Era un sueño al fin hecho realidad, un sueño que para el coronel Dimitri Wulff llevaba años fraguándose. Segundos antes, el capitán del vuelo 847 de la Cyprus Airways procedente de Moscú había pronunciado la frase mágica.
—Señoras y señores, nos disponemos a aterrizar en el aeropuerto internacional Larnaca.
Mirando por su ventanilla, Wulff vio las luces que festoneaban el litoral de Chipre, relucientes diamantes que parpadeaban en el negro terciopelo de la noche. ¿Sería posible que estuviese realmente sobre Limassol? Limassol, donde Ricardo Corazón de León había coronado a su reina y donde él pronto coronaría a la suya, Nina, la pelirroja exmodelo de ojos verdes, veinte años más joven que él, cuya mano él tenía firmemente sujeta en aquellos momentos.
Wulff suspiró y apoyó la cabeza en el respaldo de su asiento. Ya todo había terminado. Aquello era la culminación, el ansiado climax por el que llevaba más de seis años planeando y maquinando. En el baqueteado maletín de cuero rojo metido bajo el asiento de delante estaban las llaves de la tierra prometida. Durante años, se había esforzado por mantenerlas ocultas a las miradas de sus colegas, sus superiores y su esposa. Ahora, al fin, tanto él como ellas habían llegado a puerto seguro, terminado ya su largo y arduo viaje.
En el maletín iban también los resobados folletos informativos del conjunto residencial Les Sirenes, sito en la costa mediterránea de Limassol. Aquél era su segundo destino en Chipre. Nina y él ya habían escogido su vivienda, un apartamento de dos dormitorios en la quinta planta, desde cuyo balcón se dominaban las azules aguas del Mediterráneo. Pasarían perezosamente las mañanas en la playa, bajo un cielo sin nubes, almorzarían junto a la piscina olímpica del conjunto residencial, beberían vino blanco en una atmósfera perfumada por el aroma de los limoneros y las lilas, y harían el amor hasta el agotamiento bajo la luz del crepúsculo de aquella mágica isla, situada en la encrucijada de tres continentes, y que, de forma muy adecuada, era la legendaria cuna de Afrodita, la diosa griega del amor y la belleza.
Qué lejos quedaba todo aquello de Moscú, una ciudad cuyos horizontes eran tan negros como su futuro. Una ciudad llena de intrigas y corrupción, cuya atmósfera estaba saturada del fétido hedor de una sociedad que en tiempos fue grande, pero que ahora estaba dominada por el caos y la delincuencia. Wulff había sido un miembro distinguido de aquella gran sociedad, hasta que Gorbachov, Yeltsin, Chubais y la demás gentuza convirtieron el gran sueño socialista en una pesadilla de mafias y gángsteres. Vestido con su inmaculado uniforme de coronel de las fuerzas de artillería de élite del Ejército Rojo, Wulff había sentido sobre sí el respeto y la admiración de sus conciudadanos cuando caminaba por las calles de la antigua Unión Soviética, fuera en Moscú, en Smolensko o en Almaty. Él había sido una persona privilegiada hasta que aquellos cerdos trataron de convertirlo… ¿en qué? En un mendigo. ¿Y qué había sido de su amado Ejército Rojo, al que había dedicado toda su vida, el que fue orgullo de un gran pueblo y temor de todos sus enemigos? ¿Qué habían hecho con la mayor fuerza militar del mundo? La convirtieron en una caótica turba, mal entrenada, mal equipada, indisciplinada, mal alimentada, mal albergada, incapaz de derrotar a la chusma mañosa de Chechenia. Y, como último e imperdonable insulto, también mal pagada. Bueno, al menos él había conseguido sobrevivir al caos provocado por aquellos cerdos.
Cuando el avión terminó al fin de rodar por la pista, Wulff salió de sus ensueños. Se inclinó sobre Ninotchka y la besó en la mejilla.
—Bueno, pequeña choopchik, lo conseguimos —dijo. Luego se puso bajo el brazo el maletín y salió con su compañera del avión.
Una vez que hubieron cumplido los breves formalismos de inmigración, se dirigieron a la zona de recogida de equipajes.
—Espérame aquí, cariño —dijo Wulff—. Tengo que hacer una diligencia.
Una de las características que distinguen a la república de Chipre es una serie de leyes económicas y monetarias que tienen como fin convertir la isla en un importante centro de operaciones financieras y bancarias transnacionales, empresa en la que los chipriotas han conseguido un notable éxito. En las calles de Nicosia, la capital, podían encontrarse sucursales de bancos de todo el mundo. En la isla tenían sus oficinas más de setecientas grandes empresas comerciales, y miles de firmas privadas de menor entidad.
Entre las normas —o, en opinión de algunos, la falta de normas— que gobernaban las actividades financieras de la isla, había una que estipulaba que cualquier persona que llegara a la isla tenía derecho a llevar consigo cualquier cantidad de dinero en cualquier tipo de moneda, siempre y cuando la declarase a su llegada. Luego no tenía más que depositar el dinero en cualquiera de la infinidad de bancos extranjeros existentes en la isla, y transferirlo a cualquier lugar del mundo. Aquélla era una norma sumamente apreciada por los profesionales del blanqueo de dinero y la evasión fiscal.
Mientras Nina esperaba a que apareciera el equipaje de ambos, el coronel se dirigió al mostrador de declaración de divisas, situado junto a la zona de recogida de equipajes, y llenó su declaración, que no sorprendió en absoluto al aburrido funcionario chipriota que lo atendió. A fin de cuentas, durante la temporada alta de 1996, menos de cincuenta visitantes extranjeros habían declarado a su llegada más de veinte millones de dólares en distintas monedas, dinero más que suficiente para costearse unas excelentes vacaciones.
Con el viejo maletín bajo el brazo, Wulff volvió en busca de Nina y el equipaje. Salieron del aeropuerto y tomaron un taxi para realizar el trayecto de cincuenta kilómetros hasta el Holiday Inn de Nicosia. Haciendo uso de la cautela a la que se había habituado durante sus años en el Ejército Rojo, Wulff decidió llamar al servicio de habitaciones para que les sirviesen la cena en la suite. La celebración tendría que aguardar hasta la noche siguiente. Sin embargo, una parte de tal celebración no fue pospuesta. Cuando se durmió, Wulff era un hombre exhausto. Su energía quedó felizmente agotada por las inexorables demandas de su joven compañera. Antes de quedarse voluptuosamente dormido, sólo tuvo tiempo para un pensamiento: ya tenía un pie en el paraíso.
A las nueve de la mañana siguiente, Wulff aguardaba ya a las puertas del Sovereign Guarantee Trust, en el bulevar Makarios. En cuanto explicó el motivo de su visita a la bonita recepcionista chipriota, fue conducido al despacho del vicepresidente encargado de las nuevas cuentas del banco. John Iannides.
Iannides pidió dos tazas del negro y fuerte líquido que, en la parte griega de Chipre, jamás recibe el nombre de café turco. Luego comenzó a explicarle al coronel las grandes ventajas que ofrecía el banco a sus futuros clientes. El coronel, por ejemplo, tal vez quisiera aprovecharse de las leyes corporativas chipriotas para formar su propia compañía en el extranjero. Luego podía cambiar la sede de su compañía y radicaría, por ejemplo, en la sede central del banco, en las islas Caimán, eludiendo así el pago de impuestos chipriotas por cuantos negocios realizase la empresa fuera de la isla.
Pese al desprecio que le merecían los nuevos amos capitalistas de Rusia, Wulff estaba familiarizado con los entresijos del sistema de libre empresa. Plenamente consciente de las ventajas que obtendría formando su propia corporación, indicó al banquero que eso era justo lo que deseaba hacer.
Iannides indicó con una inclinación de cabeza lo sabia que le parecía la decisión del coronel. Las nuevas corporaciones chipriotas, explicó, no podían emitir acciones en blanco o al portador, como ocurría en notorios centros de blanqueo de dinero como Panamá. Al decirlo, su cara era similar a la que habría puesto al morder uno de los famosos limones de la isla. Con tal expresión pretendió indicar al coronel la enormidad del abismo que separaba a la república de Chipre de paraísos fiscales como Panamá.
No obstante, se apresuró a añadir que, si el coronel no deseaba que en las acciones de su corporación figurasen los nombres de los accionistas, según las leyes chipriotas existía un modo de mantenerlos en el anonimato. Las acciones de la nueva corporación serían emitidas a nombre de un accionista nominal escogido personalmente por el coronel. Por ejemplo, él, John Iannides, podría aparecer en las acciones como titular nominal. Una vez provisto de un poder notarial, Iannides podría realizar cuantas transacciones comerciales el coronel le indicase. La identidad del coronel como propietario real de las acciones de la corporación tan sólo sería conocida por el Banco Central de Chipre, y éste se comprometía a no descubrir ante nadie la identidad del propietario de una corporación, salvo en el caso de una investigación criminal sumamente seria y bien documentada.
