Jim Duffy rodeó el estacionamiento de coches de alquiler del aeropuerto Logan de Boston y enfiló la carretera 1-A en dirección a Maine y New Hampshire. Aunque hacía veinte años que había dejado de fumar, sintió que necesitaba desesperadamente un cigarrillo para aliviar las tensiones que se habían acumulado en su sistema nervioso durante el vuelo desde Washington.
¿Sería aquel viaje una especie de clavo ardiendo al que él se agarraba con la esperanza de conseguir alguna pista que le permitiera localizar los tres artefactos nucleares antes de que los «mulas» los utilizaran? ¿Con qué frecuencia, se preguntó, resultaban de alguna utilidad los clavos ardiendo?
Al pasar frente al desvío hacia el túnel Ted Williams, vio un letrero en el que figuraban los nombres de las localidades que jalonaban la ruta hasta el Nort Shore de Boston: Revere Beach, Lynn, Salem, Marblehead, Newbury Port. Una tenue sonrisa de tristeza suavizó por unos momentos su ceñuda expresión. Marblehead. Newbury Port. Sí, los nombres de aquellos lugares le eran familiares desde hacía mucho tiempo. Eran los lugares de recreo de los padres fundadores de la agencia, tipos como Tracy Barnes, Dick Bissell, C. D. Jackson, Des Fitzgerald… Todos habían muerto, del mismo modo que había muerto el peculiar estilo de la agencia que ellos habían fundado. Constituyeron una élite casi aristocrática, inspirada por el sentido del deber y el servicio a la nación; graduados por Groton y Saint Paul, por Yale y Harvard, hombres que habían recibido mucho de su país y que también estuvieron dispuestos a dar mucho a cambio.
Naturalmente, la mayoría de ellos podían permitirse ser abnegados servidores de la nación. Sus padres habían acumulado fideicomisos, inversiones de óptima calidad, propiedades inmobiliarias de primera… Nada que ver con las hipotecas vencidas, las deudas acumuladas y los hoscos cobradores que aparecieron en la vida del padre de Duffy. Sin embargo, había que reconocer que aquellos tipos supieron hacer las cosas. Ellos marcaron las normas, el tono y la tradición de su pequeña fraternidad: servicio, sacrificio y deber. Y, naturalmente, silencio. Sobre todo, silencio. No como en la actualidad, que uno no podía coger un periódico sin ver en alguno de los titulares las iniciales CIA.
Él y los tipos como Frank Williams pertenecían a la segunda generación de la agencia. No procedían de ninguna de las viejas y prestigiosas universidades, sino de Notre-Dame y de Texas A&M, de Michigan y de Tulane. En vez de azul, la sangre que corría por sus venas era roja, tan roja como solía serlo el color de los saldos de sus cuentas comentes. Pero Duffy y sus coetáneos recibieron el ejemplo de los padres fundadores, abrazaron sus valores y siguieron su ejemplo.
¿Qué ocurría en la actualidad? Su propia generación caminaba también hacia el ocaso, y probablemente lo mismo ocurría con la agencia que alumbraron los Dulles, los Barnes y los Bissell. Aunque la CIA apenas había cumplido los cincuenta años, en el lugar ya se percibía el tufillo de la muerte inminente. Ya nadie sabía a ciencia cierta cuál debía ser el cometido de la agencia. En otros tiempos, la palabra «misión» se pronunciaba en los pasillos de Langley con el mismo fervor con el que un sacerdote decía «cuerpo de Cristo» al administrar la eucaristía. Ahora, si alguien pronunciaba aquel término era probablemente para referirse a algún predicador baptista que había montado su carpa junto al monumento a Washington. A los nuevos agentes parecía preocuparles más el estado de su pensión que el estado de la nación. ¿Y qué decir de los jefes? El director de la Agencia Central de Inteligencia se había convertido en material desechable. Sólo Clinton había tenido cuatro.
Sin embargo, si se hacía un examen serio de los problemas del mundo, el planeta seguía siendo un lugar tan peligroso como lo fue en los viejos tiempos de la guerra fría. Los soviéticos, el KGB y los partidos comunistas de los países satélites habían respondido al menos a una cierta lógica y reaccionado con unas normas de conducta razonada. Bien era cierto que se trataba de su peculiar lógica y de sus peculiares normas de conducta, pero, de todas maneras eran sistemas de valores a los que uno sabía que el enemigo iba a atenerse.
¿Qué ocurría en la actualidad? El mundo era asimétrico, y los países de Occidente —y en particular Estados Unidos— eran, con diferencia, el bando más fuerte. Pero los fanáticos que formaban en el otro bando de aquel mundo asimétrico habían llegado a la convicción de que, espiritualmente, eran los más poderosos. Y estaban convencidos de que aquella fortaleza espiritual les confería un poder del que los occidentales, con su idealización del individualismo a ultranza, carecían.
No había más que fijarse, por ejemplo, en los tipos de Hamas detenidos en Brooklyn por el FBI. Lo que habían planeado era meterse con explosivos amarrados a la cintura en una estación de metro abarrotada y detonarlos a fin de matar a un montón de inocentes. ¿Por qué? ¿Pretendían acaso con aquel acto de total irracionalidad demostrar su superioridad espiritual sobre la sociedad occidental? ¿O actuaban movidos por la ciega desesperación de quienes se sienten indefensos y maltratados por un mundo que no siente hacia ellos más que indiferencia?
Duffy meneó la cabeza, bajó la ventanilla y dejó que el gélido aire le refrescara el rostro. Un encapotado y opresivo techo de nubes se cernía sobre el paisaje. A lo lejos, a la derecha, Duffy entrevió las aguas del Atlántico, cuya superficie era tan gris y opaca como las nubes que lo cubrían.
Últimamente, la Casa Blanca, el Congreso, la prensa y la parte pensante del público no hacían más que clamar pidiendo la cabeza de la agencia. Decían que era demasiado grande, demasiado costosa, que ni siquiera podía librar al mundo de Saddam Hussein… pese a que a la agencia le estaba prohibido por ley asesinar a jefes de Estado extranjeros. Las voces críticas afirmaban que ya carecía de razón de ser, que navegaba sin rumbo por un mar de indecisiones.
Bien —pensó torvamente Duffy—, veremos qué pasa si esos enloquecidos «mulas» encuentran el modo de aprovechar sus proyectiles nucleares de artillería y hacen detonar alguno. Seguro que entonces todas esas voces críticas comprenderán en un instante cuál debería haber sido la misión de la agencia. Lo malo era que, si eso llegaba a ocurrir porque a la agencia no le fuera posible frustrar los planes de los «mulas», sería demasiado tarde. Los fantasmas de los padres fundadores que antaño surcaron aquellas aguas con sus botes de goma podían irse despidiendo para siempre de su agencia.
Mientras Duffy meditaba sobre el destino que aguardaba a su agencia, a unos 6500 kilómetros al este, un camión TIR Fruehauf de cinco ejes que llevaba rotulado en los costados el nombre de la TNZ Freight Forwarding Services avanzaba por la carretera que ascendía a las montañas Zaki desde la aldea iraní de Maku. El conductor del vehículo tardó casi una hora en recorrer los veinte kilómetros que separaban Maku de los encalados edificios del puesto fronterizo irano-turco.
Pese a lo tardío de la hora, cuando el camión se unió a la cola, aún había otros camiones TIR esperando para pasar la aduana. Gurbulak era el cruce terrestre oriental más concurrido de Turquía. Un promedio de ochocientos camiones lo cruzaban todos los días, tras pasar una inspección efectuada por media docena de agentes de aduana agobiados de trabajo y mal pagados. A la izquierda del lugar en que el camión de la TNZ aguardaba tumo se alzaba un enorme cobertizo equipado con grúas, cabrias, gatos hidráulicos y otras potentes máquinas de inspección. El cobertizo fue construido y pagado por el Programa de Control de Drogas de las Naciones Unidas, radicado en Viena. Con ello pretendían ayudar a los aduaneros turcos en su cometido de impedir el paso hacia Occidente de la cosecha de los campos de amapolas afganos. Aquella noche, como venía sucediendo desde el momento de su inauguración oficial, el cobertizo estaba desierto.
Con su chófer medio amodorrado por las baladas turcas que emitía la radio del camión, el vehículo avanzaba lentamente en la cola hacia el puesto de aduanas. No había que sobornar a nadie para cruzar la frontera. Eso no era necesario debido a que, para todos los efectos prácticos, los camiones que por allí pasaban no eran objeto de la menor inspección. Un agente de aduanas turco arrancó la primera página del carné internacional TIR del conductor, y luego fue hasta la parte posterior del vehículo para cerciorarse de que el sello de la aduana iraní de las puertas traseras estaba intacto. Luego hizo seña al chófer de que siguiera.
El lado turco de la frontera, un terreno montañoso y poco poblado, estaba bien patrullado por el ejército y la gendarmería turcos, que defendían la zona de las bandas guerrilleras del PKK, el Partido Marxista Obrero Kurdo. En las afueras de Agri, la primera población de su ruta, el chófer se metió en la primera de las alani, las áreas de servicio situadas a lo largo del recorrido de la autopista Transeuropea por Turquía. Allí los conductores podían comer, refrescarse y dormir unas horas en sus cabinas. El chófer se apeó, cerró el camión y luego se metió en el pequeño café para tomarse una taza de té. Cuando hubo terminado se dirigió al teléfono público. Sacó el papel que le habían dado en Zabol, y marcó el número en él anotado para anunciar que había cruzado sin problemas de Irán a Turquía. Al hombre le pareció extraño que, aunque su lugar de destino se encontraba en las afueras de Estambul, el número que le habían dado no correspondiese a Estambul. El código de zona de Estambul era el 212, y el número que debía marcar comenzaba por 05. Debe de tratarse de uno de esos teléfonos móviles, se dijo. De todas maneras, y como esperaba, le respondió un contestador automático. Dejó grabado un breve mensaje y regresó al camión.
—Así es como nos mantenemos en forma —dijo la muchacha con una sonrisa señalando el lejano cuadrado de luz situado al fondo del pasillo en que se encontraban—. Desde aquí hasta el final hay casi medio kilómetro —informó orgullosamente a Jim Duffy.
—¿Cuántas veces al día hace usted este mismo recorrido? —preguntó Duffy.
—No menos de una docena. Seis kilómetros. No está mal. Como ve, la EG and G Electro Optics no necesita disponer de un gimnasio para sus empleados. Aunque tal vez debiera ofrecer patines a los visitantes distinguidos como usted.
EG&G Electro-Optics, la empresa que Duffy había acudido a visitar, era filial de una compañía que había estado íntimamente relacionada con el programa de armas nucleares estadounidense desde la época del Proyecto Manhattan. Sus fundadores eran tres genios de la física, graduados en el MIT, cuya contribución al desarrollo y perfeccionamiento del arsenal nuclear estadounidense había sido inmenso. En la actualidad, la empresa por ellos fundada se dedicaba a una enorme cantidad de actividades ajenas al programa de defensa, desde rayos X y máquinas de diagnóstico hasta aparatos de sellado. Sin embargo, allí, en aquel inmenso almacén situado al borde de la bahía de Salem, la EG&G continuaba fabricando los artefactos ultrasecretos que, en definitiva, serían responsables de detonar las armas nucleares estadounidenses en el ya poco probable caso de que surgiera la necesidad de utilizarlas.
