VEINTINUEVE

Despojamiento, inevitabilidad y triunfo cuestionable

Para cuando Bransen llegó a la plataforma de hielo, la mayoría de los trolls habían sido abatidos o estaban huyendo, y más de la mitad del contingente powri ya estaba corriendo a toda velocidad hacia el borde del precipicio, al sur de su posición. Tanto su coraje como su dedicación dejaron a Bransen anonadado, ya que no sólo cargaban de cabeza contra los gigantes, sino que se estaban metiendo en una posición donde tendrían todavía menos posibilidades de escapar, donde, si la batalla iba mal, no encontrarían por dónde retirarse.

Bransen sabía que no era estupidez, ni ignorancia acerca de las técnicas bélicas, lo que los empujaba al abismo. No se batirían en retirada. O llevaban la batalla hasta la misma puerta del castillo de Badden, o morirían intentándolo.

Su sorpresa y confusión ante tal compromiso casi le costó la vida a Bransen, ya que una lanza troll voló hacia su costado. En el último momento, reaccionando ante un grito de Milkeila, el Salteador de Caminos dio media vuelta y golpeó la lanza con el dorso de la mano. La fuerza del golpe hizo que la ligera lanza saliera despedida, haciendo un giro casi en ángulo recto, y el ágil Bransen la agarró en pleno vuelo, moviendo las piernas a la perfección para coordinarlas con el giro de sus hombros.

Envió el misil de vuelta al troll más cercano, aunque no sabía si era el que se lo había lanzado o no. La criatura trató de apartarse tirándose al suelo, y de hecho cayó, aunque no como había pretendido sino ensartada en la lanza.

Bransen pensó en arrancar, al pasar, la lanza del troll, pero negó con la cabeza, confiando en que sus manos y pies serían todas las armas que necesitaría en ese momento. Cayó sobre un par de trolls. Con un pie apartó ambas lanzas a un lado, y cuando estaba en pleno giro, Bransen avanzó con varios pasos rápidos, lanzando rápidas patadas a izquierda y derecha a las caras de ambos trolls. Siguió presionando, manteniéndose dentro del alcance óptimo para sus lanzas. Se giró para encararse con el que tenía a la izquierda y echó el codo hacia atrás para seguir machacando la cara del otro.

Una rápida combinación izquierda-derecha-izquierda derribó al troll que tenía enfrente, que cayó de espaldas al suelo; a continuación Bransen se dejó caer de manera parecida, desviándose a un lado y plegó las piernas al mismo tiempo. El troll que tenía detrás, que ahora estaba por debajo su cuerpo postrado, estaba empezando a recuperarse del codazo que le había dado en la cara cuando Bransen hizo un barrido con la pierna izquierda, atrapando al troll por la parte posterior del tobillo y deslizando su pie hacia adelante, mientras la pierna derecha de Bransen le daba una patada frontal a la misma rodilla.

Teóricamente las piernas no debían doblarse así, tal como demostró el aullido de dolor del troll.

Bransen empujó con el brazo izquierdo por debajo de sí, levantando el torso del suelo helado. Volvió a doblar las piernas y giró aprovechando la velocidad, levantándose y cambiando a una posición que le permitiera darle una patada en la cara al troll mientras caía.

La cabeza del troll se echó hacia atrás con tal fuerza que los huesos de su cuello quedaron destrozados.

Un rugido que venía de atrás hizo que Bransen se volviera justo a tiempo para ver a un gigante que caía, agarrándose las rodillas. Los powris no perdieron tiempo, se amontonaron sobre el behemoth con regocijo, apuñalándolo y dándole tajos mientras frotaban sus birretes contra las heridas.

Bransen se quedó boquiabierto, incrédulo, mientras levantaba la vista para observar la batalla más allá del gigante caído, donde un grupo de powris corría de un lado a otro una y otra vez, entre las piernas y alrededor de un gigante que intentaba aplastarlos sin éxito.

¡Vaya! ¡Pero si estaban golpeando al gigante! Unos golpazos grandes y sonoros, siempre a la altura de la rodilla. Parecían leñadores salvajes tratando de talar árboles animados. El gigante bailaba mientras intentaba dejarlos atrás, pero estos simplemente cambiaban de dirección, pasaban como rayos entre sus piernas, y lo volvían a golpear. Rugían de excitación y puro gozo, y eso enfurecía más a la bestia, al parecer, ya que sus golpes se volvían más frenéticos y menos precisos. Otros powris se unieron al baile, lanzando hachazos, siempre lanzando hachazos, a las piernas del gigante, que se desplomó, tras lo cual se abalanzaron sobre él y lo remataron.

Bransen recordó su impresión cuando vio por primera vez a los gigantes. Lo débil e indefenso que se había sentido. Pero los powris hacía rato que habían encontrado la respuesta a los imponentes y aparentemente invencibles behemoths. Los gigantes iban cayendo uno detrás de otro, y los powris iban tras ellos, con los birretes relucientes a la luz del crepúsculo.

Cormack y Milkeila recogieron al atónito Bransen mientras corrían para alcanzarlos.

—¡Estaremos en el castillo de hielo dentro de una hora! —predijo Cormack.

Bransen sabía que el cálculo era preciso.

Toniquay cantaba canciones grandilocuentes que enardecían los ánimos, que hablaban de hechos heroicos recogidos y aumentados ahora mágicamente para que no sólo resultaran estimulantes para la moral de quienes las escuchaban, sino para aumentar también su fuerza. Y los guerreros de Alpinador, los valientes hombres y mujeres de las muchas tribus que habitaban el Mithranidoon, hacían honor a su heroica herencia. Coordinadas y con furia, sus tropas se adentraron profundamente en las filas de los trolls; cada vez que un grupo se abría paso, los que estaban en los flancos se desplegaban adecuadamente tras ellos, para que, en vez de tener grupos aislados y rodeados, las tropas bárbaras avanzasen en una serie de pequeñas formaciones en cuña. En la lucha cuerpo a cuerpo llevaban las de ganar. Los alpinadoranos, más grandes, más fuertes, y mejor armados, acuchillaban impunemente, ensartando a un troll tras otro.

Y aun así, observaban Toniquay y los otros líderes, su avance era dolorosamente lento. Los atacaban oleadas de trolls. Multitudes de aquellos monstruos se abalanzaban sobre ellos, encabezados por una descarga de lanzas que obligaban a los bárbaros a agacharse y a hacer una pausa para cubrirse con sus escudos de mimbre y cuero.

Toniquay dirigió la vista hacia el lejano castillo de hielo, su objetivo, y después hacia el oeste, donde se ponía el sol. No llegarían al castillo con la luz del día, pensó consternado, y la noche no sería amable con ellos.

