La muleta
Bransen se deslizó del cuerpo de Cadayle y quedó tendido boca arriba. Trató de cubrirse la cara con el antebrazo, pero incluso ese movimiento le salió mal y se golpeó en la frente. La frustración hizo que se le llenaran los ojos de lágrimas, y entre temblores y sacudidas consiguió guiar su brazo para tapárselos. Cadayle se alzó a su lado, sobre un codo, para mirarlo.
Más abajo, el pie de Bransen sufrió un espasmo y dio una patada, golpeando el poste delantero de su tienda. En el colmo de la frustración, el hombre echó mano ala piedra del alma que tenía a su lado.
Cadayle acarició suavemente el pecho desnudo de su marido y le susurró palabras tranquilizadoras.
Bransen no movió el brazo, no la miró.
—Te amo —le dijo Cadayle.
A pesar de su obcecado orgullo, Bransen cogió la piedra del alma.
—No me cabe ninguna duda de que así es, o no aguantarías mi… mi torpeza.
Cadayle rompió a reír pero cesó casi de inmediato al darse cuenta de que él no estaba tomando su risa en el sentido que ella quería darle.
—Sabíamos que llevaría tiempo —dijo.
—No acabará nunca —replicó Bransen—. ¡Y no mejoro! Me había atrevido a creer que a estas alturas ya me habría liberado de la piedra del alma. Me atreví a esperar…
—Lleva tiempo —lo interrumpió Cadayle—. Recuerdo al Cigüeña, que apenas podía caminar. Ahora puedes andar sin la piedra atada a la cabeza. Has mejorado.
—Eso es historia antigua —respondió Bransen, y por fin bajó el brazo para poder mirar a su maravillosa y comprensiva esposa—. Mi mejoría fue notable y me atreví a albergar esperanzas, pero eso se ha terminado. ¡Sin la piedra soy un absoluto zoquete!
—¡No!
—¡Sin la piedra ni siquiera puedo hacerle el amor a mi esposa! ¡No soy un hombre!
Cadayle se apartó de él y se incorporó hasta sentarse al tiempo que negaba con la cabeza. Como Bransen seguía dando vueltas, empezó a reírse.
—¿Qué pasa? —preguntó él por fin irritado.
—No estoy acostumbrada a ver al Salteador de Caminos tan autocompasivo —respondió.
Bransen tartamudeaba y no pudo dar rienda suelta a su enfado.
—Has derribado a un terrateniente y robado al príncipe de Delaval… ¡Dos veces! —dijo Cadayle—. Eres un héroe para la gente…
—¡Sí, un héroe que no puede amar a su esposa!
Cadayle lo besó.
—Me haces el amor constantemente.
—Con una gema atada a la frente. Sin ella soy demasiado torpe.
—¡Entonces alégrate de tenerla!
Bransen la miró con expresión incrédula.
—Quiero…
—Y lo tendrás —lo interrumpió—. A su debido momento. Pero si no es así, que no sea. Alégrate de que tengamos la piedra del alma. Yo me alegro. —Frunció el entrecejo—. Pero aunque no la tuviéramos, aunque no pudieras hacerme el amor con cierta gracia ¿crees que eso afectaría a lo que siento por ti? ¿Crees que disminuiría el amor y la adoración que siento por ti?
Bransen se la quedó mirando.
—Si yo no pudiera hacerte el amor —lo desafió—, ¿me apartarías de tu vida para buscar una mujer «entera»?
El tartamudeo de Bransen fue el resultado de algo más que su imposibilidad física.
—Por supuesto que no —dijo Cadayle con tono firme—. Si creyera que sí, nunca habría accedido a casarme contigo.
La expresión de Cadayle se suavizó.
—Te amo, Bransen —dijo acariciándole el pecho con su pequeña mano—. El acto físico de hacer el amor me es muy caro con o sin la piedra del alma sobre tu cabeza. Y no hay más que decir. Basta ya de autocompasión, por favor. No puedo ver así a mi amado, al que sería capaz de matar a un dragón por protegerme. Estás tan por encima del común de los hombres que en ti la autocompasión es peor que una ironía. Es una tontería, algo tan ridículo que da risa. Eres el Salteador de Caminos. Eres el mejor hombre que he conocido jamás. No hay otro mejor. Eres mi esposo, y cada día al despertar doy gracias a Dios y a los Ancianos de que Bransen Garibond haya llegado a mi vida.
