SEIS

Las llaves de la prisión

El asentamiento del punto donde el río desembocaba en el golfo de Corona se llamaba Palmarisburgo. A Bransen, Cadayle y Callen les pareció que realmente eran dos ciudades distintas, no una sola. En realidad, una empalizada de madera abarcaba toda la extensión de la ciudad, separando las desvencijadas chozas de la zona de los muelles y el gran río de las casas más grandes y confortables de la parte oriental de la ciudad. Esa sólida empalizada rodeaba totalmente la ciudad interior, con una puerta abierta que permitía el acceso desde el camino sur, proveniente de Delaval, y otro al noreste, que se internaba en la tierra justo al sur del golfo.

Los guardias hacían la ronda a lo largo de un parapeto construido dentro de la empalizada. La mayor parte de los efectivos estaban concentrados en el oeste, vigilando la parte pobre de la ciudad y los muelles, que bullían de actividad.

Y realmente eran un hervidero, como pudieron comprobar Bransen y sus acompañantes al acercarse a la puerta meridional. Los barcos atravesaban constantemente el ancho río, y en el puerto había tantos navíos de vela, entre ellos muchos buques de guerra del laird Delaval, que algunos habían tenido que amarrar fuera de las dársenas, totalmente ocupadas. Grupos de hombres sucios iban y venían tirando de cuerdas con las que arrastraban unos patines cargados de provisiones, o gruesos troncos de árboles traídos del lado occidental del río, de la región que llevaba el adecuado nombre de Camino Maderero.

Los cocheros hacían chasquear sus látigos en los talones de esos pobres estibadores. Desde la puerta, los tres visitantes observaron horrorizados cómo caía un hombre bajo el peso de un fardo muy pesado. Cayó al suelo y el capataz empezó a darle puntapiés y puñetazos, a pesar de sus ruegos. Los demás operarios no se atrevían a hacer nada salvo mirar.

—¿Os revuelve el estómago? —les preguntó un guardia de la puerta al observar la expresión horrorizada de los tres. Sobre todo miró a Bransen, que ese día andaba sin la piedra del alma, oculto bajo la apariencia del Cigüeña. El guardia hizo una mueca y se volvió a mirar a Cadayle. Una sonrisa lasciva se dibujó en su cara.

—Mi esposo —dijo Cadayle poniéndose al lado de Bransen y pasando su brazo por debajo del de él—. Fue herido en la guerra de las tierras meridionales de Delaval.

—¿A favor de quién luchaba? —preguntó el guardia. Otros dos centinelas que estaban del otro lado oyeron la conversación y observaron con repentino interés. También miraron a Doully, el burro, interesados sobre todo en las abultadas alforjas que cargaba.

—Del laird Delaval, por supuesto —replicó Cadayle—. Somos de Prydburgo, y el laird Prydae se puso del lado de Delaval contra Ethelbert, lo mismo que su sucesor, el propio sobrino del laird Delaval.

—Sed bienvenidos, entonces —dijo el primero de los guardias—. ¿No tiene nada que los monjes abellicanos no puedan arreglar?

—Y-y-yo… —tartamudeó Bransen. Un hilillo de saliva le corría por una de las comisuras de los labios y el centinela hizo una mueca de disgusto.

—Nadie le ha proporcionado alivio —intervino Cadayle—, aunque muchos lo intentaron. Tal vez aquí encontremos la respuesta que buscamos.

—El padre Malskinner tiene gran poder con las piedras —comentó uno de los guardias.

—Entrad entonces y encontrad lo que buscáis —dijo el primero, haciéndoles señas de que pasaran—. Y no te preocupes —le dijo a Bransen cuando el hombre pasó a su lado con su andar vacilante—. Esos necios de allí, castigados por el látigo, fueron traídos de las líneas de Ethelbert.

—¿Son prisioneros? —preguntó Callen con sorpresa.

—Sí, hasta que mueran por el esfuerzo —explicó el guardia. Esa posibilidad no pareció preocuparlo en absoluto. Miró hacia los muelles y a los castigados esclavos—. Perdí a mi hermano en un combate en el golfo. De buena gana atravesaría con mi espada a todos esos si me estuviera permitido, pero me satisface saber que esos tontos están ayudando al laird Delaval a poner fin a las aspiraciones de Ethelbert. Cada tronco que traen desde el río, cada cajón de víveres o de armas que llega de la ciudad de Delaval, es empleado contra la Bestia de Entel. ¡Cuando Ethelbert caiga, y así será, me sentiré satisfecho de que Palmarisburgo tenga algo que ver en la derrota!

—Sólo desearía que mi esposo no hubiera quedado tan mal herido y que pudiera ayudar en esa empresa —dijo Cadayle.

—Al menos su esposa podría dar consuelo a guardias leales a Delaval —dijo uno de los que estaban al otro lado, y su compañero se le festejó el chiste con una risita.

Cadayle tuvo buen cuidado de responder en voz baja, ni demasiado insultante ni tan condescendiente como para alentar la pretensión carnal del hombre. Se aferró con más fuerza al brazo de Bransen y lo hizo atravesar la puerta. Callen y Doully los siguieron.