El coronel estuvo de acuerdo en que hacer las cosas como Iannides indicaba sería lo más acertado y, a continuación, preguntó:
—Si deseo adquirir una vivienda en Limassol, ¿puede la corporación hacerlo en mi nombre?
—Claro que sí —repuso Iannides—. Siendo yo su representante nominal, garantizaría ante el consejo de ministros que la corporación y su propietario no poseen otras propiedades residenciales en la república. Ése es el único requisito que debe usted cumplir. Recibirá usted autorización para comprar su vivienda y habitarla por el tiempo que desee. Y, en calidad de residente extranjero retirado, los impuestos que tendrá que pagar aquí serán sólo del cinco por ciento de cualesquiera cantidades que usted desee traer a Chipre.
Una expresión de felicidad casi total iluminó el rostro normalmente sombrío del coronel.
—Da —dijo—. Formemos esa corporación.
Iannides sacó del cajón de su escritorio los papeles necesarios para formar una nueva empresa y abrirle una cuenta bancaria.
—¿Su primer depósito será de…?
—Un millón seiscientos mil dólares.
—¿En…?
—Efectivo.
La respuesta no sorprendió a Iannides, que desde el primer momento había advertido la fuerza con que el coronel sujetaba su maletín de cuero rojo. Éste, naturalmente, podría haber contenido cualquier otro instrumento financiero, bonos al portador o certificados de depósito en oro, pero pocos eran los rusos que habían alcanzado tales niveles de sofisticación financiera, y los instrumentos que solían usar eran dólares o marcos alemanes. Y tampoco sorprendió al banquero la cantidad mencionada por el coronel.
Wulff se desabotonó el cuello de la camisa y desenganchó de la cadena que le pendía en torno al cuello una llave que utilizó para abrir el maletín. Allí estaba su tesoro, dieciséis fajos de mil billetes de cien dólares: cien mil dólares por fajo. Estaban envueltos en un ya amarillento ejemplar del Pravda del 19 de abril de 1992, la fecha en que contó cuidadosamente los billetes, hizo fajos con ellos y, por último, ocultó el maletín que los contenía en un hueco hecho por él ex profeso tras el panel de uno de los armarios de su apartamento en Moscú.
A partir de ese momento se pasó años casi paralizado por un terror: el de que las llamas de un incendio en el apartamento devorasen su tesoro. Para evitar eso, e invocando los horrores del cáncer o del infarto, obligó a su esposa a que dejara como él de fumar. Y ahora, al fin, allí estaba su tesoro, sobre el escritorio de un banquero, a punto de desaparecer en el enorme y anónimo océano del sistema bancario mundial.
Iannides dejó que fuera el propio coronel quien deshiciera los pequeños fajos. A Wulff parecía producirle tanto placer tocar su dinero que resultaba una lástima privarlo de tal delicia. Él, mientras tanto, había sacado de un cajón un contador de billetes Brandt. Habida la cantidad de depósitos en efectivo que se recibían, un buen contador de billetes identificaba a un banquero chipriota moderno del mismo modo que la estrella de latón identificó en tiempos a los sheriffs del Oeste norteamericano.
Mientras el coronel lo observaba con ojos muy abiertos, Iannides hizo pasar los billetes de a cien de los fajos a través del contador, que al funcionar producía un suave y armónico rumor. Como era de esperar, la cuenta del coronel era exacta, dieciséis mil billetes de cien dólares, un millón seiscientos mil en total.
Iannides pasó a continuación a ocuparse del papeleo necesario para crear la corporación del coronel y abrirle la cuenta bancaria correspondiente. Hecho esto, sólo quedaba un trámite por cumplir.
—El dinero que usted nos confíe, lo entregaremos al Banco Central de Chipre. Una vez que lo inspeccionen y den su visto bueno, los del Banco Central acreditarán en nuestro haber un millón seiscientos mil dólares, y luego nosotros podremos acreditarle a usted esa suma en la cuenta de su corporación.
»Existe otro trámite que debemos hacer —siguió Iannides—. No sé si lo sabe, pero hay en circulación gran cantidad de billetes falsos de cien dólares.
El coronel se encogió de hombros, indiferente.
—Eso dicen en Moscú; pero este dinero no procede de Moscú.
—Espléndido. Lo que, para nuestra protección y la suya, debemos hacer es fotografiar cada uno de esos billetes antes de mandarlos al Banco Central. De este modo, si el Banco Central descubre la existencia de algún dinero falso en los depósitos que le hagamos, nos es posible identificar al propietario de los billetes y ajustar su saldo en consecuencia.
—¿Y no pueden detectar las falsificaciones ustedes mismos?
—Pues no, porque se trata de falsificaciones sumamente sofisticadas. Para fotografiar el dinero utilizamos un tablero especial en el que caben cuatrocientos billetes cada vez. Así que, en el caso de su depósito, necesitaremos cuarenta fotos. Como se trata de su dinero, estoy seguro de que deseará usted estar presente durante la sesión fotográfica. De ese modo no le cabrá duda alguna de que el dinero que fotografiamos es el suyo y no el de otro. Por este motivo, le rogaremos que firme cada una de las fotos según vayan saliendo. ¿Está usted de acuerdo?
—Quisiera estar en Limassol a la hora del almuerzo.
—No se preocupe: tendrá tiempo de sobra. Además, daré orden de que un coche del banco lo lleve hasta allí en cuanto hayamos terminado.
Wulff sonrió. Aquella gente lo estaba tratando con respeto, como lo trataban en la Unión Soviética antes de que los malditos reformistas se hicieran con el poder.
Iannides lo condujo a la sala de fotografía, en la que, sobre una mesa, había un tablero de contrachapado lleno de huecos del tamaño de un dólar. Los primeros cuatrocientos billetes del coronel fueron colocados en los huecos. En el centro había una tarjeta con el nombre de Wulff, el número de su pasaporte y la fecha de su llegada a Chipre. La cámara estaba en alto. Cuando el tablero estuvo listo, se atenuaron las luces, se hizo la foto y el proceso se repitió con otros cuatrocientos billetes.
Terminaron bastante antes del mediodía. Iannides acompañó al coronel al coche del banco.
—Disfrute de su almuerzo —dijo el banquero—. Los papeles de su corporación estarán listos en cuarenta y ocho horas y luego, si lo desea, podrá comprarse su casa en Chipre. Como dice Otelo en la gran obra de Shakespeare: «Bien venido a Chipre, señor».
John Iannides regresó a su banco mediada la tarde, tras un tardío almuerzo. Para entonces, los rollos fotográficos de los billetes de cien dólares del coronel estaban revelados y copiados. Los billetes originales ya habían salido hacia el Banco Central en un furgón blindado. Llevado por la prudencia y también por la curiosidad, Iannides decidió echarle un vistazo a uno de los rollos para ver si entre el dinero del coronel había alguna falsificación. Pidió al encargado de fotografía que escogiese un rollo al azar y se lo llevase.
Iannides puso la primera foto sobre su escritorio y comenzó a estudiarla, aunque él no era experto en detectar la ultrasofisticada falsificación del billete estadounidense de cien dólares bautizada como «superbillete», que circulaba por los mercados monetarios mundiales. El billete era la falsificación más exacta de la historia, una copia tan perfecta del original, que el Gobierno de Estados Unidos se vio obligado a emitir un nuevo billete de cien dólares en febrero de 1996. Sin embargo, para no fomentar el pánico, el Departamento del Tesoro estadounidense no los retiró, por lo que miles, si no millones, de billetes falsos seguían circulando libremente. Como todos los banqueros del mundo, Iannides había recibido del Departamento del Tesoro una circular con instrucciones detalladas para distinguir los billetes falsificados.
Sólo se fijó en uno de los detalles que mencionaba la circular. Con una lupa examinó las trece estrellas de cinco puntas que rodeaban el sello del Tesoro estadounidense en la parte derecha de la cara de cada billete. En los billetes buenos, las puntas de las estrellas eran precisas y claramente definidas. En las falsificaciones, dos de las estrellas carecían de tal precisión y buena definición, como si el instrumento empleado por el grabador que había falsificado las placas estuviera gastado por el uso.
No fue un trabajo fácil. Tuvo que dejarse los ojos en cada billete antes de decidir si era auténtico o falso. Para cuando llegó al final de la primera columna de veinte billetes, Iannides se sentía auténticamente horrorizado. Siete de los billetes eran, a su juicio, falsificaciones.