Los vítores en el extremo sur de las líneas alpinadoranas hicieron que Toniquay se volviera en esa dirección, y cuando se percató de la fiera lucha que estaba teniendo lugar allí, no comprendió inmediatamente. Al fijarse, sin embargo, oyó un grito de aliento:

—¡Otro gigante ha caído!

Dirigió la vista más al sur, hacia los powris, al monje caído en desgracia, al extraño, y Milkeila. El rostro del viejo chamán se arrugó adoptando una expresión preocupada y consternada. ¿Acaso serían aquellos los salvadores del Mithranidoon?

Las únicas armas que tenía eran sus pies y sus manos, y Bransen no alcanzaba a ver de qué manera iban a hacer algún daño al gigante que luchaba contra los powris frente a él. Pero tenía que intentarlo.

Un enano rodó alrededor de la pierna del behemoth, gruesa como un árbol, finalizando el movimiento con un golpe de su pesado garrote contra la parte frontal de su rodilla. Mientras el behemoth se tambaleaba y aullaba, Bransen corrió a grandes zancadas y dio un gran salto. La buena suerte lo acompañó, ya que incluso mientras ascendía, el enano, que se había situado en la parte de atrás de la pierna, le clavó una daga y la hundió con fuerza mediante su garrote. El gigante se tambaleó hacia atrás esta vez, distraído e intentando recobrar el equilibrio, justo cuando Bransen aterrizó sobre él y comenzó a lanzarle una serie de potentes puñetazos. El gigante se desplomó de espaldas sobre el hielo, y Bransen dio un salto, tras el cual adoptó una posición agazapada, se impulsó hacia adelante dando una voltereta, y clavó dos veces los talones en los ojos del gigante.

El gigante aulló y le dio un manotazo, lanzándolo por los aires, y sólo la buena suerte y una viga de madera impidieron que Bransen cayera por el borde del precipicio. Tan pronto como hubo recuperado el equilibrio, con las piernas colgando de la cornisa, echó la vista atrás aterrorizado, esperando que el behemoth se le echara encima para acabar con él, pero el daño ya estaba hecho, y ahora los powris se amontonaban sobre el gigante caído, golpeándolo sin descanso.

Cormack se deslizó hacia abajo y aferró a Bransen por los hombros, tratando desesperadamente de estabilizarlo. Bransen comenzó a asegurarle que estaba bien, pero un alarido que provenía del norte, un penetrante chillido sobrenatural, que no era de este mundo, lo interrumpió.

Cuando vio al pequeño dragón descender en picado sobre las líneas de bárbaros encogidos por el miedo, Bransen supo inmediatamente que era el Anciano Badden. La bestia se impulsaba a gran velocidad gracias a sus alas membranosas, mientras lanzaba rápidos golpes con sus largas patas traseras, que acababan en garras, para obligar a los guerreros a agacharse y apartarse hacia los lados.

Volvió a chillar, y tras aquel poderoso grito había magia, ya que muchos hombres cayeron sobre sus rodillas, gritando de dolor y tapándose los oídos. ¡Una de las garras del dragón atrapó a una mujer por el hombro y la levantó del suelo! Mientras la sujetaba fuertemente con esa garra, el dragón desgarró fácilmente la ropa y la piel con la otra.

La criatura se ladeó y giró sobre sí, deteniéndose súbitamente para lanzar a la mujer destrozada como un misil contra la multitud de bárbaros. El dragón escupió fuego, inmolando a algunos y creando una niebla oscura.

Lo alcanzaron algunas lanzas, pero no parecieron afectar a la bestia en absoluto, ya que no penetraron en su cuerpo acorazado, o en lo que parecía una barrera mágica que lo rodeaba. El dragón, desafiante, dejó escapar de nuevo aquel grito ensordecedor que destrozaba los tímpanos, haciendo que más guerreros cayeran de rodillas por el dolor.

—¡Tenemos que ayudarlos! —exclamó Cormack, tirando hacia atrás de Bransen para apartarlo del borde. Se puso en pie con dificultad, al igual que Bransen detrás de él, y fue hacia los alpinadoranos.

—Ese es Badden —dijo Milkeila, comprendiendo, aterrorizada.

Bransen agarró a Cormack por el hombro, tirando de él.

—El castillo —dijo.

—¡Tenemos que ayudarlos! —imploró Cormack.

—Los ayudaremos tomando el castillo —contestó Bransen—. Es la fuente, el conductor del poder de Badden.

Cormack dirigió de nuevo la vista hacia la lucha desesperada que tenía lugar al norte, pero cuando se volvió hacia Bransen sus ojos expresaban una aquiescencia desesperada.

—¡Vamos! ¡Vamos! —les gritó Bransen a los powris, ya que vio que el camino estaba despejado—. ¡A las puertas del castillo, por el bien de todos nosotros!

Pero pocos powris prestaron atención a la llamada, en trance por la fascinación que les producía el brillo de la sangre de los gigantes, y con más behemoths todavía para derribar y masacrar. Y la indecisión de los behemoths (era evidente que habían luchado antes contra los pequeños y resistentes powris) sólo acrecentaba el hambre de los enanos.

—¡Mcwigik! —lo llamó Cormack, y el enano se detuvo, volviéndose hacia los humanos—. ¡Al castillo! —gritó Cormack, señalando hacia allí con énfasis.

Mcwigik lo miró con amargura, pero extendió el brazo para evitar que Pergwick se alejara corriendo. Cormack asintió y se puso en camino, con Milkeila y Bransen a poca distancia detrás de él. Para cuando hubieron cruzado el glaciar hasta la rampa de hielo que conducía al interior del castillo, Mcwigik y sus tres cohortes los seguían de cerca.

Una extraña sensación de urgencia invadió a Bransen. Adelantó a Cormack, acelerando hacia la fachada del enorme castillo. Miró a su alrededor mientras corría. ¿Estarían vivos el hermano Jond y Olconna?

Bransen se sorprendió de lo mucho que le importaban de repente esos dos y el resto de los prisioneros, y se maldijo en silencio por su indecisión anterior. ¿Cómo pudo plantearse abandonar la lucha? Bajó la cabeza y corrió más de prisa, justo hacia la base de la rampa de hielo que subía entre los torreones que flanqueaban la abertura en las murallas exteriores del castillo. Pero allí, justo en la base de la rampa, se detuvo de un patinazo y rápidamente extendió el brazo para impedir a Cormack que pasara corriendo por su lado.

—Está custodiado —le explicó.

—¿Cómo lo sabes?

