VEINTISIETE

Tres perspectivas

—¡So pena de muerte! —dijo nuevamente el hermano Giavno, animándose peligrosamente. Con increíble precisión, Giavno y sus dos compañeros habían sido los primeros en percibir el acercamiento de Cormack y un hombre de extraño aspecto vestido con un traje negro hecho de algún material exótico. Giavno pensaba que su nombre era «seda», pero como sólo había visto el material una vez en su vida, y hacía muchos años, no podía estar seguro. El extraño llevaba un típico sombrero de granjero, pero Giavno se fijó en el tejido negro que había debajo de este.

—Saludos para ti también —respondió Cormack.

—¿Cómo puedes estar vivo? —preguntó otro de los hermanos, y Cormack dio unos golpecitos en su birrete.

—La voluntad de Dios y algo de suerte, diría yo —respondió el monje caído en desgracia.

—Tú no sabes nada de Dios —gruñó Giavno

—Que eso lo diga el hombre que casi lo mata a latigazos —bromeó Bransen, situado junto a Cormack—. Realmente un acto divino… al menos de acuerdo con las costumbres de muchos abellicanos que he conocido. Es extraño cómo se asemejan, a mi parecer, a los samhaístas.

Giavno temblaba y parecía a punto de estallar. Tras él, sobre el risco, algunos monjes más gritaron y pronto toda una multitud de hermanos corría rápidamente hacia la playa rocosa.

—¿Por qué has venido, Cormack? —preguntó Giavno, aparentemente preocupado e indignado a partes iguales, un doloroso recordatorio para Cormack de que una vez habían sido amigos—. Conoces las consecuencias.

—Pensabas que ya estaba muerto.

—Una muerte que te ganaste con la traición.

—Así lo llamas tú, no yo. Seguí los dictados de mi corazón y apostaría a que muchos de los hermanos que están aquí se alegraron. Me resulta muy difícil entender que fuera yo él único a quien desagradaba el encarcelamiento de los alpinadoranos.

—Lo que te resulta difícil de entender es que tú no dictas las normas aquí ni en ningún otro lugar de nuestra Iglesia. Si el padre De Guilbe hubiera necesitado tu opinión acerca de la materia, te la hubiera pedido. Y no lo hizo.

—Tú como siempre tan obediente, ¿verdad? —contestó Cormack, y Giavno entrecerró los ojos.

—¿Vivo? —Llegó una exclamación desde atrás, y el padre De Guilbe, rodeado de un séquito armado, apareció en la cima de la colina—. ¿Estás loco? ¿Cómo vuelves aquí?

—¿De qué otra manera podría estar? —preguntó Cormack—. Apenas recuerdo nada, aparte del aguijón de tu piedad.

—No me vengas con evasivas, traidor —dijo De Guilbe, y a diferencia de Giavno, no había ni rastro de compasión ni de piedad en su tono de voz. Se volvió hacia el guardia más cercano y dijo—. Apresadlo.

—Yo no lo haría —dijo el hombre que estaba junto a Cormack.

El padre De Guilbe lo fulminó con la mirada, pero el hombre no se dejó intimidar.

—¿Y tú quién eres?

—Mi nombre es Bransen, aunque eso no tiene ninguna importancia para ti —contestó—. Estoy aquí no por mi voluntad, sino por mi mala suerte, y acudo a ti sólo para pagar mi deuda con este hombre, y con la gente de algunas de las otras islas.

De Guilbe meneó la cabeza como si no comprendiera nada.

—Traigo una seria advertencia de que tu mundo está a punto de desaparecer —dijo Bransen—. Es mi deber informarte de ello, supongo, pero si eliges hacer algo al respecto o no, no es de mi incumbencia.

Un par de monjes se enfadaron, prestando atención a la última parte de su sarcástico comentario y no al anuncio, de mayor importancia. De los veinte hermanos que ya se habían reunido en la costa, sólo unos pocos alzaron las cejas alarmados, e incluso aquello pasó a ser un pensamiento olvidado casi de inmediato, cuando uno de los miembros del séquito del padre De Guilbe anunció, señalando a Bransen:

—¡Tiene una gema!

Cormack miró a Bransen alarmado, pero el hombre de la ciudad de Pryd ni se inmutó.

—¿Es eso cierto? —preguntó el padre De Guilbe

—Si lo es, no te concierne.

