SIETE

Acabar con el tedio

—Todos los días lo mismo —se lamentó Mcwigik hundiendo el remo en silencio junto a la pequeña embarcación—. De no ser por los cambios de la maldita luna, ni siquiera sabríamos que el tiempo pasa.

—Ya, pero pasa —dijo Bikelbrin, sentado frente a él—. Lo siento en los huesos, lo siento.

—Y yo en mi nariz rota —se sumó Mcwigik, llevándose la mano a la nariz ancha y chata, un poco más ancha y más chata desde el golpe que había sufrido veintiocho días antes. Se había puesto un pegote de savia del pequeño arbusto de hojas anchas tan común en las islas sobre el puente de la nariz, para protegerla mientras se curaba. Se lo había quitado durante unos días, pero se lo había vuelto a poner poco antes del regreso programado al Monasterio Insular. Pragganag y los demás entendieron aquello como un recordatorio.

—¿Vais ir parloteando todo el camino? —dijo, irritado, Pragganag que iba sentado en la parte trasera comprobando el equilibrio de su hacha, uno delos escasísimos utensilios de metal que conservaban intactos después de un siglo en el lago humeante—. Vais a hacer que todo Mithranidoon se entere de lo que nos traemos entre manos, y no es moco de pavo ser perseguido por una flota de embarcaciones bárbaras.

—Todo el que tiene sentido se ha ido ala cama —replicó Bikelbrin.

—¿Y eso dónde nos deja a nosotros? —preguntó Mcwigik, lo que hizo reír a Bikelbrin y a otros tres de los que iban en la pequeña y resistente barca. El cuarto, Pragganag, entrecerró tanto los ojos para mirar con furia a Mcwigik que casi no se veían entre sus pobladas cejas.

Mcwigik no le hizo el menor caso y estiró la mano para tocarle el morro vendado.

—Vaya, ese monje te dio una buena —dijo Bikelbrin y tanto él como los demás se volvieron hacia Pragganag.

—Ay, y todavía me duele la nariz cuando me río —dijo Mcwigik.

—Te está bien por bromear —sentenció Pragganag, y otra vez rompieron a reír, uniéndose a ellos Mcwigik de buena gana. Por más que el mundo estaba lanzado a una carrera salvaje, los powris disfrutaban mucho de esos momentos de diversión, y las mejores pullas eran las que se lanzaban los unos a los otros.

El silencio volvió a reinar en la barca cuando los powris volvieron a remar.

—Deberíamos construirnos un bote-tonel —dijo Mcwigik tras una breve pausa, refiriéndose a la embarcación powri para mar abierto, que se parecía a un enorme tonel y mantenía la mayor parte bajo la superficie. El interior de un bote-tonel consistía en una serie de bancos ante los cuales había pedales, y los incansables enanos impulsaban la embarcación accionando dichos pedales, que estaban conectados a una hélice de popa. Más de un capitán de barco había empalidecido al ver un bote-tonel, o incluso restos de un naufragio que se le parecían. Y es que los ataques lanzados desde esa embarcación eran brutales, ya que utilizaban un ariete—. Lo botaríamos en el lago, y haríamos temblar a todos.

—Podemos pensarlo —replicó Bikelbrin—. Tal vez les diéramos una alegría a los trolls, pero cuando se inicia una guerra es para ganar, no para pelear. No lo dudes.

—Ya —intervino otro—. Hundimos una embarcación bárbara y entregamos su tripulación a los trolls, y todas las islas se unen contra nosotros y vienen a buscamos. Nuestra roca de Birrete Rojo no es tan grande.

Mcwigik hizo un movimiento de asentimiento exagerado para demostrar que no hablaba en serio. Conocía muy bien los protocolos acordados entre las islas, y el primero de ellos era que ningún combatiente, ni powri ni alpinadorano ni abellicano, sería hundido en aguas profundas, porque las aguas grises y turbias del Mithranidoon ocultaban cosas terribles bajo su incesante pared de diminutas burbujas. Se habían visto a menudo peces y serpientes enormes, y los trolls del hielo parecían enterarse inmediatamente cuando alguien se sumergía.