Marcó con un lápiz rojo cada uno de los billetes sospechosos, y procedió a verificar los restantes que aparecían en el rollo fotográfico. El resultado fue un desastre. Había marcado casi la mitrad de los billetes como potencialmente falsos. Si sus estimaciones resultaban correctas, cuando el experto del Banco Central terminara de examinar el dinero, la mitad de la fortuna del coronel iría a parar al incinerador. Sería un pésimo trago darle la noticia a Wulff.
Aquello planteaba también a Iannides un pequeño problema práctico. Según las normas bancarias internacionales, si um banquero recibía billetes falsificados de un cliente que, en su opinión, actuase de buena fe, la única obligación del banquero era cerciorarse de que el papel moneda fuese destruido. Si, por el contrario, consideraba que su cliente intentaba introducir falsificaciones en el sistema bancario, entonces debía dar parte a la policía.
John Iannides recordó la entrevista con el coronel. Para presentarse en un banco con un maletín medio lleno de billetes falsificados era necesario ser un loco, o estar actuando de buena fe. Iannides tenía la convicción de que Wulff no estaba loco. Todo el mundo estaba al corriente de que en Rusia había gran cantidad de monederos falsos que se dedicaban a pasar billetes espurios, y uno de ellos debía de haber estafado al coronel. Iannides, sin embargo, se sintió obligado a telefonear al Banco Central para aconsejar que examinaran con gran cuidado la última remesa de dólares que él les había enviado.
Ya lo habían hecho. Debido a la enorme cantidad de dólares que llegaban a Chipre, el banco disponía de un experto adiestrado por el Departamento del Tesoro estadounidense para detectar los «superbilletes». El hombre había examinado ya el dinero de Wulff y llegado a la misma conclusión que Iannides: más de la mitad de los billetes del coronel eran falsos.
El procedimiento que se seguía en tales casos era muy simple. El Departamento del Tesoro estadounidense tenía a un agente de los servicios secretos estacionado permanentemente en Chipre. Lo llamaron y le hicieron entrega de los billetes espurios, a los que el Banco Central ya les había puesto el sello de «Falsos», para que fueran destruidos. Naturalmente, el agente preguntó de dónde procedía el dinero. Como el banquero que los había enviado al Banco Central había dicho estar convencido de que el cliente que se los había entregado actuaba de buena fe y no pretendía cometer un delito, el agente recibió una pétrea mirada por toda respuesta. Responder a su pregunta hubiera supuesto romper las normas de confidencialidad bancarias, y los chipriotas no estaban dispuestos a hacer tal cosa salvo en los casos en que les dieran pruebas muy contundentes de que se había cometido un delito grave.
Pero lo que sí hizo el banquero en cuanto el agente del servicio secreto se hubo ido fue ponerse en contacto con la brigada de fraude de la policía chipriota e informar sobre los detalles del hecho. El funcionario encargado introdujo en el banco de datos la cantidad a que ascendía la remesa de dinero en la que habían aparecido las falsificaciones, el nombre del coronel ruso que había hecho el depósito en dólares, el número de su pasaporte, y la fecha en que Wulff había llegado a Chipre.
—Señor Duffy…
Jim alzó la vista y miró al joven agente que había aparecido ante él.
—¿Qué desea?
—El señor Lohnes le mega que suba usted a la séptima planta a verlo.
—Con tal de abandonar este cochino trabajo subiría la escalera caminando con las manos —replicó Duffy, y desconectó su ordenador.
La suite ejecutiva del subdirector de operaciones, contigua a la del director, estaba provista de amplias ventanas desde las que se divisaba la entrada principal de la agencia y un amplio paisaje del campo de Virginia. Lo mismo que la del director, la oficina poseía cocina, comedor y vestidor. «Si hubiera justicia, éste sería mi despacho», pensó Duffy al entrar, con el estómago revuelto por la indignación. Basta —se dijo—. Haz caso de lo que dice Shirley MacLaine: olvida las emociones negativas.
—¡Jimbo! —exclamó Jack Lohnes, que había salido a recibirlo a la antesala de su suite—. ¿Hubo suerte con las intercepciones?
—Ninguna en absoluto.
—No importa. Creo que tenemos algo para ti.
Lohnes hizo pasar a Duffy a su despacho privado. Se acomodaron en el tresillo que ocupaba un rincón de la oficina, y en el que estaba sentado un joven agente al que Jim no conocía y que Jack no se molestó en presentarle. El café ya estaba servido.
—Dime una cosa: cuando tú te fuiste, ¿teníamos ya el problema del billete de cien dólares falsificado? —preguntó Lohnes—. El que el Departamento del Tesoro bautizó con el apodo de «superbillete».
—Pues sí. Recuerdo que no lográbamos ponemos de acuerdo sobre quién lo estaba falsificando, si los sirios o los iraníes.
—Bueno, pues ya tenemos la respuesta. Eran los iraníes. Su maldita falsificación es tan buena que, para reconocerla, la Reserva Federal tuvo que reajustar los detectores de falsificaciones. Por eso tuvimos que sacar el nuevo billete de cien dólares. ¿Te das cuenta? Los ayatolás nos obligaron a efectuar el primer cambio importante en nuestro papel moneda en setenta y cinco años.
—Claro que me doy cuenta. Y, como es natural, el público no tiene ni puñetera idea de a qué se debió ese cambio, ¿verdad?
—No, claro que no. Rubin y los gerifaltes del Tesoro sentían terror de que la cosa se convirtiera en un enorme escándalo público y produjese un pánico en el que todo el mundo tratara de deshacerse de sus billetes de cien. Por si no lo sabes, tenemos trescientos ochenta mil millones de dólares en papel moneda flotando por ahí, dos tercios de los cuales se encuentran en el extranjero, y un montón de ese dinero es en billetes de cien dólares. Lo cual equivale a un inmenso préstamo sin intereses hecho por la comunidad internacional al Tío Sam, así que, en unos momentos en los que pretendíamos reducir el déficit, ¿quién iba a atreverse a dar la voz de alarma?
—¿Cómo demonios consiguieron los iraníes hacer una falsificación tan buena? ¿De dónde han sacado tanta habilidad? ¿Y cómo es que tardamos tanto en averiguar quiénes eran los responsables del problema? Si no recuerdo mal, esas falsificaciones comenzaron a aparecer en 1992.
—Bueno, recuerda que las falsificaciones no son cosa nuestra, sino del servicio secreto. Y, en este asunto, el servicio secreto actuó muy chapuceramente. A nosotros no nos pasaron el problema hasta 1993, cuando la Administración ya estaba que se subía por las paredes. Gracias a las comunicaciones que interceptamos, para el otoño de 1994 ya teníamos la certeza de que los responsables de la falsificación eran los iraníes, pero no nos fue posible convencer de ello a Rubin.
—¿Por qué no?
—Ya te he dicho que el tipo estaba muerto de miedo. Le preocupaba la reacción de los mercados.
Duffy rió entre dientes. Pocas cosas le producían tanta hilaridad como ver a los burócratas del Gobierno en apuros.
—Aún no me has contado cómo consiguieron los ayatolás realizar una falsificación tan perfecta.
—Bueno… Te habrás dado cuenta de que, cuando se toca un billete nuevo, da la sensación de que el papel tiene pequeñas estrías, ¿no?
Duffy asintió con la cabeza.
—Eso se debe al método de impresión. La casa de la moneda utiliza un proceso italiano, algo que ellos llaman impresión Intaglio, y para lo que se necesitan unas inmensas prensas de sesenta toneladas que pueden ejercer enormes presiones por centímetro cuadrado. En todo el mundo, sólo hay dos firmas que fabriquen tales prensas, una norteamericana que trabaja para el Tesoro, y otra en Lausana, Suiza.
—Espero que no pretendas hacerme creer que fueron los suizos quienes facilitaron a los ayatolás los medios para meterse a monederos falsos.
—No, claro que no. —Lohnes había comenzado a limpiarse las uñas con un clip doblado y, por unos instantes, se había distraído—. Fue el shah, que, a mediados de los años setenta, compró dos de esas prensas suizas para poder imprimir su propia moneda, como los chicos mayores. En aquellos días, era el Banco de Inglaterra el que se encargaba de imprimirle los riales. La compañía suiza De La Rue Giori instaló las prensas, una en Shimran, en los suburbios de Teherán, cerca del palacio de verano del shah, y otra en Karaj, cuarenta kilómetros al noroeste. Pero el pobre shah nunca llegó a utilizarlas, porque llegó la revolución y las prensas se quedaron allí durante años, recogiendo polvo. Luego, a mediados de los años ochenta, los ayatolás comenzaron a quedarse sin dinero a causa de la guerra con Irak y de nuestro embargo, y a algún tipo listo se le ocurrió una brillante idea. «¿Qué tal si utilizamos las prensas que compró el shah para imprimir nuestros propios dólares y así resolvemos nuestros problemas de liquidez?», propuso. A través de los alemanes orientales, de la Stasi, consiguieron que un par de expertos grabadores de Leipzig les hicieran las placas falsas. Aún no sabemos de dónde sacaron el papel, que es parecidísimo al que usamos nosotros.