Bransen meneó la cabeza, pero no emitió ninguna otra respuesta. Realizó una introspección, encontrando la línea de su chi y extendiendo voluntariamente aquella energía vital al suelo bajo sus pies. Sintió el poder allí, con claridad, y discordante con la fecunda magia que había construido y ahora mantenía aquel castillo.

—Dice que hay trampas —le dijo Cormack a Milkeila cuando llegó junto a ellos, con los enanos resoplando a poca distancia.

Milkeila asintió, mostrándose de acuerdo casi de inmediato. Su magia era bastante similar a la de los samhaístas, ya que ambos extraían sus energías del poder del mundo en el que pisaban. Se adelantó, vacilante, y comenzó a entonar cánticos y a agitar su collar de garras y dientes.

Asintió de nuevo y miró a Cormack.

—Nuestro adversario ha reunido en este punto a las energías acalladas que se oponían a su construcción —explicó—. Es una protección poderosa.

—¿Puedes derrotarla? —preguntó Cormack.

—¿O puedes hacer que sangre? —preguntó Mcwigik, y Cormack lo miró con curiosidad, y más aún cuando vio que Milkeila asentía con una sonrisa.

La chamán subió vacilante por la rampa, agitando su collar frente a ella como si fuera una protección contra la magia samhaísta. A medida que se acercaba a la abertura de las murallas exteriores del castillo, comenzó a entonar cánticos mientras agitaba el collar con una mano y recorría la jamba de la puerta con la otra sin tocarla. Inmediatamente el reluciente hielo comenzó a sudar y a gotear, pequeñas llamas parecían bailar dentro del mismo.

Bransen lo sintió muy adentro. Comprendía la réplica de Milkeila; estaba llamando al guardián suavemente, haciéndolo salir en pequeños trozos para liberar la presión. Asintió al comprender qué eran las llamas atrapadas en la jamba de la puerta, diseñadas para estallar con una energía tremenda si alguien pasaba sin las palabras mágicas precisas.

A medida que su entendimiento del guardián y de la aparente respuesta de Milkeila se cristalizaba ante sí, Bransen se unió a sus esfuerzos, canalizando su chi para provocar la salida de fragmentos de la magia protectora. Ahora la jamba sudaba con tal profusión que goteaba constantemente desde la viga de hielo superior como una lluvia moderada.

—¡Sí, pero debéis hacer que caiga todo! —rezongó Mcwigik.

—Exactamente para eso estaba diseñada la trampa —le explicó Bransen—. Pero Milkeila y yo lo hemos difuminado tanto para que… —Sonrió al enano, y el Salteador de Caminos pasó rápidamente unto a Milkeila, atravesando la abertura. A su alrededor todo estalló en llamas, una súbita y fuerte liberación de energía, pero ni por asomo lo que podría haber sido en un principio.

—La explosión habría derribado la muralla exterior —le explicó Milkeila, conduciendo a los otros a través de los charcos y el portal para reunirse con Bransen. Y fue en el momento preciso, ya que encontraron a su amigo en plena batalla con otro contingente de aquellos molestos y tozudos trolls.

La primera lanza arrojada contra él se había convertido en el arma de Bransen mientras se metía corriendo en medio de aquellas criaturas, que rápidamente formaron un semicírculo a su alrededor. Mientras sujetaba la lanza con la mano izquierda, Bransen la arrojó a ese mismo lado, y al hacerlo, sujetó la parte posterior detrás de la cadera. Aprovechando ese efecto de palanca, describió una curva con la lanza frente a sí, cogiéndola del revés con la mano derecha. Siguió moviendo la punta de la lanza de izquierda a derecha, como si pretendiera ponérsela a la espalda, pero en vez de eso la hizo girar entre sus dedos, volteándola con destreza hasta sujetarla con la derecha, pegada a su antebrazo, antes de lanzar una estocada en esa dirección. El troll que estaba en ese flanco, tragándose el anzuelo de que la lanza desaparecería rápidamente tras el hombre, acababa de levantar su garrote y comenzaba a cargar cuando la lanza le atravesó el pecho.

Bransen dobló el brazo, levantando la mano, y volteando la lanza hacia atrás por encima de los hombros. La cogió solapadamente con la mano izquierda y alteró sutilmente el ángulo del movimiento, rotándola para lanzar otra estocada hacia el frente de izquierda a derecha. Aflojó la presión de la mano, dejando que la lanza se deslizara hacia adelante como si la estuviera arrojando, pero la asió firmemente con la izquierda por una parte más baja del mango y la sujetó por su parte media con la derecha. Lanzó una estocada diagonal hacia la derecha con más potencia, la echó hacia atrás, cambió el ángulo y asestó una estocada al frente, para a continuación volver a girar la cadera y situarla a la derecha de su posición con tres estocadas cortas y devastadoras.

Cayeron tres trolls. Los otros se echaron atrás, confundidos y asustados, y justo cuando los amigos de Bransen pasaban corriendo junto a él, aplastándolos a todos. Sólo un giro desafortunado, una lanza rota enganchándose en un mal ángulo, le causó una herida a uno de los compañeros, alcanzando dolorosamente a Pergwick a la altura de la cadera.

El enano, sin embargo, no le dio importancia y siguió el paso de los demás mientras atravesaban a toda velocidad el patio interior hacia la puerta del castillo. Bransen se puso en cabeza de nuevo, y volvió a activar su sensibilidad a la magia para detectar guardianes. Pero la puerta se abrió y por ella salió de un salto un hombre vestido con una túnica samhaísta que empuñaba una espada corta de bronce. Durante un breve instante, Bransen pensó que era el Anciano Badden, e instintivamente se detuvo.

Fue un retraso afortunado, ya que el samhaísta hizo salir una gota de fuego de su mano para envolver el filo de su espada y avanzó con una serie de golpes poderosos que extendieron las llamas frente a él.

Mcwigik pasó junto a Bransen y casi se metió de cabeza en ellas, antes de detenerse por fin con una exclamación de sorpresa. Volvió a gritar cuando Bransen saltó sobre él, se impulsó desde el cuerpo robusto del enano, elevándose a bastante altura, mientras impulsaba a su chi para que lo llevara más allá de los límites mortales. Le arrojó la lanza al hombre en pleno vuelo, pero el samhaísta estaba bien protegido.

