El Centro Antinarcóticos de la CIA está situado en el sótano del edificio central de la agencia en Langley, lo cual, según algunos, es adecuado reflejo de la importancia que la organización da a sus actividades. El Centro fue establecido después de la caída del muro de Berlín, cuando la agencia buscaba desesperadamente nuevas misiones para la posguerra fría, misiones que contribuyeran a justificar ante el Congreso y el público sus enormes recursos presupuestarios y de personal.
Duffy se dijo que la bienvenida que le dieron en el Centro después de sus charlas con el director y el director de operaciones había sido una mezcla de «salve, héroe victorioso» y «el regreso del hijo pródigo». El hombre que dirigía el Centro y que, técnicamente, era el superior de Duffy, tenía cinco años menos que éste. Presentó a Duffy a sus nuevos colegas con la adecuada deferencia. Los reunidos lo estaban esperando en torno a la habitual mesa de conferencias cubierta de tazas de café. Representaban al FBI, el Departamento de Aduanas, la DEA, el Tesoro y, naturalmente, la CIA. Había una sola mujer, la representante de aduanas, y el resto eran varones. Duffy advirtió que cada uno de ellos tenía ante sí su taza de café personal, adornada con los colores y el sello de su departamento. En los servicios gubernamentales estadounidenses nunca cambia nada, se dijo, tomando asiento en la silla de la cabecera de la mesa que el jefe le había ofrecido. Tras la habitual charla sobre lo insólitamente cálido que era el tiempo y lo mal que, como siempre, estaban jugando los Bullets de Washington, el director dio inicio a la reunión de trabajo.
—Jim —dijo—, se nos ha indicado que debemos ponerte al corriente de la situación mundial del tráfico de heroína y, particularmente, de la relación del problema con la heroína que se extrae del opio cultivado en tu antigua zona, Afganistán.
El director hizo girar el café de su taza, como si el oscuro líquido fuera un adecuado reflejo del negro panorama que iba a pintar para Duffy.
—El brutal y desdichado hecho es que el consumo de heroína se ha disparado en todo el mundo durante los últimos tres años. Y ese aumento ha sido mayor en Estados Unidos y Europa occidental. La opinión pública está convencida de que, con el sida y la cuestión de las agujas, la heroína ya no cuenta, y de que nuestro principal problema de drogas lo constituyen la cocaína y el crack. Lo cual no puede ser más inexacto. A escala mundial, el consumo de heroína es, con mucho, la más grave de todas las toxicomanías. Recientemente, el presidente Clinton afirmó que la heroína supone un problema a largo plazo mucho más grave para la sociedad de lo que lo fueron la cocaína o incluso el crack.
Cómo les gusta a estos tipos citar declaraciones de la Casa Blanca para respaldar cualquier cosa que digan, pensó Duffy. Eran como los jesuitas que lo habían educado en la escuela secundaria, que citaban a san Agustín para convencer a un montón de adolescentes sexualmente salidos de las virtudes de llegar vírgenes al matrimonio.
—El problema de la heroína no ha surgido de la noche a la mañana como ocurrió con el crack en 1985 —seguía el director—. Es algo que ha ido produciéndose poco a poco, mientras nosotros estábamos ocupados en otras cosas. Durante los últimos cinco años, la producción mundial de amapola de opio se ha más que duplicado. Lo cual significa que en el mercado hay el doble de heroína buscando clientes. Creemos que quienes mejor han calibrado el problema son los de la Interpol, en Lyon, Francia. Según sus cálculos, la producción mundial de heroína se ha multiplicado casi por cuatro, pasando de ciento veinticinco toneladas métricas en 1984 a quinientas en 1994. Y entre 1985 y 1996, es decir, casi el mismo espacio de tiempo, las incautaciones de heroína en Europa pasaron de poco más de dos toneladas a once toneladas. Y no se trata de una estimación, sino de cifras reales. Y en esto nos encontramos de nuevo con que las cifras se han multiplicado por cinco, lo cual parece confirmar los cálculos de la Interpol acerca de la producción mundial. Partimos de la base de que la policía captura aproximadamente el diez por ciento del total de los alijos de drogas, lo cual significa que, en la actualidad, cada año llegan a Europa más de cien toneladas de heroína. Y eso, puedes creerlo, es mucha, muchísima heroína.
A Duffy nunca le había preocupado particularmente la droga. Como era de imaginar, durante la época en que se ocupaba de la guerra de Afganistán había fumado bastantes porros de hachís. Y, a diferencia de otros, él se había tragado el humo[3]. Le gustó, aunque no lo bastante para que su forma de vida cambiase perceptiblemente. El whisky y el vodka siguieron siendo sus favoritos. Como muchos de los que pertenecían a su ámbito social, tenía una imagen estereotipada de los drogadictos. Éstos, para él, constituían una pequeña minoría, y estaban predispuestos por algún tipo de debilidad moral al consumo que los estaba destruyendo. Su imagen de un yonqui era la de un antiguo adicto de los sesenta desmayado en el suelo de los servicios de una estación de autobús, con una goma en torno al codo y una aguja colgándole del antebrazo. O, más recientemente, de chicos negros enloquecidos por el crack. No sentía hacia ellos ni piedad ni rechazo; simplemente, no le importaban. No eran problema suyo.
—Hablemos ahora de Afganistán —estaba diciendo el director. La mención de su antigua zona hizo que Duffy volviera a prestar atención—. Ese país se ha convertido en el mayor productor mundial de opio. Más importante aún que el famoso Triángulo de Oro de Birmania septentrional. La Interpol calcula que, para el 2000, la cosecha afgana de opio alcanzará las cinco mil toneladas. Eso significa que, para entonces, sólo Afganistán estará produciendo más heroína de la que se producía en todo el mundo en 1994.
El director dirigió a Duffy una torcida sonrisa de resignación.
—Sin embargo, oficialmente no reconocemos esa particular realidad. Para la prensa y el público, el Departamento de Estado sigue con el antiguo embuste de que el Triángulo de Oro es el principal productor mundial de heroína. A nosotros nos resulta más fácil denostar a la junta militar birmana que criticar a aliados nuestros como Pakistán y Turquía, que están metidos hasta el cuello en el tráfico de droga afgana. Y, naturalmente, tampoco nos apetece proclamar a los cuatro vientos el hecho de que los señores de la droga de los noventa son los mismos maravillosos héroes que en los ochenta se enfrentaban a los soviéticos. Esta agencia ya ha recibido bastantes críticas de los medios por la blandura con que trata a los narcotraficantes.
Duffy se encogió de hombros. No iba a ponerse a discutir con aquella gente sobre lo que se había conseguido o dejado de conseguir con la guerra de Afganistán.
—¿Y quién demonios está consumiendo toda esa droga?
—Jim… —La que habló fue la representante del servicio de aduanas. Era una mujer baja y fornida, que parecía capaz de echarse al hombro un vagón lleno de droga—. Lo cierto es que ha aparecido un nuevo tipo de heroinómano. No nos enfrentamos al antiguo adicto que se pinchaba en cualquier vena para conseguir un subidón. Los de ahora son jóvenes, la mayoría menores de treinta años. Por algún motivo que aún no hemos logrado desentrañar, hay entre ellos un exagerado número de mujeres. Y ésta no es una droga que afecte a una única clase social como el crack, cuyo consumo se reduce prácticamente al gueto afroamericano. Actualmente, la heroína abarca la totalidad del espectro social. Todo el mundo la consume. Estrellas del rock, peces gordos de Wall Street, guionistas y directores de Hollywood, maquilladores, diseñadores de moda, fotógrafos, y muchas modelos, porque creen que la heroína inhibe la gordura. El cretino de Calvin Klein convirtió la heroína en algo chic con esas depauperadas modelos de mirada vacua que le gusta usar en sus anuncios. Convirtió la condición de yonqui en algo elegante.
—Jim… —El director había vuelto a tomar la palabra—. Durante los últimos tres años se ha producido un drástico cambio de marea en el mundo de la droga. Ese cambio es la clave de que el consumo de heroína esté aumentando de modo tan espectacular. En los viejos tiempos, hacía falta una inyección en la vena para conseguir un subidón. La barrera de la aguja hacía que muchos se abstuvieran del consumo. A fin de cuentas, a nadie le gusta pincharse. Y también estaba el miedo de contagiarse del sida por utilizar agujas contaminadas. Todo eso ya pasó. La barrera de la aguja ha dejado de existir, así de simple. Los nuevos usuarios no se inyectan la droga.
—¿Y qué demonios hacen con ella? ¿Se la comen?
—La fuman. O la esnifan como cocaína. Es como una versión light de El almuerzo desnudo, de Burroughs. Y entre los consumidores existe la infundada creencia de que la heroína, fumada o esnifada en vez de inyectada, no crea hábito. Eso es totalmente falso, un completo embuste, pero muchos que deberían tener más sensatez lo creen a pies juntillas.
—Señor Duffy… —El que ahora hablaba era el representante de la DEA, un tal Mike Flynn. El hombre tenía el cabello negro y los ojos azules y evidentemente era, como Duffy, de ascendencia irlandesa. No debía de tener mucho más de treinta años. Y lo de haberlo llamado «señor» era indicio de que había sido un buen alumno de los curas y monjas de la escuela parroquial—. Esta nueva epidemia de heroína, si quiere que la llamemos así, está causada por tres factores. En primer lugar, como ya ha explicado el director, se debe al enorme aumento de la producción mundial de opio. En segundo lugar está el drástico descenso de los precios en la calle. Tradicionalmente, la heroína que se compraba en las esquinas costaba por gramo el triple o el cuádruple que la cocaína. A partir de 1991, el precio de la heroína comenzó a bajar en todo el mundo. En estos momentos, aquí en América ambas drogas se venden prácticamente al mismo precio. En ultramar, en Bruselas, Amsterdam y Viena, la heroína es más barata que la coca. El precio de ambas drogas viene a ser el mismo en Francia, Italia y Alemania. Los únicos lugares en que la coca sigue siendo más barata son España, Dinamarca y Londres. La auténtica causa del disparatado aumento del consumo de heroína no es ni el precio ni la producción —afirmó Flynn, convencido—. Es la pureza de la droga que se vende en las esquinas. Allá en los cincuenta y sesenta, cuando se produjo la última epidemia de heroína, los niveles de pureza que se encontraban en la calle eran de entre el tres y el diez por ciento. Con droga tan mezclada, era necesario inyectarse para conseguir un subidón. Si se esnifaba, lo único que se conseguía era estornudar. En la actualidad, aquí en Norteamérica, el nivel de pureza que se encuentra en la calle es de un sesenta y cinco por ciento. En Boston, por algún motivo que ignoramos, la cifra sube al ochenta por ciento. En Europa fluctúa entre el cincuenta y el sesenta por ciento.
Flynn se retrepó en su sillón, como si él mismo acabara de recibir una dosis de heroína purísima.
—Por eso los nuevos consumidores ya no se inyectan. No lo necesitan. Con esos niveles de pureza, les basta esnifar para colocarse a gusto. O mezclar la droga con el tabaco de un par de Marlboros y fumársela.
Duffy comentó:
—Me da la sensación de que debe de haber una especie de ejecutivo a lo Procter and Gamble que se ha planteado la cosa como una estrategia de marketing para aumentar la demanda y el consumo buscando un nuevo tipo de usuario.
—Eso es lo que sospechamos en los cuerpos de policía —asintió Flynn—, pero no tenemos pruebas que fundamenten tal hipótesis.
—¿Cuál es, según nuestros cálculos, la cifra actual de adictos?
—El cálculo oficial es que existen unos seiscientos mil adictos duros, de los que se inyectan. Todo el mundo considera que ése es un cálculo demasiado bajo. Pero lo que nos preocupa no es esa cifra. Lo grave es la cifra estimada de gente que esnifa o fuma heroína de vez en cuando. Calculamos que son unos tres millones de personas. —Flynn se encogió de hombros—. Pero la realidad es que, simplemente, no lo sabemos. La heroinomanía es una adicción lenta e insidiosa. No golpea, como el crack, sino que va creciendo despacio sin que el interesado se dé cuenta, mientras éste sigue convencido de que tiene la situación bajo control.
—¿Qué entiende usted por «despacio»?
—Pueden ser dos, tres, cuatro, cinco años. Eso, con la heroína inyectada. Con la esnifada, aún no lo sabemos. Suponemos que los que esnifan y fuman pasarán a inyectarse cuando la adicción los golpee de lleno. Aunque sólo sea para ahorrar dinero. ¿Cuántos de esos tres millones de consumidores «blandos» se convertirán en duros? No tenemos ni idea. Pero cuando eso suceda, señor Duffy, será cuando la mierda se pegue en el ventilador.
La mujer de aduanas volvió a tomar la palabra.
—Jim, voy a enseñarle una filmación clandestina realizada recientemente por el departamento de policía de Nueva York en la sala VIP de un club nocturno llamado Limelight. Creo que, viéndola, se hará usted idea de la magnitud del problema.
Oprimió un par de botones, se amortiguaron las luces y bajó una pantalla en la que aparecieron unas difusas imágenes en blanco y negro.
—La filmación se realizó a las tres de la mañana de un sábado. Ésos son tipos de clase alta. Gente de la música, del espectáculo. En esa habitación no se entra sin conexiones ni dinero. Ahora, fíjese en los brazos de esos chicos. Todos ellos se están rascando, como si alguien hubiera soltado en ese lugar una marabunta de hormigas. Esos picores son típicos de los usuarios de heroína. Todos ellos están enganchados. Y ése es uno de los locales de juventud más elegantes de Nueva York.
La mujer encendió de nuevo las luces.
