Rocas y más rocas
—¡Rocas, rocas y más rocas! —se quejó el hombre joven y fuerte con los musculosos brazos desnudos brillantes de sudor. Era alto, de más de dos metros de estatura, y aunque había perdido bastante peso en sus años de viaje, no parecía escuálido ni frágil en absoluto, ya que su musculatura se mantenía fuerte y tensa. Una mata de pelo rubio le cubría la cabeza, muestra elocuente de su herencia de Vanguard, y lucía una barba desaseada, porque, aunque a sus superiores no les gustaba, no estaban en condiciones de imponer sus normas al no poseer ningún utensilio para librarse de esa pelambrera con facilidad. Estaba de pie en una ladera de tierra negra y piedras grises que eran más escasas donde él estaba porque ya había tirado por encima de la cumbre montones de ellas, que habían rodado y rebotado hasta cerca de la muralla que el hombre y sus compañeros estaban reparando. Levantó otra hasta la altura del hombro y la empujó. No llegó del todo al borde y empezó a rodar hacia atrás hasta que él la interceptó y la paró con el pie.
—Tómate un respiro, hermano Cormack —dijo un monje de mediana edad y con más piel que pelo en la cabeza—. Hoy hace mucho calor.
Cormack respiró hondo, a continuación se levantó el pesado hábito de lana y se lo sacó por la cabeza, quedando cubierto únicamente por un taparrabos blanco de tela rústica.
—¡Hermano Cormack! —lo reconvino el otro monje, llamado Giavno.
—No hay más que rocas —dijo Cormack con un brillo intenso en los ojos—. ¡Rocas, rocas y más rocas! —se quejó el hombre sus ojos verdes. No hizo el menor intento de volver a ponerse la túnica—. Desde que llegamos a esta maldita isla no hemos hecho más que apilar piedras.
—¿Maldita? —dijo Giavno meneando la cabeza y con expresión de absoluta decepción—. Nos enviaron al norte, al helado Alpinador, para construir una capilla, hermano. Por la gloria del beato Abelle. ¿Llamas a eso maldito? —Señaló con un movimiento de su brazo la extensión que quedaba al otro lado de la cumbre y la pequeña iglesia de piedra que habían construido los hermanos. La habían situado en el punto más alto de la isla, desde donde se dominaba todo el panorama, aunque la estructura cuadrada no tenía más de nueve metros por cada lado.
Cormack puso los brazos en jarras y se rio, meneando la cabeza. Habían dejado el Monasterio Pellinor, en Vanguard, hacía ya más de tres años, todos llenos de entusiasmo y con la sensación de estar haciendo algo grande. Iban a viajar a las salvajes tierras septentrionales de Alpinador, patria de los bárbaros paganos, y difundir la palabra del bendito Abelle. Iban a salvar almas con su magia de las piedras y con la verdad y belleza de su mensaje.
Sin embargo, sólo habían encontrado batallas y ultrajes, y cada una de sus palabras había sido tomada como un insulto por los orgullosos y fuertes habitantes de la zona. Se habían ocupado más de mantenerse vivos que de hacer proselitismo y al poco tiempo se habían perdido y andado a tumbos durante semanas, rodeados por un frío helador. Seguramente los casi cuarenta monjes, e igual número de sirvientes, habrían muerto de frío y de extenuación de no haber dado con ese lugar, un enorme lago de aguas cálidas y vapor perpetuo, un lugar de islas pequeñas y grandes. El padre De Guilbe, que encabezaba la expedición, dijo que era un milagro y decidió que allí, sobre esas aguas, cumplirían su misión de construir su capilla.
«Aquí», pensó Cormack, encima de un montón de rocas y en medio del agua.
—Rocas… —refunfuñó, e inclinándose volvió a levantar una pesada piedra lanzándola esta vez muy por encima de la cumbre.
—El lago ofrece peces y comida en abundancia. ¿Alguna vez has bebido un agua tan buena? —dijo Giavno con deleite—. El calor del agua nos salvó del invierno alpinadorano. Deberías estar más agradecido, hermano.
—Nos enviaron aquí con una misión más alta que la de ocuparnos de nuestra supervivencia.
