CINCO

Seríamos de lo peor

Lo llamó desde la más profunda oscuridad, un rugido continuo, como una «R» sostenida. Por fin se quebró y volvió atrás como una ola que rompe al llegar a la playa.

La resonancia volvió a crecer y llenó a Cormack con su ominosa vibración, atrayéndolo hacia la oscuridad. Siguió con un movimiento puramente instintivo, irreflexivo. No sabía si el sonido lo sacaría del abismo, pues encerrado como estaba en un estado próximo al vacío, no sabía siquiera si deseaba salir de la oscuridad.

En aquel momento, Cormack no quería nada, se limitaba a existir. Un momento de pura existencia o de nada, no lo sabía. Pero la «R» sostenida tiraba de él hacia adelante, como si lo llevara al borde de un acantilado.

Dio el último paso y cayó en la negrura. Abrió los ojos de golpe y lo hirió un brillo cristalino. Volvieron las sensaciones, y con ellas la conciencia.

La luz era la del sol que se reflejaba en el agua; el sabor que sentía en la boca, el de la arena, pues se encontraba boca abajo, en la playa; el sonido, una canción, una tonada powri.

Con gran esfuerzo, Cormack volvió la cabeza. Los enanos de gorros sangrientos formaban un círculo, pasando los brazos por encima de los hombros de sus compañeros. El corro giraba con una cadencia perfecta, unos pasos a la izquierda, otros a la derecha, y en ningún momento dejaban de cantar:

Enterradme en el suelo helado.

Estaré muerto antes de hacerme viejo.

Acabadas mis luchas y brillante mi birrete.

Es mi hora de la siesta sin fin.

No me lloréis y enterradme hondo.

No hagáis ruido que turbe mi sueño eterno.

Cumplí con mi parte y defendí mi puesto.

Pero el otro ganó y me derribó.

Enterradme en el suelo helado.

Estaré muerto antes de hacerme viejo.

No me lloréis y enterradme hondo.

No hagáis ruido que turbe mi sueño eterno.

Cormack trató de levantar la cabeza para tener mejor perspectiva, y sólo entonces se dio cuenta el monje de que estaba atado, con las manos dolorosamente sujetas a la espalda y de que las cuerdas se le clavaban en las muñecas. Pero aún más que las ataduras le molestaba el dolor punzante que le atravesaba la cabeza. En cuanto levantó la barbilla de la arena, la volvió a dejar caer con una mueca de dolor, ya que fue como si ardiera fuego en su nuca.

Cerró bien los ojos y sintió el sabor de la arena mientras trataba con todas las fuerzas de gruñir a través de la ardiente agonía. Quiso alzar las manos para tocarse la región dolorida, pero no podía soltárselas.

Poco a poco se le fue pasando. Mientras tanto, la canción de los powris continuaba acompasada con sus pasos a izquierda y derecha, cerca de la orilla. Esta vez, Cormack giró lentamente todo el cuerpo en lugar de tratar de levantar sólo la cabeza, y así consiguió una mejor perspectiva de la danza powri. Se dio cuenta sólo de que los enanos daban vueltas a un punto en particular, a una cosa. Mientras consideraba las palabras de su canción, resolvió el acertijo.

Cormack nada dijo, no quería interrumpir la solemne ceremonia. Así siguieron durante un rato hasta que, por fin, el corro de los enanos se abrió dejando a la vista un montón de piedras. Seguían cantando, acompañando la cadencia cada uno de sus movimientos, y entonces los enanos se volvieron al unísono, de modo que ya no quedaron hombro con hombro sino que formaron una única fila marchando alrededor y apartándose luego de la tumba de su camarada caído.

—¿De modo que ya estás despierto? —preguntó el enano que iniciaba la marcha—. Pensábamos que ibas a dormir todo el día.

—Más le habría valido hacerlo —añadió un segundo enano con voz siniestra—. Más le habría valido escuchar a sus compañeros y correr hacia su casa de piedras.

—Pero para nosotros es más divertido así —intervino otro, abandonando la fila y quitándose el birrete rojo de la peluda cabeza. Con el mismo movimiento, el enano sacó un curvo cuchillo de sierra, cuya hoja reluciente ya estaba manchada de sangre, y Cormack supo que estaba condenado. Los powris —gorros sangrientos, como los llamaban— llevaban su bien más preciado sobre la cabeza, y esos birretes rojos, en virtud de alguna magia que ninguna otra raza comprendía, brillaba más con la sangre derramada de sus enemigos. La intensidad del color de un birrete era un símbolo de honor, de categoría y de respeto para un powri.