Bransen trató de responder, trató de decir que era él el que debería caer de rodillas y dar gracias, pero Cadayle lo hizo callar apoyando un dedo en sus labios. Acercó a continuación los suyos para besarlo suavemente. Se colocó encima de él, luego, a horcajadas, y empezó a besarlo por toda la cara, susurrándole constantemente palabras tranquilizadoras.
Bransen sabía que él era el afortunado en esta pareja, pero se dejó ir y se perdió en la ternura y la belleza de su amada Cadayle.
—Ella no es así —dijo el anciano de cara demacrada a través de los dos únicos dientes que le quedaban.
Dawson McKeege miró con incredulidad al viejo gruñón.
—Están todos muertos —dijo abarcando con los brazos las humeantes ruinas de lo que había sido una ciudad próspera apenas unos días antes, y elevando la voz de modo que el resto de compañía pudiera oírlo bien, y eso antes de la llegada de la dama Gwydre que, según se decía, estaba a sólo unos cientos de metros de distancia—. ¿Cómo podría gustarle esto a nadie, viejo necio? Hombres, mujeres y niños de Vanguard, nuestros hermanos, nuestros prójimos, muertos ante nuestros ojos por la monstruosa plaga.
—¡Goblins y esos malditos trolls azules! —gritó alguien desde un lado.
—¡Ay, y con el respaldo de los alpinadoranos, sin duda! —añadió otro.
Dawson se limitó a asentir. La guerra se había extendido por la frontera septentrional de Vanguard, y ahora, si esto podía considerarse un indicio, había atravesado furtivamente las fronteras, ya que esta ciudad quemada y destrozada, llamada Tethmawle, estaba más cerca del golfo de Corona que de los campos de batalla del norte.
El ruido de cascos de caballos aproximándose puso fin a la conversación, y los quince hombres de la expedición se volvieron a una para contemplar el desfile que pasaba por la calle. Los guardias de élite del Castillo Pellinor abrían la marcha y la cerraban, y en el centro iba un trío de monjes vestidos con sus hábitos pardos, un par de consejeros armados y cubiertos con armadura ligera, y dos mujeres que parecían cómodas en sus respectivas monturas, ya que cabalgaban con seguridad y no a la jineta, modalidad que se había puesto de moda entre las cortesanas de los dominios al sur del golfo de Corona. Una de esas mujeres, la más alta de las dos, cuyo cabello estaba encaneciendo, pero que mantenía los hombros firmes y rectos, fue la que más llamó la atención de los presentes.
—No debería haber salido del castillo —musitó Dawson para sí, y frotándose los cansados ojos trató de mantener la calma. No lo consiguió, sin embargo, y se sorprendió mirando en derredor, inquieto, como si esperase que una hueste de goblins, trolls y demás monstruosidades saliera de entre los árboles y realizara la matanza suprema en esa desgraciada guerra.
La procesión llegó hasta el linde de la ciudad, donde los soldados se desplegaron, ocupando posiciones defensivas mientras los siete dignatarios llegaban al trote hasta Dawson y los demás.
—Milady Gwydre —dijo Dawson con una reverencia a su gobernante, su amiga.
Gwydre pasó la pierna con facilidad por encima de su montura y se dejó caer al suelo, entregando las riendas a uno de los hombres sin la menor vacilación. Dedicó un momento a inspeccionar la zona, las ruinas humeantes, los cuerpos carbonizados y los cadáveres hinchados y malolientes de pequeños goblins gris-verdosos y trolls verdeazulados que había por todas partes.
—Combatieron como valientes —se atrevió a comentar el viejo necio que estaba cerca de Dawson.
Gwydre lo fulminó con la mirada.
—¿Están todos muertos? —preguntó.
—No hemos encontrado ningún superviviente —confirmó Dawson.