—Caminas por un peligroso…

—Camino por donde quiero y como quiero —lo interrumpió Bransen—. No finjas tener dominio alguno sobre mí, viejo necio y falso. Mi padre era de tu orden, un hermano de grandes méritos. No, ninguno que puedas llegar a comprender o apreciar. Y tanto peor para ti.

—¿Eres de Entel? —preguntó el padre De Guilbe—. Tu piel oscura deja entrever una herencia sureña.

Bransen sonrió, a sabiendas de la estratagema.

—No importa —dijo De Guilbe—. Estás aquí con un criminal y llevas mercancía de contrabando.

—¿Contrabando? —dijo Bransen con una risita burlona—. Finges saber de dónde saqué la gema. Finges saber que tengo una gema. No comprendes la filosofía de Jhesta Tu, y aun así finges que me comprendes, o que sabes lo que haré a tus guardias si me los envías, o cómo volveré en la oscuridad de la noche y fácilmente sortearé las defensas que levantes, para que tú y yo hablemos más directamente junto a tu propia cama.

Les llevó un rato a todos digerir aquello, y Giavno rompió al fin el incómodo silencio para reprender a Cormack.

—¿Qué es lo que nos has traído?

—Un hombre que debe entregar un mensaje, y a continuación nos iremos.

—El glaciar que está al norte de vuestro lago está habitado por un samhaísta —anunció Bransen—. El mismísimo Anciano de la orden. El Anciano Badden, que lucha contra la dama Gwydre de Vanguard.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque estuve allí, ayer mismo —contestó Bransen—. Badden reclama el dominio de este lago y está trabajando para asegurarse de que todos aquí, incluidos vosotros (y especialmente, si descubriera que los abellicanos residen en el lugar más sagrado de todos los lugares samhaístas) desaparezcan bajo la gran ola de su ira asesina. Si ejecuta su plan no hay huida posible para vosotros. Si no se lo detiene, este lugar que llamáis Monasterio Insular se convertirá en una roca desolada en medio de un lago de aguas calientes deshabitado.

—¡Ridículo! —dijo Giavno, mientras los monjes que lo rodeaban murmuraban y se removían inquietos, buscando a su alrededor a alguien que calmara sus miedos.

Bransen se encogió de hombros, como si no fuera con él.

—¿Debemos creerte? —preguntó el padre De Guilbe con escepticismo—. Vienes a nosotros acompañado de un traidor…

—Un hombre al que apenas conozco, pero que tiene más sentido común que vosotros, por lo que parece. He venido a entregar un mensaje como pago a este hombre al que llamáis traidor y que aun así siente que tiene una obligación para con vosotros. Si hacéis algo al respecto o no, no es asunto mío. No siento ningún aprecio por vuestra Iglesia. De hecho, por lo que he visto sois más bien merecedores de mi desprecio. Pero soy Jhesta Tu, así que sentimientos tales como el desprecio no tienen cabida en mi mundo.

Se volvió hacia Cormack, pero antes de que pudiera dirigirse a él, Giavno lo asaltó.

—¿Jhesta Tu? ¿Qué es Jhesta Tu?

Bransen lo miró por el rabillo del ojo.

—Algo que llegarías a comprender.

—¡Prendedlos! —exclamó Giavno, e inmediatamente dos guardias, que blandían espadas cortas, se lanzaron sobre Bransen y Cormack.

No lograron ni acercarse. Bransen, que ya lo esperaba, e incluso lo había propiciado, se lanzó sobre el primero, dándole una patada en el lado derecho con el pie derecho, y haciendo a continuación un barrido hacia el lado contrario. No representaba una verdadera amenaza para el monje, pero consiguió distraerlo para que el verdadero ataque, una rápida patada del pie izquierdo de Bransen, lo pillara en pleno pecho, cortándole la respiración. Bransen aterrizó con ligereza sobre su pie derecho y se impulsó hacia adelante, junto al monje que se tambaleaba torpemente. Lo agarró bruscamente por la muñeca con la mano derecha, propinó un brutal empujón con la mano izquierda contra el hombro erguido del monje, y rápidamente cubrió la mano con la que sujetaba la espada con la suya propia, doblando dolorosamente la muñeca del monje y robándole la fuerza (y la sujeción de la espada).

Bransen cogió rápidamente la espada en el aire, se alejó con un giro, y le dio una patada en el flanco al monje herido, para asegurarse de que no lo perseguiría y también para interceptar al segundo guardia que se acercaba.

