El trabajo libera
Dawson McKeege estaba de pie en la proa de su barco de cabotaje de dos mástiles, el Soñadora, observando el ancho océano y la costa, un espectáculo del que nunca se cansaba. Delante del barco se cernía una imponente pared de piedra de noventa metros de color pardo y gris, y en lo alto, como surgido de la misma roca, estaba el Monasterio de Abelle, el centro de la cada vez más influyente Iglesia.
Ese era el lugar donde el Beato Abelle había demostrado por primera vez el poder de las gemas otorgadas por el dios. Era el lugar donde, guiado por Dios, según se decía, había aprendido a hacer permanentes las propiedades mágicas de esas rocas que había encontrado tras naufragar en una isla remota del Océano Miriánico Meridional. Solo, y más apartado de la civilización de lo que había estado jamás un hombre, Abelle tenía pocas esperanzas de sobrevivir y, aparentemente, ninguna posibilidad de volver jamás a Honce.
Pero las piedras mágicas le habían llovido del cielo, un regalo de los dioses, y mientras seleccionaba sus propiedades mágicas, este joven filósofo había llegado a entenderlas plenamente.
Según se decía, con aquellas piedras, Abelle había recorrido cientos de millas a través del océano, y con el poder y las posibilidades de la magia de las gemas, había cambiado el mundo.
Dawson todavía no había sido confirmado formalmente como abellicano. Había crecido en Vanguard, en el seno de una próspera comunidad de granjeros y cazadores dominada por los samhaístas, y tenía muy arraigadas las costumbres antiguas. Sin embargo, no podía negar la espiritualidad que lo embargaba cada vez que se encontraba ante el Monasterio de Abelle, cuya grandiosidad aumentaba de día en día.
Ocultos entre los acantilados había una serie de muelles conectados mediante túneles que atravesaban la piedra hasta la capilla situada en lo alto, túneles que, según se decía, había abierto el propio Abelle utilizando una variedad de gema muy poderosa.
—¡Saludad la bandera de la dama Gwydre! —El grito resonó en los muelles cuando el Soñadora se asomó tras superar las escarpadas rocas. Había un par de monjes a la vista haciendo señas al barco. Dawson reconoció a uno como el hermano Pinower y devolvió el saludo con una familiaridad y sinceridad que le recordó que la relación entre Gwydre y esa Iglesia había llegado a ser muy intensa.
Precisamente ese hecho había desembocado en la guerra que se libraba actualmente en Vanguard, y Dawson no pudo evitar un gesto de desagrado al pensar en sus anteriores jefes espirituales, los samhaístas, que ahora golpeaban con tanta violencia, y con soldados tan brutales como los goblins y los trolls del hielo. Jamás había imaginado el hombre que esos sacerdotes supuestamente tan sabios, que habían guiado a su pueblo, con todo lo brutales que eran a menudo sus costumbres, pudieran traicionar a su gente y alistar en sus filas a tan crueles criaturas.
—¿Armas, metales o alimentos? —preguntó el hermano Pinower cuando el barco de McKeege se aproximó al más largo de los tres muelles y los vigilantes acudieron para empezar la maniobra de amarre—. Te lo quitarán de las manos, sea lo que sea, en estos tiempos difíciles.
—¿Continúan entonces su guerra los terratenientes Ethelbert y Delaval? —inquirió Dawson, saltando ágilmente al muelle.
—Sería más adecuado decir que arrecia —respondió Pinower—. El laird Delaval pensaba que llevaba ventaja y tensó la cuerda con la esperanza de arrojar a Ethelbert al mar.
—Pero no fue así —explicó el segundo monje—. A Ethelbert le quedaban todavía algunas bazas que jugar.
—Sí, y unos cuantos aliados de Behr —añadió el hermano Pinower.
—¿Un terrateniente de Honce emplea a esos salvajes del desierto? —preguntó Dawson McKeege meneando la cabeza. En ese momento sentía más o menos lo mismo respecto de Ethelbert que había sentido respecto de los samhaístas vanguardianos.
—La gente desesperada toma medidas desesperadas —añadió el hermano Pinower, y los tres asintieron.
