Demostrar algo
La tripulación de cinco hombres iba a la deriva entre la niebla, casi sin más ruido que el ocasional aleteo de la única vela bajo la leve brisa o el chapoteo del agua. Androosis iba sentado delante, con las largas piernas colgando a ambos lados de la proa, que formaba un ángulo lo bastante alto como para que pudiera mantener cómodamente los pies fuera del agua. Con sus dieciocho años era más de diez años más joven que los demás alpinadoranos que iban en la embarcación, tres curtidos timoneles y el mayor del grupo, el chamán Toniquay. A Toniquay no le quedaba ni un solo pelo en la cabeza, y su piel clara estaba salpicada de multitud de manchas oscuras que le daban el aspecto impresionante de alguien que ha estado en la tumba y ha regresado. Los escasos dientes que conservaba estaban dispuestos en un ángulo increíble y tenían un brillo amarillento, y su fino bigote parecía casi una sombra, según le diera la luz.
Otro hombre iba agachado contra la popa, accionando el timón y las velas, y los otros dos marineros estaban sentados en el centro de la embarcación de menos de cinco metros, justo delante de Toniquay. Cada uno de ellos tenía un remo sobre el regazo, listos para ayudar cuando así lo indicara el timonel.
Unas líneas largas se extendían detrás de la embarcación, cada una con multitud de anzuelos. Hasta el momento, la captura había sido escasa. Sólo dos truchas bastante pequeñas se removían en los muchos cubos que llevaban en el fondo plano, entre Androosis y los remeros.
—Un día demasiado calmo —dijo Canrak, el nudoso hombre que manejaba el timón. Aunque no era un viejo (de hecho era el más joven después de Androosis), tenía la cara tan arrugada que daba la impresión de que alguien hubiera acumulado capas separadas de piel, una encima de otra, formando una cabeza. A eso se sumaba una espesa barba negra que crecía en lugares donde no debía y no crecía en otros donde normalmente sí lo haría, todo lo cual hacía que Androosis lo considerara el ser humano más feo que hubiera visto jamás. Todo lo contrario de Androosis que, con su piel clara y su cabello rubio, había llamado la atención de todas las jóvenes de Yossunfier. Era alto y fuerte, de hombros anchos. También pasaba por uno de los jóvenes guerreros más prometedores de la tribu, lo cual, él lo sabía, había influido en no pequeña medida en la decisión de Toniquay de llevarlo en esas largas expediciones de pesca.
—Está tan calmo que ni se mueve, pero nunca es demasiado —replicó Toniquay—. El Mithranidoon es una bendición, embravecido o quieto.
Respondía a la observación de Canrak, pero Androosis sabía que el agrio chamán lo decía para que él lo oyera. Toniquay conocía muy bien la amistad que Androosis mantenía con Milkeila, y había encabezado el ataque contra ella semanas atrás, cuando la chica se había atrevido a sugerir una expedición a las costas de más allá del Mithranidoon. No era ningún secreto que a continuación de la atrevida sugerencia de Milkeila los ancianos de la tribu habían distribuido las tareas para mantener a los presuntos conspiradores separados. En realidad, algunos de esos ancianos, como Toniquay, se habían estado jactando de su sabiduría. Esa mañana, cuando los cinco habían subido a la embarcación, Toniquay le había susurrado a Androosis: «Aquí es donde vas a aprender la verdad, no en los anhelos de una joven frustrada por no haber encontrado ningún amante dispuesto entre sus iguales».
Androosis había dejado pasar el insulto a Milkeila sin responder, algo cuyo peso todavía sentía sobre sus orgullosos hombros. ¡Pero para nada quería una disputa con Toniquay! En Yossunfier no tenía cabida semejante disputa. La estructura del pueblo de Androosis, Yan Ossun, era muy similar a la de las tribus alpinadoranas. Los ancianos disfrutaban de gran influencia y respeto, y los chamanes más viejos ocupaban la más alta jerarquía, sólo por debajo del Pennervike, el mismísimo gran jefe de Yan Ossum.