De todos modos, no fue más que una distracción, y Bransen se elevó, pasándole por encima. El sorprendido samhaísta levantó la espada para tratar de interceptarlo, pero Bransen ya estaba a demasiada altura. Aterrizó detrás del samhaísta, girándose mientras descendía, y cuando el hombre intentó darse la vuelta, Bransen pasó rápidamente el brazo a través del hueco de su codo doblado, y después llevó la mano a la nuca del samhaísta, agarrando con firmeza. Giró junto con él, colocándosele detrás en una posición más elevada, y tan pronto como el hombre intentó girarse hacia el otro lado, echando hacia atrás el hombro y el brazo de manera instintiva para tratar de romper su movimiento, Bransen le hizo lo mismo en el otro brazo. Entonces, con ambas manos aferradas a la nuca del samhaísta, poniendo los brazos de su oponente como si fueran alas a su espalda, Bransen hizo girar fácilmente al hombre y se abalanzó sobre él.

Cayeron juntos, el samhaísta de bruces y sin modo alguno de liberar sus brazos para amortiguar la caída. Bransen hizo que el golpe fuera mayor al empujarle la cabeza con las manos justo antes de que se diera de cara contra el hielo.

El Salteador de Caminos se levantó de un salto, y pasó corriendo sobre el hombre para agarrar la espada caída. Le bastaba dejarlo así, pero a los powris, por supuesto, no. Lo apuñalaron y rajaron, aplastando al pobre necio contra el hielo en poco tiempo, para poder mojar sus gorros en la sangre que brotaba de él.

Bransen atravesó la puerta abierta. Milkeila entró tras él.

—Tenemos que encontrar la sede del poder de Badden —dijo ella—. Debe de haber uno mayor que los demás.

Antes de que Bransen pudiera mostrarse de acuerdo, Cormack pasó corriendo junto a ellos y gritó:

—¡Hermano!

Tanto Bransen como Milkeila se volvieron hacia él. A continuación siguieron la mirada de Cormack hasta donde se acurrucaba un grupo de míseros prisioneros, destacando entre ellos un hombre que llevaba ropas abellicanas.

—Jond —murmuró Bransen, y de nuevo recordó sus dudas cuando estaba en el afloramiento, y pensó seriamente en darse la vuelta y dirigirse al sur para buscar a Cadayle y Callen.

El Salteador de Caminos se sonrojó avergonzado, más aún cuando el hermano Jond se dirigió a él.

—Bransen Garibond, ¿has venido a salvarnos, amigo?

«Amigo». La palabra golpeó en la mente de Bransen, una acusación todavía más condenatoria por el hecho de que el hermano Jond ni siquiera sabía que lo era. Cormack estaba con él en ese momento, desatando las cuerdas para liberar al hombre y a los que lo rodeaban.

—Nadie podrá ayudarnos en esta batalla —estaba diciendo Milkeila cuando finalmente Bransen se reunió con los dos junto a los prisioneros.

—Bien hallado, amigo mío —le dijo Bransen a Jond, y no pudo disimular su horror al ver su rostro mutilado, con cortes cicatrizados que ocupaban el lugar donde antes habían estado sus ojos.

El monje ciego siguió perfectamente su voz y cayó sobre Bransen, abrazándolo mientras lloraba de felicidad y agradecimiento.

—No hay tiempo —dijo Milkeila—. ¡Esa bestia está fuera, matando a mi gente! Estoy segura de que su poder está concentrado aquí a través de algún conducto con las emanaciones mágicas que hay bajo el glaciar.

—¡Es un dragón! —proclamó uno de los desdichados prisioneros.

—¡Horror de horrores! —intervino otro.

—Siempre que el Anciano Badden se aparece ante nosotros, baja la rampa que cruza el vestíbulo —soltó el hermano Jond, agitando la cabeza y apartando a Bransen, como si tratara de aclararlo todo.

Bransen reconoció la desesperación en su rostro, la necesidad de ayudar, para tratar de devolverle a Badden la injusticia que le había robado la vista.

—¡Por favor! ¡Ayudadme! —se oyó un grito desde atrás, y todos se giraron para ver al samhaísta al que Bransen había atizado, arrastrándose sobre los codos hacia ellos, con los cuatro powris siguiéndolo de cerca—. ¡Ayudadme! —volvió a decir, extendiendo la mano con expresión lastimera hacia los intrusos humanos. Mientras hablaba, Bikelbrin se puso junto a él, se escupió en ambas manos, y cogió un pesado garrote, preparándose para asestarle el golpe final.

—¡Alto! —exclamó Cormack, y fue corriendo hacia él—. Él nos lo puede decir.

Los guerreros de las tribus incrementaron el número y la fiereza de sus ataques contra el dragón. Todos a una, se deshicieron de su miedo y le arrojaron sus lanzas, o se apresuraron a atacar a la bestia cuerpo a cuerpo cuando bajaba lo suficiente para alcanzarla. Casi no les preocupaban los trolls en ese momento, ya que, comparados con aquel monstruo, aquellas criaturas no parecían más que una leve molestia.

Pero al dragón parecía no afectarle nada de todo aquello, más bien se mostraba complacido. Toniquay y los demás chamanes, entonando cánticos con más fiereza para inspirar, proteger y fortalecer a sus soldados, y lanzándole todas las magias ofensivas que pudieran conjurar, lo comprendían mejor que sus nobles y feroces guerreros.

Por eso temblaban de miedo.

Y es que el dragón no sólo parecía inmune, sino que también parecía crecer en tamaño y fuerza. Ninguna lanza penetraba su armadura de escamas, y ningún guerrero duraba frente a él más que unos segundos. Las garras que hacían pedazos, la mandíbula que lanzaba mordiscos a diestro y siniestro, las alas que batían con un ruido ensordecedor y la cola que golpeaba a unos y a otros, fueron abriendo una brecha en las filas de los alpinadoranos, derribando a hombres y mujeres impunemente.

—¿Cómo vamos a herirlo? —Toniquay oyó la pregunta que él mismo había formulado. Esperando poder contestar a eso, el chamán completó su conjuro, creando mágicamente una escultura de hielo con forma de pájaro. La sostuvo frente a sus labios y le insufló vida a aquel pequeño golem cristalino, para a continuación extender el brazo y lanzárselo al dragón.

El brillante pájaro de hielo pasó por encima de sus cabezas como un rayo, ganando una velocidad asombrosa antes de estrellarse con fuerza contra el dragón.

Si la gran bestia llegó a fijarse en el misil animado, no dio muestras de ello, y el pájaro de hielo estalló en un millón de pequeñas e inofensivas gotas de agua.

Toniquay hizo una mueca de dolor, y volvió a hacerla cuando vio a otro hombre más elevarse en el aire sujeto por las garras traseras del dragón. Aquellas poderosas garras lo apretaron con fuerza, tanta que se le salieron los ojos de las órbitas al pobre guerrero, junto con borbotones de sangre y tejidos.

Toniquay sólo pudo lanzar un respingo, horrorizado.