—Tiendo a considerar estos problemas desde el punto de vista del sociólogo. La coca fue la droga de los ochenta. Perfecta para los tiburones de Wall Street, para los años de bonanza de Reagan. La heroína es un mejor reflejo de los valores de los noventa. Como esos muchachos dicen: «la heroína te calma, no te saca de quicio, te pone bien». Han llegado a la convicción de que la heroína esnifada o fumada es más segura que el crack. Es un buen viaje, lo más «in».
La representante del servicio de aduanas sacudió la cabeza y siguió:
—Lo malo es que, para muchos de esos chicos, el viaje les conducirá a un infierno.
—¿Afecta la droga la vida sexual? —preguntó Duffy.
—La inhibe. Un heroinómano, simplemente, no tiene erecciones. Los chulos siempre tratan de que sus chicas se enganchen a la heroína inyectada. Eso les da una sensación de «yo no soy realmente yo» que les hace más fácil acostarse con el primer cliente que aparezca con unos dólares en el bolsillo.
Ahora ya sé por qué nunca he probado esa droga, se dijo Duffy.
—Volvamos por un momento a todo ese opio que están cultivando mis amigos afganos. ¿Adónde va? ¿Están los radicales islámicos metidos en el tráfico?
El hombre de la DEA replicó:
—Sobre eso también hay muchas teorías pero pocos hechos. Sabemos quién gobierna Afganistán: los talibanes. Son fundamentalistas. La Interpol calcula que entre el ochenta y el ochenta y cinco por ciento de la heroína que se consume en Europa es droga afgana refinada en Turquía. Pero… ¿cómo llega la droga a Turquía?
—¿Cómo?
—No lo sabemos. Sospechamos que la mayor parte se transporta de un modo u otro a través de Irán y, de ser así, puede usted apostar lo que quiera a que algún iraní se lleva una parte del negocio.
—¿Qué me dice de los turcos que refinan la droga? ¿Están vinculados con los fundamentalistas islámicos?
Flynn se removió en su butaca.
—Lamento decirlo de nuevo, pero eso no lo sabemos.
—No parece que sepan ustedes mucho —gruñó Duffy, a quien en aquellos asuntos le gustaba llamar a las cosas por su nombre.
El director decidió evitarle a Flynn un mal rato y tomó la palabra:
—Tenemos la certeza de que existen radicales islámicos que consideran que utilizar la droga para deshacerle el cerebro a la juventud de Occidente es cumplir el mandato divino. En Bruselas hay traficantes marroquíes que no permiten que sus hermanas salgan con un cristiano o que vayan por la calle con la cabeza descubierta, pero que están encantados de venderles droga a los consumidores belgas. Cada vez encontramos a más argelinos y marroquíes relacionados con el FSI, el Frente de Salvación Islámico, vendiendo droga en Francia y en el sur de Alemania, con órdenes de no abastecer a sus hermanos islámicos, sino sólo a europeos. En Suiza e Italia se han dado casos en los que traficantes palestinos les disputaban el terreno a traficantes italianos. ¿Tiene todo esto sus raíces en la ideología o se trata de simple y puro amor al dinero? Simplemente, no lo sabemos. Quizá tú puedas averiguarlo.
—Bueno, pues muchas gracias —dijo Duffy, apurando el café de su taza—. Me alegro de haber vuelto al trabajo. Esto es bastante más divertido que cortar leña en Maine… Al menos, eso espero.
El Mark’s Club ocupa un edificio de finales del siglo XVIII situado en el 46 de Charles Street, a unos pasos de la plaza de Berkeley, el otrora aristocrático óvalo de césped y plátanos donde se asegura que cantó el ruiseñor de la leyenda. Tal vez el ruiseñor siga cantando y nadie lo oiga porque su trino queda ahogado por el barullo del tráfico finisecular que llena la plaza.
Juzgando por la fachada exterior del club, el viandante casual podría pensar que el edificio no es más que la mansión privada de una acaudalada familia inglesa. La sobria elegancia de su interior pretende evocar, tanto para los miembros como para los visitantes, toda una serie de establecimientos similares típicamente británicos: White’s, Brooks, Boodle’s… Todos ellos clubes masculinos. No obstante, hay una notable diferencia. Mark’s parte de la base de que la humanidad se compone de dos sexos y no de uno. En el cenit de los alegres años sesenta su fundador, Mark Burley, tuvo la quijotesca idea de que a algunos de los caballeros de su misma esfera social les apetecería más almorzar en compañía de unas cuantas mujeres atractivas que estar rodeados por antiguos condiscípulos de Eton o Harrow.
Billy, el portero del club, reconoció el sonido del Jaguar de Terry Harmian aun antes de que el coche llegara. Cuando el vehículo se detuvo, el empleado ya estaba junto al bordillo para recibir a su propietario. Billy era un destacado personaje del club, ya que, según una bonita leyenda probablemente falsa, él había sido el conductor del coche en que huyeron los autores del robo de Brink’s Matt, en noviembre de 1983. Billy abrió la portezuela a Nancy, le ofreció la mano para ayudarla a salir del bajo vehículo y, cuando ella se apeó, él no perdió la oportunidad de admirar sus bien torneadas piernas.
—Buenas noches, señor Harmian —dijo el hombre, rodeando el coche en dirección a la portezuela del conductor para llevarse el Jaguar a un estacionamiento—. Que disfruten de la cena.
James, el recepcionista del club, acudió a recibir a Nancy y Terry cuando éstos entraron en el local.
—Es un honor que hayan ustedes decidido celebrar su aniversario con nosotros —dijo, obsequioso, al tiempo que recogía el abrigo de Nancy. James, un irlandés de sesenta y tantos años, irradiaba una distinción con la que pocos de los aristocráticos miembros del club podían rivalizar—. Sus invitados están arriba, esperándolos —continuó, señalando con un mínimo movimiento de cabeza la escalera situada junto a la entrada del comedor principal.
Dada la naturaleza íntima de la celebración, Terry y Nancy habían decidido alquilar el comedor privado del club, en el segundo piso, sobre el bar. Tomados del brazo, comenzaron a subir la escalera, en cuyas paredes colgaban óleos decimonónicos de perros, niños y escenas de caza, temas que parecían los predilectos del propietario del club.
Bruno, el maître, los recibió en la puerta con la cordial gravedad que la celebración merecía. A sugerencia de Nancy, la larga mesa, preparada para diez comensales, estaba adornada con tres discretos ramilletes de camelias y azaleas. En un extremo de la sala, un auténtico fuego de leños crepitaba en la chimenea, desafiando alegremente las ordenanzas londinenses contra la contaminación atmosférica. Los invitados, que habían aguardado sentados en los sillones y sotas dispuestos en torno al fuego, estaban ya en pie y yendo hacia ellos.
Señalando a una mujer de mediana edad ataviada con un vestido de seda negra y un pequeño delantal blanco, con aspecto de un ama de llaves victoriana, Bruno dijo:
—Henrietta los atenderá esta noche.
El resto de las palabras del hombre quedó ahogado por el bullicioso coro de bienvenidas y felicitaciones que se levantó en torno a la pareja que celebraba su aniversario. Terry y Nancy procedieron a abrazar y dar la bienvenida a todos sus amigos.
Allí estaba Said Abou Abrazzi, un saudí que, como Terry, era consultor privado de inversiones de un pequeño grupo de acaudalados clientes. El hombre estaba acompañado por Mona, su esposa siria, que parecía una virgen recién salida de un icono bizantino; Raymond Harris, un abogado o, más exactamente, según los términos en que los ingleses dividen su comunidad legal, un procurador. Su especialidad eran los paraísos fiscales y el establecimiento de compañías en el exterior para aprovechar las ventajas económicas que otros países ofrecían. Lo acompañaba su esposa Gilda. Otro de los invitados era David Nathan, un australiano que había hecho el tendido para la televisión por cable en gran parte del novísimo continente, obteniendo con ello una fortuna que podía rivalizar con las de Rupert Murdoch y Kerry Packer. Orgullosamente colgada de su brazo estaba Giselle, su nueva esposa francesa. A continuación estaban Dimitri Grischa Zumbrowski, un ruso de incierto origen étnico pero de indiscutible solvencia económica, acompañado por una espectacular modelo polaca rubia, su amante oficial. Y por último, el barón Theodore Teddy Van Weissendradt, un aristócrata flamenco de Amberes que era el único hombre cuya pericia en el póquer reconocía Terry como superior a la suya.
Yendo de uno a otro de sus invitados, Nancy se dijo que aquélla era la típica reunión londinense: un solo inglés, como de muestra, encajado en un arca de Noé de gente de distintas nacionalidades.
Terry y Nancy volvieron con sus invitados junto a la chimenea, donde Henrietta los esperaba con copas de Dom Perignon. Terry chocó la suya con la de Nancy, rodeó a ésta con el brazo derecho y con el izquierdo alzó la copa hacia sus amigos.
—Salud, queridos amigos. Por nosotros, por todos vosotros. —Luego, con la mirada de un escolar enamorado de su maestra, se volvió hacia su esposa—. Y por ti, querida, por toda la maravillosa felicidad que has traído a mi vida. «Tú llenas la copa que limpia el presente de los remordimientos del pasado y de los temores del futuro».
Del grupo de amigos surgió un aprobador murmullo. Nancy bebió un sorbo de champán y luego miró con sonrientes ojos a su marido.
—Sospecho que hoy has estado hojeando el diccionario de citas, ¿no?
—En absoluto, querida. La frase pertenece al Rubayyat. Como todos los buenos persas, yo me lo sé prácticamente de memoria.
Durante media hora rieron y charlaron, y después se sentaron a cenar. Nancy había escogido el menú: caviar, salmón ahumado y canapés para empezar, y luego, los últimos faisanes, cuya época de caza terminaba el 31 de enero. Nancy había ordenado al chef que todas las aves fueran hembras, ya que con los faisanes ocurría lo mismo que con la humanidad: las hembras eran más tiernas que los machos.
Para acompañar la cena, Bruno había escogido un Chardonnay neozelandés y tres botellas de Château Figeac de 1961 que había encontrado en un escondido rincón de la bodega del club.
Fue una velada deliciosa, opípara y llena de risas. Una noche que quedaría grabada durante años en el recuerdo de todos los que participaron en ella.
Una vez que Henrietta hubo servido el oporto y el brandy y distribuido cigarros entre los caballeros, Terry golpeó su copa con una cuchara y se puso en pie.
—Una ocasión como ésta merece un brindis —dijo a sus amigos—. Brindo en primer lugar por vosotros, por acompañamos en esta feliz noche. Espero que con esta cena hayamos establecido una tradición que seguiremos en años venideros. Ojalá todos los años podamos reunimos en estas fechas para compartir nuestro afecto y nuestra amistad.
Luego, tomando en la suya la mano de Nancy, siguió:
—Pero, sobre todo, quiero brindar por mi esposa, que llenó de alegría y felicidad mi solitaria vida.
—¡Sí, muy solitaria! —rió el saudí, aludiendo a los activos días de soltero de Terry.
Cuando cesaron las risas, Terry hizo una pausa y, mirando a su esposa, recitó:
—«Verla fue amarla, amarla sólo a ella y amarla para siempre». Esto lo escribió una compatriota tuya, querida, Emily Dickinson. Y no he sacado la frase del diccionario de citas.
Nancy lanzó una encantada exclamación, se levantó y abrazó a su marido mientras sus invitados aplaudían puestos en pie.
Era pasada la una cuando al fin regresaron a Chester Square. Como de costumbre, frente a la casa no había sitio para aparcar.
—Entra mientras yo aparco, cariño —le dijo Terry.
Nancy subió la escalinata y, buscando las llaves en su bolso, se dijo que ningún londinense que se preciase estaría dispuesto a vivir en una casa construida en el siglo veinte. Por eso —reflexionó—, ninguno de nosotros tenemos garaje y nos volvemos locos buscando aparcamiento.
Entró en la casa, cerró la puerta tras de sí y, antes de quitarse el abrigo, se atusó el cabello.
Fue entonces cuando un brazo se cerró en torno a su cuello con la fuerza de un cepo y tiró de ella hacia arriba, alzándola literalmente del suelo. Al mismo tiempo, Nancy notó la aguda punta de un cuchillo pinchándole en la carne de la sien.
—¡Quieta! —susurró una voz—. No hagas ni un ruido.
El brazo le oprimía el cuello con tal fuerza que, por un instante, Nancy temió que su asaltante fuera a estrangularla. No le era posible tragar y notaba los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Dominada por la sorpresa y el terror, pensó que se enfrentaba a uno de esos crueles ladrones londinenses de los que tanto hablaba la prensa.
Otro intruso, éste con las facciones ocultas por una negra máscara de esquí, salió de entre las sombras que rodeaban la escalera. Tenía en la mano una gran tira de esparadrapo. Se acercó a ella y se la pegó en la cara de oreja a oreja, estirándola tanto que, cuando terminó, a Nancy apenas le era posible mover los labios ni las mandíbulas. El único sonido que así amordazada podría emitir sería un débil y patético gemido. Las rodillas se le doblaron y las náuseas se apoderaron de su estómago. Dominada por el horror y la desesperación, se preguntó dónde estaría su marido.
Mientras, el segundo intruso se había quitado unas esposas del cinturón y se las había puesto a ella en torno a las muñecas.
—Llévala arriba —ordenó al hombre que seguía con el brazo en torno al cuello de Nancy.
El primer asaltante retiró el brazo estrangulados se puso frente a ella y, agarrándola por las esposas, tiró de ella con todas sus fuerzas, casi arrastrándola hacia la escalera. El hombre también llevaba una máscara de esquí negra con orificios para los ojos y la nariz.