La sonriente guía de Duffy lo acompañó al despacho del doctor Harry Aspen, el jefe de división encargado de supervisar la fabricación de dichos detonadores. Los amplios ventanales de la estancia daban a la bahía, y desde ella se divisaban media docena de veleros que esperaban cubiertos con lonas el final del invierno. Durante la época estival, a Aspen le era posible salir de su oficina a la hora del almuerzo y pasar un agradable rato navegando. Aquello resultaba envidiable incluso para un campesino de Oklahoma como Duffy.
El doctor Leigh Stein, el experto en armas nucleares del Departamento de Energía que había participado en la conferencia de delegados en circuito cerrado cuando Duffy regresó de Nicosia, había concertado la entrevista de Duffy con Aspen. Si bien era casi seguro que Stein no lo había identificado como miembro de la CIA, Duffy supuso que Aspen sería lo bastante avispado para deducir a cuál de las organizaciones de Seguridad Nacional pertenecía su visitante.
—¡Vaya! —exclamó alguien detrás de Duffy—. Un hombre deseoso de aprenderlo todo sobre los krytrones.
Duffy se volvió y se encontró frente a su anfitrión, un hombre desgarbado y con el canoso pelo cortado a cepillo. Sus hombros estaban ligeramente caídos, como correspondía a alguien que había pasado buena parte de su vida ante la pantalla de un ordenador.
—¿Qué tal un café para hacer la lección más llevadera?
Durante unos minutos, como era costumbre hacerlo antes de tales reuniones, los hombres charlaron de temas insustanciales: el pésimo tiempo, el viaje de Duffy desde Logan, lo mal que estaban quedando los Celtics de Boston… Al fin, pasaron a ocuparse del tema de la reunión.
—Bueno —dijo Aspen—. ¿Qué quiere que le cuente sobre los krytrones?
Aunque estaba seguro de que Aspen era de toda confianza, Duffy no estaba dispuesto a revelar a su anfitrión la información reservada referente a los tres artefactos nucleares iraníes.
—En resumidas cuentas, lo que quiero saber es si a los iraníes les resultaría muy difícil hacerse con doscientos de esos krytrones.
El científico de la EG&G sonrió.
—Supongo que se refiere usted a los krytrones que se usan para detonar una bomba nuclear.
—Desde luego.
—Los del tipo que fabricamos aquí son prácticamente imposibles de conseguir.
Por primera vez desde que se había despertado aquella mañana, Duffy experimentó una sensación parecida al alivio.
—Eso, sin duda, resulta tranquilizador. Pero… ¿qué le hace estar tan seguro de que es así?
Aspen abrió un cajón de su escritorio y sacó un bulbo de cristal al que estaban conectados varios cables. Duffy lo reconoció inmediatamente como el artefacto que el doctor Robotham, del Departamento de Energía, había mostrado durante la conferencia de diputados.
—Éste es nuestro krytrón modelo KN22. Es el único krytrón del mercado que posee las características necesarias para hacer detonar una bomba nuclear.
—¿Quiere eso decir que ni los ingleses, ni los franceses ni los israelíes los fabrican?
—Claro que los fabrican. En pequeños laboratorios gubernamentales cuya producción se destina estrictamente al estamento militar. Los artefactos que fabricamos en este edificio para el Pentágono no se parecen en nada a éste. Ni siquiera reciben ya el nombre de krytrón. Sólo los militares norteamericanos, y absolutamente nadie más, tienen acceso a ellos.
—Pero acaba usted de decirme que ese pequeño chisme llamado KN22 puede hacer detonar una bomba nuclear, ¿no?
Aspen cogió el krytrón, jugueteó unos momentos con él y luego lo entregó a Duffy.
—Pues sí, claro que puede. Lo que este artefacto hace es descargar contra un blanco predeterminado una inmensa cantidad de energía eléctrica almacenada. Su tiempo de subida… así lo llamamos, es tan breve que, comparado con él, un parpadeo dura una eternidad.
El científico señaló el bulbo de cristal.
—Ahí dentro hay un vacío en el que sólo existe un gas ionizado y una fuente radiactiva, el Níquel sesenta y tres.
—Muy bien, pero… ¿por qué a los iraníes no les es posible hacerse con un par de centenares de esos malditos chismes?
—Como ya le he dicho, señor Duffy…
—Jim.
—Nosotros somos la única empresa del mundo que comercializa estos artefactos. Pero nadie nos los puede comprar sin haber conseguido antes una licencia de exportación del Departamento de Comercio. Hay una lista negra de lugares en los que este producto no se puede vender, y puede usted apostar lo que sea a que Irán figura en uno de los primeros puestos de esa lista.
—Sí, doctor; pero el mundo está lleno de gente que se dedica día y noche a idear nuevos métodos para saltarse los controles de exportación norteamericanos.
—Bueno, nunca falta gente que viene aquí tratando de conseguir krytrones. Incluso ha habido chiflados que han venido con grandes fajos de billetes para tratar de comprar unos cuantos directamente. Hablando de los iraníes, hace poco, una compañía londinense llamada Quadro-Bio Systems que, según nos consta, tiene conexiones con Irán, quiso conseguir una cuota de nuestros krytrones. Excuso decirle que los mandamos a paseo. Con gran cortesía, naturalmente.
—Pero cuando alguien acude a ustedes para comprarles esos artefactos después de rellenar debidamente todos los formularios, ¿cómo pueden tener la certeza de que no les está mintiendo?
—Bueno, no podemos tenerla. Esto es una cadena y, como en todas las cadenas, hay eslabones débiles. Cuando alguien nos pide que le vendamos krytrones, tiene que decimos con toda exactitud para qué los quieren, en qué instrumentos van a usarlos y dónde se proponen utilizarlos.
—¿Y si alguien les explica un cuento chino?
—Bueno, el sistema se basa en gran medida en la honradez de nuestros clientes. Pero el mundo en que nos movemos es muy pequeño. Los usos de un KN22 no son tantos. Láseres de gran potencia para cortar metales. Conocemos a todos los usuarios. Somos recelosos. Naturalmente, el cometido de nuestros representantes es vender, pero ellos saben a qué juego jugamos. Están al comente de todo lo que ocurre. Sin embargo, existe un factor aún más importante, Jim. Antes me ha preguntado cómo podrían conseguir los iraníes doscientos krytrones, ¿no?
—Sí.
—Bueno, pues nosotros sólo fabricamos un centenar de ellos cada año. Nunca vendemos más de una docena cada vez. Cuatro o cinco son el pedido habitual. Si recibiéramos un pedido de doscientos, comenzarían a sonar timbres de alarma en todo este edificio. —Dirigiendo a Duffy una sonrisa de complicidad, Aspen añadió—: Y sospecho que en otros cuantos edificios de Washington ocurriría lo mismo.
—¿Y éste es el único lugar en que se fabrican los krytrones?
—Exacto. La fabrica lleva aquí treinta y cinco años. Antes de eso, los hacíamos bajo las gradas de Fenway Park.
—¿Fenway Park? ¿Donde juegan los Red Sox? ¿Quiere decir que fabricaban ustedes chismes para hacer detonar bombas atómicas con Ted Williams y Johnny Pesky dándole a la pelota encima de su cabeza?
Aspen se echó a reír.
—No exactamente encima de nuestra cabeza, pero casi.
—¿Qué hay de los rusos? ¿No podrían los iraníes comprarles un par de centenares de krytrones?
—Lo dudo. Según nuestros informes, los rusos han dejado de fabricarlos.
Duffy echó cuentas mentalmente. Una docena o así al año. A ese ritmo, los «mulas» necesitarían un montón de tiempo para conseguir doscientos.
—Me tranquiliza usted, doctor. Parece que los iraníes tienen las cosas mucho más difíciles de lo que yo pensaba.
—Bueno, pues no se tranquilice usted demasiado.
Al oír aquello, a Duffy se le hizo un nudo en el estómago.
—¿Y eso qué diablos significa?
—Mire, nosotros fabricamos y vendemos estas cosas porque, aunque con ellas se puede detonar un artefacto nuclear, también tiene otros usos perfectamente legítimos. Si a quienes los necesitan para tales usos les resultara imposible conseguirlos, siempre aparecería alguien que los fabricase para ellos. Y tal vez esos fabricantes no mostraran tanto celo como nosotros a la hora de evitar que los krytrones cayeran en las manos indebidas.
—Ya, pero acaba usted de decirme que no hay nadie más que los venda, así que los iraníes siguen quedándose a dos velas, ¿no?
En el rostro de Aspen apareció la expresión típica de los escépticos profesionales, la de un crítico de arte examinando una obra de dudoso origen.
—No esté usted tan seguro. A ese respecto, tengo mis propios temores. Tal vez los iraníes no nos necesiten para conseguir sus doscientos krytrones. Es posible que los puedan fabricar ellos mismos.
—¿Fabricar krytrones? ¿En Irán? ¿Lo dice en serio? —El asombro de Duffy estaba motivado por su absoluta fe en la supuesta superioridad tecnológica que tenía Estados Unidos respecto al resto del mundo.
—Por supuesto que hablo en serio. Como muchas de las cosas que parecen poco menos que imposibles, fabricar krytrones no es tan difícil. Por suerte, esa circunstancia no es de dominio público. Pero si unos ingenieros mínimamente competentes se hicieran con una docena de esos chismes, mucho me temo que no les costaría gran cosa encontrar el modo de copiarlos. Los japoneses llevan un montón de años plagiando diseños de ingeniería.
Tal revelación le sentó a Duffy como un mazazo, y el hombre pareció hundirse en su asiento bajo el impacto.
—Así que no necesitan doscientos de esos malditos krytrones. Con una docena se las podrían apañar.
—En efecto: para copiarlos, no necesitarían más.
—¿Y dónde pueden conseguirlos?
—Probablemente, el ochenta por ciento de los láseres de alta potencia que podrían utilizar esos artefactos se fabrican y usan en Alemania. Lamentablemente, los alemanes están dispuestos a comerciar casi con cualquiera. Supongo que Alemania es el primer sitio al que los iraníes recurrirían.
Duffy se sintió envuelto por una especie de nube de desilusión.
—Hace unos minutos estaba a punto de decirle que me había usted alegrado el día, pero diría que acaba usted de amargármelo.
—Lo lamento, pero en estas cosas, lo mejor es ser totalmente sincero.
Duffy se puso en pie y miró hacia las grisáceas aguas de la bahía de Salem.
—Doctor, ya sé que se muestran ustedes sumamente cautelosos respecto a la gente que quiere comprarles esos artefactos. Sin embargo, puesto que en estos momentos nos encontramos ante un problema bastante grave, quisiera pedirles que estrechen aún más si cabe la vigilancia. Si en lo tocante a lo krytrones detectan ustedes cualquier cosa… y digo cualquier cosa… que les resulte insólita o sospechosa, llamen cuanto antes al doctor Stein y se lo comunican. El sabe cómo localizarme.
—Estaré encantado —dijo Aspen, levantándose también de su sillón.
El Kapali Carsi, el Gran Bazar cubierto de Estambul, rivaliza con los otros atractivos turístico-históricos de la ciudad: la Mezquita Azul y Santa Sofía. Se trata de una ciudad dentro de la ciudad, medio museo, medio mercado, un dédalo de calles y callejas que alberga más de cuatro mil tiendas, centenares de almacenes, una mezquita, diecinueve fuentes y una docena de pozos artesianos, todo ello al cobijo de unos soportales que datan de tiempos bizantinos.
