presupuesto que demostrase que su coche había pasado siquiera por el Opel Oto Mecanik. En todo el Dolpadere había docenas de garajes como el suyo. Bueno, qué demonios, pensó Refat. Era una oportunidad demasiado buena para desaprovecharla. El turco de Beykoz volvería a Hamburgo con su Opel Vega recién pintado.
La siguiente parada de Refat en su ronda vespertina de negocios fue en el Paradise Inn de Laleli. Se sentó a una mesa apartada, desde la que podría estudiar a los clientes durante la «hora feliz» del bar, en la cual se servían dos copas por el precio de una.
—Escucha —le dijo al barman, que era un «primo» suyo de Tepe—. Si aparece el nigeriano que el otro día andaba buscando cinco kilos de heroína, señálamelo, por favor. No le digas a él quién soy. Lo único que quiero es echarle un vistazo.
Como era bien sabido entre los narcotraficantes de heroína, los nigerianos eran campeones en el arte del contrabando corporal. El sistema consistía en tragarse la droga o en introducírsela en el recto en paquetes con forma de supositorio y del tamaño de pequeños plátanos. Naturalmente, los dueños de las gargantas y de los rectos jamás eran nigerianos. Los nigerianos no contrabandeaban personalmente. Convencían a otros de que lo hicieran, a incautos muchachos europeos o norteamericanos que se hubieran quedado sin dinero en Bangkok, Moscú, Peshawar o Nueva Delhi, y necesitasen un pasaje gratis para regresar a casa. O muchachas que se habían prendado de ellos y estaban dispuestas a hacerlo tanto para satisfacer a su amante como para ganarse un par de miles de dólares por volar a Nueva York o Londres llevando unos cuantos kilos de heroína alojados en el intestino bajo.
Existía la creencia popular de que los nigerianos metían la droga en condones. Eso, como Refat bien sabía, era inexacto. Preferían usar dedos cortados de guantes de cirujano. La goma era más fuerte y en su interior se podía apretar más la droga sin correr el riesgo de romperlos. Su menor tamaño hacía también que fueran más fáciles de tragar o insertar que los condones, y el riesgo de que se rompieran durante el viaje poniendo en riesgo la vida del portador era mínimo. Según se aseguraba en Estambul, un nigeriano experto podía cargar a un solo portador hasta con cinco kilos de heroína.
Con anterioridad a su partida, los portadores o «mulas» se mantenían a dieta líquida durante setenta y dos horas, a fin de evacuar los intestinos. Los nigerianos no querían que sus «mulas» sintieran la imperiosa necesidad de ir al retrete de un 747 con trescientos mil dólares de heroína en las tripas. La heroína podía venderse en Estambul a 8500 dólares el kilo. Sin embargo, aquellos cinco kilos, llevados corporalmente a Nueva York, podían hacer ganar a su comprador nigeriano 300 000 dólares una vez la droga se extrajera por medio de laxantes del cuerpo de la «mula» y se limpiara.
Los nigerianos que merodeaban por Laleli se ganaban muy bien la vida de aquel modo. Evidentemente, el que había tanteado al barman del Paradise Inn era uno de ellos. Aunque no desaprovechaban la oportunidad de utilizar muchachos norteamericanos o europeos, sus «mulas» habituales eran los campesinos turcos desesperadamente pobres que habían emigrado a Estambul desde Asia Menor con la esperanza de conseguir trabajo y una vida mejor, para no encontrar más que miseria y más miseria.
Refat tuvo que esperar casi una hora antes de que aparecieran tres nigerianos en el bar. A los pocos minutos de la llegada del trío, el barman se acercó para dejar un vaso con té sobre la mesa de Refat.
—¿Ves al tipo de la cazadora de cuero y la boina verde? Ése es.