De todas las ciudades que habían encontrado en su camino, ninguna tenía el dinamismo de Palmarisburgo. La ciudad no estaba en primera línea de combate como tantas otras desde Pryd a Delaval, y hasta allí llegaban pocos heridos. Sin embargo, Palmarisburgo estaba en el centro de todo, pues por ella pasaban muchos de los soldados del laird Delaval para embarcar y ser llevados a través del golfo de Corona a los confines orientales, conocidos como Brazo de Mantis. Allí, en Palmarisburgo, la guerra era muy real pero muy distante, un acontecimiento que suscitaba acaloradas discusiones en todas las tabernas y en todas las esquinas, pero sin los cuerpos castigados y los miembros mutilados que recordaban constantemente la dura realidad.

La realidad atenuada se reflejaba en la avidez y el nerviosismo de la población. A medida que se fue corriendo la voz por las calles, muchos empezaron a saludar a Bransen desde lejos, inclinando la cabeza a su paso.

Consiguieron con facilidad una habitación en una taberna, por la mitad del precio normal para el soldado herido, y se pusieron a buscar un establo y un comprador para Doully, porque el viejo borrico ya había recorrido demasiados caminos. A donde quiera que iban los precedían murmullos, y antes incluso de que tuvieran tiempo para salir de la posada y dirigirse a donde habían dejado a Doully, se encontraron con un sonriente y joven monje abellicano.

—Bienvenidos, amigos míos —dijo con tono amistoso, tanto que Callen y Cadayle se miraron desconfiadas, pues no estaban acostumbradas a que los abellicanos se mostraran tan serviciales.

—Tengo entendido que este pobre hombre ha sufrido terriblemente sirviendo a laird Delaval, a quien el beato Abelle conduzca hasta el trono —prosiguió el monje.

—Así es, fue herido al sur de Delaval, enfrentándose a los hombres de Ethelbert —dijo Callen, cuya voz vacilante reflejaba el creciente temor de que pronto se descubriera la mentira de Cadayle.

—Soy el hermano Fatuus del Monasterio de las Preciosas Reliquias —explicó el hombre con una respetuosa inclinación de cabeza—. El padre Malskinner me envió a buscar a este héroe que anda entre nosotros y a ofrecer… —Hizo una pausa y metió la mano en un bolsillo de donde sacó cuatro piedras del alma de color gris.

—¿Vais a curar las terribles heridas de mi yerno? —preguntó Callen, haciendo un gesto de reconocimiento y adelantándose para dar el brazo a Bransen.

—Tal como lo veo… —dijo Fatuus desplazándose hacia un lado e inclinándose hacia adelante en un intento de mirar a Bransen por detrás—… por su forma de andar, quiero decir, porque todavía no he visto ninguna herida.

—La herida se cerró hace tiempo —respondió Cadayle—, pero el daño permanece.

—¿Una lanza?

—No.

—¿Espada?

—No —respondió Cadayle. El monje hizo una mueca de desconfianza.

—¿Una daga, entonces? —preguntó.

—Un garrote —decidió Cadayle—. Recibió un fuerte golpe en toda la espalda, según me dijo, y desde entonces apenas puede controlar las piernas y los pies. Hasta ha perdido la voz. Lo único que hace es tartamudear.

El monje asintió y adoptó una pose pensativa, como si hubiera entendido algo.

—¿Puedo? —preguntó el hermano Fatuus, adelantando la mano en la que llevaba las piedras del alma.

—Por favor, hermano —dijo Cadayle. Besó a Bransen en la mejilla y se apartó.

Fatuus inició un cántico al beato Abelle pidiendo guía y fortaleza. Cerró la mano sobre las gemas y las apretó tan fuerte que se le pusieron blancos los nudillos. Apoyó la otra mano sobre la frente de Bransen y empezó a canalizar el poder apaciguador de las piedras hacia el joven.

Bransen cerró los ojos e inmediatamente se equilibró, disfrutando de la calidez del maravilloso encantamiento. Se dio cuenta en seguida de que ese monje era poderoso, más que cualquiera de los hermanos de Monasterio Pryd. La energía sanadora fluía pura y directa, y Bransen sintió lo mismo que si tuviera su propia piedra atada a la frente. Aprovechando su preparación de Jhesta Tu, Bransen se abrió a la sensación e incluso se atrevió a tener esperanzas, aunque fugaces, de que el hermano Fatuus pudiera ofrecerle alguna mejoría permanente.

En el fondo de su corazón, sabía que no sería así.

Tras unos instantes, Fatuus abandonó la tensión y retiró su palma cálida y temblorosa.

Bransen abrió los ojos, miró al hombre de frente, y dijo:

—Gr… gr… gra… cias —sonrió e hizo una inclinación de cabeza, manteniéndose en pie más recto, pues de verdad se sentía mucho mejor (aunque sabía que aquella mejoría sería pasajera).

Cadayle volvió a su lado.

—Es maravilloso lo que has hecho —dijo interrumpiendo el aparente trance de Fatuus.

El monje parpadeó varias veces mientras miraba a la mujer y a su esposo.

—El daño es… es profundo —dijo.

—Ya nos lo han dicho muchos de tus hermanos —dijo Cadayle y miró a Bransen con sonrisa ancha y sincera—. Has hecho un buen trabajo, hermano. No lo había visto tan erguido desde antes de que lo hirieran.

Sin embargo, Bransen empezaba ya a encorvarse y un hilillo de saliva le brotaba de la boca.

—No durará —comentó Fatuus, y Cadayle le respondió con un gesto de resignación y una sonrisa comprensiva.

—Tienes que llevarlo a la Monasterio de las Preciosas Reliquias —insistió Fatuus—. Le pediré al padre Malskinner que permita participar a los demás. Nuestros poderes combinados harán que la curación sea perdurable, estoy seguro.