Subieron rápidamente por la rampa, con el hermano Jond apoyándose pesadamente en Bransen y los cuatro enanos detrás, llevando al maltrecho samhaísta capturado por las muñecas y los tobillos.

El pasillo ascendente describía una curva cerrada hacia la derecha, cruzando una escalera y después otra, ambas circulares y ambas con la misma viga de hielo en el centro que parecía ser el soporte principal para aquella parte de la estructura del castillo.

—No creo que viva mucho más —dijo Mcwigik, y los que iban delante se detuvieron y observaron al pobre tipo, haciendo un gesto de dolor cuando uno de los enanos lo dejó caer de bruces al suelo.

»Ni lo penséis —les advirtió Mcwigik, y Bransen rio ante lo acertado de la suposición del enano, ya que él también pudo percibir claramente el debate silencioso entre Milkeila y Cormack sobre si debían o no usar su magia curativa para ayudar a aquel hombre.

—No podemos dejar morir a otro ser humano así como así —comentó Milkeila, tanto a sus congéneres como a los enanos.

Ruggirs se puso junto a Mcwigik, clavó la vista en los humanos, y a continuación le pisó el cuello al samhaísta. Las vértebras se hicieron pedazos con un crujido asqueroso y el samhaísta tuvo un par de convulsiones antes de quedarse muy quieto.

—Vuestra magia es para mí y para mis muchachos, y ni te atrevas a pensar en usarla en uno de nuestros enemigos cuando todavía se está luchando —le explicó Ruggirs.

—Sí, pero no parecía que estuviera tan malherido después de todo —dijo Pergwick desde detrás del enfadado Ruggirs, Bransen comprendió que aquella afirmación iba dirigida sobre todo a los humanos, como modo de dar más énfasis a las palabras de Ruggirs.

—Pero tenías razón, Mcwigik —continuó Pergwwik—. No iba a vivir mucho más.

Mcwigik hizo señas a los humanos para que se pusieran en marcha.

Tenían cara de estar conmocionados (incluso indignados, en el caso de Milkeila y el hermano Jond), pero se pusieron en marcha, ya que no tenían tiempo para discutir las tácticas de los powris.

En lo alto de la rampa, entraron en otra habitación circular, y se dieron cuenta de que estaban en la torre más alta de las muchas que había en el castillo. Allí, también terminaba la viga de soporte, pero en el suelo y no en el techo, ya que no era una viga en el sentido convencional de la palabra.

Era la base de una fuente, una de la que salía una fina y cálida bruma. Bransen, al igual que Milkeila, se dio cuenta de inmediato de que aquella bruma contenía poder. Aquella bruma era la materia en la que se basaban tanto la magia de la tierra samhaísta como la de los chamanes, el mismo conducto que Milkeila había estado buscando.

El chorro de agua se elevaba en el aire unos dos metros, antes de caer de nuevo sobre sí mismo y derramarse en un recipiente de dos pisos, y aunque aquella base también estaba hecha de hielo, parecía inmune a la cálida corriente.

—Esta es la fuente de su poder —afirmó Milkeila, acercándose y levantando la mano para tocar el chorro y la corriente—. Este es el lugar donde el Anciano Badden se conecta al poder de la tierra.

—¿Puedes sentirlo? —preguntó Cormack, y la expresión de Milkeila dejaba claro que le resultaba sorprendente que él no pudiera.

—Yo también puedo —dijo Bransen—. No es muy distinto de las emanaciones de vuestras piedras del alma. Rebosa energía, ki-chi-kree.

Cormack se frotó la cara y miró al hermano Jond, que estaba sentado en silencio e inexpresivo. Lo que acababa de decir Bransen, la comparación de la magia samhaísta con la abellicana, podría considerarse herejía para los líderes de la Iglesia abellicana, pero a Jond parecía no importarle, no parecía estar en desacuerdo.

Y Cormack desde luego no lo estaba. Teniendo en cuenta que Bransen había incluido también sus propios poderes místicos, ese extraño concepto del chi, aquello sólo hizo que Cormack se convenciera aún más de que tenía razón, de que todas las Iglesias y los poderes mágicos eran de hecho trozos del mismo dios y de la misma magia divina.

Mientras reflexionaba sobre aquello, sintió una intensa punzada, un recuerdo de los latigazos que le habían propinado en la espalda.

Bransen cerró los ojos y avanzó hacia la fuente, para mojar a continuación su brazo desnudo en ella.

—Si esa es la fuente del poder de Badden, ¿podemos usarla nosotros también? —preguntó Cormack—. ¿Quizá para enfrentarnos al Anciano?

—No podemos usarla como él lo hace —contestó Milkeila—. Los poderes que extrae de aquí… me superan.

—Esta magia no está enfocada ni estabilizada, como las piedras abellicanas —dijo Bransen—. Es fluida y siempre cambiante, y no podemos acceder a ella como lo hace Badden… y menos con el tiempo del que disponemos.

—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Cormack.

—Arrebatársela —sugirieron Jond y Milkeila al mismo tiempo.

—Tejeré conjuros dentro de ella, para desviarla de la ruta que haya diseñado Badden —explicó la chamán bárbara, comenzando suavemente a entonar cánticos, un ritmo antiguo de una antigua bendición.

De una forma similar, Bransen mantuvo el brazo en la corriente y envió su chi al interior, tratando de hacer que se tambalearan las infusiones y de retorcerlas en un loco intento de alterar de alguna manera la magia contenida en el agua.

Los más directos fueron los cuatro powris.

—Ya la habéis oído, muchachos —dijo Mcwigik—. ¡Poned algo de los enanos dentro! —Se alinearon alrededor del recipiente, se desabrocharon los pesados cinturones, se bajaron los calzones y comenzaron con su método especial de ir al grano para despojar el agua mágica.

—Espero que no se la beban —comentó Brikelbrin con una risita.

—Sí, pero yo espero lo contrario —añadió Pergwick—. ¡Le daremos un sabor que no olvidará!

Planeaba sobre sus filas impunemente, rugiendo y expulsando fuego, ignorando las endebles lanzas que le arrojaban con sus débiles músculos mortales. Era Badden, el Anciano de los samhaístas, la voz de los antiguos dioses, que lo habían bendecido con el poder de los inmortales, en este caso con la fuerza de un verdadero dragón.

Pensó que si mataba suficientes allá arriba, ni siquiera necesitaría derrumbar la parte frontal del glaciar e inundar el lago. Fue un pensamiento fugaz, sin embargo, ya que después de la contaminación que habían causado aquellos paganos, el lago necesitaría purificarse de todos modos. Además, lo disfrutaría. Al igual que disfrutaba con aquella masacre de descreídos. Hizo un barrido; rugió con una alegría divina.