Apenas hubo dado unos pasos, Nancy tropezó y cayó de rodillas.
—¡Levanta! —masculló el hombre.
Exhausta y con una rodilla dolorida, Nancy logró a duras penas caminar junto a su captor hasta el descansillo del segundo piso. El hombre abrió la puerta del dormitorio y, empujándola brutalmente, la hizo caer al suelo de bruces. Luego cerró la puerta y se acercó a ella.
Dios mío —pensó Nancy, notando contra las mejillas las fibras de la alfombra de su dormitorio—, este malnacido me va a violar aquí mismo, en mi propia casa.
No era así.
—Levanta —masculló de nuevo el hombre.
Mientras se ponía trabajosamente en pie, con las medias desgarradas y la rodilla dolorida y comenzando a hincharse, Nancy vio a Rebecca, su ama de llaves, que estaba atada a una de las sillas del dormitorio, con un esparadrapo sobre la boca similar al de Nancy. Su asaltante la empujó a una segunda silla situada cerca de la de Rebecca. Nancy miró hacia la cama y vio que no estaba abierta. Eso significaba que a Rebecca la habían hecho prisionera poco después de que ellos salieran hacia el restaurante. Los ladrones llevaban bastante tiempo en la casa y, sin embargo, no la habían saqueado como solían hacer, arramblando con el televisor, el equipo de música y la plata. ¿Por qué? ¿Por qué habrían esperado a que ellos llegaran para iniciar el pillaje?
De pronto Nancy comprendió. Se trataba de sus joyas. Alguien de la compañía de seguros habría informado a aquellos tipos de lo que valían sus alhajas. Así trabajaban los delincuentes profesionales, con información previa, sabiendo lo que buscaban.
Extrañamente, aquella idea la tranquilizó, calmando por unos segundos el terrible pánico que la dominaba. Al menos, aquellos tipos no se proponían matarlos. Se apoderarían de las joyas y huirían.
¿Qué pasaba con Terry?, se preguntó, angustiada. ¿Dónde estaba? A estas alturas, ya debía de haber vuelto a la casa. La puerta del dormitorio era a prueba de ruidos para facilitarles a ellos el sueño. Estaba atrapada en una bóveda silenciosa, incapaz de oír nada de lo que ocurría en la casa. Por Dios, cariño —suplicó interiormente—, no te hagas el héroe. Que se queden con las malditas joyas y se larguen.
Mientras ella se debatía presa de la angustia, uno de los individuos le había quitado las esposas y la estaba atando rápida y diestramente a la silla con un pedazo de cuerda. Primero le amarró los tobillos a las patas de la silla. Luego le inmovilizó las rodillas contra el asiento, pasando la cuerda por la parte posterior de la silla. A continuación procedió a atarle la cintura y el pecho contra el respaldo, apretándola con tal fuerza que a Nancy apenas le era posible respirar. Sin saber cómo, y pese al terror que atenazaba su cabeza y sus miembros, recordó algo que había visto en una película de televisión. En el momento en que su captor se volvió hacia la cama para coger más cuerda, ella inhaló lo más hondo que pudo para hinchar al máximo los pulmones, de modo que cuando el hombre terminase de atarla, a ella le bastaría vaciar los pulmones para dar un poco de holgura a sus ligaduras.
Su captor examinó las ataduras y luego cruzó la habitación, cerró las luces y abrió la puerta. Antes de cerrarla, permaneció por un instante en el umbral, silueteado por la luz del descansillo. Luego salió, dejando solas en la oscuridad a las dos temblorosas y aterrorizadas mujeres. Durante el breve instante que la puerta permaneció abierta, Nancy se esforzó por escuchar algún sonido, una voz, un grito, cualquier indicio de vida procedente de la planta baja. No oyó nada.
Escrutó la penumbrosa habitación, cuya única luz era la procedente de las farolas de Chester Square. Entre las sombras, a cosa de cinco metros de ella, estaba la mesilla de noche y, sobre ella, como negra promesa de salvación, el teléfono. Cinco metros. Lo mismo podría haber sido un kilómetro. Pero, como tenía las muñecas libres, si conseguía llegar a él tal vez pudiera descolgar el receptor y marcar en el dial la cifra mágica: 999. Pero… ¿reconocería la telefonista del servicio de emergencias sus inarticulados gemidos como lo que eran, una desesperada demanda de auxilio? ¿O no haría caso, tomando a su comunicante por un bromista?
¿Cómo llegar hasta allí? ¿Cómo podía salvar la inmensa distancia que la separaba del teléfono?
Se preguntó si, moviéndose y retorciéndose en la silla, utilizando el peso de su cuerpo para avanzar, lograría cruzar el cuarto. ¿Y si echaba todo su peso hacia atrás, de modo que la silla quedara apoyada sólo en una de sus patas, por ejemplo la derecha? Luego podría echar su peso hacia delante y a la izquierda, de modo que, cuando la pata delantera izquierda volviera a caer sobre la alfombra, ella hubiese avanzado, quién sabe, quizá cinco centímetros. Repitiendo el movimiento muchas veces, tal vez pudiera llegar a su ansiado destino y pedir ayuda.
La puerta del dormitorio se abrió de repente. Nancy parpadeó, cegada por la súbita luminosidad que inundó la estancia. Ahora había dos tipos en el umbral, recortándose contra la luz del fondo. Avanzaron hacia ella. La alzaron en vilo y la llevaron abajo como si fueran enfermeros de un hospital trasladando a una paciente en su silla de una sala a otra. Mientras bajaban por la escalera, Nancy vio que había luz en el despacho de su marido. Una vez en la planta baja, los dos hombres la llevaron justamente hacia allí.
Al contemplar el espectáculo que la esperaba en la habitación, Nancy lanzó un grito que quedó ahogado por su mordaza. Por un instante, temió vomitar y morir asfixiada por los restos del banquete de su primer aniversario de boda.
Terry estaba derrumbado en el sillón de su escritorio. Su rostro era una irreconocible masa de sangre, carne y hueso. El ojo izquierdo estaba parcialmente salido de su órbita y colgaba sobre la parte superior del pómulo. Le habían aplastado la nariz, y por las fosas nasales brotaba un chorro de sangre que le resbalaba por la boca y la barbilla para caer al fin sobre la camisa, convertida en un sanguinolento trapo. Tenía la boca abierta, y Nancy advirtió que le faltaban casi todos los dientes delanteros. Contempló con horror uno de aquellos dientes, enganchado en la oscura tela de la chaqueta del traje. Terry respiraba trabajosamente, y con cada aliento se le formaba una especie de sanguinolenta espuma en los labios.
A uno y otro lado de su marido, Nancy vio a otros dos hombres cubiertos con pasamontañas. Un tercero permanecía recostado en el escritorio, como si su cometido no fuera otro que el de supervisar la tortura del pobre y maltrecho Terry. De pronto, el hombre se apartó de la mesa y salió del cuarto. Por el rabillo del ojo, Nancy lo vio cruzar el vestíbulo y arrancar de la pared un espejo veneciano del siglo dieciséis.
Mostrándolo como un piloto de fórmula uno mostraría un trofeo recién ganado; el hombre volvió a entrar en el despacho y puso el espejo ante el destrozado rostro de Terry.
—¡Mira! —ordenó. Luego, señalando a Nancy—: Si no nos dices la combinación de la caja, este mismo aspecto tendrá tu esposa dentro de cinco minutos.
Terry farfulló algo por entre la sangre que le llenaba la boca. De pronto Nancy se dio cuenta de que su marido no hablaba en inglés, sino farsi. Aquellos hijos de puta no eran ladrones en busca de joyas. Eran iraníes. Eso era lo que Terry quería indicarle al hablar en farsi a sus torturadores. Ella sintió un escalofrío de terror. ¿Serían enviados de los mullah? En tal caso, se trataba de asesinos. Todos los iraníes conocían historias sobre los sicarios de la VEVAK, dedicados a matar a los enemigos del régimen refugiados en Occidente. ¿Habría pertenecido Terry, sin que ella lo supiera, a algún movimiento antigubernamental?
El que sostenía el espejo también había comprendido por qué Terry había hablado en farsi.
—¡Cabrón! —rugió, tirando el espejo al suelo. Del escritorio cogió una pistola y golpeó con ella la mejilla de Terry.
Luego se volvió, fue hasta Nancy en tres zancadas y la golpeó en el rostro con un gancho de derecha. Ella lanzó un grito que, a causa de la mordaza, se convirtió en un gemido apenas audible. Mentalmente, la mujer rogó a su marido: «¡Diles la combinación de la caja, Terry! ¡Dales lo que quieran! ¡No importa, lo único importante somos nosotros!».
Como si los dos estuvieran comunicados por poderes telepáticos, en aquel momento Terry murmuró:
—De acuerdo. Setenta a la derecha.
El hombre que se encontraba junto a Terry se arrodilló frente a la caja fuerte y, lentamente, hizo girar el dial.
—Ahora, doscientos treinta a la izquierda —dijo Terry, cuando el hombre hubo completado el primer movimiento.
El intruso realizó el movimiento indicado.
—Ahora, ochenta y cinco otra vez a la derecha —siguió Terry y, tras la adecuada pausa, añadió—: Y trescientos a la izquierda.
Lentamente, el hombre hizo girar el dial. Cuando llegó al 300, sonó un leve «clic» y la pesada puerta de la caja fuerte se entreabrió un par de centímetros.
—Bien —dijo el que parecía ser el jefe. Luego, mirando a los que habían bajado a Nancy desde el dormitorio como a la reina de Saba en su palanquín, ordenó—: Conducidla arriba de nuevo.
Esta vez, sus dos asaltantes sólo se molestaron en llevarla hasta la puerta del dormitorio. Una vez abierta ésta, dejaron la silla en pie sobre la alfombra y volvieron a salir apresuradamente. Por unos instantes, Nancy quedó jadeando, intentando controlar los temblores y las náuseas que le había producido la horrible experiencia que acababa de vivir.
A su recuerdo regresaron los macabros detalles de la escena. El maltratado cuerpo de su pobre marido, la sangre que le manaba por la boca y la nariz, el horrible sonido de la pistola al golpear contra la cabeza. Aquel cabrón seguro que le había fracturado el cráneo a Terry. Si aquellos desalmados no le pegaban un tiro, seguro que el hombre moriría desangrado en su silla. Nancy se daba cuenta de que ella representaba la única oportunidad de sobrevivir que tenía su esposo.
De pronto advirtió que, al arrojarla de cualquier manera al suelo en su prisa por volver abajo, sus dos captores habían reducido casi a la mitad la distancia que la separaba de la mesilla de noche. Ahora entre ella y la negra promesa de salvación que constituía el teléfono sólo había menos de tres metros. Puedes hacerlo, Nancy, se dijo, puedes y debes llegar a la mesilla de noche.
Lentamente, a fin de no caer de espaldas y quedar inmovilizada sobre la alfombra, se echó para atrás sobre la pata trasera derecha de la silla a la que estaba atada. Por un momento, osciló precariamente. Luego, empujando con la cadera y la rodilla izquierdas, impulsó la pata hacia delante. A continuación, echándose de nuevo hacia atrás, esta vez sobre la pata trasera izquierda, repitió el movimiento en sentido opuesto.
¡Dio resultado! Había acortado por lo menos ocho o diez centímetros la distancia que la separaba del teléfono.
Por un momento, permaneció inmóvil entre las sombras de la habitación, a la escucha. En la casa no se oía ni un ruido. ¿Pensarían aquellos hombres volver y matarla a ella y a Rebecca? ¿O habrían huido?
Tenía que hacerlo y podía hacerlo, podía llegar hasta el teléfono. Si regresaban para asesinarlas, al menos moriría intentando salvarse y salvar a su marido.
Comenzó a avanzar de nuevo a empujones, dolorosamente, centímetro a centímetro, hacia el negro aparato telefónico. Las cuerdas que la ataban a la silla se le clavaban en la cintura y en las rodillas con cada empujón. Cada vez que tocaba el suelo con la pierna izquierda, sentía un fuerte ramalazo de dolor en la maltrecha rodilla.
No tenía ni idea de cuánto tardó en realizar el corto, lento y dolorosísimo trayecto. Lo único que sabía era que un mismo pensamiento se repetía una y otra vez en su mente: «Si no llego al teléfono, mi esposo y yo moriremos».
Al fin, cuando sólo un metro la separaba de la mesilla, logró distinguir el negro aparato entre las sombras. Verlo le dio nuevos ánimos para seguir avanzando penosamente hacia su destino.
Agarró con los dedos el cordón del teléfono y arrastró como pudo el aparato hasta el borde de la mesilla, donde podría coger el receptor con las manos. Apoyándose contra la mesilla, tendió la mano atada y descolgó el receptor.
No había línea.
Aquellos cabrones habían cortado los cables del teléfono. Durante unos instantes, quedó paralizada por el terror y la desesperación hasta que, como un deslumbrador relámpago que iluminase el cielo nocturno, tuvo una inspiración. ¡El móvil! Como no había querido que nada interrumpiese su cena de aniversario, poco antes de salir de la casa había sacado el móvil del bolso y lo había guardado en la mesilla de noche, allí mismo. Los intrusos no habrían pensado en eso. Probablemente, ni siquiera sabían lo que era un teléfono móvil.
Empujó la silla hasta que le fue posible abrir el cajón con las puntas de los dedos. Luego, por medio de una complicada y dolorosa maniobra, consiguió meter una mano en el interior del cajón.