Giavno se embarcó en otro largo sermón sobre los deberes de un monje de Abelle, los sacrificios que se esperan de él y la recompensa que lo aguarda cuando ha trascendido sus vínculos mortales. Recitó trozos enteros delos grandes libros, pero Cormack no estaba dispuesto a escucharlo, pues él tenía su propia letanía contra la desesperación, un alivio no buscado pero hallado de todos modos, un alivio que confiaba en que le daría las mayores respuestas en el cenagoso camino llamado vida…
Se deslizó planeando sobre el bote mientras este se acercaba a la orilla y con idéntica gracia, con movimientos tan fluidos como el de las olas que acariciaban suavemente la costa. La luna, Sheila, estaba casi llena esa noche y estaba suspendida en el cielo detrás y por encima de Milkeila, suavizando aún más su imagen. Iba ligera de ropas, lo normal en todos los que habitaban en el cálido lago de Mithranidoon, salvo los monjes, que seguían con sus pesados hábitos de lana.
Cormack sintió el engorro de sus vestiduras sobre el cuerpo y casi le dio vergüenza, porque sentía que eran inadecuadas con esa brisa suave, cálida y húmeda.
Milkeila se llevó una mano a la cadera y mientras avanzaba hacia él soltó el lazo de su falda corta y la dejó caer. Sin dejar de caminar se quitó también la blusa por la cabeza. No se la veía incómoda ni avergonzada, sólo hermosa y desnuda, salvo por los collares de conchas, garras y colmillos que llevaba al cuello y sendas pulseras, en la muñeca y en el tobillo, del mismo diseño. Llevaba una gran pluma trenzada en el pelo.
Era la primera vez que Cormack la veía desnuda, pero no la sintió más íntima que la última vez que habían estado juntos, en la gran reunión entre los chamanes de la tribu de Milkeila, Yan Ossum, y unos cuantos hermanos elegidos del Monasterio Insular. Había sido entonces cuando él lo había sabido y ella también. En esa ocasión Cormack había encontrado un testigo para su vida, una justificación de su corazón y de su mente, un alma gemela, un corazón tan grande como el suyo. Todas las bromas, todas las actitudes fingidas entre los chamanes y los monjes, le habían parecido un patético juego, un intercambio de posiciones en la que cada parte trataba de ganar terreno.
Nada de eso lo había impresionado, ni había impresionado a Milkeila, y ambos habían descubierto la verdad oculta en aquello y en todas las cosas, el uno en los ojos del otro.
Por eso ahora ella caminaba hacia él con confianza, y todo lo que había puesto al descubierto desde el momento en que había abandonado la embarcación, empalidecía al lado de lo que ya le había mostrado. La miró a los ojos, vio la expresión decidida de su rostro y la confianza que ya había nacido entre ellos.
Peleó con su hábito. Le habría gustado tener tanta gracia como Milkeila, pero mil sensaciones lo embargaban y lo asaltó una urgencia impensada. Los dos cayeron sobre la arena y no dijeron una sola palabra mientras hacían el amor bajo las estrellas y la luna.
Ambos habían visto el potencial de algo más grande al unir sus religiones, una verdad más amplia y más perfecta, y así fue la relación física entre ellos. Una unión que parecía más perfecta que cada uno de ellos por separado.
—¿No estás de acuerdo, hermano Cormack? —dijo el hermano Giavno en voz alta, y Cormack se dio cuenta de que no era la primera vez que Giavno se lo preguntaba. Miró al otro con expresión incrédula.
—Me refiero a las glorias del beato Abelle cuando las tribus de este lago sean atraídas a nuestro amor —repitió Giavno.
—Sus tradiciones tienen siglos de antigüedad —dijo Cormack.
—Paciencia —aconsejó Giavno. Una respuesta predecible y frecuente, pero había algo en la inflexión que le dio a su voz que hizo que Cormack se parara a pensar. Miró a donde estaba su hermano abellicano y siguió la mirada desorbitada del monje.
Cormack vio a los powris patizambos, de brazos arqueados y troncos como barriles, flotando en una balsa apenas un instante antes de empezar a saltar al agua, cerca de la orilla, y lanzarse en un furioso ataque blandiendo sus armas.
Cormack giró en redondo, dio unas cuantas zancadas y un gran salto en el aire, chocando con un par de enanos antes de que hubieran abandonado la rompiente. Uno cayó derribado, el otro se tambaleó hacia atrás, y Cormack se afirmó rápidamente y lanzó una patada que alcanzó al enano que quedaba de pie en la barbilla antes de que pudiera recuperarse. Su birrete rojo, la prenda que definía a los powris, a los que también se conocía como «gorros sangrientos», salió volando y también el enano acabó bajo el agua.