—¿Crees que estamos perdiendo el tiempo aquí, amigo Androosis? —preguntó Toniquay, tomando desprevenido al joven.
El aludido se volvió para mirar al prepotente chamán, y encontró cuatro pares de ojos fijos en él.
—Un momento en el Mithranidoon es tiempo perdido, maestro —respondió Androosis sumisamente antes de volverse.
—¡Bien dicho! —lo felicitó Toniquay, y luego, en tono más solemne, añadió—: ¿Realmente lo crees?
Sentía la lava ardiente muy por debajo de sus pies desnudos, pero ese día no la invocó. Milkeila no tenía ninguna tarea asignada en ese momento, y sólo utilizaba su vínculo mágico con la tierra para recordar que tenía sus poderes, una energía mágica considerada muy eficaz entre los chamanes de su edad y mayores. Era un momento en el que la mujer necesitaba esa seguridad, porque había visto a Androosis subir al barco con Toniquay esa mañana. Milkeila no era tonta. Entendía el significado de aquella salida tan inusual de Toniquay al Mithranidoon.
Un grupo de amigos de Milkeila compartían con ella las fantasías de abandonar el Mithranidoon, una pasión por los viajes desatada por la llegada de los monjes abellicanos hacía ya tres años. Hasta ese momento, ninguno de ellos sabía que existía un mundo más extenso fuera de las orillas del Mithranidoon, al menos un mundo habitado por otros hombres.
No habían hecho más que hablar de ello, por supuesto. Inquietudes de adolescentes. Sin embargo, en el caso de Milkeila había un fondo de sinceridad en todo aquello. ¡Quería ver mundo! Su relación con Cormack no había hecho más que aumentar ese deseo, por supuesto, ya que no podían pensar en una unión manifiesta allí, en el Mithranidoon, donde los ancianos, en especial el hosco Toniquay, jamás lo habrían permitido.
Los seis conspiradores habían dejado la idea de lado durante más de un año y habían relegado el plan a un lugar muy remoto. Milkeila los sorprendió a todos al reactivarla hacía un par de meses.
La joven chamán se había dado cuenta de su error casi de inmediato. Ahora ella y sus amigos se estaban haciendo mayores, y pronto iban a ser aceptados como miembros plenamente adultos de Yan Ossum, y las fantasías de juventud habían sido reemplazadas por responsabilidades más serias. Milkeila no tenía duda de que al menos uno de los seis, Pennerdar, había ido con el cuento a los ancianos, y aunque estos no se habían enfrentado a ella directamente, había observado las miradas que le dirigían, nada favorables, en especial Toniquay. Sobre todo esa mañana le había echado una mirada furiosa justo antes de llamar a Androosis para que participara con él en la pesca.
—Androosis —dijo Milkeila en voz alta. El sonido de su propia voz la sacó de su concentración y rompió su conexión con el poder telúrico de las profundidades. Tenía que ser Androosis el que Toniquay eligiera para ese viaje especial al Mithranidoon, porque sólo él había mostrado cierto interés cuando Milkeila había sugerido el viaje al mundo que quedaba más allá del lago.
Milkeila respiró hondo y de forma inconsciente miró hacia el este, hacia el Monasterio Insular, totalmente oculto tras la niebla. Con concentración renovada, la chamán exploró los poderes ardientes que fluían en las profundidades del lago. Alzó la mano para tocar el secreto collar de gemas, buscando en él un poder añadido. Se sintió invadida por una sensación de urgencia: si pudiera desentrañar el secreto de las piedras, si pudiera encontrar una forma de mezclar los poderes de las gemas con los suyos, tal vez podría encontrar alguna respuesta a las preguntas que sabía que Toniquay le haría en algún momento.