Nadie sobrevivía mucho tiempo en las aguas profundas del Mithranidoon, y la «guerra» civilizada entre las islas exigía el respeto de algunas normas de combate.

—Sólo decía que me gustaría volver a sentir la hélice bajo los pies —replicó Mcwigik con aire condescendiente.

—Ya —coincidieron Bikelbrin y otro más, porque de los seis que iban en el bote, sólo ellos y Mcwigik habían experimentado semejante cosa o habían visto el mundo que se extendía más allá de los confines de este lago. Los birretes ensangrentados llevaban más de un siglo en el Mithranidoon, y aunque su número se había reducido, habían tenido la suerte de recuperar el corazón de casi todos los más de cuarenta que habían muerto, víctimas de los trolls, las tormentas y los bárbaros, en los primeros tiempos, antes de los protocolos acordados tácitamente.

Con un birrete, un trozo de piedra adecuado (y la roca volcánica del Mithranidoon era perfecta para esa tarea) y un mes de magia ancestral, consistente en canciones sagradas, los powris podían dar vida al sucesor de un enano caído. Este renacimiento mágico, llamado Sepulcro, que no se practicaba a menudo en las Islas Desgastadas, donde abundaban las hembras powris, había permitido mantener las filas de la comunidad powri en el lago a pesar de que sólo tenían tres hembras. Por alguna razón que jamás ningún enano había conseguido explicar, el Sepulcro siempre daba lugar a un varón, aunque el corazón empleado proviniese de una hembra.

A la vuelta de su última incursión al Monasterio Insular, habían preparado y enterrado el corazón de Regwegno con unas rocas, poniendo así en marcha el proceso. Esa misma tarde, justo antes de partir, habían notado las primeras sacudidas en el Sepulcro (el término se usaba también para identificar a la tumba-matriz). El hijo de Regwegno sería libre al cabo de cinco meses, y a juzgar por aquellos temblores iniciales, todos esperaban que este resultase un bribón capaz de hacer que su progenitor se sintiera orgulloso.

—Casi no lo recuerdo —admitió Mcwigik—, porque éramos ciento cinco o ciento treinta aquí en el lago.

El enano que estaba detrás de él, el único además de Bikelbrin que había venido al Mithranidoon junto con Mcwigik, miró con añoranza hacia el noroeste, hacia la imponente pared del glaciar, y se lamentó.

—Hice que mi hermano Heycalnuck fuera chapoteando hasta el hielo sólo porque yo quería sentir el agua fría en los pies. Jamás pensé que llegaría a echar de menos el frío tenebroso del Miriánico.

—Ya —reconoció Bikelbrin.

—Y espero volver alguna vez —dijo Mcwigik, e incluso el melancólico enano que estaba detrás de él lo miró con incredulidad al oír el comentario.

—El tonto de Mcwigik —dijo Pragganag desde atrás—. El frío te debe de haber congelado la sangre en las venas. ¿Te crees que eres un troll del hielo? Tanto pensar te va a matar.

—Ya, ya, ya —dijo el enano de detrás de Mcwigik—. Ni siquiera sabemos por dónde queda el maldito Miriánico. Al este, dicen algunos, pero otros creen que al oeste. ¿Cuántos centenares murieron en la marcha tierra adentro, la que los sacerdotes llaman «gloriosa»? De no haber sido por el Mithranidoon, todos estaríamos muertos a estas alturas.

—De frío, o por los bárbaros, si no por los monstruos —reconoció Bikelbrin, pero en su voz había un tono muy diferente de la consternación que teñía la voz de su compañero de viaje.

Bikelbrin y Mcwigik se miraron sin hablar, después asintieron y sonrieron resignados, ya que a menudo pensaban en dejar el Mithranidoon, y últimamente se preguntaban abiertamente si la muerte, incluso la muerte sin Sepulcro, podría ser peor que la tediosa vida en el lago humeante.

Uno de los enanos que estaban detrás empezó a cantar.

Cuando las estrellas empiezan a brillar.

Veinte muchachos, firmando una línea codo con codo —entonó otro, prosiguiendo el solemne cántico de una antigua canción de guerra powri, una que terminaba mal, lo mismo que la batalla de la que hablaba.