Las espadas cortas chocaron varias veces en una serie de paradas capaces de entumecer un brazo que terminaron cuando Bransen trazó un bucle con su espada sobre la del monje. Un giro y un tirón lanzaron la espada corta al suelo, y la punta de la espada de Bransen acabó en la garganta del monje. Todo ello sucedió en unos segundos.

Bransen rio y se enderezó, apartando la espada del hombre aterrorizado y aturdido. Atrapó la espada caída con la suya propia y la levantó con destreza, llevándola hasta su mano izquierda para después volverse hacia Giavno y lanzar ambas espadas, que giraron en el aire y se clavaron en el suelo, justo delante del monje.

Habéis sido advertidos —anunció Bransen—. El Anciano Badden os destruirá.

Se giró y se alejó caminando.

Cormack se entretuvo un rato más, mirando sobre todo al padre De Guilbe. La expresión de su rostro era quizá de disculpa, pero sobre todo era de súplica. Sin embargo, no había nada más que decir, así que siguió a Bransen de vuelta a la barca.

Tanto Cormack como Milkeila acompañaron a Bransen hasta la isla boscosa de Yossunfier. Salió mucha gente a recibirlos antes de que la barca tocara tierra. Toda la tribu de Milkeila, al parecer, bajó hasta el muelle, protegiéndose los ojos del resplandor matutino, susurrando en voz baja al ver a aquel grupo tan sorprendente que se acercaba a su isla natal.

Muchas miradas ceñudas se posaron sobre Cormack y su evidente atuendo abellicano, pero Androosis estaba allí, junto con Toniquay y Canrak, explicándoles a sus parientes que aquel monje en concreto no era enemigo de Yossunfier.

Cuando el trío se deslizó cerca de la playa, unas manos fuertes sujetaron la embarcación y tiraron de ella hasta la orilla. Toniquay dio un paso al frente, hacia Milkeila, situándose en el centro, mientras esta bajaba de la barca.

Miró fijamente a Milkeila unos instantes, a continuación examinó a Cormack, sin que la expresión de su rostro le permitiera entrever cuánto había aumentado en la estima de los bárbaros debido a sus acciones. Entonces la mirada de Toniquay se posó sobre Bransen, pero tan sólo un instante.

—¿Qué es lo que piensas? —le preguntó Toniquay a Milkeila. Esperó unos breves instantes, en los que reinó un silencio de lo más incómodo, antes de añadir—: ¿Crees que tu amigo se ha ganado el derecho a pisar nuestra tierra simplemente porque, al revés que muchos de los suyos, ha tomado el camino de la ética? ¿Crees que todos los errores pasados serán olvidados sin más?

—¡Tuvo que pagar un precio personal muy alto! —contestó Milkeila, defendiendo instintivamente a su amante, que posó la mano sobre su brazo para tranquilizarla—. Pero esa no es la razón por la que hemos venido. Cormack se comunicó por señales conmigo y yo respondí a su llamada.

—¿Por señales? —dijo Toniquay con recelo—. ¿Y cómo conocía la manera de hacerlo, Milkeila? ¿Y cómo sabías resp…? —Se detuvo, agitó la mano y meneó la cabeza. Había planteado la cuestión de su relación secreta con aquel abellicano, pero Toniquay tenía más interés en oír el relato de Milkeila en ese momento.

»¿Por qué está aquí? —preguntó el chamán.

—Cormack encontró a este hombre, Bransen —contestó Milkeila, y posó la mano en el hombro de este. El hombre vestido de negro asintió, aunque era evidente que apenas entendía la conversación.

—Bransen cayó desde el glaciar —dijo Milkeila.

Toniquay la miró con escepticismo, y surgieron murmullos a su alrededor.

—Entonces tendría que estar muerto —dijo Toniquay.

—Pero no lo está —dijo Milkeila—. Ya sea por pura suerte y gracias al fango, o gracias a sus extraordinarios poderes (realmente ha sido bendecido), lo desconozco. Pero está aquí, y antes estaba allá arriba, y viene hasta nosotros con una advertencia muy seria. El Anciano de los samhaístas ha convertido el glaciar en su hogar, y planea destruir a todos los que habitamos en el Mithranidoon.

—¿Samhaístas? —repitió Toniquay. Había oído el nombre con anterioridad, en las discusiones privadas de los chamanes acerca de la gente que vivía más allá de las aguas cálidas del Mithranidoon. Los samhaístas, se decía, le habían dado su nombre al lugar, aunque aquello había sucedido hacía siglos. Según la tradición de Yan Ossum, los chamanes habían ido hacia el sur para enseñarles su magia a los hombres de Honce, mucho antes de las numerosas batallas y guerras entre ambos pueblos. En la mitología alpinadorana, la magia samhaísta procedía directamente de los antiguos dioses alpinadoranos, aunque según la tradición samhaísta, el orden, y el quién enseñó a quién estaba invertido, lógicamente.

