Bien hallado; en un lugar oscuro
Milkeila no tenía conciencia de estar pensando en nada mientras caminaba por la playa aquella noche oscura con brisa. La resignación llenaba su mente y su corazón, tanto que había abandonado las esperanzas de lo que podría haber sido, convencida de que su realidad jamás podría aproximarse a sus sueños y aspiraciones.
Había perdido la cuenta de los días que habían pasado desde la última vez que había visto a su amado Cormack, pero sabía que eran demasiados como para tener esperanzas de volver a verlo. O bien se había descubierto su traición y estaba prisionero o muerto, o lo había sumido la culpa por su traición y había abandonado el camino que se había trazado y en el que estaba incluida ella.
Durante varios días, la mujer había tratado de imaginar algún plan que le permitiera liderar a su pueblo en una acción para rescatar a Cormack. Había llegado a fantasear con poner sitio otra vez al Monasterio Insular y obligar a los monjes a liberar a su hermano infiel.
Eso era imposible, por supuesto, y ni siquiera sabía si Cormack estaba prisionero. Fue así que, atendiendo a su propia supervivencia, Milkeila había dejado las cosas como estaban y había tratado de sacarse a Cormack del corazón y de la cabeza.
Y siempre tenía a Toniquay mirando por encima de su hombro, estudiando sus emociones y recordándole, una y otra vez, la responsabilidad que tenía con sus tradiciones. Pertenecía a la orden de los chamanes, y entre las tribus alpinadoranas, eso era muy importante.
Esa noche caminaba por la playa y el viento apartaba la niebla lo suficiente para tener una vista estupenda del cielo estrellado, del agua que golpeaba suavemente las rocas y las negras arenas volcánicas de la playa de Yossunfier. Milkeila se sentía en paz. Hasta que vio una luz aislada en el sudeste.
El corazón le dio un vuelco. Pensó que sería el Monasterio Insular, tal vez un farol en su torre cada vez más alta. Sin embargo se dio cuenta de que no podía ser. La luz no venía de tan lejos.
Tal vez un bote. Se puso en guardia y se quedó perfectamente quieta y callada para que el movimiento de las pequeñas olas no distorsionara su percepción. Después de unos momentos angustiosos se dio cuenta de que la luz no se movía. Estaba en el banco de arena.
Milkeila tuvo que respirar hondo para tranquilizarse. De inmediato se dirigió hacia los botes, pero su paso se hizo muy lento al ocurrírsele que podía ser una trampa. ¡Quizá Cormack había sido descubierto como traidor y lo habían torturado hasta que lo había revelado todo! Quizá un grupo de monjes había encendido la baliza que ella y Cormack usaban como señal privada para atraerla hasta el banco de arena y capturarla.
Las ideas se agolpaban en la cabeza de Milkeila incluso después de apropiarse de una de las embarcaciones más pequeñas de Yossunfier y empezar a remar silenciosamente, apartándose de la orilla.
El corazón le latía con fuerza al confirmar que la luz venía realmente del banco de arena, o de sus inmediaciones, pero la inquietaba un poco que Cormack hubiera encendido esa luz en una noche tan clara. Sin duda, podría verse desde Birrete Rojo o desde el Monasterio Insular, y después de tantos minutos, hasta su propio pueblo podría decidirse a ir a investigar.
Milkeila dio un empujón largo y poderoso con el remo y a continuación lo levantó y se agachó en el pequeño bote para que su silueta no se destacara sobre el horizonte mientras avanzaba hacia el banco de arena. Escrutando la leve niebla, vio una forma y, por cómo caminaba aquel hombre alto, no tuvo la menor duda de que era su amado Cormack. Se disponía a incorporarse, incluso a llamar, pero se contuvo al notar otra presencia en el lugar, una figura baja y gruesa. Un powri.
Milkeila se incorporó y metió el remo en el agua para frenar el bote. Siguió avanzando por inercia. La corriente y el impulso la llevaban lentamente hacia el banco de arena. ¡No sabía qué hacer! Quería ver a Cormack, más que nada en el mundo. Milkeila quería asegurarse de que su amante estaba bien, quería sentirse otra vez rodeada por sus fuertes brazos.
Pero ¿qué significaba eso? ¿Por qué habría de traer Cormack a un enano de gorro ensangrentado a ese lugar privado? Un gruñido proveniente del otro extremo del banco de arena la hizo reparar en que había más de uno. No tardó en ver a otro powri de aquel lado, de rodillas junto a algo.
A pesar de sus reservas, Milkeila no podía volverse. Los movimientos de Cormack le indicaban que la había visto, y el hombre corrió hasta el extremo del banco más próximo a ella y pronunció su nombre en voz queda, haciéndole señas frenéticamente para que se acercara. Así lo hizo la mujer, y Cormack la envolvió en el abrazo más estrecho que le hubieran dado jamás.
—Powris… —dijo con una voz tan conmocionada como su sensibilidad.