Refat observó al hombre que planeaba utilizar como asesino. Era un individuo alto, de más de metro ochenta, delgado, de amable sonrisa y con un bigotito a lo Clark Gable. Quizás incluso se crea un Clark Gable, se dijo Refat. Los chulos nigerianos tenían fama por su encanto y por estar muy bien dotados sexualmente. Por eso conseguían que tantas estúpidas muchachas europeas y norteamericanas contrabandearan para ellos. El tipo era sin duda bien parecido y, probablemente, también poseía la astucia necesaria para ganarse la confianza de la periodista al decirle que estaba dispuesto a contarle una gran historia sobre el narcotráfico visto desde dentro.
Sacó del bolsillo la foto de la muchacha y contempló de nuevo sus plácidas y amables facciones. Sí, aquél sería el mejor sistema. Todo el mundo sabía que los periodistas eran capaces de cualquier cosa con tal de conseguir un gran reportaje. Lo lamento, amiga mía —se dijo, volviendo a guardarse la foto de la joven—. No deberías haber metido las narices donde nadie te llamaba.
Cinco kilos… Para el nigeriano que se estaba riendo con sus amigos en el bar, no sólo iba a ser cuestión de ahorrarse 42 500 dólares. También iba a ganar 300 000. ¿Quién diablos se iba a negar a cometer un asesinato por una cantidad así?
El problema era cómo abordarlo. Cómo plantearle el negocio. Refat no pensaba hablar cara a cara con aquel nigeriano. Entonces, ¿quién lo haría? Al Halcón se le daban bien aquellas cosas, pero ése era el problema. El hombre estaba metido de hoz y de coz en los negocios de la familia, sabía demasiado para que participase en un asunto tan arriesgado como aquél.
Estaba también el barman que le había señalado al nigeriano. Lo malo era que nunca habían probado a aquel tipo. Y, peor aún, estaba vinculado a aquel bar. Si algo salía mal, el asesinato sería relacionado con el local. Refat tenía que utilizar a alguien anónimo, alguien a quien el nigeriano no conociese ni pudiera encontrar después del asesinato. El intermediario tendría que abordar al nigeriano, mostrarle la foto de la chica, explicarle lo que había que hacer, sugerirle cómo hacerlo y, si el hombre aceptaba la misión, entregarle un kilo de droga como anticipo. A las veinticuatro horas de que la noticia de la muerte de la chica apareciera en los periódicos, recibiría el resto.
Como lugar anónimo en el que entregar al nigeriano los cuatro kilos restantes, Refat utilizaría la Otogar, la enorme terminal de autobuses situada camino del aeropuerto Ataturk de Estambul. Era la mayor instalación de su tipo de Europa y quizá del mundo. Más de dos mil autobuses entraban y salían todos los días de sus 168 andenes, comunicando Estambul con Bagdad, Moscú, Düsseldorf, Berlín y todas las ciudades turcas. En cuanto los periódicos publicasen la noticia del asesinato, le indicarían al nigeriano que fuera al andén 138, donde tenía su terminal la línea Izmir-Estambul. Allí lo estaría esperando un paquete con los últimos cuatro kilos.
Aquello requeriría un cierto grado de confianza por parte del nigeriano, pero los narcotraficantes turcos tenían fama de ser hombres de palabra. Refat decidió que utilizaría a uno de sus «perros», de sus guardaespaldas, para hacer el contacto con el nigeriano. Si éste accedía al trato, Refat mandaría al guardaespaldas a Izmir con los cuatro kilos y luego, una vez hubieran sido enviados al andén 138 de la Otogar de Estambul, Refat le diría que se tomase tres meses de vacaciones en su aldea cercana a Tepe. La policía turca no era mundialmente famosa por su ternura a la hora de conseguir confesiones. Si el nigeriano cometía un error y lo atrapaban, lo medio matarían de una paliza para sacarle la verdad. Pero… ¿qué podría decir que relacionase a la familia Osman con el asesinato? Nada.
—¿Detective jefe MacPherson?
—Al habla —replicó Fraser MacPherson.