—Por supuesto —dijo Cadayle.

—Antes de Parvespers, mañana —les indicó Fatuus, refiriéndose a la ceremonia del crepúsculo—. Estaremos fuera todo el día, ofreciendo nuestros servicios a los valientes hombres de los muelles.

—¿Los esclavos de guerra? —preguntó Cadayle—. Los hemos visto en sus labores, apaleados como perros.

—¿La inmundicia de Ethelbert? —replicó Fatuus con expresión horrorizada—. ¡No, a ellos no, por supuesto! No, no, buena señora, me refiero a los corsarios. —Al terminar señaló a un par de barcos anclados en río, al norte de las dársenas, y que no llevaban bandera.

—¿Corsarios?

—Hombres libres —explicó Fatuus—. No comprometidos ni con Ethelbert ni con el buen laird Delaval. Navegan por mandato del laird Panlamaris el Osado, jefe de Palmarisburgo, que los ha reclutado para luchar contra el detestable Ethelbert y sus oscuros secuaces.

—Querrás decir que los ha sobornado —corrigió Cadayle.

—Sí, recibirán una compensación económica —dijo Fatuus—, y la colaboración de los hermanos del Monasterio de las Preciosas Reliquias. La magia concedida por el dios para sanar sus pies llagados y las muchas heridas producidas tras arduas semanas en el mar. Es lo menos que podemos ofrecer al bondadoso laird Delaval en su denodada lucha contra esa escoria meridional que es el laird Ethelbert.

Cadayle se volvió a mirar a Bransen que, a pesar de su aspecto de Cigüeña, esbozaba una mueca socarrona. Ambos sabían perfectamente que las capillas abellicanas sudorientales servían a Ethelbert tal como las del oeste y el norte servían a Delaval, y todo en buena armonía y con sentido pragmático.

Callen acababa apenas de cerrar la puerta de la habitación que los tres habían alquilado en una posada de Parmarisburgo cuando Bransen cogió la piedra del alma y se la ató a la frente debajo del negro pañuelo de seda.

—Corsarios —dijo, sin el menor vestigio del Cigüeña en su voz firme y enérgica—. Mercenarios.

—¿En qué piensas? —preguntó Callen.

—Yo diría que mi esposo ha decidido que es demasiado peligroso que la pesada carga de nuestro botín siga en las alforjas de Doully —replicó Cadayle, y Bransen asintió.

—Había pensado distribuir la fortuna entre la gente corriente de la región, pero temía que alguna de las joyas fuera reconocida —explicó Bransen—. No deseo imponer esa carga a nadie, lo mismo que os pasó a vosotras en manos del laird Prydae, cuando le entregué a Cadayle el collar robado.

—No me lo recuerdes —le dijo Callen—. ¿Acaso no te aconsejé que tiraras el dinero y las joyas robadas al río para poner fin a todo?

—Y lo que me propongo ahora es algo muy por el estilo.

—Entregando los tesoros a los corsarios y moviéndolos así a volverse contra Delaval —conjeturó Callen—. Entonces ¿vas a ponerte del lado de Ethelbert?

—No me importa si acaban matándose el uno al otro —dijo Bransen—, pero sería una ironía encantadora usar los tesoros de ese necio de Yeslnik para sobornar a los supuestos aliados del laird Delaval.

—¿Tan encantadora como eso de que la Cigüeña se convirtiera en un héroe de la tierra frente a los intereses de los terratenientes? —preguntó Cadayle. Bransen, que se estaba poniendo la camisa negra, hizo una pausa y la miró con dureza.

Por toda respuesta, Cadayle se encogió de hombros y le dirigió una cálida sonrisa. Sin duda la suya había sido una afirmación franca, pero ella, y tal vez sólo ella, se había ganado con creces el derecho a hablarle así. Bransen no podía sentirse herido por la sincera referencia de Cadayle al Cigüeña, pues ella había sido la única que había permanecido a su lado antes de la creación del Salteador de Caminos, cuando él había encontrado la gema mágica que le permitió liberarse de las ataduras paralizantes de su incapacidad física.

Bransen acabó de ponerse las negras vestiduras que su madre había traído de Behr y se ató una tira de tela para cubrir la marca de nacimiento que llevaba en el brazo.

Bransen cogió la fabulosa espada, sosteniéndola con aire reverente mientras estudiada los diseños de vides y de flores grabados en la reluciente hoja. Aquella arma no tenía igual al norte de las montañas de Cinturón y Hebilla, y pocas espadas, incluso dentro de la mística del Jhesta Tu, podían igualar su calidad. Contemplando la maravillosa espada, Bransen recordó que algún día tendría que acudir allí, al Sendero de las Nubes, para aprender de los maestros.

Deslizó la espada en su vaina y se la colgó a la espalda. A continuación cogió las alforjas que contenían el tesoro de Yeslnik y se las echó al hombro. Se llegó a la pequeña ventana de la habitación y a través de la pesada cortina contempló la puesta de sol.

—Es posible que los capitanes corsarios estén en tierra —dijo Cadayle.

—Los encontraré —prometió Bransen, y Cadayle y Callen asintieron, ya que no dudaban de aquel hombre que las había sacado de la miseria que soportaban bajo la bota del laird Prydae.

Bransen salió a la oscuridad de la noche, bajando por la pared de la posada de dos pisos con tal agilidad que cualquiera hubiera pensado que usaba una escala.

