Los seis supervivientes y el hermano Jond reunieron al resto de los prisioneros y los sacaron del castillo de hielo del Anciano Badden.
En el exterior la batalla había terminado; las líneas trolls se habían roto tras perseguir al dragón, y ahora bárbaros y enanos se alineaban al borde de la sima, arrojando piedras, bloques de hielo y lanzas al monstruo que merodeaba por las profundidades. Por los rugidos que se oían, daba la impresión de que eran muchos los que daban en el blanco. Y es que el gran gusano blanco no podía huir a una de sus guaridas para evitar los ataques. No retrocedía ante la amenaza, a pesar de no tener manera de escalar la pared del abismo para ir a por sus atacantes.
Su gran tamaño y potencia no lo podían proteger de su falta de inteligencia.
Mcwigik y Bikelbrin corrieron a incorporarse a la diversión, e incluso Pergwick, sujetándose el gorro, que le mantenía el cuero cabelludo en su lugar, los siguió.
—¿Eres de Vanguard? —le preguntó el hermano Jond a Cormack, que le servía de apoyo mientras caminaban por el hielo.
—Lo fui hace años —le explicó Cormack—, y del Monasterio de Abelle antes de eso. Era un miembro de la expedición del padre De Guilbe.
Eso provocó una chispa de reconocimiento en Jond, y su rostro se arrugó en una gran sonrisa.
—¡Me había dado la impresión de que tus ropas eran abellicanas!
—Ya no soy abellicano, hermano.
Jond se detuvo para mirar a Cormack de frente, aunque evidentemente no podía ver al hombre.
—Me expulsaron —admitió Cormack—. Cuestioné los límites.
—¿Límites?
—La negativa de la Iglesia abellicana a explorar las tradiciones y la magia que están fuera delos dominios de su Iglesia y de las piedras del alma —le dijo con honestidad—. Hay más belleza en este mundo, una verdad más amplia que la que hemos venido a defender. —El hermano Jond emitió un extraño «hmm». Cormack no tenía ni idea de si se sentía ofendido o intrigado—. La mujer que nos acompañó en el castillo es una chamán de una tribu alpinadorana —le explicó.
—Ya me di cuenta.
—La amo.
—Hmmm.
—Y veo en ella la verdadera belleza divina, la veo en nuestro otro amigo también, ese hombre llamado Bransen.
—Ah, el Salteador de Caminos, sí —dijo Jond—. Es único en su género.
—Y posee poderes divinos.
El hermano Jond meneó la cabeza, reticente a dar ese salto.
—Poderes similares a los de nuestras piedras del alma —le aclaró Cormack, y entonces Jond asintió.
—Presencié el poder curativo de sus manos —dijo Jond—, y su agilidad es bastante asombrosa. Pero no es un hombre de Dios. Todavía no, aunque sospecho que su naturaleza lo impulsa a volver la vista en esa dirección. Y es que durante toda su vida, nuestro amigo Bransen sólo se preocupó por sí mismo, y no tiene sentido de la comunidad y del bien mayor. No, no es que no lo tenga —se corrigió rápidamente—, sino que no lo tiene desarrollado. Tengo grandes esperanzas puestas en él, si no se hace matar demasiado pronto.
Mientras Jond hacía aquellas observaciones, Cormack miró a Bransen, que iba hacia el abismo junto con los powris. Las palabras del monje, tan parecidas a las que él le había dicho a Milkeila acerca del Salteador de Caminos, sonaban ciertas.
—Te llevaremos de vuelta al Monasterio Pellinor con la dama Gwydre —le prometió Cormack.
—Quizá pueda decir algunas palabras en favor del hermano Cormack.
Cormack hizo una mueca de dolor ante el título que Jond había utilizado, ya que dudaba que cualquier palabra a su favor hiciera algún bien, y no estaba seguro de querer recuperar su condición.
—Huyeron ¿sabes? —dijo—. El padre De Guilbe y los otros humanos del Monasterio Insular no se unieron a los alpinadoranos y los powris. En vez de eso huyeron hacia el sur, con rumbo a Vanguard.
El hermano Jond comenzó a replicar… para ofrecer alguna justificación. Cormack lo sabía. Pero en vez de eso simplemente suspiró y meneó la cabeza, y Cormack se dio cuenta de que aquella no era la primera vez que aquel hombre se sentía decepcionado por las acciones de sus hermanos.
A pesar de todo, Cormack no lo presionó. Le pasó el brazo por debajo del suyo para sostenerlo y se alejaron juntos.
—Has estado esperando esto durante mucho tiempo, amigo —dijo Mcwigik.
Pergwick, con un grueso vendaje alrededor de su cabeza, desde la barbilla hasta arriba, y bajo el gorro, bajó la vista y le dio una patada a una piedra.
—Ruggirs era mi hermano —dijo—. Juramos con sangre que si uno de nosotros resultaba muerto, el otro cuidaría del sepulcro y se haría cargo del niño. Será mi hermano también, ya sabes.
—Sí, eso está bien —coincidió Mcwigik—, pero no creo que pueda esperar los años que necesitas. Ya me he cansado del lago.
—No te estoy pidiendo que esperes, y estoy pensando que tú y Bik debéis abrir el camino para los demás —contestó Pergwick, levantando la vista, al parecer más aliviado—. Kriminig y los demás han dicho algo parecido, que todos iremos hacia el sur cuando Mcwigik envíe el mensaje de que hay un lugar para nosotros. Supongo que hay más, que ya se han hartado del Mithranidoon.