El enano del cuchillo se acercó. Cormack trató de no alterar el ritmo de su respiración, de no tener miedo, mientras miraba en derredor, en busca de sus hermanos abellicanos.

Pero no se los veía por ninguna parte. Estaban en la capilla de piedra, tal como había dicho el enano, y Cormack ni siquiera podía soltarse los brazos para defenderse.

La mujer alta y juncal salió en tromba del bosque. Las anchas hojas de los abundantes helechos y la maleza golpeaban sus piernas desnudas mientras corría por el improvisado sendero. Había salido corriendo de su aldea para realizar el servicio de mediodía, la Bendición del Pescador, tal como exigía su condición. Sin embargo, en cuanto Milkeila dejó atrás el último arbusto y vio la pedregosa extensión hasta la playa, supo que su servicio tendría que esperar, pues no había ningún pescador en el agua. Estaban en las rocas altas, con la vista fija en el sudeste, en el tranquilo lago. Acercándose a la playa y a las rocas, Milkeila comprendió el motivo de la distracción, pues los sonidos de batalla, el crujido de las ramas al romperse, algún que otro grito de rabia o de dolor, llegaron a sus oídos desde el agua.

—El Monasterio Insular —dijo uno de los suyos. Por la dirección de los sonidos ella ya sabía que se refería a la pequeña y rocosa isla donde los forasteros abellicanos habían construido su sencillo monasterio.

—Los monjes vuelven a tener nostalgia de su patria —dijo otro pescador con un bufido displicente, mientras otros reían.

Milkeila se apartó de la cara la espesa cabellera de color castaño con tonalidades rojizas al alba y al atardecer, para escudriñar entre la niebla, aunque sabía que no vería nada definido a esa distancia a través del neblinoso lago. Sólo en días en que corría una brisa, cuando se despejaba la niebla en diferentes puntos, podía la gente de Yossunfier, esa isla, vislumbrar la casa de los monjes, e incluso en esos momentos, no era más que una mancha borrosa.

Esa mañana, sin embargo, la niebla era demasiado densa, como casi todos los días.

—Mejor los powris que los monjes —comentó otro de los hombres del pueblo de Milkeila. Los otros expresaron su acuerdo con gruñidos.

Milkeila guardó silencio y procuró esconder su descontento, porque no podía estar de acuerdo. No siempre había sido así entre su pueblo de Yan Ossum, el Clan Nevada, y los curiosos vanguardianos meridionales que se daban el nombre de Hermanos de Abelle. Cuando los monjes aparecieron en el lago se habían hecho amigos de los bárbaros, especialmente de los chamanes, a los que pertenecía Milkeila (aunque por entonces ella era sólo una estudiante joven y ávida de conocimientos). Muchos de los suyos pronto quedaron desencantados de los abellicanos por su insistencia en que la suya era la única vía verdadera, en que su religión era la auténtica, y por su exigencia de aceptación de sus estrictos rituales.

La mano de Milkeila buscó el collar oculto bajo el otro más tradicional de garras, dientes y plumas brillantes. Bajo su túnica corta la joven ocultaba una sarta de gemas, piedras de diversos tipos, colores y propiedades mágicas que le había dado uno de los monjes más jóvenes. Miró alrededor sintiéndose culpable, convencida de que su gente la juzgaría duramente si llegaban a descubrir su secreto… y el otro secreto: que se veía a escondidas con aquel monje joven del que estaba aprendiendo el funcionamiento de la magia de las piedras. Y mucho más que eso.

Los sonidos de la batalla se hicieron más fuertes.

—Da la impresión de que se ha armado una buena —dijo uno de los bárbaros—. Deberíamos preparar las embarcaciones e incorporarnos a la lucha desde la retaguardia. Podríamos hacer una buena cosecha. Puede que incluso pudiéramos llegar a su iglesia de piedra y expulsar a los abellicanos del lago de una vez para siempre.

Otros se mostraron de acuerdo, pero todos sabían bien que aquello era imposible. No podía hacerse ninguna incursión sin las bendiciones de los chamanes y una minuciosa planificación de los mayores, y nada de eso podía hacerse en el breve espacio de tiempo que requería esa misión improvisada. Sin embargo, la disposición de sus compañeros le recordó a Milkeila que ella y los escasos grupos rebeldes jugaban con fuego allí, en su relación secreta con los meridionales, especialmente Milkeila. Ella pertenecía a la clase de los chamanes y había osado tomar a Cormack como amante.

—Tal vez los powris hagan el trabajo por nosotros —dijo el mismo hombre tras unos instantes, cuando hubo pasado tiempo suficiente para que todos ellos reconocieran lo impracticable de su sugerencia anterior.