—Sí, pero no esa —gritó otro—. Esta noche vamos a divertirnos, idiotas. No salimos a guerrear sino a divertirnos.

—Una diversión que va a acabar con la cara rota de Prag —dijo el primer cantante, y todos empezaron a reírse, todos salvo Pragganag, por supuesto, que miró a los demás con rabia y afiló la hoja de su hacha con una piedra. El chirrido que produjo se perdió entre las risas.

La noche era tan oscura que casi no podían ver la silueta más oscura del Monasterio Insular entre la niebla. No obstante, estaban muy familiarizados con la maniobra, y pocos podían navegar tan bien como los powris con aquella niebla tan intensa que oscurecía las estrellas.

—Ja, si parece como si el monje estuviera dispuesto a pelear —dijo Bikelbrin tras un largo rato durante el cual lo único que se oía era el chapoteo de los remos en el agua caliente. El enano levantó su remo y señaló hacia adelante, donde, entre la niebla, se podía ver una antorcha.

—Seguro que está ahí con cincuenta de sus amigos —gruñó Pragganag.

—Entonces será una cacería y seguro que acabaré con mi birrete bien brillante —dijo Mcwigik—. Vamos directos a la playa, en cualquier caso, y si nos encontramos allí con un montón de ellos, reserva tu hacha, Prag, para que podamos acabar con ellos rápidamente.

Cormack no oyó que la embarcación se acercaba, pues esa noche soplaba un fuerte viento y el ruido de las olas al romper contra la playa rocosa le saturaba los oídos. Para entonces ya llevaba horas fuera del monasterio y hacía tiempo que él había dejado de pensar en el agua que no veía. Estaba sentado en la arena, de espaldas contra una piedra, mirando las estrellas, que, de vez en cuando, asomaban a través de la niebla gris. Movía entre los dedos dos gemas, una piedra del alma y una magnetita, y a intervalos las hacía chocar una contra otra. El poder de la magnetita residía en su magnetismo, y Cormack a menudo la llevaba encima y usaba sus propiedades mágicas para explorar con ella la playa y los bajíos en torno al Monasterio Insular. Así había encontrado muchas monedas, armas y utensilios antiguos, ya que con la magnetita podía sentir el metal, incluso podía usar el poder de la piedra para transportar pequeños objetos metálicos hasta su mano.

Aquella noche no había encontrado nada, pero tampoco había buscado propiamente ya que había usado la magnetita como pretexto para salir del monasterio sin despertar sospechas. Una vez allí, con la puesta de sol había perdido interés por simular siquiera que buscaba, ya que una pregunta dominaba todos sus pensamientos: ¿vendrían los powris?

Al cabo de un rato, hasta la idea apremiante de la inminente batalla había perdido interés para él, ya que las estrellas empezaron a brillar antes de que la niebla se levantara lo suficiente para oscurecerlas. Cormack a menudo se perdía entre las luces celestiales y dejaba que su mente volviera a sus días en Vanguard y al Monasterio Pellinor y, cruzando el golfo, hasta el Monasterio de Abelle, la abadía matriz de su Iglesia. Aquellos habían sido años buenos y vertiginosos. Rebosante de sentido y de decisión, Cormack había llegado al Monasterio de Abelle con los ojos y el corazón bien abiertos, ávido de todos los detalles, premisas, principios y esperanzas contenidos en la prédica del beato Abelle.

El monje se preguntaba si aún se mantenían encendidos aquellos fuegos voraces y esperanzados. A menudo recordaba con melancolía esos días largos y difíciles, perdidos ahora el amor por el Monasterio Insular y por ese lago llamado Mithranidoon. No se alegró cuando se hubo completado el siguiente nivel de la abadía de piedra, ya que era un lugar al que no entraba nadie que no fueran los hermanos y sus sirvientes. No le producían alegría los sermones del hermano Giavno ni del padre De Guilbe, ni siquiera cuando leían alguno de sus pasajes favoritos de los evangelios del beato Abelle. Sabía que los mensajeros no eran capaces de inspirarlo, porque si bien Cormack no albergaba odio por ninguno de los dos (en realidad le tenía mucho afecto a Giavno), en el fondo de su corazón sabía que habían interpretado equivocadamente el propósito que los había traído a Alpinador. Los habían enviado a hacer proselitismo, a difundir sus enseñanzas, a convertir. Una vez allí, las esperanzas iniciales en cuanto a su misión no habían dado frutos. Los bárbaros ya no soportaban sus predicas y Cormack estaba convencido, y conocía a sus vecinos del lago mejor que nadie en el Monasterio Insular, de que la situación no iba a cambiar.