Sentía el cosquilleo del poder, que no terminaba de concretarse. No podía acoplar la magia tal como había unido su alma a la de Cormack. Dedicó muchos minutos al esfuerzo, hasta que sintió que la magia chamánica fluía por ella poderosamente, pidiendo ser liberada, como si fuera a consumir su carne y su sangre. En ese momento de clímax mágico, Milkeila rebuscó en las piedras…
Nada.
La magia telúrica salió de sopetón de su cuerpo, un acceso repentino y fulgurante de fuego que formó un círculo en torno a ella. Varias hojas se curvaron y chamuscaron, y después surgieron volutas de humo del suelo.
Milkeila estaba allí de pie, jadeando, tanto física como emocionalmente extenuada. Miró en derredor, al círculo de destrucción, y meneó la cabeza, reconociendo que no era más de lo que podía hacer en cualquier momento. Se llevó el collar de piedras a los labios y lo besó, pensando en Cormack, en las promesas compartidas. En el fondo de su corazón sabía que no eran tan diferentes la religión de la tierra y la de las gemas. Y creía, al igual que Cormack, que las grandes respuestas se encuentran en la fusión, en el todo.
Si alguna vez pudiera llegar allí.
Milkeila se volvió a mirar el lago, en la dirección en que se habían marchado Toniquay y Androosis, y sintió que las dudas y el miedo le agarrotaban el estómago.
Androosis se volvió a mirar al hombre y empezó a responder, pero se contuvo al darse cuenta de que allí no había acuerdo posible, que Toniquay lo estaba provocando. Si Androosis respondía correctamente, entonces caería sobre Milkeila el peso de esa respuesta. En caso contrario, Toniquay lo usaría como una prueba más de que los jóvenes adultos de Yan Ossum estaban desmadrándose y volviéndose en contra de las tradiciones que habían mantenido al pueblo pujante durante incontables generaciones.
De modo que Androosis no dijo nada.
—Echa las redes —le ordenó Toniquay sin pestañear.
—Están echadas y no hay nada en ellas —dijo Canrak desde popa, pero Toniquay seguía impertérrito.
—Entonces recógelas —dijo el viejo chamán.
Androosis se quedó estudiando a Toniquay. El viejo no se inmutó. ¿Es que ese hombre pestañeaba alguna vez? ¿Moriría con los ojos abiertos y permanecería así por toda la eternidad bajo la fría tierra?
Androosis se movió por fin, con gesto deliberado, pasó al lado de la trucha que se sacudía y entre los remeros. Con premeditación fijó la mirada en la popa de la embarcación al pasar junto a Toniquay, porque podía sentir los ojos del chamán clavados en él a cada paso.
Canrak se rio de él quedamente, pero no hizo caso de ese hombre al que todos los de Yossunfier tenían por un necio, y de forma metódica empezó a recoger las largas redes.
Antes de que estuviesen a bordo, Toniquay hizo señas a los dos que tenía delante de que hundieran sus remos en el agua.
—A la derecha —le ordenó a Canrak—, media vuelta.
Canrak asintió y asió el timón, pero hizo una pausa y miró a Toniquay con curiosidad.
—¿Media vuelta a la derecha?
—Media a la derecha.
—Yossunfier está a la izquierda y hacia atrás.
—¿Crees que soy demasiado estúpido para saber eso?
—No, anciano, pero… —Canrak se contuvo y se pasó la lengua por los labios—. Media a la derecha —dijo, y accionó el timón en consecuencia, lo cual presentaba un obstáculo a Androosis, que estaba recogiendo la red a la derecha de Canrak. El joven se puso fuera del ángulo del timón, mirando todo el tiempo fijamente a Canrak, que estaba obviamente azorado.
—Media a la derecha y colócanos rectos, y abre la vela totalmente para aprovechar la brisa —ordenó Toniquay—. Y vosotros dos, remad. Fuerte y recto.
—No estamos a profundidad suficiente —osó decir Canrak, pero Toniquay no dio muestras de haberlo oído.
Canrak se volvió directamente hacia Androosis y le dirigió una mirada de preocupación, pero el joven, menos conocedor del Mithranidoon, no tenía respuesta. Siguió tirando y dirigió una o dos miradas torvas a Toniquay, que estaba de espaldas a él, y no reparó en nada.