—Traigo la bodega llena de liquen blanco —explicó Dawson, refiriéndose a la planta que alcanzaba la altura de la rodilla de un hombre en algunas regiones de Vanguard y era lo más apreciado para cubrir heridas abiertas. En tiempos de guerra, esa aplicación era prioritaria, evidentemente, pero con el extracto del liquen blanco seco también podía hacerse una infusión medicinal, y solía venderse a precios exorbitados como material para techos o recubrimientos, tanto prácticos como decorativos, para las elegantes casas de los acaudalados mercaderes. Vanguard tenía muchas mercancías que ofrecer a Honce, pero en esa época de guerra, nada era más preciado que el liquen blanco.
—Los terratenientes lo pagarán bien —admitió el hermano Pinower.
—Entonces se lo pagarán bien a Monasterio de Abelle —explicó Dawson—, pues no tengo tiempo en este momento para distribuir mis mercancías hacia el sudeste o el sudoeste, a menos que me vea obligado a dar un rodeo hasta Palmarisburgo.
—Por supuesto que tenemos algunas mercancías —dijo el hermano Pinower—, y algo de dinero.
—¿Algo? Corre la voz de que vuestra Iglesia aumenta sus riquezas con los tributos de los señores guerreros.
—Rumores —replicó el hermano Pinower con un suspiro exagerado. Terminó con una sonrisa tan ancha como la que Dawson le ofreció como respuesta.
—Vamos —le dijo el hermano Pinower conduciéndolo hacia la entrada cerrada con una verja y a los sinuosos túneles que los llevarían a la parte alta del acantilado y a la capilla matriz de la Iglesia abellicana.
En cuanto salieron al muelle de la abadía, McKeege entendió que los rumores de ese enriquecimiento se habían quedado cortos. El Monasterio de Abelle había crecido más del doble del tamaño que tenía la última vez que había estado allí, hacía un año. Docenas de hombres trabajaban en el recinto, ampliando y reforzando la ya impresionante muralla exterior y construyendo nuevas estructuras. McKeege se dio cuenta de que el Monasterio de Abelle se había convertido en toda una ciudad, y cuando pensó en ello le encontró sentido. Otrora, el Monasterio de Abelle era una pequeña iglesia levantada en lo alto de una colina, dominando la mediana ciudad de Weatherguard, pero en estos tiempos de peligro creciente, se había convertido en una fortaleza que daba seguridad a las asediadas gentes de la región.
Dawson miró la iglesia principal, que a esas alturas estaba rodeada de andamios que bullían de monjes con herramientas y materiales. Observó que ningún lego trabajaba en ese edificio de enorme importancia. Su construcción les estaba confiada únicamente a los hermanos.
—El padre Artolivan estará encantado de recibirte —le aseguró el hermano Pinower, llevándolo apresuradamente hacia la entrada de la iglesia—. Sería conveniente que te presentara diciendo qué misión te trae aquí.
Dawson apartó la vista de la iglesia y la fijó en el ansioso monje, que era, por lo menos, quince años más joven que él, aunque ya tenía la piel demasiado suave y blanca, y los ojos cansados por las interminables horas pasadas sobre los pergaminos. Dawson se figuró que Pinower casi no saldría de Monasterio de Abelle como no fuera para ver quién amarraba en los muelles o para trabajar en la abadía. El vanguardiano pensó que le habría gustado disponer de más tiempo para poder sacar al joven de entre sus agobiantes hermanos y llevárselo con él a tomar un buen trago o a disfrutar de la compañía de una mujer.
—Dile al buen padre que vengo con valor y lleno de determinación, ya que Vanguard necesita… —Hizo una pausa y dejó que la idea quedara flotando en el aire entre ellos. De hecho, dio la impresión de que el pobre hermano Pinower estuviera a punto de caerse de tanto que se había inclinado hacia McKeege.
Dawson se limitó a sonreír, intensificando el suspense.
Poco después, Dawson se encontraba ante el padre Artolivan, un viejo amigo de la dama Gwydre que secretamente había dado su bendición a la unión de esta con el padre Alandrais.
—He venido a toda vela —dijo el vanguardiano— y me marcharé de igual modo.
—Siempre con prisas —dijo el viejo padre de la Iglesia abellicana, arrastrando un poco las palabras, como si le hubiera estado dando con ganas a la botella.