—¿Cuánto dinero falso imprimieron?
—Nadie lo sabe. Públicamente, Rubin admite que fueron diez mil millones de dólares, lo cual es un chiste. Los de inteligencia estamos persuadidos de que la cifra real se acerca más a los veinte mil millones. El caso es que, como no pudimos convencer a Rubin de que lo que habíamos descubierto con nuestras intercepciones era cierto, decidimos estacionar un satélite sobre Teherán. Para el otoño de 1995 ya teníamos unas estupendas fotos de esos cabrones metiendo sus bonitos billetes falsificados en camiones para llevarlos al mercado, por así decirlo. En esta ocasión, le gustase o no, la Administración tuvo que creemos.
—Supongo que la reacción de esos tipos fue echarse a llorar.
—No, por una vez demostraron tener pelotas. Enviamos una pequeña delegación a Nicosia para entrevistarse en secreto con los iraníes. Les dijeron que, como no se dejaran de bromas, sobre Teherán caerían unos cuantos proyectiles Cruise.
—¿Y ellos dejaron de falsificar dólares?
Lohnes se encogió de hombros.
—Creemos que, al menos, bajaron el ritmo de producción. Pero los del Tesoro están permanentemente sobre alerta, tratando de detectar nuevos dólares falsos. Y ése es el motivo de que te haya llamado. Ayer, al Banco Central de Chipre se le hizo entrega de casi un millón de dólares en billetes falsos.
Duffy lanzó un leve silbido.
—Como es natural, preguntamos a los chipriotas quién había depositado el dinero y, de modo igualmente natural, los chipriotas nos mandaron a la mierda diciéndonos que eso pertenece al secreto bancario. —Ahora en el rostro de Lohnes apareció una expresión de infinita satisfacción, aunque tal vez a un enemigo le hubiese parecido de infinita villanía—. No obstante, lo que sí hicieron fue informar a la policía chipriota. Ése es el procedimiento habitual.
Se volvió hacia el joven que no había presentado a Duffy al principio de la reunión.
—Lo que ahora vas a oír, Jimbo, es altísimamente confidencial. El programa del que vamos a hablarte es uno de los mayores secretos que alberga este edificio.
El joven parpadeó tras los gruesos cristales de sus gafas.
—Yo soy el experto en informática del subdirector de operaciones, señor Duffy. La policía chipriota utiliza un programa de software llamado Privilege para organizar su base de datos. Ese programa lo hacen en Maryland, al otro lado del río, pero nadie está al corriente de eso. La que lo comercializa como si fuera un producto alemán para los departamentos de policía de todo el mundo es una empresa de Hamburgo. Se hace así para ocultar su origen norteamericano.
Vaya —pensó Duffy—, eso está bien pensado.
—La enorme ventaja de ese programa de software es que tiene una puerta trasera, una especie de caballo de Troya, por así decirlo. Eso nos permite obtener acceso clandestino a los ordenadores que funcionan con ese programa. Cuanto tenemos que hacer es acceder vía módem a los ordenadores de cualquier departamento de policía del tercer mundo y, por medio de lo que llamamos una superclave de usuario, podemos bajar todo lo que tienen en su banco de datos sin dejar el menor rastro de que nos hemos infiltrado en sus ordenadores. Es un excelente sistema para conseguir información sobre terroristas de gente que, como los griegos, se muestra muy poco dispuesta a cooperar en asuntos de terrorismo internacional.
—Comprendo que el programa sea alto secreto.
Lohnes intervino:
—Cuando anoche recibimos el informe de que en Chipre habían aparecido esos billetes falsos, nos introdujimos en la base de datos de la policía de Nicosia para ver qué información tenían al respecto. El depósito lo efectuó un excoronel del Ejército Rojo llamado Dimitri Wulff que llegó a Chipre hace cuarenta y ocho horas.
Lohnes hizo una pausa y siguió:
—Y ahora viene lo grave. Buscamos su nombre en el banco de datos de la sede en Moscú. El tipo pertenecía al cuerpo de artillería soviético. Se encontraba destinado en Ulba, Kazakstán, en la primavera de 1992, cuando se estaban retirando de allí los proyectiles nucleares. Por esas fechas el Mossad nos pasó el informe que te mencionó el director.
—¡Cristo bendito! —exclamó Duffy—. ¿Sigue ese tipo en Chipre?
—Por lo que sabemos, sí.
—Tengo que ir allí cuanto antes.
—Ése es su hombre.
Con un casi imperceptible movimiento de cabeza, el jefe de la sede de la CIA en Nicosia señaló hacia el fornido individuo inclinado sobre un plato de moussaka que apenas había tocado, sentado en uno de los reservados de la taberna. Junto a él tenía una botella de vodka, a cuyo contenido le había hecho bastante más caso que al de su plato.
—Supongo que acaba de recibir la buena noticia de que su fondo de pensiones va a ser de un millón de dólares menos de lo que él esperaba —comentó Jim Duffy.
—No creo que el banco se haya molestado en comunicárselo. Quiero decir que siempre hay algún simpático tipo que se encarga de dar las malas noticias. —El jefe de la sede dio un sorbo a la cerveza que había pedido para justificar su presencia en la taberna—. Llegó acompañado por una pelirroja, un pimpollo al que él dobla en edad. La chica salió ayer hacia Moscú. Probablemente se dijo que, con un millón de dólares menos en el banco, el tipo ya no iba a ser el tórrido amante que ella esperaba.
Por las ventanas del reservado del coronel, a Duffy le era posible ver las majestuosas murallas venecianas del siglo XVI que rodeaban la parte vieja de Nicosia. Simulando estar fascinado por aquellas viejas piedras, dirigió a su hombre una serie de rápidos y subrepticios vistazos. La capacidad de los coroneles del Ejército Rojo para absorber alcohol era legendaria. Aun así, si el ruso se había metido entre pecho y espalda dos tercios de botella de vodka, por mucho que aguantase debía de estar considerablemente borracho.
Sin embargo, al observarlo, a Duffy le resultó imposible detectar en Wulff indicios de ebriedad. De cuando en cuando, los hombros le temblaban ligeramente, pero enseguida controlaba tales movimientos con los instintivos reflejos del bebedor experto. Wulff poseía una gran cabellera plateada cuidadosamente peinada. Desde lejos, sus cejas, también canosas, parecían cubrirle media frente. Tenía el rostro encendido, probablemente a causa del vodka, y no del contacto con la intemperie. Los hombros eran fuertes e inmensos, lo mismo que el puño que tenía cerrado en torno al vaso de agua situado junto a la botella de vodka.
Duffy se dijo que Wulff era el típico hombre soviético, surgido del proletariado y educado para defender la Gran Revolución Marxista Leninista. Probablemente, se había unido al Ejército Rojo después de ver un montón de películas de propaganda sobre la Gran Guerra Patriótica y, a pesar de lo sucedido desde 1989, o quizá debido precisamente a ello, Wulff seguiría siendo un devoto creyente en la fe soviética. Era como los chiquillos irlandeses educados por los jesuitas que, aunque no volvieran a pisar una iglesia el resto de su vida, llevaban el catolicismo grabado en el alma por toda la eternidad.
Duffy se preguntó cómo abordarlo. ¿Acercándose directamente a él y hablándole? Duffy dominaba el ruso. Había estudiado la lengua en Oklahoma, y ése fue el motivo por el que la CIA se había interesado por sus servicios. Debía de ser el primer jugador de fútbol americano de la década que hablaba en ruso como un nativo.
Vio que el coronel cogía la botella y, con firme pulso, se servía dos dedos de vodka en el vaso de agua. Hizo girar el licor en el vaso por un momento y luego lo apuró de un trago, al típico estilo del Ejército Rojo.
Duffy se dijo que tenía que tener en cuenta dos cosas. En primer lugar, Wulff debía de sentirse hecho polvo por su desgracia, y ése era el motivo de que estuviera trasegando vodka de aquel modo. A fin de cuentas, el vodka era el principal lubricante de la melancolía rasa, y aquel tipo tenía excelentes motivos para sentirse melancólico. En segundo lugar, ¿sabía el hombre que eran los iraníes los que le habían endosado los billetes falsos? Y, si lo ignoraba, ¿cómo reaccionaría al enterarse? ¿Con incredulidad? ¿Con furia? ¿Estaría lo bastante indignado para contarle a Duffy lo que la agencia deseaba saber?