—Entonces tiene que haber sido un ejército importante el que los atacó —dijo Gwydre—. ¿Cómo? ¿Cómo pudo un grupo tan numeroso colarse sigilosamente hasta tan al sur?
—Magia samhaísta —susurró uno de los monjes desde atrás, y los tres hermanos de hábito marrón se pusieron a rezar quedamente a su beato Abelle.
Gwydre parecía más furiosa que impresionada, y Dawson estaba totalmente de acuerdo con ella.
—Es un territorio salvaje, milady —dijo Dawson—. No somos muchos habitantes. Nuestros caminos cuentan con poca vigilancia, y aunque la tuvieran, una breve incursión a través del bosque bastaría para deshacerse de los centinelas.
—Tanta determinación es irritante —replicó Gwydre. Pasó por delante de Dawson y le indicó que la siguiera, a continuación hizo señas a sus consejeros, incluso a lady Darlia, su mejor amiga, de que se quedaran, de modo que ella y Dawson pudieran alejarse solos.
Como de costumbre, Dawson quedó impresionado al ver el control y la autoridad de la dama Gwydre. La rodeaba un aire de competencia que al principio había sorprendido a gran parte de la corte del Castillo Pellinor. Porque Gwydre era apenas una jovencita un cuarto de siglo atrás, cuando su padre, el laird Gendron, ya viudo, había muerto inesperadamente por una caída de su caballo durante una cacería. Gendron, muy respetado por el pueblo del territorio salvaje septentrional llamado Vanguard, había mantenido unidas a las comunidades dispersas y dispares con un «puño cálido», según se decía, con una expresión aplicada a Gendron, a su padre antes que a él y a su tío abuelo, que había sido laird de Pellinor antes de eso.
—No puedo tolerar esto —dijo Gwydre con los labios apretados y la voz crispada—. La caída del Monasterio Pellinor ha producido inquietud, y la intranquilidad de la gente se acentuará cuando se difunda la noticia de la suerte corrida por Tethmawle a través del bosque.
—¿Teméis que puedan poner en entredicho la fortaleza de su dama? —inquirió Dawson. Gwydre respiró hondo y le lanzó una mirada furiosa. Sin embargo, eso no duró mucho tiempo, ya que Dawson McKeege era tal vez la única persona en todo Vanguard capaz de hablarle a Gwydre con la sinceridad necesaria.
—¿Recuerdas cuando murió laird Gendron? —preguntó Gwydre con tono sombrío.
—Estaba con vos cuando recibimos la noticia.
Gwydre asintió.
—Ya —dijo Dawson entendiendo por dónde iba—. Y empezaron las murmuraciones, los lamentos de «por qué el laird no habría engendrado un hijo varón».
—Cuanto más bajo lo decían, más alto sonaba —le aseguró Gwydre—. Esas voces fueron en parte la causa de que accediera tan abruptamente a desposarme con Peiter.
La admisión del hecho no sorprendió a Dawson.
—Fue mi amigo y vuestro esposo. Sospecho que también él oyó las murmuraciones y no pudo aguantar ver tan apenada a su amada Gwydre.
—Yo era una mujer joven, apenas más que una niña —admitió Gwydre—. Y jamás en mi vida había hecho nada que pudiera o debiera ganarme su confianza. Incluso años más tarde, cuando Peiter murió, seguían teniendo dudas sobre mí.
—De eso hace ya quince años, milady —le recordó Dawson—. Y antes de vuestro trigésimo cumpleaños. ¿Teméis que todavía alberguen dudas?
—Estamos en una guerra desesperada.
—¡Estamos en Vanguard! Siempre hay alguna guerra. Los bosques están llenos de goblins; las costas, plagadas de powris; las tierras septentrionales erizadas de trolls. Y jamás en mi vida he conocido a una caterva más indeseable que esos bárbaros alpinadoranos.
—Esto es diferente, Dawson —dijo Gwydre.
Fue su tono, más que sus palabras, lo que hizo callar al hombre. Había en su frase una verdad que ninguno de los dos podía negar. La dama Gwydre se había echado un amante, un hermano abellicano, y en los dos años que llevaba con él, la importancia de esa iglesia particular había aumentado considerablemente por todo el dominio y, por extensión, por todo Vanguard, y había provocado la desesperación y la ira manifiesta de los peligrosos y poderosos samhaístas.