Mcwigik asintió y le dio una palmadita en el hombro.
—Muy bien, entonces, te estaré sonriendo cuando vuelva a verte de nuevo.
Pergwick sonrió y comenzó a asentir, pero Mcwigik le advirtió levantando una mano.
—¡No vayas a mover la cabeza demasiado fuerte!
—Sí, no queremos que se te salgan los sesos. No estás para muchos trotes —añadió Bikelbrin mientras los alcanzaba, con un gran saco lleno de provisiones.
—¿Qué es lo que sabes? —preguntó Mcwigik, y Bikelbrin señaló hacia un lado, donde Cormack, Bransen, Milkeila y el hermano Jond se agrupaban, llevando cada uno un saco.
—¿Dónde consiguieron las provisiones? —preguntó Mcwigik.
—Los bárbaros —contestó Bikelbrin—. No están muy contentos con la muchacha, pero saben que acaba de salvar sus hogares.
—Eso nos facilita las cosas, entonces —dedujo Mcwigik.
—Más comida para empezar. Con respecto a lo demás, ya veremos.
Ambos le dieron palmaditas en el hombro a Pergwick y a continuación fueron a reunirse con los otros. Los seis abandonaron el glaciar aquella misma noche, dirigiéndose con determinación hacia el sur. El clima se mantuvo cálido durante los días siguientes, y no se encontraron con ningún troll, así que avanzaron bastante, a pesar de las consecuencias de la pelea con Badden y de las heridas más graves, que la gente de Milkeila había tratado muy bien. Incluso el hermano Jond, a pesar de estar ciego, caminaba con ligereza y mantenía conversaciones cordiales y animadas con los dos powris.
—¿Volverás con tu mujer? —le preguntó Milkeila a Bransen un par de días después.
—Justo después de entregar esto —señaló al pequeño paquete que llevaba atado a un lado de su bolsa, y que contenía la cabeza del Anciano Badden—, y de obtener el salvoconducto que se me prometió.
—¿Navegarás muy lejos?
—Tanto como pueda.
—¿Hacia dónde?
Aquella pregunta pareció sorprender a Bransen.
—¿Estás corriendo hacia algo o huyendo? —preguntó Milkeila mientras Cormack los alcanzaba.
—Puede que ambas cosas —replicó Bransen.
—Pero la diferencia es importante.
Bransen se encogió de hombros, como si no estuviera de acuerdo.
—Eres un hombre con habilidades increíbles, habilidades importantes en estos tiempos difíciles —añadió Cormack.
—Todos los tiempos son difíciles.
—Entonces todos los tiempos necesitan héroes, o todo estaría perdido —dijo Milkeila.
Bransen dio un bufido.
—El mundo funciona como funciona, independientemente de cualquier hombre.
—Ese punto de vista parece un sinsentido —dijo Cormack.
—Es uno que he desarrollado a través de amargas experiencias.
Milkeila añadió rápidamente:
—¿Se te ha concedido un gran don y nunca has pensado en utilizarlo en beneficio de todos?
Bransen pensó en el tiempo que había pasado en el Dominio de Pryd, cuando se ganó por primera vez el apelativo de Salteador de Caminos, cuando pasaba los días robando a los terratenientes y distribuyendo el botín entre los desgraciados campesinos sometidos por ellos, y no pudo evitar reírse. Sin embargo, aquella risa pronto se hizo amarga, ya que no pudo por menos que admitir que, incluso entonces, el hacer bien a la gente era más bien un vehículo para su ego.
—Acabamos de salvar a la gente del Mithranidoon —le recordó Milkeila.
—Y con ramificaciones positivas que se extenderán por todo Vanguard, sin duda —añadió Cormack—. No puedes negar que acabamos de propiciar un cambio positivo en el mundo. La cabeza sangrienta que llevas colgada del cinturón no es algo sin importancia; quizá lo sea al cabo de los siglos, pero para la gente que vive en estos días y en esta región sin duda no es un asunto trivial.
Bransen soltó una risita y se despidió de ellos con un gesto. Su camino lo conducía a su amada Cadayle y a Callen. Sus responsabilidades eran para con ellas, y para consigo mismo. La idea de que le debía algo a alguien más le parecía absurda. ¿Cuanta gente en el mundo había mostrado compasión o le había prestado ayuda al joven Cigüeña?
Mientras los otros dos se alejaban, Bransen volvió la vista hacia sus camaradas y el pobre hermano Jond, el único superviviente, aparte de él, del grupo que había acudido al norte por orden de la dama Gwydre. Se acordó de Crait y Olconna, y no pudo evitar sonreír mientras pensaba en la Loca.
Trató de negarlo pero no pudo. Había encontrado un extraño consuelo y un gran calor humano al formar parte de aquel grupo. Y por mucho que Bransen se dijera que formaba parte de la misión sólo por el bien de Cadayle y de su familia… Había dudado en aquel acantilado desde donde se dominaba el glaciar, sí, pero al final había acudido a la batalla contra Badden.
Y en el proceso, había formado un nuevo vínculo con ese grupo de valientes. No podía negar la cálida sensación que le producía el pertenecer por fin a algo.