—Pida algo de comer y una botella de vodka —ordenó al jefe de la sede—. Mientras él termina su botella, yo me echaré algo al estómago.
Veinte minutos más tarde, Duffy vio que Wulff estaba dando fin a la botella. Él cogió la suya y se acercó al reservado del coronel.
—Mir y drushba, paz y amistad —dijo, mostrando la botella—. Permítame que lo invite. —Rió cordialmente—. Ése es el espíritu del nuevo mundo, ¿no?
Vertió un par de dedos de vodka en el vaso del coronel y, sin esperar a que el otro lo invitase, se sentó a la mesa del reservado. El raso tenía los ojos enrojecidos. ¿Habría llorado? ¿Por el perdido millón de dólares? ¿Por su pelirroja? Duffy chocó su vaso contra el del coronel.
—A su salud. Bonita isla, Chipre, ¿verdad?
El ruso apuró el vodka de un trago y gruñó:
—Sí, supongo.
—¿Ha venido de vacaciones?
El coronel pareció desconcertado, como si por un momento le costase recordar cuál era el motivo de su presencia en la isla. Y, en cualquier caso, ¿qué demonios le importaba a aquel impertinente norteamericano lo que él hiciera o dejara de hacer? Los norteamericanos siempre andaban metiendo las narices en los asuntos ajenos. Sin embargo, el tipo traía una botella de vodka entera.
—Da —admitió de mala gana, sin quitar ojo a la botella—. Estoy de vacaciones.
Con la adecuada mezcla de envidia y admiración, Duffy replicó:
—Vaya, tiene usted suerte. Lamentablemente, yo estoy aquí por trabajo y no por placer.
El coronel se dijo que los norteamericanos estaban siempre obsesionados por el trabajo. Lo que en general solían decir después del «hola» era «¿de dónde es usted?», o «¿a qué se dedica?». Como a él le importaba un bledo de dónde hiera aquel tipo, parecía que lo más oportuno era hacerle la segunda pregunta.
—Soy un experto en dinero.
—¿En ganarlo?
—Ojalá. No. Persigo a los que hacen dinero.
Un resplandor de comprensión iluminó las facciones del coronel.
—O sea que es usted inspector de Hacienda.
Duffy se echó a reír y se acercó más al coronel, como si estuviera a punto de hacerle una importante revelación.
—Soy experto en falsificaciones de moneda y trabajo para el banco Chase Manhattan. Los norteamericanos nos enfrentamos a un terrible problema. —Al tiempo que decía esto, Duffy sacó del bolsillo dos billetes de cien dólares.
El coronel lo miró con recelo, justo la emoción que Duffy deseaba suscitar. Extendiendo los dos billetes sobre la mesa, dijo:
—Este billete —explicó, señalando el primero— es auténtico. Pero este otro —ahora tenía el «superbillete» en la mano— es falso. —Rápidamente, señaló los escasos y casi invisibles fallos del billete espurio—. La mejor falsificación de la historia. ¿Tiene usted idea de quién la hace?
En el rostro del coronel, el recelo había dado paso a la abierta hosquedad. Pese a todo, negó con la cabeza y, por su expresión, estaba claro que su ignorancia no era fingida. Bueno, amigo —pensó Duffy—. Te pondré al corriente, a ver qué tal reaccionas.
—Los iraníes.
—¡Los iraníes! —Sin lugar a dudas, la sorpresa y la conmoción del coronel eran auténticas—. ¡Imposible!
—Lo sabemos con absoluta certeza, amigo mío. Los hacen en Teherán. Han impreso billetes por valor de veinte mil millones de dólares.
—¡Esos cabrones! —El coronel lo dijo con un gruñido tan amenazador que Duffy no necesitó saber más y, con movimiento lento y deliberado, se retrepó en su asiento, se echó de nuevo al bolsillo el billete bueno, conservando la falsificación en la mano, y contempló ésta con fijeza por unos momentos.
—Sí, con estos papeles le han hecho daño a mucha gente. Sobre todo en su país. Han destrozado un montón de sueños.
El coronel, tras servirse un buen trago de vodka de la botella de Duffy, lo apuró de un trago.
—¡Cabrones! —gruñó de nuevo.
—Sí, eso justamente son —dijo Duffy, sonriendo sin la menor alegría. Había llegado el momento de quitarse la máscara—. Coronel Dimitri Wulff, permítame hablarle con toda franqueza.
—¡Conoce usted mi nombre!
—Pues claro que sí. Y también sé que el lunes por la mañana depositó usted cerca de un millón de dólares falsos en el Sovereign Trust. Y que estuvo usted estacionado en Ulba, Kazakstán, en 1992.
En silbante susurro, el coronel dijo:
—Así que es usted de la CIA, ¿no?
Duffy se encogió de hombros.
—Posiblemente. Pero lo que importa es que ahora su país y el mío son amigos. Podemos colaborar. Usted me ayuda, yo lo ayudo.
—¿Me devolverá mi millón de dólares?
—Me temo que eso va a ser imposible. Ese dinero se convirtió en humo en el incinerador de la embajada. Pero lo que sí puedo hacer es protegerlo de cierta gente. Siempre que usted me diga qué fue lo que les dio a los iraníes a cambio de ese dineral. Cuénteme cómo lo hizo.
—No pienso decirle nada.
De nuevo Duffy se encogió de hombros con fingida indiferencia.
—Es usted oficial de artillería. ¿Ha oído hablar de un canadiense llamado Bull?
—No.
—El tipo estaba trabajando en una pieza de artillería de largo alcance para los iraquíes. Una noche, en Bruselas, lo mataron a tiros.
—¿Quiénes lo mataron?
—Adivine. Dígame algo: ¿se da cuenta de lo cerca que estamos de Tel Aviv? A sólo veinte minutos de avión. Suponiendo que fueran los judíos quienes liquidaron al señor Bull, ¿cómo cree que reaccionaría el Mossad si se enterase de que el coronel Dimitri Wulff, que vendió cabezas nucleares a los iraníes, se aloja en la habitación trescientos seis del Holiday Inn de Nicosia? ¿Cree que le sería a usted posible gastarse seiscientos mil dólares en, digamos, un par de horas, antes de que lleguen los agentes del Mossad?
—Es usted un hijo de puta, como todos los norteamericanos.
—No le digo que no, amigo mío. Pero si usted me habla sobre esas armas nucleares que les vendió a los iraníes, yo me olvidaré de que lo he visto. De lo contrario, tal vez opte por decirles a mis amigos del Mossad dónde pueden encontrarlo. Usted decide. —Duffy sirvió más vodka a Wulff—. Tome, beba. Le ayudará a pensar.
—¿Por qué cree que les vendí armas nucleares?
—Porque no imagino a los ayatolás pagando un millón seiscientos mil dólares por unos cartuchos de dinamita.
El coronel apuró el vodka que Duffy le había servido. Sus hombros comenzaron a oscilar de nuevo, pero esta vez el ruso no hizo nada por controlar el movimiento.
—¿Dónde se pusieron los iraníes en contacto con usted? —insistió Duffy—. ¿En Ulba?
—No. Fue cuando me encontraba de permiso en Almaty.
Pese al vodka que le nublaba el cerebro, el coronel revivió la escena con toda claridad. Había asistido a la recepción de la recién inaugurada embajada. Vestía su uniforme de gala y llevaba todas sus condecoraciones. Los dos iraníes se acercaron a hablarle y lo trataron con un respeto y una deferencia que, en Moscú, rara vez se mostraba ya hacia los coroneles del Ejército Rojo. El de más edad, al que el otro llamaba «Profesor», era un hombre elegante y bien vestido, pese a tener barba de tres días. Como buen musulmán, estaba bebiendo zumo de fruta.
Más tarde, cuando ya se retiraba, el Profesor se acercó otra vez a él.
—Desearía verlo de nuevo, coronel —dijo—. Aunque sería mejor en un lugar más discreto.
Al no contestar Wulff, el Profesor continuó:
—Mañana pienso visitar la catedral de Zenkov. Insólito para un musulmán, ¿no? Luego, a las dos, estaré sentado en un banco del parque Panfilov, frente a la entrada de la catedral. Estoy seguro de que lo que voy a proponerle le interesará a usted mucho.
Wulff acudió a la cita.