—Os enamorasteis —le dijo Dawson.
—Como una tonta. Dejé que mi corazón se impusiera a mis responsabilidades, y toda la tierra sufre por ello.
—Esas Iglesias se habrían enfrentado con o sin vuestra intervención —sostuvo Dawson—. Del mismo modo que libran una guerra a través de los terratenientes del sur, donde, según se dice, mueren trescientos hombres por día.
La dama Gwydre asintió, sin poder negar la verdad de las afirmaciones de Dawson, pues, realmente, esa batalla por la supremacía sobre el pueblo de Honce se había extendido por los Dominios de Honce. Allí, la lucha entre abellicanos y samhaístas se disimulaba tras los enfrentamientos de los terratenientes Delaval y Ethelbert, pero no era ni menos real ni menos fiera.
En el sur, los abellicanos ganaban claramente, porque su magia de las piedras, con poderes tanto curativos como destructivos, era codiciada por muchos terratenientes que luchaban por la supremacía. En el norte, más tranquilo, donde había pocos abellicanos y menos piedras, los samhaístas habían encontrado refugio, o eso creían. Vinculada a las estaciones y al mundo y a los animales, grandes y pequeños, por sabias y antiguas tradiciones, la sabiduría samhaísta prestaba realmente buenos servicios a las gentes de Vanguard.
Pero la dama Gwydre se había enamorado de un hermano abellicano.
—Habrá más Tethmawles —dijo la dama con solemnidad—. Saquearán una comunidad tras otra.
—Os ruego que no digáis eso a vuestros súbditos, mi señora.
Gwydre meneó la cabeza para negar lo tajante de la observación de Dawson, y esa acción transmitió a Dawson la convicción de que no se estaba poniendo melodramática. Sabía muy bien que estaba perdiendo ante las hordas del norte, las legiones del Anciano Badden.
—Mi reunión con el jefe Denamarga no fue nada bien —admitió Gwydre, refiriéndose al poderoso líder de una tribu alpinadorana particularmente amistosa con quien solían comerciar los hombres de Vanguard y que muchas veces había honrado la mesa de Gwydre en el Castillo Pellinor—. Es probable que mantenga su clan ajeno a la lucha.
—Eso es una buena noticia —dijo Dawson—. Sus guerreros son feroces.
—Pero no intervendrá a nuestro favor.
—La influencia samhaísta es poderosa entre los alpinadoranos. Pero ¿lo suficiente para mantener su alianza con los horribles goblins y los trolls de piel clara?
La dama Gwyclre se encogió de hombros y paseó la mirada por el pueblo arrasado.
—Estamos perdiendo, y Denamarga es un hombre pragmático. Si Vanguard va a ser dividida por los vencedores, flaco favor haría a su clan quedando fuera del reparto.
—Vanguard es tierra, y sin nosotros es tierra vacía —sostuvo Dawson—. ¿Qué podría representar por sí misma para los alpinadoranos? ¿Qué sentido tiene esta guerra?
Gwydre asintió, manifestando su comprensión. Los samhaístas estaban incitando a los monstruos y a los bárbaros, pero la lógica subyacente le decía a Gwydre y a sus consejeros que el Anciano Badden no quería realmente expulsar a los vanguardianos de la región y perseguir a los refugiados por todo el golfo de Corona.
—El Anciano Badden y sus discípulos no desean gobernar sobre goblins y trolls —dijo Dawson—, ni sobre los bárbaros de Alpinador, que profesan lealtad absoluta a sus propios dioses.
—Unos dioses eliminados no hace mucho de las deidades samhaístas —le recordó Gwydre.
—Es cierto, pero ¿cabe esperar que Danamarga y los demás jefes dejen su control en mano de los miserables sacerdotes de Badden? Por supuesto que no.
—Entonces toda esta guerra sólo pretende darme a mí una lección —dijo Gwydre.
Dawson se encogió de hombros pues no podía negarlo.