¡Lo encontró! Sacó el aparato del cajón, dejó que la silla volviera a su posición normal y adelantó la cabeza todo lo que sus ataduras le permitían, a fin de reducir la distancia entre su amordazada boca y el teléfono.
Por fortuna, la gran ventaja del móvil era que estaba pensado para utilizarlo con una sola mano. Apretó el botón de conexión, escuchó el sonido de línea, y marcó el 999. Al cabo de sólo tres timbrazos, una voz femenina pronunció las palabras más alentadoras que Nancy había escuchado en su vida.
—Emergencias. ¿Qué servicio necesita? ¿Bomberos, policía o ambulancias?
Ella hizo lo único que podía hacer: lanzar tres ahogados gemidos. A kilómetro y medio de distancia, en el Complejo Central de Mando de Scotland Yard, Doris Maloney escuchó aquellos ininteligibles sonidos con el ceño fruncido. Según la pantalla de su ordenador, la llamada procedía del móvil número 0836372587. Su titular era una tal Nancy Harmian, del 5 de Chester Square.
—¿Es usted la señora Nancy Harmian? —preguntó.
De nuevo, Nancy respondió del único modo que le era posible, con un agudo gemido, y esperó que su interlocutora lo interpretase como una respuesta afirmativa a la pregunta.
Como los demás telefonistas que atendían la centralita de emergencias, Doris Maloney había hecho un concienzudo curso de adiestramiento antes de ocupar su puesto. El sistema 999 podía recibir hasta diez mil llamadas los viernes o sábados por la noche, y los encargados de atender la centralita debían saber diferenciar las llamadas urgentes de las chifladuras: la viejecita que quería que la policía buscase a su gato perdido, los desaprensivos que llamaban para dar un falso aviso de bomba, o los borrachos que sólo querían divertirse. La mujer tomó una rápida decisión.
—Señora Harmian —dijo—, le ruego que permanezca a la escucha. Voy a pasar su llamada al departamento de policía adecuado. —Accionó un botón e informó a su colega de la policía—: Tengo una llamada ininteligible hecha desde un móvil. Sospecho que la que llama es la propietaria.
Jake Cowe, agente número 1023, se hizo cargo de la llamada y estudió los datos que aparecían en su pantalla. La dirección, el 5 de Chester Square, correspondía a una zona en la que no se había denunciado ningún suceso extraño. Y tampoco había constancia de que en aquellas señas viviera, por ejemplo, un hombre que acostumbrase maltratar a su esposa.
—Señora Harmian…, ¿llama usted desde su casa, en el 5 de Chester Square?
De nuevo la única contestación que obtuvo fue un ininteligible sonido.
—No cuelgue, por favor, señora Harmian. Enviaré un coche patrulla a su residencia.
Ahora también Cowe tenía que tomar una decisión. Podía hacer que mandaran un coche de Scotland Yard, o bien de la comisaría de Gerald Road. La llamada podía ser una broma, y los coches del Yard eran vehículos de alta prioridad. Al fin decidió que era preferible pasar la llamada a Gerald Road. Oprimió una tecla y mandó la información de su pantalla a la sala de ordenadores de la comisaría. En la central de policía, el agente de guardia asimiló rápidamente la información y luego utilizó el sistema de radioteléfono para comunicarse con uno de los coches patrulla.
—Alfa Bravo Tres —llamó—. ¿Estás libre para acudir a una llamada?
—Sí, adelante —fue la respuesta.
—Recibimos extraños ruidos del teléfono móvil 0836372587, cuya propietaria reside en el 5 de Chester Square. Probablemente se trate de un incidente doméstico. Investiga, por favor. El número de la clave es diecinueve. Informa cuando llegues.
El agente volvió de nuevo a la línea telefónica.
—Señora Harmian, ¿sigue usted ahí? —preguntó.
Un nuevo gemido.
—Por favor, no cuelgue.
Resultó que el coche patrulla se encontraba a menos de un kilómetro de Chester Square. Al cabo de un par de minutos el coche volvió a llamar.
—Aquí AB Tres. Respecto a la clave diecinueve, estoy en el lugar. La casa se encuentra a oscuras. Investiga el agente Dansey.
Dansey, que era el conductor del coche y el agente más veterano, se apeó blandiendo la linterna.
—Quédate atendiendo a la radio por si hay problemas —ordenó a su subordinado, que patrullaba por primera vez en un coche con radioteléfono.
Lentamente, Dansey rodeó la casa, buscando algún indicio de que se hubiese forzado la entrada. No lo encontró. A través de las ventanas de la planta baja trató de iluminar el interior con la linterna, intentando detectar algún indicio de vida; pero no tuvo suerte. Apretó la oreja contra el cristal de una de las ventanas y no oyó nada.
—Atiende, Charley —dijo por radio al hombre de la central cuando regresó al coche—. El sitio está a oscuras y no hay ningún ruido. No quiero darle una patada a la puerta sin estar seguro de que hay motivo para hacerlo. ¿Sigues teniendo en línea a esa voz ininteligible?
—Afirmativo.
—Muy bien. Te diré lo que se me ha ocurrido. Voy a volver ahí y llamaré a la puerta con un largo timbrazo. Timmy se quedará en el coche, y le haré una señal cuando oprima el botón. Tú dile a la voz del teléfono que, si oye el timbre, gruña dos veces o haga lo que sea. De ese modo, al menos sabremos si dentro hay alguien en apuros o se trata simplemente de una estúpida broma.
Dansey volvió al portal de la casa, le hizo una señal a su compañero y luego apretó el botón del timbre.
—¡Lo han oído! ¡Lo han oído! —exclamó Timmy, con el entusiasmo de la primera noche en radiopatrulla.
Dansey regresó al coche y habló por la radio.
—¿Hay alguien que tenga en depósito la llave de la casa? —preguntó.
Cowe, en la central, ya había buscado esa información.
—Negativo —replicó.
—Entonces habrá que darle una patada a la puerta.
—Es preferible que rompas una ventana, Dansey. Recuerda que reparar una ventana es más barato que reparar una puerta.
—Hay una junto a la entrada principal. Puedo romperla con la linterna y meterme por ella, pero es preferible que antes de que entre me envíes un coche Panda de refuerzo, por si en el interior de la casa encuentro problemas.
En Londres, los agentes que patrullaban en los Rover RT no iban armados, pero algunos de sus colegas de los Panda sí lo iban.
—Alfa Bravo Seis en camino —dijo Cowe a Dansey. En menos de un minuto llegó el coche Panda, con las luces azules encendidas, y se detuvo detrás del Rover. Dansey habló con los ocupantes del coche y luego se volvió a su subordinado—. Acompáñame, muchacho. Vamos a entrar.
Dansey permaneció un segundo inmóvil ante la puerta principal, tratando de percibir algún sonido procedente del interior de la casa. Al fin lanzó un suspiro y golpeó el cristal de la ventana que flanqueaba la puerta. Cuando lo hubo roto, metió la mano por el hueco, apartó las cortinas e iluminó el interior con su linterna. La habitación era el estudio de Terry Harmian.
—¡Dios bendito!
—¿Qué pasa, jefe? —preguntó su subordinado, al tiempo que se asomaba para echarle un vistazo a la habitación. El haz de su linterna se unió al de la de Dansey, e iluminó a la figura atada a una silla al fondo de la sala. Lo que quedaba del rostro de Terry Harmian era una sanguinolenta masa, y la pared de detrás estaba salpicada de fragmentos de hueso y de materia gris cerebral. Aparentemente, a la víctima le habían descerrajado un tiro en la cabeza.
—¡Dios! —exclamó Timmy, con las náuseas agarrotándole la garganta.
—¿Qué pasa? ¿No habías visto nunca un cadáver?
—Como ése, no.
Mientras tanto, Dansey había sacado su radio personal y se comunicó con la sala de control de Gerald Road.
—Respecto a esa clave diecinueve, necesito una ambulancia, al oficial de guardia y a la brigada de Investigación Criminal. La situación aquí es grave. Creo que hay un muerto.
Desconectó la radio y se volvió hacia Timmy.
—Una cosa es segura: ese tipo no es el que ha estado haciendo sonidos por el móvil. En la casa tiene que haber alguien más.
En la central de policía de Gerald Road, el agente encargado de las comunicaciones ya había pedido que enviaran una ambulancia desde el hospital Westminster. Luego se puso en contacto con el inspector jefe, y ahora hablaba por la radio personal con el sargento detective de la brigada de Investigación Criminal que estaba patrullando en un coche sin identificaciones policiales, acompañado por un agente del departamento.
—AB Uno —le informó—, tenemos un incidente grave que requiere su presencia inmediata en el 5 de Chester Square.
—Aquí AB Uno. Estamos en Sloane Square y vamos para allá.
En la puerta del 5 de Chester Square, Dansey trataba de encontrar el modo de meterse en el estudio de Terry Harmian por la ventana, cuando el conductor del Panda le gritó:
—Los de la brigada criminal y el jefe vienen para aquí.
Casi en el mismo instante, Dansey escuchó el lejano gemido de una sirena resonando en la noche.
Dudó entre entrar o aguardar a la llegada de los jefes. Timmy, el agente novato, lo miraba con nerviosismo. Al cabo de veinticinco años en la policía metropolitana, Dansey sabía a la perfección cuándo convenía actuar solo y cuándo era preferible dejar la iniciativa a los jefes. Señalando en la dirección en que sonaba la sirena, dijo:
—Llegarán en un momento. Esperémosles.
Instantes después, el inspector jefe saltaba de su coche, corría escalinata arriba y miraba a través de la ventana la sangrienta escena del estudio mientras Dansey le informaba sobre lo ocurrido.
—Muy bien —dijo a Dansey—. Entre y ábranos la puerta principal. Y, por el amor de Dios, no toque nada.
Dansey cumplió la orden.
—Agente —dijo el inspector a Timmy una vez que la puerta principal estuvo abierta—, usted quédese aquí junto a la puerta. Saque su cuaderno y anote el nombre de todos los que entren, la hora de llegada y la hora de salida. Y que no entre nadie sin mi consentimiento, salvo los de la brigada criminal y el equipo forense, ¿está claro?
—Sí, señor —replicó Timmy.
Con Dansey siguiéndole a respetuosa distancia, el detective entró en el estudio, localizó el interruptor con el haz de su linterna y, utilizando un pañuelo para hacerlo, encendió las luces. Los dos policías quedaron unos segundos inmóviles, estudiando con expertos ojos la maltrecha figura de Harmian atada a la silla, la caja de caudales, con la puerta entornada, los fragmentos de cristal que había en el suelo, procedentes del espejo veneciano roto de los Harmian. Avanzando con gran cuidado, el inspector cruzó la habitación hasta el cuerpo de Harmian. Sacó del bolsillo un espejo y lo acercó al sanguinolento muñón que antes había sido la nariz de un hombre. El cristal del espejo no se empañó.
—Éste ya no necesita la ambulancia —dijo.
Los dos hombres salieron del estudio y cerraron la puerta tras ellos.
—Usted —dijo el inspector a uno de los agentes del coche Panda—, quédese de guardia junto a esta puerta.
Mientras el agente obedecía, apareció el sargento de detectives de la brigada criminal. Dirigiéndose en respetuoso tono al inspector, el hombre preguntó:
—¿Qué tenemos aquí, jefe? —Aunque el inspector lo superaba en graduación, el detective de la criminal era el que tenía jurisdicción sobre la escena del crimen. En cuanto el inspector le hubo informado de la situación, el hombre quiso saber—: ¿Han inspeccionado ya la casa?
—No.
—Hagámoslo.
Los tres hombres, Dansey, el inspector y el detective, fueron recorriendo metódicamente las habitaciones. Al abrir el dormitorio, descubrieron a Nancy, con el móvil aún en la mano, y a Rebecca. Dansey hizo intención de arrancarle el esparadrapo a Nancy de la boca, pero el detective se lo impidió.
—Así —dijo, tirando suavemente del esparadrapo por los bordes, bajo la oreja izquierda y el mentón de Nancy, y luego lo fue levantando poco a poco. Sus movimientos no tenían como fin causarle a la mujer el menor dolor posible, sino conservar el esparadrapo intacto como prueba potencial.
—¡Mi esposo! —exclamó Nancy en cuanto le quitaron la mordaza y pudo articular sonidos inteligibles por primera vez en dos horas—. ¿Qué le ha ocurrido a mi esposo? ¿Está vivo? ¿Lo mataron esos malnacidos? ¿Dónde está, por Dios, dónde está?
—Nos estamos ocupando de su esposo, señora Harmian —dijo el detective, en el más sosegado de sus tonos—. Porque es usted la señora Harmian, ¿verdad?
—Sí, sí —sollozó Nancy—. ¿Dónde está Terry? Llévenme con él. Tengo que verlo.
El sargento ya había decidido no permitir que la angustiada esposa entrase en la escena del crimen, pues hacerlo sólo aumentaría su conmoción y su trauma. La prioridad era conseguir atención médica para las dos mujeres. Luego, ya decidirían cuándo y cómo comunicarle a la señora Harmian la muerte de su esposo.
—Corte las cuerdas —ordenó el hombre a Dansey—. No las desate. Ciertos tipos son identificables por el modo como hacen los nudos.
Mientras Dansey liberaba a Nancy, el detective se arrodilló junto a ella.
—Ha pasado usted por una terrible experiencia, señora. Como le he dicho, ya nos estamos ocupando de su marido. Ahora tenemos que atenderla a usted y a esa señora. Las llevaremos al hospital en la ambulancia que aguarda fuera.
Nancy rechazó tajantemente la oferta.
