Allí estaba de nuevo, filtrándose por la ventana de la granja, el sonido que otras noches sin luna había escuchado surgir con la niebla de medianoche que envolvía los enormes abetos del Staatsforst. Era el zumbido de un avión aterrizando en la pista del pequeño aeródromo privado de Hartenholm, al sureste de la granja, más allá de los límites del bosque.

Escuchó el sonido aumentar y luego desaparecer, dejando tras de sí como única estela el susurro del viento rompiendo el silencio de aquel pequeño rincón de la llanura de Schleswig-Holstein, que se extendía desde el norte de Hamburgo hasta la frontera danesa. Al cabo de poco más de tres minutos, volvió a escucharse el ruido del motor del avión. Esta vez el aparato estaba tomando velocidad por la pista en dirección a la aislada granja. El piloto se disponía a despegar y tomar rumbo hacia mar abierto. ¿Adónde se dirigía? ¿A Polonia? ¿A los Estados bálticos? ¿A alguna pequeña pista de aterrizaje en el este de Alemania?

—¡Heinrich! —llamó con imperioso tono la mujer del granjero—. ¿Qué quieres? ¿Morirte de frió? Vuelve a la cama, que es donde debes estar.

El granjero suspiró, cerró la ventana de la granja y regresó descalzo a la cama.

—¿Cómo tengo que decirte que olvides ese aeródromo y lo que en él ocurre? —refunfuñó su esposa—. No es asunto nuestro.

El granjero se metió bajo la cálida nube del edredón que cubría la cama matrimonial y extendió las piernas hasta tocar el fondo con los dedos de los pies. Por unos instantes, contempló las sombras que envolvían las vigas de madera del techo del dormitorio. Luego, hablando tal vez para su esposa, o para las sombras, o quizá para sí mismo, murmuró una frase en el dialecto Plattdeutsch de la Alemania septentrional.

De Voss de brut allwedder. (El zorro vuelve a estar al acecho).

Apenas a dos kilómetros de la casa, en cuyo interior un preocupado granjero se arrebujaba bajo el edredón de su cama, una pequeña minifurgoneta Volkswagen negra, con los faros apagados, avanzaba sigilosamente por la vía de servicio que comunicaba el aeródromo de Hartenholm con la carretera N-206 de Alemania. El vehículo se detuvo en el cruce. El conductor miró la carretera a su derecha. El hombre sentado junto a él miró hacia la izquierda. No había ni el menor tráfico. A las dos y media de la madrugada, rara vez lo había en aquella solitaria carretera rural.

—Muy bien —dijo el hombre del asiento delantero derecho—. Vamos. —El conductor encendió los faros y enfiló hacia el oeste en dirección al acceso 17 de la autopista A-7, a unos siete kilómetros de distancia. Su acompañante sacó del bolsillo un cigarrillo Marlboro, lo encendió y luego se volvió a mirar a los cinco jóvenes que ocupaban la parte posterior de la minifurgoneta. Permanecían sentados en estoico silencio, sin manifestar la más mínima curiosidad hacia el paisaje que se divisaba a través de las ventanillas que, para ellos, era totalmente desconocido.

Así les habían enseñado a comportarse. Debían mantener la boca cerrada. Pasar inadvertidos entre la gente. No hacer nada que atrajera la atención. Satisfecho, el hombre aspiró una larga bocanada de su cigarrillo y apoyó la nuca en el reposacabezas del asiento. La Cessna C-210 habría alcanzado ya su altitud de crucero y tomado rumbo suroeste en dirección a su base, la pista de aterrizaje privada situada en una granja a ciento sesenta kilómetros de Viena.

¡Qué fácil era! Los europeos estaban convencidos de que sus cielos eran una especie de terreno sacrosanto, permanentemente vigilado por los atentos ojos de mil equipos de radar.

¡Menudo chiste! En Alemania estaba prohibido por ley que un avión privado volase de noche sin llevar su transmisor de radar emitiendo a 0022 o 0021, dependiendo de su altitud. De este modo, el aparato aparecería automáticamente como objetivo secundario en los gigantescos radares del aeropuerto Fulsbuttel de Hamburgo. De noche, aquellos radares sólo captaban objetivos secundarios, porque, si se conectaran a los primarios, detectarían cada una de las bandadas de pájaros que volaban entre Hamburgo y la frontera danesa.

¿Qué hacían ellos? Simplemente, apagar el transmisor de radar, de modo que su Cessna C-210 se convirtiera en una negra polilla que, invisible e indetectable, cruzaba el nocturno cielo septentrional.

La gente imaginaba que Europa estaba festoneada por sofisticados sistemas de radar, equipos de la OTAN antaño destinados a detectar la proximidad de aviones o misiles soviéticos. Nada más lejos de la realidad. A un avión privado le resultaba tan fácil surcar los cielos europeos sin ser detectado, como a un coche circular por las autopistas europeas, carentes de puestos aduaneros.

Meneó la cabeza. Como solía sucederle, se sentía maravillado por lo atinado que había estado el Profesor cuando decidió que debían comprar su propio aeródromo privado. Como el Profesor había explicado, en Europa nunca había problema para comprar cosas que, supuestamente, uno no podía comprar. Siempre existía un alemán, un suizo, un italiano o un francés dispuesto a vender por un buen precio hasta a su propia madre. El problema radicaba en trasladar las mercancías a Irán una vez que las conseguían. El pequeño aeródromo había resuelto tal problema. Qué demonios, gracias a aquella pista habían transportado por vía aérea ocho helicópteros Bell despiezados, repuestos para el F-14, y conos guía para el misil Hawkeye.

Miró a sus cinco silenciosos pasajeros. Épocas distintas, distintos cargamentos. El conductor se metió por la rampa de acceso a la autopista A-7, para iniciar el trayecto de 49 kilómetros hasta Hamburgo. Al cabo de menos de media hora se encontraban en el centro de la ciudad. Cruzaron el Kennedybrucke, al borde del lago Alster, y luego tomaron hacia el sur en dirección al Klosterwall y las orillas del Elba, pasando frente a los edificios de cristal y acero de la Hauptbahnhof. Eran una sucesión de torres grises de doce pisos que se contaban entre las estructuras más altas de una ciudad cuyos ediles habían decretado en 1946 que ninguno de los edificios que se alzaran de las cenizas que dejaron tras de sí los proyectiles incendiarios del gran bombardeo de 1943 debía superar en altura la cúpula de la iglesia más alta de la ciudad. El conductor detuvo el vehículo frente a la segunda torre.

El ocupante del asiento delantero derecho se apeó y, tras inspeccionar detenidamente la calle, indicó con un movimiento de cabeza a los cinco jóvenes que lo siguieran al vestíbulo del edificio. En vez de encender las luces utilizó la llama de su encendedor para pulsar el botón de llamada del ascensor. Cuando llegó la cabina, abrió la puerta e hizo señas a sus compañeros de que entraran.

Se bajaron en el segundo piso. Una luz brillaba tras el panel de cristal de la parte alta de la única puerta del descansillo, identificándola como sede de la «Irán Teppich GmbH, Compañía de Alfombras Iraníes». El guía dio tres rápidos golpes con los nudillos en la puerta. Un hombre de poco menos de cuarenta años abrió y, sin prestar atención al guía, miró a los cinco jóvenes que esperaban entre las sombras.

Una cálida sonrisa le iluminó las graves facciones.

—¡Hermanos! —exclamó, con el fervor de un clérigo rural iniciando su sermón del domingo—. ¡Bien venidos! ¡Bien venidos! ¡Alá os ha conducido hasta mí! ¡Bien venidos!

Enfatizó la sinceridad de su saludo invitándolos con cordial ademán a entrar en la oficina. Los cinco jóvenes fueron cruzando el umbral, y cada uno de ellos recibió un abrazo y un firme beso en cada mejilla, un gesto idéntico al que solía utilizar Yasser Arafat en beneficio de las cámaras de televisión mundiales para recibir al israelí Shimon Peres o al egipcio Hosni Mubarak.

Cuatro candelabros de bronce forjado a mano colgaban del techo de la sala principal de la Irán Teppich GmbH, arrojando una miríada de puntos de policroma luz sobre los montones de alfombras repartidos por el suelo. Alfombras de Shiraz, Ispahán, Kashgai y Naiin. Sus tonos malva, escarlata, azul, púrpura y oro relucían bajo la luz. Los cinco jóvenes podrían haber imaginado que se encontraban en el salón principal de un caudillo otomano o safawí del siglo XVI.

—¡Sentaos! ¡Sentaos! —invitó el anfitrión. Los cinco se acomodaron en la alfombra, formando un semicírculo en torno a él. Él por su parte, se apoyó contra la pared, como un jeque colocándose ante sus estudiantes en una madrasseh, una escuela de altos estudios islámica.

La analogía no era del todo inadecuada. El propietario de la Irán Teppich GmbH era, a un tiempo, un clérigo menor y una figura considerablemente notoria entre los héroes de la revolución iraní. Cuando la revolución de Jomeini comenzó a conmover los imperiales cimientos del trono del shah, Husain Faremi se apresuró a regresar a Teherán y se convirtió en uno de los primeros miembros de la guardia revolucionaria.

Gracias a su entusiasmo por la rápida y brutal justicia que la revolución aplicaba a los partidarios del antiguo régimen, lo nombraron miembro del tribunal de Sadegh Jaljali, el mullah verdugo. Le encomendaron el trabajo de dar el tiro de gracia en la cabeza a las víctimas de las arbitrarias sentencias de muerte del mullah verdugo. El entusiasmo con que se ocupó de tan tétrica tarea le ganó el apodo de Martillo de Dios y la reputación de ser capaz de llevar a cabo cualquier trabajo, por sangriento que fuese, en pro de la revolución. Gracias a ello consiguió que lo destinaran a Hamburgo, ciudad que cobijaba a la mayor comunidad de exiliados iraníes de toda la Europa occidental. Había vivido durante los últimos seis años en el puerto hanseático, aparentemente dirigiendo aquella empresa de venta de bellísimas alfombras penas y también, como actividad secundaria, regentando una pequeña librería farsi llamada Nashravan. En realidad, el Martillo de Dios Husain Faremi sentía tanto aprecio por las viejas alfombras persas y por la poesía farsi como el ayatolá Jomeini por el whisky escocés y las películas pornográficas.

El hombre era, en realidad, el encargado del capítulo alemán de una secreta organización terrorista iraní coordinada por el Vezarate Etelaat va Aminyate Keshvar, el ministerio iraní de Información y para la Seguridad del Estado, organización sucesora de la infausta SAVAK del shah. La VEVAK era, si cabe, aún más aficionada a la brutalidad, al derramamiento de sangre y a la crueldad premeditada de lo que lo había sido la policía secreta del shah.

El cometido principal de la organización encabezada por Faremi en Alemania era organizar el asesinato de los opositores al régimen mullah ocultos en Europa y Estados Unidos, o de ejecutar a tiros a individuos acusados de haber cometido traición contra el Gobierno de Teherán. En apenas tres años, los asesinos del grupo, que en farsi recibía el nombre de Gouroohe Zarbat, Fuerza de Choque, habían asesinado a más de sesenta personas en Francia, Alemania, Italia, Inglaterra y Estados Unidos. Sólo unos pocos de esos asesinos habían sido arrestados y llevados ante la justicia occidental.

La empresa de alfombras de Faremi constituía un ejemplo perfecto del funcionamiento del sistema. Teherán le había concedido prácticamente el monopolio de importación de alfombras persas en Alemania septentrional, y se las vendía a Faremi a precio de coste. Él vendía luego las alfombras a una veintena de exiliados iraníes que se dedicaban a la venta de alfombras y, con el visto bueno de Teherán, Faremi se dedicaba a financiar su organización con los ingresos así obtenidos. De ese modo podía mantener una serie de casas seguras en las que los pistoleros de Faremi conseguían refugio y documentos de identidad falsos, así como armas y explosivos. El dinero permitía además a Faremi mantener una red de más de treinta informantes, iraníes que vigilaban las actividades de sus compatriotas, o alemanes que identificaban para él a los responsables de empresas de tecnología punta que, a cambio de una generosa compensación, estaban dispuestos a cerrar los ojos a las restricciones a la exportación vigentes en Alemania.

Ahora Faremi estudió a los cinco jóvenes sentados ante él, los últimos acólitos reclutados para servir en la elitista Fuerza de Choque. Sus rostros eran curiosamente inexpresivos, páginas en blanco sobre las que la vida aún no había dejado marcas de triunfos ni de tragedias. Un extraño resplandor parecido a la inocencia —quizá fuese, se dijo Faremi, el fuego de la fe incondicional— parecía iluminar los semblantes de todos.

Todos eran muchachos de veintitantos años. Todos habían sido reclutados en las ciénagas de pobreza y desesperanza que eran los arrabales de Teherán. Jóvenes así, sin esperanza ni futuro, eran los que nutrían las filas de los vengadores armados de la revolución. En cierto modo, eran los hermanos menores de aquellos valerosos adolescentes que, años atrás, limpiaron de minas los campos de Irak con sus cuerpos, y que supieron morir y partir hacia el paraíso llevando en los labios el nombre del profeta chiíta Alí. Faremi sabía que todos ellos habían sido cuidadosamente seleccionados y concienzudamente entrenados para el trabajo que ahora les esperaba.

Los cinco lucían el tipo de barba prescrito para los fieles, lo bastante larga para que, si su propietario la agarraba con el puño justo por debajo de la barbilla, los pelos asomasen más allá de la curva del dedo meñique. Faremi se dijo que aquellas barbas debían desaparecer, ya que identificaban con demasiada claridad a sus propietarios como musulmanes.

Dio una palmada. Por una puerta que daba a la zona de recepción apareció un criado llevando un cuenco de bronce, una fina jarra con agua de rosas, y una toalla de lino recién planchada. Cada uno de los jóvenes se lavó ritualmente las manos con unas gotas de agua de rosas. Aquélla era la forma habitual con que, en Oriente, se daba la bienvenida a los viajeros que habían completado un largo viaje.

Con una sonrisa, Faremi dijo:

—Bien, hermanos, un largo viaje concluye y otro comienza. Vuestra tarea, la gran tarea para la que habéis sido escogidos y adiestrados, os aguarda.

Hizo una breve pausa y se inclinó ligeramente, como abrumado por la importancia de lo que iba a decir a continuación. Luego miró de nuevo a su reducido público.

—Los jóvenes musulmanes como vosotros deben aprender a amar el martirio, a elevarse por encima de las nefastas tentaciones de este mundo. Recordad las palabras de nuestro gran líder, el ayatolá Jomeini, que gloria haya: «La espada es la llave que abre las puertas del paraíso».

Guardó un breve silencio para conferir una especial dignidad a las palabras que estaba a punto de pronunciar.

—Hoy, hermanos —dijo al fin—, sois vosotros los portadores de la espada. Ahora os corresponde el deber histórico de llevar a cabo la venganza de los justos contra los injustos.

Faremi iba en calcetines, lo mismo que los jóvenes, que se habían despojado de los zapatos al entrar en la habitación. El hombre llevaba unos sencillos pantalones negros y una camisa blanca sin corbata y abotonada hasta el cuello, al estilo iraní. Sus mejillas estaban cubiertas por el vello de cinco días sin afeitarse.

Según las leyes islámicas, les recordó, nadie podía llevar a cabo una ejecución sin el permiso previo de un dirigente religioso. Tal había sido el mandato que contenía la fatwah pronunciada por el Guía Supremo contra el apóstata Salman Rushdie. Sacó un texto del bolsillo de la camisa y lo desplegó en la alfombra, frente a él. Se trataba también de una orden de ejecución, un decreto firmado por Sadegh Izaddine, el subdirector de la VEVAK encargado de la Fuerza de Choque, y en él se detallaban los pormenores de la misión que los cinco jóvenes debían ejecutar en Europa.

—Cumpliréis esta orden —dijo Faremi, cuando hubo terminado la lectura del texto— como si fuera un mandamiento religioso. Recordad que quienes no están dispuestos a matar y a morir a fin de crear una sociedad justa, no pueden esperar la protección de Alá.

»Sabed además —siguió, con voz solemne— que si alguno de vosotros muere en el cumplimiento de esta misión, se convertirá automáticamente en shadid, en mártir. Para vosotros se abrirán las puertas del paraíso, y los grandes campos de flores y los amorosos cuidados de las huríes serán vuestros por toda la eternidad.

«Dadles un arma y prometedles el paraíso». Tal era el lema que utilizaba —con más palabras y florilegios— un cínico grupo de viejos mullah de Teherán para convencer a jóvenes desesperados como aquéllos de que arriesgaran sus vidas en beneficio del régimen.