—Una obra de incomparable belleza —dijo el Profesor, señalando la fachada blanca y rosa de la catedral—. La iglesia de madera mayor del mundo. Y fue construida sin utilizar un solo clavo. Una proeza que, como ingeniero, no puedo dejar de admirar.
Wulff no contestó. Tenía por norma dejar que fueran los otros quienes hablaran.
—Sería una lástima que un edificio tan magnífico fuera destruido… como tantas otras cosas de su gran país. —El Profesor dedicó diez minutos a lamentar el colapso de la URSS, pese a lo raro que resultaba tal lamento en un musulmán devoto—. Su mundo se está derrumbando en torno a usted, querido coronel, el mundo en que usted creía y al que con tanta fidelidad sirvió. Los que ahora mandan en Moscú se proponen echar a los que son como usted al cubo de basura de la historia. —El hombre continuó, haciendo un retrato dolorosamente exacto de Rusia y del futuro del coronel. Luego propuso la solución, el modo mediante el cual el coronel podría librarse de la miseria que le aguardaba.
—¿Qué deseaba conseguir? —preguntó suavemente Duffy—. ¿Cabezas nucleares para misiles balísticos de medio alcance?
El coronel desechó tal fantasía con un movimiento de la mano.
—Esas cosas, yo ni siquiera las había visto.
—¿Y proyectiles nucleares de artillería? Eso sí que lo había visto.
El coronel miró a Duffy con una mezcla de odio e impotencia.
—Sí, claro que sí. Eran mi especialidad, como usted sin duda sabe.
A Duffy le era indiferente el odio de Wulff; pero la impotencia sí le interesó.
—Bueno, ¿cuántos le vendió?
—Tres.
—¿Le fue difícil sacarlos a escondidas?
El coronel rió secamente y se sirvió más vodka.
—Fue sencillo. En aquellos días, todo andaba manga por hombro. Nuestro proyectil nuclear lleva dos bandas rojas en torno a la vaina para distinguirlo de los proyectiles convencionales. Cogimos tres proyectiles del arsenal de explosivos convencionales, les pintamos las bandas, y los cambiamos por tres proyectiles del arsenal nuclear.
—¿Le ayudó alguien?
—El sargento de guardia.
—¿Y cómo los sacó?
—Fue sencillo. Yo era responsable de la seguridad del arsenal nuclear. Una noche, mientras el sargento vigilaba, los metí en mi coche oficial y me fui con ellos.
—Dígame algo, Dimitri: ¿no le preocupó la idea de que algún día aquellos proyectiles fueran utilizados contra ustedes?
—Está usted loco. A los iraníes jamás se les ocurriría hacer esa locura. Los querían para utilizarlos contra los judíos.
Por el tono con que el coronel lo dijo, fue evidente que, como ocurría con muchos rusos, el antisemitismo estaba profundamente acendrado en él. El uso que sus benefactores pudieran llegar a hacer de los proyectiles no le preocupaba en absoluto.
—Así que tuvo una entrevista en plena noche con el tal Profesor, y le hizo entrega de los proyectiles, ¿no?
—Exacto. Nos encontramos en una carretera de la estepa. Él y dos de sus hombres sacaron los proyectiles del coche. Luego el Profesor me entregó un maletín en el que, supuestamente, había dos millones de dólares. Cuatrocientos mil para el sargento y el resto para mí. ¡Cabrones! Casi todo el dinero era falso.
Duffy respondió con una risa carente de alegría.
—¿Qué quiere usted que le diga, amigo? La vida es una mierda.
Las conferencias de delegados en circuito cerrado son una innovación bastante reciente en los centros de crisis de Washington. En principio, se idearon para mantener al cuerpo de prensa de la Casa Blanca en la ignorancia de que se estaba cociendo una crisis, evitando el desfile de altos dignatarios que llegaban a la Casa Blanca en limusinas, un espectáculo que, para los reporteros, era indicio seguro de que algo grave estaba ocurriendo.
La conferencia de delegados comunica por medio de un circuito de televisión cerrado y seguro a los subjefes de todos los departamentos de la agencia implicados en la seguridad nacional: Estado, Defensa, Alto Estado Mayor, la CIA, Justicia y el Consejo de Seguridad Nacional (NSC). Las reuniones las preside el consejero de seguridad nacional o su representante desde la sala de conferencias de la NSC en el sótano de la Casa Blanca.
Las conferencias resultaron un método de trabajo tan eficaz que actualmente se han convertido en algo cotidiano, con crisis o sin ellas. En la tarde del día en que regresó de Chipre, Jim Duffy fue llamado a participar en una de ellas al lado del subdirector de la agencia.
—El primer asunto de nuestra agenda constituye un grave riesgo para la segundad nacional —anunció el consejero de seguridad nacional, comenzando la conferencia en un tono adecuadamente solemne. Mirando el rostro del subdirector de la CIA, que aparecía en uno de los monitores, dijo—: Cuéntalo tú, Harry.
El aludido replicó:
—Como muchos de ustedes ya saben, llevamos algún tiempo preocupados por un informe según el cual los iraníes consiguieron hacerse con tres artefactos nucleares en Kazakstán en la época en que los soviéticos estaban desmantelando los arsenales nucleares de la zona. Pese a todos nuestros esfuerzos, en los que desplegamos nuestros mejores recursos técnicos y humanos, no nos fue posible establecer si el informe era falso o verdadero. Lamento comunicarles que tenemos pruebas concretas e incontrovertibles de que el informe es sin duda cierto. Los iraníes poseen tres proyectiles nucleares de artillería de ciento cincuenta y dos milímetros. Se los vendió un coronel renegado del Ejército Rojo. —Volviéndose hacia Duffy, dijo—: Cuenta a nuestros amigos lo que descubriste, Jim.
Cuando Duffy hubo terminado su informe, en el sistema de audio se produjo un reflexivo silencio. Luego, el subsecretario de Estado dijo en un susurro:
—¡Cristo! ¡La peor pesadilla del presidente se ha hecho realidad!
—He pedido al doctor Leigh Stein, experto en armas nucleares de Los Álamos, destinado actualmente en el Departamento de Energía, que se conecte con nosotros y nos aclare el significado de este suceso —anunció el consejero de seguridad nacional—. Cuando quiera, Leigh.
Un hombre calvo y de gruesas gafas, con todo el aspecto de un profesor dispuesto a dar clase a un grupo de escolares particularmente lerdos, apareció en el monitor del Departamento de Energía.
—Por lo que sé, esos proyectiles pertenecían sin duda a la última generación de artillería nuclear soviética, y emplean plutonio dos tres nueve como material fisionable.
—¿Cuál es su fuerza explosiva? —preguntó el subsecretario de Estado.
—En su actual estado, no mucha. Esas anuas están diseñadas para ser utilizadas contra grandes formaciones blindadas. Quiero decir que no van a desperdiciarse usándolas contra un pelotón de infantería. Su potencia es de pocos kilotones.
Aunque Stein no podía ver a todos los miembros de su audiencia adivinó el alivio que sus palabras les habían producido. Idiotas. No tenían ni idea de armas nucleares.
—He dicho «en su actual estado», caballeros. La verdad es que no me imagino a los iraníes metiendo esos proyectiles en un obús y disparándolos contra alguien. ¿Contra quién? ¿Contra los pescadores del mar Caspio?
—¿Contra quién cree que los pueden usar? —La pregunta la hizo el consejero de seguridad nacional, con evidente inquietud.
—Sospecho que lo que harán será extraer los núcleos de plutonio de los proyectiles y, con ellos, tratarán de fabricar un artefacto capaz de generar una explosión muchísimo más fuerte.
—Fuerte, ¿hasta qué punto?
—Si utilizan el berilio que supuestamente tienen, inmensamente fuerte. Si pueden configurarlos para una explosión nuclear de máxima eficiencia, podrían alcanzar hasta treinta kilotones, suficientes para borrar cualquier ciudad de la faz de la Tierra.
Entre los invisibles oyentes del doctor Stein, algunos respingaron de honor, y otros mascullaron ahogadas maldiciones.
—Pero… ¿están los iraníes en condiciones de hacer eso? —quiso saber el consejero de seguridad nacional—. ¿Poseen los medios y la sofisticación necesarios?
De pronto, en el monitor del Departamento de Energía apareció una atractiva mujer, dispuesta evidentemente a responder la pregunta. Se trataba de la doctora Jean Rocky Robotham, titulada en física nuclear por la Universidad de Michigan, subsecretaría de Energía. A sus 42 años, era uno de los físicos nucleares mejor cualificados del país, aunque poseía una cordialidad y un encanto que hubiera envidiado cualquier presentadora de coloquios televisivos.