—¡No! Estoy bien, no me pasa nada. Quiero ver a mi esposo. ¿Dónde está? ¿Lo han llevado ya al hospital?
La pregunta dio pie a la pequeña mentira piadosa que el detective necesitaba a fin de conducir a Nancy al hospital.
—Desde luego. Ya se lo dije, señora: nos estamos ocupando de él. Y ahora nos ocuparemos de usted y de su amiga.
Los de la ambulancia ya habían entrado en el dormitorio con sus camillas plegables.
—No se preocupe, todo irá bien —dijo el detective a Nancy—. Este agente —señaló a Dansey— las acompañará hasta el hospital. Yo me reuniré con ustedes en cuanto haya terminado aquí.
—Pero mi esposo…
—Ya se lo he dicho, señora: nos estamos ocupando de él. Ahora debemos atenderla a usted.
Aún protestando, Nancy se dejó colocar en una de las camillas. La metieron en la ambulancia y, no bien el vehículo se alejó, el sargento y el inspector, con las manos en los bolsillos para no correr el nesgo de contaminar el escenario del crimen, comenzaron la inspección del despacho del difunto.
—Da la sensación de que alguien no sentía gran aprecio por este tipo, ¿no? —comentó el detective—. ¿Qué sabemos sobre él?
—No mucho. Era iraní. Llevaba viviendo aquí una docena de años. Era residente de pleno derecho. No estoy seguro, pero creo que llegó en calidad de refugiado político tras la caída del shah. Debía de tener dinero, porque el contrato de arrendamiento de esta casa es por setenta años.
—¿La esposa?
—Norteamericana.
—Muy bien. —El detective se volvió hacia su agente—. Avise al Yard. Necesitaremos un equipo de laboratorio, un forense, un fotógrafo y un experto en huellas. Y aproveche para hablar con el departamento de prensa. Que nos manden a alguien para quitarnos a los buitres de encima.
Dos extranjeros y un brutal asesinato en un vecindario de postín. El sargento detective sabía que el asunto era demasiado importante para que él lo llevara. La policía metropolitana de Londres se divide en cuatro áreas. Cada una tiene su equipo principal de investigación, formado por media docena de expertos de la brigada de Investigación Criminal, superintendentes de detectives, de los cuales siempre había uno de guardia. Esto es cosa del superintendente de grupo, se dijo, al tiempo que echaba mano de su radio personal.
El superintendente de detectives Fraser MacPherson dormía profundamente en el dormitorio de su casa de Clapham cuando sonó la llamada del sargento. Con los ojos aún cerrados, tendió automáticamente la mano hacia el radiorreceptor personal que tenía sobre la mesilla.
—Dispense, señor —se disculpó el sargento—, pero tenemos un caso de asesinato que parece bastante delicado.
Siempre empiezan dorándole a uno la píldora, se dijo MacPherson. Luego, ya con los ojos totalmente abiertos, escuchó el informe de su comunicante. Su sufrida esposa iba ya camino de la cocina para prepararle el café que él iba a necesitar para enfrentarse a aquel trabajo de madrugada.
—Bien —dijo MacPherson cuando su comunicante hubo terminado—. Avise a mi sargento y dígale que pase a recogerme. Ahora mismo vamos. Mierda —se dijo yendo hacia el baño—, otra noche sin dormir en beneficio de la puñetera corona británica.
MacPherson, como indicaba su nombre, era escocés.
También era un hombre de palabra. En apenas treinta minutos, él y su sargento se encontraban ya ante el portal del 5 de Chester Square. Los agentes de uniforme le abrieron paso deferentemente cuando entró en la casa. MacPherson era un fornido hombretón que avanzaba con el paso de un marinero caminando sobre una cubierta resbaladiza. Aquel modo de andar le daba un cierto aire amenazador, aunque en realidad la cosa se debía a una lesión de espalda sufrida a consecuencia de un salto efectuado durante su servicio en el regimiento de paracaidistas.
—Buenos días, señor —lo saludó respetuosamente el detective que lo había arrancado del sueño.
MacPherson no contestó. Ya estaba estudiando la escena del crimen, viendo lo que se había hecho en la última hora, qué tal se había hecho y qué quedaba por hacer. Los agentes de Gerald Road habían acordonado la casa con cintas policiales. Un especialista estaba recogiendo pruebas en el estudio para realizarles un análisis láser y dactiloscópico. El hombre era joven, advirtió el superintendente con cierto desmayo. La recogida de pruebas era uno de los trabajos más importantes. Si se cometía el más mínimo error, fuera por inexperiencia o por descuido, el abogado de la defensa haría pedazos a la policía durante el juicio. La doctora del departamento forense ya había firmado el certificado de defunción de la víctima. Aunque para hacer tal cosa, maldita la falta que hacía tener un diploma médico, era un trámite que debían cumplir.
Contempló la abierta caja de caudales.
—Antes de que nadie toque nada, quiero que saquen una serie completa de fotos de esa caja y de su contenido —dijo al especialista en pruebas. En el trabajo policial, el lema de MacPherson siempre había sido «Hacerlo despacio y hacerlo bien». No le gustaba sermonear a sus hombres, pero en ocasiones había que recordar a los atolondrados muchachos recién reclutados cuáles eran las principales prioridades en la escena de un crimen.
Estaba a punto de iniciar el examen de la víctima, cuando se presentó el detective que le había avisado, con una preocupada expresión en el rostro.
—Tenemos un problema, señor —dijo—. El agente que enviamos al hospital con la esposa acaba de llamar por radio. Dice que la mujer se está volviendo loca. Médicamente, no le ocurre nada malo, pero no deja de gritar llamando a su marido. «¿Dónde está mi esposo? ¡Llévenme con él!», cosas así, ya sabe.
En aquellos momentos estaban metiendo el cadáver de Terry en la bolsa de plástico en que haría el viaje hasta el depósito de cadáveres de Horseferry Road.
—Alguien debe ir al hospital a notificarle la muerte de su esposo.
—Claro —suspiró MacPherson, frunciendo las gruesas cejas que cada dos semanas se teñía, lo mismo que el cabello, en su barbería grecochipriota. Sabía quién sería el «alguien» en cuestión: él. Ser el policía de mayor graduación suponía también tener que ocuparse de las cosas más desagradables—. Avísele a mi sargento que nos vamos.
—¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Lo sabía! —gritó Nancy en cuanto vio aparecer en su habitación del hospital Westminster a los tres cariacontecidos detectives. MacPherson se acercó a su cama y, con una ternura que parecía desentonar con su aspecto, le puso una mano en el brazo.
—Señora Harmian, tengo el penoso deber de notificarle que su querido esposo ha fallecido.
—¡Esos malditos lo mataron! ¡Sabía que lo harían!
MacPherson le hizo una casi imperceptible seña a su sargento, y éste sacó una minigrabadora del bolsillo.
—¿A quién se refiere, señora Harmian?
—A esos hombres. Eran iraníes. Terroristas. ¡Eran hombres de los mullah! ¡Estoy segura!
—¿Cómo lo sabe?
Nancy le explicó a MacPherson que su marido había hablado en farsi para hacerle saber a ella que sus asaltantes eran iraníes.
En toda investigación, el sentido de la oportunidad es un factor clave. Aplicando estrictamente las normas policiales, habrían tomado declaración a Nancy más adelante, cuando ella hubiera comenzado a recuperarse de la horrible muerte de su esposo. Sin embargo, un detective astuto tiende a conseguir lo máximo en el mínimo de tiempo. La mujer parecía encontrarse bien y estaba deseosa de hablar. MacPherson le hizo las advertencias legales de rigor y a continuación le preguntó si se sentía con ánimos para hacer una declaración preliminar.
—Sí, sí… —sollozó ella.
MacPherson le indicó al sargento que pusiera la grabadora en marcha y luego, con tiento pero también con decisión, ayudó a la trastornada mujer a relatarle los acontecimientos de la noche.
Cuando Nancy llegó al punto en que los asaltantes exigieron a su esposo que abriera la caja de caudales. MacPherson la interrumpió por vez primera.
—¿Tiene usted alguna idea de lo que podían buscar esos hombres en la caja fuerte? —quiso saber.
—No, ninguna en absoluto.
—¿Sabe lo que su esposo guardaba en ella?
—La verdad es que no. La caja era suya, y en ella guardaba todos los papeles de trabajo.
—¿Y qué profesión tenía su esposo, si no es indiscreción?
—Era asesor privado de inversiones. Ayudaba a unos cuantos clientes muy acaudalados a invertir su dinero.
—Comprendo. —MacPherson, por la amarga experiencia de sus muchos años de investigaciones policiales en Londres, sabía que lo de «asesor privado de inversiones» no era más que un modo elegante de decir «tiburón financiero». En la actualidad, Londres estaba lleno de ellos. La mayoría eran extranjeros, árabes o iraníes como el difunto. Y empezaban a llegar los chinos de Hong Kong. Los más capacitados se dedicaban a la asesoría fiscal, a idear sistemas para eludir impuestos. Los demás, o blanqueaban dinero, o invertían el dinero que otros habían ya blanqueado—. ¿Cuándo fue la última vez que utilizó usted la caja fuerte, señora?
—Esta noche, poco antes de salir de casa.
Bueno, algo es algo, pensó MacPherson.
—En estos momentos, señora, estamos vaciando la caja fuerte objeto por objeto, buscando huellas dactilares o cualquier otra cosa que nos ayude a encontrar a los asesinos de su esposo. Naturalmente, todo le será devuelto en cuanto terminemos nuestra investigación. ¿Cree usted que, por la mañana, una vez que haya tenido usted oportunidad de descansar, le será posible pasarse por comisaría y darle un vistazo a lo que allí tenemos, a ver si echa de menos algo?
—Desde luego. No sé hasta qué punto podré ayudarlos, pero haré todo lo posible.
MacPherson se levantó, dispuesto a irse.
—Detective…
—¿Sí?
—Mi marido era musulmán, y su religión tiene normas de inhumación muy estrictas. Creo que hay que enterrarlo antes de la puesta de sol de mañana.
—Comprenda, señora, que en un caso como éste hay que efectuar la autopsia. Haré lo posible por satisfacer su petición, pero no le prometo nada.
Husain Faremi hizo un deliberado esfuerzo por no prestar atención al cliente que estaba examinando viejas ediciones de poetas persas clásicos al fondo de su librería Nashravan, no lejos de la principal estación ferroviaria de Hamburgo. En realidad, sólo lo miró lo suficiente para tomar nota mental de cuál era el libro de la estantería que había estado hojeando. Luego siguió ocupándose de sus otros clientes.
En cuanto el cliente hubo salido, Faremi fue hasta el fondo del local. Haciendo ver que estaba poniendo de nuevo en orden los libros, cogió un torno encuadernado en piel roja. Se trataba del Shahnameh, de Ferdowsi, el gran poeta persa. Faremi sacó de entre sus páginas la nota que el mensajero le había dejado.
Dos horas más tarde, uno de sus empleados se sentó a la barra de la cafetería del bar de los iraníes en el aeródromo de Hartenholm, al norte de Hamburgo, y pidió una porción de tarta de manzana y un café.
Cuando estaba a mitad de su tarta, un hombre de poco más de treinta años con gafas Ray Ban se sentó en el taburete contiguo al suyo. Dirigió una inclinación a la camarera y pidió un café. Era el adjunto del gerente germano-iraní del aeródromo. También era miembro de la Pasdaran, la milicia revolucionaria iraní, y estaba destinado a Hartenholm con el cometido de vigilar el aeródromo en nombre de sus jefes de Teherán.
—¿Qué? —preguntó al visitante, cuando la camarera alemana se hubo retirado al otro extremo de la barra.
—Todo fue bien —replicó el hombre—. Regresarán mañana. Puedes comenzar a organizar su vuelta a casa.
El superintendente de detectives Fraser MacPherson trataba a Nancy Harmian con una deferencia mucho mayor que la que su sangre escocesa le hubiera permitido dedicar a su jefa máxima, la reina. Primero le buscó el sillón más cómodo de la comisaría de Gerald Road. Luego le ofreció una taza del mejor té que podía ofrecer la policía metropolitana. Por último le dio las más encendidas gracias por acudir a la comisaría en unos momentos tan penosos.
Concluidas tales formalidades, se pusieron manos a la obra. Primero Nancy trató de establecer si faltaba algo de la caja fuerte de su marido. Teniendo en cuenta lo mucho que el hombre se resistió a dar la combinación a sus captores, la caja resultó estar sorprendentemente llena cuando la policía la examinó. Su contenido, etiquetado con sumo cuidado, se encontraba extendido sobre un plástico en la sala de pruebas de la comisaría, lo mismo que las fotos que la policía había tomado de la caja antes de vaciarla.
Lo primero que hizo Nancy fue examinar su joyero, del que no faltaba nada.
—Parece que su esposo guardaba gran cantidad de dinero en efectivo en la caja fuerte —comentó MacPherson, señalando un fajo de sobres sujeto por una goma elástica—. Y en distintas divisas.
—Lo sé. Era dinero para utilizar en sus viajes.
—Supongo que no sabrá usted qué cantidad solía guardar. Eso nos permitiría saber si falta algo.
—Lo siento, pero no tengo ni idea.
Nancy se fijó en los talonarios de cheques de su marido, que estaban sobre el mostrador junto con la correspondencia, las agendas de direcciones y otros documentos. ¿Cómo iba ella a saber si faltaba algo?
De pronto recordó una cosa.
—Había un sobre. Cuando bajé a recoger mis pendientes tuve que apartar un gran sobre marrón que había encima de mi joyero. Ahora no lo veo.
—¿Qué tamaño tenía, señora? ¿El de un folio?