Androosis entendió por fin que todo aquello no tenía nada que ver con la pesca. Toniquay no había salido para pescar. Aquella salida tenía que ver sólo con Androosis y con la conspiración de los jóvenes adultos que tan desesperadamente querían salir de ese lago humeante.
A pesar de todo, el viraje de la embarcación cogió a Androosis por sorpresa ya que evidentemente había puesto nerviosos a los otros tres. Junto a él, Canrak se pasó repetidamente la lengua por los labios y mantuvo la mano firme en el timón. Era obvio que esperaba que Toniquay volviera a cambiar el curso.
Sin embargo, el chamán no hizo un solo movimiento ni emitió el menor sonido, y la pequeña embarcación avanzó por la niebla. La advertencia de Canrak de que no estaban «a tanta profundidad» resonaba en la cabeza de Androosis.
Una forma oscura acechaba en el agua, al frente y a babor. Una roca, que se alzaba como un poste de advertencia a los intrusos.
—Bendito Toniquay —empezó a decir Canrak.
Pero fue interrumpido cuando el chamán dijo:
—Androosis a proa.
—La red… —empezó a decir Androosis.
—Déjala y ve a proa a comprobar la profundidad.
Androosis pasó tambaleándose al lado del viejo chamán y de los dos remeros. Tropezó y volcó uno de los cubos, derramando agua y dejando una trucha sobre cubierta. Hizo intención de coger el pez, pero se encontró con la mirada desaprobadora de Toniquay y se lo pensó mejor. A punto estuvo de caerse, pero siguió su camino hacia popa.
Se inclinó sobre el agua, acercando la cara al agua, tratando de conseguir un ángulo que le diera la mejor visibilidad para medir la profundidad. Sintió un gran alivio al comprobar que no iban por aguas tan poco profundas, aunque a babor se veía otra roca que sobresalía del agua casi un metro.
Se volvió para informar a Toniquay y vio la expresión absorta del chamán mientras señalaba justo por delante de Androosis.
Cuando se giró otra vez hacia adelante, Androosis lo entendió todo. A menos de cincuenta pasos acechaba una playa oscura y ominosa, muy empinada y cubierta de piedra volcánica de agudas aristas. A poca distancia del agua humeante, la roca se mezclaba con carámbanos de hielo y nieve, ofreciendo un marcado contraste de blanco y negro. Todo parecía igualmente endurecido. Entre las piedras se veían unos cuantos árboles esqueléticos que apenas podían considerarse una señal de vida. Más bien parecían una advertencia para mantener fuera a cualquier ser viviente.
Jirones de niebla atravesaban el campo visual de Androosis, unas veces espesa y otras sutil. En un momento de claridad, vio en medio de ese paisaje desolado una serie de cuevas.
Sabía lo que era ese lugar, y se volvió hacia Toniquay como para lanzarle una acusación.
—Este es el destino de tus sueños —dijo el chamán—. Esta es la promesa de esa tonta de Milkeila. Observa bien la desolación.
—Esto no es más que un lugar —balbució Androosis.
—Demasiado cerca de los trolls —dijo en tono casi inaudible el hombre que remaba a la izquierda de Toniquay, levantando el remo del agua y colocándolo sobre sus rodillas. Su compañero hizo otro tanto y los dos miraron ansiosamente al chamán, como si esperaran una orden que los apartara rápidamente de ese peligroso lugar.
—Hay muchos lugares como este —replicó el chamán, pasando por alto las palabras, las acciones y las expresiones de los remeros—. Y bastaría con darte de bruces contra uno para acabar muerto. No, ni siquiera tendrías que encontrar uno para terminar tus días en una tumba, necio. Nosotros no somos como nuestros parientes del continente. Hemos perdido sus técnicas de supervivencia del mismo modo que nuestra sangre perdió su densidad. Se ha diluido por el calor del bendito Mithranidoon. Te advierto ahora, con este destino claro ante tus ojos, que nuestra paciencia…
Un chapoteo en el agua justo al norte del lugar en que se encontraban interrumpió el sermón de Toniquay.