—Sólo pretende hacer que los abellicanos vuelvan a cruzar las aguas y asegurarse Vanguard para los samhaístas —añadió—. Nosotros, todos nosotros estamos cogidos en medio de una guerra de religiones. Y no acabará con Vanguard si Badden obliga a los abellicanos a marchar hacia el sur. Sabe que el laird Ethelbert y el laird Delaval están totalmente entregados a los abellicanos y eso no le gusta. Expulsará a los monjes de Vanguard y luego nos usará para cruzar el golfo y asaltar el mismísimo Monasterio de Abelle. Perdonadme, querida señora, pero no es una lucha que ansíe.
Su tono dramático hizo aflorar una necesaria sonrisa a los rasgos angulosos de la dama Gwydre, una sonrisa pícara que hizo que Dawson recordara la belleza de la mujer. Incluso ahora, en su mediana edad, conservaba gran parte de esa belleza, pero el último año había sido un gran peso para ella y pocas veces lucía esa sonrisa tranquilizadora y cálida, con aire superior pero no condescendiente e indudablemente cautivadora.
Muy cautivadora.
Decía mucho sobre el dominio del Anciano Badden sobre la tierra, e incluso más sobre el estado actual de la guerra, que la sonrisa de la dama Gwydre no hubiera conseguido atraer al jefe Danamarga a su lado.
—Tenemos que imponer al Anciano Badden esa lucha más generalizada que crees que pretende antes de que sea él quien elija el campo de batalla —dijo Gwydre, y apartando los ojos de Dawson los dirigió hacia el sur.
—Un ejército de fuera —musitó Dawson.
—Creo que es un buen momento para que la gente de Honce vuelva la vista hacia el abierto y hermoso norte —confirmó Gwydre—. Palmarisburgo, según todos los informes, se ha convertido en un refugio de ratas, y hay rumores de que los refugiados de la guerra acuden en masa al Monasterio de Abelle, donde ya escasean el refugio y las provisiones. En cambio, nosotros tenemos aldeas ya construidas y listas para alojar a los que buscan una vida mejor, y una de las tierras más generosas de Corona.
—Aldeas vacías porque todos los hombres están luchando en la guerra o ya están muertos —le recordó Dawson, pero eso no la desanimó.
—Así son las cosas —dijo—. Un hombre que venga aquí a luchar por Gwydre, también lo hace por su futuro. Si se queda en el sur, se verá arrastrado por el ejército de Delaval, o de Ethelbert a una guerra cuyo resultado no contribuirá en nada a la prosperidad y seguridad de su familia. ¿Qué cambiará para la gente de Palmarisburgo o de cualquier otra ciudad si gana Ethelbert? ¿Y si gana Delaval? Son dos terratenientes del mismo pelaje, su lucha es sólo por motivos personales, ni siquiera por la forma de gobernar. Pero aquí, la batalla tiene más sentido. Aquí, mis guerreros atizan fuerte a los goblins y a los trolls del hielo.
—Y a los hombres —señaló Dawson.
—Bárbaros —corrigió Gwydre—. No los hermanos de los hombres de Honce como se ve en el sur. No a un hermano que tal vez por los avatares de la vida se trasladó a una ciudad que ahora sirve al otro bando.
Por fin dio la impresión de que Dawson se hubiera quedado sin respuestas, y Gwydre lo miró directamente, con esa sonrisa irresistible, y dijo:
—El golfo está en calma, y los barcos esperan.
—¿Al Monasterio de Abelle?
—Sería un buen lugar para empezar —respondió Gwydre—. Los hermanos de allí saben de nuestra desesperación y no quieren tener a un poderoso Badden gobernando Vanguard sin oposición. Que te señalen las ciudades que aún no han sido vaciadas por los reclutadores de Delaval.
—Si el laird Delaval se llega a enterar de mi intento de robarle sus soldados potenciales… —advirtió Dawson.
—No permitas que se entere.
Dawson sonrió desarmado. Cuando la dama Gwydre se empeñaba en algo no era fácil hacer que cambiara de idea.
—Vendrán —lo tranquilizó Gwydre—. Tú los convencerás.