—No, considerablemente más grande. Era un gran sobre marrón como de dos dedos de grueso.
—¿Tiene idea de cuál podía ser su contenido?
—No. Al verlo pensé que… no sé, que eran papeles, documentos, algo así.
—¿Recuerda algo más?
—Sí. Había algo escrito a mano en él. En árabe o en farsi.
—¿Era la letra de su esposo?
—Su letra en farsi no la reconozco. —Nancy estudió de nuevo el material que había sobre el mostrador—. El caso es que ha desaparecido. Eso es lo que buscaban, ese sobre, ¿no?
A medio mundo de distancia de la comisaría de Gerald Road, Ghulam Hamid, el traficante que les había comprado los dos mil kilos de opio crudo a los campesinos de la provincia afgana de Helmand, había concluido su largo y arduo viaje. Ya todo el cargamento se había convertido en morfina base en el primitivo «laboratorio» situado en la frontera afgano-pakistaní. Ahora, totalmente seca, aireada y metida en bolsas de plástico de un kilo, la morfina base estaba lista para seguir hacia Irán.
Durante los largos y tediosos días que duró el proceso de conversión, Hamid había pasado muchas horas hablando por teléfono con sus intermediarios de Karachi y Singapur, y escuchando las noticias económicas de la agencia Reuter, tratando de decidir qué destino daría a sus setenta mil dólares. Acababa de tomar tal decisión cuando su capataz lo interrumpió.
—Hay un problema, sahib.
—¿De qué se trata?
—Sorprendimos a uno de los guardas tratando de robar un kilo de morfina.
—¡No! —rugió Hamid—. ¿Quién es? ¿A qué clan pertenece?
Era una pregunta crítica. El Beluchistán, que se extiende a lo largo de las fronteras de Irán, Pakistán y el borde suroccidental de Afganistán, es la parte más pobre de uno de los rincones más míseros del planeta, un desolado páramo de viento, arena y piedra. Contrabandear con todo tipo de mercancías era la eterna vocación de las tribus beluchis que vagaban por aquellos desiertos. Literalmente, no había otra cosa que hacer.
Aquellas tribus suministraban a los hombres como Hamid guardas armados, camelleros y trabajadores para los laboratorios. Para los consejos de ancianos tribales, los hombres que enviaban a trabajar sólo podían cometer dos pecados: el robo y la traición, consistente ésta en informar a la policía. Cuando el que había cometido alguno de esos dos delitos procedía de un clan importante, la tradición exigía que el narcotraficante lo entregase a su tribu para que en ella recibiese el castigo correspondiente. Al hombre que informaba a la policía lo mataban, arrasaban su casa, y entregaban a sus mujeres como esclavas a otros miembros de la tribu. A los ladrones se los mataba sin más. La sanción que debían recibir los que carecían de fuertes vínculos tribales se dejaba a la imaginación de los narcotraficantes.
—No es nadie. Un viejo camellero que vino a trabajar para nosotros hace un par de meses.
Hamid comenzó a devanarse los sesos buscando un castigo adecuado para el culpable. Debía ser algo a un tiempo ejemplar y doloroso y, naturalmente, tendría que realizarse en presencia de todos sus compañeros. Como los demás sospecharan que Hamid era un patrono débil, su morfina comenzaría a desaparecer como un cargamento de pescado dejado a merced de una horda de gatos hambrientos.
—Atalo y mételo en cualquier agujero —ordenó—. Me ocuparé de él esta noche, cuando vayamos a partir.
En la actualidad, las caravanas de camellos viajaban casi exclusivamente de noche, para evitar ser descubiertos, tanto por las patrullas policiales pakistaníes —cosa que muy raramente ocurría— como por los satélites espía de la CIA. Los narcotraficantes esperaban que, moviéndose de noche, a las cámaras de la CIA les resultaría más difícil detectarlos.
Hasta hacía unos años, la mayor parte del tráfico iba en caravana de camellos hasta la costa de Makram. Los camellos podían recorrer cuarenta kilómetros en una noche, y los camelleros ganaban mil rupias por cada ciento cincuenta kilómetros recorridos. Incluso había animales, llamados «camellos guía», que iban desde la parte septentrional de Afganistán hasta Irán. Los conductores de aquellos animales los habían convertido literalmente en opiómanos. Eran capaces de dirigirse a su destino sin guía humana, en una especie de peculiar sistema de postas, ya que sabían que, al llegar a cada una de ellas, comerían un buen pedazo de opio.
Desde entonces, las grandes caravanas del desierto fueron sustituidas por caravanas más compactas de Toyotas 4 x 4, armados con lanzacohetes, cañones antiaéreos y ametralladoras pesadas. En una gruta cercana al laboratorio, a salvo de cualquier vigilancia aérea, los 210 kilos de morfina base de Hamid fueron cargados en cinco vehículos todoterreno. El ladrón, atado como una momia, fue echado en la plataforma trasera de uno de los Toyota. El hombre tenía poco más de cincuenta años, pero sus facciones, abrasadas por el sol, le hacían representar setenta.
La caravana, tras cruzar de nuevo Spin Boldak, se encaminó hacia las arenas del desierto de Registan. Orientándose por medio de la brújula y las estrellas, los vehículos llegaron a un wadi, el cauce seco de un río. Se trataba de un lugar potencialmente muy peligroso. A veces, grandes tormentas que caían en el norte convertían los wadi en rugientes torrenteras. Una de las ironías del desierto era que, en su árida desolación, un camellero tenía más posibilidades de morir ahogado que de sed.
Cuando la grisácea luz del alba comenzaba a teñir el cielo nocturno, Hamid dio la orden de alto y la caravana se detuvo. El hombre había ordenado a sus guardas que llevaran con ellos cuatro de las barras de hierro de dos metros que empleaban en el laboratorio para trasladar de un sitio a otro los barriles de hirviente líquido. Ordenó que las barras fueran clavadas en el suelo, formando un cuadrado de dos metros de lado. Hecho eso, sacaron del Toyota al ladrón, que sollozaba y suplicaba una clemencia que él mismo sabía imposible de obtener.
Hamid dio orden de que lo desnudaran y, abierto de brazos y piernas, lo ataran a las barras clavadas en la arena. Hecho esto, Hamid saco un afilado cuchillo y le cortó los genitales al hombre. Mientras dos de sus hombres mantenían abiertas las mandíbulas del ladrón, Hamid le metió los órganos en la boca. Luego se inclinó y, con cuidadosos y precisos movimientos, usó el cuchillo para cortarle y arrancarle los párpados.
Se puso en pie y examinó el resultado de su trabajo. El implacable sol del desierto tardaría un par de horas en lanzar sus ardientes rayos sobre los indefensos ojos del ladrón. Naturalmente, Hamid había hecho que todos sus trabajadores se reunieran en torno a la víctima para que se dieran buena cuenta del suplicio que esperaba al hombre.
—Al mediodía ya te habrás vuelto loco —dijo, riendo entre dientes—. Pero aún podrás ver a los buitres y a los chacales arrancándote la carne del cuerpo. Si tienes suerte, al anochecer ya estarás muerto. Si no… —Manifestó su absoluta indiferencia con un encogimiento de hombros, y ordenó a sus hombres que volvieran a los Toyota.
Cinco minutos más tarde, de nuevo avanzando por el wadi, Hamid lanzó una breve carcajada.
—¿De qué se ríe, sahib? —preguntó su chófer.
—Estaba imaginando lo que pensarían los chicos y chicas occidentales si supieran todas las cosas que hay que hacer para que no se queden sin su droga.
El superintendente de detectives Fraser MacPherson anunció a los hombres reunidos en torno a él en la comisaría de policía de Gerald Road, en Londres:
—Es evidente que no nos enfrentamos a un robo normal. Es posible que unos profesionales no hubieran tocado las joyas por ser éstas fácilmente identificables. Sin embargo, por lo que sabemos, tampoco se llevaron dinero. ¿Por qué?
Él y sus hombres habían iniciado el primer estudio de las circunstancias que rodearon el asesinato de Tari Terry Harmian. Sobre una mesita auxiliar se veían los restos de media docena de sándwiches, un par de amigadas bolsas de patatas fritas, y unas cuantas botellas de cerveza. Eran los restos del apresurado almuerzo que había precedido a la reunión.
—Sí, señor, pero recuerde que la esposa dijo que los tipos que mataron a su marido eran terroristas iraníes. —El que había hablado era el sargento de la brigada de Investigación Criminal que había llegado en primer lugar a la escena del crimen.
—Eso es lo que usted deduce, no lo que la esposa dijo —replicó MacPherson—. Ella se limitó a decir que su marido les habló en farsi. Y la señora admite que ése es un idioma que ella no habla. El hombre podía estar preguntándoles si les apetecía una taza de café. —MacPherson tenía sus enormes manazas de boxeador cruzadas sobre el estómago; pero hasta en reposo producían una sensación de poder y de peligro—. No debemos anticipar conclusiones.
—Aun así, creo que deberíamos comunicar a Trece lo ocurrido —insistió el sargento. «Trece» era Operaciones Especiales Trece, el grupo antiterrorista de Scotland Yard.
MacPherson se echó a reír.
—¿Cuántos iraníes cree usted que saben hablar gaélico? Si no tienen acento irlandés. Trece no sabe nada de ellos.
—¿Informamos a los de Box? —preguntó uno de los miembros más jóvenes del equipo.
«Box» (caja) era el apodo por el que la policía londinense conocía a MI6, el servicio británico de inteligencia, y a MI5, el servicio doméstico de contraespionaje. El apodo se debía al hecho de que ambas organizaciones tenían por costumbre enviar sus comunicaciones en viejas cajas de cuero.
—Sí, claro que les informaremos. —MacPherson sonrió—. Y luego, si tenemos suerte, algún tipo de MI6, vestido con un traje de Hawes and Curtis con caspa en las solapas, vendrá y nos contará unos cuantos chistes en latín. Todos ustedes saben latín, ¿verdad?
Unas leves risas acogieron el comentario.
—No, señores. —MacPherson, que tenía los pies apoyados en un archivador situado frente a su silla, los bajó al suelo—. La esposa quiere creer que se trataba de terroristas. Yo no. A mí esto me huele a ajuste de cuentas por algún negocio que se torció. O quizá se trate de una deuda de juego. Ya saben ustedes lo aficionados a jugar que son los iraníes.
—De la declaración de la criada se desprende que los asesinos sabían quién era el tipo. Según ella, preguntaron por su nombre cuando llamaron a la puerta, ¿no? —El que había hablado era el joven agente que se había encargado de recoger las pruebas.
—También puede desprenderse que sabían leer la guía telefónica —contestó MacPherson—. Pero es una buena observación. De lo contrario, ¿por qué las máscaras? Debían de temer que él los identificase. Para lo cual era necesario que los conociese, ¿no? Además, debían de haber estudiado sus movimientos a fin de sorprenderlo como lo hicieron en el momento adecuado.
—Hay algo que me desconcierta, señor —dijo el sargento de la Criminal—. El tipo tenía un montón de dinero metido en sobres. ¿Cuánto calculamos? Más de diez mil libras, ¿no? Según la esposa, era dinero para viajes. Gran parte estaba en libras chipriotas, y también había dinero húngaro, que ahora no recuerdo cómo demonios se llama. Pero en el pasaporte del difunto no había visados para esos países, ni tampoco sellos de entrada de aduanas. Raro, ¿no?
—Buena observación —aprobó MacPherson—. Quizás el hombre tuviera un segundo pasaporte escondido en la caja de seguridad de algún banco. Y no olviden que Hungría y Chipre pueden ser insignificantes países del segundo mundo; pero, en lo que se refiere a blanqueo de dinero, están en la cabeza de la lista.
—¿No podría tratarse de un asunto de drogas? —aventuró uno de los hombres más jóvenes.
—Sí, es posible. Según la descripción del sobre desaparecido que hizo la esposa, dentro podía haber un par de kilos de heroína. Pero también podía haber un millón de libras en bonos interbancarios, ¿no?
MacPherson se puso en pie e inmediatamente se tocó el disco lumbar que se había lesionado al servicio de la patria y la reina. Con la juiciosa moderación que caracterizaba todas sus investigaciones criminales, dijo:
—No quiero que nadie saque conclusiones precipitadas; pero, por el momento, partiremos de la base de que lo ocurrido está relacionado con los negocios de la víctima.
MacPherson había comenzado a pasear por la sala.
—Debemos averiguar cuanto podamos acerca de la vida de Harmian. Informes bancarios. Facturas del teléfono fijo y del móvil. Hay que interrogar a todos sus clientes. Averigüemos en qué invertía el dinero. Que un par de hombres de Asuntos Financieros les ayuden a estudiar sus finanzas. Sus tarjetas de crédito. Los lugares a los que viajó. ¿Hizo solo esos viajes? ¿Lo acompañó su esposa? Hay que investigar a fondo todo eso. Y examinen también sus ordenadores.
Se puso de puntillas para estirar mejor la espalda.
—Nos reuniremos aquí todos los días después del almuerzo para intercambiar informaciones. Y que ninguno de ustedes olvide que esto es una investigación policial, no una serie de televisión. Es un trabajo lento y antipático. Tómense el tiempo que necesiten, pero asegúrense de que las cosas se hacen bien.
El jumbo de Iranair procedente de Viena rodó por la pista, pasando ante la reluciente terminal de pasajeros del aeropuerto Mehrabad de Teherán en dirección a la terminal de carga situada al sur de los edificios principales. El vuelo había sido absolutamente normal salvo por una anomalía. Aunque oficialmente se trataba de un avión de transporte de mercancías, sentados en sillas plegables del compartimiento de carga había cinco jóvenes pasajeros varones. El equipo de asesinos que había acabado con Tari Harmian en su hogar de Londres había regresado sano y salvo a Teherán.