El Salteador de Caminos no necesitaba escalas.

No se interesó por el jolgorio que salía de las muchas tabernas situadas a lo largo de la empalizada que separaba los dos niveles de la ciudad, ya que pensó que, si los capitanes corsarios estaban en uno de esos establecimientos, volverían a sus barcos en un momento u otro.

Cuando llegó a los muelles, estaban casi desiertos, apenas un par de esclavos apilaban planchas de madera sin mucho entusiasmo y sin capataces que los apuraran con sus látigos. Bransen no les prestó mucha atención mientras avanzaba entre las sombras hasta los muelles menores y las embarcaciones pequeñas. Se hizo con una sin problemas y se apartó de la escollera remando suavemente, ya que la corriente se encargó de impulsarlo hacia los barcos de los corsarios. La marea estaba bajando en el golfo, con lo cual sólo necesitaba los remos para estabilizar el bote.

No dejaba de mirar hacia atrás para ubicar la silueta oscura de un mástil elevándose hacia el cielo nocturno mientras marcaba el rumbo con los remos, avanzando lentamente, sin la menor prisa, sin ruido.

Condujo el bote de remos siguiendo la línea de amarre y lo ató allí, después recogió sus alforjas y, tras comprobar que su preciosa espada seguía firmemente sujeta a su cinto, empezó a trepar.

Instantes después llegó a cubierta, tan silencioso como la muerte y tan oscuro como la noche, y cuidadosamente dio unos pasos, buscando centinelas y estudiando la disposición general del barco. Jamás había estado en un barco ni había visto uno de cerca. Le costó un gran esfuerzo de concentración no perderse, porque realmente esa nave era una obra de arte, tan esbelta, hermosa y funcional. Estudió las distintas cuerdas, trepó y desapareció en la multitud de aparejos. Muchas generaciones de marinos habían perfeccionado ese diseño, cuerda tras cuerda, lo entendió de inmediato, reconociendo en general la evolución que había llevado de los sencillos botes para una sola persona a ese intrincado y sorprendente diseño de tres velas.

Encontró un camarote elevado en popa y por los gritos que se oían dentro dedujo que el hombre que lo ocupaba tenía mucha autoridad, debía de ser el capitán del barco.

O la capitana, pensó, mientras trepaba hasta una pequeña ventana que había junto a una puerta que daba a proa y espió el interior.

La mujer daba voces junto a un escritorio decorado, con un pergamino enrollado en la mano y, ciñéndole la cabeza, un pañuelo rojo del que sobresalían unas trenzas de color castaño oscuro que le llegaban hasta la espalda. Llevaba un blusón blanco ajustado a la cintura y con los botones lo bastante abiertos para que cada movimiento que realizaba resultase muy revelador. Su indumentaria la completaban unos bombachos negros y unas botas altas, además de un puñal sobre la cadera derecha y una espada curva sobre la izquierda. Sin duda no le faltaban atractivos y la rodeaba un aura de competencia y peligro.

Cuando llegó, su discurso ya estaba iniciado, y parecía demasiado alterada para hablar con oraciones completas. Sin embargo, el Salteador de Caminos pudo desentrañar sin dificultad la esencia de sus divagaciones: la naturaleza del acuerdo ofrecido por el laird Panlamaris, representante del laird Delaval.

—¡Cinco meses de navegación! —gritaba—. ¡Cinco! Y dando de comer a una tripulación completa además de cien soldados hambrientos. ¡Y todo a través de un golfo erizado de powris! ¿Has visto alguna vez a un powri, chico? ¡Un maldito enano de birrete rojo ansioso de abrirte la barriga y arrancarte las tripas! Capaz incluso de comérselas allí mismo ante tus propios ojos…

Hizo una pausa y se quedó mirando, con la boca abierta.

—Sigue —la animó el Salteador de Caminos—. Admito que mis propias experiencias con los powris son bastante limitadas, pero lo que he visto no me permite contra…

La mujer desenvainó su espada y saltó hacia él, tratando de clavársela en la garganta.

En un abrir y cerrar de ojos también apareció la espada en la mano de él. Con calma apartó la de la mujer, de modo que quedó apuntando a la jamba de la puerta abierta. Ella no se paró, y echó mano a su puñal, pero también en esta ocasión fue él más rápido y ella sólo encontró la vaina vacía.

El Salteador de Caminos sostuvo la daga que le había quitado ante sus sorprendidos ojos y la hizo retroceder amenazándola con la punta de su propio puñal.

—Bella dama, no tienes por qué combatir conmigo —le dijo y le ofreció su arma, cogiéndola por la punta.

Ella se lo quedó mirando unos instantes antes de asir la empuñadura que el intruso le ofrecía y arrancarle además la daga. Lo apuntó con las dos hojas, adoptando una pose defensiva y evidentemente intranquila.

El Salteador de Caminos, con toda la calma, volvió a envainar su espada y la corsaria pareció aún más desorientada.

—¿Quién eres? —inquirió.

—Un bandido independiente —replicó él—. Supongo que muy en tu estilo.

—¿Has venido a insultarme?

—En modo alguno, mi señora. El orgullo me hace mantener la cabeza alta, supongo que lo mismo que a ti y a todos los marineros de estos hermosos barcos, barcos que no navegan bajo bandera de Ethelbert ni de Delaval.

—Estamos en Palmarisburgo, que está del lado del laird Delaval.