—Un troll del hielo —advirtió Canrak cogiéndose con fuerza al timón, y los dos remeros miraron fijamente al chamán.
Se oyó otro chapoteo. Al mirar rápidamente por encima del hombro, a Androosis le pareció ver movimiento cerca de las cuevas.
—¿Lo entiendes ahora, joven? —preguntó Toniquay, que procuraba por todos los medios mantener la calma y la compostura—. Piensas que todo esto es un juego, una manera de procurarse diversión.
—Bendito Toniquay, debemos irnos —se atrevió a decir Canrak, y el chamán se dio la vuelta y lo miró con fiereza, incluso levantó una mano, como dispuesto a pegarle.
Pero los remeros no estaban dispuestos a esperar más la orden, y cuando el chamán volvió a mirar hacia adelante, ya habían metido los remos en el agua y el de la derecha remaba con fuerza mientras el otro invertía el movimiento, de modo que aun sin que Canrak accionara el timón, hicieron virar la embarcación.
Y Canrak accionó el timón para ayudarlos, a pesar de la mirada de Toniquay. Se oyó otro chapoteo y luego otros dos en rápida sucesión. Ahora no importaba quién tenía oficialmente el mando. Era cuestión de simple supervivencia.
Hasta el tozudo chamán pareció entenderlo, pues cuando se volvió del todo, no desautorizó a los tres sino que miró fijamente a Androosis.
—Recuerda bien la lección que te he dado hoy —le advirtió, apuntándolo con un dedo largo y huesudo.
La vela cuadrada permaneció desmayada un buen rato mientras Canrak concluía el viraje. A continuación empezó a accionar los aparejos, pero los remeros retomaron un ritmo rápido y eficiente, y la pequeña embarcación empezó a moverse alejándose de la orilla y volviendo a la seguridad de la niebla. Después de unos instantes todos empezaron a respirar más tranquilos.
De repente, los dos remeros se sacudieron. Uno de ellos estuvo a punto de saltar por la borda antes de volver a caer en la embarcación con las manos vacías, mientras que el otro mantuvo un breve combate y consiguió recuperar el remo tirando con todas sus fuerzas, tanto que casi sacó del agua al troll aferrado al otro extremo. El marinero alpinadorano dio un grito, pero hay que reconocer que tuvo la entereza de no soltar el remo, ese remo precioso y vital.
Por supuesto, eso no les sirvió de ayuda un poco después, cuando un segundo troll surgió del agua, alzándose en el aire como un pez que saltase para cazar a un insecto. Con un tremendo impulso, se elevó por encima del marinero que sujetaba el remo, y al descender, lo asió por el cuello. Antes de que los demás tripulantes del barco pudieran reaccionar, el marinero, los dos trolls y el remo cayeron por la borda.
Androosis saltó hacia ese lugar, pero se detuvo y giró en redondo cuando otro troll surgió del agua delante de la embarcación, y, desviándose, fue a caer sobre la proa. Androosis calculó perfectamente el poderoso golpe y alcanzó a la criatura del color del agua en plena mandíbula en el momento en que aterrizaba y antes de que pudiera afirmarse.
La cabeza del troll saltó hacia un lado, y con ella su cuerpo. Esto hizo que la criatura volviera a caer al agua. Durante un instante se debatió en la superficie, pero a continuación se sumergió y Androosis supo que volvería.
No pudo esperar a que eso sucediera. Detrás de él, la embarcación experimentó una sacudida cuando un troll y después otro surgieron del mar y aterrizaron en cubierta.
Canrak y el otro marinero se colocaron a ambos lados de Toniquay, que tenía los brazos extendidos ante sí mientras entonaba un antiguo cántico a los dioses bárbaros. Un trío de trolls los asediaba, enfrentándose con sus garras al pequeño cuchillo del remero y al garfio que Canrak había recogido.