—Aguarde un momento, por favor. Le va a hablar el jefe de operaciones especiales.
MacPherson frunció las pobladas cejas, preocupado. ¿Qué querría de él el JOE, que sólo hablaba con él en contadísimas ocasiones?
—¿Qué tal, MacPherson? —dijo la voz del JOE, saturada de falsa cordialidad—. ¿Cómo va todo?
—No va mal, comandante. ¿En qué puedo servirlo?
—Quería hablarle del asesinato que está investigando…
—¿Cuál de ellos? Estoy investigando seis.
—El del iraní.
—Ah, ése.
—¿Algún progreso?
Alguien del Home Office lo está presionando, se dijo MacPherson. Por algún motivo, el caso estaba suscitando interés entre los políticos, lo cual era inquietante.
—Me temo que no mucho. Es un caso difícil. ¿Por qué?
—Acabo de recibir la llamada de un amigo de la embajada norteamericana. El representante de la DEA, el que se ocupa del narcotráfico. Han llegado a Londres dos peces gordos de Washington. Por lo visto, están interesados en el caso y quieren hablar con usted.
Sí, claro, pensó MacPherson. Aquello era una coincidencia similar a la de que las campanadas del Big Ben sonaran a medianoche. Quería decir que los norteamericanos sabían algo acerca de Harmian. La cuestión era si estarían dispuestos a compartir con él su información. No parecía muy probable, teniendo en cuenta sus métodos habituales de trabajo. No obstante, la cortesía profesional lo obligaba a aceptar la invitación… teniendo sobre todo en cuenta que era el jefe de operaciones especiales quien se la transmitía.
—Desde luego, comandante. ¿Qué sugiere?
—¿Le viene bien almorzar con ellos mañana? ¿Qué tal en el pub El Racimo de Uvas, en Brompton Road, junto a Harrod’s? Quizás esos visitantes deseen ir de compras después de comer. ¿Le parece a la una de la tarde?
—Será un placer.
A la semana escasa de que el Halcón hubiera descargado los 210 kilos de morfina base del camión TIR en el área de estacionamiento de las afueras de Estambul, el material estaba ya convertido en heroína. Luego envió los 240 kilos envasados al vacío en paquetes de un kilo a la fabrica-almacén de la Texas Country Jeans, la empresa familiar, situada junto a la aldea de Enseler, en la carretera que conducía al aeropuerto Ataturk de Estambul. La fábrica-almacén formaba parte de una hilera de edificios vagamente parecidos a viejas cabañas Quonset de la Segunda Guerra Mundial. De allí salían todos los días centenares de balas conteniendo productos textiles turcos que iban desde pantalones vaqueros hasta cazadoras de cuero.
Los hermanos Osman habían mandado construir un closet con puerta ignífuga de acero en un rincón de su oficina, supuestamente para guardar en él papeles y objetos de valor, aunque lo que en realidad escondían allí era la más valiosa de sus posesiones, la heroína refinada lista para ser enviada a Europa. Cuando el Halcón llegó al almacén, allí sólo estaba Refat. Éste inspeccionó los sacos uno a uno.
Dos horas más tarde, al almacén llegó otra camioneta, a cuyo volante iba uno de los hombres de confianza del camionero con el que Refat había hablado la noche anterior en su «oficina». Refat observó en silencio cómo el chófer cargaba en la camioneta 180 de los sacos recién llegados. Luego el hombre se marchó y un millón y medio de dólares en «mercancía» desaparecieron con él en la noche. Ninguno de los hermanos Osman tendría la menor idea del paradero de su droga ni de lo que sucedía con ella hasta que apareciese en el almacén de Amsterdam al cabo de una, dos o tres semanas.
Antes de cenar la puerta blindada del escondite y de salir del almacén, Refat cogió cinco kilos de heroína de los sesenta que aún quedaban. Luego se dirigió al lugar en que aguardaba su coche y su guardaespaldas. El envío de los 180 primeros kilos había sido fácil. Ahora llegaba la parte delicada.