Desde el aeropuerto de los iraníes en Hartenholm, al norte de Hamburgo, los cinco habían volado a una pequeña pista de aterrizaje privada situada a unos cientos de kilómetros de Viena. Una vez allí fueron confiados a la custodia de los representantes de la Neptune Air Freight Services, la firma que se ocupaba de los transportes aéreos de mercancía iraníes en el aeropuerto de Viena. Ataviados con monos de trabajo de la compañía, los cinco ayudaron a cargar el aparato y luego, simplemente, se quedaron a bordo cuando el avión despegó.
Aquél era un ejemplo típico de los servicios «extraoficiales» que la compañía prestaba a los iraníes. A cambio, como es natural, de unos contundentes estipendios. Buena parte del equipo de tecnología punta y de las armas que partían de Hartenholm era sacada de Europa a través del aeropuerto internacional de Viena.
El jefe de los cinco hombres salió por la puerta de la cabina en cuanto ésta se abrió y bajó rápidamente por la escalerilla para besar el suelo de su tierra nativa, como había hecho años atrás el ayatolá Jomeini al regresar a Irán procedente de Francia.
Sadegh Izaddine, el mullah encargado de la Gouroohe Zarbat, el grupo de ataque al que los cinco jóvenes pertenecían, esperaba la llegada de los viajeros y tenía dispuestos dos Mercedes Benz para recogerlos. Tendió la mano al jefe del equipo.
—Buen trabajo, hermano. La confianza que depositamos en ti y en tus compañeros no ha sido defraudada.
El joven dirigió una respetuosa inclinación a su interlocutor, y luego sacó un grueso sobre marrón del interior de su mono de trabajo.
—Tu paquete, Ghorbar —anunció.
Izaddine sonrió y entregó el sobre a un ayudante.
—Esto va para la ciudad —dispuso—. Para la Operación Jalid.
A continuación señaló los coches que aguardaban.
—Vamos, hermanos. Os espera la recompensa a un trabajo bien hecho.
Seiscientos cincuenta kilómetros al este de Teherán, en un sucio almacén abandonado de las afueras de la ciudad fronteriza de Zabol, el narcotraficante Ghulam Hamid estaba a punto de conseguir la recompensa a otro trabajo bien realizado. Tras dejar estacado en las arenas del desierto Registan al viejo camellero que había intentado robar un kilo de morfina base, Hamid condujo a su convoy de cinco Toyotas 4 x 4 a través de quinientos kilómetros de uno de los terrenos más inhóspitos del planeta.
En el interior del almacén, que apestaba a grasa y gasolina, Hamid observaba a sus hombres descargar de los todoterreno los 210 kilos de morfina base. Cada paquete de plástico se llevaba a una mesa plegable en la que era pesado por un par de iraníes. De cuando en cuando, uno de los iraníes abría un paquete al azar, inspeccionaba su contenido y verificaba su pureza.
El proceso ya casi había concluido cuando Hamid percibió una conmoción en el extremo del almacén. Volviéndose hacia allí, vio a un hombre que llevaba un sombrero Chitral afgano y una amplia túnica avanzar hacia él entre un grupo de acompañantes iraníes. Hamid se dijo que el hombre debía de ser el famoso cabecilla mujadín Said Djailani. El hombre rebasaba ampliamente el metro ochenta, y destacaba entre los iraníes que lo rodeaban como un caudillo bíblico entre su soldadesca.
Tal impresión no hizo más que aumentar al acercarse Djailani. Se trataba de un hombre tosco pero muy atractivo, con barba negra, ojos azules, nariz ganchuda y cejas tan pobladas que Hamid pensó que en ellas podrían cultivarse patatas. En la mejilla, a la izquierda de la boca, tenía un gran lunar marrón coronado por una negra pilosidad, lo cual le daba un gran parecido con las fotos que Hamid había visto del gran caudillo saudí Ibn Saud en su juventud.
Cuando llegó ante Hamid, el hombre le dirigió una protocolaria inclinación, al tiempo que se llevaba la mano a la frente y el corazón.
—Las bendiciones de Alá sean contigo, hermano —entonó.
Hamid devolvió la inclinación y, al hacerlo, se fijó en las doradas cintas que adornaban las sandalias del hombre, un toque de color que desentonaba curiosamente del resto de su sobria indumentaria.
Djailani miró hacia la mesa plegable en la que el proceso de pesado y verificación de la morfina base de Hamid acababa de completarse.
—Me dicen mis hombres que todo está en regla. Te felicito, hermano. —Dio una breve palmada y señaló una baja mesa redonda que apenas se elevaba un palmo del suelo, situada diez o doce metros a su derecha—. Vamos. Tomaremos té y cerraremos nuestro negocio.
Fueron hasta la mesa, a la que Djailani se sentó al estilo tribal, sobre el suelo. Hamid lo imitó, y las articulaciones de sus rodillas protestaron con chasquidos. Un criado les sirvió sendas tazas de humeante té verde, bebida que, por lo general, los iraníes preferían al café árabe. De entre los pliegues de su amplia túnica, Djailani sacó una hoja de papel, una pluma y un sello de goma y comenzó a escribir en farsi con bella y bien formada letra.
Hamid sabía que, aunque había sido un guerrero mujadín con la barba infestada de piojos, Djailani era hombre educado. Sus manos eran capaces de matar, pero también de escribir poesía. Como su antiguo jefe y aliado Gulbuddin Hekmatayar, Djailani había estudiado en la Universidad Técnica de Kabul. Desde hacía años, en Afganistán se contaba la historia de que los dos hombres se habían dedicado a imponer los usos islámicos a sus condiscípulas arrojando ácido a los rostros de aquellas que osaban ir sin velo por el campus.
Cuando terminó, estampilló y firmó el documento y lo tendió a Hamid. Era la certificación del hecho de que Hamid le había entregado 210 kilos de morfina base de calidad aceptable, que serían pagados al precio convenido de 1250 dólares por kilo. Cuando regresara a Quetta, Hamid entregaría el documento a su patrono, Mohammed Issa. En cierto modo, aquél era el pagaré para Issa del propietario del laboratorio de Estambul, último destinatario de la morfina base.
Aquel sencillo documento formaba parte de un sistema bancario oriental llamado Hawala —referencia— en urdú, y «Hundi» —confianza— en hindi. El sistema movía millones de dólares diarios en toda Asia. Issa entregaría el papel a un banquero hawala de Quetta que, a cambio de una comisión, le adelantaría el resto de la cantidad adeudada. Luego el banquero se pondría en contacto con otro banquero hawala en Estambul, casi con toda certeza otro pakistaní, y éste, a su debido tiempo, le cobraría el dinero a los turcos e ingresaría la suma en la cuenta de su colega de Quetta.
Zanjado el negocio, Djailani se retrepó para beber té y contemplar su recién adquirida morfina base. Comparado con los cargamentos que el hombre estaba acostumbrado a manejar, se trataba de un envío bastante reducido. Desde luego, Hamid, su proveedor, no tenía ni idea de que el precio ya convenido para la entrega final de la base a un laboratorio en Estambul era de cuatro mil dólares el kilo, una cifra que a los iraníes con los que Djailani trabajaba les reportaría unos beneficios de 577 000 dólares, más de ocho veces lo que Hamid acababa de ganarse con su trabajo.
En cierto modo, tal cifra representaba una «tasa de tránsito» cobrada por la Pasdaran, por permitir que la morfina cruzara Irán. La policía occidental tenía la convicción de que el ochenta por ciento de la producción de opio afgana, convertida en morfina base, llegaba a Turquía vía Irán. Eso podía representar unas 250 toneladas de base que, de ser todas ellas «tasadas», bastarían para cubrir la mayor parte de los cien millones de dólares que los mullah gastaban anualmente en actividades terroristas en todo el mundo.
Aun así, lo que interesaba a Djailani no eran las cifras, sino la bella simetría de la operación que, en primer lugar, mantenía la droga lejos de Irán y de los fieles. En tiempos, Irán tenía en su población un porcentaje de opiómanos sólo superado por el de China a finales del siglo XIX.
Mediante el actual sistema, se dijo Djailani, se conseguía que la maldición de la droga se transmitiese a la corrupta y depravada juventud occidental. Era como ser capaz de hacer que el virus de la peste bubónica pasara sin causar estragos por la propia nación para llegar luego a las puertas de los peores enemigos de esa nación. Y no era sólo que de aquel modo les fuera posible acelerar el colapso social del putrefacto Occidente que Djailani tanto despreciaba, sino que al mismo tiempo se conseguían los medios económicos mediante los cuales algún día lograrían destruir de una vez por todas aquella malvada sociedad.
Señalando los kilos de base de Hamid, cubiertos ahora por una lona protectora, Djailani dijo:
—Si os marcháis ahora, llegaréis antes de que salga el sol.
Hamid se dio cuenta de que aquello no era una sugerencia, sino una orden. Djailani no deseaba que él presenciase cómo la morfina iniciaba la siguiente etapa de su viaje hacia Occidente.
El nuevo trabajo de Jim Duffy en la CIA estaba resultando muy aburrido. Aunque el propio director lo hubiera llamado de vuelta al trabajo, saludándolo como el tipo que iba a salvar la nación de una amenaza de terrorismo nuclear, el único peligro que le preocupaba a Duffy en aquellos momentos era el de terminar enfermo de claustrofobia en su oficina, un diminuto cubículo situado en el sótano del edificio de la CIA. O el de enloquecer a causa del tedio. En toda la CIA no había ocupación más aburrida y fatigosa que la de repasar las intercepciones de la NSA en busca de alguna sutil pista, de la aguja en el pajar electrónico que, de pronto, arrojase un rayo de luz en el sombrío mundo del espionaje.
Disponía de un ordenador conectado directamente con la central de la NSA en Fort Meade, Maryland. Desde allí, le enviaban una sucesión de intercepciones obtenidas por la agencia en el espacio aéreo de Irán. Cada intercepción de las que aparecían en la pantalla de Duffy iba precedida por una serie de indicadores clave: la fecha y la hora en que la intercepción se había realizado; el número telefónico desde el que se había efectuado la llamada y, si se disponía del dato, la ubicación de tal teléfono, el nombre al que estaba registrado, el número al que se había hecho la llamada y, también si la NSA disponía de tal información, el nombre del propietario del teléfono y la ubicación de éste.
A continuación seguía el texto de la intercepción en sí, dispuesto en dos líneas paralelas. La primera, en el idioma del comunicante, pushtu o farsi. En la segunda línea, situada inmediatamente debajo de la primera, aparecía la traducción al inglés de la conversación. Oprimiendo una tecla de su ordenador, Duffy podía escuchar la voz del comunicante por los auriculares que llevaba puestos y seguir —o al menos intentarlo— la conversación cuyo texto se reproducía en la pantalla.
Se suponía que, mediante aquel sistema, le sería posible reconocer la voz de Said Djailani, caso de que la voz del antiguo guerrero mujadín hubiera quedado grabada en alguna de aquellas intercepciones. Era absurdo. Naturalmente, Duffy había hablado más de dos docenas de veces con Djailani durante la guerra de Afganistán, pero siempre se comunicaron por medio de un intérprete.
Desalentado, meneó la cabeza tratando de recordar el tono de aquellas conversaciones, de escuchar en algún perdido confín de su memoria el eco de la voz de Djailani. Sonrió al recordar la maravillosa noche en que llevó al congresista Charley Wilson a entrevistarse con Djailani y su superior, Gulbuddin Hekmatayar, el radical islámico que era el principal receptor de los abundantes fondos facilitados por la CIA.
Las mujeres ni siquiera se atrevían a mirar a los ojos a aquellos dos adalides islámicos. Envueltas en sus negros mantos, sólo aparecieron en la sala en la que se encontraban los dos hombres para limpiarles las sandalias a éstos, y luego se retiraron sumisamente.
¿Y qué ocurrencia tuvo el bueno de Charley? Se presentó en la entrevista del brazo de una especie de miss Conejita de Playboy ataviada con un vestido rosa que le estaba unas tres tallas pequeño. Djailani y Hekmatayar casi se cayeron de espaldas. Fue una reunión totalmente desperdiciada, en la que no hablaron en absoluto de negocios, pues los dos mujadines no quitaron ojo de miss Conejita de Playboy, cuyo cuerpo a lo Malibu Beach los tuvo babeando toda la noche.
Las intercepciones que estaba escuchando eran producto de un programa calificado de alto secreto y llamado ECHELON, diseñado y dirigido por la NSA. Por medio de un sistema eslabonado de puestos de escucha norteamericanos, británicos, canadienses, australianos y neozelandeses, ECHELON interceptaba y almacenaba en los ordenadores de la NSA todas las llamadas telefónicas, el correo electrónico y los mensajes en fax y en télex que eran transmitidos por las redes mundiales de telecomunicaciones. Aquél era un cesto al que iba a parar de todo: comunicaciones de gobiernos amigos y no tan amigos, conversaciones privadas y comerciales. Desde transferencias bancarias que suponían miles de millones de dólares hasta llamadas de hombres a sus amiguitas, todo era atrapado en el éter y almacenado en un programa de ordenador de la NSA cuyo nombre clave era PLATFORM.
Sin embargo, aquel indiscutible prodigio tecnológico estaba supeditado a la capacidad de los oídos de Duffy para detectar algún acento o sonido familiar que le permitiese identificar a un hombre cuyo idioma él no hablaba y al que llevaba cinco años sin ver.