En los polvorientos y umbríos corredores del bazar, el comprador encuentra de todo: desde chucherías que cuestan un par de dólares a brazaletes otomanos de esmeraldas y diamantes que valen una fortuna, cacharros de latón y cobre, muñecos de derviches danzantes, narguiles, pipas de agua, cajas de cedro con incrustaciones de perlas, los feces rojos prohibidos por Ataturk, porcelana de Yildiz, vasos de opalina, monedas de oro con mil años de antigüedad, relojes Patek Philipe recién llegados de Ginebra, alfombras y tapices, amuletos de cerámica blanquiazules que protegen a su portador del mal de ojo y elixires mágicos que hacen fértiles a los estériles.
El bazar es también una inmensa máquina de dinero por la que pasan anualmente más de ocho mil millones de dólares, casi todos ellos en moneda estadounidense o alemana. Si se conoce a un cambista adecuado (doviz), uno puede deshacerse de un millón de dólares en efectivo sin dejar rastro de él con la misma facilidad y rapidez con las que cualquier turista puede extraviarse en el laberinto de callejas del bazar.
Como hacía todos los días laborables a las ocho en punto de la mañana, Jaffar Bayhani abrió la puerta de su aparentemente humilde puesto de venta en el Fesciler Sokagi, la calle que albergaba a los miembros del antiguo gremio de fabricantes de feces. De insignificante aspecto, baja estatura y pelo blanco y aparentando tener bastantes más de los cincuenta y dos años que en realidad tenía. Jaffar Bayhani podía resultar físicamente enclenque, pero, en lo referente a mover dinero, era un titán. Desde su anónimo puesto del mercado era capaz de enviar millones de dólares a cualquier lugar del globo.
Bayhani era uno más del millón de iraníes que vivían en Estambul y convertían la ciudad turca en el mayor centro de expatriados iraníes del mundo. Descendiente de una familia de sarraff, término farsi con que se designa a los cambistas, instaló su puesto de cambio en el Gran Bazar cuando llegó a Estambul en 1972 huyendo del régimen del shah. El hombrecillo trabajaba sentado a un escritorio de la parte delantera de su tienda, donde todos los transeúntes que pasaban podían verlo. Pero su auténtica oficina estaba en la trastienda, hacia la que se encaminaba en estos momentos. La trastienda albergaba una inmensa caja fuerte, tres aparatos de fax y dos ordenadores, uno de ellos conectado a Internet. Disponía también de seis teléfonos móviles, tres fijos, y un teletipo conectado al servicio de noticias financieras de la agencia Reuter. Junto al segundo ordenador había un retrato del hombre que seguía siendo guía e inspiración para Bayhani: el ayatolá Jomeini.
Aquel insignificante hombrecillo de desaliñado aspecto, con su barba blanca de tres días cubriéndole las mejillas como la escarcha cubre los campos de trigo, era el eslabón que unía a varios de los principales narcotraficantes de la ciudad con la Pasdaran iraní, que, por un precio razonable, garantizaba el libre paso por sus tierras de la materia prima —morfina base— que los laboratorios turcos de heroína necesitaban para su producción. La gran ventaja de ese modo de operar era que sólo aquel desastrado cambista sabía quiénes eran todos los participantes en el juego: el turco que compraba la base, los pakistaníes que se la suministraban y los iraníes que se ocupaban de que llegase sin contratiempos a Estambul.
Bayhani advirtió el parpadeo de la luz roja indicadora de que había un mensaje en el contestador de su equipo de teléfonos móviles. El mensaje había llegado en el momento esperado. Tras escucharlo, Bayhani consultó sus «archivos», un montón de notas manuscritas repletas de cifras y de signos cuyo significado sólo él conocía, una información tan fácil de descifrar como los jeroglíficos de una tumba faraónica.
Hacía seis semanas que Selim Osman, el mayor de los cinco hermanos que dirigían la organización de tráfico y contrabando de heroína más importante de la ciudad, había acudido a la tienda de Bayhani y efectuado el pedido de la morfina base que en aquellos momentos viajaba por la autopista Transeuropea.
Aquella misma noche, los hombres de Selim Osman descargarían del camión TIR TNZ los 210 kilos de base. Entonces la droga pasaría a ser propiedad de la familia Osman, y el representante de ésta se comprometería al pleno pago de los cuatro mil dólares por kilo acordados, con independencia de lo que ocurriese con la base una vez descargada del camión. Selim había transferido ya un anticipo de 200 000 dólares a la cuenta de Bayhani en las Caimán. Bayhani confiaba plenamente en que Selim enviaría la cantidad restante antes de veinticuatro horas. Luego Bayhani procedería a transferir el total de esa cantidad —menos su comisión de cuarenta mil dólares— a otra cuenta del departamento fiduciario de otro banco de las islas Caimán. Aunque el cambista no conocía la identidad del hombre o los hombres de Teherán que controlaban la cuenta, estaba seguro de que eran, como él, viejos miembros de la Pasdaran. Hombres que invertirían aquellos fondos en la gran tarea de hacer llegar al mundo el mensaje de un renovado, reforzado, orgulloso e iracundo Irán.
Bayhani se enorgullecía de formar parte de aquel movimiento, cuyo avance podía percibir en torno a él en Estambul. En el barrio obrero en que vivía, la inmensa mayoría de los votantes apoyaba al Partido Islámico de la Prosperidad. En aquellos momentos había dos docenas de mezquitas en las que mullah formados en Irán predicaban todos los viernes la renovada y militante fe islámica. En el municipio de Estambul regían las normas islámicas, y toda mujer que lo visitase debía presentarse con el recatado atuendo de las creyentes.
Bayhani había desempeñado un papel vital, aunque invisible, en la implementación de todos aquellos cambios en la secularizada patria de Kemal Ataturk. Algunos de los traficantes turcos que tenía como clientes pagaban la droga en efectivo. Siguiendo órdenes de Teherán, él guardaba el dinero en su enorme caja de caudales. De vez en cuando, alguien aparecía por su puesto, le daba la contraseña acordada por Teherán y le pedía una cantidad equis de dinero.
Bayhani no tenía ni la menor idea de la identidad de su visitante ni de en qué iba a invertir el dinero. Eran hombres que no repetían la visita. Sin embargo, el cambista tenía la certeza de que el dinero se invertía en apoyo de la causa, fuera para sufragar las actividades del ilegalizado Partido Islámico de la Prosperidad o para ayudar a los hermanos iraníes que enviaban a Irán a jóvenes turcos cuidadosamente escogidos para ser adiestrados en el uso de armas y explosivos, en espera del día en que los fieles tuvieran que utilizar tales armas para defender su fe contra los descreídos generales turcos.
Sin embargo, nada de todo aquello ocupaba de momento su mente. Ahora lo que urgía era dar la buena noticia al comprador, Selim Osman. Marcó en uno de sus teléfonos locales el número del Gran Hotel Barcelona de Aksaray, a menos de un kilómetro de distancia.
—Querido amigo —saludó con la alegre voz de una enfermera que anuncia a un padre el nacimiento de su primogénito—, lo suyo ya está en camino. Llegará al punto de entrega mañana por la noche.
Selim Osman recibió la llamada de Bayhani mientras contemplaba desde su ventana del Gran Hotel Barcelona la multitud que atestaba el Pasazade Sokak. Una muchedumbre de rusos, ucranianos, bielorrusos, rumanos y búlgaros iba de tienda en rienda, estudiando las mercancías expuestas, palpándolas, regateando con profusión de ademanes, como un italiano ensalzando las cualidades de su hermana o discutiendo con un policía sobre una multa de tráfico. En los años ochenta, los japoneses y los alemanes, para bien o para mal, habían convertido Bangkok en la meca del «turismo sexual». Lo que ahora llenaba de gente las callejas del Aksaray de Estambul era un nuevo tipo de turismo, el «turismo textil».
Rusia, que en tiempos fuera el rival potencial más temido de Turquía, se había convertido en su principal cliente comercial gracias a las hordas que se movían bajo la ventana de Osman. Cada uno de aquellos viajeros llegaba a Turquía como turista, y se le permitía volver a casa con mil dólares en artículos libres de impuestos. Naturalmente, se llevaban el doble de esa cantidad, y ocultaban el importe real de sus compras por medio de las facturas falsas que los tenderos del Pasazade Sokak les extendían con todo gusto.
El auge de la industria textil había sido una bendición para Selim Osman y sus hermanos, y coincidió con una época de enorme prosperidad en el principal negocio familiar, el contrabando de heroína a Europa occidental. Tal coincidencia les dio la idea de montar, como tapadera ideal para sus actividades, un negocio textil familiar llamado Texas Country Jeans.
Osman se apartó de la ventana y volvió al escritorio de su recargada oficina. Se la había decorado a muy alto precio Gul Oztark, una dama que poseía una gran influencia en la sociedad de Estambul. Ella le había asegurado que la seda tejida a mano y la alfombra de lana del suelo habían estado inicialmente destinadas a una de las 285 habitaciones del palacio del sultán Abdul Mecit en Dolmabahce, y que el tablero de su escritorio estaba elaborado con las maderas de uno de los barcos del emperador otomano perdido en la batalla de Lepanto. Osman jamás había oído mencionar la batalla de Lepanto cuando madame Oztark le vendió el escritorio, pero daba igual. Lo importante era el prestigio que todas aquellas cosas conferían.
En realidad, Osman apenas sabía leer ni escribir. Ni siquiera terminó los estudios primarios en su provincia natal de Lice, en la Turquía suroriental. Jamás había leído un libro, rara vez iba al cine, nunca al teatro y ni siquiera sabía lo que era la ópera. Su máxima proeza intelectual consistía en ser capaz de determinar con una calculadora de bolsillo su margen de beneficio en cualquier transacción.
Eso sí que lo hacía bien. Sus cuatro hermanos menores participaban también, bajo su dirección, en el tráfico de heroína, y cada uno tenía sus responsabilidades nítidamente definidas. El segundo hermano, Hassan, se ocupaba del laboratorio en el que el cargamento de morfina base que iba a llegar durante la noche sería convertido en heroína pura. Refat, el tercer hermano, era el brazo armado de la familia, el ejecutor indispensable en toda empresa criminal que se precie. Se ocupaba de «matar y eliminar». Contrataba a los «perros», los guardaespaldas, organizaba los asesinatos o las amenazas de asesinato y trabajaba con los propietarios y chóferes de los vehículos TIR y de los autocares de turistas que trasladaban a Europa la heroína de la familia. Abdullah, el cuarto hermano, se encontraba afincado en Amsterdam. La familia utilizaba Holanda, con su permisividad para todo lo relacionado con la droga, como almacén en el que guardar grandes cargamentos de heroína. Después serían divididos en alijos menores y más fáciles de ocultar y posteriormente enviados a Francia, España, Alemania y el Reino Unido. El hermano menor, Behcet, vivía en Stoke Newington, Londres, y se le había confiado la tarea de extender a Inglaterra el negocio familiar.
Todos eran multimillonarios y tenían la mayoría de sus millones ocultos en bancos de ultramar, lejos de la impertinente mirada del Gobierno turco. Parte de su dinero lo habían blanqueado comprando propiedades como el Gran Hotel Barcelona de Selim. Hasta el último céntimo de los veintidós millones de dólares que había invertido en el hotel procedía de los heroinómanos europeos y estadounidenses. Había instalado su oficina en el edificio, consiguiendo así una base prácticamente anónima desde la cual llevar a cabo sus negocios. En el último piso del hotel había cuatro habitaciones dobles que Osman reservaba para unas turistas rusas muy distintas a las que atestaban las calles de Aksaray en busca de prendas de vestir. Se trataba de «Natashas», como él las llamaba en broma, jóvenes rusas que financiaban su estancia en Turquía vendiendo una mercancía bastante más agradable y costosa que los pantalones vaqueros.