—Sin duda porque el laird Delaval fue el que mostró el bolsillo más lleno.

La mujer echó atrás la cabeza y entornó los ojos.

—O porque tú crees que será el ganador y ofrecerá un futuro más brillante a quienes no se opongan a él —añadió el Salteador de Caminos—. Sea como sea, me descubro ante ti, no siento otra cosa que respeto por todo el que consigue salir adelante en estos tiempos oscuros. Espero que tú llegues a considerarme igualmente digno de tu respeto. —Dicho esto, descolgó las alforjas que llevaba al hombro y las empujó a los pies de la corsaria.

La mujer bajó la vista, pero de inmediato volvió a fijarla en el sorprendente hombre de la máscara negra.

Él se encogió de hombros.

La mujer enganchó con su sable la solapa de la alforja que tenía más cerca y con un hábil golpe de muñeca cortó la cinta y la abrió con un solo y ágil movimiento. Unas cuantas monedas salieron rodando y quedaron al descubierto algunas joyas. Por más que lo intentó, la mujer no pudo disimular el vivo interés que reflejaban sus ojos.

—Si has venido a negociar, serías un tonto al mostrar tus cartas abiertamente y rodeado como estás de potenciales enemigos —le dijo.

El hombre nuevamente se encogió de hombros, con aire confiado, y la sonrisa que se veía bajo la negra mascara hablaba a las claras de su convicción de poder recuperar su tesoro con toda facilidad.

—¿A qué ejército sirves? —preguntó la mujer.

—Soy independiente, y no acompaño con amenazas el regalo que te hago, bella dama. He venido para ofrecerte estas monedas y joyas robadas del castillo del propio laird de Delaval.

La mujer miró a su contramaestre, que ni siquiera se había movido durante la conversación. Tampoco reparó en la mirada de su capitana, ya que tenía la vista fija en el sorprendente intruso.

—Sería prudente mantenerlas ocultas mientras estés en el río, o incluso en el golfo —dijo el Salteador de Caminos—. Sin duda Delaval ha dado órdenes para recuperarlas.

—¿Quieres cargarme a mí con este peso?

—Si no las quieres, señora…

—No he dicho tal cosa.

La sonrisa del Salteador de Caminos se hizo más ancha.

—¿Y qué pides a cambio de este… regalo?

—Nada —respondió—. Realmente son una carga para mí, ya que estoy en territorio de Delaval.

—¿Quieres que te llevemos a los dominios del laird Ethelbert?

El Salteador de Caminos se quedó pensando, y casi estuvo a punto de aceptar la oferta, pensando que así podría rodear las estribaciones de las montañas de Cinturón y Hebilla, y entrar en la famosa ciudad de Jacintha, en Behr, lo cual lo pondría en el Sendero de las Nubes. Sin embargo, las negras alas de la duda revolotearon a su alrededor, obligándolo a admitir una vez más que no estaba listo todavía para ese viaje.

—Tal vez en otro momento —dijo—. Tengo cosas pendientes por aquí, aunque espero llegar a Entel y más allá, y llegar a Behr en un futuro. Si volvemos a encontrarnos, cuando haya solucionado lo que tengo pendiente, te rogaría que pensaras en cumplir ese ofrecimiento.

—¿Y por ahora? —preguntó la mujer, mirando la alforja abierta.

—Te rogaría que desplegaras tus velas y te fueras de este lugar.

La mujer lo miró con desconfianza.

—Entonces eres un agente de Ethelbert.

—Soy independiente —insistió el Salteador de Caminos—. De verdad. No estoy a favor de ninguno de los terratenientes enfrentados, ni de ninguno de sus vasallos menores. Si todos los nobles de Honce son asesinados mañana mientras duermen, alzaré mi copa a modo de celebración. Pero por el momento, el que más me ha agraviado es el laird Delaval, y me produce placer clavarle alfileres en los costados, primero robando su tesoro, y luego…

—Sobornando a tres barcos que ha empleado para sus fines —conjeturó la corsaria.

El Salteador de Caminos se encogió de hombros.

—El tesoro es una oferta de tregua de otro independiente. Tal vez como pago por adelantado por servicios en el futuro. Pero no te comprometo a nada. Vengo a presentar mis respetos. Es mejor que tú tengas las monedas y las joyas que no tener que esconderlas en algún agujero. ¿Cómo podría vivir en paz conmigo mismo si estos tesoros llegaran a manos de un campesino inocente e ignorante al que colgara la gente de Delaval por tenerlos? Sé que aquí estarán en manos de hombres y mujeres prudentes, capaces de mantenerlas a salvo y en secreto. De modo que te ruego que me liberes de mi carga.

La corsaria volvió a mirar las alforjas pasándose la lengua por los labios mientras imaginaba los tesoros que habría dentro. A juzgar por lo que se podía entrever, sabía que ese sería el día más provechoso de su vida. Con un suspiro guardó sus armas y alzó la vista para mirar al Salteador de Caminos.

Pero ya había desaparecido.

—Es una transformación sorprendente —dijo Callen a la mañana siguiente.

Bransen acababa de despertarse y todavía se frotaba los ojos para alejar el sueño cuando Callen atravesó la puerta de la habitación que habían alquilado. Al lado de Bransen, en la pequeña cama, Cadayle se limitaba a esconder el rostro en la almohada para protegerse de la luz del día.

—No sabía que hubieras estado aquí antes —respondió Bransen con voz firme, ya que había dormido con la piedra del alma bien sujeta sobre la frente.

