Me resisto.

No sé de dónde me viene, qué instinto profundamente arraigado o qué componente subconsciente de mi mente desencadena esta apatía, pero a pesar de la verdad y de la auténtica desesperación del ruego de la dama Gwydre, me resisto a su llamada a las armas. Todo lo que dice es correcto.

No tengo la menor duda de que, de haber permanecido en Honce, la Iglesia o los terratenientes me habrían capturado —y me habrían dado una muerte prematura y dolorosa. No dudo de la palabra de Dawson acerca de que los hermanos del Monasterio de Abelle conocían la verdad del Salteador de Caminos y estaban dispuestos a capturarme o matarme. Ya he visto antes cómo hacen justicia los abellicanos.

No dudo de que la Dama de Vanguard esté desesperada ni de que su pueblo esté sufriendo terriblemente bajo la amenaza de las hordas salvajes a las que no sujeta (puesto que las empujan los samhaístas) ningún constreñimiento moral.

Y a pesar de todo me resisto.

He visto el resultado de las incursiones de los trolls, una ciudad arrasada basta los cimientos, toda su población asesinada. Me he rebelado —y he repudiado y rechazado aquello con toda mi alma. Siento la indignación de la dama Gwydre y su desesperación, y sé que si no se sintiera así, sería una persona muy inferior.

La veo temblar de indignación, no por lo que esto afecta a su supervivencia y a su título, sino porque se apena por esa gente que la ve como su líder. Eso basta, lo sé, para elevarla por encima de cualquier terrateniente de Honce.

Y sin embargo, me resisto.

¿Quién soy? Pensé que lo sabía. Durante toda mi vida la respuesta fue tan evidente que jamás me molesté en hacerme la pregunta. Al menos de esta manera.

El Libro de Jhest y las gemas me liberaron de mis debilidades y me redefinieron en un sentido físico. Todo eso es obvio, pero ahora estoy empezando a saber que la bendición de la curación interna esta imponiéndome una segunda reconstitución o, cuando menos, un cuestionamiento muy básico de ese hombre que soy, de ese hombre en el que me he convertido.

¿Quién soy?

¿Y qué soy más allá de los límites de mi carne fortalecida?

Al revés de lo que esperaba, este fortalecimiento, esta curación, me han llevado a un lugar más incómodo. Me han impuesto una obligación y una responsabilidad por los demás.

Por los demás…

Durante toda mi juventud y mi temprana edad adulta, los demás fueron pocos, y esos pocos —Garibond, unos cuantos hermanos del Monasterio de Pryd Cadayle en las ocasiones en que era favorecido con su presencia— eran importantes para mí casi de una manera exclusiva por lo que podían hacer por mí. Estaban en la vida de Bransen Garibond porque Bransen Garibond los necesitaba.

Me resulta difícil reconocer que había algo cómodo y reconfortante en mis debilidades. Mientras los demás jóvenes competían en ese juego al que llamamos vida, ya fuera tratando de superarse los unos a los otros en la carrera, o viendo quién podía lanzar una piedra más lejos, o en la competición por ganarse un puesto en la Iglesia o en la corte del laird, yo estaba excluido. Para mi no era ni siquiera una opción.

Es indudable que aquella exclusión era dolorosa, pero sería un embustero si no reconociera que también tenía algo de reconfortante. Yo no tenía que competir en las interminables batallas para determinar la jerarquía de los chicos de mi edad. No tenia que sufrir el engorro de resultar vencido en buena lid. ¡Nadie podía vencer al Cigüeña en buena lid!

Mi debilidad no era una evasiva, por supuesto, pero no puedo estar seguro de que, de haberla necesitado, no /subiera encontrado una. No puedo afirmarlo porque nunca tuve elección.

Entonces, de repente, me vi liberado de esa debilidad. De repente me convertí en el Salteador de Caminos. Ni siquiera en esa identidad puedo afirmar que baya pureza de intenciones o motivos justos.

¿A quién servía realmente el Salteador de Caminos en su batalla con los poderes imperantes en el Dominio de Pryd? ¿Al pueblo? ¿O servía al Salteador de Caminos?

El mundo del Salteador de Caminos no es tan simple como el del Cigüeña.

BRANSEN GARIBOND