Dawson McKeege sabía lo que entendía Gwydre por «convencer» y, aunque le dejaba un regusto amargo, al echar una mirada a las ruinas de Tethmawle, no le fue difícil sopesar una cosa y la otra. Tal como estaban, casi sin refuerzos, ese espectáculo deprimente pronto se convertiría en algo demasiado común.
Se cayó por cuarta vez.
Cadayle corrió hacia él, pero Bransen, tozudamente, le hizo señas de que no se acercara. Tembloroso, consiguió ponerse boca abajo y por fin incorporarse sobre las rodillas. Hizo bien en ocultar el gesto de dolor cuando notó la mirada de preocupación y de compasión que intercambiaron Cadayle y Callen.
Iban de camino, al norte de Delaval, en dirección noroeste siguiendo el majestuoso curso de agua al que recientemente le habían cambiado el nombre por el de Masur Delaval. Aunque se consideraba que esa orilla nororiental era el lado «civilizado» del río, el camino, o mejor dicho, la senda, no daba muchas muestras de serlo. Estaban a sólo tres días de la ciudad Delaval, en una región ajena a la guerra, y sin embargo resultaba difícil llamar «camino» a aquello. Desigual, cenagoso y cruzado por las extensas raíces de los grandes sauces que bordeaban el río, la senda podía hacer tropezar hasta al viajero más avezado. Cada paso ponía a prueba el valor de Bransen, que se empecinaba en llevar la piedra del alma en el bolsillo, ni siquiera en la mano y mucho menos atada a la frente.
Apoyado en manos rodillas para reorientarse y recobrar el aliento, Bransen luchaba contra el impulso de deslizar la mano en el bolsillo y sacar la gema. Reparó en un rastro de líquido rojo entonces se dio cuenta de que en el último golpe se había golpeado la nariz y se había partido el labio.
Sintió la mano de Cadayle en la espalda y recordó que lo amaba y que estaba preocupado por él, con toda la razón.
—¿No crees que ya basta por hoy? —le preguntó en voz baja.
—Ap… ap… —Bransen hizo una pausa volvió a escupir antes de echar mano a su bolsillo. Habría vuelto a caer con el movimiento de no haber sido porque Cadayle lo sujetó y lo sostuvo con firmeza. Le cogió la mano, temblorosa, y con suavidad se la guio hasta el bolsillo donde estaba la gema, ayudándole a continuación a colocársela en la frente.
—Apenas hemos recorrido tres kilómetros —protestó con voz clara y firme. El cambio repentino de su forma de hablar sorprendió incluso a Bransen.
—Deberíamos tratar de recorrer otros cinco antes de que anochezca… —dijo Cadayle.
Bransen se volvió la miró con dureza.
—Ya entiendo —le susurró la mujer—, y comprendo tu modo de pensar. Ni siquiera puedo suponer que tengo derecho a no estar de acuerdo, pero te ruego que tengas cuidado, mi amor. Estás sometiendo a tu cuerpo a más tormento del que puede soportar. Vas a necesitar más que la piedra del alma si te rompes una rodilla, y ¿dónde nos deja eso a mi madre y a mí?
—Mi paciencia hace tiempo que se ha agotado con esta criatura conocida como el Cigüeña —dijo Bransen.
—Pero la mía no.
Sujetando todavía la gema contra su frente, Bransen se puso de pie de un salto, controlándose perfectamente y con increíble agilidad. Ahora era el Salteador de Caminos, el bandido capaz de escalar la muralla de un castillo hecho de piedras desgastadas por la intemperie. Era el Salteador de Caminos, capaz de desafiar al adalid de un terrateniente en batalla y salir victorioso.
Bransen apartó la gema e inmediatamente se tambaleó. Sin embargo, se controló y con un gesto mantuvo apartada a Cadayle. Después, tozudamente, volvió a poner la gema en el bolsillo y se olvidó de ella.
Dio un paso, torpe e inestable. A punto estuvo de volver a caerse, pero no lo hizo, e incluso se las arregló para volver a mirar a Cadayle y para advertir su expresión de preocupación.
Con la mano temblorosa, Bransen consiguió rodear con los dedos la preciosa gema. La sacó y cogió también el pañuelo de seda negra que usaba para atársela a la frente.