Duffy pensó que su grupo y el británico se miraban recelosamente desde lados opuestos de la mesa del almuerzo como si fueran un par de equipos estudiantiles dispuestos a enfrentarse en uno de esos apasionantes concursos locales de televisión cuyos únicos espectadores eran las madres de los participantes.
Por el bando británico estaba el jete de operaciones especiales de Scotland Yard, el detective encargado de la investigación del asesinato de Tari Harmian, que iba acompañado por su sargento. Por el bando norteamericano, estaba el agregado de la DEA para la zona de Londres, Mike Flynn y Duffy. Para congraciarse con los británicos, Duffy había pedido una pinta de cerveza Guinness, de la cual dio ahora un sorbo. Estaba casi tan caliente como el caldo de gallina que le preparaba su madre cuando él, de niño, se sentía indispuesto.
—Jim y Mike —decía el agregado de la DEA— forman parte de un equipo de trabajo de Washington que estudia los actuales procedimientos de blanqueo de narcodólares. Tienen contundentes motivos para sospechar que el señor Harmian andaba metido en ese tipo de asuntos.
—¿Por qué sospechan eso? —preguntó MacPherson.
Flynn, que había recibido instrucciones de ser quien hablase en nombre de la DEA durante la conversación, replicó:
—En primer lugar por el trabajo de Harmian. Según la prensa británica, era «asesor privado de inversiones». Al menos en Estados Unidos, eso es sinónimo de blanqueador de dinero. —Mirando al comandante, siguió—. Quizás aquí ocurra lo mismo.
—El tipo se dedicaba a mover dinero, eso es indiscutible —dijo MacPherson—, pero… si lo que sospechan es que estaba relacionado de algún modo con el mundo de la droga, lo cierto es que no hemos encontrado indicios de que así fuera.
Antes de enseñar sus cartas, quería obligar a los norteamericanos a mostrar las de ellos. Algo sabían. No habían viajado desde Washington sólo para beber cerveza caliente.
—Estamos convencidos de que, hoy en día, los iraníes desempeñan un papel muy destacado en el tráfico internacional de heroína y, particularmente, en el tráfico de la heroína que llega a este país. Y, a fin de cuentas, el asesinado era iraní.
—Es posible, pero las pruebas tienden a indicar que el tipo carecía de todo vínculo con el régimen de Teherán. Investigamos sus antecedentes, y Harmian era partidario del shah.
—A veces la gente asume políticas falsas para ocultar sus verdaderas actividades.
MacPherson se encogió de hombros y dijo:
—Puede ser. Ustedes supongan lo que quieran, pero yo me atengo a las pruebas. Y hasta ahora no he encontrado pruebas que relacionen al señor Harmian con las drogas ni con los mullah. Ahora bien, si ustedes saben algo que yo ignoro y que arroja nueva luz sobre la investigación…
Antes de finalizar la frase, el atento escocés advirtió que Flynn miraba hacia el corpulento norteamericano que lo acompañaba. «En efecto —pensó—. Saben algo que, en su opinión, relaciona a Harmian con las drogas y con Teherán, y han recurrido a mí para que confirme sus sospechas».
Duffy bebió con mínimo entusiasmo un sorbo de la Guinness tibia. Para hacer hablar a aquel correoso escocés tendría que darle algo a cambio. Sacó de un bolsillo la copia de las dos intercepciones de la NSA y se la tendió a MacPherson.
—No creo que sea necesario decirle con pelos y señales de dónde procede este material, inspector, y mucho le agradeceremos que sea discreto. Uno de los dos comunicantes de estas intercepciones es el difunto señor Harmian. El otro es un tipo de Estambul. Aún no hemos podido demostrarlo, pero sospechamos que se dedica a mover dinero iraní de la droga.