Las luchas no cesarían.

Las almas de los bárbaros no serían salvadas.

—Ah, Milkeila, tú eras mi última esperanza —susurró Cormack, y su voz se hizo todavía más tenue al moverse para arrojar una piedra al agua, porque, a través de la desigual niebla, vio las caras peludas y arrugadas de los enanos de los gorros sangrientos.

Cormack se puso de pie, sacudiéndose la arena de los pantalones.

—De modo que has venido —lo saludó Mcwigik. El enano se acercó y echó una mirada en derredor, y Cormack retrocedió un paso—. ¿Solo?

Cormack asintió mientras pasaba revista al pequeño grupo y fijaba sus ojos en uno que estaba detrás de los demás, su presunto oponente, que lucía una sonrisa malévola y golpeaba su garrote de madera contra la palma de la otra mano. Por un momento, el monje sintió pánico y se le aflojaron las rodillas. ¡Todo su ser ansiaba dar la vuelta y salir corriendo!

—¿Solo? —insistió Mcwigik golpeando al monje en la cadera.

Instintivamente, Cormack se hizo a un lado, y todos los enanos se pusieron en guardia. El hombre pensó que iban a atacarlo de inmediato, pero el ataque no llegó.

—¿Y bien? —volvió a preguntar Mcwigik.

—Sí, solo —dijo Cormack con voz vacilante—. Os di mi palabra.

—No hiciste tal cosa, pero tampoco dijiste que no —dijo su interlocutor—. Claro que no podías negarte y mantener la sangre en el cuerpo.

Eso hizo que todos los demás rieran. Cormack tragó saliva.

—Pero que pensaras que lo habías hecho, que habías dado tu palabra, habla bien de ti… quiero decir, para ser un humano —dijo Mcwigik

—Dice que tienes honor, o que no tienes sentido —añadió Bikelbrin, arrancando otra risa a los presentes—. Para ser humano, creo que lo segundo.

Las risas arreciaron, pero Mcwigik les puso coto.

—Vamos a ello —dijo con un gesto a Pragganag, que se adelantó con el arma dispuesta a atacar.

—¿Conoces las reglas? —le preguntó Mcwigik a Cormack.

—No.

—Veamos, pues —dijo Mcwigik con sorna, y los demás enanos volvieron a reír, excepto Pragganag, que tenía la expresión más feroz que hubiera visto jamás el pobre Cormack—. Lo que pretende Pragganag es acabar contigo, de modo que si te gana, lo más probable es que pierdas mucha sangre. En cuanto a ti, puedes golpearlo todo lo que quieras. Ni uno de nosotros se pondrá en tu camino. Mátalo o machácale la cabeza, o lo que quieras… una vez que hayas ganado, podrás reclamar el birrete de Prag.

—¡Eso no me gusta nada! —gruñó Pragganag.

—Tú tienes pensado matarlo, pero nosotros sólo pretendemos darle tu birrete —sostuvo Mcwigik.

—¡Mi gorro vale más que su vida!

—¡Bueno, entonces él puede matarte simplemente y apropiarse de tu maldito gorro! —replicó Mcwigik.

—¡Sólo así podrá conseguirlo!

Mcwigik se disponía a responder, pero se limitó a sonreírle a Cormack y salir de en medio. Cormack estaba a punto de hacer una pregunta, para asegurarse de que no se le echarían todos encima si conseguía imponerse, pero ni siquiera tuvo ocasión de decir una palabra antes de que Pragganag se echara sobre él rugiendo y dando golpes a diestro y siniestro con su garrote.

