VEINTIOCHO

El significado del hogar

El hermano Giavno descendió del pequeño bote a la orilla del lago Mithranidoon por primera vez en más de un año. Volvió la vista en dirección al Monasterio Insular, el lugar que había sido su hogar en los últimos años. Giavno sabía que no tenía mucho de hogar, o de isla, pero aún así estaba muy apenado, notaba un gran sentimiento de pérdida. Le bastó una rápida mirada a sus taciturnos compañeros para darse cuenta de que no era el único que se sentía así.

Dejó vagar la mirada hacia el norte, siguiendo la costa oeste del Mithranidoon. Cormack estaba allí arriba, lo sabía, junto con su extraño grupo de amigos y quizá con más aliados procedentes de las distintas islas. Pretendía luchar contra el Anciano Badden, y aquella era una noble causa, fuera cual fuese la razón.

Un chapoteo a sus espaldas hizo que Giavno regresara al lago, donde el último bote, que llevaba al padre De Guilbe y a cuatro de los mejores guerreros del Monasterio Insular, se acercaba a la orilla. Mientras los cinco desembarcaban, Giavno se quedó pensando cuántos años, décadas, incluso siglos, pasarían antes de que el edificio del Monasterio Insular volviera a estar habitado por discípulos del beato Abelle. Giavno creía que su monumento resistiría la ola en el caso de que esta llegara, e incluso en el caso de que alguien más, powri o alpinadorano, llegara a la isla, lo más probable es que utilizaran el sólido monasterio en vez de destruirlo. Así que quizá, algún día, en un futuro lejano, los abellicanos volverían y continuarían el trabajo realizado por Giavno, De Guilbe y el resto.

—Organiza la formación inmediatamente y marchémonos lejos de este lugar —le ordenó el padre De Guilbe a Giavno mientras pasaba por su lado—. Me gustaría encontrarme con la dama Gwydre antes de que llegue el invierno, y no será fácil.

—Por supuesto, padre —respondió Giavno, y una parte de él estuvo de acuerdo. Otra, sin embargo, hizo que mirase de nuevo al norte, y se preguntara por Cormack y los demás. Reconoció la conveniencia de la decisión de De Guilbe de abandonar su misión y volver a donde probablemente los necesitaban, pero aquello no evitó que se sintiera como si él y sus hermanos estuvieran, quizá, abandonando a sus vecinos en aquel momento de necesidad. Y es que, a pesar de toda su lucha, incluso del mortífero asedio que habían llevado a cabo los alpinadoranos contra el Monasterio Insular, el hermano Giavno pensaba en ellos, al igual que en los powris, como vecinos.

Aquella era la sorprendente paradoja que predominaba en su mente y en su corazón.

—¡Hermano Giavno! —gritó el padre de Guilbe, arrancándolo de sus reflexiones. Asintió y se apresuró a despertar a los hermanos.

Se sentía feliz de no tener que tomar aquellas decisiones.

Surgieron de entre las nieblas del Mithranidoon como los fantasmas de sus antepasados guerreros, pintados con tintes rojos, amarillos y azules extraídos de las bayas, enarbolando lanzas y garrotes, y decorados con abalorios, collares hechos de colmillos y garras, y zarpas, picos y plumas… tantas plumas. Su flotilla se componía de varios cientos de botes que transportaban, cada uno, entre uno y media docena de los orgullosos alpinadoranos. La mayoría se levantó cuando los botes alcanzaron la orilla, desafiantes ante la tarea y el enemigo que los aguardaban.

Incluso Milkeila, que estaba muy familiarizada con su gente, incluso Bransen, que había visto los ejércitos del sur de Honce, incluso Mcwigik, que nunca se dejaba impresionar con cosas humanas, quedaron boquiabiertos ante el espectáculo de la multitud de diferentes tribus del Mithranidoon unidas como una sola. Y a Cormack, aquella maravillosa visión le sirvió para reforzar su opinión de que hacer proselitismo con aquella gente que tenía sus tradiciones, su herencia y su orgullo, no era más que el sueño de un loco.

Sin embargo, para Milkeila aquello fue acompañado de otra emoción, la certeza de que estaba viendo a su gente por última vez. Aunque consiguiera sobrevivir a la batalla que se avecinaba, sabía que para ella se habría acabado. Su pequeño grupo de amigos, conspiradores que soñaban con abandonar el Mithranidoon hacía tan sólo dos años, se había apartado de ella no sólo físicamente. Estaba con el hombre al que había llegado a amar, pero en su interior, Milkeila nunca se había sentido tan sola.