MacPherson estudió con gran atención las dos intercepciones, y luego se retrepó en su asiento. La información que allí aparecía daba un giro totalmente nuevo a su investigación. Al fin, lanzó un profundo suspiro, hondo y doloroso, casi un gemido. Lo que estaba a punto de decir no le haría ganar demasiados puntos positivos con su comandante.
—Miren —dijo a los reunidos en torno a la mesa—, al principio de la investigación estaba casi seguro de que la muerte de Harmian guardaba relación con su trabajo. O quizá la causa del asesinato fuera una deuda de juego. La viuda estaba empeñada en que habían sido terroristas, pero era sólo porque su marido les dijo algo en farsi a los asesinos. Con toda franqueza, no lo creí. Me parecía mucho más probable que, tras el asesinato, hubiera algún turbio asunto de negocios, así que de ese punto partimos. Después de ver lo que usted acaba de enseñarme, me temo que nos equivocamos. Debí hacer caso a lo que dijo la viuda.
—Mykonos —añadió Duffy.
—¿Cómo?
—Me refiero a un incidente que se produjo en Berlín. Los iraníes enviaron a un grupo de asesinos a matar a dos disidentes kurdos en un restaurante griego. Cuando se hizo público el veredicto del juicio, se armó un gran barullo. Es el modo de actuar típico de los iraníes. Creo que el caso de Harmian es idéntico.
Torvamente, MacPherson comentó:
—De ser así, nunca lo resolveremos. Esos tipos se habrán esfumado.
—No se culpe usted por ello, inspector —aconsejó Duffy, afable—. Si los asesinos eran agentes de Teherán, ya habrían salido del país antes incluso de que usted pudiera hablar con la viuda de Harmian.
Dirigiéndose a MacPherson, el comandante dijo:
—¿Por qué no resume para nuestros amigos todo lo que ha averiguado usted durante la investigación, inspector?
—Desde luego, señor.
MacPherson se dijo que, ya que el norteamericano había sido sincero con ellos, él haría lo mismo. Cuidadosa y metódicamente, les contó lo que sabía. Habló del sobre desaparecido, de las llamadas que Harmian hizo a su esposa, supuestamente desde París, pero en realidad hechas desde Budapest y las Caimán, de la tarjeta Visa sin límite de fondos y del hecho de que su nivel de vida no se correspondía con su nivel de ingresos.
—¿Qué demonios habría en ese maldito sobre? —gruñó Flynn.
—Responda a eso, amigo mío, y le diré quién mató a Harmian y por qué. Pero la información que usted nos ha facilitado nos permitirá cerrar este caso. Usted y su compañero pueden venir a verme cuando quieran y estaré encantado de enseñarles todas las pruebas antes de enviarlas al almacén.
—Por cierto, ¿qué me dice de la viuda? ¿Los ha ayudado en la investigación?
—Se encuentra auténticamente desolada. Pero sí, se muestra muy colaboradora.
—Espero que no les importe que la visitemos para manifestarle nuestro respeto.
—No hay ningún inconveniente.
El resto del almuerzo transcurrió mortecinamente, sin que la torva actitud de MacPherson contribuyera a animar las cosas. Al fin, el agregado de la DEA pidió la cuenta. El comandante hizo intención de abonarla.
—Vamos —dijo el agregado—, no podemos permitir que Isabel de Windsor pague nuestro almuerzo.
—¿Y por qué demonios no? —gruñó MacPherson—. Con todo el dinero que tiene, bien se lo puede permitir.
Por Dobra Becit, reportera de investigación, The Turkish Daily News.