Cormack saltó hacia la derecha, luego más a la derecha, y repitió el movimiento una tercera vez, lo cual lo sacó del camino del furioso powri. Después se lanzó de cabeza dando una voltereta y cayó de pie. De inmediato dio una segunda voltereta pues sintió que el enano cargaba contra él. Su tercer salto lo impulsó hacia un cúmulo de piedras y le dio tiempo a girarse en el otro extremo, de modo que, cuando Pragganag llegó rugiendo y dispuesto a derribarlo, Cormack estaba listo y esperando.

—¿Estás luchando o corriendo? —preguntó el enano antes de que Cormack se colocara dentro del alcance de su garrote y lo golpeara con una combinación izquierda, derecha, que frenó su ímpetu. El monje retrocedió de un salto y echó la cabeza hacia atrás para evitar un golpe del garrote. Lo esquivó y asestó un puñetazo de izquierda a la cara peluda del powri antes de ponerse de un salto fuera de su alcance.

—Tres puntos para él —dijo Mcwigik riendo.

Pero Pragganag respondió con un bufido, y no dio muestras de haber recibido ningún puñetazo de Cormack. Arremetió con un rugido, amagando repetidas veces con salvajes porrazos que Cormack no pudo hacer otra cosa que esquivar.

—¿Hasta dónde puedes correr? —lo desafió Pragganag, lanzándose contra él repentinamente y enviándole un poderoso garrotazo descendente.

Lo bastante lejos para evitar el golpe, comprendió el enano, y abrió los ojos desconcertado cuando vio que Cormack ya había invertido el rumbo e iba directo a por él. El hombre dio un salto y, asestando con ambos pies una patada en la cara y los hombros del enano, lo hizo caer de espaldas al suelo.

Pragganag se giró rápidamente y quedó panza abajo, pero apenas se había afirmado sobre las rodillas para ponerse de pie, cuando Cormack se le tiró encima, sujetándolo con una rodilla a la altura de la cabeza. Pragganag se volvió y pese a todo asestó tres puñetazos a Cormack.

Aún así, Cormack pasó un brazo por debajo de los brazos y otro por encima del cuello del enano, y tiró de él hacia atrás. Normalmente, este movimiento le habría asegurado la victoria ya que dejaba inmovilizado al contrincante de la cintura para arriba, claro que normalmente, el oponente de Cormack no era un enano powri.

Pragganag replegó las piernas debajo del cuerpo y con una fuerza tremenda consiguió ponerse de pie arrastrando al humano consigo. Cormack trató de moverse para hacer perder el equilibrio a su contrincante, pero Pragganag empezó a sacudirse frenéticamente, girando de izquierda a derecha y de derecha a izquierda sucesivamente, y afirmando pesadamente los pies en el suelo.

Cormack tuvo la sensación de que estaba montando un toro. Sus pies estaban más tiempo en el aire que en el suelo, de modo que poco pudo hacer para impedir que Pragganag emprendiera una repentina carrera. El enano corría y rugía, y luego se agachó de golpe, alzando a Cormack con la espalda. En un instante, Cormack entendió lo que pretendía al ver el montón de enormes piedras que se acercaban hacia él, pero Pragganag alzó los brazos para coger a Cormack por las muñecas y sujetarlo con fuerza. A continuación con la fuerza bruta de su especie, arrojó al pobre Cormack por los aires.

El hombre golpeó el lateral de la roca más grande, y Pragganag cayó sobre él. Así quedaron un momento, como un tomate aplastado, antes de caer los dos a la arena.

—Levántate —se dijo Cormack, tratando de desembarazarse y de insuflar aire en sus pulmones. Casi no sabía dónde estaba, con los enanos de birrete ensangrentado ululando alrededor de él, pero sí sabía que si no se levantaba pronto, lo matarían allí mismo.

Apenas estaba intentando ponerse de rodillas cuando el garrote llegó como un rayo. Por puro instinto, sólo en virtud de las largas horas de entrenamiento en artes marciales que había recibido, Cormack levantó el antebrazo izquierdo para interceptar el golpe. El impacto hizo que un dolor insoportable lo recorriera de pies a cabeza, pero sus músculos avezados continuaron con el movimiento aprendido. Dejó caer el brazo recto hacia abajo, cogiendo el garrote en la mano izquierda mientras se giraba hacia su atacante, impulsando hacia arriba la mano derecha para arrebatar el garrote. Cormack consiguió arrancarle el garrote al enano. El monje, lanzando un gruñido, con un hábil movimiento, clavó el extremo más gordo del garrote en el ojo de Pragganag con un crujido atronador. La cabeza del enano salió despedida y el powri retrocedió varios pasos.