—Ven, rápido —dijo Cormack llevándola de la mano, a donde un hombre herido yacía en el suelo con otro powri a su lado. Como si eso no fuera ya bastante inquietante, un tercer powri estaba sentado en la embarcación que los había traído, a poca distancia de allí.
—Cormack ¿qué estás haciendo? —preguntó Milkeila y, como él no contestó, se paró y le dijo con tono severo—: ¡Cormack!
Cormack se detuvo y se volvió a mirarla.
—Lo hemos encontrado. ¿Tienes las gemas? Se morirá.
—¿Quién?
—Este hombre —dijo Cormack arrastrándola hasta el lugar donde estaba el hombre.
—¿Quién es?
Cormack negó con la cabeza.
—Lo encontramos en la base del glaciar, medio enterrado en el barro.
—¿Lo encontrasteis? ¿Tú y los powris?
—Sí.
—¿Cormack?
El monje hizo una pausa y respiró hondo.
—Fui expulsado del Monasterio Insular, azotado y abandonado por muerto. Este powri…
—Mcwigik es el nombre —intervino el enano.
—Mcwigik me salvó la vida —le explicó Cormack—. Me acogieron.
—Todo enano necesita un perro —masculló Mcwigik.
—Íbamos a venir a buscarte. —Cormack continuó—. Nos vamos del lago.
—¿Tú y los powris?
—Sí, unos cuantos, pero encontramos a este hombre y seguramente morirá… —Al terminar de hablar, Cormack apartó el collar de dientes y garras de Milkeila y dejó a la vista las gemas que le había dado—. Ayúdame, te lo ruego —dijo, y trató de quitarle el collar mágico.
Instintivamente, Milkeila se agachó y le ayudó a hacerlo. Yendo tras él, corrió hacia el hombre echado en el suelo mientras buscaba entre las gemas la poderosa piedra del alma. Se puso a trabajar de inmediato, apoyando la gema contra una importante herida que tenía el hombre en la pierna. La tenía hinchada y probablemente rota. Milkeila puso su mano sobre la de Cormack e inició una plegaria, usando la conexión de la piedra del alma con el hombre herido para impartir su energía a la gema y reforzar el trabajo de Cormack. El hombre gimió y se removió un poco.
De esa herida pasaron a la siguiente, y luego a otra, y con cada aplicación de la magia de la piedra, su vínculo se hacía más fuerte. Se sonreían mutuamente tras cada triunfo, aunque no tenían la menor idea de si esas curas menores conseguirían ganar la batalla decisiva y mantener vivo al extraño.
—Lleva puesto tu gorro —observó Milkeila.
—Hay magia en un birrete powri —dijo Mcwigik desde un extremo.
Si Milkeila o Cormack lo oyeron, ni una ni otro dieron muestras de ello porque sus ojos y sus corazones eran uno solo en ese momento y el mundo exterior no existía.
—¿Cayó desde el glaciar?
—Y no sé cómo, pero no está muerto —respondió Cormack—. El barro, supongo, pues el terreno es blando en la base del glaciar.
—Es una larga caída —respondió la mujer, dudando.
—Y sin embargo está vivo —dijo Cormack encogiéndose de hombros, como si eso fuera lo único realmente importante.
Habían atendido las heridas más visibles y Cormack apoyó la piedra del alma encima de la frente golpeada del hombre. Una vez más hizo que la energía mágica de la piedra penetrara en el extraño, y otra vez Milkeila contribuyó poniendo su mano encima de la de él.
Pero en ese momento, el hombre tendido en el suelo hizo lo mismo, cogiendo a Cormack por la muñeca. Abrió los ojos de golpe y Cormack, instintivamente, apartó la mano.
—¡No! —empezó a decir el extraño, pero el monje y Milkeila se habían apartado con demasiada fuerza y él no pudo impedir que retiraran la piedra de su frente. En cuanto eso sucedió, perdió todas las fuerzas y los dos sanadores volvieron a inclinarse sobre él.
—Gemmm… gem… ge… ge… ge —imploraba el hombre herido con la mandíbula temblorosa y cayéndole un hilo de baba por la comisura delos labios.
—Creo que olvidasteis ponerle otra vez el cerebro —dijo Mcwigik con sarcasmo. Parecía muy divertido por los intentos repentinos y patéticos del hombre de incorporarse o incluso de comunicarse.
—Ge… ge… emmm —gritó el hombre estirando la mano hacia el dúo, sorprendido.
—Creo que se salvó porque aterrizó de cabeza —dijo Mcwigik, y los otros dos powris rieron por lo bajo.
—Quiere la piedra del alma —supuso Cormack.
—Pobre hombre.
El extraño seguía farfullando y babeando, y se sacudía de tal forma que parecía que iba a sufrir un colapso.
—Dásela —dijo Milkeila.
Cormack la miró con incredulidad.
—No puede escapar con ella —le recordó la mujer.