Oír a su gente ovacionar a los powris en lugar de a los humanos dejó a Milkeila de una pieza. Los monjes abellicanos habían traspasado un umbral peligroso al principio, y lo habían hecho por decisión propia. Al insistir en que los bárbaros pusieran las enseñanzas de Abelle por encima de sus creencias tradicionales, los monjes se habían declarado herejes y habían sido catalogados como tales por los mayores y por los chamanes.

Milkeila evocó el día en que había advertido a los abellicanos sobre su inaceptable trayectoria y recordó con desagrado la airada réplica de Giavno.

—¿Y qué nos importa si nuestras maneras os ofenden? —había rugido—. ¡Arderéis en el infierno, pues el cielo está reservado a los fieles del beato Abelle!

En aquel momento, Milkeila no sabía qué era el «infierno», pero cuando Giavno le aseguró que ella y su gente estaban condenados a permanecer por toda la eternidad junto a los demonios dáctilos, había comprendido perfectamente lo que quería decir.

Por suerte, no todos los abellicanos eran de temperamento tan desagradable como ese. Algunos de los hermanos más jóvenes, sobre todo uno, estaban muy abiertos a otras explicaciones y a las tradiciones que valía la pena explorar en el intento de desentrañar los misterios de la vida. Tenían una forma de pensar similar a la de Milkeila y su pequeño grupo de amigos, que a menudo se preguntaban sobre el mundo que se extendía más allá de los confines del lago oculto bajo la niebla, un mundo en el que les estaba prohibido aventurarse.

—Ruego que estés a salvo, Cormack —susurró la mujer mientras apoyaba la mano sobre la camisa, por encima del collar de piedras mágicas, y en voz aún más baja añadió—: Mi amor.

La hoja serrada estaba a escasos centímetros de la garganta de Cormack cuando otro enano sujetó el arma.

—No —dijo, apartando de un tirón al otro enano.

—¡No lo voy a cortar para que su sangre se derrame demasiado rápido! —dijo el primero tratando de tranquilizar a los demás—. Que muera lentamente y podremos meter todos nuestros birretes en la sangre ¿eh?

—No, no vas a hacerle ningún corte —dijo el otro interponiéndose entre el que blandía el cuchillo y el pobre Cormack. Mientras hablaba se volvió a mirar a Cormack, quien se dio cuenta, por la nariz hinchada y la sangre coagulada en su bigote, de que había sido uno de sus oponentes antes de que los trolls del hielo entraran en acción.

—¿Qué te propones, entonces? —dijo el del cuchillo—. ¡He venido aquí para mojar mi birrete y eso es lo que voy a hacer!

—Tienes a una docena de trolls a los que puedes cortar.

—Bah, pero la sangre de troll no sirve para dar brillo a mi birrete, y tú lo sabes, Mcwigik, maldito necio.

—¡Es todo lo que tendrás, a menos que alguno de los demás monjes salga de su casa de piedra, y eso no va a suceder!

Otro de los powris sumó su queja a la de su compañero, y otro gruñó, pero un tercero dio un paso adelante para apoyar a Mcwigik. Cormack lo reconoció: era el herido Bikelbrin, al que Cormack había dado una patada y por encima del cual había saltado después para interceptar a los trolls del hielo.

—Deja que se vaya, Pragganag —dijo Bikelbrin al del cuchillo—. Si no me equivoco, este salvó mi peludo culo.

—Los trolls te habrían matado —confirmó Mcwigik—. Te hubiéramos enterrado bajo un montón de piedras como hicimos con Regwegno.

—Seguro —dijo otro, y Cormack vio horrorizado que ese sostenía en la mano un corazón, al parecer el corazón de Regwegno.

—Pero si no hubiera habido trolls habríamos sido nosotros y los monjes —sostuvo Pragganag, aunque también él parecía ir perdiendo agresividad, y bajó el cuchillo, que quedó apuntando al suelo, con lo que Cormack empezó a albergar esperanzas de salir con vida—. Me chamuscaron media barba —añadió llevándose la mano izquierda a la llameante barba roja… bueno, al menos la que quedaba era llameante porque el mechón que tenía en la mano estaba ennegrecido por los rayos relampagueantes de Giavno—. ¿Y vais a decirme que he perdido media barba por nada? ¿Y eso cuando hay aquí mismo reluciente sangre humana, lista para servirme?

—Seríamos de lo peor si matáramos a uno que salvó nuestros peludos culos —retrucó Mcwigik.