El éxito de la familia Osman en el tráfico de heroína no se debía, sin embargo, únicamente a la habilidad comercial de Selim. Los Osman eran kurdos, jefes casi feudales de un gran clan tribal con base en el pueblo kurdo de Tepe, cuarenta kilómetros al este de Diyabarkir. Selim, el mayor de cinco hermanos, se convirtió, a la muerte de su padre en dueño de cincuenta pequeñas aldeas situadas en las colinas de los alrededores de Tepe. Como su padre y su abuelo antes que él, Osman era, en un sentido muy real, el dueño y señor de aquellos aldeanos.
Los hermanos Osman y sus aldeanos siempre habían sido leales al Gobierno central turco de Ankara. Selim despreciaba al Partido Kurdo de los Trabajadores, el PKK, y a sus doctrinas marxistas. No tenía intención de permitir que un puñado de terroristas lo obligara a bajarse de su Mercedes 600 y a ir en autobús como todo el mundo.
Los vínculos de la familia con Ankara se habían reforzado inmensamente en 1990 y 1991. Por entonces, la morfina base que llegaba a Turquía procedente de Irán la controlaban kurdos aliados con el PKK, y los narcodólares que producía el tráfico se invertían en armas, asesinatos, atentados y otros actos terroristas contra Turquía. Viendo que el ejército turco no era capaz de utilizar tácticas lo bastante brutales para acabar con los insurgentes del PKK, el Gobierno de Tansu Ciller decidió utilizar tácticas terroristas contra los terroristas. Persiguieron sin tregua a sus jefes y en particular a los barones de la droga que financiaban sus actividades, y los asesinaron por medio de mercenarios.
Para tales actividades se había formado una organización, la Ozel Harekat, una especie de servicio civil de inteligencia del Ministerio del Interior que reclutaba a gente como los Osman para que les consiguieran los pistoleros necesarios. A cambio, los que facilitaban los pistoleros podían quedarse con la parte del negocio de la heroína controlada por los barones de la droga del PKK que ellos mismos se encargaban de hacer asesinar. La familia también facilitó al Ministerio del Interior más de quinientos jóvenes de las aldeas familiares para que sirvieran como guardas armados y ayudaran a mantener alejados a los agentes del PKK. Ankara agradeció debidamente tales favores.
La segunda gran baza que jugaba en favor de los Osman era un acendradísimo sentido familiar que se reflejaba en cada uno de sus actos. En todo el mundo, el éxito de la represión del narcotráfico depende de la posibilidad de infiltrarse en las organizaciones de traficantes, y no había organización más difícil de conseguir infiltrarse que la turca. La mafia italiana gustaba de utilizar la palabra «familia» para designar sus bandas de delincuentes, pero el nombre inducía a equívoco. Los mafiosos estaban unidos por el voto de omertà (silencio) y lealtad, pero no por lazos de sangre. Las tríadas chinas confiaban en la unicidad de su cultura china, en sus orígenes regionales y en la brutalidad de sus sicarios para proteger a sus clanes de la policía.
Con los turcos, la cosa era mucho más sencilla y eficaz. Si uno no era miembro de la familia en el sentido literal de la palabra, si no era uno hermano, primo, tío o sobrino, no pasaba de la puerta principal. Eso hacía que los esfuerzos de la policía por penetrar en la organización fueran totalmente inútiles.
Los cinco hermanos muy raramente ponían las manos sobre la droga. Los que trabajaban en el laboratorio secreto, los conductores de autobús cuyos vehículos transportaban la droga de la familia nunca eran parientes cercanos, sino leales aldeanos de la zona de Tepe. Hombres que sabían que si los detenían con la droga, los hermanos Osman se ocuparían del asunto en tanto en cuanto ellos supieran mantener la boca cerrada. Si, por ejemplo, el cuerpo de aduanas de su británica majestad descubría un alijo de Osman en uno de sus camiones TIR podía contarse con que el conductor, boquiabierto, replicase: «¿Heroína? ¿En mi camión? ¿Y cómo ha llegado hasta aquí?».
El hombre cumplía su condena con la certeza de que, en Estambul, su familia estaba perfectamente atendida y su salario le era ingresado todos los meses en el banco. A su regreso, los agradecidos hermanos Osman lo recompensarían por su buen comportamiento regalándole un camión TIR nuevecito. En las contadas ocasiones en las que alguien amenazaba con hablar, Refat iba en el negro Mercedes 600 con matrícula «34» de Estambul hasta la remota aldea en que vivían los parientes del insumiso. Por lo general, su aparición bastaba para que la familia convenciera al hombre de que el silencio era el único camino acertado y honorable.
Si el tipo persistía en su actitud, el castigo que aplicaban los hermanos Osman era reflejo de lo mucho que respetaban los valores familiares. Para un turco, su primogénito era lo más importante. La vida de ese hijo significaba más para él que la suya propia o la de su esposa. Así que cuando alguien se rebelaba, era su primogénito el que moría.
Todos ellos llevaban vidas confortables pero discretas. No eran dados al exuberante exhibicionismo de los colombianos como el difunto Pablo Escobar, con su zoológico privado, o como los hermanos Ochoa, con sus enormes fincas llenas de toros bravos y caballos de exhibición. Selim y Refat, el ejecutor, vivían el uno junto al otro, en villas idénticas de Florya, la más nueva y costosa urbanización residencial de Estambul. Hassan, el encargado del laboratorio secreto familiar, vivía fuera de Estambul, al otro lado del Bósforo, en la ensenada de Izmit. Selim Osman fue quien escogió la enorme casa de madera de cuatro plantas rodeada por cuatro hectáreas de bosques y jardines y la pagó con los beneficios de la heroína. Se trataba de una mansión enorme en la que todos los veranos, durante el mes de agosto, la familia completa se reunía allí, los hermanos, sus esposas e hijos, para pasar unas largas vacaciones que fortalecían el vínculo familiar y les daban la oportunidad de discutir sobre la expansión del negocio. La casa tenía una ventaja adicional. Al estar cerca del laboratorio secreto, en caso necesario Hassan podía seguir supervisando sus operaciones desde ella.
Selim, el mayor de los hermanos, era el que marcaba la pauta de conducta a la que debía atenerse toda la familia Osman. Respetaba casi todas las manifestaciones externas de su fe islámica. Ayunaba durante el Ramadán, lo cual le ayudaba a no subir de peso y a regular sus excesos en la bebida. Acudía al menos un viernes al mes a las plegarias de la mezquita, sobre todo cuando le parecía importante ser visto en los servicios. Sin embargo, rara era la noche en que no paladeaba un par de vodkas y una buena dosis de fuerte vino tinto turco. Y jamás le decía que no ni a una buena salchicha ni a la oportunidad de irse a la cama con la bailarina del vientre más sexy de Estambul.
Se sentía muy unido a su esposa e hijos, en particular a sus dos varones. El divorcio era algo insólito en su círculo de amigos, y la simple idea constituía un anatema para el propio Osman. Eso, sin embargo, no tenía nada que ver con su derecho, su prerrogativa como varón turco, de obtener sus placeres sexuales con quien le apeteciera y donde le apeteciera.
A Osman jamás se le había pasado siquiera por la imaginación que la droga con que traficaba, y que transportaba al cielo y luego al infierno a tantos jóvenes europeos y norteamericanos, pudiera un día afectar a sus propios hijos. ¿Por qué iba a ser así? A fin de cuentas, él era un padre amoroso pero rígido que, a diferencia de lo que hacían los indulgentes europeos y norteamericanos, estaba pendiente de la educación y la crianza de sus vástagos. Ocurría que los narcotraficantes turcos, muchos de los cuales eran amigos de Osman, jamás tocaban el veneno que vendían, y la adicción a la heroína era algo casi desconocido en Turquía.
Osman descolgó uno de los tres teléfonos de su escritorio y llamó al móvil de su hermano Hassan.
—Nuestros tejidos llegan esta noche. Serán doscientos diez bultos.
El hecho de que hubiera diez kilos de más no tenía importancia. El proceso de conversión no era una ciencia exacta, y el peso rara vez era exacto.
—¿Al depósito de siempre?
—Sí. ¿Querrás encargarte de recogerlos?
—Desde luego. Ya le he dicho al Halcón que vaya a supervisar la entrega.
El Halcón recibía tal apodo porque de joven, en la provincia de Lice, su hobby era la crianza y adiestramiento de halcones para cetrería. Era primo de los Osman, lo bastante próximo para ser de confianza y también lo bastante lejano para que, si algo salía mal, para relacionar al Halcón con los cinco hermanos, la policía tendría que poseer no sólo una considerable imaginación, sino también pruebas sustanciales.
—Sería una buena idea que esta noche cenáramos todos juntos. Quizás en Beyti.
Beyti, ubicado en Florya, se especializaba en platos de carne y era unánimemente considerado como el mejor restaurante de su tipo no sólo de Estambul, sino de toda Turquía.
—Lleva también a tu esposa y a los niños.
La oferta de Osman era más una orden que una invitación. En el improbable caso de que las cosas se torcieran durante la entrega de la droga, ¿quién iba a acusar de nada a los hermanos Osman, que habían pasado la velada disfrutando de una reunión familiar frente a docenas de testigos?
Ahora Osman debía pensar en cómo y adónde enviar la carga de morfina base una vez el laboratorio familiar la hubiese convertido en heroína. Como mejor reflexionaba Selim era en la tranquilidad del hamam, el baño turco. Además, un vistazo a su reloj le indicó que era hora de comenzar con los placeres del mediodía. Llamó a sus guardaespaldas y al chófer.
Al otro lado del Atlántico, un aburrido Jim Duffy estaba acomodándose en el pequeño cubículo que le servía de despacho. Su «día de vacaciones» en Salem, en Massachusetts, ya había quedado atrás. Se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y se puso los auriculares, dispuesto a concentrarse en la pantalla del ordenador que lo conectaba con la central de la NSA. Cuando encendió el aparato, en la pantalla parpadeó una luz roja. El hombre de la NSA encargado de enviarle los textos quería hablar con él.
—¿Duffy?
—No me digas que ya has conseguido efectuar el análisis de voz que necesitábamos y tienes listos los resultados —dijo Duffy—. O quizá tengas para mí una noticia auténticamente buena, como la de que ya no hay más intercepciones.
—No te preocupes, aún me quedan bastantes. Y no, la lista de espera para el uso de los ordenadores Cray es muy larga, y su petición se encuentra al final de esa lista. —Evidentemente, el sentido del humor no era el rasgo más acusado de la personalidad del comunicante de Duffy—. De todas maneras, he descubierto algo que a lo mejor te interesa.
—Suelta.
—¿Recuerdas que te comenté que el tipo al que escuchamos hablar desde aquel villorrio del Irán oriental estaba llamando a un teléfono móvil de Estambul?
—Sí.
—¿Sabes algo acerca de la clonación de teléfonos móviles?
Duffy se dijo que probablemente estaba hablando con uno de los genios tecnológicos que a la NSA le gustaba reclutar, tipos con doctorados en cálculo avanzado cuya idea de la diversión era quedarse en casa toda la noche tratando de derrotar al programa «Chess Master» de ajedrez de IBM.
—De clonar ovejas, como a Dolly, he oído hablar, pero lo de clonar teléfonos no me suena para nada.
—Bueno, pues los móviles clónicos son algo que a ciertos delincuentes muy listos les gusta usar. Lo que hacen es conseguir un móvil robado. Para hacer un clónico, lo único que se necesita en un ordenador portátil normal es el programa de software adecuado y otro móvil. Conectas el móvil robado con el ordenador programado con ese software, y consigues extraer el NSE, el número de serie electrónico, y el número telefónico, que se encuentran almacenados en un chip del móvil robado. ¿Me sigues?