—¡Sal o te ahogarán! —gritó Giavno, y subrayó sus palabras adelantando la mano y liberando el poder de la piedra que sujetaba: grafito, la piedra del relámpago. Un brillante rayo azul pasó zigzagueando junto a Cormack e impactó en la balsa, haciendo tambalear a los powris, pero cuando el rayo se dispersó en el agua, Cormack sintió una desagradable sensación punzante en las piernas.
Desde detrás de Giavno y más allá de la cumbre, otro par de monjes gritó su advertencia.
Cormack se dirigió chapoteando hacia la rocosa costa haciendo acopio de todas sus fuerzas. Se las arregló para desviar un poco el aluvión de garrotes que se acercaban a él girando en el aire. No obstante, más de uno dio en el blanco y para cuando consiguió salir del agua tenía un buen verdugón en un brazo y una magulladura en un lado de la cara que amenazaba con hincharse y dejarle cerrado el ojo derecho.
—¡A mí! —llamó Giavno a Cormack y a los otros dos. Cuando el joven llegó a la altura de su compañero se agachó, cogió una piedra y la lanzó sobre el que lo perseguía más de cerca. Alcanzó al enano de lleno en el pecho, interrumpiendo brevemente su aullido, aunque sólo brevemente, porque la ruda criatura siguió adelante a pesar del golpe y acortó la distancia que los separaba, asestando salvajes golpes con su garrote.
Cormack no retrocedió. De hecho sorprendió al enano, poniéndose al alcance del garrote y dando una voltereta para absorber mejor el golpe. Aunque a pesar de todo le cortó la respiración, Cormack lo superó y asió el garrote al girar, a continuación giró aún más, tirando del garrote y arrancándolo de manos del sorprendido enano. Le dio un rápido golpe al powri en la cabeza, a continuación cambió el sentido del mismo y lo envió como una lanza contra el siguiente de la fila.
El enano movió el brazo para desviar el proyectil, pero calculó mal y dio un manotazo demasiado rápido. El powri de barba roja consiguió de todos modos parar el golpe, aunque con la cara, para ser más específicos, con la nariz, y su cabeza rebotó hacia atrás.
—Sí, debes hacerlo —gruñó el powri, llevándose la mano a su magullada nariz y retirándola llena de sangre. El enano hizo una mueca furiosa y gruñendo más alto se lanzó contra Cormack con mayor determinación si cabe.
Sin embargo, se paró en seco, pareció confundido y cayó sobre una rodilla.
Cormack no tenía tiempo ni para reconocer su suerte ni para felicitarse por un golpe perfecto, porque los powris eran duros y semejante golpe por lo general no hubiera bastado para derribar a uno, ni siquiera temporalmente. En cuanto hubo lanzado el proyectil, retrajo el brazo con que lo había lanzado y lo bajó hacia un lado, golpeando a su objetivo inicial en la cabeza.
El enano rodeó con sus fuertes brazos la cintura de Cormack y lo empujó hacia un lado, empeñado en derribarlo al suelo. El monje se esforzó en mantenerse en pie, y golpeó a la criatura repetidas veces con la mano derecha. Saltó sangre, pero de los nudillos, y no del enano. Cormack tenía la sensación de estar dando puñetazos sobre piedra y no sobre carne. El monje no cedió, sin embargo, ni tampoco el powri. Otro rayo relampagueante sacudió el suelo, y el powri que iba a la cabeza delos atacantes empezó una danza frenética, moviendo los brazos y los labios descontroladamente y con el pelo y la barba de punta y estremeciéndose en el aire. Bailaba y saltaba. Consiguió dar otro paso adelante, pero a continuación cayó cuan largo era.
Los otros cinco lo adelantaron, haciendo caso omiso de los proyectiles pétreos, y la lucha con los garrotes se hizo encarnizada.
Cormack, mientras, no paraba de golpear al enano, pero la tozuda criatura puso adrede la cara a la altura del puño del hombre. Cormack le dio un golpe contundente, pero el enano le clavó los poderosos dientes en la mano.
Cormack se debatió y consiguió librar la mano, soltándose al mismo tiempo del abrazo del enano. Dio un salto hacia atrás y lanzó un pesado gancho de izquierda que hizo girar hacia un lado la cabeza del enano.