—¿Este desconocido es de fuera del Mithranidoon? —preguntó Toniquay—. Entonces es extraño que haya llegado apenas unos años después que los abellicanos. Antes que ellos, nadie había llegado desde el exterior. Desde los powris, antes de que naciera el padre de mi padre. —Incluso mientras negaba la posibilidad, Toniquay tuvo que admitir que los ropajes del hombre eran distintos de todo lo que había visto hasta entonces.

—Es un espía abellicano —exclamó alguien desde un lateral, y la multitud se hizo eco de aquel sentimiento.

—No es uno de mis antiguos camaradas —contestó Cormack—. No es abellicano, y tan sólo ha estado en el Monasterio Insular en una ocasión, ayer, para transmitir el mismo mensaje que hemos venido a transmitir aquí. Esto no es una treta, Toniquay. Te doy mi palabra, por lo que más quieras. Encontré a este hombre en el fango en la orilla norte del Mithranidoon, herido. Vino a nosotros con un relato que debes oír, que mi gente debe oír, y también los powris. Ya que si dice la verdad, y creo que es así, entonces todos nosotros corremos un grave peligro, y pronto seremos expulsados de nuestros hogares.

Toniquay miró con intensidad a Cormack durante unos instantes y después fue en dirección a algunos de sus congéneres más cercanos. Poco después el trío se encontró rodeado de guerreros alpinadoranos. Cormack se volvió inmediatamente hacia Bransen y lo agarró por el brazo.

—Son honorables, pero cautos —dijo en la lengua común de Honce.

—Insisto en que permanezcáis con nosotros mientras investigamos vuestras afirmaciones —les explicó Toniquay.

—Sed rápidos, por el bien de todos —respondió Milkeila.

Toniquay asintió, e hizo una seña a los guerreros, que escoltaron a Bransen y a Cormack a una cabaña cercana, mientras Milkeila permanecía con Toniquay y los demás chamanes.

Sabía lo que iban a hacer, y no se sorprendió cuando varios de los chamanes más poderosos llamaron a varios pájaros que volaban alto. Mediante hechizos, cada uno de ellos vinculó su visión a la de uno de los pájaros, a continuación los dejaron seguir su camino, y durante los minutos siguientes, los poderosos ancianos vieron a través de los ojos de sus espíritus familiares. Al contrario que los poderes aumentados del Anciano Badden, sin embargo, aquellos chamanes no podían controlar a sus espíritus familiares, por lo que estaban a merced de los caprichos de las criaturas aéreas.

Aun así, no pasó mucho tiempo antes de que varios de los pájaros sobrevolaran el borde del glaciar, y el castillo de hielo brilló con la luz del mediodía.

Para su sorpresa, que fue muy agradable, a Milkeila se le permitió abandonar Yossunfier con sus dos compañeros. Toniquay le aseguró que no había sido perdonada, y que tendría que responder al final todas las preguntas que había suscitado su llegada con los hombres de Honce, al margen de las maniobras de un extraño «Anciano» en el glaciar.

Ahora, sin embargo, dado lo que había sido revelado, todos tenían asuntos más importantes que atender, así que Milkeila, Bransen y Cormack se alejaron remando hacia la isla de Birrete Rojo, mientras Toniquay y los demás planeaban la mejor manera de reunir nuevamente a todas las tribus alpinadoranas de las islas por motivos aún más urgentes.

El padre De Guilbe se frotó la cara y se echó hacia atrás en su asiento, respirando con dificultad.

—No puede ser —dijo el hermano Giavno, negando con la cabeza.

—Exactamente como dijo el extraño —confirmó De Guilbe. Arrojó una piedra del alma sobre su escritorio, la misma piedra que acababa de permitirle hacer un viaje extracorpóreo, en el que había ordenado a su espíritu volar hasta el gran glaciar que se cernía sobre el Mithranidoon.

»Están creando una sima que hará que el borde frontal del glaciar se desplome sobre nuestro lago —explicó.

—¿El Anciano Badden?

—Sólo puede ser él. El castillo de hielo tiene un diseño en forma de árbol samhaísta.