—Por supuesto que no —dijo Callen—. Sólo me hago eco de lo que se dice por ahí. Palmarisburgo ha experimentado un gran cambio en los últimos meses. No quedan samhaístas en la ciudad y sólo hay unos cuantos en la campiña circundante. E incluso la población de aquí abandona rápidamente las formas de los Ancianos.

—Los abellicanos cuentan con las gemas y con el favor de los terratenientes de todo Honce —dijo Bransen.

—Pero el cambio es más rápido aquí que en otras partes, incluso más que en Delaval mismo, por lo que he podido ver. Yo no tenía esas expectativas, ya que Palmarisburgo está en la frontera de las tierras vírgenes. Al otro lado del río se extienden tierras que jamás han sido holladas por los abellicanos.

—Y posiblemente tierras que tampoco quieren los samhaístas —conjeturó Bransen.

—O puede que los samhaístas estén ahí fuera, al otro lado del río, observando y haciendo sus apuestas.

Bransen se encogió de hombros ya que le importaba poco. Sin embargo, estudiando a Callen se dio cuenta de que ella estaba bastante preocupada por esos cambios vertiginosos, cosa que lo sorprendió teniendo en cuenta la experiencia desagradable que había vivido la mujer con los brutales samhaístas.

—Es posible que el mundo se convierta en un lugar mejor cuando los samhaístas vuelvan a las sombras —comentó—. Aunque yo tampoco espero cosas mejores de los abellicanos.

—Sólo con que no maten gente ya será una mejora —dijo Callen, y Bransen le sonrió, contento al ver que sus palabras habían traído un poco de tranquilidad a su alma atribulada.

Él comprendía su torbellino interior, porque en realidad los cambios que se abatían sobre estas tierras eran vastos y profundos, y Bransen reconocía que poca gente se había acostumbrado a ellos. Contemplándolo todo con la mirada de un extraño, era más divertido que desazonador. ¡Se imaginaba que él realmente no tenía nada que perder y que cualquier cosa sería mejor que su estado actual!

—¿Qué tal tu cita? —preguntó Callen.

—Bien, supongo.

—Esos barcos son de Bergenbel, el dominio que se extiende al sur del golfo y que no ha tomado partido ni por Ethelbert ni por Delaval. Según he oído, ambas partes valoran mucho ese puerto, y en consecuencia pagan bien por los servicios de los corsarios que se han hecho mercenarios.

—Supongo que cada uno de ellos cree que es la vía para hacerse con el dominio.

Callen asintió, de acuerdo con su suposición.

—Entonces es posible que mi visita de anoche a la capitana del buque insignia pueda resultar más irritante para Delaval de lo que yo pretendía —dijo Bransen con una ancha sonrisa.

Su sonrisa se acentuó todavía más cuando, más entrado el día, los tres salieron de la ciudad. En una colina de la zona nororiental observaron que los corsarios de Bergenbel izaban las velas y salían de Palmarisburgo con rumbo norte, hacia las aguas abiertas del golfo de Corona. En el taller de un herrero cercano, donde vendieron al viejo Doully, obtuvieron confirmación de que en la ciudad no se hablaba de otra cosa que de la partida de los barcos, y muchos murmuraban que eso podría ser un presagio del desastre.

—Ethelbert los ha comprado —explicó el herrero, un hombre gigantesco de cara roja y una gran mata de pelo negro—. Se ha corrido la voz de que podrían ser espías de ese perro y que vinieron aquí para estudiar las defensas de Palmarisburgo.

—¿Piensan que puede haber un ataque? —preguntó Cadayle.

—Nos preparamos para ello —respondió el herrero—. ¿Quién sabe lo que puede hacer ese perro de Ethelbert? El rey Delaval lo obligó a retirarse al Miriánico.

Lo dejaron así y Cadayle dejó a Bransen, en su papel de Cigüeña, al cuidado de Callen mientras ella iba a despedirse de Doully. Ya estaban a cierta distancia del herrero, en una extensión de terreno abierto reservado para las caravanas, cuando se atrevieron a abordar el tema.

—Justo lo que tú esperabas —dijo Cadayle.

Bransen cogió la piedra del alma que llevaba en el bolsillo y la apretó fuerte.

—Si hubiera una manera de hacerle saber a Delaval que fue el dinero de ese idiota de Yeslnik lo que disuadió a sus corsarios, mi satisfacción sería completa.

—Todavía es pronto —dijo Callen—. Ya se te ocurrirá algo.

Eso hizo que los tres rompieran a reír, pero Bransen se paró en seco y empezó a tartamudear y a distorsionar la voz cuando observó que se acercaba un guardia de la ciudad. Con la ayuda de sus dos compañeras, el Cigüeña atravesó con paso vacilante la puerta nororiental de Palmarisburgo y tomó el camino hacia el Monasterio de Abelle, la sede del poder abellicano.

Una sensación extraña e inesperada embargó a Bransen en ese momento. De repente le pareció que la búsqueda del hermano Bran Dynard, su padre… no, su padre no, se corrigió, porque ese honor le correspondía a Garibond, era algo real. Hasta ese momento, Bransen había considerado ese viaje hacia el norte más que nada como una diversión, una forma de demorar la dura verdad de su camino hacia el sur. Se había aferrado más bien a la idea de encontrar a su padre para no tener que enfrentarse a los místicos Jhesta Tu y a sus respuestas (o, más probablemente, a su posible falta de respuestas) que por un deseo real de encontrar y conocer al hombre que lo había engendrado.

