Sabía cuál era mi camino. ¿Cómo no iba a saberlo? Había superado mis debilidades en parte por el uso de la piedra abellicana conocida como hematita o piedra del alma, pero a pesar de ese objeto, mi liberación había llegado como resultado de la formación que había recibido al leer el libro manuscrito por mi padre: El Libro de Jhest, el corpus de conocimiento de los místicos del Jhesta Tu, una orden a la que perteneció mi madre en las tierras meridionales, conocidas como Behr. Si mi aflicción podía desembocar en una mayor liberación, la encontraría allí.
El camino era evidente. Todas mis esperanzas de liberarme de la gema y de la sombra de la Cigüeña se cifraban en un lugar.
Ese lugar quedaba hacia el sureste, pasando por la ciudad portuaria de Ethelbert dos Entel, rodeando las montañas e internándose en las tierras desérticas de Behr; donde encontraría el Sendero de las Nubes y a los místicos del Jhesta Tu. Allí fortalecería mi comprensión de los caminos de Jhest hasta el punto, o al menos eso esperaba, de liberarme de la Cigüeña.
No era sólo mi esperanza, sino la única.
Y en ello residía mi miedo, un miedo profundo, arraigado y tan extendido que llegaba a paralizarme.
Dejamos Prydburgo, desterrados y contentos. Con la guerra desatada entre los terratenientes, el paso iba a resultar difícil por supuesto, pero la facilidad con que dejé el camino a Entel para adentrarme en tierras más hospitalarias me sorprendió, a pesar de que lo había justificado ante Cadayle y su madre. Bonitas palabras, fundadas en la lógica y los temores sinceros, hicieron que a mis compañeras no les costara aceptar el cambio de rumbo, pero no había justificación alguna capaz de ocultarme a mí mismo la verdad.
Cambié de rumbo, pospuse mi viaje a Ethelbert dos Entel y más allá porque tenía miedo.
Esto no es una revelación. Cuando cambié de rumbo conocía el verdadero motivo de mi vacilación; no tenía nada que ver con los fieros soldados que el laird Ethelbert había distribuido por aquellas tierras. Incluso mientras les explicaba ese motivo —«demasiado peligroso»— a Cadayle y Callen, yo sabía que era una mentira.
Y ahora lo acepto porque ¿qué me queda si hago todo el camino a través de los desiertos de Behr hasta la tierra de los místicos, para encontrarme por fin con que no puedo conseguir una comprensión más profunda? ¿Qué me queda si descubro que he llegado todo lo lejos que puedo aspirar a ascender, que la sombra de la babeante y farfullante cigüeña siempre estará a un paso de mí?
Mi mal domina todos los aspectos de mi vida. Incluso con la piedra del alma atada a mi frente, enfocando mi línea de chi, libro una batalla incesante de concentración para mantener a raya a la cigüeña. Practico varias horas al día, implantando recuerdos en mis músculos con la esperanza de que, cuando sean necesarios, atiendan mi llamada. Y sin embargo sé que un desliz, una interrupción de mi concentración, bastarán para que todo se vaya al garete. Tropezaré y caeré, y no sólo en la batalla. Mis preocupaciones trascienden la simple vanidad o incluso el precio de mi propia vida. No puedo hacer el amor a mi esposa sin temer que pueda dar a luz a un hijo tan incapacitado como yo.
Mi única gran esperanza es liberarme de la Cigüeña, vivir una vida normal, tener hijos y verlos crecer fuertes y sanos.
Y esa gran esperanza reside en el Sendero de las Nubes, en ninguna otra parte.
¿Basta con tener la esperanza, aunque nunca llegue a realizarse? ¿Sería esa una vida mejor que descubrir la inutilidad última, que no hay esperanza? Puede que ahí esté el secreto, en la esperanza, para mí y para todos los hombres. Oigo los sueños de tanta gente, sus aspiraciones de llevar algún día una vida tranquila en un lugar pacífico, junto a un río o un lago, o a orillas del imponente Miriánico. San muchos los que hablan de esos sueños durante toda su vida, pero nunca encuentran el momento de realizar sus planes.
Me pregunto si tendrán tanto miedo como yo. ¿Será preferible tener la esperanza del paraíso que alcanzarla y llegar a descubrir que no es lo que uno esperaba?
Me hace reír lo descabellado y ridículo de todo esto. A pesar de mis preocupaciones, soy más feliz que nunca. Recorro el camino junto a Cadayle y su madre, Callen, y me embargo lo tibia sensación de amar y ser amado.
En este momento, me dirijo hacía el noroeste. No a Ethelbert dos Entel. No a Behr. No al Sendero de las Nubes.
BRANSEN GARIBOND