Androosis se apresuró a reunirse con sus compañeros, recogiendo al pasar un cubo lleno de agua. Le arrojó el cubo a la cara al troll que tenía más cerca, que cayó hacia atrás. Entonces Androosis salvó la distancia que los separaba para atizar a la bestia un gancho de izquierda, pero se golpeó la mano contra el pecho de la criatura y lo empujó. Al caer hacia atrás, el troll trató desesperadamente de asirse a él y se agarró con ambas manos al fuerte brazo de Androosis. No pudo frenar la caída, pero consiguió clavar sus uñas como garras bajo la piel del antebrazo de Androosis y se llevó su piel al caer al agua.
El muchacho se llevó la mano al antebrazo sangrante, pero sólo un momento, ya que otro troll saltó a bordo. Lo recibió con un potente puñetazo, pero este enarbolaba un garrote. El puño y el arma chocaron con fuerza, y al bárbaro se le rompieron los nudillos bajo el peso del golpe. Lanzó un aullido y retiró la mano, pero avanzó instintivamente, metiendo el hombro para arremeter contra la criatura antes de que pudiera volver a atacarlo con el garrote.
Los dos cayeron sobre la cubierta, Androosis, encima de la diminuta criatura, consiguió liberar su mano izquierda para descargar golpe tras golpe superando la defensa del troll.
Toniquay trataba por todos los medios de abstraerse del tumulto que lo rodeaba y concentrarse en su conjuro. Invocó a los dioses antiguos de su pueblo, a Drawmir y al Viento Norte, reuniendo el poder que le ofrecían en las manos, mientras las levantaba por encima de su cabeza y empezaba a moverlas armoniosamente en círculo. Abrió los ojos cuando Canrak aulló de dolor y vio a otro troll surgiendo en el aire a un lado de la embarcación. La trayectoria del salto lo hubiera hecho caer contra Toniquay, pero este reaccionó poniendo las manos por delante y lanzando el viento que había concentrado.
El troll, sorprendido en pleno vuelo, cambió repentinamente de dirección y salió disparado, girando sobre sí mismo por encima del agua. Cayó desmadejadamente con un gran chapoteo. Toniquay no hizo caso de él. Prestó más atención a la vela.
La vela.
El chamán volvió a mover las manos, esta vez de forma más rápida y potente, e hinchó la vela con una ráfaga de viento, empujando velozmente la embarcación hacia aguas más profundas.
Repitió el movimiento dos veces más, pero entonces salió despedido hacia adelante. Un troll, atacándolo por la espalda, le clavó las garras en la cara y lo derribó sobre la cubierta.
Androosis consiguió finalmente sortear las defensas del troll y le aplastó la cara de un puñetazo mientras su cabeza daba un potente golpe contra la cubierta de madera. Desconcertada, la criatura se paró un instante, el tiempo suficiente para que Androosis apoyara la mano rota y se levantara. Echó la mano izquierda, que tenía libre, hacia atrás y aplicó todo su peso al puñetazo.
La nariz larga y ganchuda del troll quedó destrozada por el impacto, y la criatura volvió a golpearse el cráneo contra la cubierta del barco.
Androosis se dejó rodar hacia un lado al ver que la criatura estaba acabada. Entonces, con las dos manos lastimadas, se puso en pie.
Canrak estaba en el suelo y el troll que tenía encima le clavaba repetidamente su rudimentaria lanza. El pobre timonel trataba de protegerse con los dos brazos llenos de heridas y cubiertos de sangre. Había más sangre de la que Androosis hubiera visto jamás, más sangre de la que hubiera creído que podía salir de un hombre escuálido.
Se sacudió de encima la conmoción y volvió a la carga, apartando a patadas al troll de Toniquay al pasar. Se tambaleó al pasar bajo la vela, pero no dejó que esto le restara ímpetu mientras se arrojaba sobre el que llevaba la lanza.