—Es frecuente detectar en los occidentales una cierta arrogancia que parece ignorar el hecho de que el tercer mundo está lleno de científicos de gran talla perfectamente capacitados para producir sus propias superarmas. Intelectualmente, la infraestructura científica iraní es muy superior a la iraquí, y recuerden lo cerca que estuvieron los iraquíes de llegar a producir armas nucleares.
La mujer hizo una pausa. El anterior cargo de la doctora Robotham había sido la dirección de los equipos de detección nuclear del Departamento de Energía. La pesadilla que ahora los ocupaba había sido la constante preocupación de la mujer durante cinco años.
—La barrera que impedía a naciones como Irán o Irak conseguir sus propias armas nucleares había sido siempre la dificultad de conseguir material fisionable. En este caso, tal barrera ha desaparecido. Ahora lo único que les hace falta es dinero y los medios para conseguir en Occidente equipamientos de alta tecnología. Los medios intelectuales ya los tienen.
El consejero de seguridad nacional quiso saber:
—¿Cómo pueden lograr sus propósitos, doctora Robotham? ¿Y qué podemos hacer nosotros para impedírselo?
En la pantalla aparecieron dos caras, la del doctor Stein y la de la doctora Robotham. La admiración con que Stein miraba a su colega no era tan sólo científica.
—¿Por qué no les cuentas cómo funcionan esas armas, Rocky? —propuso el hombre—. Tú te explicas mucho mejor que yo.
Su colega mostró en los labios la cálida sonrisa de una Ophrah Winfrey ante una pregunta particularmente feliz.
—Muy bien, trataré de no expresarme en términos demasiado técnicos, pero si lo hago no duden en decírmelo. Como el doctor Stein les ha dicho, lo que harán para obtener la máxima potencia explosiva del plutonio dos tres nueve contenido en esos proyectiles será reconfigurarlo. Paso primero: sacarán el plutonio de los proyectiles. Éstos serán de forma elíptica, así que tendrán que fundir el metal para darle forma esférica. Con eso obtendrán unos cinco kilos de metal de plutonio fase alfa, con una densidad de 19,86 gramos por centímetro cúbico. Eso, señores, es plutonio del mejor. Luego deberán establecer con extraordinaria precisión la ubicación exacta de una serie de puntos de detonación que se deberán colocar en torno a los perímetros de cada una de las esferas que obtuvieron con sus proyectiles. Probablemente, serán necesarios unos treinta puntos.
—¿Realmente los cree capaces de hacer algo así? —preguntó el consejero de seguridad nacional, que poseía amplios conocimientos sobre el diseño de armas nucleares.
—Sí. No será fácil. Se trata de un proceso científico sumamente complejo. Tendrán que efectuar gran cantidad de simulaciones por ordenador para cerciorarse de que lo han calculado bien, pero disponen de los ordenadores necesarios, eso lo sabemos. La tecnología, si se sabe buscar, está recogida en libros que pueden encontrarse en cualquier librería. Les llevará tiempo, pero estoy convencida de que podrán hacerlo.
El consejero de seguridad nacional suspiró, agobiado.
—Muy bien —dijo—. ¿Qué más, doctora?
—La clave para explosionar un núcleo de plutonio es conseguir que detonen simultáneamente los potentes explosivos situados en cada uno de los puntos de detonación, llamados «lentes». —Colocó las manos ante sí, como si estuviera sujetando un balón de rugby—. De ese modo se consigue ejercer una presión totalmente simétrica sobre el plutonio. Cada uno de los puntos de detonación requerirá tres cosas. En primer lugar, el explosivo que ya mencioné. El HMX servirá. Ésa es la parte sencilla, porque se trata de un material sumamente fácil de conseguir.
Como buena maestra, la doctora abrió el cajón de su escritorio para extraer de él los materiales que iba a necesitar para ser bien entendida.
—Para cada uno de esos puntos de detonación, también necesitarán dos piezas de alta tecnología bastante sofisticadas.
Mostró un pequeño bulbo de cristal del que pendían tres cables.
—Esto es un krytrón. Contiene un gas inerte, ligeramente radiactivo. Para entendemos, se trata de un interruptor eléctrico o, si lo prefieren, de una válvula. Puede que algunos de ustedes tengan edad suficiente para recordar los viejos retretes que utilizaban nuestros abuelos. Se tiraba de una cadena, y una enorme cantidad de agua caía de golpe en la taza del inodoro. En cierto modo, un krytrón funciona como esas viejas cisternas. Cuando se abre, permite el paso, rapidísimo y sin la menor obstrucción, de una descarga eléctrica de inmensa potencia. Ésa inmensa velocidad es el factor crítico de este artefacto.
Lo depositó sobre el escritorio y mostró a la cámara lo que parecía ser un grueso lápiz.
—Esto recibe el nombre de condensador. Lleva dentro un núcleo central de hilo de cobre que rodea un cable coaxial. Básicamente, un condensador sirve para almacenar en un espacio muy limitado una enorme cantidad de corriente eléctrica lista para ser descargada.
La doctora lanzó un suspiro y dejó el condensador sobre el escritorio, junto al krytrón.
—Lo que los iraníes tendrán que hacer para conseguir su explosión nuclear es colocar con gran exactitud un krytrón y un condensador en cada uno de los treinta y tantos puntos de detonación. Luego se conecta todo a un relé eléctrico dispuesto para lanzar una descarga eléctrica en respuesta a una señal de radio, o a un cambio en la presión atmosférica si se trata de una bomba, o a un temporizador, o a lo que sea. Así que en cada uno de los treinta puntos de detonación hay un condensador unido a un krytrón unido al explosivo, ¿de acuerdo? Cuando se produce la descarga eléctrica, lo que sucede es que las válvulas de los treinta krytrones se abren simultáneamente. Cuando eso ocurre, la carga de veinticinco mil amperios almacenada en cada uno de los condensadores unidos a los krytrones se desencadena, pasa a través del gas inerte de los krytrones, y alcanza con inmensa fuerza el explosivo de cada uno de los treinta detonadores. La clave del proceso es la increíble velocidad, pues todo ocurre en cuestión de nanosegundos, en un espacio de tiempo tan breve, que la mente humana ni siquiera es capaz de concebirlo. Pero lo fundamental es que todos los detonadores estallan en el mismo preciso instante, con lo cual se consigue la perfecta sincronización necesaria para provocar una explosión nuclear.
Una sonrisa de circunstancias cruzó por los labios de la doctora, señalando el final de su pequeña disertación.
—¿Dónde pueden hacerse los iraníes con esos krytrones y condensadores? ¿Hasta qué punto les será difícil conseguirlos? —quiso saber el preocupado consejero de seguridad nacional.
—Eso es muy difícil decirlo. —De las atractivas facciones de la doctora Robotham había desaparecido la sonrisa—. Aquí en nuestro país, quienes los fabrican son EG&G y Maxwell Technologies en Massachusetts y CSI Industries en San Diego. No creo que esas empresas deban preocupamos.
—¿Y en Europa?
—Alemania, Suiza, Francia, el Reino Unido.
—Los alemanes son quienes se llevan la palma en lo de vender alta tecnología a la gente indebida —gruñó el subsecretario de Defensa.
—Sí —apostilló su homólogo de la CIA—, y los suizos le venden a cualquiera cualquier cosa. Para algo son neutrales, ¿no?
—Lo malo es que uno y otro artilugio tienen otros usos que son perfectamente legítimos. —El doctor Stein había tomado el micrófono del Departamento de Energía de manos de la doctora Robotham—. Los condensadores, por ejemplo, se utilizan para la fotografía ultrarrápida, y los krytrones para cebar los láseres de dióxido de carbono de alta energía. Eso dificulta controlar su venta y su uso. Particularmente, como usted ha mencionado —lo dijo señalando al subsecretario de Defensa—, en ciertos países.
»Sin embargo, los krytrones y condensadores necesarios para detonar una bomba nuclear deben tener unas especificaciones sumamente precisas. Por ejemplo, para poder utilizarlo en una bomba, un krytrón debe tener una velocidad de actuación increíble, digamos de diez nanosegundos como máximo. Eso es lo que indica para qué quiere el comprador tales artilugios.
—Doctor Stein… —el consejero de seguridad nacional había vuelto a tomar la palabra—, ¿cuántos de esos chismes van a necesitar? ¿Y cuál será su precio?
—Les harán falta al menos noventa krytrones y noventa condensadores. Más, pongamos otros treinta de cada uno como mínimo para experimentar y cerciorarse de que la cosa funciona. Así que digamos unos doscientos o doscientos cincuenta. Les costará varios miles de dólares cada uno. Y a eso hay que añadir lo que paguen en sobornos. El presupuesto total no bajará de tres o cuatro millones de dólares.