A Faremi le habían contado que, en Egipto, había incluso un jeque que embellecía la descripción de los encantos que sus seguidores encontrarían en el paraíso diciendo que todos allí gozarían de una erección perpetua y, en el caso de que el propietario de tal erección así lo deseara, dispondrían también en abundancia de bellísimos muchachos que suplirían los servicios prestados por las huríes.

Faremi decidió que había llegado el momento de cambiar de tema y pasar a ocuparse de los detalles prácticos de la misión que los cinco tenían ante sí.

—Al amanecer, dos de vosotros iréis conmigo a la estación de tren —anunció, señalando con el índice a los elegidos—. Una vez allí, montaréis en el tren de Düsseldorf.

Faremi metió la mano en un bolsillo y sacó un pedazo de papel, un fragmento arrancado de un plano de la ciudad de Düsseldorf.

—En el mapa os he señalado el camino para ir a pie desde la estación de Düsseldorf hasta el número ochenta y siete de la Prinz-Georg-Strasse. Fijaos en la placa de bronce que hay junto a la puerta y en la que figuran los nombres de las personas que viven en el edificio. Veréis que el último nombre de la placa es «Nabi». Tocad el timbre tres veces y luego cruzad la calle hasta la otra acera. Una mano colocará un tiesto con geranios tras los visillos de encaje de la ventana del segundo piso. Ésa será la señal de que han recibido vuestro mensaje.

»Poco después aparecerá uno de los nuestros llevando esta revista. —Faremi introdujo la mano bajo la alfombra y sacó un ejemplar del semanario alemán Der Spiegel—. Os preguntará en farsi el camino a la estación ferroviaria. Vosotros contestaréis en inglés que precisamente venís de la estación, y él, entonces, os conducirá hasta nuestra casa segura.

»Esta tarde, vosotros —siguió Faremi, señalando a los otros tres— saldréis en tren para Frankfurt. Luego os explicaré todo lo que necesitáis saber. Todos recibiréis documentos de identificación nuevos y dinero, pero los documentos sólo los necesitaréis al llegar a Inglaterra. En ningún otro lugar los piden. Os reuniréis de nuevo en nuestra casa segura de Londres. Allí se os informará de los detalles exactos de vuestra misión, y seréis conducidos al edificio en el que está localizado vuestro objetivo, a fin de que os familiaricéis con el lugar. En cuanto la misión esté cumplida, saldréis por separado hacia Frankfurt y Düsseldorf. Luego volveréis aquí y yo lo arreglaré todo para que regreséis a Teherán del mismo modo que habéis llegado. ¿Alguna pregunta?

—¿Qué hay de las armas? —preguntó uno de los cinco.

—Se os entregarán en Londres. De ser posible, es mejor que no vayáis armados.

—¿Explosivos? —preguntó otro.

—Esperamos que en esta misión no hagan falta.

—Entonces, ¿cómo haremos para entrar en el edificio? —insistió el joven.

—Eso ya os lo explicarán en Londres. Dispondréis de una pequeña carga de Semtex para utilizarla en el interior del edificio, pero sólo en el caso de que resulte absolutamente imprescindible, ya que el ruido de la explosión podría poner en peligro el éxito de vuestra misión. Tened presente que, como vuestro comandante en Londres os explicará, vuestra tarea es doble. En primer lugar, conseguir que la venganza islámica caiga sobre aquel que nos ha traicionado. En segundo lugar, y aún más importante, debéis recuperar lo que por derecho es nuestro.

Se puso en pie, dando por finalizada aquella primera fase de las instrucciones.

—¿Conocéis la doctrina del taqiyeh?

Dos de los cinco alzaron la mano. Faremi asintió aprobatoriamente y, en beneficio de los otros tres, explicó:

—Es la doctrina de la ocultación en defensa de la fe. Nuestros antepasados chiítas la establecieron para protegernos de los califas abasíes y de los turcos otomanos.

»A partir de este momento se os permite ocultar la verdad de vuestra fe a fin de protegeros de vuestros enemigos y de evitar que éstos descubran quiénes sois en realidad. Por ejemplo, todos os cortaréis inmediatamente las barbas, y seguiréis yendo afeitados hasta vuestro regreso a la patria. Si, encontrándoos con ingleses o alemanes, ellos os preguntan si sois musulmanes, podéis negarlo. Decidles que sois cristianos. O incluso judíos. Si os ofrecen cosas haram, prohibidas, como cerveza, o salchichas, o carne de cerdo, podéis comerlas y beberías sin temor. Vestiréis como ellos, actuaréis como ellos y os comportaréis como ellos, de modo que ellos no sepan quiénes sois en realidad y no les sea posible impediros llevar a cabo la tarea que Dios os ha encomendado.

Mientras Faremi hablaba, su ayudante había ido dejando sobre la alfombra gran cantidad de ropas y zapatos: zapatillas de deporte Reebok y Adidas, botas camperas, pantalones vaqueros, sudaderas, chaquetas de cuero y cazadoras.

—Escoged lo que os plazca —dijo Faremi—. Debéis ir vestidos como la corrupta juventud del Occidente en el que un día mandaréis.

Por primera vez desde que se habían apeado del aparato Cessna en la pista de Hartenholm, los cinco jóvenes iraníes sonrieron y rieron abiertamente mientras revolvían las ropas amontonadas sobre las alfombras de Faremi. Uno de ellos se puso una sudadera azul oscuro. Hasta Faremi se unió a las risas al leer lo inscrito en ella: «Universidad de Notre-Dame. Baloncesto Femenino».

—Creo que eso será mejor no usarlo —dijo.

Para cuando los jóvenes terminaron de vestirse, parecían un grupo de muchachos occidentales ataviados para pasar la velada sabatina en algún centro comercial. Faremi los hizo pasar al baño de su despacho para que completaran su transformación cortándose las barbas.

Acto seguido, Faremi cogió una caja de madera de cedro bruñido con incrustaciones de madreperla. La abrió y mostró su contenido a los jóvenes. En el interior había cinco pequeñas llaves de bronce, cada una al extremo de una pequeña tira de plástico blanco. Sacó de la caja una de las llaves y la levantó.

—Ésta es una llave del paraíso —anunció—. Se trata del mismo tipo de llave que llevaron los millones de valerosos basiji que se presentaron voluntarios para cruzar los campos de minas enemigos durante la guerra contra Irak. En cada llave hay grabado un nombre: el de un basiji que ahora está en el paraíso, disfrutando del premio a su martirio.

Se puso en pie y, ceremoniosamente, colocó una llave en torno al cuello de cada uno de los jóvenes.

—Que la memoria de los valerosos jóvenes que fueron portadores de llaves como éstas os ayude a cumplir vuestra misión. Recordad que es Alá quien pone el arma en vuestras manos, pero no podemos esperar que sea él quien apriete el gatillo si a nosotros nos faltan ánimos para hacerlo.

Cuando terminó, hizo un gesto a los dos jóvenes que había escogido para ir a Düsseldorf.

—Vamos —anunció—. Llegó vuestro momento.

Cogió un Corán y lo tendió a los jóvenes, que lo fueron besando uno a uno. Luego lo alzó en alto, de modo que todos pudieran pasar bajo él, el gesto ritual por el que se invocaba la protección de Dios para el viaje que iban a emprender.

Los dos jóvenes abrazaron a los tres camaradas de quienes iban a separarse y salieron con Faremi al frió amanecer invernal. El Klosterwall estaba oscuro y desierto mientras ellos caminaban hacia la parte trasera de la estación ferroviaria de Hamburgo, una cúpula de cristal y acero con casi un siglo de antigüedad, milagrosa superviviente de los bombardeos aéreos de la Segunda Guerra Mundial o, como a algunos hamburgueses les gustaba decir, testimonio de la mala puntería de los aviadores aliados que tantos miles de toneladas de potentes explosivos lanzaron sobre la población.

Faremi los guió a la parte posterior de la estación, más allá del acceso a la U Bahn, hasta llegar a la explanada que había frente a una de las dos entradas principales de la bahnhof. La explanada también era el centro de la droga de Hamburgo, e incluso ahora, a las cinco de la mañana, eran muchos los que transitaban por allí. Los vendedores se movían por entre ellos como arañas por entre hierba alta, murmurando los nombres de lo que vendían: «heroína», «hachís» y el más nuevo de sus productos, «skonk», porros que contenían una potente mezcla de hachís, heroína y tabaco.

Junto al frío muro posterior de la entrada de la U Bahn, un grupo de adictos rodeaba protectoramente a uno de los suyos, que estaba preparando una dosis en una cuchara. A la derecha de la salida de la estación, un chico y una chica permanecían abrazados y temblorosos a causa del frío y del síndrome de abstinencia de la heroína. Estacionada junto al bordillo había una furgoneta policial blanca y verde. Su conductor estaba derrumbado sobre el volante, dormido como un leño.

Los tres iraníes comenzaron a cruzar la explanada. Una muchacha ataviada con una andrajosa trenca roja y unos pantalones de esquí amarillos, con los ojos vacíos y el mugriento cabello caído sobre la frente, se acercó al segundo de los agentes de Faremi. Poniéndole la mano en la entrepierna, la mujer murmuró:

—Mamada y polvo, cincuenta marcos.

A Faremi le encantaba el espectáculo, ya que en él veía un compendio de la degradación, la debilidad y el colapso moral de la sociedad occidental que tanto despreciaba.

—Fijaos bien —susurró a sus dos pistoleros—. Ésta es la famosa libertad de la que tanto alardean. Libertad ¿para qué? Para convertirse en animales como los que veis.

Siguió caminando, contemplando con placer a todos aquellos orgullosos jóvenes occidentales reducidos a la miseria a causa de su incontrolable apetito de drogas.

—Dicen que nosotros nos proponemos destruirlos —dijo despectivamente—. Pero ya veis que no es necesario. Ellos mismos se están destruyendo. —Con una sarcástica risa, añadió—: Naturalmente, nosotros hacemos todo lo posible para ayudarlos a seguir con su estúpido hábito.

En el vestíbulo principal de la estación, Faremi ayudó a sus hombres a comprar los billetes, y luego los condujo al andén nueve, donde al tren Inter City de Düsseldorf le faltaban cinco minutos para salir. Los abrazó a ambos y les aseguró:

—Dios mediante, gracias a valerosos jóvenes como vosotros, un día el mundo será nuestro.

«Centro de Windsurf de Lago Sebago», anunciaba un cartel sobre el escritorio del dueño de la gasolinera Texaco situada en las proximidades de la intersección de las rutas 11 y 14 de Maine, en el punto en que se iniciaba su recorrido por la orilla del lago, normalmente espectacular. Normalmente, porque en aquella frigidísima mañana de enero no había nada particularmente espectacular en el lago. Una gruesa capa de nieve compacta cubría la carretera. Conducir por aquella superficie requería el mismo cuidado que caminar sobre un estanque helado en zapatillas de deporte. Las ramas de los abetos que crecían junto a la orilla se doblaban bajo el peso de la nieve que se apilaba sobre ellas. El propio lago estaba helado, y su superficie se encontraba recubierta de un manto blanco que daba a la redonda masa de agua la apariencia de una inmensa hostia. Un cielo grisáceo, preñado de promesas de más nieve, daba un opresivo toque final a la escena.

Con los pies sobre el escritorio, el propietario de la gasolinera y del Centro de Windsurf de Lago Sebago estaba viendo una repetición de la serie Hospital General en su aparato de televisión cuando vio que un Honda negro que circulaba por la autopista se metía en los terrenos de la gasolinera. Sin embargo, el conductor no se detuvo frente a los surtidores, sino que se dirigió a la zona de estacionamiento situada tras la sección de lavado y engrase.

Se fijó en que el vehículo tenía matrícula de Georgia. Debía de ser uno de los coches que alquilaban en el aeropuerto de Portland o de Logan, y probablemente iría camino de Boston. Minutos más tarde, mientras en el televisor un equipo de médicos vestidos con batas verdes empujaban hacia el quirófano el aparato de reanimación cardíaca, el conductor del coche abrió la puerta de la oficina de la gasolinera.

Se trataba de un hombre alto y bien vestido, con traje, corbata y abrigo azul oscuro. Tenía canas en los aladares y llevaba el pelo muy corto, como un atleta universitario ya entrado en años. Calzaba bien lustrados zapatos negros con suelas de cuero. Si no tiene cuidado, con esas suelas terminará partiéndose el culo, se dijo el propietario. Sin quitar los pies del escritorio, saludó:

—Hola.

—Buenos días —saludó su visitante.

—No me parece que sean demasiado buenos.

—Es cierto. —El hombre se frotó las enguantadas manos—. Debemos de estar a quince bajo cero.

—A veinte.

—No me extraña. Quizá pueda usted ayudarme.

—Pruebe.

—Ando buscando a un buen amigo mío. Se mudó aquí recientemente. Le encanta el windsurf. —Los ojos del visitante se dirigieron hacia la sala que había tras el escritorio, que contenía un par de maniquíes vestidos con trajes de goma junto a los cuales había un montón de tablas de surf apiladas. En la parte posterior de la sala se veía una serie de policromas velas de windsurf, que parecían paraguas esperando a ser recogidos por la mano de un gigante—. Estoy seguro de que mi amigo es cliente suyo.

El propietario dirigió una mirada a la helada superficie del lago.

—En esta época, poco windsurf se hace.

—Lo supongo —replicó su visitante, esforzándose por ocultar su impaciencia por el ocioso comentario—. Sin embargo, mi amigo llegó aquí en agosto y alquiló una casa a la orilla del lago para todo el año. Supongo que, antes de la llegada del mal tiempo, haría windsurf hasta hartarse.

—Posiblemente.

—Se llama Duffy, Jim Duffy. Un tipo de cincuenta años, corpulento, como de metro noventa, bastante calvo. De joven jugó en el equipo de fútbol de Oklahoma.

—¿Y ahora a qué se dedica? —El ceño del propietario de la gasolinera pretendía indicar al visitante lo mucho que el hombre se esforzaba en recordar la imagen del señor Duffy. Lo que en realidad pensaba el dueño de la gasolinera era: ¿Qué demonios quiere este tipo? ¿Por qué hace tantas preguntas?

—Está retirado.

—¿Retirado? ¿A los cincuenta?

—Trabajó durante unos años para el Gobierno.

—Ah, claro. ¿Cómo, si no, va a retirarse uno a los cincuenta? ¿No tiene usted su dirección?

—Sólo su apartado de correos.

—¿Teléfono?

—No figura en la guía.

—Bueno, la oficina de Correos está en la calle Mayor. Puede ir allí y esperar a que su amigo aparezca a recoger la correspondencia.

—La verdad es que no dispongo de tanto tiempo. Tengo asuntos urgentes de los que ocuparme.

—Quizá la señora Hurd, la administradora de Correos, pueda ayudarlo. Ella debe de conocer la dirección de su amigo.

—La ley prohíbe a los funcionarios de Correos revelar las direcciones de los titulares de apartados. Y prefiero hacer mis indagaciones con discreción. Ya sabe usted que los administradores de Correos suelen ser bastante chismosos.

—Ajá.

Como casi todos los ciudadanos de Maine, el dueño de la gasolinera tendía al laconismo. Ya había decidido que su visitante debía de ser un picapleitos, que probablemente había viajado desde Boston para obligar al pobre Duffy a pagar una pensión de divorcio o algo así. Poca ayuda iba a encontrar por aquellos contornos, decidió el hombre.

Mientras tanto, el visitante se había fijado en la placa de la Legión Americana, Capítulo 37, que colgaba de una pared de la oficina.

—Veo que es usted excombatiente —dijo.

—Luché en Vietnam con el Primero de Caballería.

El visitante sacó su billetera, extrajo de ella una tarjeta de visita y se la entregó al dueño de la gasolinera.

—Verá… Duffy y yo somos antiguos colegas. Trabajamos juntos durante algún tiempo. Él también combatió en Vietnam. Quizás esto le indique lo importante que es que logre dar con él.

El dueño miró la tarjeta. En el centro había un sello azul con un águila de perfil contra un escudo. En torno al sello se leía: «CENTRAL INTELLIGENCE AGENCY».

Aunque lacónico, el dueño de la estación de servicio, como casi todos los residentes de aquella comunidad junto al lago, también era un patriota. Y estaba al corriente de que Duffy había servido en Vietnam. Quitó los pies del escritorio y se sentó correctamente.

—Siga por la ruta catorce hasta el tercer semáforo. Luego gire a la derecha en dirección al lago. Gire por la primera a la izquierda. Su amigo vive en la tercera casa de la derecha. Al lado mismo del lago.

Su visitante asintió con la cabeza.

—Gracias por su ayuda —dijo, encaminándose a la puerta.

El dueño ya había vuelto a concentrarse en su televisor. Caramba —pensó—. Siguen bombeando el corazón de ese pobre tipo. En ese condenado hospital no saben hacer otra cosa.