En realidad, sólo era un efecto de la edad, ya que el artolivano representaba perfectamente sus ochenta años. La piel de su cara formaba bolsas y tenía los ojos hundidos. Todavía podía sentarse recto, pero le costaba un gran esfuerzo, según notó Dawson, y su cara había perdido la vivacidad. Sin embargo, para los abellicanos era una figura difícil de reemplazar ya que, según se decía, en una ocasión había estado en presencia del beato Abelle (aunque seguramente no era más que un joven) y había sido formado por hombres que habían recibido sus enseñanzas directamente del gran hombre. Era el último de su generación dentro de la Iglesia, el último hombre vivo del que se sabía que había tenido vinculación directa con Abelle y había participado en los acontecimientos de aquella época mágica e inspiradora.
—Me temo que así anda el mundo —prosiguió el anciano sacerdote—. Nadie tiene tiempo para pararse a pensar. El estudio paciente es algo del pasado.
—La guerra impone la urgencia, padre —dijo Dawson.
—¿Y cuál es tu urgencia?
—Tengo la bodega llena de liquen blanco y no puedo darme el lujo de regatear.
—Eso me han dicho… las dos cosas. Necesitas dinero. Dime, cuál es tu oferta inicial.
—Necesito dinero para comprar otra mercancía —explicó Dawson, al parecer, picando la curiosidad de Artolivan, que ladeó la cabeza—. Emplearé el dinero para sobornos.
—¿Has venido en busca de hombres y mujeres capaces?
Dawson asintió.
—¿Para cosechar? ¿Para talar? ¿Cómo esposas o como trabajadores?
—Sí —replicó Dawson—. Todo eso. Vanguard se ve muy presionado por los samhaístas. La dama Gwydre tiene la victoria al alcance de la mano —añadió rápidamente, mintiendo a sabiendas, cuando vio la duda reflejada en el rostro del viejo.
—Todos nos encontramos terriblemente presionados, amigo Dawson. La guerra deja a Honce sin aliento.
—Sin embargo, veo que el Monasterio de Abelle es un hervidero de trabajadores, muchos jóvenes aparentemente se han salvado de ir a combatir.
—Muchos fueron capturados y, por lo tanto, quedaron al margen de la lucha —explicó el padre Artolivan.
—De ambos bandos, sin duda —dijo Dawson, y Artolivan asintió y sonrió. Tenía sentido, por supuesto, ya que ni el laird Ethelbert ni el laird Delaval tenían tiempo ni recursos para ocuparse de los prisioneros. Ni uno ni otro quería enardecer al populacho ejecutando sumariamente a los cautivos (muchos de los cuales probablemente estaban emparentados con los partidarios y los soldados de ambas partes del conflicto). Así pues, los respectivos señores exigirían un voto de capitulación honorable que garantizase que los soldados capturados no volverían a sus antiguas filas, de ahí que los enviasen allí, a los abellicanos, para ganarse el favor de los sacerdotes que guardaban las piedras sagradas. Por supuesto, ambos líderes, por miedo a que la capitulación honorable resultase atractiva, exigían que los abellicanos trataran con brutalidad a sus trabajadores y no les dieran remuneración alguna.
Tal vez esta guerra sí iba a tener un vencedor, después de todo, pensó Dawson observando al sonriente padre.
Sin embargo, el propio Dawson no sonreía, pensando en las diferencias en la contienda a las que se enfrentaba la dama Gwydre en el norte, a la vista de la escena de Tethmawle. Ethelbert y Delaval, aspirantes ambos a gobernar Honce, daban cuartel a los desdichados soldados del bando contrario.
No era ese el caso en la guerra de Vanguard.
—No me había enterado de que los samhaístas estuvieran casi derrotados en Vanguard —señaló el viejo y astuto padre abellicano—. Todo lo contrario.
—Han recurrido a los goblins y a los trolls para reforzarse —repuso Dawson—. Nos encontramos en una situación apurada, pero tenemos la victoria al alcance de la mano.
—Esa parece una interpretación algo extraña. Explícame en tres frases por qué dices eso.
—Sus líneas no pueden sostenerse —explicó Dawson—. Si la dama Gwydre puede contrarrestar las últimas incursiones con un ataque contundente, los guerreros que han reunido nuestros enemigos samhaístas acabarán volviéndose los unos contra los otros. Ya lo hemos visto en varias regiones. La dama Gwydre está segura de un repentino y…
El padre Artolivan alzó la mano para hacerlo callar.