—¿No hay forma de reducir el presupuesto? ¿No pueden montar sus bombas sin necesidad de todos esos chismes?
—Bueno… —La doctora Robotham midió con gran cuidado sus palabras—. Es posible, simplemente posible, montar un circuito detonador menos complicado que el que les he descrito, pero la técnica y los trucos necesarios para ello no se encuentran en la bibliografía pública. Haría falta un diseñador de bombas muy experto y, también, algo llamado cañón de neutrones, un artefacto sumamente sofisticado y extremadamente difícil de utilizar adecuadamente para la detonación de un artefacto nuclear. —Hizo una pausa—. Así que mi respuesta es no. Estoy absolutamente segura de que utilizarán el sistema que les he descrito hace unos momentos.
—Y, suponiendo que sean capaces de montar una bomba nuclear, ¿cómo la llevarían a su destino?
La contestación del doctor Stein no tuvo nada de tranquilizadora.
—Como les diese la gana. Es algo que cabe en uno de esos misiles Shahab 3 que están perfeccionando o en el compartimiento de bombas de un avión.
—¿Qué tamaño tendría la bomba y cuánto pesaría?
—El peso sería de menos de doscientos kilos. En cuanto al tamaño, cabría en una caja grande.
—O sea que, si les diera la gana, podrían meter el maldito chisme en el maletero de un coche.
—Pues sí. Y también podrían dejar el coche aparcado en cualquier sirio y hacerlo detonar por radio.
El consejero de seguridad nacional sacó un pañuelo y se lo pasó por la sudorosa frente. Volviéndose hacia el subsecretario de Estado, preguntó:
—¿Cómo interpreta su departamento la situación?
—Es importante saber que los iraníes tienen ya ese plutonio. Y acepto la exactitud de cuanto nos han manifestado nuestros asesores científicos. En lo que no estoy tan de acuerdo es en que esa gente vaya a ser tan loca como para hacer uso de un arma así. En estos momentos, Irán es un hervidero. El viejo celo revolucionario ha desaparecido. La corrupción está generalizada en todos los estratos de la sociedad, desde los mullah hasta los campesinos. La mitad de los bienes de consumo entran en el país de contrabando y por medio de sobornos. En Teherán, las clases alta y media hacen en sus casas lo que les place. Beben. Bailan. Pagan a la Pasdaran, la milicia religiosa, para que mire en otra dirección. En las altas esferas existe un núcleo cada vez mayor de lo que podríamos llamar pragmáticos que intenta sacar al país de su aislamiento económico y político. Los del Departamento de Estado no nos imaginamos a esos tipos haciendo uso de artefactos nucleares.
—Bueno, la agencia interpreta la situación de modo muy distinto —anunció el subdirector de la CIA. La cosa no tenía nada de insólito, desde luego. Ambas organizaciones rara vez veían el mundo a la misma luz—. Lo que en nuestra opinión se está produciendo en Irán es una intensa lucha por el poder entre los llamados pragmáticos y los mullah duros. Esas bombas pueden ser lo que los mullah necesitan para que la lucha se decante en favor de ellos. Existe un poderoso núcleo de fanáticos que se congregan en torno a Alí Jameni y que están dispuestos a cualquier cosa con tal de evitar el acceso de los pragmáticos al poder. El ayatolá dejó sentado un principio cardinal para el Gobierno de Irán: son los mullah quienes tienen el poder político supremo para gobernar el país según los dictados del Corán y la Sharia, la ley islámica. Eso es algo a lo que los mullah jamás renunciarán. En estos momentos, organizan sus actividades terroristas con plena independencia de Jatamí y de los llamados pragmáticos. Nadie echa ni un vistazo a lo que están haciendo. Se me escapan por completo las razones que puede tener nadie para pensar que los mullah no van a utilizar esas bombas como medio de afirmar su indiscutible poder, de demostrar al mundo musulmán que son ellos y sólo ellos quienes tienen la fuerza y la energía necesarias para acaudillar el radicalismo islámico. Si los científicos les dicen «adelante», ellos encontrarán el modo de hacer uso de esos malditos chismes, pueden creerme.
El consejero de seguridad nacional emitió un sonido mezcla de suspiro y gemido.
—Señor Duffy, le felicito. Nos ha prestado un gran servicio al ponemos al corriente de lo que ocurre, por ingrato que nos resulte. Los antiguos griegos atravesaban con una lanza el pie de los portadores de malas noticias, pero yo me limitaré a rogarle que nos exponga su opinión sobre las consecuencias de lo que ha averiguado.
—Me parece que la cuestión más importante ni siquiera la hemos tocado.
—¿Ah, sí? —De la voz del asesor había desaparecido todo rastro de cordialidad—. ¿Qué quiere decir con eso?
—Quiero decir que cómo vamos a averiguar dónde han metido esos condenados chismes. No podemos quedamos cruzados de brazos mientras ellos hacen todas esas cosas que los expertos nos acaban de describir. Debemos averiguar dónde demonios tienen escondidos esos chismes e ir a por ellos, no vaya a ser que una buena mañana, al despertamos, nos enteremos de que una bomba atómica ha detonado en Tel Aviv o en Washington.
—¿Propone que mandemos un contingente de Fuerzas Especiales a recuperar el plutonio? —preguntó el subsecretario de Defensa.
—¿Para qué molestamos? —replicó el subsecretario de Estado—. Averigüen el paradero de esos artilugios, nosotros les susurraremos la dirección a los israelíes y que ellos se ocupen del problema. Como hicieron hace unos años con aquel reactor nuclear de Bagdad. Por cierto, señor Duffy, ¿cómo propone que averigüemos el paradero de esos malditos chismes? Irán es un país enorme, lleno de lugares en los que ocultarlos.
—Sí, los hay a montones —suspiró Duffy.
—¿Qué propone que hagamos? —El asesor no hacía el menor esfuerzo por enmascarar su impaciencia.
—Supongo que lo primero es no contar con que nuestros satélites nos saquen de este apuro. —Duffy aún estaba dándole vueltas al problema, tratando de responder a sus propias preguntas—. Aunque estacionásemos todos nuestros pájaros en una misma órbita fija sobre Irán, no creo que encontráramos ni rastro de esos tres proyectiles nucleares.
—¿Qué me dice de las intercepciones de la NSA?
Duffy no pudo evitar sonreír ante la pregunta.
—Uf, son divertidísimas. Créame, porque soy experto en ellas. Pero sí, también son una posibilidad, aunque supongo que los iraníes tendrán la prudencia de comunicarse por medios no tecnológicos, o de utilizar un código tan abstruso que no tengamos ni idea de lo que dicen.
Se acarició su cada vez más amplia frente.
—Ya sé que voy a mencionar algo que actualmente no resulta muy popular en Washington; pero creo que esto tendremos que resolverlo con inteligencia humana.
—¿Está sugiriendo que la agencia tiene agentes en Irán que nosotros desconozcamos?
—Ojalá fuera así, pero, como todos ustedes saben, la actual Administración ha reducido salvajemente el presupuesto de la agencia. Nuestro departamento de recursos humanos fue de los primeros en sufrir el golpe.
—Entonces, ¿qué sugiere? —preguntó el asesor de seguridad nacional, tras dirigir una torva mirada a Duffy.
—De las palabras del doctor Stein me ha parecido deducir que esos krytrones son el ojo de la aguja por el que los iraníes tendrán que pasar si quieren conseguir una bomba que funcione. Y tendrán que venir a Occidente a por ellos.
—¿Por qué no a China? —inquirió alguien.
—¿No se ha enterado del lío que tienen los chinos con sus propios musulmanes? —replicó Duffy—. ¿Cree que van a ayudar a fabricar armas nucleares a un puñado de chiflados islámicos? No. A los iraníes no les quedará más remedio que venir a Occidente a por los krytrones. Lo que quisiera hacer, si mi jefe me lo permite —dirigió una mirada al subdirector de la agencia—, es ir a Salem, Massachusetts, y tener una charla con la buena gente que fabrica esos krytrones.
Unas setenta y dos horas después de que Jim Duffy abandonase Chipre, un madrugador que hacía footing descubrió el cuerpo del coronel Dimitri Wulff tirado en una cuneta en las proximidades de las viejas murallas de Nicosia. La investigación policial determinó que había muerto a causa de un balazo en la sien derecha disparado a bocajarro por una Makarov del 38, el arma corta reglamentaria del Ejército Rojo. La pistola fue hallada a cosa de dos metros del cadáver del coronel. ¿La había dejado allí el asesino? ¿O la había arrojado el coronel en un último y agónico movimiento después de suicidarse? Ésa fue una cuestión que la policía chipriota jamás fue capaz de esclarecer.