Una lanza se le clavó profundamente en el costado.

El rugido del Anciano Badden cambió de timbre. Más lanzas lo alcanzaron y se le clavaron profundamente. Respondió con otra ráfaga de aliento abrasador, y realmente, aunque los bárbaros que estaban más cerca se apartaron de las llamas, aquellas lenguas de fuego no eran ni la mitad de intensas que las anteriores.

El cuello serpenteante de Badden giró para tener una perspectiva del lejano castillo. Algo iba mal allí, lo sabía. Algo estaba interrumpiendo el flujo y la intensidad de su magia. Otra lanza lo perforó, provocando oleadas de intenso dolor. El dragón rugió y agitó sus grandes y membranosas alas, impulsándose a través de las filas de bárbaros y más allá.

Los bárbaros lanzaron gritos enardecidos tras él y le arrojaron más lanzas, además de garrotes y piedras… cualquier cosa que sirviera para herir a la bestia derrotada. Después se mofaron de él, y más de uno se dio cuenta de que el dragón parecía haber disminuido de tamaño.

Al sentir el doloroso ardor de una docena de heridas, y percibir cada vez más un súbito distanciamiento con el poder que alimentaba su forma draconiana, Badden sabía que sus sospechas eran algo más que eso.

Poco podía hacer Cormack mientras los otros seis, cada uno a su particular manera, arrebataban la magia a Badden. Pensó en coger el colgante con la piedra que llevaba Milkeila. Pero era demasiado tarde, ya que ahora no se atrevía a interrumpir su concentración.

Tampoco quería piedras en ese momento, tuvo que admitir ante sí mismo el antiguo monje abellicano. La sensación de traición era demasiado cruda y aguda. Su comunión con las piedras siempre había provocado con anterioridad un sentimiento de hermandad con el beato Abelle, el hombre que había fundado su Iglesia hacía menos de un siglo. Pero era evidente que ahora los representantes de aquel profeta muerto consideraban herejía la visión del mundo de Cormack.

Si utilizaba las piedras en aquella tremenda batalla ¿sentiría la consternación del espíritu de Abelle?

Pensó que tal vez le estaba dando demasiada importancia, estaba permitiendo que su ira y su decepción nublaran su juicio. Miró a Milkeila y pudo ver la tensión en su rostro provocada por sus constantes esfuerzos. La magia con la que luchaba era tangible y formidable.

Inhalando profundamente, Cormack se tranquilizó y dio un paso hacia ella, decidido a dejar de lado sus prevenciones y a ofrecer cualquier ayuda que estuviera en sus manos. Pero se detuvo incluso antes de empezar, ya que a través de la pared traslúcida que había por encima y por detrás de Milkeila vio florecer un capullo naranja y amarillo. Observó con la boca abierta, incapaz siquiera de gritar una advertencia, mientras aquellos colores, el fuego del aliento del dragón, convertían la pared helada en agua y vapor, y a través de la nube brillante llegaba la propia bestia, ¡rodeada por una bruma brillante y cálida que hizo que pareciera como si atravesara algún portal transdimensional!

Los powris gritaron y se revolvieron para subirse los pantalones; Bransen reaccionó con la velocidad y la precisión de una serpiente, arrojándose a un lado, fuera del alcance de la bestia y agarrando al mismo tiempo a Milkeila, que aún estaba inmersa en el trance.

Cormack sólo pudo quedarse allí de pie con la boca abierta mientras el cuello serpenteante del dragón hacía un barrido y la bestia giraba sobre sí misma, plegando las alas. Mientras giraba, no fue la parte de abajo del torso de un dragón, sino las piernas de un hombre lo que asomó, con las uñas de los pies pintadas y unas sandalias. Badden continuó con su transformación mientras completaba la voltereta y fue un hombre, y no un dragón, lo que aterrizó sobre el suelo, frente a la fuente.

Pero no era cualquier hombre; era el Anciano de los samhaístas el que acababa de llegar.

Aterrizó con un ruido tan potente que parecía como si pesara mucho más de lo que aparentaba, y la misma magia que perpetuaba aquella percepción pasó de Badden a su suelo mágico de hielo. Se formaron enormes ondas procedentes del hombre, olas de hielo, como si el suelo estuviera en un estado entre líquido y sólido. Aquellas ondas se elevaron como si fueran olas y formaron grandes crestas con una fuerza tremenda, que hizo que los enanos y los humanos salieran despedidos violentamente por los aires. Se estrellaron contra las paredes y rebotaron más allá de la fuente, mientras las armas que portaban volaban sin rumbo. Milkeila se sumergió en la fuente y, con todo el alboroto que había a su alrededor, le llevó un buen rato sacar la cabeza del agua.

Sin embargo, fue la que salió mejor parada, ya que el único lugar de la habitación, aparte del sitio donde estaban los pies de Badden, que no estaba entrechocando y girando violentamente era el interior de la fuente. La chamán sonrió cuando Mcwigik y Bikelbrin pasaron volando junto a ella, agarrándose el uno al otro para recuperar el equilibrio, hasta que fueron separados por la torre de la fuente. Rebotaron y a continuación salieron dando vueltas hacia la pared. Gritó de dolor cuando su amado Cormack salió despedido hacia arriba, a más de tres metros, y sólo su gran entrenamiento le permitió colocarse mientras descendía para evitar aterrizar de cabeza.

Hizo una mueca de dolor al observar a Bransen, que no estaba volando por ahí, sino que maniobraba sobre las olas sólidas como lo haría una embarcación, y emitió un grito ahogado al ver cómo una ola rompía justo encima del pobre Ruggirs, cayendo sobre él con una fuerza tremenda, cortándole la respiración y haciéndole emitir un sonoro y profundo gemido. La ola de hielo se dobló sobre él, enterrándolo en el suelo.

No lejos de ella, el Anciano Badden reía de puro regocijo, y volvió a estampar su pie contra el suelo, provocando otra serie de olas, que se estrellaron contra la primera serie que volvía, y toda la habitación se sumió en un caos. ¡Incluso las paredes comenzaron a combarse y a formar ondas! Ahora todos los amigos de Milkeila caían y se elevaban de un lado a otro sin control, excepto el enterrado Ruggirs y otro más.

Para los Jhesta Tu, la postura de Bransen era conocida como doan-chi-kree, la «postura de la montaña», un lugar de equilibrio total y calma perfecta, donde el místico que se mantenía recto, hacía llegar su línea de energía vital, su chi, bajo su ki, su ingle, y más abajo hasta el doan, el suelo que tenía bajo los pies. Esa línea de energía vital se convertía en las raíces del místico, en su estabilidad, y en ese estado un Jhesta Tu no podía ser movido ni por un gigante en plena carga.