Otro puñetazo de derecha ayudó a desestabilizar al powri y dio a Cormack la ocasión de plantarse frente a su oponente.
—Voy a desollarte esa bonita cara —prometió el contumaz powri y se lanzó contra él. Otros tres puñetazos de izquierda hicieron que el enano se parara en seco.
Cormack retrocedió un poco más. Sabía que el largo de su brazo era su ventaja, y cuando miró a su oponente, que parecía un trozo de roca andante, calculó que tal vez fuera su única ventaja.
Giavno blandió en círculo su improvisada maza de madera. Dio un buen golpe, pero el powri no dejaba de presionarlo. Cuánto añoraba el monje la maza que había llevado consigo cuando salió del Monasterio Pellinor, una maza con púas, de equilibrio y peso admirables. Pero desgraciadamente esa maza y todos los utensilios metálicos que habían traído se habían oxidado, corroídos por el vapor constante que flotaba en torno a las islas de este lago caliente.
Giavno volvió a golpear al powri. Partió la cabeza del arma contra el hombro del enano cuando este se volvió. El monje se giró y lanzó hacia adelante su mano libre, a tiempo para desviar la aplastante respuesta del enano. Y cuando el garrote del powri pasó rozándolo, el monje embistió a su enemigo.
Craso error. Giavno se dio cuenta en cuanto chocó contra el enano, que no se movió ni una pulgada. Ahora había perdido su ventaja, el largo de sus brazos. El powri rápidamente se desasió y aferró con las manos la cintura de Giavno, arrastrándolo a tierra.
Otro powri se sumó a la pareja de luchadores. Con su garrote le dejó el cuerpo a Giavno lleno de verdugones.
Este hizo una mueca de dolor y se las ingenió para volverse y ver que sus dos compañeros más próximos a él luchaban con valor y fiereza contra un trío de enanos que devolvían cada golpe que recibían. En un momento dado, un enano aflojó la presión sobre él y Giavno afirmó los pies y se lanzó hacia adelante, contra sus amigos.
Uno de los powris se apartó de los otros para interceptarlo y le hizo un placaje que lo volvió a poner en manos de los dos enanos que lo atormentaban.
Como seguía sujetando la piedra de grafito, Giavno se sumergió en sus profundidades. Lo golpearon con un palo y recibió un puñetazo en la sien. El enano que le había hecho el placaje lo hizo volverse, pero Giavno mantuvo la concentración y envió su energía al interior de la piedra y a través de ella, haciendo que en torno a él saltaran chispazos eléctricos.
Los powris retrocedieron, salieron despedidos y Giavno salió a la carrera, hacia sus compañeros. Echó una mirada a Cormack con preocupación sincera y casi paternal, pero se tranquilizó pensando que este había conseguido un puesto en esta misión en Alpinador precisamente porque había demostrado que era el mejor luchador joven del Monasterio Pellinor.
Cormack conseguiría regresar con los tres hermanos, se dijo Giavno, y rogó que así fuera.
—Ah, con que eres ese —dijo el enano acompañando su sonrisa con una inclinación de cabeza y escupiendo sangre a los pies de Cormack—. Entonces tu sangre hará que mi birrete brille todavía más.
Aulló y, alzando el garrote por encima de su cabeza, dio un salto adelante.
Pero Cormack había previsto el movimiento y también se había puesto en marcha. Lanzó una patada. No alcanzó al enano, pero cuando pasó le dio al enano en las corvas. El powri se tambaleó hacia atrás durante un segundo cuando sintió el golpe.
Eso no fue más que una estratagema, sin embargo, y así lo percibió pronto el infortunado enano ya que una voltereta llevó a Cormack más hacia un lado y este invirtió a continuación la trayectoria, echando hacia arriba las caderas y encerrando al enano en un golpe de tijera. El powri trató de zafarse de lo inevitable, pero no tenía en qué apoyarse para hacer frente a su oponente, que le hizo morder el polvo. Apenas tuvo tiempo de poner una mano debajo de sí para no destrozarse la cara contra la piedra.
Cormack dio otra voltereta hacia atrás y cayó sobre el enano tirado boca abajo. Rápidamente se dispuso a estampar la cara del enano contra la piedra, e incluso levantó el pie por encima de la nuca del todavía atontado powri.
Vaciló un instante.