Era tan poco frecuente que los sonidos de la civilización perturbasen la tranquila existencia de Jim Duffy, que el ruido de neumáticos sobre la nieve que cubría la rampa de acceso a la casa le hizo dar un respingo. A fin de cuentas, la tranquilidad no había sido exactamente una constante de su vida profesional. Miró con recelo al desconocido Honda negro que se había detenido a cincuenta metros de distancia. Duffy se sentía casi desnudo sabiendo que su 38 estaba en el interior de la casa. No obstante, al ver al hombre que se apeó del coche, se tranquilizó.

—¡Demonios! —exclamó—. ¿Qué te trae por aquí en un día como éste?

—Vengo a buscarte.

—¡Mierda! —Duffy había estado cortando leños para la chimenea, y ahora clavó el hacha en el tajo con un fuerte golpe—. ¿Y eso qué significa?

—Invítame a un café y te lo cuento.

—Muy bien. —Duffy se quitó los guantes de cuero, se los echó al bolsillo posterior trasero del pantalón y avanzó hacia su visitante con una sonrisa de bienvenida en los labios y la mano extendida—. Supongo que es lo menos que puedo hacer por ti.

Entraron en la cabaña, situada junto al lago. Su interior era sencillo, casi espartano. La parquedad de la decoración parecía proclamar a gritos: «aquí vive un hombre solo». Duffy condujo a su visitante hasta la sala pasando por la cocina. Junto a la chimenea se veía un montón de leños ordenadamente apilados. En el hogar de la chimenea había unos maderos listos para ser encendidos. Duffy cogió un fósforo de casi un palmo de largo y prendió el fuego.

—El café se está preparando. Ponte cómodo mientras voy a buscarlo.

Cuando Duffy regresó con dos humeantes tazas con emblemas azules y dorados, indicadores de que procedían del comedor del comandante de la Sexta Flota, su visitante estaba contemplando la pintura al óleo que colgaba sobre la chimenea. Era el retrato de una mujer de poco más de cuarenta años, de cabello dorado. Sus ojos, azul pálido, tenían la mirada fija en un distante e invisible horizonte.

—Qué maravilla —dijo a Duffy—. El parecido es asombroso.

—Ya. —Duffy tendió una taza a su visitante y dejó la suya en la mesa, junto a su sillón—. Le hicieron ese retrato tres meses antes de que el cáncer se la llevase. —También él contempló el retrato—. Es algo muy especial. A veces me parece como si fuera a salirse del lienzo para hacerme una visita.

—Para ver qué tal te portas. ¿Has encontrado ya a alguna que la sustituya?

—Ella era única. Nadie la puede sustituir.

Duffy sopló la superficie de su café y luego miró a su visitante.

—Bueno, ¿a qué debo el honor de tu inesperada visita?

—Queremos que vuelvas al trabajo, Jim.

—¿Cómo? —La palabra estalló en los labios de Duffy como el petardeo de ignición de un motor fuera borda—. ¿Que vuelva a ese zoológico? ¿Después del modo como el cabrón de Woolsey me dio la patada tras haberme humillado premeditadamente y en público?

—Woolsey se fue hace tiempo. Está de nuevo redactando testamentos para viejecitas o lo que demonios hiciese antes de que Clinton lo pusiera al frente de la CIA. Todos en la agencia saben que te jodieron bien jodido. Recuerda que por eso respetamos tu derecho a recibir la pensión completa, ¿no?

—Sí, claro. —Duffy estaba alterado, reviviendo interiormente el dolor y la desazón de haber sido despedido de la CIA tras 26 años de servicio. Buenos Aires, Bagdad, Jartum, la guerra de Afganistán… Él había estado en todos aquellos lugares. Fue el oficial más condecorado del Directorio de Operaciones. En los años ochenta, fue el agente favorito de Casey. Acabada la guerra de Afganistán, lo pusieron tras un escritorio en Langley, como subdirector de la División de Asuntos Soviéticos. Cuando llevaba tres semanas en tal puesto, su ayudante le presentó un montón de papeles de rutina para que los firmase: evaluaciones para el expediente 201 de un oficial, órdenes de asignación de fondos, formularios para transferencia de personal, el tipo de papeleo por el que jamás había tenido que molestarse mientras estaba en el servicio activo. Uno de aquellos papeles autorizaba la transferencia de un tal Aldrich Ames, sacándolo de Asuntos Soviéticos y destinándolo al nuevo Centro Antinarcóticos. Duffy jamás había visto personalmente a Ames, así que firmó. Y cuando el Congreso estaba haciendo pedazos a Woolsey por no haber sido capaz de mantener a raya a los veteranos de la agencia a raíz del asunto Ames, ¿qué sucedió? Woolsey echó a Duffy a los perros, un hueso para librarse de los sabuesos del Congreso—. ¿Por qué demonios voy a regresar?

—Porque te necesitamos.

—¿Para qué?

—¿Recuerdas a tu amigo Said Djailani?

Una sonrisa disipó la ceñuda expresión que se había apoderado de las facciones de Duffy desde que su visitante mencionó su despido de la agencia.

—El Mujadín Gucci —rió. Le parecía ver de nuevo a Djailani, en plena guerra de Afganistán, recorriendo las callejas de Peshawar en su Pajero, uno de los Comandantes Pajero, como Duffy los llamaba. Djailani, con bordados dorados festoneando su túnica, y el penacho en las sandalias, distintivos ambos por los que lo apodaban «el Mujadín Gucci»—. Sí, era un tipo endiablado. ¿Qué fue de él?

—Ha desaparecido de la reserva.

—¿Y eso?

—Te daremos todos los detalles cuando regreses a Langley. En este asunto hay un montón de cosas que no estoy autorizado a mencionar.

—Déjate de historias, Frank. Recuerda que estás hablando con Jim Duffy, y que nos conocemos desde hace más de veinticinco años.

Efectivamente, Frank Williams y Jim Duffy habían sido reclutados por la agencia al mismo tiempo en 1969. Realizaron juntos el adiestramiento «boy scout» en Camp Peary, y juntos echaron los dientes en el programa Phoenix de Vietnam. Luego Williams siguió su carrera en la central mientras Duffy se dedicaba a operaciones en ultramar. Durante los tres años en que Duffy estuvo dirigiendo la guerra de Afganistán sobre el terreno para la CIA, Williams fue su contacto en la central. Era Williams quien se ocupaba de arreglar las cosas en la séptima planta cuando las operaciones salían mal, quien susurraba las palabras adecuadas en el oído de Charley Wilson, el congresista tejano que mantenía viva la llama de los mujadines en los salones del Congreso, quien se cercioraba de que siempre hubiera fondos disponibles, quien mantenía sobre aviso a los agentes, y quien apercibía los transportes para trasladar desde Polonia, Checoslovaquia y Rumania hasta Pakistán las armas del bloque soviético que se utilizaban para librar la guerra. El conflicto afgano había sido y seguía siendo una operación envuelta en el secreto. Frank Williams y Jim Duffy eran quizá las únicas dos personas vivas que estaban al corriente de gran parte de aquellos secretos.

—Claro, Jim, no hace falta que me lo recuerdes. Pero preferiría que alguien más capacitado que yo te informara en detalle. Sin embargo, lo que básicamente ocurre es esto: Djailani se ha asociado con un grupo de extremistas islámicos iraníes. Los más fanáticos de la Pasdaran, la guardia revolucionaria. Estamos convencidos de que, entre otras cosas, se dedican al narcotráfico para financiar sus operaciones. Ocurre que, en el Afganistán de tus amores, la producción de amapolas se ha disparado…

—Pero eso no es ninguna novedad, Frank. Los afganos sólo saben hacer dos cosas: guerrear y cultivar droga.

—Es posible. Pero hace una década lo importante era la guerra. Hoy es la droga.

—Escucha, los tipos que hoy día cultivan allí amapolas son los mismos que hace diez años utilizábamos para que suministrasen droga al Ejército Rojo.

—Eso es lo malo. La heroína ha vuelto, y ha vuelto con ganas. En Washington existe la generalizada creencia de que la agencia es al menos parcialmente responsable de la situación, y de que estamos obligados a colaborar en la solución del problema.

Duffy se levantó de su asiento, fue a echar un leño en la chimenea y lo hizo con tal fuerza que un surtidor de chispas subió por el tiro.

—Escucha, estoy más que harto de esos liberales de Clinton que se pasan las horas muertas gimiendo y sollozando por los múltiples males que, supuestamente, la agencia le ha causado al mundo. Pero ahora, cuando se van a la cama por la noche, esos cabrones no sufren de insomnio preguntándose si, mientras ellos duermen, la Unión Soviética invadirá Alemania Occidental e iniciará una guerra termonuclear, ¿verdad? Y ¿por qué? Por nosotros. Por lo que la agencia hizo en Afganistán. Cuando a la Madre Rusia empezaron a llegar cadáveres de ojos azules envueltos en bolsas de plástico fue cuando la mierda comenzó a pegar en el Gran Ventilador Rojo. La guerra de Afganistán fue el primer gran conflicto en que el gran Ejército Rojo se vio seriamente implicado desde el final de la Segunda Guerra Mundial, ¿no? ¿Y qué sucedió? Un puñado de campesinos y pastores analfabetos le dio una soberana paliza. Les guste o no a esos gilipollas liberales de Washington, fue en Afganistán donde ganamos la guerra fría.

—Bueno, recuerda que Gorbachov también nos echó una mano.

—Gorbachov nunca hubiera tenido pelotas para meterle mano al Ejército Rojo si nosotros no hubiéramos demostrado que en realidad esos tipos no eran nadie.

Duffy estaba demasiado irritado para volver a sentarse en su cómodo sillón. Paseó ante las llamas que crepitaban en la chimenea, viendo en sus cambiantes formas imágenes de hacía una década. Landi Kotal y el paso de Khyber, las desnudas peñas de Afganistán, los estoicos y silenciosos heridos afganos saliendo de entre las peñas a lomos de mula, doblados sobre sí mismos a causa del agónico dolor, pero sin manifestar su sufrimiento con un solo gemido. En una ocasión, el congresista Charley Wilson dijo que leyó la derrota del Ejército Rojo en los retadores ojos de un mujadín herido que vio en un hospital de campaña cercano a Peshawar. Y ahora los idiotas de Washington trataban de manchar la que había sido la máxima proeza de la CIA, y se rasgaban las vestiduras hablando de la droga y del fundamentalismo islámico. Ciertamente, algunos de los tipos que más rusos mataban eran también los que más droga cultivaban; pero… ¿qué demonios se esperaba que hiciera él? ¿Dejar de suministrarles armas para que no pudieran seguir matando rusos? Un día habló del asunto con Charley Wilson para sondear cuál sería la reacción del Congreso respecto al asunto. «Alguna de esta gente cultiva droga», le dijo. La respuesta del congresista fue: «Me importa una mierda».

Williams interrumpió sus pensamientos.

—Jimbo: el fantasma de Afganistán ha vuelto para atormentarnos. El Centro Contraterrorista acaba de completar un informe secreto de sesenta y siete páginas que te enseñaré cuando volvamos a Langley. Lo llamamos «el informe del mujadín errante». Actualmente, esos tipos están apareciendo por todas partes. Degüellan gente en Argelia. Hacen volar coches bomba en El Cairo. En Dhahran adiestran a los chiítas saudíes en el arte de matar a nuestros soldados. Quizás incluso estén detrás de accidentes aéreos, ¿quién sabe?

—¿Los afganos andan metidos en todo eso?

—No, qué va. Los afganos están demasiado ocupados matándose entre ellos. Son los egipcios, los pakistaníes, los sudaneses, los argelinos que acudieron a Peshawar para ganar su diploma de honor combatiendo en la jihad. Ahora muchos de esos tipos se han puesto de acuerdo con los iraníes. No existe nada parecido a un Comintern ni un mando centralizado de esos radicales islámicos. Pero guste o no guste, los iraníes son los que llevan la voz cantante en el juego. Ellos proporcionan la mantequilla y los cañones. Entre los activistas hay muchos veteranos de la guerra de Afganistán.

—Eso me suena conocido.

—¿Verdad que sí? Ahora, introduzcamos en la ecuación el factor drogas. Las drogas socavan la salud espiritual y física de los hijos del Gran Satanás, ¿no? Y, al mismo tiempo, con ellas se consiguen los recursos financieros que los iraníes necesitan imperiosamente. La cosa perjudica a Occidente y beneficia al islam. Punto.

Duffy volvió a su sillón y dejó caer su fuerte corpachón sobre los mullidos cojines. La ira que lo dominaba hacía unos momentos se había desvanecido.

—De acuerdo, es una combinación horrible; pero… ¿qué tiene todo eso que ver con mi vuelta al trabajo?

—Lo que ocurre, Jim, es que nadie conoce la zona como tú. Nadie conoce mejor a los equipos… y a los jugadores. ¿Recuerdas el viejo póster de recluta, en el que el Tío Sam, señalando con el dedo, decía «tu patria te necesita»? Bueno, pues eso es lo que ocurre ahora. Hasta ahora, tú nunca has dicho no cuando tu patria te ha necesitado. ¿Vas a empezar a hacerlo ahora, conmigo?

—Hijo de puta. Detesto a la gente que para razonar usa las emociones en vez de la lógica.

—¿Significa eso que me acompañas?

—¿Que te acompaño, adónde?

—A Washington. Tengo un Learjet de la agencia esperándonos en el aeropuerto de Portland.

—¿Tan importante es la cosa?

—Tan importante.

—¿Dispongo al menos de tiempo para coger el cepillo de dientes, unos calcetines y unas mudas de ropa interior?

—Desde luego. Bien venido al redil.

Los hombres estaban sentados formando un semicírculo en el suelo de tierra de la cabaña, con las espaldas apoyadas en las blancas paredes, las piernas cruzadas bajo las largas faldas de sus chalwars, la prenda tradicional de los hombres afganos. Cada uno tenía frente a sí los restos de la cena que acababan de consumir. Los cacharros de barro que habían contenido los alimentos se encontraban en el centro del suelo, junto al brasero de bronce cuyas ascuas producían el escaso calor no humano que caldeaba la habitación.

Naturalmente, no había mujeres presentes. Ellas, tras encender el fuego del brasero y disponer los platos para la cena, se habían retirado a la cocina. No volverían a aparecer hasta que el último invitado se hubiese ido. La pequeña cena podría haber sido una shura —un consejo comunitario— en miniatura, o una jirga tribal, los dos tipos de reunión tradicionales en Afganistán. Pese a las tragedias que habían asediado a su nación durante las dos últimas décadas, los afganos continuaban practicando la primitiva pero muy real democracia con la que llevaban generaciones gobernándose. Ya fuera en la shura o en la jirga, la reunión del clan en torno a su patriarca, o de los guerreros en torno a su líder, tradicionalmente la sociedad afgana daba gran importancia a las decisiones comunales. Con independencia de su rango, todos los participantes en una reunión comían los mismos alimentos, dormían en el mismo suelo, defecaban en la misma fosa al aire libre, y llevaban más o menos la misma ropa.

Los hombres reunidos aquella noche alrededor de los agonizantes tizones del brasero estaban unidos por el más fuerte de los vínculos: la sangre. Hijos, tíos, primos carnales o lejanos, hermanos o padres, todos pertenecían al mismo clan que, a su vez, estaba unido por remotos lazos a la familia de pueblos beluchis que vivían en el Afganistán suroccidental, el Pakistán noroccidental y el Irán suroccidental. Todos, naturalmente, eran musulmanes, y la mayor parte de ellos se manifestaban más devotos ahora que su provincia se encontraba bajo el control de los talibanes de lo que lo habían sido antes de que tales apóstoles del islamismo radical se hicieran con el poder. Sin embargo, lo que los había reunido en aquel primitivo entorno aquella fría noche de enero era un problema económico y no religioso. Todos, de uno u otro modo, participaban en el tráfico de opio.

La pequeña aldea de Regay se encontraba en la provincia afgana de Helmand, casi equidistante de las fronteras de Pakistán e Irán. Era una de las cinco mil pequeñas poblaciones afganas dedicadas al cultivo de la Papaver somniferum, la amapola del opio, de la cual se extraía el opio, la morfina y también, en su forma más destructiva y adictiva, la heroína. En los bien irrigados campos que rodeaban la media docena de casas de la comunidad había cincuenta jeribs (poco más de una hectárea) plantados de opio, que sólo constituían una ínfima parte de las 71 433 hectáreas dedicadas al cultivo de amapolas en Afganistán. La cosecha de esas tierras había convertido a Afganistán en el principal productor mundial de opio en bruto, una fuente de suministro de droga aún más importante que el famoso Triángulo de Oro del norte de Birmania.

No siempre había sido así. En los años precedentes a la invasión soviética de Afganistán, Helmand había sido el granero de la nación, produciendo grandes cantidades de maíz y trigo. Por entonces, era difícil encontrar un solo jerib plantado de amapolas. Ahora lo difícil era encontrar un jerib dedicado a otro cultivo.