El suelo se onduló bajo los pies de Bransen a una orden de Badden, pero Bransen se movía con él, sus piernas se doblaban y enderezaban al mismo ritmo y tan perfectamente que su torso permanecía totalmente quieto. Su mirada quedó fija en la de Badden. El Anciano volvió a dar un pisotón en el suelo, pero no pudo derribar a Bransen.

Milkeila hizo acopio de valor ante esa imagen y salió de su estupor. De nuevo echó mano de su magia y la introdujo en la fuente de Badden, exigiendo que terminara la violencia.

¡Sintió como si estuviera tratando de detener el gran Océano Miriánico! Pero se sacudió de encima la desesperación e insistió, bloqueando todas las distracciones, concentrándose únicamente en la tarea que tenía entre manos.

La habitación comenzó a quedarse en silencio.

El Anciano Badden apartó la vista y miró de reojo a la mujer, sintiendo la intrusión en su magia lo mismo que si estuviera metiendo la mano en su estómago y tirándole de las entrañas. El samhaísta rugió con una voz que era al mismo tiempo la de un dragón y la de un hombre, y apuntó con las manos al géiser que estaba en el centro de la fuente. Las aguas turbias se congelaron de repente, atrapando las manos los antebrazos de Milkeila con una fuerza capaz de partirlos.

Badden trazó rápidamente un círculo con la mano, y el carámbano de hielo respondió de la misma manera, girando sobre sí mismo a gran velocidad, retorciendo a Milkeila.

Esta sintió cómo se le dislocaban los hombros, volviendo a encajarse a continuación cuando el hielo paró de girar repentinamente, haciendo que la parte de arriba de su cuerpo se detuviera en seco mientras la parte de abajo se agitaba de un lado a otro.

Se sintió invadida por las náuseas y el mareo, y su visión se llenó de puntos negros que flotaban en el aire, y cuando el hielo volvió a su forma líquida, la mujer cayó al agua, zambulléndose sin sentido ni conciencia alguna.

Badden soltó una risita mientras sentía cómo la magia volvía a fluir con fuerza, pero sabía que la distracción de aquella necia había tenido un precio, ya que los humanos y los enanos habían aprovechado esos momentos para acercarse.

El Anciano sacó bruscamente la fabulosa espada que llevaba a la espalda, la empuñó con ambas manos y extendió totalmente los brazos. Soltando una risa de maníaco, se puso de puntillas sobre un pie, vinculó ese punto de equilibrio a su energía mágica y comenzó a girar. Formó un remolino, ganando velocidad e impulso con cada giro. Su silueta se difuminó. Alteró el ángulo de su espada para que no hubiera acercamiento posible.

De repente, Pergwick aulló de dolor y se apartó de un salto, agarrándose desesperado la cabeza para mantener el cuero cabelludo en su sitio. Se arrojó al suelo, buscando frenéticamente su gorro perdido.

Mcwigik y Cormack, uno junto al otro, se apartaron sin resultar heridos, pero Cormack gritó de todos modos, lleno de ira y frustración más que de dolor, ya que se encontró separado de Milkeila, y no podía verla por encima del borde de la fuente. Intentó acercarse por un lado, pero se enredó con Mcwigik, que intentaba retroceder a gatas.

—¿Qué remolino es ese? —exclamó el enano, totalmente sorprendido.

Bransen también se apartó, pero de una manera más controlada, calibrando a su adversario, y Brikelbrin se zambulló en la fuente. Acababa de recobrar el equilibrio cuando Badden extendió repentinamente su alcance, utilizando la espada como foco para liberar su energía mágica.

Pergwick, que estaba tendido boca abajo, se deslizó por la habitación. Cormack y Mcwigik salieron despedidos por los aires, enredándose mientras giraban, y Brikelbrin voló de vuelta al poste central de la fuente, con tanta fuerza que perdió el conocimiento.

Aturdido y apenas consciente cuando llegó al agua una vez más, el enano cayó sobre Milkeila, que se estaba ahogando. Por puro instinto, pasó el brazo por debajo de la cabeza de la mujer y la puso boca arriba, sobre su espalda, y le sacó la cabeza fuera del agua. Eso fue lo que salvó a Milkeila.

El Anciano Badden no había sentido una liberación de energía mágica tan pura, la liberación más satisfactoria que podía sentir un hombre. Estampó el pie contra el suelo para acentuar la magia, con lo que hizo que se volvieran a formar una serie de olas en la habitación.

Antes de que pudiera felicitarse, sin embargo, el Anciano Badden miró el rostro de uno que había permanecido inamovible ante su ataque mágico, y que no parecía en absoluto preocupado.

Bransen Garibond se había mantenido en su sitio.

—Tienes mi espada —le explicó tranquilamente el Salteador de Caminos, y Badden lo miró con incredulidad.

—¡Eres tú! —contestó el samhaísta—. ¡Yo te arrojé desde el glaciar!

—Los Salteadores de Caminos rebotan —replicó Bransen.

—Eras un estúpido balbuciente… ¡un idiota que apenas podía tenerse en pie!

—O era un explorador inteligente, que calibraba al Anciano Badden y sus fuerzas antes de traer sobre ellos la condenación.

Badden se irguió y agitó la cabeza… o comenzó a hacerlo, ya que el Salteador de Caminos lo golpeó más rápido que una serpiente. Se impulsó hacia adelante y lo golpeó con un doble gancho en la cara, acertando de lleno las dos veces.

Bransen retrocedió inmediatamente de un salto, echando la cadera hacia atrás y manteniendo el vientre a pocos centímetros de la espada, que avanzaba hacia él. Mientras se inclinaba al compás del movimiento, Bransen echó el antebrazo hacia abajo para golpear la espada.

Pero Badden lo había previsto, y astutamente giró la espada para que el brazo de Bransen diera con el filo cortante.

De hecho Bransen hizo una mueca, pero sencillamente movió la mano más abajo, cambiando el ángulo y apartando la espada hacia un lado. A continuación cargó rápidamente contra Badden, sujetando con una mano el brazo en que este sostenía la espada, y agarrando con la otra la cara del viejo.

Y Badden respondió asiendo bruscamente a Bransen por la espalda con el brazo que le quedaba libre. Primero lo hizo chocar contra sí mismo ¡y con una fuerza mayor de lo que Bransen podría haber imaginado jamás!

Badden cogió a Bransen por la parte de atrás del pelo y del pañuelo, y tiró hacia atrás con violencia. Este gruñó de dolor, temiendo de repente perder de nuevo la preciosa piedra. Arañó la cara de Badden, haciéndole sangre, a continuación giró la mano y golpeó al anciano con una serie de ganchos cortos y demoledores, rompiendo hueso.