ESTAMBUL. —¿Se encuentra Turquía a punto de convertirse en otro México o en otra Colombia, en una nación cuya jerarquía política gobernante está infectada por el corruptor virus de los narcodólares? Lamentablemente, resulta difícil no sacar esa conclusión en vista del material descubierto por esta reportera durante la investigación de las circunstancias que rodearon el accidente automovilístico que se produjo en la autopista Izmir-Estambul en noviembre de 1996. Como los lectores recordarán, en ese accidente perecieron un pistolero de la mafia, un alto jefe policial relacionado con el entonces ministro del Interior y una turbia figura de la «guerra sucia» que el Gobierno lleva a cabo contra los terroristas del PKK kurdo. Una lectura cuidadosa del aludido material, que el Gobierno ocultó a la comisión parlamentaria que investigó el accidente, deja claro que el rastro de los narcodólares que se filtran hasta los círculos gubernamentales conduce hasta la puerta de Mehmet Agar, el ministro del Interior del gobierno Erbakan-Ciller, que estaba en el poder en las fechas en que se produjo el accidente.
Los dedos de la periodista habían volado sobre el teclado del ordenador con el frenético ritmo de una bailarina de claqué acercándose al final de su número. La mujer se daba cuenta de que aquél era el tipo de reportaje que podía consagrar a una periodista principiante. Sin duda, el New York Times lo reproduciría. Y también el Washington Post. Quizás incluso la invitasen a hacer una aparición especial en la CNN.
—¡Yupi! —exclamó, entusiasmada por la idea, y reanudó su rápido tecleo.
La Interpol de Lyon, Francia, informó el año pasado que el 7% de la heroína confiscada en Europa procedía de Turquía. En Londres, el servicio de aduanas de su majestad ha declarado públicamente que el 90% de la heroína que entra en el Reino Unido llega desde Turquía. Aquí, en Estambul, la DEA estadounidense calcula que, de nuestro país, todos los meses salen entre seis y siete toneladas de heroína refinada, entre setenta y dos y ochenta y cuatro toneladas al año. Téngase presente que, en el momento más agudo de la epidemia de heroína de la French Connection, en los años cincuenta y sesenta, en Estados Unidos no entraban más de catorce toneladas al año.
Los turcos clamamos por ingresar en la UE y, sin embargo, nos hemos convertido en los colombianos de la Europa occidental, y estamos inundando de mortíferas drogas las naciones vecinas.
¿Cómo ha llegado a producirse esta desastrosa situación? Lo que sigue es un intento, basado en tres meses de trabajo de investigación, de dar a nuestros lectores la respuesta a tal pregunta.
De pronto el timbre de la puerta la sacó de su concentración. Se preguntó quién diablos podría ser. Ah, se dijo, debía de ser el atractivo nigeriano que le había prometido darle una visión desde dentro del funcionamiento del tráfico de heroína en Laleli.
—¡Ya voy! —gritó.
A última hora de la tarde siguiente, Refat Osman leyó la noticia en las páginas del Hurriyet. El periódico publicaba una foto de la periodista asesinada. En ella parecía mucho más bonita que en la foto de carnet que el tipo del Ministerio del Interior le había entregado. Qué lastima, se dijo Refat. Era una pena que a la muchacha le hubiese dado por husmear en lugares en los que nada se le había perdido.
Según el periódico, la muerte había sido provocada por estrangulamiento. El asesinato carecía de móvil aparente. El apartamento de la mujer no había sido robado. Lo único que se había echado en falta era el ordenador portátil.
Tipo listo, aquel nigeriano —se dijo Refat, doblando el periódico—. Esperemos que siga siéndolo y se largue cuanto antes de Estambul. Refat tenía otras cuestiones de las que ocuparse. Su hermano mayor Selim se había pasado a verlo después de comer para decirle que había encargado a su contacto iraní otros quinientos kilos de base. Así eran las cosas. Apenas se había librado uno de un cargamento, ya había otro en camino.
Aquella misma tarde, un camión rojo y amarillo de la Interstate Rapid Serviz Shipping Company se incorporó a la cola de vehículos TIR que esperaban pasar la aduana en el puesto de Halkali, junto al aeropuerto internacional de Estambul. El camión transportaba una variada carga: pasas para un mayorista de frutos secos de Düsseldorf, tomates para una enlatadora de Frankfurt, neumáticos para un vendedor de automóviles usados de Amberes y tejidos para plantas textiles de Aquisgrán, Rotterdam, La Haya y Amsterdam.