Cormack no cejó en su empeño, dio al garrote un impulso abierto hacia la derecha y a continuación lo lanzó contra la sien de Pragganag. Este, que no se había afirmado todavía, trató de esquivar el golpe, pero tropezó y cayó de bruces, ante los aullidos de admiración de Mcwigik y los demás.

Cormack se dispuso a mantenerlo postrado ante él, indefenso, hasta que se rindiera. Pragganag se levantó y lanzó un revés que Cormack no iba a poder evitar. El hombre se agachó y levantó el brazo izquierdo para absorber la mayor parte del golpe, con la intención de contraatacar inmediatamente con otro golpe del garrote.

Pero no lo absorbió.

Sintió un dolor lacerante en el brazo. Retrocedió tambaleándose y, soltando el garrote, se llevó la mano a la piel desgarrada. No podía entender lo que había pasado, hasta que el enano se puso de pie de un salto y se enfrentó a él, balanceando el hacha ensangrentada en la mano izquierda.

—¿Qué? —dijo Cormack que seguía retrocediendo hasta que cayó sentado en la arena.

Pragganag se aproximaba, riéndose de él, y Cormack dejó caer los brazos, renunciando a defenderse pues ¿cómo podría detener su carne el embate de un hacha?

—¡Primero voy a mojar mi propio birrete! —insistió Pragganag mirando a sus compañeros mientras recorría los últimos pasos. Alzó el hacha y dio un paso al tiempo que asestaba el golpe con fuerza suficiente para cercenar el brazo del hombre si este intentaba pararla.

Y de hecho, eso fue lo que hizo Cormack, levantar la mano derecha, porque en el momento en que bajó los brazos a los lados del cuerpo, rozó el bolsillo que llevaba al cinto. Ahora sostenía la piedra imán, y vio la cabeza del hacha a través de su magia, con tanta claridad como si estuviera mirando el sol de mediodía en una mañana despejada. El monje actuó más llevado por la desesperación que por la razón, y transmitió su energía a la gema, haciendo que su magia iniciara un inmediato crescendo.

Primero pensó en atraer el hacha hacia la piedra, pero en lugar de eso, y nuevamente por puro instinto, dejó que la piedra fuera hacia su objetivo. Cuando Cormack abrió la mano, la magnetita salió disparada con una velocidad tremenda, acudiendo a la llamada de la cabeza metálica del hacha.

El poderoso estampido rebotó en las piedras del Monasterio Insular y el eco lo transmitió a todos los confines del Mithranidoon. La suerte estaba con Cormack, porque cuando la piedra impactó contra el hacha, la fuerza del golpe hizo que la hoja se desprendiera del mango tan limpiamente que fue a golpear al enano en toda la cara.

La piedra salió volando, lejos, muy lejos, y Pragganag se echó atrás con una brecha sangrante en las mejillas y la nariz. Trató de mantenerse en pie, gruñó luchando contra el dolor y contra el entumecimiento que se estaba apoderando de su macizo cuerpo.

Sin saber cómo, se encontró de rodillas.

Sin saber cómo, se encontró tirado en la arena.

Cormack se sujetó otra vez el brazo herido y, tambaleándose, llegó al lado del enano. Bajó la mano y le arrancó el birrete, después asió a Pragganag por el pelo y le apartó la cara de la arena.

—Que me aspen si sé lo que ha pasado —dijo Mcwigik, y él y todos los demás se amontonaron en torno a los dos contendientes y no parecían muy felices por el giro que habían tomado los acontecimientos.

—Dijiste que conocía las normas —le recordó Cormack.

Mcwigik se lo pensó un momento, se volvió hacia sus compañeros y rio de buena gana. En las filas de los enanos todos rieron.