—Claro.
—Luego conectas tu teléfono nuevo al ordenador, le quitas el NSE y el número telefónico y sustituyes ambos por los que extrajiste del aparato robado. Luego ya puedes tirar a la basura el móvil robado. ¿Entendido?
—Desde luego. Pero ¿de qué sirve eso, si probablemente el dueño del teléfono robado ya se habrá dado de baja del servicio hace semanas? El aparato resulta inútil.
—En efecto: para hacer llamadas, no sirve. Pero el número telefónico del móvil robado sigue ahí, programado en el chip de tu clónico. Si alguien lo marca, el clónico sonará. Así que ya tienes un modo de recibir llamadas que es prácticamente imposible de rastrear.
—Muy bien. ¿Y qué?
—Me puse en contacto con el representante de la NSA en la embajada en Ankara y le pedí que me consiguiera una lista de todos los móviles que han sido dados de baja del servicio en Turquía durante los últimos seis meses debido a robos. ¿Sabes qué descubrí?
—¿Nuestro móvil figura en esa lista?
—Exacto. Pertenecía a un agente inmobiliario de Izmit. El hombre informó del robo hace siete semanas. Y nosotros interceptamos una llamada a su móvil hace tres semanas. Es inevitable llegar a la conclusión de que quien está usando ahora ese móvil es un tipo listo que quiere recibir llamadas imposibles de rastrear por medio de un clónico.
—Buen trabajo, querido amigo, muy buen trabajo. Ahora lo que tienes que hacer es pasar el número de ese móvil robado por los bancos de datos de la NSA para ver si descubrimos algo interesante.
—Sí, eso resultaría muy conveniente, pero ya te he dicho que tenemos que aguardar turno para usar los Cray y los Intel TerraFlops.
—No te preocupes. Yo me encargo de eso.
En aquel mediodía invernal, Selim Osman iba camino de uno de sus lugares favoritos de Estambul, el Mahmut Pasa Hamai, el baño público más viejo de la ciudad, construido en 1476. Los extranjeros no solían ir por allí, y ése era el motivo de que Osman frecuentase el establecimiento.
Como les sucedía a la mayor parte de los otros narcotraficantes turcos, a Selim le incomodaba la presencia de yabanci, extranjeros. Si un narcotraficante extranjero llegaba a Cali o a Medellín, en Colombia, para hacer negocios, era una ocasión festiva. Sus anfitriones colombianos lo llevaban a los mejores restaurantes, lo agasajaban, recorrían con él las discotecas y clubes nocturnos y se cercioraban de que el visitante estuviera rodeado de bellas muchachas.
Cuando un turco como Selim recibía la visita de un forastero, se reunía con él a última hora de la tarde en el vestíbulo de algún anónimo hotel de tres estrellas. Café turco era la bebida que se ofrecía al visitante, y si el hombre quería compañía femenina —o masculina—, tenía que pedirla. El anfitrión se ocupaba de que el visitante la consiguiese, pero también procuraba hacerse con un informe sobre las posibles rarezas sexuales del visitante. Nunca se sabía qué informaciones podían resultar útiles.
Como muchos turcos, Osman era un hombre serio, casi torvo, poco dado al humor. Su rostro tenía una permanente expresión desaprobadora, similar a la de un sacerdote que estuviera escuchando una confesión particularmente sórdida. Era más bien rechoncho, y su otrora musculoso cuerpo estaba cubierto por una capa de grasa. Como muchos turcos de su edad, conservaba una poblada cabellera de pelo negro azabache. Los tintes para el cabello masculino eran un producto casi desconocido en las perfumerías turcas.
Su único rasgo distintivo era un tic nervioso bajo el ojo izquierdo cuyo movimiento tendía a acelerarse por las noches, según aumentaba la ingestión de vodka. Otro rasgo notable de Osman eran sus manos, que parecían un par de enormes guantes unidos a las muñecas. Eran gruesas y tenían la parte superior cubierta de vello negro. Los dedos eran cortos y amorcillados. Eran manos heredadas de generaciones y generaciones de varones dedicados al duro cultivo de la tierra.
Un empleado de los baños estaba ya aguardando cuando el Mercedes de Osman llegó al establecimiento. Sonriendo ligeramente, el narcotraficante siguió al empleado al gran vestuario público de los baños donde, como todos los días, habían instalado un pequeño biombo especialmente para él. Su masajista también lo esperaba.
Osman se desnudó, se puso una toalla en torno a la cintura, se calzó unos zuecos de madera y se dirigió a la «sala fría». En ella también tenía su cubículo privado. La pequeña celda, similar a la de un monasterio, disponía de una pila de mármol en la que corría el agua. Osman se enjabonó y se frotó concienzudamente. Luego pasó a la «sala caliente», donde se tumbó en una mesa de tablero de mármol para que el masajista le trabajara los fláccidos músculos. A continuación el hombre lo enjabonó y enjuagó repetidamente con agua caliente, hasta que Osman estuvo listo para relajarse en su sala de descanso privada.
Una vez en ella, cerró los ojos y dejó que cuerpo y mente se relajaran por completo, quedando en el casi perfecto estado de animación suspendida que siempre seguía a su baño. Luego, sus pensamientos se centraron en los 210 kilos de morfina base que, una vez refinados, se convertirían en unos 240 kilos de heroína.
Ya tenía comprador para cincuenta kilos del alijo. Se trataba de un traficante británico, Paul Glynn. Lo malo de Glynn era que, como tantos de los europeos con los que Osman tenía que tratar, pagaba con gran lentitud. Glynn había encargado cincuenta kilos del próximo alijo, y ni siquiera pestañeó cuando Behcet le dijo que el precio sería de 8500 dólares por kilo, más otros mil dólares por kilo por el transporte hasta Amsterdam. Osman había fijado las condiciones de la transacción: Glynn tendría que pagar la mitad del pedido —237 500 dólares— antes de recibir ni un gramo de droga.
Como segunda venta, tenía apalabrados veinticinco kilos con un kurdo de Hamburgo. En este caso no había problema de dinero. El tipo pagaría el importe completo contra reembolso. El kurdo actuaba en nombre del PKK, parado que disponía de una importante red de narcotráfico en Alemania con la que, friéndoles los sesos a los jóvenes alemanes, financiaba la guerra santa en pro de una patria kurda. Osman se pasó una toalla por la cara, cerró los ojos y se concentró en las distintas alternativas que se le ofrecían para colocar los 165 kilos que aún le quedaban y que suponían unos ingresos potenciales de 1 350 000 dólares, cifra que prácticamente representaba el beneficio neto que la familia sacaría de la operación.
La primera y más evidente opción era enviar la totalidad del alijo al almacén de la familia en Amsterdam, donde la droga se encontraría bastante más segura que en Turquía. Una vez allí, el cargamento se dividiría en pequeños lotes que luego se repartirían entre los países próximos a Holanda.
Praga era otra posibilidad. Algunos de sus colegas del narcotráfico estaban comenzando a utilizar la capital checa como centro de distribución para su droga. La policía checa estaba falta de personal, de fondos, de capacitación y, además, cobraba sueldos irrisorios. Sus agentes eran blancos ideales para el soborno. Desde Praga resultaba fácil enviar alijos de veinte kilos cada uno a Europa occidental. El método para hacerlo era comprar en Polonia un Opel Astra o un Vega robados. En aquel país había más vendedores de coches robados que de coches nuevos. Luego se cambiaban los depósitos de gasolina originales y se sustituían por otros divididos en dos compartimientos, uno para el combustible y el otro para la droga. Luego la carga podía seguir hasta su destino sin problemas. Era muy fácil.
Existía una tercera posibilidad: Estados Unidos. Los turcos y los colombianos se habían reunido en un cónclave secreto celebrado en la ciudad holandesa de Arnhem, al que asistieron dos representantes del cártel de Cali y miembros de cuatro de las doce familias turcas que utilizaban Holanda como base de sus operaciones de narcotráfico. Abdullah, el cuarto hermano de Osman, figuró entre los presentes.
Actuando como si fueran los vicepresidentes encargados de operaciones en el exterior de dos conglomerados multinacionales, los representantes de las dos naciones que dominaban el narcotráfico mundial habían establecido un acuerdo de cooperación y reparto de mercados.
Los turcos se comprometieron a ayudar a los colombianos a mejorar la calidad de la amapola de opio que los latinoamericanos comenzaban a cultivar en las faldas de los Andes. Los turcos también se ofrecieron a ayudar a los químicos colombianos a mejorar su técnica para refinar opio y convertirlo en heroína. Los turcos eran, para la industria de la heroína, lo que los japoneses para la industria del automóvil. Los estrictos controles de producción que imponían hacían que la calidad de su droga fuera buena.
Lo que los turcos consiguieron a cambio fue un acuerdo con los colombianos para iniciar un trueque regular de heroína por cocaína y viceversa, sobre una base de paridad en el precio por kilo. Los colombianos utilizaban como mano de obra para sus redes de distribución a sus miles de compatriotas expatriados en Estados Unidos. Sin embargo, los turcos residentes en Norteamérica eran pocos y, de resultas de ello, los distribuidores de heroína turcos jamás habían logrado poner firmemente el pie en el mercado estadounidense. Por otra parte, Europa occidental estaba llena de turcos, y en el Viejo Continente, excepción hecha de España, casi no había ningún colombiano. En Europa, la principal droga era la heroína. En Norteamérica era la cocaína en forma de crack. Aquélla era la ocasión de oro para abrir los dos mercados a ambas drogas.
Osman invirtió casi una hora en tomar varias decisiones. Una vez tomadas, se dirigió al restaurante Facyo, en Tarabya, desde donde se divisaba el Bósforo. Comió solo, como le gustaba, saboreando su plato de fresquísimo pescado mientras contemplaba el tráfico marítimo que circulaba por el brazo de mar que separaba Europa de Asia.
A las tres, fresco, bañado, alimentado y descansado, regresó al Gran Hotel Barcelona, donde aún le quedaba un ritual cotidiano por cumplir. En vez de dirigirse a la planta en que se encontraba simada su oficina, subió en ascensor hasta el último piso de su hotel. Una vez allí, permaneció unos momentos inmóvil, estudiando las puertas que daban al rellano. Al fin se decidió por una y llamó fuertemente a ella con los nudillos.
Le abrió Irina, una preciosa rusa de pelo rubio platino que le llegaba hasta la cintura. La muchacha se estaba sujetando en torno al esbelto cuerpo los pliegues de una bata azul de seda. Una tenue sonrisa apareció en sus labios cuando vio a Osman en la puerta. Había llegado el casero a cobrarse el alquiler semanal.
—Dadnos una bomba para atárnosla a la cintura —cantaban los jóvenes que se manifestaban en la calle—. Moriremos con una sonrisa, pues ése es el camino más corto al paraíso.
Desde la ventana de su oficina, situada en el tercer piso de un edificio ubicado en el Teherán suburbano, Alí Mohatarian miraba con una sonrisa al pequeño grupo de manifestantes. La contemplación de los relucientes ojos oscuros de los jóvenes lo reconfortaba en momentos de dudas y vacilaciones como los que ahora estaba atravesando. Aquellos muchachos representaban el futuro, eran la vanguardia de una sociedad nueva y mejor, inspirada por la gran Revolución Islámica iraní. Todos aquellos jóvenes estaban dispuestos a convertirse en agentes de la voluntad divina, en mártires, en miembros de una selecta fraternidad. En la élite del país.