Badden soltó el pelo de Bransen por puro reflejo para detener el aluvión de golpes con la mano libre, pero en el momento en que lo hizo, Bransen se lanzó a un lado, yendo a por el brazo con que Badden sostenía la espada, intentando cogerla con furia.

Pero ni siquiera contando con el efecto de palanca, teniendo el ángulo preciso, pudo liberar el arma, y se dio cuenta de su error, de la posición tan vulnerable en que se había colocado, justo antes de que el puño de Badden lo golpeara en la espalda, cortándole la respiración. ¡No estaba luchando contra un mortal, sino contra algún tipo de monstruosidad mágica! Necesitaba la espada, pero no podía conseguirla. Badden lo golpeó de nuevo, y a Bransen le fallaron las piernas.

—¡Estúpido! —lo reprendió el viejo samhaísta.

Bransen realizó una introspección mientras otro puñetazo más impactaba contra su espalda. Encontró su línea de chi, encontró su centro… Pensó en Cadayle. Concentró todos sus pensamientos en ella, usando su imagen como punto focal para mantenerse consciente. Algo pasó volando, y sintió que tiraban de él hacia atrás. Otra silueta pasó corriendo… Cormack. Oyó ruidos de puñetazos. Consiguió mirar de reojo y vio a Mcwigik bien agarrado a la pierna de Badden, mordiéndole el muslo, y a Cormack enfrentándose a Badden directamente, lanzándole un aluvión de puñetazos en la cara. No era un novato en la lucha.

Pero tampoco era, o eran, rivales para el Anciano Badden.

Bransen adivinó el siguiente movimiento del Anciano: liberar la espada y acabar rápidamente con los tres, así que tan pronto como hubo empezado, reaccionó con una furia inusitada, respaldado por toda la potencia de su entrenamiento. Se lanzó a por la mano que empuñaba la espada, cogiéndola por la muñeca y cerrando la otra mano sobre el puño de Badden. Golpeó con toda su fuerza, haciendo palanca, con cada gramo de la magia Jhesta Tu y de la piedra que fue capaz de invocar. Era una buena oportunidad, lo sabía. Un instante de poder enfocado.

La mano del Anciano se dobló y los huesos se hicieron pedazos. Bransen empujó con la mano el puño de Badden, cogiendo la empuñadura en forma de serpiente de la espada de su madre y liberándola.

Iba a recibir un nuevo golpe pero se anticipó a él. Se movió hacia adelante y el puño de Badden sólo lo rozó. Dio una voltereta hacia adelante, se puso de pie de nuevo, algo entumecido, y se dio la vuelta justo a tiempo para ver cómo Cormack era arrojado hacia un lado, girando en el aire, por una mano maliciosa.

El Anciano, que miraba a Bransen lleno de odio mientras se sujetaba la mano rota junto al costado, agarró con la mano libre al tozudo powri que lo estaba mordiendo, y con una fuerza pasmosa lo apartó de sí.

Levantó al enano para lanzárselo a Bransen, pero el Salteador de Caminos ya estaba allí, debajo del posible misil viviente. Lanzó una estocada y rápidamente un tajo hacia arriba, cortando el brazo de Badden. El anciano aun así consiguió lanzar a Mcwigik, pero de repente tenía tan poca fuerza que el enano rebotó, se dio la vuelta y volvió rugiendo hacia él. O lo hubiera hecho, si hubiera sido necesario.

Bransen se movía como un bailarín, girando, balanceando el brazo, cambiando el ángulo de su mortífera espada con habilidad y precisión tales que el Anciano Badden no pudo bloquear o hacer un giro lo bastante efectivo para evitar que el Salteador de Caminos lo golpeara justo donde pretendía.

La espada le atravesó el abdomen de un tajo, trazó una curva y lo pinchó en el bíceps, y cuando se tambaleó, bajando el brazo, le lanzó un tajo a la barbilla, haciéndole un profundo corte en plena garganta. Una y otra vez, Bransen hacía girar la hoja, en diagonal hacia abajo, izquierda y derecha, y aparecieron líneas de sangre brillante por toda la túnica verde claro del samhaísta.

Ahora el rostro de Badden era una máscara de terror, y se tambaleó hacia atrás, intentando levantar los brazos penosamente. Bransen siguió golpeándolo, rajándolo, incluso levantando el pie para patearlo. El Anciano, que de repente no parecía más que un viejo, cayó hacia atrás, para acabar sentado contra la pared en una extraña posición. Y de repente Bransen estaba allí, con el filo de la espada contra el cuello ya sangrante de Badden. El Anciano se rio de él, escupiendo sangre a cada carcajada.

—Pareces contento para estar a punto de morir —dijo Bransen. Tras él, Cormack gritó el nombre de Milkeila, y Bransen oyó un chapoteo.

—Todos moriremos, necio —replicó Badden—. Seguramente no llegues a ver todos los años que he conocido yo.

—Ni el fracaso —dijo Bransen.

—Ah, sí, el triunfo de tu Iglesia abellicana —contestó Badden, y el rostro de Bransen se arrugó.

—¿Mi Iglesia? —preguntó, incrédulo.

—¡Te has unido a ellos!

Bransen rio entre dientes ante aquel comentario absurdo.

—¿Crees que son mucho mejores? —preguntó Badden, al que cada vez le costaba más hablar—, oh, ahora están en su momento más glorioso, cuando su palabrería impresiona tanto a los jóvenes y fuertes terratenientes. Pero ¿dónde estarán cuando esos mismos señores sean viejos y estén a las puertas de la muerte, y esa palabrería no les ofrezca nada?

»Nosotros los samhaístas conocemos la verdad, la inevitabilidad —prosiguió—. No se puede huir de la oscuridad ¡Sus promesas están vacías! —Y dejó escapar una risa sangrienta y amarga.

—Una verdad que estás a punto de conocer íntimamente —le recordó Bransen.

Pero la risa de Badden se mofó de él.

—Y mientras esos necios abellicanos ascienden, impulsados por sus promesas de eternidad vacías, ¿crees que serán mucho mejores?

Pero ahora Bransen estaba emocionalmente equilibrado.

—¿Crees que me importa? —repuso, y eso provocó una mirada de curiosidad en el viejo.

—Entonces ¿por qué estás aquí?

Bransen se rio de él y se irguió.

—Porque me pagaron —dijo con un tono de voz frío—, y porque odio todo lo que tú defiendes.

Se encontró con la espada, y la expresión confusa de Badden permaneció en su rostro mientras su cabeza rodaba por el suelo.