Como el resto de los camioneros de la cola, el conductor tuvo que pasar crece controles antes de conseguir el visto bueno. El chófer debía tener notas de entrega por cada uno, con documentación suplementaria referente al peso, contenido y valor de las mercaderías que transportaba.
Era en el octavo punto de control donde se colocaba oficialmente el sello de aduanas turco en las puertas traseras del vehículo. A no ser que el camión transportase ciertos productos textiles sujetos a desgravaciones arancelarias, la posibilidad de que un inspector de aduanas inspeccionase realmente la carga del camión era casi nula. Por lo general, el inspector se limitaba a echar un rápido vistazo al compartimiento de carga. Luego el chófer cerraba las puertas del camión y el inspector colocaba en ellas su sello, de modo que fuera imposible acceder a la carga sin romperlo. Cada sello llevaba el número del inspector que lo había colocado, lo mismo que las estampillas oficiales que el funcionario puso a continuación en todas las páginas —una por cada frontera que el camión cruzaría camino de su destino final— del carné internacional TIR del chófer. Como todas las entregas tendrían lugar en el interior de la Comunidad Económica Europea, el propio conductor rompería el sello en Alemania, cuando realizase la primera entrega.
Era un sistema burocrático muy complejo y prácticamente inútil. Como los exasperados agentes de aduanas de naciones como el Reino Unido solían decir: «un sello de aduanas turco no vale ni una mierda, y el que piense lo contrario vive en las nubes».
En cuanto hubo recibido el visto bueno final, el conductor partió con si camión por la autopista transeuropea en dirección al cruce de la frontera turco-búlgara de Kapitan Andrevo llevando 180 kilos de heroína de los Osman cuidadosamente escondidos tras unos falsos paneles en la cabina de su camión.
Un examen aduanero a fondo, de los que duran ocho horas, habría revelado la existencia del compartimiento secreto. Sin embargo, las posibilidades de que el vehículo fuera sometido a un examen así eran mínimas. Durante el año 1996, sólo en Turquía, circularon más de 800 000 camiones TIR. Sin embargo, en ese mismo año, en toda Europa, sólo fueron interceptados veinte camiones TIR que contrabandeaban heroína. Casi sin excepciones, todos fueron descubiertos a causa de un soplo y no gracias al celo de los agentes de aduanas. Así de improbable resultaba que uno de los camiones de la Interstate Rapid fuera descubierto con un alijo de droga.
En la frontera, el aduanero turco verificó que el sello de las puertas posteriores estaba adecuadamente colocado. El búlgaro hizo lo mismo, arrancó del carné TIR del conductor la hoja correspondiente a Bulgaria y le franqueó el paso. A partir de aquel momento, la luz verde hasta su primer punto de entrega en Alemania estaba prácticamente garantizada.
Lubricado por la sangre de un viejo campesino de Beluchistán y por la de una ambiciosa periodista turca, el producto de los jeribs de Ahmed Khan, de la codicia de Ghulam Hamid y de la ambición de la familia Osman avanzaba ahora viento en popa hacia su destino final: los pulmones, narices y venas de un anónimo regimiento de jóvenes occidentales. Algunos mezclarían la heroína con tabaco y la fumarían. Los más la consumirían en «chirris», espolvoreándola sobre un pedazo de papel de aluminio para calentarla luego con un encendedor y aspirar los vapores que producía al fundirse. Otros la esnifarían. Unos cuantos, tras mezclarla con lactosa o levadura, se la inyectarían por vía intravenosa, intramuscular o subcutánea. Sin embargo, la empleasen como la empleasen, la droga permitiría tener a cada usuario un breve atisbo del paraíso que, a la larga, terminaría convirtiéndose en una invitación al infierno.