—¡A ti te aplastó la narizota! —gritó Pragganag.

—Ya —dijo Mcwigik mirando a Cormack con orgullo—. Él también recibió un buen puñetazo.

—Y menuda patada —añadió Bikelbrin.

—¡Entonces se merece la muerte! —razonó Pragganag—. ¡Y yo luciría mi birrete bien brillante!

—Pero no fuiste tú quien lo derribó ¿no? —preguntó McWigik—. Fueron los trolls y sólo porque saltó sobre todos ellos para salvar a Bikelbrin. Lo menos que puedes hacer es derribarlo tú mismo para adueñarte de su sangre brillante ¿no te parece?

Mcwigik mostró los dientes, bien blancos, entre su hirsuta barba negra. Sacó su propio cuchillo y de un salto se puso detrás de Cormack. Con un golpe repentino cortó las ataduras de sus muñecas. Se agachó y cogiendo al hombre por el brazo lo puso de pie con rudeza.

El mareo hizo que al pobre Cormack se le doblaran las piernas, una bola de fuego pareció estallar dentro de su vapuleado cráneo. No podía enfocar la vista y habría caído otra vez al suelo de no haber acudido Bikelbrin para ayudar a Mcwigik a sostenerlo.

—Bueno, de pie, entonces —rio Pragganag. Alzó el cuchillo y avanzó con una sonrisa salvaje de oreja a oreja.

Mcwigik no tuvo que ponérsele delante porque un par de enanos que estaban detrás de Pragganag cogieron a este por los hombros.

—Ahora no, zoquete —dijo uno—. El tonto del monje ni siquiera puede tenerse en pie.

—¿Dónde está tu honor? —dijo el otro.

—¡Está manchando mi birrete! —protestó Pragganag desasiéndose, pero lo cierto es que bajó el cuchillo.

—Arréglatelas ahora —dijo Mcwigik volviendo a Cormack para ponerlo frente a él, alzando otra vez al hombre antes de que cayera sobre la arena—. Esta noche hay luna nueva. La vieja Sheila no aparece por ninguna parte. ¿Me oyes, chico? —le dio a Cormack un pequeño tirón al que el otro respondió con un gruñido prolongado.

»La próxima vez que Sheila desaparezca vuelves a la playa y también volvemos nosotros para que puedas luchar con Pragganag, aquí mismo —explicó Mcwigik.

—¡Ya, pero el perro humano no vendrá a luchar! —sostuvo Pragganag.

Mcwigik echó al otro enano una mirada despreciativa.

—Es todo lo que tendrás —musitó antes de volver a mirar a Cormack—. Ven solo y ven dispuesto a pelear. Y si Pragganag te vence, entonces tu sangre será suya.

—¿Y si ganara él? —preguntó Bikelbrin, sacudiendo otra vez a Cormack, que volvió a gruñir. Al otro lado del camino Pragganag dio un bufido, como si aquella fuera una idea absurda.

—Entonces le daremos algo por haberse molestado —dijo Mcwigik.

—Vaya, pero también le perdonaréis la vida —señaló uno de los enanos que estaban detrás de Pragganag—. ¿No basta con eso?

—Sí, con eso basta —dijo otro.

—¡No! —les respondió Mcwigik con un bramido y alzando su mano libre—. Para hacerlo más interesante, si este escuálido humano llega a ganar, le damos el birrete de Pragganag —añadió de pronto, dejándose llevar por un impulso.

—¡Vaya! —dijo Brikelbrin. El rostro de todos los que lo rodeaban resplandecía de entusiasmo, salvo el de Pragganag, por supuesto.

—¡Cómo no! ¡Por el culo del dáctilo! —Pragganag estaba rabioso.

La respuesta de Mcwigik no se hizo esperar.

—¿Me estás diciendo que no puedes con un solo escuálido humano?

—¡Pero bueno! —protestó Pragganag y alzando los brazos dio media vuelta y se largó.

—¿Lo has oído todo, chico? —le preguntó Mcwigik a Cormack, haciendo que el monje se girara para mirarlo de frente—. Cuando Sheila desaparezca otra vez. Eso te da un mes para recuperarte. Entonces vienes, y vienes solo.

El mundo no dejaba de dar vueltas, y Cormack a duras penas tenía conciencia de lo que estaba pasando, pero se las arregló para asentir.

Mcwigik y Bikelbrin volvieron a dejarlo sobre la arena y Cormack volvió a perderse muy, muy lejos.