Con su habitual ignorancia, la prensa occidental volvería a hablar de jóvenes que se manifestaban suplicando convertirse en «terroristas suicidas». ¡Qué estupidez! El islam condenaba el suicidio. Aquellos muchachos clamaban por convertirse en mártires, no en suicidas. El martirio era un acto que únicamente se podía alcanzar con la sanción de una autoridad religiosa, y aun en ese caso, sólo cuando tenía como propósito socavar la fortaleza del enemigo infiel.
Socavar la fortaleza del enemigo infiel era lo que pesaba en el ánimo de Mohatarian aquella tarde cuando regresó a su enorme escritorio del siglo XVIII, un recuerdo que dejaron tras de sí los anteriores ocupantes del edificio, el servicio de seguridad del shah, la SAVAK. Había convocado para dentro de unos minutos una reunión del Comité de Operaciones Secretas, el Komiteteh Amaliateh Makhfi, el órgano más secreto e importante del Gobierno revolucionario iraní. En un sentido muy real, el comité actuaba como supervisor de la organización terrorista más temida del mundo. Su cometido era la eliminación de los enemigos del régimen de los mullah tanto en el interior como en el exterior de Irán. Mohatarian se había mostrado implacable en el cumplimiento de esa misión en Europa y Estados Unidos. Sin embargo, ahora el hombre estaba convencido de que el auténtico peligro para el régimen se encontraba en el propio interior del país. El descontento hacia el rígido Gobierno de los mullah aumentaba por doquier. La enorme mayoría obtenida por el presidente Jatamí en las últimas elecciones presidenciales había sido un duro golpe para los hombres como Mohatarian, una devastadora revelación de lo extraordinariamente impopular que se había hecho el régimen islámico. «La revolución agoniza», era la consigna que se susurraba en todas las esquinas de Teherán. Pese a las prohibiciones de los mullah, en el país existía un floreciente mercado negro de productos occidentales. En los hogares de los barrios de clase media de la capital, la gente bebía whisky escocés y vinos franceses, las mujeres desechaban sus velos, bailaban, jugaban, veían películas occidentales en sus vídeos. Cuando la otrora temida Pasdaran, la milicia revolucionaria, llamaba ahora a la puerta, no era para aumentar el número de presos de las cárceles de los mullah, sino para cobrar un soborno.
El régimen había prohibido las antenas parabólicas para evitar que las malignas y decadentes imágenes de la televisión occidental mancillasen la mente y la moral del pueblo. ¿Qué sucedió? Los contrabandistas comenzaron a introducir parabólicas menores y más fáciles de ocultar y Pamela Anderson se había convertido en una admirada diosa del sexo en la tierra del casto y púdico chador negro.
Sin embargo, lo que era mucho más preocupante era el hecho de que la autoridad de hombres como Mohatarian, que eran la base del régimen mullah, estaba siendo puesta en entredicho por los llamados «moderados» que se agrupaban en torno al presidente Jatamí. El propio ayatolá Jomeini había establecido cuáles debían ser aquellos cimientos, y esto quedó bien claro en el artículo cinco de la Constitución nacional: «Velayat e faqih», (La tutela del legislador prudente). En el Irán islámico, la autoridad suprema no debía corresponder a un shah, ni a un dictador, ni a un presidente elegido por sufragio, sino al dirigente religioso más destacado e inflexible del país.
¿Cómo se podía ser «moderado» en la lucha contra los enemigos del islam? Si el glorioso experimento iraní de Gobierno islámico friera desbaratado, el descreído mundo moderno aduciría que el islam no era el marco adecuado para el gobierno de los pueblos, de que la sharia, la ley islámica, no servía para la administración de la sociedad.
Era necesario algo que salvase la revolución, una triunfal exhibición pública de que, lejos de estar agonizando, se encontraba vibrantemente viva, algo que hiciera que todos se diesen cuenta de que la Revolución Islámica iraní era la clave del futuro del islam y, por consiguiente, del mundo.
Mohatarian se retorció la punta de su largo bigote negro, un abstraído gesto que solía hacer cuando las preocupaciones lo agobiaban. Al hombre le faltaban unos meses para cumplir cincuenta años, y tenía el febril y depauperado aspecto de los auténticos ascetas, de aquellos para quienes los placeres de la vida carecían totalmente de importancia. Recogió sus papeles, dirigió una última mirada de afecto a los jóvenes congregados en el exterior y salió hacia la sala de conferencias.
Los ocho miembros del comité secreto se encontraban esperando a que él abriera la reunión. Tras tomar asiento, Mohatarian miró a los reunidos y pensó: «si los norteamericanos supieran que estamos reunidos aquí, entrarían misiles Cruise por cada ventana del edificio».
Los presentes eran Rafiq Dost, el mago financiero del régimen; el profesor Kair Bollahi, que había regresado de Europa con un informe sobre los progresos de la Operación Jalid; Sadegh Izaddine, el comandante de la Fuerza de Choque, la Gouroohe Zarbat; Imad Mugniyah, el líder de la Jihad Islámica, la facción armada de la Hezbollah, y responsable del atentado contra el cuartel de los marines norteamericanos en Beirut, un hombre al que la CIA consideraba su enemigo número uno; el brigadier Ahmed Sherifi, que coordinaba las actividades de la Hezbollah en el golfo Pérsico y había actuado como enlace con los hombres que mataron a diecinueve aviadores norteamericanos en sus cuarteles de Dharan, en Arabia Saudí; Said Djailani, el excombatiente afgano responsable de supervisar la recaudación de los fondos procedentes de la droga que financiaban gran parte de los trabajos de agitación y terrorismo; Ahmed Vahidi, a cargo de la Fuerza Quds-Jerusalén, responsable de la coordinación de los movimientos islámicos en el exterior de Irán que recibían fondos y asesoramiento iraníes, así como de la infraestructura de apoyo necesaria para todas las operaciones de Mohatarian: documentos falsos o auténticos, pasaportes, visados, dinero, casas seguras, armas.
Como era su costumbre, Mohatarian inició la reunión con una evocación de la memoria de su difunto gran líder, el ayatolá Jomeini.
—Hermanos —dijo—. Destruir lo que se opone a nuestro avance supone cumplir la voluntad de Dios. El islam dice: «Matad en nombre de Alá a cuantos puedan desear mataros». No olvidemos nunca las palabras de nuestro gran líder, que en paz descanse: «No me importa que nos comprendan. Lo único que quiero es que nos teman».
Los componentes de su reducida audiencia murmuraron aprobatoriamente Allah Akhbar! (¡Dios es grande!), lo mismo que la congregación de una iglesia baptista hubiera respondido con un coro de «amenes» a las exhortaciones de su predicador.
Mohatarian se volvió a continuación hacia Sadegh Izaddine, el comandante de su Fuerza de Choque.
—Hermano, debemos felicitarte a ti y a los miembros de tu organización por un nuevo trabajo bien hecho.
Izaddine agradeció el elogio con una inclinación y, de entre los pliegues de la holgada túnica que cubría su protuberante estómago, sacó una vieja cartera de cuero de la que extrajo un grueso sobre de papel marrón y lo entregó al Profesor, sentado frente a él en la mesa.
—Espero que dentro esté todo lo que necesitas. Mis agentes no tuvieron tiempo de cerciorarse de que no faltaba nada antes de salir de la casa del traidor. Y, francamente, de todas maneras no creo que hubieran comprendido lo que tú andabas buscando.
El Profesor miró la palabra escrita en farsi en la parte delantera del sobre: «Jalid».
—Tus hombres hicieron un gran trabajo.
El Profesor abrió el sobre con nerviosos dedos, fue sacando uno a uno los documentos que contenía y los fue dejando delante de él en la mesa, con la precisión de una abuela disponiendo sobre una repisa de la cocina los ingredientes de su receta favorita.
Cuando hubo terminado, frente a él había ocho gruesos fajos de papel. Algunos de los documentos eran sencillos, pero la mayoría estaban bellamente grabados con vivos colores y abundancia de dorados, y cubiertos de águilas, banderas y graves rostros masculinos, los fundadores de naciones tan diminutas que los hombres reunidos en la sala de conferencias de Fallahian apenas conocían su existencia.
Eran resguardos de acciones, los títulos de propiedad de ocho compañías distintas. Todos estaban extendidos al portador, lo cual significaba que, a todos los efectos prácticos, cualquiera que los tuviera en su poder controlaba la compañía que tales documentos representaban. Procedían de Panamá, de las islas Turcos y Caicos, de las Gran Caimán, de Singapur. Los lugares en que tales compañías habían establecido sus sedes constituían una especie de Quién es quién de los centros bancarios extraterritoriales.
Protegidos por estrictas leyes de secreto bancario y con una mínima supervisión de las autoridades monetarias locales, aquellos grandes centros extraterritoriales repartidos por todo el mundo se habían convertido en el refugio del 60% del dinero mundial, en paradisíacas islas para los evasores de impuestos, narcotraficantes, delincuentes, estafadores y terroristas como los ocho hombres sentados en torno a la mesa de Alí Fallahian.
Unidos mediante una grapa a cada fajo de resguardos de acciones había dos documentos. El primero era un mandato de procuraduría que autorizaba a un individuo determinado para actuar con plenos poderes en nombre de la compañía representada. En todos aquellos mandatos de procuraduría figuraba un mismo nombre: Tari Harmian.
El segundo documento era una relación de los activos financieros que poseía cada una de las compañías representadas por aquellos resguardos de acciones: bonos del Tesoro estadounidenses, certificados de depósito en oro, depósitos en efectivo, acciones en compañías que cotizaban en Wall Street, el Stock Exchange londinense, la Bourse parisiense y los mercados de valores de Tokyo, Frankfurt y Singapur. En la mayor parte de los casos, tales activos y acciones eran administrados para las ocho compañías por el departamento de administración de bienes de un banco de las islas Gran Caimán. Estas islas no eran más que unos insignificantes arenales situados ochocientos kilómetros al sur de Miami. En 1975, las Caimán eran poco más que unos islotes azotados por los vientos del Atlántico. En la actualidad eran el quinto centro bancario mundial, sede de más de quinientos bancos a través de los cuales todos los años pasaba cerca de un billón de dólares, sin que ninguna autoridad bancaria solvente supervisara ninguna de aquellas transacciones. Los departamentos de administración de bienes de los bancos de las Caimán eran como impenetrables blindajes tras los cuales se ocultaba buena parte de las grandes fortunas mundiales. Por comparación con ellos, los bancos suizos resultaban transparentes.
El Profesor conectó su ordenador portátil y comenzó a comparar los activos anotados a nombre de cada una de las ocho compañías. De todos los presentes, el que lo observaba con mayor fascinación era Said Djailani. Éste sabía que buena parte de los millones de dólares que tenían en sus cuentas bancarias aquellas ocho corporaciones eran producto de las tasas de tránsito que él había recaudado por la morfina base que pasaba a través de sus puestos de control camino de los laboratorios de heroína turcos.
Los intereses que el Tesoro estadounidense pagaba por los bonos que obraban en poder de las compañías del Profesor ayudaban a financiar el programa nuclear iraní. Y también el campamento Janta en las afueras de Baalbeck, donde se preparaba a los mejores agentes de la Hezbollah. Y los trabajos en «las bombas atómicas de los pobres» —es decir, las armas de guerra biológica, química y bacteriológica— que se realizaban en el centro médico Imam Reza de Mashad y en Damghan, al oeste de Teherán.