Aun así, el espectáculo que se presentaba ante sus ojos la hizo sentirse orgullosa de pertenecer, o de haber pertenecido, al clan Yan Ossum.

En el centro de las fuerzas alpinadoranas iban los chamanes, con Teydru y Toniquay destacando entre sus filas. Los chamanes alpinadoranos, más que meros líderes espirituales, eran considerados los sabios de sus tribus respectivas, los consejeros en todos los asuntos de importancia.

—Dirigirán el ataque —explicó Milkeila a sus compañeros, señalando al selecto grupo.

—Lo más seguro es que quieran hablar más con Bransen, entonces —dijo Cormack—, ya que ha visto los pasos y las estructuras glaciales.

Estaba a punto de añadir que ayudaría a Milkeila a traducir la conversación, pero esta simplemente sacudió la cabeza.

—Los han visto —explicó—. Tanto el camino hacia Badden como sus defensas. Si fuera necesaria nuestra participación, nos habrían llamado nada más desembarcar.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Mcwigik—. He reunido a todos mis muchachos para formar parte de esto.

Milkeila lo tranquilizó levantando la mano, y atravesó la playa con cautela para hablar con Toniquay.

—Los powris quieren ayudar —le dijo a su superior—. Han traído a todo su ejército para unirse a nuestra marcha.

—¿Nuestra marcha? —dijo en tono burlón—. Has planeado dejarnos, y últimamente has conspirado para acelerar tu viaje. Ya que nos proporcionaste esta información, el chamán Teydru ha considerado apropiado conceder tu deseo sin perjuicio ni castigo. Nos has pagado lo que vales y eres libre de marcharte.

Pese a que esas palabras le hubieran sonado a gloria a la joven en otra ocasión, en aquel momento la golpearon con la misma fuerza que un rayo. Es más, se lo había esperado, pero aun así, oírselo decir de manera tan directa y abierta desconcertó a la pobre mujer. Las alas negras del pánico se agitaban a su alrededor, amenazando con ahogar su sensibilidad en el torbellino confuso de su aleteo. Se sintió sola de repente. Sin hogar y sin familia, abandonada en la playa de un mundo hostil. Le habían robado toda su seguridad.

Miró a los hombres de su tribu, intentando distinguir a Androosis en medio de aquella barahúnda, o a cualquier otro amigo que hubiera expresado un deseo similar de dejar el Mithranidoon.

—Tus jóvenes amigos no se reunirán contigo —dijo Toniquay, como si le hubiera leído la mente (y, de hecho, sus poderes se lo permitían)—. No han ofrecido ninguna compensación por la libertad que desean, ni siquiera Androosis, aunque hubo un debate acerca de si a él también debía concedérsele o no la libertad.

Milkeila se quedó allí de pie durante largo rato, tratando de recobrar el aliento.

—Pensaba que esta noticia te resultaría agradable —se burló Toniquay, ya que estaba claro que había previsto su reacción.

Milkeila recobró la compostura, aunque con gran dificultad.

—Por supuesto —dijo. ¿Acaso tenía otra opción? Una decisión del consejo de chamanes presentada de esa manera no era una invitación al debate.

»Los powris han venido en su totalidad para unirse a vuestra batalla con el Anciano Badden —comenzó a decir de nuevo—. Son aliados fieros y enemigos feroces, como bien sabrás. Sabrían cuál es su lugar en todo esto, dentro de un ejército mucho más numeroso que el suyo.

—Qué generoso por su parte —comentó Toniquay, con la voz llena de desprecio—. Mejor que los monjes cobardes, al menos, que han desembarcado lejos, al sur y corren por el camino que va en la misma dirección. Según parece sólo se hacen fuertes detrás de gruesas paredes de piedra.

—¿Su lugar? —insistió Milkeila, sabiendo por experiencia que Toniquay fácilmente podía lanzar una diatriba de muchos minutos, una que lo llevara lejos de su pregunta original, si no le acortaba pronto las riendas.

—No tienen lugar entre nosotros —contestó bruscamente Toniquay—. Si quieren un lugar en la batalla, que sea a un lado, fuera de nuestro camino.

Milkeila comenzó a protestar, pero Toniquay no quiso ni oír hablar de ello.

—No nos hemos criado con los powris, ni esperamos que nuestros guerreros confíen en ellos. Lo mismo vale para el monje y el extraño.

—¿Y para Milkeila?

—Hubo un tiempo en que estaba con nosotros.

—Pero ¿la confianza?