Pragganag seguía sin dar muestras de resistencia ni de conciencia.

—¿Entonces tienes intención de matarlo? —preguntó Mcwigik con toda seriedad.

Cormack miró la masa informe de pelo y sangre y se limitó a soltarla. La cara de Pragganag se hundió otra vez en la arena. El hombre se apartó y un par de powris se dirigieron a donde estaba su camarada caído y lo pusieron de pie sin el menor miramiento. Le dieron un par de empujones y uno le escupió en la cara.

—¡¿Qué demonios de las profundidades…?! —farfulló Pragganag con palabras apenas inteligibles por la hinchazón de los labios.

—¿Queeé? ¡¿Queeé?! —dijo Mcwigik—. Que te aplastó bien los morros, pedazo de idiota. Te venció bien vencido.

—Ya le daré yo.

—No, vas a cerrar la boca y —Mcwigik hizo una pausa y se apartó a un lado para recoger el birrete de Pragganag de la arena— te vas a hacer otro gorro.

Pragganag se soltó de uno de los brazos que lo sujetaban, y cuando el otro trató de cogerlo otra vez, Pragganag le dio con el puño en el ojo.

—¡No, no te atreverás! —le gritó a Mcwigik cuando este se acercó a Cormack con el gorro en la mano.

—Te han dado una paliza, y tu gorro es el precio —dijo Mcwigik.

—Está bien —trató de intervenir Cormack porque ¿para qué le iba a servir a él un gorro de powri ensangrentado? Pero Mcwigik no lo escuchaba.

—¡Es el dáctilo demoníaco! —protestó Pragganag, y se soltó del otro enano que lo sujetaba, disuadiéndolo de volver a intentarlo con una mirada furiosa.

—¿El humano mantuvo su palabra al acudir a la cita, pero tú no vas a cumplir la tuya? —le preguntó Mcwigik.

—¡No vas a darle el gorro!

—Está bien —dijo Cormack, pero nadie lo escuchaba.

Mcwigik se volvió ante el avance de Pragganag y echó el brazo derecho bien alto, hacia atrás, manteniendo el birrete fuera de su alcance, al tiempo que mantenía el brazo izquierdo contra su torso.

—¡Me lo vas a dar! —exigió Pragganag, y al ver que Mcwigik mantenía el birrete fuera de su alcance, le dio un golpe en la cara.

Fue un error.

Porque Mcwigik había cogido algo más cuando se apoderó del gorro, y su brazo izquierdo lanzó un golpe de través a la altura del cuello del otro.

Pragganag quiso gritar algo, pero sólo salió un sonido gorgoteante, ya que la afilada hacha, que Mcwigik había cogido subrepticiamente, le había abierto la garganta de lado a lado.

Mcwigik dio un paso atrás y sin inmutarse le ofreció el birrete a Cormack, mientras Pragganag caía de rodillas, ahogándose y llevándose la mano a la garganta de la que manaba abundantemente su sangre.

Cormack echó mano a su bolsillo y a la piedra que le quedaba.

—Puedo sanarlo —dijo, intentó pasar a toda prisa al lado de Mcwigik… pero el vigoroso powri se lo impidió interponiendo el brazo en su camino.

—No, no puedes. Coge su maldito gorro y empápalo con su sangre. Después puedes ponértelo en la cabeza e irte de aquí. El juego ha acabado, chico, y la próxima sangre que se derramará será la tuya —le puso el gorro en la mano—. ¡Mójalo! —ordenó en un tono que no admitía réplica.

Cuando se alejaba dando tumbos de la playa, instantes después, con el birrete húmedo en la mano, Cormack oyó a Mcwigik dar instrucciones a los demás (para gran alivio de estos, a juzgar por sus respuestas) de sacarle el corazón a Pragganag.

Cuando llegó a la pequeña arcada de piedra que llevaba a la puerta principal del monasterio, Cormack oyó la canción mortuoria de los powris, que ya le resultaba familiar. La entonación extraña y a la vez suave y armoniosa (teniendo en cuenta las voces graves de los cantantes) se mezclaba con el sonido de las olas, de tal modo que Cormack no habría sabido que era una canción de no haberla oído antes.