Cualquier espectador ajeno a los usos de los chamanes habría pensado que era una danza, aunque sin duda una bella danza. Los pies desnudos de Milkeila se deslizaban por la arena trazando a su alrededor las líneas de un dibujo preestablecido mientras daba vueltas y se contoneaba cantando en voz baja. Cruzó el pie derecho sobre el izquierdo, afirmó el talón y luego, graciosamente, giró el tobillo para alzar el talón de la arena y apuntar con el pie hacia dentro. Después se puso de puntillas sobre el otro pie y lentamente dio una vuelta completa.

Era el círculo del poder.

Milkeila movió las manos en sintonía con los pies, apartándolas un palmo hacia la izquierda. Su cántico fue subiendo de tono y clavó la punta del pie en la arena, conectándose con el poder de la tierra. Después volvió las palmas hacia arriba y alzó las manos al cielo, haciendo surgir ese poder con sus movimientos. Sus manos describieron un grácil arco hacia abajo y repitió el proceso hacia el lado derecho.

La energía surgió más fácilmente esta vez, lo sentía en el alma, de modo que cuando las manos apuntaron directamente hacia el cielo, se volvió en el otro sentido, modificó su cántico al dios del viento y lentamente volvió las palmas de las manos hacia abajo encontrando una especie de simetría. Sintió el viento en sus palmas, de modo que lentamente bajó las manos, golpeándose ligeramente las caderas con los pulgares y siguió bajando para rozar las piernas desnudas bajo su corta túnica. Siguió por los lados de las rodillas y de las pantorrillas y se fue agachando hasta que, por fin, sus manos se apoyaron sobre el suelo.

La chamán transmitió el poder del viento al suelo, impulsando las llamas de la lava que había traído de las profundidades. A su alrededor, dentro del círculo que había dibujado, el terreno empezó a humear y a borbotear. A pesar de lo que se había dicho antes de iniciar la ceremonia, Milkeila no pudo resistir la tentación de transmitir sus pensamientos al rubí que había en el collar de gemas. Sintió el poder que allí surgía y, a su vez, lo transmitió al suelo.

Una burbuja estalló, haciendo saltar vapor caliente al aire, ante los gestos de aprobación de los hombres y mujeres de su clan, allí reunidos. Algunos recogieron sus cestas de peces, conscientes de que el círculo de cocción estaba casi listo.

Milkeila sintió el calor bajo los pies desnudos y supo que lo había conseguido, pero cuando su mentor, Toniquay, la llamó «permid a’shaman yut», sintió más culpa que orgullo. Porque ese era su título de Primera Chamán de la Juventud, de la sacerdotisa más prometedora de su generación. Se había ganado el título con honestidad, lo sabía, y estaba a punto de recibir el espaldarazo definitivo antes de que los monjes meridionales llegaran al Mithranidoon. Pero el hecho de haber osado emplear una gema abellicana en ese sagrado ritual o de llevar puesto el collar, o de haber entregado su corazón a un hombre que no era de Yan Ossum, hacía que el elogio de Toniquay le doliera un poco.

Perdida en el torbellino de sus pensamientos, Milkeila se dio cuenta de que debía apartarse del círculo de cocción cuando sintió los pies muy, pero muy calientes. Salió de él y caminó entre los presentes, hacia la rompiente.

—Siempre esta playa —dijo Toniquay a su lado—. Esta es la playa especial de Milkeila.

No se volvió a mirarlo porque era consciente de que se había ruborizado. Esa playa especial frente al Monasterio Insular también estaba enfrente del arenal en el que se reunía con su amante.

—¿Crees que la magia es intensa aquí? —preguntó Toniquay.

—Sí, chamán —respondió.

—Lo que te atrae siempre a este lugar es la magia de los antiguos dioses ¿no?

Sintió que enrojecía aún más ante aquella pregunta.

—Yo también la percibo, permid a’shaman yut —dijo Toniquay con voz impregnada de ese sarcasmo tan habitual en él.

Milkeila se preguntó qué sería lo que veía, que parte de la verdad era capaz de ver aquel hombre sabio y severo.

A su pesar, la muchacha alzó la mirada hacia el Monasterio Insular, pero sólo un instante antes de volverse hacia Toniquay. Su mirada de complicidad le recordó a la suya propia, cuando sorprendía a algunos de los chicos más jóvenes mirándole los senos o las piernas.

—Un lugar mágico —comentó el viejo Toniquay, y se alejó.

Milkeila sintió que las mejillas le ardían. Se volvió a mirar a los pescadores y a sus esposas, que preparaban la comida, que asaban la captura del día en el círculo que ella había preparado por medios mágicos, invocando a los antiguos dioses de Yan Ossum.

Y también aprovechando el poder del rubí abellicano.