Toniquay hizo una pausa y dejó que la pregunta se desvaneciera antes de repetir:

—Su lugar no está entre nosotros. Ellos, tú, todos ellos, haríais bien en no poneros en nuestro camino.

Milkeila no pudo evitar un sentimiento de amargura mientras sus ojos empañados miraban hacia el lago, hacia Yossunfier, que una vez había sido su hogar.

Una vez y para siempre, había creído, pero nunca mas.

No estaban preparados para sobrevivir al clima de fuera del Mithranidoon, ni siquiera ahora, antes de que llegara el invierno, así que los alpinadoranos, guiados por sus chamanes, que habían utilizado la vista de águilas, halcones y cuervos para espiar y hacer mapas de los pasos, no perdían tiempo en su marcha. Sus formaciones avanzaban a grandes zancadas por los pasos de montaña junto al glaciar; los chamanes y otros líderes daban gritos de ánimo y reforzaban a sus guerreros con magia y aguas tratadas con hierbas para sostener su espíritu y su fuerza. No acamparían, ni harían descansos. Su marcha rápida terminaría cuando se encontraran con el enemigo.

Tras ellos iban los powris, y entre ellos Bransen y sus dos compañeros ahora sin hogar, tratando todavía de averiguar cuál sería su papel en la batalla que se avecinaba.

Antes de alcanzar siquiera el glaciar, surgieron ruidos de lucha en la lejanía, en la parte frontal de las líneas alpinadoranas. Los powris estrecharon filas, ajustándose los birretes con nerviosismo. Pero las filas recuperaron rápidamente la formación y cuando el grupo de retaguardia atravesó el campo de batalla descubrió que el ejército se había encontrado, y había arrasado completamente, un campamento de no más de doce trolls.

—Espero que uno o más de ellos escaparan para advertir a sus amigos y que nos rodeen a todos —rezongó Mcwigik—. ¡Seguro que es la única manera de que consigamos luchar hoy!

—Sí, los altos correrán todo el camino hasta la puerta de Badden —se lamentó Bikelbrin, que iba junto a Mcwigik.

Bransen miró a Milkeila y a Cormack, comprendiendo los tres que eran los únicos en aquel grupo que esperaban que se cumpliera la predicción.

Además Bransen, que había estado en el campamento de Badden, que había visto los cientos de trolls y gigantes que había allí, sabía que era una esperanza poco realista, y una que pronto quedaría desvanecida.

Se encontraron con otro grupo de trolls poco después. Una ráfaga de lanzas alpinadoranas voló hacia el este poco después, abatiendo a un par de exploradores.

La horda bárbara ni siquiera se detuvo a recoger los proyectiles.

La buena suerte dio a Bransen y sus compañeros un buen punto de ventaja cuando comenzó la verdadera batalla. El camino descendía rodeando un gran afloramiento rocoso antes de ensancharse sobre el glaciar, y el contingente powri, con el trío de Bransen entre ellos, estaba en un punto elevado en la parte posterior del afloramiento cuando los alpinadoranos, que iban en cabeza, avanzaron por el hielo como una ola a punto de romper, barriendo a los trolls más cercanos antes de organizarse en una formación defensiva más coordinada. Las lanzas se cruzaron en el aire y los trolls se llevaron la peor parte, ya que sus lanzas eran demasiado pequeñas y ligeras para atravesar los escudos de mimbre y cuero de los alpinadoranos.

Los guerreros alpinadoranos se lanzaron en tropel, haciendo que parecieran enanos los pequeños trolls de aguzadas facciones por comparación con su impresionante fila de hombres y mujeres de espaldas anchas, la mayor parte de más de un metro ochenta de estatura.

Pero los trolls no se dispersaron ni huyeron, y los que estaban en la retaguardia se apelotonaron, intentando llegar a las filas frontales y meterse en la batalla. Saltaron, mordieron, arañaron y patearon como una horda de ratas, removiéndose con tal frenesí que parecía probable que atacaran tanto a los suyos como a sus enemigos.

Llegaron más bárbaros hasta el glaciar, alargando la línea y rellenando los huecos que iban dejando algunos de sus congéneres al caer.

En la retaguardia, observando desde lo alto, Milkeila se mordía el labio inferior, y sus nudillos se ponían blancos mientras aferraba el mango del hacha de piedra que llevaba.

—Van ganando —le señaló Cormack, y rodeó con el brazo sus anchos hombros.

—Sí, pero no vamos a llegar ni siquiera al hielo antes de que termine la lucha —se quejó Mcwigik.