Sin embargo, ahora, enfrentado al camino recto y despejado que tenía ante sí y habiendo dejado atrás la última ciudad real, la idea de encontrar al hermano Dynard le parecía de pronto algo muy real, y Bransen ni siquiera estaba muy seguro de lo que eso significaba. ¿Lo reconocería el hombre? ¿Le daría un estrecho abrazo y quedaría embargado por la alegría de que su hijo lo hubiera encontrado?

¿Era eso lo que quería Bransen? ¿Sería una alegría para su querido Garibond?

Todas esas preguntas se agolparon en la cabeza de Bransen en el momento en que vio claro el camino que tenía ante sí. Preguntas sobre cómo reaccionaría al encontrarse ante el hombre, cómo reaccionaría el otro al verlo, y, sobre todo, a medida que iba pasando el tiempo y acortándose la distancia, un porqué.

¿Por qué no había vuelto por él el hermano Dynard?

El hermano Honig Brisebolis callejeaba por la ciudad baja, bufando y resoplando, y advirtiendo a todo el mundo de que se apartara de su camino. Con la mirada desorbitada y evidentemente presa de una gran desazón, pocos se hubieran atrevido a oponerse a esas órdenes del rotundo monje, que pesaba unos ciento cincuenta kilos. Ni siquiera los guardias de la puerta alta de la ciudad, que estaba cerrada, vacilaron al ver acercarse al monje, y se apresuraron a abrir de par en par las dos hojas para permitir que el importante hermano Honig pasara.

A pesar de todo, Honig se detuvo nada más pasar la puerta, en el cruce de caminos. A la derecha, estaba el camino que lo llevaría al palacio del laird Panlamaris, mientras que el camino de la izquierda desembocaba directamente en la plaza que había ante el Monasterio de las Preciosas Reliquias. La noticia de que era portador tenía una importancia crítica tanto para el laird Panlamaris como para el padre Malskinner.

—El laird Panlamaris podría despachar rápidamente barcos de guerra para interceptarlos —dijo en voz alta, tratando de poner orden en sus revueltas ideas.

De todos modos tomó el camino de la izquierda, habiéndose dado cuenta de que su obligación principal era para con su Iglesia y no con el terrateniente. Cogió carretilla y, aunque jadeando, no se atrevió a perder más tiempo.

—¿Qué sucede, hermano Honig? —le preguntó el padre Malskinner unos instantes después, cuando irrumpió en sus espaciosos aposentos privados.

Honig fue a responder, pero estaba sin aliento y trató de recuperarse apoyándose en el escritorio del superior.

—¿Os habéis entrevistado con la capitana Shivanne?

El hermano Honig asintió enérgicamente, pero seguía sin poder hablar.

—¿Hermano Honig?

—¡Se hacen a la vela! —farfulló por fin.

Un padre Malskinner perplejo se lo quedó mirando un momento antes de levantarse de su escritorio y llegarse hasta una ventana que daba al río. En cuanto miró hacia afuera, vio que lo que decía era cierto, ya que los tres barcos corsarios tenían las velas izadas. El padre se volvió rápidamente hacia Honig.

—¿Qué significa eso?

—Shivanne se dirige hacia el golfo y más allá —dijo.

—Pero ¿no han llegado todavía los soldados y los suministros de laird Delaval?

Honig negó con la cabeza.

—No va a esperar. ¡Se rio de mis protestas!

—¿Se rio?

—Le han pagado, padre. Le han pagado bien. «Una oferta mejor», dijo.

—¿Ethelbert? ¿Aquí?

Honig repitió el gesto negativo.

—La capitana Shivanne no quiso decirlo. Lo único que dijo es que no había sido Ethelbert ni ningún otro agente del maldito laird de Entel. Llamó «corsario» a ese hombre que le llevó un tesoro que superaba con creces las ofertas del laird Delaval.

Malskinner se lo quedó mirando con aire pensativo.

—¿Un tercero en esta guerra? —Todavía les sonó más improbable a los dos cuando lo dijo en voz alta.

—Con toda probabilidad un entrometido —dijo el hermano Honig—. Dijo que llevaba puesta una mascara y un traje negro.

Malskinner abrió mucho los ojos.

—Dijo que se movía como una sombra y manejaba la espada con la pericia de un maestro. Me aseguró que era una espada magnífica, como no había visto otra, una espada que, según ella, era capaz de vencer a un noble o a cualquier aspirante a rey.

—El hombre del Dominio de Pryd —dijo Malskinner con un gesto de reconocimiento. Se dirigió rápidamente a la estantería que había detrás de su escritorio, donde guardaba toda la correspondencia de los últimos meses. En un momento encontró la información que había ido entresacando sobre Prydburgo y los mensajes relacionados enviados por el príncipe Yeslnik de Delaval, advirtiendo de una peligrosa y conocida figura a la que llamaban el Salteador de Caminos.

Malskinner respiró hondo al terminar de leer la última nota, en la que lo informaban de que el laird Prydae había sido asesinado por ese forajido que se había dado a la fuga con destino desconocido.

Hojeando algunos de los pergaminos, el padre del Monasterio de las Preciosas Reliquias encontró la carta enviada por el hermano en nombre del padre Jerak de Monasterio Pryd.

—Bransen Garibond —le dijo a Honig mientras estudiaba la carta. Miró al voluminoso hermano—. De Prydburgo. Se rumorea que estaba relacionado con el hermano Dynard y una mujer de Behr.