Tres de los hombres apoyados contra la pared eran terratenientes. Siete de los otros eran aparceros que cultivaban las tierras del dueño. Todos estaban unidos por algún tipo de parentesco familiar. Dos de los otros hombres eran mercaderes, tudjarha-e-afin, del cercano bazar de Sangin.

Junto a uno de los mercaderes se hallaba su hermano, el camionero local. Junto a él estaba el mullah de la región. Su presencia tenía un motivo más práctico que religioso. Nombrado para su cargo por el Consejo Supremo Talibán en Kandahar, su cometido consistía en levantar acta de los acuerdos que se tomaran en aquella cabaña. Los líderes talibanes comenzaron su marcha hacia el poder proclamando su oposición al tráfico de opio, pero esa acritud duró lo que tardaron en calcular los beneficios potenciales que suponía el tráfico. Luego se metieron en él de hoz y de coz. Habían obligado a los varones afganos a dejarse barba, y a las mujeres a ir envueltas entre los oscuros pliegues de la burga, pero el tráfico de opio había escapado a su justa ira, ya que se había convertido en su principal fuente de ingresos. El diez por ciento de los beneficios de cada granjero iba para el talibán, que lo destinaba principalmente a comprar armas con las que matar a los afganos que se oponían al establecimiento de un estado islámico.

Sentado entre los dos mercaderes se encontraba el invitado de honor, y su presencia era el motivo de la pequeña reunión. Ghulam Hamid era beluchi, nacido en Irán. Durante la última década del reinado del shah fue agente de la SAVAK en Beluchistán, responsable principalmente del tráfico de opio en la región. «Responsable» en el sentido de que había arrestado y encarcelado a los traficantes que no pagaban el adecuado tributo, al tiempo que facilitaba las cosas a los que sí lo pagaban.

Al estallar la revolución, huyó de Irán y se refugió en Quetta, Pakistán. Su cambio de residencia no implicó, sin embargo, un cambio en su actividad.

—Hermanos —dijo cuando llegó el momento de dejar a un lado la charla política que los había ocupado durante la cena para tratar asuntos más serios—, estoy aquí para comprar todo el opio que podáis venderme.

Hizo una pausa, y casi se relamió los labios anticipando la satisfacción que su próxima frase produciría en sus compañeros.

—Vosotros cobraréis un excelente, excelentísimo precio. Lo prometo con toda sinceridad.

Naturalmente, aquellas palabras formaban parte del pequeño juego en el que participaban todos los presentes. En comunidades como aquélla, las semillas de la nueva cosecha acababan de ser plantadas, semillas de la amapola Shinwari, procedente del valle Chitral de Pakistán. Tales semillas tenían fama por las plantas de largo tallo que producían y por los bulbos del tamaño de pelotas de tenis que colgaban de ellas. Florecían en marzo y se cosechaban en mayo.

Los astutos granjeros vendían en época de cosecha el diez o el veinte por ciento de su producción para zanjar cuentas con los mercaderes del bazar. El resto lo retenían a fin de venderlo posteriormente, en momentos como aquél, cuando los precios, inevitablemente, subían. No obstante, los tratantes como Ghulam Hamid jugaban al mismo juego. Ahora, en época de siembra, pagaban precios muy altos para animar a los granjeros a plantar más opio. Luego, cuando llegaba la cosecha, conseguían bajar los precios alegando que tenían exceso de existencias.

—¿Qué precio estás dispuesto a pagar? —preguntó uno de los terratenientes.

—Un precio muy, muy generoso —aseguró Hamid, dirigiendo a sus oyentes una intensa sonrisa—. Pagaré a mil quinientas rupias el kilo —anunció, como si la oferta equivaliese a canjear un kilo de oro por un kilo de opio. En la época de cosecha el precio que había pagado era de mil rupias.

La oferta no le pareció suficiente a su interlocutor. Aquel pequeño rincón de Helmand tal vez estuviera aislado del mundo, pero no tanto como para que el terrateniente no supiera cuál era la cotización del opio en bruto en Quetta.

—Recuerda, hermano, que después de la terrible guerra nos esforzamos denodadamente para alimentar a nuestros hijos y para reconstruir nuestras casas. —Por un momento, pareció como si el hombre fuera a estallar en llanto a causa del dolor que tales recuerdos le causaban—. No me cabe duda de que, por nosotros, te será posible hacer un esfuerzo y subir a, digamos, mil novecientas rupias el kilo.

Ante la simple mención de aquella cifra, pareció como si al mayorista iraní fuera a darle un fulminante infarto. Dedicó varios momentos a explicar pormenorizadamente los motivos por los que pagar tan exorbitante suma supondría la ruina para él y su familia. A renglón seguido ofreció 1650.

Entre los que se hallaban sentados en torno al brasero, ninguno seguía el regateo con mayor atención que Ahmed Khan, el sobrino del terrateniente. De joven había luchado con gran distinción con el mujadín de Haji, Abdul Khader, hasta que el proyectil de un helicóptero Hind soviético le arrancó la pierna por la rodilla.

Durante años, languideció en el campamento de refugiados de Girdjangal, en la frontera entre Afganistán y Pakistán, recibiendo tan sólo la rudimentaria atención médica que los mujadines podían ofrecerle. Ahmed Khan desesperaba ya de ser capaz de volver a llevar una existencia normal o de poder alimentar a su esposa y a sus dos hijas pequeñas y se encontraba al borde del suicidio, cuando su tío lo localizó en el campamento.

«Vuelve al lugar en que naciste», le dijo su tío. Tenía cinco jeribs, que entregaría a Ahmed para que los cultivase en calidad de aparcero suyo. El sitio era ideal para el cultivo de la amapola del opio, con buena tierra y abundancia de agua y de sol. Entre la siembra y la cosecha, el opio requería de muy pocos cuidados. Su tío facilitada a Ahmed semillas, equipo agrícola y los peones necesarios para la siembra y la cosecha. A cambio, Ahmed entregaría a su tío la mitad de la cosecha. El resto podría venderlo como mejor le pareciera.

Para Ahmed fue como si las puertas del infierno en que vivía se hubieran abierto de par en par ante él. Se instaló con su familia en una cabaña semidestruida por la guerra, situada cerca de sus jeribs, y se puso manos a la obra. Caminando renqueante por sus campos apoyado en sus muletas de madera, observó cómo de las semillas surgían verdes brotes que luego se convirtieron en tallos de más de un metro de los que, a comienzos de abril, brotaron rosadas flores. Tres semanas más tarde, los pétalos se desprendieron de los bulbos de las flores y tales bulbos comenzaron a hincharse, pasando del color verde brillante al gris.

Su tío había tenido razón. Una semana después de la caída de los pétalos, los bulbos eran gruesos y redondos. Ahmed, su esposa, sus dos hijas y dos peones enviados por su tío salían a los campos hacia la hora del ocaso. Cada uno tenía un nechtar de seis hojas, un instrumento similar a un cuchillo que se utilizaba para hacer pequeñas muescas en los bulbos. De cada pequeña cicatriz, de no más de un milímetro de profundidad, brotaba una lechosa goma rosada, opio en su forma más primitiva. A la mañana siguiente volvían todos a los campos para rascar la goma de los bulbos, que ahora eran de color pardo oscuro, y meterla en vasijas de arcilla.

La cosecha fue prodigiosa. Ahmed había formado con la pardinegra pasta cuarenta y dos barras de un kilo y ahora escuchaba, fascinado, el regateo entre su tío y los mercaderes del bazar.

El hombre de Quetta ofreció:

—Mil ochocientas rupias pakistaníes. —El afganí, la moneda local, rara vez se utilizaba en tales transacciones—. Es lo máximo que puedo ofreceros, y lo hago porque sois mis amigos, mis hermanos. Por favor, no le digáis a nadie que estoy dispuesto a pagaros tal precio; porque, si la gente se entera, me arruinaré.

Poco después del siguiente mediodía, el camionero primo de Ahmed llegó a la cabaña de éste acompañado por el visitante, el mullah y uno de los mercaderes del bazar. Juntos, pesaron y contaron las cuarenta y dos barras de opio. Luego el mercader sacó un grueso fajo de rupias pakistaníes y contó 75 600, que a continuación entregó a Ahmed. El mutilado veterano de guerra jamás había visto tanto dinero junto.

No pudo verlo por mucho tiempo. Apenas le puso la mano encima, el mullah se adelantó para retirar la tasa del diez por ciento que correspondía al talibán.

—Hijo mío —dijo el mullah en su sosegado tono—, en el libro santo no hay nada que prohíba lo que has hecho. Además, te juro por Alá que lo que has cultivado servirá para hacer más débiles a nuestros enemigos.

—¿Enemigos? —preguntó Ahmed—. ¿A qué enemigos te refieres? Tenemos tantos…

—A los kafires. A ellos está destinado esto.

Ahmed sólo había visto en su vida a dos kafires, y los dos eran ya cadáveres, soldados rusos muertos en una emboscada en el Pansher. Se encogió de hombros, indiferente, mientras el mullah y el mercader montaban en el camión de su primo para regresar al bazar de Sangin. Los miró alejarse por el camino de tierra que conducía a su cabaña, iniciando el largo y peligroso viaje que, en último extremo, llevaría el producto de su granja a los brazos, los pulmones y los cerebros de anónimos kafires de Londres o Liverpool, Nueva York o Filadelfia, París o Marsella, Madrid o Barcelona, Hamburgo o Frankfurt. Comparadas con lo que el producto de sus cuarenta y dos kilos haría ganar a otros hombres en las calles del mundo occidental, las 68 000 Ripias pakistaníes que le quedaban a Ahmed después de pagar la tasa a los talibanes eran una minucia.

No se preocupaba por ello. No dedicó ni un pensamiento a los que un día utilizarían su producto. No era problema suyo. Los cuarenta y dos kilos le permitirían cumplir una de las primeras obligaciones de cualquier musulmán devoto: atender a su familia. Aquel dinero le había devuelto su dignidad, porque con él le sería posible alimentar a su esposa e hijas durante un año y reconstruir la semiarruinada cabaña en que vivían. Ahmed dio media vuelta y echó a andar hacia su hogar. Casi por primera vez, desde que un proyectil soviético le había arrancado la pierna, se sentía feliz.

—¿A que estar aquí sentado te trae buenos recuerdos, Jimbo?

Frank Williams señaló con un ademán la sala de espera sobria y elegantemente decorada en la que se encontraba junto a Jim Duffy. Era una de las dos habitaciones idénticas adjuntas a la oficina del director de la CIA en el séptimo piso del edificio central de la agencia en Langley, Virginia. La primera se utilizaba para los visitantes distinguidos del otro lado del Potomac: congresistas, senadores, mandatarios de la Casa Blanca y hombres de negocios. La segunda sala se reservaba a los visitantes cuyos rostros no convenía que fueran vistos: representantes de servicios extranjeros amigos, personajes cuyos vínculos con la agencia eran un secreto celosamente guardado, y agentes del servicio clandestino.

—Algunos de los recuerdos son buenos; otros, no lo son tanto —gruñó Duffy—. Lo que recuerdo con toda claridad es el día de 1985 en que tú y yo estábamos sentados en esta misma sala esperando para ver a Casey. Yo acababa de regresar de Pakistán, ¿te acuerdas?

—Sí. Fue el día en que entraste ahí y le dijiste a Casey que para ganar la maldita guerra de Afganistán bastaba con que él te facilitara misiles Stinger. Cosa que nadie, absolutamente nadie, creyó en toda la ciudad.

—Bah, tampoco a nadie se le había ocurrido que realmente pudiéramos ganar la guerra. De lo que se trató desde un principio fue de combatir a los soviéticos hasta la última gota de sangre afgana. Ése era el trato: nosotros poníamos el oro y ellos la sangre.

—Ya. —Frank Williams se removió en el asiento, incómodo por los recuerdos que las palabras de su compañero evocaban—. Supongo que los mujadines siempre se dieron cuenta de que nosotros no estábamos allí por el amor que sentíamos hacia ellos.

La mesa lacada en negro que tenían ante sí estaba cubierta de ejemplares de Time y Newsweek. Una atenta secretaria ya les había llevado café y una pequeña fuente con galletitas. Williams se llevó una a la boca.

—¿Sabes una cosa, Jimbo? Nuestra victoria en Afganistán tenía dos caras. Lo malo fue que sólo nos fijamos en una de ellas.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Pues que, para nosotros, lo importante fue la derrota del Ejército Rojo, el final de la guerra fría y el desmoronamiento del comunismo. Pero ¿y para los mujadines? ¿Y para todos los fundamentalistas islámicos que andan sueltos por el mundo? ¿Nos paramos alguna vez a preguntamos qué significó la guerra para ellos?

Duffy cogió unas nueces.

—Me doy cuenta de que te mueres por decírmelo, Frank, así que no voy a estropearte la diversión.

—Significó que ellos habían derrotado al gran Ejército Rojo valiéndose de poco más que de su fe… y de unos cuantos Stinger. Demostró a los extremistas del mundo islámico que, como el Profeta había vaticinado, la jihad era posible, pese a todas las maravillas tecnológicas del siglo XX. «Podéis lograrlo si tenéis suficiente fe». Créeme cuando te digo que ésa es la causa de muchas de las pesadillas que estamos viviendo en la actualidad.

Una mujer de mediana edad elegantemente ataviada, seguida por un guardia de seguridad que llevaba el blazer azul de la agencia, apareció en el umbral de la sala de espera.

—El director los espera, caballeros —anunció.

—Y también es la causa de gran parte de las pesadillas de las que ahora te vas a enterar —murmuró Williams sotto voce, al tiempo que se levantaban de sus asientos.

El actual director de la agencia era un hombre menudo, casi frágil, cuyas enormes gafas de gruesa montura parecían diseñadas para acentuar la ya de por sí tétrica seriedad de su rostro. «Parece uno de esos tipos que enseñan latín en las escuelas secundarias de Nueva Inglaterra», pensó Duffy. Estuvo a punto de saludarlo murmurando Omnia Gallia in tres partes divisa est, pero en vez de ello estrechó con su enorme puño la minúscula mano del director y dijo:

—Señor…

—Nos alegra mucho tenerlo de nuevo entre nosotros, señor Duffy —replicó el director—. Creo que ya conoce al subdirector de operaciones, Jack Lohnes. —El director señalaba al hombre situado a su izquierda.

Duffy lo conocía. Jack era un buen tipo y no le inspiraba ningún rencor pese al hecho de que, como director de los servicios clandestinos, Lohnes estaba ocupando el cargo que debería haber sido de Duffy.

—Éste es Tim Harvey —el director señalaba ahora al hombre de su derecha—, encargado de asuntos iraníes.

Dicho esto, señaló hacia la mesa de conferencias situada sobre una tarima, a la izquierda de su inmenso escritorio, donde ya había dispuesto un servicio de café. El director era tan aficionado al café como un contramaestre a la marina de guerra.

—Para empezar, debemos remontamos a 1992 —comenzó el director—. ¿Dónde se encontraba usted por aquel entonces, señor Duffy…? ¿Puedo llamarlo Jim?

—Desde luego. Estaba en Praga, informando a Vaclav Havel sobre los exmiembros del KGB que trataban de infiltrarse en su Gobierno.

—Ya. Bueno, recordará usted que por aquella época había montones de coroneles y generales rusos que veían que su país se desmoronaba en torno a ellos, que sus carreras se iban a pique, y que sus pensiones, en el caso de que llegaran a cobrarlas, quedaban reducidas a la nada por culpa de la inflación. De resultas de ello, había mucha gente tratando de buscarse la vida. En mayo, el Mossad nos informó de que los iraníes habían conseguido comprar tres artefactos nucleares en Ulba, el gran centro nuclear ruso de Kazakstán, y trasladarlos hasta Irán.

—¿Identificaron los israelíes la fuente de esa información?

—Se negaron a hacerlo.

—Es comprensible. Siempre estuvieron convencidos de que, en cuanto a seguridad, este sitio era un coladero.

El director decidió no hacer ninguna apostilla al comentario. Ya le habían dicho que, en lo referente a diplomacia, Duffy no era gran cosa.

—Recibimos el informe con escepticismo. Sin embargo, decidimos efectuar una investigación a fondo. Todo el mundo: los Seis, los franceses, los alemanes, se implicó en ella. Utilizamos satélites espía e interceptores electrónicos. Los alemanes fueron de gran ayuda. Muchos de los científicos nucleares de Kazakstán eran rusos de origen alemán que Stalin había enviado a las estepas durante la guerra. Cuando la vieja URSS comenzó a derrumbarse, todos ellos se sintieron de pronto sumamente alemanes, y dispuestos a colaborar en lo que fuera necesario a cambio de un pasaporte nuevo.

El director se metió un índice bajo la montura de las gafas para quitarse una mota del lagrimal izquierdo. Realmente, parece un profesor de secundaria algo afeminado —pensó Duffy—. Seguro que estudió en Harvard.