—Sí, y toda esa estupenda sangre derramada se habrá colado por las grietas para entonces —añadió Pergwick mientras él y los jóvenes Ruggirs daban un brinco para reunirse con Mcwigik y Bikelbrin y los humanos—. O se habrá mezclado con el hielo para quedar diluida.

—Vamos, borregos quejumbrosos —gritó otro enano, y mientras se giraban para mirar quién gritaba, les hizo una seña con la mano. Al parecer no eran los únicos preocupados por que la batalla terminara antes de su llegada, ya que, frente al enano que gritaba, una fila de powris avanzaba por la cornisa y se alejaba, pisando con cuidado, por una cuesta abajo bastante empinada pero practicable, que los llevaría al glaciar, justo al sur de la posición de los alpinadoranos, según averiguó el grupo cuando llegó allí.

Mirando por encima de la cornisa y siguiendo a la fila de powris que descendía (con una destreza asombrosa, dados sus cortos miembros), Bransen pudo identificar la línea de demarcación. Había pocos trolls en esa zona del glaciar, ya que la mayoría se concentraba en el norte, con los bárbaros.

Durante un instante, los ojos de Bransen emitieron un brillo malvado, preguntándose si el enemigo había dejado un flanco abierto que pudieran aprovechar.

Sin embargo, en el momento en que el powri que iba en cabeza descendió los últimos metros para aterrizar sobre el hielo, la excitación de Bransen se convirtió en terror.

Una lluvia de grandes y pesadas piedras recibió la llegada del enano. El flanco norte izquierdo, lejos de estar desprotegido, había sido encargado a los gigantes, media docena de behemoths, que estaba tras una muralla de bloques de hielo que los habían ocultado. Con su piel azul pálida, el pelo blanco y las vestimentas blancas hechas de pieles, se mezclaban bien con el entorno brillante, pero aquel camuflaje no hizo nada para disminuir su arrolladora aura de fuerza ahora que habían sido detectados.

Bransen comenzó a indicarles a los enanos que retrocedieran, pero se detuvo, aturdido, ya que parecían más excitados y ansiosos por bajar que antes de que aparecieran los gigantes.

—¡Gigantes! —dijo Bransen en tono de súplica a los enanos que lo rodeaban, secundado por Cormack.

—Bah, esos no son gigantes —bramó Mcwigik.

—No son como los gigantes que tenemos en las Julianthes —añadió Brikelbrin, utilizando el nombre powri para las Islas Desgastadas, su patria en el Océano Miriánico.

—Ni la mitad —coincidió Mcwigik—. ¡Pero seguro que su sangre es espesa!

Eso fue todo lo que los demás necesitaron oír, y Pergwick y Ruggirs estuvieron a punto de caerse de la cornisa mientras peleaban por descender antes que el otro. Después de que el grupo de enanos hubo descendido dando tumbos, los tres humanos se acercaron a la cornisa.

—No pareces muy convencido de tu rumbo —le señaló Cormack a Bransen, y el Salteador de Caminos sonrió ante su escasa habilidad para ocultar sus emociones.

—Vine aquí para comprar la libertad para mí y mi familia —contestó con franqueza—. La cabeza de Badden a cambio de un viaje al sur.

—Nos encargaremos de que consigas la cabeza de ese ser repugnante —le aseguró Milkeila.

Bransen se rio por lo bajo.

—Todos los que vinieron conmigo al norte están perdidos. O muertos o atrapados en ese castillo. La dama Gwydre no me negaría la recompensa aun en el caso de que volviera ahora, antes de completar la tarea.

—Pero hay que detener a Badden —dijo Cormack.

Bransen lo miró con escepticismo.

—¿Acaso niegas su vileza? —dijo Cormack.

—La suya no, ni la de tu Iglesia. Tampoco la de los terratenientes. La de ninguno —dijo Bransen.

Cormack se puso tenso ante aquel doloroso recordatorio de la falta de conexión entre ellos.

—Entonces estás de acuerdo en que él, Badden, merece la muerte —dijo Milkeila, en un tono notablemente más áspero.

Bransen la miró cauteloso, con expresión mesurada, y entre divertido y condescendiente.

—No se trata de eso. La cuestión es: ¿merece la pena morir por culpa de Badden?

Por debajo de ellos, los powris se encontraron con un grupo de trolls y comenzaron a pelear.

—Merece la pena —dijo Cormack, y comenzó a descender por la cornisa, moviéndose con rapidez por la empinada cuesta. Milkeila le lanzó a Bransen una mirada de decepción y lo siguió.

Bransen los adelantó con facilidad, utilizando su entrenamiento Jhesta Tu y el increíble control que tenía sobre su cuerpo para correr precipicio abajo.