Oyó el chapoteo y se volvió, a tiempo de ver la carga del primer enano al que había derribado en el agua. Arremetía con furia… no, con furia no y tampoco arremetía. Cormack se dio cuenta de que huía aterrorizado.
Detrás de él apareció otra criatura cuya piel tersa, azulada, casi traslúcida relucía bajo la luz tenue y brumosa, y cuyos ojos negros miraban con intensidad a su presa por debajo de unas pobladas cejas. Cormack lo reconoció en seguida: un troll del hielo. ¡También el powri lo había reconocido, a juzgar por el terror que se reflejaba en su cara!
Aunque no más altos que los enanos y mucho más ligeros, los trolls del hielo eran la plaga de todas las sociedades isleñas. Sus miembros delgados eran engañosamente fuertes, y tenían unos dientes aguzados como pequeños cuchillos. Además, donde aparecía un troll siempre salían muchos, y Cormack vio ahora con toda claridad las orejas de las feas criaturas goblinoides asomando en la rompiente por toda la playa rocosa.
El enano que yacía a los pies de Cormack cogió a este por el tobillo y tiró de él. Cormack no se resistió, sino que él mismo se echó hacia atrás, dando una voltereta completa y aterrizando otra vez sobre los pies.
—¡Trolls! —gritó—. ¡Trolls! —Empezó a correr hacia la playa, gritándole al enano—: ¡Más rápido!
El enano de las aguas echó la cabeza hacia atrás al emerger de la rompiente y pareció acercarse más rápido. Pero fue sólo un momento, porque cuando el powri se sacudió otra vez, Cormack lo entendió todo.
El enano se tambaleó hacia adelante, a continuación cayó de rodillas y exhaló con fuerza.
—¡Sí! —gritó el powri tirado en el suelo delante de Cormack poniéndose de pie de un salto—. ¡Bikelbrin, mío amigo!
Esa exclamación hizo que todos los powris hicieran una pausa y se volvieran, ya que la veracidad de esas palabras impactó tanto a hombres como a enanos. Diez de ellos se enfrentaban a una docena de trolls armados con lanzas rematadas en aguzadas conchas con púas y no con los palos relativamente inofensivos que los habitantes de las islas usaban por lo general para darse en la cabeza los unos a los otros.
Los trolls acortaron la distancia que los separaba del arrodillado Bikelbrin, pero lo mismo hizo Cormack, saltando por las piedras y lanzándose a la carga. Oyó que el hermano Giavno gritaba: «¡A la abadía!» y comprendió que sus tres hermanos tomarían esa ruta, pero no podía olvidarse del powri herido.
Los trolls del hielo se acercaron, echando mano de sus lanzas clavadas. Cormack se lanzó a la carrera, ganando terreno, y dejó atrás al enano. Estaba encima de las lanzas antes de que los trolls pudieran sacarlas del todo. Uno soltó el astil y trató de protegerse con las manos, mientras el otro, obcecadamente, y con un espantoso sonido de succión, liberó la suya. Ese se llevó la mayor parte del golpe cuando Cormack los derribó a ambos.
Aterrizó encima de ellos, golpeándose dolorosamente la mano contra una piedra, y la frente contra el dorso de esa misma mano. ¡Sintió que se marcaba, pero no podía sucumbir a esa sensación en medio de los crueles trolls! Dio una voltereta lateral, apartándose de los dos, que se tambalearon y le lanzaron mordiscos, llegando uno a clavarle los dientes en el desnudo antebrazo.
Cormack se soltó de inmediato y consiguió golpear con el brazo la cara del troll por si acaso mientras recuperaba el equilibrio.
Sin embargo, no fue más rápido que el otro troll, que apuntó con su lanza al vientre de Cormack y se abalanzó contra él.
El monje lo esquivó y apartó aún más la lanza con la palma de la mano. Iba a aprovechar la brecha para atacar a la criatura, pero el instinto lo detuvo y lo hizo mirar en derredor.
Justo a tiempo para evitar la lanza que le había arrojado otro troll.
Cormack dio un salto hacia atrás. Ahora tenía a tres encima y un cuarto se acercaba. A su derecha se oyó un grito agudo, y uno de los trolls a los que había derribado vaciló y cayó de bruces al suelo. Detrás de él apareció el furioso powri, dispuesto a embestir con las manos vacías ya que había arrojado su garrote a la cabeza del troll caído. Gritaba el nombre de Bikelbrin, pero pasó corriendo al lado de su amigo herido, saltándole encima al segundo de los trolls a los que había derribado Cormack, al que tiró al suelo con su peso.