Olvidándose de la peor de sus heridas, le dio un revés de derecha, tratando de asir el astil del arma, pero el dolor lo asaltó y no pudo mantener la presión. Eso le costó caro al volver contra la criatura, porque el troll consiguió recuperar la lanza y atravesar la cadera derecha de Androosis.
El muchacho sintió un dolor ardiente que, desde la cadera, le recorría toda la pierna, pero tampoco hizo caso y se centró en comprender las consecuencias que tendría un fallo en ese momento. Derribó al troll al suelo y se lanzó a un frenesí de puñetazos acompañados de un fuerte rodillazo. Por cada golpe que daba recibía otro, y el troll incluso trataba de incorporarse para clavarle los dientes.
Androosis mantenía el mentón bajo y trataba de dar un cabezazo en la boca de la bestia. Se hizo un corte contra los afilados dientes del troll, pero consiguió dejarlo inconsciente.
El grito de Toniquay lo sorprendió y se volvió tembloroso, justo a tiempo para ver que el troll al que había derribado de una patada se lanzaba contra la vela tratando de rasgarla con sus garras. Toniquay corrió tras él.
Demasiado rápido, porque al chocar contra el troll, lo empujó hacia adelante, pues el chamán no pudo frenar su impulso. Tanto él como el troll atravesaron la vela, destrozando la lona. Se dieron un buen golpe contra la cubierta y giraron en direcciones contrarias. El troll se puso de pie de un salto y corrió hacia la amura, superándola de un salto y llevándose consigo la mayor parte de la vela.
Androosis y Toniquay se miraron horrorizados, y los dos corrieron hacia la borda, hasta que el grito del remero que quedaba hizo que se volvieran hacia la proa, donde el pobre hombre era alzado por los aires por un par de trolls.
Toniquay se giró hacia allí rápidamente y empezó a hacer con los brazos un movimiento ondulante para invocar la magia, pero en ese momento se sacudió y se dobló sobre sí, llevando las manos a la lanza que le habían clavado en el abdomen.
Androosis pasó a su lado tambaleándose y sabiendo de antemano que no podría llegar a tiempo para salvar a su compañero. Sólo pudo dar un respingo y contemplar impotente cómo los dos trolls y el alpinadorano pasaban rodando por encima de la proa y desaparecían en el agua.
A espaldas de Androosis se oyó otro chapoteo, y al volverse vio que el troll al que había atizado también desaparecía en el agua. Se dejó caer al lado de Toniquay y vio la lanza clavada en su estómago, pero no tenía la menor idea de cómo ayudar al hombre.
Una repentina sacudida de la embarcación hizo que volviera a ponerse de rodillas, mirando con preocupación la larga red que no había recogido del todo. Llegó hasta ella andando a gatas y al mirar hacia afuera vio que el remero se balanceaba junto con la red, aparentemente enganchado en los anzuelos. Androosis asió la red y empezó a atraer al hombre hacia sí, pero incluso antes de que el hombre llegara a la popa ya sabía que era demasiado tarde. Lo agarró por la camisa y lo alzó hasta media altura. Cuando la cabeza del hombre quedó colgando hacia atrás, Androosis vio sus ojos desorbitados, sin vida.
Horrorizado y asaltado por unas horribles náuseas, el joven tiró del hombre para subirlo a la barca, pero se le escapó y cayó de espaldas sobre la cubierta, con los ojos fijos en el cielo. A su lado, Canrak se quejaba penosamente, y en medio del barco, cerca del mástil y de los jirones que quedaban de la vela, Toniquay gruñía y gemía.
Androosis sintió que iba a perder el sentido. Luchó para que no fuera así y levantó la cabeza para mirar al hombre medio colgado en la popa de la destrozada embarcación. Trató de estirar la mano para cogerlo, pero se dio cuenta de que no podía, se dio cuenta de que caía inexorablemente de espaldas sobre la cubierta.
Volvió a mirar el cielo, pero lo vio todo negro.