—Te felicito, hermano —dijo el Profesor mientras desconectaba el ordenador—. Está todo. El traidor no tuvo tiempo de cumplir su amenaza.
—¿Cómo han reaccionado en Londres ante la ejecución del traidor? —preguntó Mohatarian al comandante de la Fuerza de Choque.
—Aparentemente, la policía no nos culpa de ella a nosotros. Al menos, eso parece por los periódicos. Sospechan que la muerte está relacionada con algún tipo de delito financiero. O quizá con el narcotráfico.
Fallahian lanzó una seca risa.
—Es lógico. ¿En qué otras cosas piensan esos estúpidos?
Puso las manos sobre la mesa de conferencias, dispuesto al fin a abordar el tema por el que había convocado aquella conferencia secreta.
—Bien, hermanos, hablemos ahora de la Operación Jalid. Profesor…
El Profesor se puso en pie y se dirigió a la cabecera de la mesa, de modo que pudiera dirigirse a los presentes de modo adecuadamente profesoral.
—Como recordaréis por mi último informe, hemos conseguido extraer los núcleos fisionables de los tres proyectiles nucleares de artillería que obtuvimos en Kazakstán. Como suponíamos, el núcleo era de plutonio doscientos treinta y nueve de muy alta calidad. Cada núcleo pesa cinco kilos y setecientos gramos y fue configurado en forma oval para adecuarlo a su utilización como proyectil de artillería.
El Profesor hizo una breve pausa para cerciorarse de que sus oyentes, legos todos en cuestiones de física nuclear, habían entendido sus palabras.
—Mis expertos en metalurgia han logrado fundir los núcleos ovales para darles forma esférica, lo cual resultaba fundamental para obtener con ellos la máxima fuerza explosiva.
—¿Qué potencia tiene la explosión de la que hablamos? —preguntó Imad Mugniyah.
La bomba que este hombre había hecho explosionar en el cuartel de los marines de Beirut había sido la detonación no nuclear aislada más fuerte desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
—Sería posible obtener treinta kilotones de cada esfera. Sin embargo, lo más probable es que sean sólo veinte o veinticinco.
—¿Y eso qué significa? ¿Qué efectos tendría una explosión de esa fuerza sobre una ciudad?
—Significa que una de esas bombas, debidamente colocada, borraría prácticamente a Tel Aviv de la faz de la tierra.
Un reverente silencio, acorde con la magnitud de las palabras recién pronunciadas, acogió tal declaración.
—Al fin —murmuró alguien, rompiendo el silencio—. Al fin tenemos en nuestras manos el medio para destruir a Israel.
—No, todavía no —dijo el Profesor—. Ese día puede llegar, pero aún no ha llegado. Aún tenemos por delante una larga y difícil tarea.
—¿Hasta qué punto difícil? —preguntó Mohatarian—. Es posible que necesitemos tus armas antes de lo que pensamos.
—Eso es imposible decirlo. Pero, desde nuestra última reunión, hemos efectuado grandes avances. Mis expertos en armas han trabajado sin descanso para conseguir un diseño que permita extraer la máxima fuerza explosiva de cada una de esas tres esferas nucleares que os acabo de mencionar. Ésa es la clave de nuestro éxito. Por daros un ejemplo, la bomba que destruyó Nagasaki utilizó menos del dos por ciento de su capacidad destructiva. Mis expertos han hecho pruebas exhaustivas en nuestros más sofisticados ordenadores. Están convencidos, y yo comparto su convicción, de que si logramos montar esas tres esferas de plutonio de acuerdo con su diseño, nos será posible hacerlas explosionar con una fuerza auténticamente terrorífica.
—¿Cómo las haremos detonar? —preguntó Mugniyah.
Todo lo referente a la fabricación de armas explosivas le fascinaba.
—Si así lo deseamos, por medio de una señal de radio transmitida a distancia.
—¡Fantástico! —exclamó Mugniyah—. Podríamos llevar las bombas a su destino en un camión, como hice en Beirut.
—Sí, claro que podríamos hacerlo.
—Entonces, si ya tenemos el plutonio y el método para hacerlo detonar, ¿a qué esperamos?
—Nos faltan dos artefactos de alta tecnología que son básicos para el funcionamiento del plan diseñado por nuestros expertos.
—¿De qué artefactos hablas? —preguntó Mugniyah—. ¿Por qué no los tenemos ya? Dinero no nos falta.
—Hacernos con ellos puede ser la fase más difícil de la Operación Jalid —dijo el Profesor—. Mucho más difícil de lo que nos resultó conseguir los tres proyectiles de artillería.
—O pagarlos.
Rió Mugniyah, que había participado en el plan para falsificar un billete de cien dólares. El hombre era un asesino sin escrúpulos, pero no carecía de sentido del humor.
—Los artefactos que necesitamos se llaman capacitores y krytrones —siguió el Profesor.
Por la cara que pusieron todos sus oyentes, quedó claro que ninguno de ellos había oído hablar de tales cosas.
—Bueno, ¿dónde podemos adquirirlos? —preguntó alguien.
—No podemos adquirirlos, porque somos los odiados iraníes y nadie nos los querrá vender —replicó el Profesor—. Los norteamericanos son los únicos que venden krytrones del tipo que necesitamos, y harán todo lo posible por impedir que nosotros los consigamos. Pero… Insh’alla, tal vez no consigan evitarlo.
—¿Por qué? —preguntó Mugniyah, receloso.
—De momento, no deseo extenderme más. Pero tengo una idea que tal vez nos permita hacemos con ellos. Se trata de un plan que requerirá de algún tiempo. Y puede resultar costoso. Afortunadamente, y gracias a nuestro hermano Djailani, el dinero no será problema. Y gracias a nuestro hermano Izaddine, ahora tenemos pleno control sobre nuestros fondos. No deseo pecar de excesivamente confiado, hermanos, pero estoy convencido de que, en poco tiempo, obtendremos lo que deseamos.
Mohatarian meneó la cabeza, como dando la bendición a la profecía que acababa de formular el Profesor. No sonrió. Al más destacado de los terroristas iraníes sonreír le costaba tanto como a una mujer que acabara de hacerse su quinto estiramiento facial.
—Dispondrás de cuanto tiempo necesites, hermano. Tu devoción hacia nuestra gran causa nunca ha Saqueado. Mientras tú te afanas en tu tarea, nosotros debemos decidir y planear cómo utilizaremos esas espléndidas armas cuando tú nos las entregues. —El hombre se volvió hacia Mugniyah—. Quiero que te dirijas al campo de Janta y escojas a los mejores y más valerosos soldados para que lleven nuestras bombas hasta el propio corazón de las tierras de Israel.
El campo de Janta era el centro de adiestramiento más sofisticado de la Hezbollah. Muchos de los jóvenes de uno y otro sexo que allí se encontraban habían sido escogidos porque no tenían aspecto árabe y porque hablaban con fluidez alguno de los idiomas europeos. En cierto modo, aquélla era la élite de la Hezbollah, jóvenes dispuestos a llegar al máximo sacrificio y que además podían hacerse pasar por alemanes, franceses, españoles o anglosajones.
—Debes comenzar los preparativos del plan, de un plan infalible —continuó Mohatarian—. Israel no debe disfrutar de paz ni de seguridad en la tierra de nuestros hermanos islámicos. Eso que llaman proceso de paz es una completa abominación. Nuestra guerra con Israel sólo terminará cuando Israel haya desaparecido por completo de Dar el Islam.
—Antes de dar por concluida esta reunión —intervino el Profesor— deseo tocar un punto clave. Para nosotros, lo más importante es mantener en el más absoluto de los secretos la Operación Jalid. Los únicos que deben conocer la existencia de nuestro proyecto son mis ingenieros y los que nos encontramos en esta sala. Para tratar de nuestro proyecto no debemos hacerlo ni por escrito, ni por teléfono ni por radio. Ni siquiera debemos hablar de él de una habitación a otra de este edificio por el teléfono interno. Los americanos tienen una capacidad endiablada para interceptar comunicaciones. Por fortuna, ahora disponemos de un modo seguro de eludir su vigilancia.
El Profesor procedió a continuación a contar detalladamente el funcionamiento del equipo codificador que había comprado en Suiza.
—Todas las comunicaciones referentes a la Operación Jalid deben hacerse única y exclusivamente por medio de ese nuevo sistema.
—Se hará como dices —asintió Mohatarian—. Y aún más importante, nadie debe hacer mención de nuestro proyecto a ninguno de los moderados que forman en el bando de Mohammed Jatamí. —Dirigiéndose al Profesor, preguntó—: ¿Cuándo regresarás a Europa?
—Salgo mañana para Alemania.
—Que Dios bendiga tu noble trabajo.
La noche ya había caído hacía rato en el Mediterráneo oriental cuando una camioneta Dodge se desvió de la E-80, la Autopista Transeuropea, y entró en la vía de acceso al alani —zona de descanso— de Gebeze, cincuenta kilómetros al este de Estambul. El chófer conducía tan despacio que daba la sensación de que intentaba meter su vehículo a hurtadillas en la enorme explanada.
Poco justificado estaba tal sigilo. El área de descanso, del tamaño de un par de campos de fútbol, se encontraba casi desierta. Media docena de camiones, cuatro de ellos remolques TIR, estaban diseminados por la enorme explanada, y sus oscuras formas parecían elefantes pastando en un claro de la jungla en mitad de la noche. En el borde exterior de la zona de estacionamiento brillaba la débil luz amarilla de la caseta que alojaba los servicios y un pequeño café. Por lo que el Halcón pudo ver cuando pasó frente a ella en la camioneta, la pequeña construcción estaba vacía. Ninguno de los camiones estacionados tenía encendidas las luces de la cabina. Probablemente, todos los chóferes dormían en los camastros de detrás de los asientos. No se veía ni un solo coche privado.
El Halcón encontró el vehículo que buscaba cerca de la salida, apartado del resto de los TIR de la explanada, como un elefante expulsado de la manada por sus compañeros. Rodeó el camión y estacionó de modo que la parte trasera de la camioneta quedase paralela a la parte trasera del TIR.
El Halcón encendió un cigarrillo, se apeó de la camioneta y paseó unos momentos por la zona de estacionamiento, tratando de detectar algún indicio de emboscada policial. La policía rara vez hacía acto de presencia en aquellas áreas, pero cuando uno trabajaba para los Osman no corría ningún riesgo. Sin embargo, lo único que vio fue el lejano brillo de la luna sobre el mar de Mármara.
Tranquilizado, regresó con lento paso al camión de la TNZ, trepó a la portezuela de la cabina y golpeó ligeramente en la ventanilla. Apareció un rostro soñoliento y luego una invisible mano hizo bajar unos centímetros el cristal.
—Naranjas —dijo el Halcón—. Vengo a por las naranjas.
—Efendim… —replicó el conductor, y el Halcón supuso que la palabra, que significaba «señor», era todo el turco que el chófer iraní sabía.
«Llevamos dos mil años viviendo junto a estos tipos —se dijo el Halcón—, y aún no somos capaces de entendemos entre nosotros».
Naturalmente, el chófer sabía que transportaba droga, pero no tenía ni idea de dónde estaba oculta. Si lo hubiesen detenido unos agentes de aduana recelosos, él no habría podido decirles nada que los ayudase a encontrarla. El Halcón, sin embargo, sabía exactamente dónde se hallaban las «naranjas», y se encaminó hacia su escondite en la parte posterior del camión. El chófer se durmió de nuevo en el camastro, pues no le pagaban para trajinar con droga.