Cormack golpeó la nuca del primero de los caídos, que dejó de retorcerse. No había piedad para con los trolls del hielo, porque en ese playa todos, humanos y powris, sabían que ellos no la tendrían. En lo alto de la cumbre, todos los powris habían dejado de luchar contra los hermanos abellicanos y cargaban hacia la playa. Y con gran alivio, Cormack vio al hermano Giavno alzando un puño cerrado.
—¡A la abadía! —volvió a gritar Giavno, y Cormack entendió que la llamada iba dirigida sólo a él, advirtiéndole de que sus tres hermanos lo abandonaban allí. La advertencia fue seguida de un rayo relampagueante que dejó a un trío de trolls dando saltos descontrolados en una frenética danza.
Un troll se lanzó contra Cormack y otro fue a por el powri que luchaba con su compañero. El monje esquivó un lanzazo y luego otro. Se volvió hacia un lado y hacia abajo. El tercer intento pasó desviado hacia arriba, por encima de su cabeza. La mano izquierda de Cormack asió la lanza y pasó el brazo derecho por encima de ella, un poco por debajo de su punta de concha, empujándola hacia abajo. Se volvió para enfrentarse al troll y empujó con el antebrazo derecho, situado por debajo del astil, hacia arriba, al tiempo que lo hacía con la mano izquierda hacia abajo. El movimiento repentino y la redistribución que hizo Cormack de su peso partieron la lanza por la mitad. En cuanto oyó el crujido, el monje tiró de lo que quedaba del arma del troll hacia un lado y chocó con la criatura, asiendo firmemente el trozo roto de la lanza. Sintió cómo la pieza se hundía en el torso del troll y sujetó a la bestia con la mano izquierda para que la lanza entrara más a fondo.
El troll se enfureció e intentó morderlo, pero Cormack estaba lejos de sus dientes. La frenética criatura no estaba acabada, sin embargo, y todavía empleó otra de sus muchas armas, su larga y puntiaguda barbilla, golpeando con ella repetidas veces un lado de la cabeza de Cormack.
Los dos cayeron al suelo. Cormack, que estaba encima, dobló las rodillas y su movimiento liberó el trozo de lanza. De un manotazo se apoderó de ella y arremetió otra vez contra el troll, esta vez con la punta de concha por delante.
El troll se debatía, manoteando y removiéndose, pero sin resultado. Cormack volvió a caerle encima, clavándole la lanza en pleno pecho. Tiró de ella hacia la derecha y la izquierda, asegurándose de que la herida fuera mortal, y finalmente se echó a un lado y vio al otro troll, el que había sido golpeado en la cabeza por el garrote que le había arrojado el powri, de pie, a su lado, y con una piedra en la mano.
El monje sintió una explosión de luz blanca y brillante dentro de la cabeza al recibir el golpe. Se cubrió y rodó hacia un lado. Sin saber cómo, consiguió ponerse de pie otra vez sin recibir otro golpe tan fuerte.
Pero el troll estaba allí, dándole puñetazos y mordiscos, y todo el mundo le daba vueltas.
Cormack recobró el sentido lo bastante para lanzarle un puñetazo de derecha que alcanzó la mandíbula del troll, haciéndole volver la cabeza hacia un lado y derribándolo otra vez a tierra.
Cormack trató de enderezarse, tambaleándose. Vio a los powris y a los trolls convertidos en un amontonamiento de furia y confusión.
Entonces vio que el suelo amenazaba con tragárselo. Pensó en Milkeila, su amante secreta, y pensó con tristeza que esa noche no acudiría a su cita con ella en aquel banco de arena, hacia el norte, como habían planeado. Le pareció una estupidez pensar en eso. No sabía por qué la imagen de la bella bárbara había inundado sus pensamientos en un momento tan crítico.
Entonces se dio cuenta. Los pensamientos, la imagen, eran una bendición, un momento de paz en medio de una arrolladora tormenta. Trató de pronunciar su nombre, Milkeila, pero no lo consiguió.
Los sonidos se alejaron, la luz desapareció en un abrir y cerrar de ojos, llevándose consigo la hermosa imagen, y Cormack se sumió en una oscuridad fría y vacía.