—Los detalles de la guerra me aburren —dijo—. De esta Iglesia sólo recibirás una retribución justa en dinero, considerando la necesidad de liquen blanco que tenemos en este momento.
—Ambos ejércitos lo valorarán enormemente —dijo Dawson.
Artolivan ni siquiera intentó rebatirlo.
—Lo que vayas a hacer con el dinero es cosa tuya —prosiguió el sacerdote—. Los hombres que trabajan aquí no son libres, pero son muchos… a decir verdad, tal vez demasiados. Si algunos deciden embarcarse contigo hacia Vanguard, tú y yo, mejor dicho, tú y el hermano Pinower, acordaréis un precio de venta adecuado.
Dawson sonrió y asintió, y se atrevió a confiar en que no tardaría mucho en llenar su bodega de hombres capaces.
—Vaya, si pasó con desfile y todo —exclamó la entusiasmada matrona que representaba mucha más edad de la que tenía—. Fue el espectáculo más grande que haya visto Oi’ve ¿no os parece?
Cadayle asintió educadamente y dejó que continuara. Y continuó, durante más de una hora, relatando los festejos que habían tenido lugar el día en que el hermano Bran Dynard había pasado por esa aldea perdida de Winterstorm.
Bransen y Callen estaban apoyados contra la pared frontal de la cabaña que sólo constaba de una habitación. A pesar de sus reservas, Bransen seguía escuchando, pero Callen hacía ya tiempo que se había dado cuenta de que la charla de la mujer no era más que un intento desesperado de obtener alguna compensación… aunque sólo fuera la satisfacción de tener un público atento.
—Fue la última vez que lo vimos, a ese hermano ¿qué os parece? —dijo la anciana, ofreciendo un giro dramático en su inflexión que sobresaltó incluso a la distraída Callen—. Y así se fue, y así anda el mundo.
—¿Al Monasterio de Abelle? —preguntó Cadayle.
La mujer se encogió de hombros, y al ver que la respuesta era una expresión de desencanto, su gesto se animó de repente y asintió con demasiado entusiasmo.
—¿Os quedaréis a partir el pan? —preguntó—. También tengo unas patatas, y estofado hecho con un cordero muerto hace apenas una semana y todavía no atacado por los gusanos.
Cadayle se volvió hacia sus compañeros, que hicieron gestos de absoluta indiferencia.
—Sí, una comida nos vendría bien antes de seguir viaje —le dijo a la mujer, que le respondió con una sonrisa desdentada y que luego salió a toda prisa de la casa para reunir los utensilios y los enseres.
—No tenía la menor idea de que hubiera existido jamás Bran Dynard —dijo cuando se hubo marchado.
—No subestimes la memoria de los aldeanos —la reconvino Bransen.
—Querrás decir su imaginación —replicó Callen—. Llevan una vida tediosa, año tras año. Nosotros les hemos traído algo que necesitan con desesperación: entretenimiento.
—A apenas unos días de aquí se libra una guerra —le recordó Bransen.
—Lo dicho, diversión —dijo Callen.
Bransen miró a Cadayle en busca de apoyo, pero la mujer se limitó a encogerse de hombros. Se resignó, ya que no podía por menos que aceptar la verdad de aquello. Habían andado muchos kilómetros desde Palmarisburgo por un camino salpicado de aldeas más o menos como esa de Winterstorm, un puñado de granjas y tal vez una tienda o dos en torno a una casa común.
Bransen había confiado en que, una vez que hubieran dejado atrás la mitad de la distancia que había entre Palmarisburgo y el Monasterio de Abelle, las preguntas sobre el perdido Bran Dynard empezarían a despertar más interés y a suscitar respuestas más espontáneas, pero desgraciadamente la canción seguía siendo la misma. Aunque algunos, como esa mujer, les ofrecieran elaboradas narraciones, la cantidad de palabras no contribuía a aumentar su calidad. La esperanza se había hecho polvo en los primeros minutos de una larga hora, esa expectativa estaba formada por diez partes de licencias poéticas y una de recuerdos reales. En realidad, todas sus indagaciones no habían conseguido averiguar nada nuevo sobre el viaje de Bran Dynard al Monasterio de Abelle.