—Entonces Cormack no estaba mintiendo y el extraño es…

—En este momento no nos importa —contestó el padre De Guilbe—. Debemos marcharnos de este lugar a toda prisa. Nuestro tiempo aquí no ha resultado provechoso, no reclamarnos ninguna alma, así que continuaremos nuestra misión en algún otro lugar.

—¿Vamos a permitir que el Anciano Badden destruya el lago y a todos los que viven en él?

—¿Qué otra opción tenemos, hermano?

El hermano Giavno tembló y levantó las manos varias veces, como si estuviera a punto de exponer un plan. Sin embargo, desgraciadamente no tenía respuestas.

—Prepara a los hombres, prepara los botes —le ordenó el padre De Guilbe.

Las diferentes reacciones de los tres pueblos no pasaron desapercibidas para el cuarteto formado por Bransen, Cormack, Milkeila y Mcwigik. De hecho, la reacción de los aparentemente malvados powris, comparada con la de los humanos, dejó sorprendidos a los dos hombres y a Milkeila (sorprendidos y turbados).

—¡Sí, pero lo has hecho muy bien! —El líder powri, Kriminig, felicitó a Mcwigik tras haber conducido a Bransen y los demás hasta su jefe para que el extraño pudiera contarles su historia—. Esa bestia de ahí arriba está pensando en deshacerse de nosotros sin que nos demos cuenta, pero ahora que lo sabemos, seremos nosotros los que lo eliminemos a él.

—¿Sabes algo del Anciano Badden? —se atrevió a preguntar Cormack.

—Me acabáis de hablar de él —contestó Kriminig, como si no comprendiera el porqué de la pregunta, y mientras el líder enano comenzaba a dar órdenes a voz en cuello a sus súbditos, preparándolos para una batalla, los tres humanos encontraron un momento para hablar tranquilamente.

—Nos ha creído sin reservas —susurró Cormack, con un tono que claramente subrayaba la diferencia entre aquella reacción y la de los monjes y los alpinadoranos.

—O quizá está contento de poder luchar —dijo Milkeila, e hizo un gesto para señalar la gran conmoción desatada a su alrededor, las muchas y apasionadas discusiones que tenían lugar entre los powris.

—Bah, pero me entristece saber que ese asesino se ha rodeado de trolls —dijo uno—. Su sangre no es buena para abrillantar mi birrete.

—Sí, pero tiene un montón de ellos, según dicen —intervino otro—. Sacaremos brillo de ahí. La gente de las otras islas no necesitará su parte ¿sabes?

—Sí, y habrá montones rondando por ahí, ¿verdad? —respondió el primero, guiñando el ojo—. Más de uno sangrará rojo brillante.

—¿Y quién dice que no se volverán contra nosotros cuando su asesino sea abatido? —preguntó un tercero.

—Unos cuantos cientos de trolls y de hombres, y sólo cuarenta de los nuestros —dijo el primero con un suspiro—. ¡Me llevara todo el día reunir la sangre!

—¡Ja, ja! —rieron los otros y, tras palmearse los anchos hombros los unos a los otros, siguieron su camino.

Aquel último comentario había hecho que Milkeila y Cormack cruzasen una mirada de preocupación, pero se tranquilizaron cuando Mcwigik y Bikelbrin llegaron arrastrando los pies.

—Bah, pero no penséis que mi gente va a crear problemas ahí arriba, más que los problemas que… ¿Cómo lo llamasteis? ¿Ese Anciano? —dijo Mcwigik—. Os aseguro que el único problema es acabar con el problema que ya existe.

—¿Están dispuestos a luchar junto a los monjes y los alpinadoranos, entonces? —preguntó Cormack

—Acabas de oír a Kriminig diciendo eso mismo —dijo Bikelbrin.

—Claro, y será una buena batalla, o eso esperamos —añadió Mcwigik.

—Pero ni siquiera sabemos si vuestros monjes acudirán a la función. ¿Los habéis oído decir algo de eso?

Cormack apretó los labios, y esa fue toda la confirmación que necesitaban para comprender que estaba lleno de dudas acerca de si sus hermanos marcharían junto al resto o no.

—Ya, pero no tiene importancia —dijo Mcwigik con generosidad, y le dio una palmada en la espalda a Cormack—. ¡Ese Anciano de ahí arriba ha hecho enfadar a una multitud de powris y vamos a demostrarle que no es lo más inteligente que ha hecho!

—Espero que no esté demasiado viejo y atrofiado —dijo Bikelbrin—. Mi gorro necesita algo de brillo.