—No quería terminar con un traspiés —explicó, colocándosela en su sitio. Consiguió una sonrisa forzada que les demostraba palpablemente a Cadayle y a Callen que por ese día se resignaba por consideración hacia ellas y no por sí mismo.
—Seré todo lo paciente que pueda —le prometió a su esposa. A pesar de su frustración, sus palabras eran sinceras.
—Te amo —dijo Cadayle.
—Con la piedra o sin ella —añadió Callen.
Bransen se pasó la lengua por el labio para eliminar un resto de sangre.
¿Cómo podía ser tan afortunado y tan desgraciado al mismo tiempo?
Y mientras alzaba la mano para comprobar si la gema estaba bien sujeta se preguntó también cómo era posible que apreciara y al mismo tiempo despreciara su magia curativa. La piedra del alma lo libraba de su torpeza, hacía de él un hombre entero, incluso heroico. Y sin embargo, al mismo tiempo lo atrapaba, lo tenía preso de sus poderes.
Quería librarse de ella, pero no podía aceptar la realidad de esa libertad.
—Eres mejor de lo que eras antes de haber encontrado la piedra del alma —le dijo Cadayle señalando con la mano aquel camino desigual y sembrado de raíces—. Este terreno hace que tropieces, pero en tu juventud la simple hierba del patio del monasterio hacía que cayeras de bruces.
—Ki-chi-kree —dijo Bransen.
—La promesa del Jhesta Tu —repuso Cadayle—. Vas a superar estas dificultades. En realidad ya lo has hecho —añadió, haciendo que Bransen la mirara con curiosidad—. La derrotaste con tu espíritu mucho antes de haber conseguido el más ínfimo control de tus miembros. Para los demás eras el Cigüeña, con o sin la piedra del alma, necesitaras o no la piedra del alma para caminar por una senda destrozada.
Bransen Garibond cerró los ojos y respiró hondo, soltando toda su frustración en una gran exhalación.
—Jamás conocí a mi verdadero padre —dijo, y Cadayle y Callen asintieron porque conocían bien la historia—. Estudió el Jhesta Tu. Estuvo en el Sendero de las Nubes. Copió su libro, el mismo libro que Garibond me enseñó cuando era joven. Él tendrá las respuestas.
—O te dirá dónde encontrarlas.
Bransen asintió con una sonrisa sincera y realmente esperanzado.
—Garibond me dijo que iba al Monasterio de Abelle, en el norte. Si puedo encontrarlo…
—Bran Dynard era un buen hombre —dijo Callen poniéndose al lado de su hija—. Le debo mi vida tanto como se la debo a Sen Wi. Él sabía por qué me habían dejado en el camino para que muriera y por qué tenía las marcas de la picadura de la serpiente. Sabía que los superiores de su Iglesia habían presenciado mi castigo y que, con su silencio, la habían permitido. Y a pesar de todo me defendió contra los implacables powris y me escondió corriendo un gran peligro. Tú te pareces mucho a él, Bransen. Tienes su integridad y su sentido de la justicia. La fuerza física no es nada comparada con eso.
—Encontraré mi fuerza física —replicó Bransen—. Está ahí… la piedra del alma me la mostró. Superaré esta debilidad.
Callen asintió.
—Jamás lo he dudado, y soy doblemente afortunada al haber sido salvada por tu padre y nuevamente por ti, el Salteador de Caminos.
Cadayle se acercó y cogió a Bransen del brazo.
—¿Siete kilómetros? —preguntó.
—Eso haría diez en el día —dijo Bransen—. Y recorreremos otro tanto mañana.
Cadayle inclinó la cabeza hacia atrás para mirar mejor a su obcecado marido a los ojos.
—¿Tres sin la gema? —preguntó.
—Tres y medio —dijo él rotundo.
La risa de Callen hizo que los dos se volvieran a mirarla, llevando a Doully de la brida.
—¡Y mi compañero de viaje lleva fama de cabeza dura! —comentó Callen meneando la rienda del burro.
Los tres rompieron a reír, e incluso el viejo Doully dio un resoplido y un rebuzno.