En la parte trasera del TIR, el Halcón localizó la barra de soporte de las luces, y pasó lentamente las puntas de los dedos por su superficie interna hasta encontrar lo que buscaba, un botón no mucho mayor que el grano de un adolescente. Lo oprimió. El panel que ocultaba la portilla de sesenta centímetros que daba acceso al escondite situado en la parte inferior de la plataforma de carga se abrió. Ahora cuanto tenía que hacer el Halcón era agarrar los bordes de la bandeja de madera sobre la que estaba la morfina base y comenzar a sacarla de la trampilla.
Trabajó con toda la rapidez posible. Aquéllos eran los momentos críticos. Si ahora aparecía un coche patrulla porque un policía deseaba orinar o echar un sueño, estaba perdido. Descargar la morfina base le llevó poco más de veinte minutos. Al terminar, el Halcón volvió a colocar la bandeja en su sitio, cerró el panel y se alejó en su camioneta. No se molestó en despertar al chófer. ¿Para qué?
Tras recorrer unos kilómetros, se salió de la autopista hacia el destino señalado por un indicador de carretera: «Feribot», (transbordador). El Halcón había calculado su llegada de forma que su vehículo fuera el último que accediera al transbordador. De este modo podía tener la certeza de que nadie había seguido a su Dodge. También se cercioró de que el suyo fuera el último vehículo que desembarcó del transbordador en Yalova. De esta forma volvió a tener la seguridad de que nadie lo seguía mientras él conducía por la carretera costera que bordeaba el pequeño cabo que penetraba en el mar de Mármara desde Izmit. En la aldea de Taskopru se desvió a la izquierda por el camino de tierra que trepaba por las montañas que se alzaban sobre la ensenada.
El laboratorio estaba a menos de un kilómetro de la aldea de Kabakli Kogu, consistente en una docena de primitivas casas congregadas en torno a la mezquita. Junto a ésta se alzaba un ayuntamiento construido en 1933 para que el mullah y sus feligreses se enterasen del nacimiento de la nueva y secular Turquía de Mustafá Kemal Ataturk. El laboratorio en sí ocupaba un promontorio desde el que se dominaban trece hectáreas de tierra baldía. Una docena de mustios manzanos, que un agente inmobiliario con imaginación describió como «huerta», crecía al borde del barranco situado en el extremo del promontorio.
Sin embargo, precisamente en aquel barranco se encontraba el precioso y vital elemento que decidió a Osman a comprar la propiedad en cuanto la vio: un pozo de agua enormemente productivo.
Disponer de agua abundante era un factor crítico para el funcionamiento de un laboratorio de heroína. De aquel pozo, los trabajadores podían sacar toda la que necesitasen para su trabajo sin que a ninguna compañía de abastecimiento de agua le resultara sospechoso un consumo tan enorme para irrigar trece hectáreas de tierra baldía. Una vez usada, podían arrojarla de nuevo a la montaña, donde desaparecerían los rastros de los ingredientes químicos utilizados para el proceso de refinado.
El laboratorio no era mucho mayor que un garaje para dos coches. Los aleros del tejado disponían de bisagras, de modo que pudieran ser levantados durante el proceso de conversión para evacuar los gases nocivos que se producían. El resultado final se parecía tanto a un laboratorio propiamente dicho como una tartana se parece a un Rolls-Royce. Era tosco, primitivo y miserable, y se mezclaba a la perfección con el entorno en que estaba ubicado. Desde 1992, cuando se utilizó por primera vez para procesar morfina base, el laboratorio había producido cerca de 2500 kilos anuales de droga, dos toneladas y media, una contribución impresionante a las exportaciones anuales turcas de heroína.
El laboratorio contenía un elemento añadido por el propio Osman. Se trataba de un sótano excavado en la falda de la montaña y al que se accedía por una trampilla que, cuando el laboratorio no estaba en funcionamiento, permanecía cubierta de tierra. Era en aquel sótano donde los tres trabajadores del laboratorio guardaban los bidones de 250 litros de anhídrido acético y éter, una mezcladora de las que se utilizaban en hostelería y los barreños de plástico de un metro de diámetro, todo el equipo necesario para el trabajo. Si alguien entraba en el laboratorio cuando éste no se encontraba en funcionamiento, no veía más que un cobertizo de herramientas como tantos otros.
El Halcón se detuvo frente al laboratorio e hizo un cambio de luces. La entrada estaba cerrada por medio de una reja blanca de hierro, la mitad de la cual colgaba como una bandera a media asta de una rota bisagra. Respondiendo a su señal, dos sombras salieron corriendo de la cabaña y fueron a abrir la puerta. El Halcón avanzó con la camioneta por el costado de la cabaña hasta la puerta del laboratorio.
El Halcón se dirigió a la cabaña, dejando que los dos trabajadores se ocuparan de llevar a la mesa dispuesta en el interior del cobertizo los 210 sacos de morfina base de la camioneta. En la sala de la cabaña había otros dos hombres, mirando un vídeo pornográfico alemán en el que todos los gruñidos y gemidos se habían traducido meticulosamente al turco mediante subtítulos. Uno de ellos era el hombre clave de la operación, el químico o «cocinero». Éste era un hombre cercano a la cincuentena, de más de metro ochenta, flaco, con el canoso pelo cortado a cepillo, mejillas hundidas y expresión distante y melancólica. Como todos los cocineros de los laboratorios clandestinos de Turquía, recibía el respetuoso tratamiento de «doctor» y, como casi todos sus colegas, era un adicto sin remedio a la tóxica sustancia que elaboraba. Los vapores que se producían en el proceso de conversión hubieran bastado para drogar a un elefante. Los otros trabajadores podían salir al aire libre de cuando en cuando, pero no el doctor. Él debía permanecer en el cobertizo, supervisando las operaciones, limitando en lo posible la inhalación de los tóxicos gases por medio de una mascarilla quirúrgica. Él y los otros cocineros adictos eran refutaciones ambulantes a la absurda idea de que la heroína fumada no crea hábito.
A causa de su adicción, el doctor, como muchos de sus colegas, cobraba una parte de sus honorarios en efectivo y otra en heroína, una táctica que utilizaban quienes los empleaban para mantenerlos dóciles y manejables entre cargamento y cargamento de heroína.
Nada más absurdo que pensar siquiera que el título de «doctor» implicaba en aquel caso algún conocimiento, por mínimo que fuera, de cuestiones académicas. El hombre había terminado de milagro la enseñanza primaria. Como la mayor parte de los buenos cocineros turcos, aprendió el oficio siendo niño en la provincia de Lice a fines de los años sesenta, viendo trabajar a otro cocinero, que era además tío suyo. A tales conocimientos prácticos básicos del proceso de conversión de la base en heroína, él, como todos los buenos cocineros, había añadido una particular intuición para el trabajo. Lo mismo que existen chefs que parecen materialmente incapaces de elaborar una mala salsa, existen doctores que poseen un genio innato para la conversión de la morfina base en heroína.
En cierto modo, aquel turco semianalfabeto era descendiente directo del padrino de los modernos químicos de heroína, un marino mercante francés carente de toda instrucción llamado Joseph Cesari, santo patrón de la famosa French Connection. En la cocina de una granja de Provenza, a cincuenta kilómetros de Marsella, Cesari producía una heroína que alcanzaba un asombroso 98% de pureza, hazaña que cuarenta y cinco años más tarde pocos cocineros lograban igualar. Cuando, en 1964, la policía francesa descubrió al fin el laboratorio de Cesari, los agentes invitaron a un profesor de química de la Universidad de Marsella a que lo inspeccionase.
—¿Un laboratorio? —preguntó el hombre tras dirigir una desdeñosa mirada a las instalaciones—. Esto ni siquiera es una cocina decente.
Luego le mostraron la fórmula de Cesari para el proceso de conversión. El profesor se rió de ella, diciendo que: «Esto es como lo que utilizaba mi abuela para hornear el pastel de chocolate».
Al ver aparecer al Halcón por la puerta, el doctor detuvo el vídeo pornográfico a mitad de orgasmo y se puso en pie.
—Bueno, ¿cuándo empezamos?
—Cuando gustes.
El doctor cogió un reloj despertador, lo sincronizó con su propio reloj y luego salió por la puerta hacia el cobertizo. El proceso que iba a iniciar duraba veinticuatro horas y constaba de diecisiete pasos distintos. Una vez empezado, no podía interrumpirse sin perder toda la droga que se estaba cocinando.
El doctor comenzó pesando en su balanza cuarenta de los sacos de un kilo de la base obtenida por Ghulam Hamid, para verificar la exactitud del peso. Luego arrojó su contenido en el primero de los tres grandes barreños del cobertizo. Podía procesar cuarenta kilos de base diarios, una notable mejora del récord de Joseph Cesari, pero, por lo demás, el proceso que acababa de iniciar había cambiado muy poco desde los días en que el marino mercante francés se convirtió en el Brillat Savarin de los cocineros de heroína.
A continuación pesó un kilo de anhídrido acético, un líquido incoloro y altamente inflamable. La proporción era un kilo por cada uno de los cuarenta kilos de base. Los bidones de los que sacaban el producto aún llevaban el nombre de la firma productora, Hoechst GmbH de Frankfurt, la mayor fabrica de productos químicos de Alemania. Turquía no producía ni un solo bidón de anhídrido acético, ingrediente que se utilizaba, entre otras cosas, en insecticidas, medicinas y para el revelado fotográfico.
Al ser el anhídrido acético un elemento tan básico para la conversión de morfina base en heroína, en 1988 las naciones europeas firmaron en Viena un tratado por el cual, supuestamente, se controlaban las exportaciones del material cuando existían motivos para temer que fuera a hacerse un uso ilegal de él. En un gesto de flagrante indiferencia hacia las limitaciones legales que imponía el tratado, en 1993 Hoechst accedió a enviar nada menos que doscientas toneladas del material en el plazo de un año a una compañía siria que operaba en el puerto libre de Abu Dhabi. Por entonces, el departamento estadounidense de lucha contra el narcotráfico calculaba que los turcos exportaban cerca de ochenta toneladas de heroína al año. Así que, cumplimentando un solo pedido, Hoechst se había prestado a enviar suficiente anhídrido acético para procesar el equivalente de toda la heroína que Turquía exportaría a Europa durante los treinta meses siguientes.
Cuando, cumpliendo las normas establecidas por el tratado, el empleado que debía autorizar la venta preguntó para qué se iba a utilizar el producto, fue informado de que se emplearía en fabricar champú para camellos. El camello no forma parte de la fauna de Abu Dhabi, y la cantidad de anhídrido acético era más que suficiente para lavarles el pelo varias veces a todos los camellos del mundo. Sin embargo, el empleado de Hoechst procedió a dar el visto bueno a la venta.
Naturalmente, el anhídrido acético no sirvió para enjabonar la joroba de un solo camello. La policía turca capturó dos enormes alijos del producto cuando los narcotraficantes intentaron pasarlos de contrabando a Turquía. El anhídrido acético del cobertizo del doctor pertenecía a los cientos de bidones que no fueron interceptados durante el viaje a los laboratorios ilegales.
Lenta y cuidadosamente, el doctor vertió los cuarenta kilos del producto sobre los parduscos granos de la morfina base que llenaban el barreño. El anhídrido acético comenzó a mezclarse con la base, convirtiéndola en una amarronada papilla. El doctor llevó la mezcladora de hostelería al barreño, la conectó a uno de los generadores diésel y empezó a batir la mezcla para acelerar el proceso. A los pocos minutos ya estaba fraguándose otra enorme tarta de chocolate de la abuela al estilo Joseph Cesari.