—Lamentablemente, nos estrellamos contra un muro. No nos fue posible verificar la exactitud del informe del Mossad. Tampoco pudimos demostrar que fuera falso. La cuestión, simplemente, quedó en el aire.

—Así que el expediente quedó arrumbado en el último cajón de algún escritorio —fue el sarcástico comentario de Duffy.

—En efecto. Y allí permaneció hasta hace muy poco.

Ajá —se dijo Duffy—. Quizá vayan a decirme al fin para qué desean mi regreso.

—¿Sabe usted lo que es el berilio?

—Un metal exótico, ¿no?

—Exacto. Prácticamente, sólo tiene un cometido útil: como escudo deflector para hacer rebotar los neutrones en su forma pura contra el núcleo de un artefacto nuclear a fin de aumentar su índice de fisión y de multiplicar su potencia explosiva. Se da la circunstancia de que el viejo centro nuclear soviético de Kazakstán es uno de los escasos lugares del mundo en que se puede conseguir ese material. Recientemente nos hemos enterado de que los iraníes adquirieron allí cien kilos y lograron meterlos de contrabando en Irán. Esta vez no existe duda. Aquel viejo informe era correcto.

—¿Para qué demonios quieren ese material, si aún no han conseguido hacerse con un par de artefactos nucleares? —quiso saber Duffy.

El director se encogió de hombros, con el ademán de alguien acostumbrado a que todas las noticias sean malas.

—¿Para qué? Será mejor que Tim Harvey le explique nuestra teoría acerca de los propósitos de los iraníes.

—No cabe la menor duda de que los iraníes están haciendo absolutamente todo lo que está en sus manos por conseguir armas de destrucción masiva y medios para lanzarlas —comenzó Harvey—. Para ello utilizan dos caminos. El primero, el pakistaní, es más lento y metódico. Conseguir centrifugadoras e ir acumulando sus propias reservas de material fisionable, para luego comenzar a producir y almacenar armas. Por ese camino, calculamos que para el 2005 llegarán a ser una potencia nuclear.

—Bueno, si ése es el calendario, al menos disponemos de algún tiempo.

—Pero es que, simultáneamente, están yendo por otro camino más rápido: el de adquirir sistemas ya existentes. Y eso es lo que nos tememos que están haciendo ahora. Esto es ideal para ellos, ya que si pudieran echar mano de un artefacto ya existente, tendrían resuelto el problema de la implosión.

—Señor Duffy… Jim. —Era de nuevo el director. «Al tipo le cuesta llamar a la gente por el nombre de pila», pensó Duffy—. Hay algo que debe quedar muy claro: ésta es la mayor pesadilla a la que nos hemos enfrentado desde el fin de la guerra fría. Para el presidente, el hecho de impedir que armas de destrucción masiva lleguen a manos de terroristas iraníes y de la Hezbollah goza de prioridad absoluta. ¿Imagina las consecuencias que tendrá el hecho de que esos radicales islámicos consigan hacerse con una de esas armas nucleares y de que ésta termine en el maletero de un coche en Nueva York o Tel Aviv? Si los responsables del atentado del World Trade Center hubieran envuelto sus potentes explosivos en material radiactivo, la parte baja de Manhattan habría sido inhabitable durante los próximos veinticinco mil años.

—Ya, señor, pero… Yo recuerdo haber estudiado todas esas hipótesis, y hay un hecho indudable: con sólo un par de artefactos nucleares, un país no se convierte en una potencia nuclear. Para ello es necesario ser capaz de defenderse contra las represalias. Si se detonase una de esas armas en Tel Aviv, se desencadenaría el efecto masada[1]. Los israelíes se pondrían a matar y seguirían matando hasta acabar con todos sus enemigos. No quedaría ni un solo iraní con vida.

—Se ha quedado usted antiguo, Jim. No está al corriente de la doctrina estratégica de la posguerra fría. Efectivamente, en los tiempos de la guerra fría seguíamos la doctrina DMA: destrucción mutua asegurada. Tú me matas, yo te mato. Todo el mundo muere. Ésa era la rudimentaria y brutal lógica sobre la que descansaba el sistema. Las armas nucleares se convirtieron en un elemento disuasivo que dejaba congelada la situación existente. Esa doctrina ya no es aplicable.

—¿Por qué?

—Porque ya no podemos confiar en que la lógica mantenga la situación bajo control. Para ciertos fanáticos del mundo islámico radical, las armas de destrucción masiva son la herramienta del genocidio, el medio para producir la destrucción y, con ella, la purificación a escala masiva. Para ellos, la destrucción mutua asegurada no es un disuasivo, sino un fin que se pretende alcanzar por cualquier medio. Como logren hacerse con uno de esos artefactos, la lógica de la guerra fría saldrá volando por la ventana.

—No obstante, señor director, no creo que ninguno de esos mullah iraníes esté tan loco como para destruir a todo su país y hacer morir a todos los iraníes con tal de conseguir que uno de esos artefactos detone en Nueva York o Tel Aviv.

—Los mullah no tienen nada de locos, Jim. En lo referente a terrorismo, están llevando a cabo un juego sumamente astuto y premeditado. Son como el entrenador que dirige el juego desde la banda. Ellos jamás tocan la pelota. ¿Quiénes fueron los auténticos responsables de los atentados contra el World Trade Center, contra el Centro Judío de Buenos Aires o contra nuestra base aérea en Arabia Saudí? Siempre los iraníes. Pero en todos los casos se inventaron pantallas tras las que protegerse. Lo de Buenos Aires, por ejemplo, lo hicieron con un grupo terrorista del que nadie había oído hablar y que ellos inventaron sólo para la ocasión. Si los fanáticos consiguen el arma adecuada, existe el inmenso riesgo de que la pongan en manos de algún grupo de muchachos semieducados y que, señalando hacia Nueva York o Tel Aviv, les digan: «Adelante, ése es el camino que lleva al paraíso».

Jack Lohnes intervino:

—Jim, ciertos mullah fanáticos, no el presidente Jatamí ni el personal de su entorno, tienen el don de tejer dorados sueños en los que envuelven a los jóvenes desmoralizados y sin educación que buscan como seguidores, convenciéndolos de que pueden salvar el mundo con una bomba. Si el jeque de una mezquita de Nablus es capaz de convencer a un chico de veinte años de que se ate diez kilos de explosivo plástico en torno a la cintura y los detone en un autobús de Tel Aviv, ¿crees que no podría persuadir con igual facilidad a otro chico igualmente ingenuo de que se meta en el centro de Tel Aviv con un coche en cuyo maletero vaya un artefacto atómico?

—Es posible —reconoció Duffy—, pero a mí no me gustaría estar en Teherán el día que algo así suceda. No me imagino a los israelíes esperando a tener pruebas que demuestren la autoría del hecho antes de responder al ataque. —Hizo una pausa—. Pero lo que realmente no entiendo es qué pinto yo en todo esto.

Harvey se echó a reír.

—Pensábamos que nunca ibas a preguntarlo. —Se echó hacia delante y dio un largo sorbo de café antes de responder—. Al fin y a la postre, todo se reduce a una cuestión de dinero.

—La eterna canción.

Harvey sonrió.

—Y el dinero, Jim, es algo que a los iraníes no les sobra. El año pasado, los ingresos petroleros apenas cubrieron la mitad del presupuesto nacional. Sin embargo, calculamos que invierten al menos cien millones de dólares anuales en mantener sus redes terroristas internacionales. La mitad de esos fondos va para la Hezbollah. El resto lo reparten entre otros grupos de activistas: en Egipto, Sudán, Túnez, Pakistán… y aún queda algo para algunos grupos de musulmanes negros extremistas de aquí en Norteamérica. La ideología es algo muy bonito, pero nada como el dinero para que una organización terrorista prospere.

—¿Y de dónde sacan los fondos?

—Si quieres ganar dinero rápido, el mejor sistema son las drogas. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, no ha habido grupo guerrillero que no haya traficado con ellas para financiar sus actividades.

—Pero los iraníes apenas cultivan opio suficiente para abastecer a sus propios adictos.

—Jim, no es mi intención ponerte al corriente sobre la situación del tráfico internacional de drogas. Otros se ocuparán de ello. —Harvey se había puesto en pie y había ido hasta un mapa mural del Cercano Oriente. Cogió un puntero y señaló Afganistán. Cómo les gusta a la gente de Washington jugar con los malditos punteros, pensó Duffy—. Únicamente te diré esto: los campos de amapolas de Afganistán producen actualmente más de tres mil toneladas de opio en bruto. Eso son, aproximadamente, trescientas veinte toneladas de morfina base. Casi la totalidad de esa producción se exporta.

Harvey clavó la mirada en Irán al tiempo que señalaba con el puntero las fronteras de la nación.

—La VEVAK, el servicio de seguridad iraní, ha creado un cinturón protector de cuarenta o cincuenta kilómetros de ancho en torno a sus fronteras. En el interior de ese cinturón, la VEVAK es la autoridad suprema y tiene plenos poderes para detener, registrar y arrestar a cualquiera en cualquier lugar de esa zona.

Harvey señaló a continuación Afganistán.

—Nosotros, lo mismo que la DEA, Interpol, las policías europeas y la ONU, calculamos que aproximadamente el ochenta por ciento del opio afgano o sigue este camino —el puntero se movió hacia Herat, en el Afganistán noroccidental—, a través del norte de Irán hasta Turquía, donde se convierte en heroína, o bien en dirección norte, entrando en Turkmenistán, y luego oeste, hacia el Caspio. Cruzan el Caspio hasta Irán y luego continúan en dirección a Turquía.

Harvey se apartó del mapa con una fría sonrisa en los labios. La pequeña conferencia había llegado a su punto crítico.

—No existe ni la más remota posibilidad de que nadie pueda transportar toda esa cantidad de droga por el cinturón de seguridad montado por los iraníes sin el conocimiento, el permiso y la cooperación de los efectivos de la VEVAK.

—¿Y cuánto dinero pueden sacar de ese tráfico?

—Una estimación moderada podría ser treinta y cinco millones de dólares anuales.

Duffy lanzó un suave silbido, recordando su propia experiencia en la guerra de Afganistán.

—Un tercio de su presupuesto para terrorismo. Por esos contornos, con tanto dinero se pueden hacer un montón de cosas.

—Y también se puede utilizar para adquirir equipos de alta tecnología en Europa. —El director había vuelto a tomar la palabra. Curiosamente, la autoridad de su voz impresionaba menos que la autoridad inherente a su cargo—. Tenemos que rastrear la pista de los dólares del narcotráfico, Jim. Debemos seguirlos, ver adónde conducen. Con un poco de suerte, el rastro del dinero puede abrimos una puerta a su programa de adquisición de armas. Y a sus grupos terroristas. Y, en último extremo, quizás incluso a su programa nuclear.

Volvió una hoja de papel del montón que tenía ante sí.

—Según lo que hemos interceptado recientemente, parece que su viejo amigo Said Djailani está desempeñando un papel clave en todo esto. ¿Qué clase de hombre es Djailani?

—Despiadado. Un autócrata absoluto. Como todas sus ideas pasan por La Meca, no tiene el menor reparo en provocar el máximo derramamiento de sangre y la máxima destrucción con tal de castigar a los enemigos del islam. También es muy inteligente. Y encantador cuando quiere. Siempre sabía qué tenedor usar. Los tiranos pueden tener excelentes modales.

El director anunció:

—Oficialmente, lo que haremos será asignarlo a usted a nuestro Centro Antinarcóticos, situado en una de las plantas inferiores de este mismo edificio. Usted está familiarizado con Djailani y sabe a quién puede conocer, con quién puede hablar, trabajar, ponerse en contacto, lo que sea. Su trabajo, señor Duffy, consistirá en repasar todo lo que interceptemos, todo lo que nos llegue, para ver si logra detectar algún indicio del camino que siguen los dólares de la droga. Trabajará usted con Jack, en operaciones. Todos los recursos del servicio clandestino están a su disposición. Para cumplir su tarea, vaya a donde le parezca, pero permanezca bajo la cobertura de narcóticos. Y recuerde que abajo trabajará junto a usted gente destinada aquí procedente de la DEA, el FBI, Aduanas y Hacienda. Por lo que a ellos respecta, esta reunión nunca ha tenido lugar. Nada de lo que ha oído debe salir de los muros de esta habitación.

Ghulam Hamid examinó los dos mil kilos de opio crudo que contenía la plataforma de carga de su viejo General Motors dos por cuatro: placas, barras, pelotas del tamaño de un balón de fútbol envueltas en hojas. El olor procedente del opio era tan fuerte que casi mareó al narcotraficante beluchi cuando tapó con la lona la parte posterior del camión y la aseguró con unos nudos.

Dos mil kilos, el producto de una semana de trabajo en la provincia afgana de Helmand. Le había ido bien. Los dos mil kilos con los que se disponía a regresar a su laboratorio de la frontera afgano-pakistaní le habían costado, por término medio, treinta dólares el kilo, lo que hacía un total de sesenta mil dólares pagados en su totalidad en el acto y en efectivo en rupias pakistaníes. La cosecha de opio siempre se abonaba en dinero contante y sonante.

Hamid dio un ligero golpe con el pie contra uno de los gruesos neumáticos traseros del camión. «Si las máquinas hablaran —pensó—, menuda historia podría contar este camión». Una historia que tenía muchos y muy extraños paralelos con la suya propia. Destinado inicialmente al servicio del Séptimo Ejército estadounidense en Alemania, el vehículo había sido enviado con otros excedentes militares a Karachi a comienzos de los setenta como parte del programa de ayuda al ejército pakistaní. Con el comienzo de la guerra de Afganistán y el incremento de la ayuda estadounidense a los mujadines, el ejército pakistaní sacó de entre las bolas de naftalina los vehículos supervivientes y los destinó a la Célula Logística Nacional. Ésta era la organización encargada de trasladar armas para los mujadines por el paso de Khyber desde el puerto de Karachi o desde los aeródromos a los que las armas llegaban por vía aérea. Fue en este punto cuando Hamid apareció en escena, tras huir de la revolución de los mullah en su Irán natal.

Los rudimentos de la operación eran bastante simples. Los saudíes y los norteamericanos pagaban las armas. La CIA se las compraba, no a los israelíes, como afirmaba la leyenda popular, sino clandestinamente a proveedores del Pacto de Varsovia en Polonia, Checoslovaquia y Rumania a los que se pagaba por medio de cuentas bancarias suizas. Luego las armas se enviaban hacia el este, como si estuvieran destinadas a sátrapas soviéticos como los sirios.

Sin embargo, una vez que los envíos llegaron a Pakistán, el dictador militar de esa nación, el general Zia ul-Haq, se empeñó en que la tarea de escoltarlos hasta los mujadines corriera por cuenta del departamento de Inteligencia Inter-Servicios (ISI) pakistaní. Sin el uso de Pakistán como zona de preparación y abastecimiento para los mujadines, la guerra contra los soviéticos en Afganistán era simplemente imposible, de modo que Estados Unidos se doblegó a las demandas de Zia.

Ghulam Hamid, que se jactaba de haber sido adiestrado por la CIA mientras trabajaba para la SAVAK del shah, se las arregló para que la ISI lo reclutase. Su primer cometido fue conducir Khyber arriba camiones como el que acababa de cargar con sus dos mil kilos de opio destinados a distintos campamentos mujadines. A Hamid le bastaron un par de viajes para darse cuenta de las oportunidades económicas que aquel trabajo ofrecía. Los camiones bajaban por el Khyber vacíos, lo cual, a su modo de ver, era o una estupidez o un escandaloso derroche. Como por su trabajo en la SAVAK sabía de drogas, estaba al tanto de lo que se cultivaba en los terrenos situados en torno a los campamentos a los que llevaba las AK-47: amapolas de opio.

Al mismo tiempo se enteró de que, a lo largo de la frontera afgano-pakistaní, había surgido una docena de laboratorios para retinar heroína. Al menos seis de ellos se encontraban en la región de Koh I Sultan, que se encontraba en manos de Gulbuddin Hekmatayar, el fundamentalista islámico al que iba destinada la parte del león de los alijos de armas de la CIA.

¿Por qué no organizar un pequeño servicio estilo Federal Express?, se preguntó Hamid. En vez de regresar con sus camiones vacíos, ¿por qué no llenarlos con droga? Entregaría la droga en la misma puerta del laboratorio. ¿Quién iba a detener ni inspeccionar un camión de la ISI? Nadie, naturalmente.