¿Cuántas intercepciones llevaría leídas o escuchadas aquella mañana? ¿Doscientas? Y de lo único que eran capaces de hablar aquellos idiotas era de Dios, del tiempo, de ganar dinero, o de sus abuelas enfermas. ¿Acaso en el Irán de los mullah nadie se divertía, nadie era infiel a su esposa o a sus socios? Aparentemente, nadie hacía nada que amenizase un poco el monótono trabajo que le habían confiado. Según decían, cuando George Bush era director de la agencia le encantaba escuchar las intercepciones de Leonid Brezhnev diciéndole lindezas a su amante. Duffy se preguntó si no habría nadie en Irán haciendo cosas igualmente divertidas.
Duffy trató de concentrarse de nuevo en su trabajo. En la pantalla apareció una nueva intercepción que, afortunadamente, era corta.
—¿Jaffar?
—Sí.
—El envío de doscientas diez cajas de manzanas (tos) saldrá pasado mañana.
—Gracias por comunicármelo. Quedo a la espera de la llamada del conductor.
—La recibirás pasado (tos) mañana. Dios mediante.
Nada de particular, se dijo Duffy, accionando una tecla para que apareciese la siguiente intercepción. En ese momento, en su pantalla surgió la luz roja indicadora de que el agente de la NSA que le estaba enviando los textos vía ordenador quería hablar con él.
Levantó su teléfono directo.
—Duffy —anunció.
—¿La voz que acabas de escuchar te suena de algo?
Duffy pasó por segunda vez la intercepción, escuchando atentamente, tratando de detectar algún indicio, algún sonido que le recordase la voz de Said Djailani. Trató de recordar con detalle al mujadín Gucci sentado ante él en una casa segura de Peshawar, con la pistola sobre la mesa, comiendo las galletas de cardamomo con las que Duffy siempre lo obsequiaba y dando sorbos de té a la iraní. Pese a intentarlo con todas sus fuerzas, Duffy no detectó en la grabación nada que le recordase la voz de Djailani. Salvo la tos del hombre. Como casi todos los mujadines, Djailani fumaba como un carretero y tosía muy a menudo.
—La verdad es que no logro captar nada que me resulte familiar. Nada excepto la tos de ese tipo. ¿Por qué?
—Esa conversación me suena rara. ¿Crees que esos dos sujetos sabían que teníamos intervenidas sus comunicaciones?
—Escucha, amigo —dijo Duffy—. ¿Sabes lo que hacen los tipos de la Hezbollah de Baalbeck, en el valle Bekaa, cuando quieren enviar un mensaje a Beirut? Lo escriben a mano y luego lo envían por medio de un mensajero. El mensajero muestra el mensaje a su destinatario para que lo lea y luego lo quema. Así de preocupados están por la seguridad. ¿Qué te hace suponer que ese tipo hablaba en clave?
—Pues que ese individuo llama desde un lugar perdido en el noreste de Irán, junto a la frontera afgana. El culo del mundo. Lo único que hay allí es mierda de camello. Y, desde luego, es puñeteramente indiscutible que allí no crece un solo manzano.
—Vaya, eso es interesante. Las pescas al vuelo, amigo. ¿Sabes a nombre de quién está registrado el número?
—A nombre de algo llamado Zabol General Trading. Zabol es el nombre del villorrio desde donde el tipo ha efectuado la llamada.
—¿Y adónde llama?
—A un número de Estambul. Se trata de un móvil, así que no lo hemos podido localizar.
Duffy pensó en las palabras de su colega de la NSA. Quizá sólo tratara de jugar a detectives, pero tal vez hubiera descubierto algo de interés.
—¿Tienes alguna otra intercepción procedente de ese número? —preguntó, al tiempo que miraba la cifra que aparecía en su pantalla: 98 5421 637 405.
—Negativo. Es de suponer que de cuando en cuando llaman a Teherán, pero deben de hacerlo desde un teléfono fijo que no nos es posible intervenir.
Sí —pensó Duffy—, en el mundo del espionaje, la tecnología tiene sus límites.
—¿Durante cuánto tiempo conserváis las intervenciones inocuas, las cosas que no os interesan y que no investigáis?
—Durante sesenta días.
Haz que el tipo se sienta importante —se dijo Duffy—. Ésa es una buena táctica empresarial.
—¿Qué recomiendas? ¿Crees que merece la pena hacer un rastreo de voz en el banco de datos, a ver si damos con algo importante?
—Sí, puede merecer la pena, aunque eso puede llevamos tiempo.
—No importa. Hagámoslo.
Como todos los buenos diplomáticos, el embajador James Longman estaba acostumbrado a expresar, con una profesionalidad propia del presidente de la Sociedad de Pompas Fúnebres, su pésame a ciudadanos que, fuera de su país, llorasen la pérdida de un ser querido. Pero en aquella ocasión, el embajador estadounidense en Londres estaba cumpliendo con su deber con cierto auténtico interés. El asesinato del marido de aquella dama había aparecido en la primera plana de todos los periódicos británicos, así que Longman estaba familiarizado con sus más tétricos detalles, y también sabía que la prensa había especulado con que el homicidio tuviera relación con el tráfico de armas o de estupefacientes. Además, el embajador tenía que admitir que, allí sentada con su negro atuendo de viuda, la señora Nancy Harmian resultaba tan impresionante como Sharon Stone. La mujer exponía sus argumentos con una fogosidad propia de la Pasionaria arengando a la ciudadanía de Madrid durante la guerra civil española.
—La policía no me hace el menor caso —afirmó Nancy por tercera vez desde el comienzo de la conversación—. Me harto de repetir que fueron los iraníes quienes asesinaron a mi esposo. ¿Y qué hacen ellos? Insisten en preguntarme por cuentas corrientes y cosas así, como si mi pobre esposo hubiera sido un delincuente financiero o algo peor.
—¿Tiene usted algún tipo de prueba de que su marido estuviese implicado en actividades contrarias al régimen iraní? —preguntó el embajador.
—No, pero… ¿por qué otro motivo iban a haberlo matado?
—Eso mismo le pregunto yo a usted: ¿por qué?
—¿No será que el Foreign Office está interfiriendo en la investigación porque teme molestar al odioso régimen de Teherán?
La tensa desazón que animaba a aquella hermosa mujer era tan palpable como en otras circunstancias lo hubiera sido el aura de su perfume.
—¿El Gobierno interfiriendo en una investigación de asesinato realizada por Scotland Yard, señora Harmian? No, no creo que eso sea posible. Resultaría algo extremadamente insólito.
—Entonces, ¿no hay nada que usted pueda hacer desde su puesto en la embajada para que esa gente me haga caso?
El embajador se colocó dos dedos sobre los labios como para enfatizar la seriedad con que estaba analizando los argumentos de su visitante.
—Comprenderá usted que a nosotros, como diplomáticos, no nos es posible intervenir de modo alguno en una investigación que está realizando la policía de nuestro país anfitrión. Y menos aún teniendo en cuenta que no existen ciudadanos estadounidense implicados en ella.
—Pero algo podrán hacer ustedes.
—Sí. Lo que haré, naturalmente con su permiso, es transmitir lo que usted me ha dicho a la gente de la embajada que se ocupa de estos asuntos. —Naturalmente, a Longman jamás se le hubiera ocurrido mencionar las temidas iniciales de la CIA, pero por la expresión de los ojos de la señora Harmian se dio cuenta de que no le era necesario hacerlo—. Ellos tienen métodos extraoficiales para investigar esas cosas.
—Me da lo mismo que los métodos sean oficiales o extraoficiales —dijo Nancy Harmian—. Lo único que deseo es que se haga justicia a mi pobre marido asesinado.
Al cabo de una hora de abandonar Nancy la embajada, a la mesa de Bob Cowie, jefe de la sede de la CIA en Londres, llegó un informe de la charla del embajador con la señora Harmian. Cowie también conocía los detalles del asesinato de Tan Harmian y había efectuado su propia investigación de rutina.
Basándose en la conversación de la viuda con el embajador, Cowie hizo tres llamadas, una a cada una de las organizaciones de disidentes iraníes con las que la agencia mantenía contactos: un grupo de realistas afincado en Londres, una organización de más amplia cobertura sita en París, y los viejos izquierdistas de Beni Sadr y el Tudeh en Alemania. Las tres organizaciones respondieron lo mismo. Ninguna de ellas había tenido el más mínimo trato con Harmian. El hombre no había hecho contribuciones a ninguna de las tres causas. El único interés de Harmian parecía haber sido no llamar la atención y ganar dinero. El informe del embajador fue a parar al archivo en que Cowie guardaba los asuntos sin importancia.
Veinticuatro horas después de que Ghulam Hamid hubo entregado su morfina base, un camión TIR (Transport Inter-Européenne) Fruehauf de cinco ejes con matrícula alemana entró en el almacén abandonado de Djailani. Esos enormes vehículos eran los animales de carga que abastecían a la Europa moderna. Cada día del año, literalmente millones de ellos se movían por las fronteras nacionales europeas, desde Dover a Estambul, desde Copenhague a Rostok. Eran las arterias por las que circulaba la sangre que daba vida al comercio europeo. También eran el sueño hecho realidad de los contrabandistas, y la pesadilla de los funcionarios de aduanas.
Los contrabandistas podían construir todo tipo de escondites en aquellos camiones: en los parachoques, en el interior de sus inmensas ruedas de repuesto, en compartimientos secretos situados bajo el suelo, en el techo, o en las paredes laterales. Y, aparte de en esos escondites, las drogas o el contrabando se podían esconder entre la variada carga que, frecuentemente, tenía los más diversos destinos.
Para registrar un camión TIR en busca de contrabando eran necesarias dieciséis horas de trabajo de dos agentes de Aduana expertos. Sin embargo, prácticamente ninguno de los camiones TIR que circulaban por Europa era registrado salvo que la policía tuviera informes concretos de que el vehículo llevase un cargamento ilegal.
Enfrentadas a aquella desagradable realidad, las naciones europeas habían optado por un método que requería que el servicio de aduanas del país de origen revisara la carga de los camiones, para colocar luego un sello nacional de aduanas en el vehículo y estampillar sus documentos de viaje. De este modo, un camión TIR podía cruzar sin ser inspeccionado todas las fronteras nacionales que encontrase en la ruta hasta su destino final. Para los departamentos de policía y los servicios de aduanas de tales rutas, sabedores de lo susceptibles a los sobornos que eran sus colegas de Turquía, Irán, Bulgaria, Rumania y Polonia, aquella solución era, en el mejor de los casos, una broma pesada. Pero, en el mundo real, las consideraciones de tipo comercial tenían siempre prioridad sobre las precauciones policiales.
La historia del gigantesco tráiler estacionado en el almacén de Djailani era tan interesante como instructiva. Pintado en uno de los paneles laterales figuraba el logotipo de su propietario oficial, la TNZ Freight Forwarding Services de Frankfurt, Alemania. Era uno de los cinco camiones que formaban la flota de transporte de la compañía.
La TNZ era propiedad de una sociedad instrumental con base en la isla de Jersey, en el canal de la Mancha, que actuaba en beneficio de su propietario real, un iraní residente en Londres. Uno de los tres hijos del propietario se ocupaba de regentar la empresa en Frankfurt. El problema era que los otros dos hijos estaban encarcelados en Teherán.
El padre, afiliado a un grupo contrario a los mullah con base en Alemania, había permitido entre 1991 y 1994 que sus camiones fueran usados para introducir explosivo plástico P4 en Irán, donde eran entregados a las guerrillas marxistas que se oponían al régimen. Desdichadamente, uno de los guerrilleros fue sorprendido con el plástico en su poder por la Pasdaran, la milicia revolucionaria. El hombre fue sometido a tortura, y reveló la procedencia del explosivo.
Resultó que los dos hijos menores del propietario se encontraban en aquellos momentos en Teherán, supervisando las operaciones comerciales normales de la compañía. Fueron arrestados por la VEVAK, y en Londres el padre recibió la noticia de que a partir de aquel momento el único contrabando que llevarían sus camiones sería el que el servicio secreto iraní colocara en ellos. Además, el hombre fue advertido de que, si algo le ocurría a aquellos envíos clandestinos durante el trayecto hasta su destino final, sus hijos morirían.
El camión ya tenía en su interior su carga normal, comestibles iraníes variados para un mayorista hamburgués que abastecía a la enorme comunidad de refugiados iraníes de la ciudad.
Soltaron un panel metálico de la parte posterior de la plataforma del camión, justo por debajo de las grandes puertas, y que ocultaba un escondite construido bajo el suelo del vehículo. El escondite tenía una longitud de casi dos metros, y se accedía a él por una abertura de sesenta centímetros de ancho y quince de alto. Los 210 paquetes de plástico que contenían la morfina de Ghulam Hamid fueron cargados en una plataforma de madera que encajaba a la perfección en el escondido hueco. Luego volvieron a colocar el panel, y lo embadurnaron con mugre y grasa para que su presencia fuera prácticamente indetectable. Cenaron las grandes puertas traseras, y llamaron a un oficial de aduanas para que pusiera el sello a las puertas. El camión estaba listo para emprender viaje.
Partió a primera hora de la mañana siguiente, camino del cruce fronterizo turco de Gurbulak, vía Teherán y Mashad. Hasta el momento, el producto de los campos de opio de Ahmed Khan y otros campesinos de Helmand había viajado hacia el oeste en condiciones primitivas y precarias. Ya iba a dejar de ser así. A partir de aquel momento, anónima y casi imposible de descubrir la cosecha de los jeribs completaría su viaje perdida entre el inmenso océano del comercio mundial.