—¿Dynard? —repitió el hermano Honig encogiéndose de hombros y afirmando con la cabeza.

—Un hermano insignificante —explicó Malskinner—. Viajó a Behr y allí se dejó corromper por las formas seductoras de los bestiales bárbaros. El padre Jerak lo despachó, como es lógico, al Monasterio de Abelle para intentar la salvación de su alma.

—Sí, sí —dijo Honig—. Si no recuerdo mal, lo mataron por el camino.

—Eso se dijo. No sé si el Monasterio de Abelle lo habrá confirmado alguna vez o no.

—Debemos informar de esto al laird Panlamaris.

—En seguida —confirmó el padre Malskinner—. Que haga llegar la información a todas partes, advirtiendo sobre este individuo. —Echó otra mirada a la nota—. Y que les diga que estén alerta si ven a un hombre lisiado de pequeña estatura.

—¿Lisiado?

Con un encogimiento de hombros, Malskinner leyó la descripción de Bransen, de su andar de cigüeña y su tartamudeo.

—Un alter ego. Se hace pasar por un lisiado, según parece —dijo.

—Con tu permiso, padre —llegó una voz desde la puerta. Cuando miró, el padre Malskinner vio al hermano Fatuus, que asomaba la cabeza—. No pude evitar oír lo que decías.

—Entra, hermano Fatuus —dijo el superior—. Estamos hablando de un posible problema que ha surgido en Palmarisburgo. ¿Has visto que los corsarios se han hecho a la mar?

—Por eso he venido, padre. ¿Qué es eso que he oído de un disfraz?

El padre Malskinner le indicó que se acercara y le pasó la carta del padre Reandu.

—Ve a ver al laird Panlamaris —le ordenó Malskinner a Honig—. Cuéntaselo todo y adviértele de que alerte a sus guardias sobre este individuo con andares de cigüeña.

—Yo lo he visto —dijo Fatuus de repente, y sus dos hermanos se volvieron para mirarlo allí, de pie, con la boca abierta, sosteniendo la carta de Reandu—. Ese hombre, Bransen. Lo he visto ayer. Le presté ayuda con una piedra del alma, pero con escasos resultados, y le dije que viniera esta misma noche, antes de Parvespers.

—¿El hombre que aparece descrito en esa carta?

—Perfectamente descrito. Decía ser un héroe de guerra, por eso me acerqué a él con generosidad, siguiendo tus instrucciones.

—¿El Salteador de Caminos?

—Un bandido de talento inusual y amigo de ocasionar problemas, por lo que parece —explicó Malskinner—. Fue él quien les pagó a los corsarios para que se hicieran a la vela, ellos mismos lo han admitido.

—¿Y por qué divulgarían esa información? —preguntó el hermano Fatuus.

—La capitana Shivanne me lo dijo por propia iniciativa —intervino Honig—. Fui a verla esta mañana, tal como habíamos acordado, para atender a su tripulación. Ya se estaban preparando para zarpar, y cuando le pregunté, me lo dijo. A decir verdad, diría que estaba orgullosa de su ganancia, tan orgullosa que hizo sonar una bolsa de monedas y joyas ante mis ojos y me habló de su inesperado benefactor.

—Sólo cabe esperar que este Bransen, este Salteador de Caminos, se sienta seguro con su disfraz y acepte tu oferta de presentarse aquí —le dijo Malskinner a Fatuus—. En ese caso, lo apresaremos con el menor revuelo posible.

—Al hermano Reandu, que habla en nombre del padre Jerak del Monasterio Pryd, le cuesta trabajo encontrar palabras piadosas para referirse a ese bandido —dijo Fatuus repasando el contenido de la larga carta.

—Lo más probable es que el laird Delaval no vea las cosas de esa manera —dijo Malskinner, haciendo señas a Honig de que se retirase—. Ni el laird Panlamaris tampoco, ya que tendrá que enfrentarse a la ira del laird Delaval por permitir que los barcos de Bergenbel partan sin los hombres y las provisiones de Delaval. Encuentra a ese hombre si todavía está en Palmarisburgo, y si se ha ido, averigua adónde. Tal vez si se lo ofrecemos al laird Panlamaris y este puede entregarlo al laird Delaval, se nos perdonen nuestros fracasos.

Por supuesto, Bransen no se presentó en el Monasterio de las Preciosas Reliquias esa noche, y el padre Malskinner fue informado incluso antes de la ceremonia del crepúsculo de que el hombre y las dos mujeres que lo acompañaban habían salido de la ciudad por la puerta septentrional, tomando la carretera de las tierras altas centrales.

Camino del Monasterio de Abelle.

A la mañana siguiente, el hermano Fatuus salió a caballo por la misma puerta, espoleando a su cabalgadura hacia el este, para entregar la advertencia del padre Malskinner a los hermanos del Monasterio de Abelle.

Tanta prisa llevaba Fatuus que ni siquiera se detuvo para indagar sobre el curioso Salteador de Caminos en las granjas por las que pasó, y fue así que en su segunda mañana de viaje, al pasar al galope ante un pequeño granero, tres pares de ojos se lo quedaron mirando.

—El que trató de curarte con las gemas —dijo Cadayle.

—Cabalga como si lo persiguieran los powris —añadió Callen.

—¿Los powris? ¿O el Salteador de Caminos? —preguntó Bransen.