Hamid tuvo la astucia de hacer partícipes del plan a sus superiores pakistaníes de la ISI. Éstos tardaron aproximadamente treinta segundos en percatarse del potencial de la idea. Como Hamid había previsto, el volumen de droga que circulaba por el paso del Khyber aumentó con la expansión de la guerra y, por lo tanto, lo mismo ocurrió con los beneficios, y el dinero comenzó a entrar a raudales en las arcas de la ISI. Como es lógico, gracias a tal bonanza se hicieron ricos bastantes altos mandos de la ISI. Y, lo que resultó aún más importante, la organización pasó a contar con una fuente de fondos para las operaciones que el gobierno central no deseaba financiar, o que la ISI deseaba realizar sin que Islamabad se enterase. Con el tiempo, el tráfico de drogas se convirtió en la principal fuente de fondos con los que comprar armas para las guerrillas musulmanas que se oponían al dominio indio de Cachemira.

Según fue pasando el tiempo, la pauta del tráfico cambió. A medida que la lucha se iba intensificando al norte y el este del Khyber, el centro de la producción de amapolas se desplazó hacia el suroeste, hacia la provincia de Helmand en la que Hamid acababa de recolectar sus dos mil kilos de droga.

Con este cambio se produjo otro en la ruta de salida de la droga de Afganistán: se hizo más fácil trasladar el grueso de la producción a través de la árida desolación de Beluchistán hasta Quetta, en Pakistán, en vez de transportarlo a través del paso de Khyber. Durante unos años, gran parte de esa producción fue convertida en heroína en laboratorios situados en los alrededores de Quetta. Luego la heroína se trasladaba a la costa de Makram, frecuentemente de noche y en caravanas de camellos. Desde la costa se transportaba en dhows hasta barcos cargueros que luego se encargaban de llevarla a Europa y Estados Unidos.

Ahora todo había vuelto a cambiar. La última mutación en la pauta del tráfico se remontaba a la retirada del Ejército Rojo de Afganistán en febrero de 1989, que conllevó el fin de la guerra de Afganistán. Los fondos de la CIA dejaron de llegar. De pronto los caudillos afganos se encontraron imperiosamente necesitados de dinero con el que comprar armas para seguir matándose entre sí, ahora que ya no quedaban rusos a los que combatir.

Quetta se convirtió en el punto clave de la ruta que unía los campos de cultivo con las calles de Europa occidental y Estados Unidos. Tres familias, los clanes Issa, Rigi y Notezai, se convirtieron en santos patronos del tráfico de heroína. En los años noventa, la llamada Alianza de Quetta se convirtió para el tráfico de heroína en lo que los cárteles de Medellín y Cali supusieron para el tráfico de cocaína en los ochenta. En sólo siete años surgieron en la zona más de quinientos multimillonarios en dólares, todos los cuales debían su fortuna, directa o indirectamente, al tráfico. Uno de ellos era Ghulam Hamid. Se hicieron construir en el desolado panorama de Quetta fortalezas amuralladas, frescos y verdes oasis dotados de piscinas, fuentes, rosaledas, jardines colgantes de Babilonia en miniatura, exuberantes praderas de verde césped. Los garajes se llenaron con los BMW y los Mercedes Benz que los traficantes coleccionaban igual que los niños occidentales coleccionaban juguetes Tinker. Casaron a sus hijos en extravagantes ceremonias que costaban más de cincuenta mil dólares cada una y, con el dinero que les sobraba, compraron escaños en las asambleas regionales pakistaníes. El resultado fueron gobiernos que, estuvieran encabezados por Benazir Bhutto o por su rival político, Nawaz Sharif, eran igualmente corruptos. Era un mundo hecho a la medida para hombres como Ghulam Hamid, quien se había aliado con Mohammed Issa en calidad de visir, o supervisor, de sus actividades. Issa personalmente jamás se ensució las manos con el tráfico.

El trato por los dos mil kilos de opio crudo que Hamid acababa de recolectar había comenzado, como ocurría en la actualidad con casi todos los tratos del narcotráfico, con un telefonazo desde Estambul. El que lo llamó era un compatriota iraní, un devoto seguidor del régimen mullah; pero maldito lo que eso le importaba a Hamid. Lo importante era hacer dinero, y no la religión ni la política. Su comunicante representaba a uno de los laboratorios para el refinado de heroína que operaban en la zona de Estambul, y encargó a Hamid doscientos kilos de morfina base. Quería además que el cargamento fuese entregado en el plazo de seis semanas a un nuevo intermediario en el interior de Irán que se ocuparía del transporte. El intermediario sería responsable de que los doscientos kilos atravesaran Irán y Turquía hasta llegar al laboratorio de Estambul.

Hamid sacó su camión del lugar en que lo había mantenido oculto y enfiló la carretera Kandahar-Quetta. Dos jeeps Cherokee, cada uno de ellos con cuatro hombres armados con fusiles AK-47, aguardaban para dar escolta a su camión. El jeep delantero llevaba como refuerzo armamentístico dos ametralladoras gemelas calibre sesenta montadas sobre la barra antivuelcos. Con un ademán, Hamid señaló el comienzo del trayecto hacia la frontera. No tardaron en salir de Kandahar, pasando bajo el «arco de triunfo» que los talibanes habían erigido en 1995 para conmemorar la captura de la primera gran ciudad de Afganistán. Festoneando los costados del arco estaban los restos de los trofeos que los fanáticos soldados talibanes habían arrebatado a la ciudadanía de Kandahar en su atan de inculcar en la población el sentimiento de pureza islámica. Había compactos, casetes de vídeo y audio con las cintas arrancadas, reproductores walkman, unos cuantos maltratados ejemplares de Playboy y Penthouse, así como muestras de pornografía pakistaní. Todo ello eran símbolos del decadente y corrupto mundo occidental que los talibanes estaban decididos a erradicar de su nuevo Estado islámicamente puro. La grabación que más abundaba en aquel arco conmemorativo era el compacto o la casete de audio que hizo furor entre los jóvenes varones de Kandahar hasta la llegada de sus hermanos mayores talibanes. Se trataba del álbum de Madonna que había salido al mercado en las Navidades de 1992: «Sexo». Eso es algo que ahora no abunda en la zona, se dijo Hamid, mientras avanzaba en dirección sur con su pequeño convoy por la carretera de una sola pista.

En Europa, pasaban unos minutos de las nueve cuando dos Mercedes Benz 300 SL se detuvieron ante un espléndido edificio de oficinas de cristal y acero situado en la ciudad suiza de Chur, ubicada en las estribaciones de los Alpes y cerca de los centros de esquí más famosos del mundo. En la fachada, sobre la puerta principal, el logotipo de la compañía en rojo y blanco identificaba tanto el nombre de la firma a la que albergaba como su cometido comercial: CIPHERS A. G.

En lo alto de la escalinata de entrada, tres ejecutivos suizos ateridos por el frío esperaban a que se apeasen los pasajeros de los Mercedes. La presencia de los ejecutivos era un mudo y deferente testimonio de la importancia de los visitantes, así como de la dimensión de las ventas potenciales que representaban.

Un tipo fornido con aspecto de guardaespaldas profesional salió del primer coche, oteó las inmediaciones y luego abrió la portezuela trasera del vehículo. La deferencia que mostró hacia el alto y canoso individuo que se bajó de la parte posterior del coche no dejó dudas acerca del hecho de que se trataba del jefe de los visitantes de CIPHERS A. G. El hombre lucía un espléndido abrigo de cachemir azul oscuro. Sus negros zapatos rechinaban de limpios. El hombre tenía el marcial porte de quienes estaban acostumbrados a dar órdenes y a ser tratados con respeto. La única nota disonante en su impecable aspecto era el hecho de que, según saltaba a la vista, llevaba varios días sin afeitarse.

Los tres ejecutivos suizos se abalanzaron escaleras abajo para recibirlo.

—Herr Profesor —saludó el portavoz—, bienvenido a CIPHERS A. G. ¿Tuvo usted buen viaje?

—Desde luego —sonrió el Profesor—. Llegamos anoche de Londres y pasamos una espléndida velada en el Baur du Lac de Zurich.

—Espero que el tiempo no le parezca demasiado frió, Herr Profesor. Supongo que no está acostumbrado a climas como éste. —Quien hablaba era un segundo ejecutivo suizo, más joven que el primero. En su tono había un ligerísimo matiz de altanería.

—En absoluto —replicó el Profesor—. Estoy bastante acostumbrado a este clima. Es parecido al que hace en invierno en nuestras montañas de Elburz, al norte de Teherán, donde, permítaseme añadirlo, las pistas de esquí no tienen nada que envidiar a las de ustedes aquí en Suiza. —La sonrisa que dirigió a su interlocutor fue tan fría como el aire de montaña que los rodeaba. Con ella el Profesor quería recordar al joven que no debía confundir a los iraníes con los árabes ni a Irán con las tórridas costas del golfo Pérsico.

—Nuestro Geschaftsführer, presidente y director general, Thomas Zurni, le aguarda en su oficina, Herr Profesor —anunció el primer ejecutivo—. Si me lo permite, le conduciré hasta allí.

La oficina del Geschaftsführer estaba forrada de paneles de caoba oscura, y de las paredes colgaban paisajes de los Alpes suizos pintados al óleo. Una gruesa y mullida alfombra azul en la que se hundían las suelas de los zapatos de los visitantes cubría el suelo. La larga mesa de conferencias ya estaba dispuesta, con cafeteras llenas de humeante café y bandejas con dorados cruasanes.

—Querido Profesor… —El sonriente Herr Zurni salió de detrás de su escritorio—. Es un placer tenerlo entre nosotros.

Los dos grupos dedicaron unos momentos al rito de intercambiar nombres, tomar asiento en torno a la mesa de conferencias, llenar sus tazas de café y untar con mantequilla los cruasanes. Luego el director de CIPHERS A. G. inició la charla de negocios.

—Lo mejor, Herr Profesor —dijo Zurni, será que nos explique qué clase de claves codificadoras quiere. Luego, tal vez a mi equipo y a mí nos sea posible satisfacer sus necesidades.

—Muy bien —replicó el Profesor. Reposó en la mesa las palmas de las manos y recorrió con la mirada los rostros de sus interlocutores suizos. ¿Qué buscaba en aquellos rostros, tan premeditadamente inexpresivos como premeditadamente neutral era la política exterior de su país? ¿Algún indicio de desaprobación, quizás incluso de animosidad?—. Imagino que todos ustedes saben que soy director gerente de la oficina londinense de la Compañía Nacional de Petróleo Iraní. En calidad de tal, soy el principal responsable de las exportaciones de crudo de mi país, que son, a su vez, nuestra principal fuente de divisas.

Tras una breve pausa, prosiguió:

—Supongo que se hacen cargo de que mi trabajo no es fácil. Existen potencias hostiles que desean poner obstáculos en nuestro camino. No necesito decirles ni quiénes son ni qué tácticas emplean. En cualquier caso, este negocio es sumamente competitivo y enormemente volátil. Si mi precio por barril es una décima de centavo más barato que el de mis rivales, yo me llevo el contrato. En caso contrario, me arriesgo a perderlo. Por consiguiente, para mí es vital disponer de un medio rápido y absolutamente seguro de comunicarme con mis subordinados. Un medio que nadie, y digo nadie, pueda interceptar.

Según hablaba, el Profesor había ido recorriendo con la mirada los rostros de los suizos. Ahora volvió a Herr Zurni.

—Por cierto: tengo entendido que ahora, cuando envían fondos al extranjero, los bancos suizos codifican sus transferencias telegráficas.

—En efecto, así es —dijo Zurni—. Y debo añadir que casi todos ellos utilizan nuestros equipos. Saben que la Agencia Nacional de Seguridad norteamericana intercepta todas nuestras transmisiones por satélite tratando de detectar blanqueos de dinero.

El Profesor hizo un gesto de asentimiento.

—Naturalmente, el centro de mi red de comunicaciones estaría en Teherán. Londres sería nuestra base secundaria y calculo que necesitaríamos unas treinta subestaciones. En ciertas ocasiones, quizá tengamos que transmitir por radio de onda corta, pero lo ideal sería disponer de un modo totalmente seguro de transmitir comunicaciones escritas vía satélite.

—Desde luego —sonrió Herr Zurni—. Creo que podremos satisfacer todas sus necesidades. Permítame decir unas palabras respecto al mercado internacional de equipos de codificación. Los norteamericanos, debemos reconocerlo, tienen espléndidos sistemas: IBM, Datotek, E Systems. Los nuevos sistemas que utilizan con el ordenador Cray 3 de la NSA son una maravilla. Increíblemente poderosos.

Eso no fue exactamente música para los oídos del Profesor. Con cierta acritud dijo:

—Conozco la gran pericia técnica de los norteamericanos, aunque, en conjunto, su sociedad sólo me produce repulsión.

—Desde luego. Sin duda, usted también está al corriente del hecho de que en Estados Unidos está prohibido exportar software para sistemas de codificación sin la adecuada licencia. Esas licencias están clasificadas en la misma categoría que las armas de tecnología punta y las aplicaciones nucleares. Ahora bien, las firmas norteamericanas pueden obtener licencias de exportación y, de hecho, las obtienen. Pero con una condición: la NSA debe ser capaz de descifrar cualquiera de los mensajes codificados que el comprador transmita por medio del equipo que compra.

—Entonces los sistemas ya no son secretos.

—Me temo que no. Los norteamericanos no quieren que sus compañías vendan en el exterior cosas que algún día puedan ser utilizadas contra ellos. Y desean seguir siendo capaces de controlar las comunicaciones de los terroristas y las organizaciones criminales. Nosotros comprendemos esa preocupación y, a sabiendas, nunca venderíamos equipos a ese tipo de gente. —El rostro de Zurni se iluminó con una sonrisa tan amplia como grande esperaba que fuera el cheque que aquella mañana conseguiría para su empresa—. Afortunadamente, éste no es el caso.

—¿Informan ustedes a su Gobierno sobre las identidades de sus clientes?

—No, en absoluto. Sólo informamos a Berna del valor de nuestras exportaciones, con fines fiscales.

Consciente de que la primera norma del buen vendedor es saber cuándo hay que poner el cebo en el anzuelo, Zurni consideró que había llegado el momento de hacerlo. Volviéndose al ejecutivo sentado junto a él dijo:

—Tenga la bondad de demostrarle a nuestro huésped el funcionamiento de nuestro sistema, Herr Sprecher.

El aludido pulsó un botón situado bajo la mesa que hizo bajar del techo de la sala de conferencias una pantalla de representación visual. Luego Sprecher se puso en pie y, tras dirigir una respetuosa inclinación al Profesor, comenzó su disertación.

—La gente suele suponer que, como en el alfabeto hay veintiséis letras, una clave tiene que contener veintiséis caracteres. «A» se convierte en «S», «B» en «X», etcétera. En ese principio se basaba la mayor parte de las claves de la Segunda Guerra Mundial, la Enigma alemana, la one time pad inglesa y el código púrpura japonés, con las que seguramente está usted familiarizado. Las claves modernas no funcionan de ese modo. Dependiendo del modelo, una clave moderna emplea cincuenta, cien, doscientos caracteres o bits, como nosotros los llamamos. Utilizaré como ejemplo la palabra «Mahmoud», un nombre bastante corriente en su idioma. Contiene siete letras o caracteres, ¿no?

Los iraníes asintieron en silencio.

—Para nuestra demostración utilizaré una de nuestras claves más poderosas, que consta de doscientos caracteres. La primera vez que salga la palabra «Mahmoud» codificada en esa clave, lo que tendremos será esto. —Apretó un botón y en la pantalla apareció «Z653AE#+K>»—. Diez caracteres en vez de siete, ¿no?

Sus oyentes iraníes asintieron.

—La siguiente vez que «Mahmoud» aparezca en el texto cifrado, será con esta apariencia. —Oprimió otra vez el botón y en la pantalla apareció «BYT51PZ{&MD%»—. Ahora son doce caracteres. —Apretó de nuevo el botón y lo que apareció fue «U@(9W»—. Y aquí la tenemos de nuevo, esta vez con sólo cinco caracteres, dos menos que el propio nombre.

Llegado este punto, su auditorio lo seguía con hipnótica atención.

—La única forma de descifrar esos textos es disponer de la clave. —Sprecher apretó tres veces el botón y, cada vez, el galimatías cifrado se convirtió en «Mahmoud».

—¿Qué apariencia tiene el equipo que efectúa ese trabajo? —preguntó uno de los iraníes.

Sprecher abrió un cajón de la mesa y sacó de él una caja negra.

—Ésta. Es muy parecido a un contestador telefónico normal. Se conecta una de las salidas de esta caja al ordenador y la otra a la línea telefónica o a un módem. Luego se mecanografía en el ordenador el mensaje que se desea enviar. Se pulsa la tecla de «entrada», y el texto claro del mensaje pasa a la caja negra. Entonces la caja negra convierte el texto claro en un texto codificado o en clave.

—¿Qué contiene esa caja negra? —preguntó otro de los fascinados iraníes.

—Un microprocesador o, si lo prefiere, un microchip. Sin embargo, de lo que en realidad se trata es de un algoritmo.