Sin embargo, Bransen no perdía las esperanzas, porque cuando pensaba en su búsqueda reconocía que no debería haber esperado otra cosa que lo que había encontrado. A decir verdad, la hospitalidad que habían hallado a lo largo del camino había hecho que el viaje no resultara tan desagradable. Sus respuestas, si las encontraba, provendrían sin duda del propio Monasterio de Abelle.
—El Monasterio de Abelle —le dijo a Callen. Ella sonrió y le puso sobre el hombro una mano tranquilizadora—. Pronto.
—Tres —dijo, disgustado, Dawson a Pinower—. ¡Aquí son esclavos y sin embargo consideran que lo que yo ofrezco aún vale menos!
—Yo esperaba algunos más —respondió el hermano—, pero es que han visto el campo de batalla, muchos incluso sintieron el aguijón del frío hierro. Nosotros los hacemos trabajar duro, pero saben que aquí sobrevivirán a la guerra. Lo que tú les ofreces es más guerra.
—¡Les ofrezco libertad!
El hermano Pinower respondió con una risita.
—Vanguard está en guerra. Aquí todos lo saben.
—El camino que ofrezco lleva hacia la libertad, con tierras y con una posición.
—O acabar en la barriga de un goblin. Tienen fama de comerse vivos a sus enemigos.
Dawson dio un suspiro resignado.
—Tienes tres… —dijo el hermano Pinower con tono que de repente era más esperanzado—. Son tres más que cuando llegaste, y puedes estar seguro de que el hermano Artolivan no permitirá que te marches sólo con eso.
—¿Va a enviar monjes?
—No, por supuesto que no, pues no nos sobra ninguno —respondió el hermano Pinower—. Al menos en estos tiempos que corren. Pero tenemos gemas que podrían servir a los hermanos del Monasterio Pellinor.
—El Monasterio Pellinor ha caído —dijo Dawson.
—Esperamos que sea una situación pasajera. Los rumores que llegan del norte ya hablan de su reconstrucción, con vigor y determinación renovados. Y muchos de los hermanos de Pellinor siguen vivos. Reforzaremos sus filas, y las tuyas, con gemas y materiales. Ya he hablado de esto con el padre Artolivan y me ha dado todo tipo de garantías.
Dawson asintió.
—La dama Gwydre agradecerá su apoyo, pero tengo una bodega que llenar con hombres aptos para combatir, y hasta el momento sólo tres han accedido, y eso por más dinero del que tenía intención de ofrecer. Necesito cincuenta, hermano, para que mi viaje hasta aquí justifique el tiempo y los gastos de la dama Gwydre, a pesar de tu generosa oferta de gemas y materiales. Lo único que nos hace falta son guerreros válidos.
—Paciencia, entonces —dijo el hermano Pinower—. La lucha arrecia en todo Honce, y semana tras semana llegan nuevos trabajadores. Tal vez pueda hablar con el hermano Shinnigord, que se encarga de ellos, para que use el látigo con mayor liberalidad y hacer así que tu oferta sea un poco más tentadora.
—Eso sería de agradecer —dijo Dawson con una inclinación de cabeza.
El hermano Pinower hizo un gesto, restándole importancia.
—En este momento tenemos exceso de trabajadores —dijo—, y llegan más cada día, sin parar. Tal vez podamos convencer al padre Artolivan de que plantee tus inquietudes a los lairds Ethelbert y Delaval, a fin de que accedan a desviar el excedente directamente a la dama Gwydre.
—Eso le prestaría un gran servicio a Vanguard, hermano —respondió Dawson atropelladamente.
Era una oferta de la que le habría gustado hablar, pero una conmoción que surgió a un lado hizo que ambos se volvieran hacia la puerta de la capilla propiamente dicha, adonde se dirigía un joven hermano con un par de los monjes de más alta categoría.
—El hermano Fatuus de Palmarisburgo —le explicó el hermano Pinower a Dawson—. Llegó hoy mismo a matacaballo, con noticias urgentes para el padre Artolivan.
—¿Noticias de interés para mí y para mi causa?
El hermano Pinower se encogió de hombros y prometió volver pronto, con lo cual Dawson volvió a dirigirse hacia los grupos de trabajo para continuar con sus propuestas.
—Tres… —dijo entre dientes, mientras atravesaba el patio, y se estremeció pensando en cómo lo apostrofaría la dama Gwydre si volvía con refuerzos tan magros.