—¿Un qué?

—Básicamente, un algoritmo es una fórmula o una ecuación matemática. Dos más dos igual a cuatro es un algoritmo rudimentario. Lo que contiene nuestra pequeña caja negra es una serie de formulaciones matemáticas que tiene cien kilobytes de extensión, o aproximadamente cincuenta páginas completas que forman una única fórmula matemática integrada.

El Profesor sonrió.

—¿Y el código secreto que nos ofrece está ahí, en esa caja negra?

—No, en absoluto. La caja negra o el algoritmo, si lo prefiere, no es más que el medio mecánico que convierte el texto claro en un mensaje cifrado, escogiendo sus caracteres de modo absolutamente aleatorio, según una clave codificadora secreta que el propio usuario ha programado y que nadie más conoce.

Cogió un disquete negro de ordenador.

—Lo que se hace es programar en un disquete como éste una clave codificadora para cada una de las subestaciones. Usted mismo programa cada disco separadamente, escogiendo su clave codificadora entre una variedad casi infinita de combinaciones. Luego programa usted la caja negra para la subestación de Amsterdam con la Clave Codificadora Número Uno, por ejemplo; la caja negra de Praga con la Clave Codificadora Número Dos, y así sucesivamente, hasta haber asignado a cada una de sus subestaciones su propia clave codificadora.

»Por último, se introduce todo ese material en la caja de la central del sistema. El número telefónico de cada una de las subestaciones estará vinculado a la clave codificadora de esa subestación concreta. Así que, una vez que usted haya mecanografiado en el ordenador su mensaje para, digamos Amsterdam, pulsa la tecla de «entrada». La caja negra codificará automáticamente el mensaje en la Clave Codificadora Número Uno, luego marcará el número telefónico de Amsterdam y enviará el mensaje cifrado. En Amsterdam, la caja negra sabrá que los mensajes procedentes de su número telefónico estarán en la Clave Codificadora Número Uno. Utilizando esa clave, la caja descifrará automáticamente su mensaje y lo mostrará en la pantalla del ordenador de Amsterdam.

Dos de los iraníes lanzaron silbidos de admiración. El Profesor preguntó:

—¿Cómo puedo estar absolutamente seguro de que nadie más tendrá copia de los disquetes que ustedes me entregarán?

—Porque cuando usted reciba los disquetes, éstos se encontrarán totalmente en blanco y sin formatear. Si lo desea, y para que la seguridad sea del ciento por ciento, puede usted utilizar sus propios disquetes. La única información que contendrán los disquetes codificadores será la que usted haya metido en ellos. Ya le he dicho que éste es un sistema de doscientos caracteres, uno de los más poderosos del mundo. Sus caracteres pueden utilizarse en una variedad de combinaciones casi infinita. En un mensaje largo, la letra «A», por ejemplo, puede aparecer en centenares de modos distintos. Usted y sólo usted será el único que conozca la clave codificadora programada en cada disco, porque usted y sólo usted la habrá escogido. Será usted quien decida todas las permutaciones en las que la letra «A» aparecerá en su texto cifrado. Por consiguiente, será usted y sólo usted quien posea la clave para convertir de nuevo el mensaje en texto claro.

Ahora el Profesor sonreía.

—Es un magnífico sistema —siguió el suizo—. No existe la posibilidad de robo ni de traición humana. Si alguien se introduce en su oficina de Londres y le roba su caja negra, no tiene usted más que sustituirla con una nueva caja en la que programará una nueva clave. Praga no puede leer los mensajes de Amsterdam y viceversa.

—¿Cómo puedo tener la certeza de que mi clave no se puede descifrar? —preguntó el Profesor—. Todo el mundo sabe que los norteamericanos y la NSA interceptan todas las comunicaciones vía satélite e intentan descifrar las que están en clave.

—Esta clave no la descifrarán.

—¿Por qué?

—El número de permutaciones posibles que tendrá la clave que le facilitaremos será de diez elevado a cien. Eso significa que, para descodificar cada combinación posible de su clave, los ordenadores de la NSA tendrían que hacer mil billones de operaciones.

La magnitud de tal cifra resultó vertiginosa incluso para la atenta mente del Profesor.

—Ahora bien, lo supongo enterado de que un ordenador no puede funcionar a una velocidad más rápida que la de la luz, pues los electrones no pueden ir más deprisa.

El Profesor se hizo cargo de la validez de la afirmación del ingeniero suizo.

—En consecuencia, incluso utilizando sin parar sus ordenadores más potentes, la NSA sólo puede procesar un millón de combinaciones de nuestra clave por segundo. Para procesarlas todas, necesitaría más de treinta años. Para que un sistema descodificador valga de algo, debe ser capaz de descifrar un mensaje en cuestión de horas o, como máximo, de días. Nadie podrá descifrar su clave, Herr Profesor, se lo aseguro. Ni los norteamericanos, ni los ingleses, ni los israelíes. Nadie.

El Profesor sonrió con evidente agrado.

—Me ha convencido —declaró—. ¿Cuánto costará el sistema que yo necesito?

Herr Zurni, el jefe, tomó de nuevo la palabra.

—Cada subestación cuesta sesenta y cinco mil francos suizos, así que treinta subestaciones serán un millón novecientos cincuenta mil francos. La estación principal, por ser más potente, costará doscientos mil francos, y el software medio millón. El total ascenderá a dos millones seiscientos cincuenta mil francos suizos o, en dólares…

—En marcos alemanes, por favor —pidió el Profesor.

Zurni sacó su calculadora de bolsillo y anunció:

—Tres millones ciento cuarenta y nueve mil marcos.

El Profesor hizo una seña con la cabeza al hombre sentado junto a él. Éste sacó un talonario del banco iraní Melli de Munich y lo extendió para el Profesor, que lo firmó y lo entregó a Zurni.

Minutos más tarde, Zurni y sus socios observaron desde la ventana de la oficina cómo los Mercedes de los iraníes se alejaban de la sede de la empresa.

El ingeniero que había informado a los iraníes preguntó:

—Thomas, ¿cómo puedes tener la certeza de que esos tipos no quieren la clave para la gente de la Hezbollah o para otra organización terrorista similar? ¿Por qué estás tan seguro de que se dedican al negocio petrolero?

—¿Seguro? —Zurni se echó a reír—. Yo, de lo único que estoy seguro es de esto —dijo, al tiempo que golpeaba con la uña el cheque que tenía en la mano y que representaba bastante más de un millón de dólares.

Unos años atrás, durante el transporte de su carga de opio crudo, Ghulam Hamid se hubiera encontrado con más de veinte controles armados repartidos por los cien kilómetros que separaban Kandahar de la frontera afgano-pakistaní, cada control comandado por una guerrilla armada distinta y, por las buenas o por las malas, en todos habría tenido que pagar peaje. Ahora tal abundancia de controles había desaparecido. Los talibanes eran los dueños de la carretera y, con la certificación firmada y estampillada de haber pagado el canon debido a los mullah, Hamid cruzó sin problemas los controles. El orden islámico tenía sus ventajas.

El destino de Hamid era su «laboratorio», un par de cuevas y un campamento situados cinco kilómetros al este de Spin Boldak, junto a un arroyo que recogía las aguas de las cumbres montañosas de ambos lados del paso de Khojak. Había sido aquel arroyo lo que había determinado el emplazamiento del laboratorio. La tarea que sus hombres estaban a punto de efectuar, convertir el opio en morfina base, requería, sobre todo, tener garantizado el suministro regular de agua.

La zona estaba vigilada por cincuenta miembros bien armados de un clan beluchi cuyo líder era pariente lejano del jefe de Hamid, Mohammed Issa. No estaban allí para proteger el laboratorio de una policía prácticamente inexistente, sino para repeler posibles incursiones de otros narcotraficantes.

El trabajo comenzó a la mañana del día siguiente. El resultado final, morfina base, era una sustancia granulada cuya consistencia estaba entre la del azúcar de caña y la de la harina. El color era de chocolate con leche. Para conseguir un kilo de base hacían falta casi diez kilos de opio crudo, de modo que los dos mil kilos de opio crudo de Hamid produjeron doscientos diez kilos de base.

Hamid no podía alejarse del lugar durante las dos semanas que requería el trabajo. Lo que estaba en juego, en términos de dinero y reputación profesional, era demasiado importante. Los sesenta mil dólares que su jefe Mohammed Issa había invertido en opio crudo a treinta dólares el kilo se convirtieron en morfina base, que valía unos doscientos ochenta y cinco dólares el kilo. A eso habría que añadir los costes de mantenimiento del laboratorio y los del traslado de los doscientos diez kilos, tras pesarlos y empaquetarlos en bolsas de plástico de un kilo, a través de la inhóspita desolación del desierto de Registan hasta su siguiente destino, cincuenta kilómetros en el interior de Irán.

El precio acordado por Hamid con su contacto de Estambul —una cifra que, naturalmente, contaba con el visto bueno de Issa— era de 1250 dólares por cada kilo entregado en Irán. Hamid sabía que en Irán y Afganistán había serios y furiosos hombres, los apóstoles del islamismo radical, que veían en el producto de los campos de opio de Helmand una fuente de dinero con el que comprar las armas y los medios para destruir a la decadente civilización occidental que tanto despreciaban. Hamid había conocido a tales hombres. Había escuchado con frecuencia sus diatribas, les había oído recitar sus fatwah, sus edictos religiosos, en los que daban su aprobación al narcotráfico, ya que éste perjudicaba a los enemigos del islam.

Hamid despreciaba a tales hombres. El sólo participaba en el tráfico por un motivo: hacer cuanto más dinero mejor en el menor tiempo posible. En su hogar de Quetta tenía montones de ejemplares del Wall Street Journal, del Financial Times londinense y de The Economist. Nada le agradaba tanto como hojear tales periódicos en su estudio provisto de aire acondicionado, y jugar con el programa «Quicken» de administración de inversiones que había instalado en su ordenador, siguiendo el progreso de las inversiones que había hecho a través de corredores de bolsa de Karachi, Singapur y, hasta hacía muy poco, Hong Kong. En cuanto a los jóvenes europeos y norteamericanos que terminarían introduciéndose en las venas, los pulmones o la nariz el producto de sus tareas, Hamid no podía sentir una mayor indiferencia hacia ellos. En las raras ocasiones en que alguno de sus parientes o amigos de Quetta sacaba a relucir el tema de la supuesta «moral» del narcotráfico, la actitud de Hamid no podía ser ni más clara ni más simple. Si los consumidores occidentales eran lo bastante estúpidos para meterse en el cuerpo aquella mierda, que se jodieran. Se merecían de sobra los sufrimientos y la miseria que la droga acabaría reportándoles.

«Esta zona se encuentra bajo vigilancia permanente», advertía el letrero que ocupaba un lugar destacado de la puerta del número 4 de Victoria Street, en el centro de Londres, a apenas doscientos metros de las sonrientes gárgolas de la abadía de Westminster. «Los infractores serán sancionados por la ley». Sin embargo, al Profesor no parecía preocuparle tal posible sanción mientras avanzaba hacia la puerta en el penumbroso anochecer invernal. Aun antes de que llegase a ella, el vigilante de seguridad que aguardaba discretamente en el interior se la abrió.

Tras dirigir una seca inclinación al guarda, el Profesor pasó ante la gran foto de la refinería petrolera iraní de Abadan y se metió en el ascensor que había al fondo del pequeño vestíbulo, y que lo llevó directamente al piso sexto del edificio, conocido como la Casa NIOC[2]. Comprado por el shah durante el auge petrolero de finales e los años setenta, el edificio de cristal y acero se había construido para que la población londinense no olvidase la importancia que, para su vida cotidiana, tenían el petróleo, Persia y los Pahlevi. En la época del Gobierno Revolucionario de Irán, el edificio seguía siendo la central londinense de la compañía, y su entrada principal estaba a la vuelta de la esquina de la puerta lateral que el Profesor había usado.

Sin embargo, en la actualidad, los moradores de la Casa NIOC se ocupaban también de cosas muy distintas del petróleo. En palabras de un disidente iraní, el lugar se había convertido en un «nido de espías». El acceso a la sexta planta del edificio estaba vedado a cuantos no hubieran recibido el visto bueno del servicio de seguridad iraní. En aquella planta había archivos, un centro de comunicaciones, y tres apartamentos residenciales cómodos pero más bien espartanos. El más espacioso de ellos estaba reservado para alojamiento secreto del Profesor durante sus estancias en Londres.

Kair Bollahi, conocido entre sus amigos y subordinados como el Profesor, sólo era jefe del NIOC en Londres de modo nominal. Durante años, su auténtica misión fue definida por Teherán como la de «conseguir todo lo que le está prohibido a Irán; comprarlo, pagarlo y luego hacerlo llegar a Irán por cualquier medio posible».

Entró en el centro de comunicaciones y estudió su configuración. Allí era donde instalaría la central del inviolable sistema de comunicaciones que había comprado aquella mañana en Chur, un sistema por el que, casi con toda seguridad, la palabra «petróleo» apenas sería transmitida.

—¿Dónde está Mehdi? —preguntó al encargado de seguridad. Mehdi Mike Mashad era uno de sus principales lugartenientes.

—En el Inn del parque —replicó el encargado—. Allí espera su llamada.

Naturalmente, pensó el Profesor. Durante su visita, Mike había escogido para alojarse el hotel más lujoso y caro de la ciudad.

—Quizá puedas convencerlo de que abandone por unos minutos a las muchachas de su servicio de acompañantes y venga a verme.

Dicho esto entró en su apartamento privado. Los mensajes que había recibido durante su ausencia estaban extendidos sobre la cama, esperándolo. Teherán le había mandado unas indicaciones adicionales referentes a la charla que estaba a punto de tener con Mike. Más importante era un mensaje en el que se le informaba de que los cinco hombres de Teherán ya habían llegado y todo estaba listo para la operación de aquella noche. En el futuro, se dijo, mensajes como aquél le llegarían a través de su nuevo sistema, a prueba de intervenciones.

Abrió el portafolios, que contenía la más preciada de sus posesiones, un ejemplar del Corán con la inscripción «Que esto sea siempre tu guía», escrita por su amigo y mentor espiritual, el ayatolá Jomeini. Cuidadosamente, colocó el libro en el lugar de la mesilla de noche en que siempre lo ponía.

El Profesor pertenecía a un tipo de partidarios de la revolución iraní que era mucho más numeroso de lo que los enemigos occidentales del régimen estaban dispuestos a reconocer o imaginar. Se trataba de un hombre de considerable talla intelectual, doctorado en ingeniería mecánica por la Universidad de Teherán. Pese a que siempre se opuso al shah, había trabajado como ingeniero jefe en una sucesión de grandiosos proyectos del régimen imperial. Había viajado mucho por Europa y hablaba perfectamente inglés y alemán.

Hijo de un clérigo menor de Ispahán, cayó totalmente bajo el hechizo del ayatolá y de su rígida interpretación de la ya rígida filosofía del chiísmo duodecimano islámico. A diferencia de muchos de los hombres de Teherán, despreciaba a los «mullah del Mercedes», gente que había adquirido su fe religiosa como el que se contagia de un virus pasajero. La fe del Profesor en el chiísmo era antigua, profunda e inquebrantable. Estaba absolutamente convencido de que el renacimiento islámico era la fuerza ideológica más poderosa del período de la posguerra fría.

«Objetivamente hablando —le gustaba decir a sus compañeros— el futuro es nuestro. ¿Qué han conseguido los occidentales con su liberalismo, su democracia y su abandono de la fe religiosa? Sida, homosexualidad y todo tipo de perversiones sexuales, codicia, veneración de lo material. Con sus satélites, su riqueza, su poder, su supuesta cultura y su abrumadora arrogancia, intentan imponer al mundo sus valores. No lo conseguirán. El islam les parará los pies. Conquistaremos el espíritu de la humanidad en nombre de la justicia y de los valores espirituales, y no del materialismo. No fracasaremos».

Para cuando hubo terminado de sacar sus escasas pertenencias, su ayudante, Mehdi Mike Mashad, ya había llegado.

Los dos hombres se abrazaron de modo más protocolario que afectuoso. El Profesor señaló a Mike un sillón.

—¿Té? ¿Café? ¿Naranjada? —ofreció.

Mike hubiera preferido un whisky, pero delante del Profesor jamás bebía abiertamente. En su hogar de Madrid, o en Marbella, en la Costa del Sol española, si él pedía una naranjada en presencia del Profesor, sus avisados sirvientes se la llevaban mezclada con vodka. Aquello, sin embargo, no iba a ocurrir allí.

—Café —replicó.

El contraste entre los dos no podía ser más marcado. El Profesor era un hombre solemne, carente casi por completo de sentido del humor, cuyo estilo de vida era sólo ligeramente menos puritano que el de su ídolo, el ayatolá Jomeini. Mike era un amante de la buena vida, el lujo y los placeres, características todas ellas que el Profesor encontraba despreciables en los occidentales. El engaño y la doblez eran cosas tan naturales para Mike como el afecto para un cachorro de labrador. Por otra parte, el Profesor poseía un sentido de la honestidad casi agobiante. Aun así, los dos llevaban varios años trabajando en armonía. El Profesor aspiraba a conseguir el triunfo del islam militante, y Mike deseaba lograr los medios financieros para continuar con su lujoso estilo de vida en la Costa del Sol. Su devoción hacia el Profesor se consolidó en 1990, cuando lo arrestaron en Estados Unidos intentando comprar para Irán sistemas de guía de misiles cuya adquisición estaba prohibida.

El Profesor acudió a los suizos y los convenció de que Mike le había estafado cincuenta y cinco millones de dólares con anterioridad a su arresto en Estados Unidos, y exigió su extradición y que fuera sometido ajuicio en Ginebra. De mala gana, obligado por las presiones suizas, el Departamento de Estado norteamericano accedió al fin a la petición. Mike pasó dos semanas en la cárcel, el Profesor retiró la denuncia y los dos volvieron a trabajar juntos.

Mike era el único empleado de una corporación panameña llamada ARMEX con un capital nominal de un millón de dólares. En realidad, la firma era poco más que un montón de papeles en un cajón de su escritorio de su lujosa villa de Marbella. Las acciones al portador de ARMEX eran propiedad de otra compañía panameña llamada Falcon, cuyas acciones al portador habían sido entregadas a su vez al Profesor y, por mediación de él, al gobierno iraní. Utilizando ARMEX como tapadera y siguiendo instrucciones del Profesor, Mike efectuaba compras de material de tecnología punta dentro de la Comunidad Europea.

Suya fue la idea de adquirir el pequeño aeródromo al norte de Hamburgo. Junto con el aeródromo, adquirieron la propiedad de dos compañías alemanas: NORDAIR, una firma de reparaciones y mantenimiento aeronáuticos, y LFE, Luftfahrt Electronic, una compañía especializada en electrónica aérea y artefactos de navegación que había suspendido temporalmente su actividad comercial. Mike hizo ver al Profesor que, comprando el aeródromo, ARMEX podría actuar como intermediario de NORDAIR y Luftfahrt. ARMEX realizaría pedidos de alta tecnología para las dos compañías con la indicación de que las mercancías fueran enviadas a Hartenholm. Nadie los molestaría con peticiones de certificados de usuario final ni solicitaría permisos de exportación. ¿Por qué iban a hacerlo? Oficialmente, el material estaría destinado al uso en el interior de la Comunidad Europea. Para tales compras no se necesitaban esos documentos. Una vez que tuvieran los materiales en su pequeño aeródromo de Hartenholm, podrían enviarlos por vía aérea hasta Teherán sin que nadie se enterase.

Antes de iniciar la charla de negocios, el Profesor esperó a que su ayudante les hubiera servido café y los hubiera dejado solos en el dormitorio. Optó por no iniciar la conversación con las habituales preguntas acerca de la familia. Con Mike, hacerlo habría sido inadecuado. Su mujer había muerto recientemente al caer desde doce pisos de su apartamento de Madrid. Según se murmuraba, la caída había sido motivada por un empujón de Mike.

Abrió el cajón de su mesilla de noche y sacó un cilindro metálico del tamaño de una estilográfica. Un cable surgía del capuchón superior. Cuidadosamente, lo dejó sobre la mesilla.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Mike, al tiempo que tendía la mano hacia el cilindro.

El Profesor interceptó con la mano la de su compañero.

—No —dijo—. Si lo tocas de modo indebido, puede matarte.

Mike retiró vivamente la mano y se irguió en su sillón.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué es? ¿Un nuevo tipo de explosivo?

—No, nada de eso. —El Profesor dio un lento sorbo a su café para disfrutar mejor de la sorpresa de Mike. Luego sacó del cajón un catálogo técnico publicado por una compañía norteamericana llamada EC&G. Señaló la foto de un pequeño bulbo de cristal del que surgían tres cables de nueve centímetros de largo, uno rojo, uno verde y uno blanco. Casi amorosamente, dejó el catálogo sobre la mesa.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Mike—. ¿Un renacuajo con la cabeza de cristal?

—No exactamente —siguió el Profesor, con bienhumorada sonrisa—. ¿Lees de vez en cuando nuestro Libro Santo y estás familiarizado con la historia de nuestra fe? —preguntó, en el más solemne de sus tonos.

—Sí, claro.

—Entonces tal vez recuerdes a Jalid, al que se conoció con el merecido nombre de Sable de Dios, el general que condujo a setecientos hombres a través del desierto desde el Éufrates hasta Damasco en dieciocho días, y luego derrotó al ejército bizantino del emperador Heraclio al oeste de Jerusalén, con lo que abrió toda Palestina a la conquista árabe.

—Claro que sí —replicó Mike, con una contundencia derivada de su absoluta ignorancia sobre Jalid y sus hazañas.

—Nuestros líderes de Teherán tienen un fino sentido histórico del que sin duda tú careces, Mike. —El Profesor sonrió con indulgencia—. Al plan en el que este pequeño artilugio desempeñará algún día un papel vital le han dado el nombre clave de Operación Jalid. Como la epopeya histórica por la que ha sido bautizada. Jalid está destinada a reabrir a la conquista árabe las puertas de Palestina, echando a los israelíes de la tierra que robaron a nuestros hermanos palestinos, para convertirla de nuevo en Dar el Islam, la tierra del islam.

—¿Y creen que van a conseguir eso con un… —Mike buscó la expresión adecuada— con una estilográfica que muerde y con un renacuajo con cabeza de cristal? Alguien en Teherán debe de haber perdido el juicio.

—No creo —replicó el Profesor, con la juiciosa superioridad del hombre de Dios que posee una inamovible fe en sus creencias—. En la Operación Jalid, nuestro cometido será garantizar que a nuestros hermanos de Teherán les lleguen cantidades suficientes de artefactos como éste. Esta tarea será la más secreta y la más importante que jamás hayamos emprendido.

—Bueno, ¿qué demonios es ese chisme?

El Profesor señaló la foto del pequeño bulbo que Mike había descrito como un «renacuajo de cristal» y la miró con el afecto con que un monje bizantino hubiese mirado al más querido de sus iconos.

—Recibe el nombre de krytrón. Se trata de una especie de interruptor eléctrico que envía una potentísima carga predeterminada de energía eléctrica desde la fuente en que se encuentra almacenada hasta el blanco elegido. Y lo hace en un tiempo tan increíblemente breve que la mente humana es incapaz de concebirlo.

—Bien, entonces ni siquiera lo intentaré. ¿Para qué sirve?

—Configurado tal y como lo vemos aquí, la verdad es que sólo tiene tres usos. El primero es en los láseres de muy alta potencia que se usan para cortar o soldar metales muy pesados. El segundo, en programas de investigación universitaria de muy alto nivel.

—¿Y el tercero?

El Profesor hizo un gesto con una de sus elegantes y bien cuidadas manos, indicio evidente de que no tenía la más mínima intención de responder a aquella pregunta.

—Hace unos años, unos codiciosos genios occidentales llegaron a la conclusión de que construir láseres de gran potencia iba a convertirse en un negocio que enriquecería a un montón de gente. —Una sonrisa de placer casi inconmensurable iluminó su semblante—. Pero lo que ha sucedido es que un montón de gente se ha arruinado con ello.

Mike no dijo nada. Había escuchado de labios del Profesor pequeñas disertaciones similares a aquélla, y sabía que lo que se esperaba de él era silencio respetuoso y no curiosidad.

—Uno de los que se han arruinado es un tal Herr Rudolph Steiner, propietario de una empresa llamada LASERTEKNIK, con sede en Pinneberg, Alemania, cerca de Hamburgo. Nuestros agentes me han informado de que Herr Steiner está teniendo graves problemas financieros.

Ahora Mike no resistió la tentación de bromear:

—Como aquel dentista amigo nuestro de Hamburgo que dedicaba más tiempo a rellenar los bolsillos de su amiguita que las caries de sus pacientes.

—Tal vez. Lo que espero de ti, Mike, es que vayas a Hamburgo y averigües todo lo que te sea posible acerca de Herr Steiner. Cuáles son sus ideas políticas, qué opina sobre el conflicto del Próximo Oriente, hasta qué punto es crítica su situación financiera y qué riesgos corren él y su familia. Y, sobre todo, si da la sensación de ser uno de esos hombres de negocios alemanes dispuestos a hacer negocios con el diablo con tal de obtener un saneado beneficio. —Bollahi señaló a Mike con un admonitorio dedo y prosiguió—: Actúa con discreción. En ningún caso debes hablar personalmente con Herr Steiner sin mi autorización. Y tampoco debes ponerte en contacto con nuestros agentes de la librería. No quiero que ellos se enteren de tu presencia en la ciudad ni del motivo que te ha llevado por allí.

El Profesor cerró los ojos, quizá para acelerar sus procesos mentales.

—Investiga sus antecedentes familiares. Si hay en ellos algo que permita suponer que el tipo siente odio o rencor contra los judíos, si algún pariente suyo, por ejemplo, sirvió en las SS o si fue considerado un criminal de guerra por haber trabajado como vigilante en un campo de exterminio.

—¿Qué me dices de su vida personal y sus preferencias sexuales? Algunos hombres de negocios alemanes están metidos en cosas muy raras, no sé si lo sabes —dijo Mike.

—Investígalo todo con discreción, Mike. Preferiría que, llegado el momento, abordásemos a Herr Steiner sobre una base de cordialidad, sin chantajes. Deseamos que el tipo nos esté agradecido por acudir en su auxilio. Tan agradecido como para que no tenga inconveniente en ayudamos a conseguir una buena remesa de estos renacuajos con cabeza de cristal.

—¿Cuándo quieres que empiece?

—Ahora mismo. Lo más importante en este asunto, Mike, es la discreción. La discreción absoluta. Ya sé que eso es algo que a ti no se te da demasiado bien. Pero nadie, absolutamente nadie, debe enterarse de nuestro interés hacia Herr Steiner y su compañía.

A tres kilómetros escasos del dormitorio del Profesor, en una elegante residencia del número 5 de Chester Square, en el barrio londinense de Belgravia, una atractiva mujer rubia se estudió en el espejo de su tocador, una pieza decimonónica de caoba y bronce firmada por Pierre Phillipe Thomire. Estudió su reflejo con el mismo interés con que un comerciante de diamantes hubiera examinado una bandeja de piedras sin cortar. Nancy Burke Harmian era preciosa, de eso no cabía duda. Desde los cinco años, su apariencia física había sido una constante para Nancy, una especie de fantasmal otro yo que caminaba siempre junto a ella por los caminos de la vida.

Luego, durante la adolescencia, no fueron los chicos quienes escogieron a Nancy para salir. Fue Nancy la que eligió. El capitán del equipo de fútbol, que más tarde se convertiría en una figura del equipo de la Universidad de California en Los Ángeles; el presidente del consejo estudiantil; el moreno, serio y atractivo muchacho judío que parecía inmune a los encantos de sus compañeras de clase… Nancy los tuvo a todos. Era una de esas contadísimas personas que, sin vanidad ni jactancia, podían decir que durante su infancia no conocieron ni un solo momento de desdicha.

En la universidad, su actitud sufrió un cambio drástico. Arrastrada por el feminismo de comienzos de los ochenta, de pronto pasó a considerar su belleza como un defecto, un obstáculo para la consecución de los valores que constituían su yo más íntimo. Se cortó el pelo dejando la nuca al descubierto, desechó los sujetadores, y la única prenda ceñida que siguió poniéndose fueron los guantes. Cualquier hombre que la piropease por su aspecto o le abriera una puerta, estaba acabado.

Había superado aquella fase. Ahora aceptaba su belleza como una faceta más de su personalidad, una baza de la que su mentalidad posfeminista le permitía hacer uso, aunque no abuso.

Sin embargo, contemplándose en el espejo aquella noche de enero detectó algo diferente, algo que era mucho más que la belleza: felicidad. Se dijo que nada sentaba tan bien a una mujer como la dicha, y ésa era la cálida emoción que la dominaba en aquellos momentos.

Instintivamente, se llevó una mano a la oreja izquierda. Había decidido llevar los pendientes de lapislázuli que había comprado en su primer viaje a Uzbekistán. Echó para atrás los rubios cabellos que le llegaban hasta el hombro para ver mejor las joyas. Eran muy hermosas, y su azulado resplandor entonaba con el color añil de sus ojos, unos ojos que, cuando era niña, su padre no dejaba comparar con el mar de Connemara en una mañana estival. Aquello era un buen ejemplo de los desvaríos irlandeses de su padre. Mucho después de que éste muriese, Nancy visitó la costa de Connemara una mañana de verano. Las aguas no eran añiles ni por asomo.

¿Serían ésos los pendientes adecuados para aquella noche? A fin de cuentas, se trataba de una velada muy especial, íntimamente relacionada con la sensación de felicidad que en aquellos momentos la embargaba. Estaba cumpliéndose el primer aniversario de su boda, y pensar en ello casi la hacía reír. Hubo tiempos en que la simple idea de que el matrimonio podía producir la felicidad le hubiera parecido tan ajena a ella como el álgebra avanzada para un indio del Amazonas. Pensaba ponerse su vestido de noche, impecablemente cortado por Armani, con una de sus finas blusas de seda. Iba a asistir a la cena a la que ella y su esposo habían invitado a ocho de sus más íntimos amigos y que tendría lugar en el Mark’s Club. La velada demandaba joyas de más presencia que aquellos pendientes.

—¡Cariño! —llamó.

Segundos más tarde, el objeto de su llamada apareció en la puerta que comunicaba el dormitorio y el vestidor. Tari —Terry para sus amigos anglosajones— Harmian era diez años mayor que Nancy, medía algo más de metro ochenta y conservaba una delgadez y una buena apariencia que era la envidia de sus coetáneos menos afortunados. Él mismo definía en broma su moreno buen aspecto diciendo que era «la típica apariencia de los nacidos en Oriente Medio, aunque no se sepa bien dónde». Sin embargo, no ocultaba su auténtica nacionalidad. Era iraní o persa, término este último que él prefería, y se había refugiado en Occidente tras la revolución de Jomeini. Un bosque de rizados cabellos negros le cubría el pecho. Su rostro tenía las facciones de una escultura a medio terminar. La nariz romana giraba súbitamente hacia la derecha a mitad de camino hacia los labios; sus oscuros ojos contemplaban el mundo desde el fondo de unas cuencas exageradamente sumidas, dando al rostro una permanente expresión quejumbrosa. El mentón se proyectaba hacia delante como la proa de un aguerrido galeón, abriendo ante sí los mares de la vida.

Besó los desnudos hombros de su esposa.

—Hum —ronroneó ella—. Cariño, esta noche me apetece ponerme los pendientes de oro y brillantes que me regalaste por mi cumpleaños.

—Muy bien. Vamos a por ellos.

Bajaron juntos los dos tramos de alfombrada escalera de su casa de Chester Square, camino del despacho de Terry, situado a la derecha del vestíbulo de entrada, junto a la puerta principal. El hombre fue hasta la caja fuerte empotrada, hizo girar los diales hasta que sonó el «clic» final, y luego abrió la pesada puerta.

Nancy se arrodilló y metió la mano en la caja. Excepto su joyero de piel verde, todo lo que allí había era de su esposo. Ahora, el joyero estaba cubierto parcialmente por un grueso sobre marrón. Lo apartó, advirtiendo que en la parte exterior había algo escrito no sabía bien si en farsi o en árabe. Dejó el joyero en el suelo, lo abrió y sacó de él los pendientes que buscaba. Con rápidos movimientos, se los puso y luego sacudió la cabeza para cerciorarse de que estaban bien sujetos.

—Bueno, son un poco ostentosos pero, después de todo, ésta es una noche muy especial, ¿no? —dijo, sonriente.

Veinte minutos más tarde estaban listos para salir.

—Rebecca —dijo Nancy a su ama de llaves—, no nos espere. Probablemente, volveremos tarde.

Bajaron por la escalinata de su mansión georgiana del siglo XVIII, uno de los monumentos arquitectónicos de la ciudad de Londres.

—Aparqué una docena de casas más abajo —dijo Terry cuando llegaron a la acera. Encontrar aparcamiento en Chester Square, incluso con un permiso de residente en el parabrisas, era siempre un quebradero de cabeza. Tomados de la mano, echaron a andar plaza abajo.

Mientras lo hacían, dos pares de ojos los vigilaban ocultos en el jardín privado del otro lado de la calle.

—Muy bien —susurró una voz cuando el Jaguar de Terry se separó del bordillo—. Avisa a los demás. Llegó el momento.