Cormack estiró la mano y puso el puño cerrado en el que tenía la piedra del alma sobre la mano temblorosa del hombre. En cuanto este cerró la mano sobre el puño de Cormack, este lo abrió y dejó que el otro cogiera la gema.
Sus dedos temblorosos se aquietaron inmediatamente y se cerraron sobre la gema, y con una gran exhalación, el herido se quedó quieto sobre el banco de arena. Pasaron muchos segundos.
—Creo que lo ha matado —dijo Mcwigik, pero entonces el hombre alzó la mano y se apoyó la piedra sobre la frente.
—O no —musitó el enano con tono de desilusión.
Pasaron muchos segundos más y el extraño seguía inmóvil en el suelo con la mano apoyada en la frente. Después, aparentemente sin el menor esfuerzo, se incorporó sin dejar de sostener la piedra sobre su frente y habló con un acento inconfundible del sur del golfo de Corona.
—Bien hallados, y sabed que contáis con mi eterna gratitud. Me llamo Bransen.
No habían afectado a ningún órgano vital, eso creía; la herida no era mortal. Sin embargo, dolía. ¡Cómo dolía! Y todo lo que el pobre Olconna podía hacer eran centrarse en lo que lo rodeaba en vez de hacerlo en el corte que tenía en el vientre.
Había conseguido hacerse con un cuchillo. Sin duda habría preferido una espada, pero tendría que bastar con el cuchillo que había escondido en su bota.
No podía negar su miedo mientras los gigantes lo bajaban, cabeza abajo, a la sima helada, con una gruesa cuerda atada fuertemente al tobillo. No obstante, Olconna había pasado la mayor parte de su adolescencia y toda su edad adulta en batalla, y una y otra vez se había enfrentado a tremendas pruebas. Siempre había encontrado su respuesta, la forma de triunfar o al menos de escapar, y no tenía razón alguna para creer que esta vez sería diferente. Olconna estaba convencido de que el Anciano Badden se había equivocado al permitir que se recuperara en gran medida de las heridas que había recibido cuando lo habían capturado.
Asió el cuchillo. Se obligó a estirarse hacia abajo y, en consecuencia, a estirar la herida, ya que no podía confiar en poder presentar batalla ala bestia, fuera cual fuese, que pudiera encontrarse allí abajo.
Ahora estaba más oscuro, ya que se encontraba a más de treinta metros por debajo del borde del abismo, pero no era una oscuridad total. Olconna forzó un giro lento, estudiando la multitud de salientes y hendeduras de las paredes, tratando de identificar entre ellos una forma que anunciara algo más.
—Rápido —farfulló entre dientes, ansioso por encontrarse en el suelo y libre de la cuerda antes de que apareciera la bestia. En su cabeza resonaban las últimas palabras de Vaughna «cada momento es precioso» de forma constante, con un eco pesaroso, porque él, cauteloso en todos menos en el combate, no había vivido de esa manera antes de conocer a la Loca. La idea quedó suspendida en su mente un momento, pero Olconna transformó el temor de haber perdido su oportunidad en la determinación de no permitir que todo acabara ahora, de encontrar un camino para ganar algunos años en los que las palabras de Vaughna fueran para él una guía.
Pero un momento después, Olconna oyó un retumbo sordo, como el ruido de una roca enorme precipitándose ladera abajo. La bestia olió su sangre, tal como el malvado Badden había previsto antes de herir a Olconna en el vientre.
El guerrero se volvió lentamente en el extremo de la cuerda, recorriendo con la mirada el tramo largo y abierto de pasadizo. Allá abajo notó un movimiento, un atisbo de algo enorme, algo espantoso. Trató de frenar su impulso, de pararse y hacer frente a la bestia, pero seguía dando vueltas. Consiguió retorcerse, sufriendo dolores horribles en la herida, para echar unos cuantos vistazos al monstruo que se aproximaba. Parecía un gusano gigante, o, para ser más precisos, una oruga, por las muchas patas pequeñas que brotaban de sus costados. Unas gigantescas mandíbulas en arco se abrían en semicírculos delante de sus fauces, negras, el tipo de orificio con dientes que suelen tener las criaturas marinas, y que al abrirse daba la impresión de fruncirse.
—¡Más rápido! —repitió Olconna, maldiciendo a los gigantes que lo bajaban. Pero, como si lo hubieran oído, la cuerda se paró.
Quedó allí suspendido, a seis metros del suelo, demasiado alto para tratar de liberarse, ya que la caída seguramente lo dejaría indefenso ante el monstruo. Sin embargo, le pareció que estaba demasiado lejos para que la bestia pudiera alcanzarlo. Se las arregló para estabilizar debidamente su giro a fin de poder dar la cara a la pesadilla que se arrastraba hacia él.
«Dejarán que me desangre aquí arriba», pensó, y decidió que si la bestia se colocaba debajo de él, se cortaría las ataduras del tobillo y caería sobre ella. ¡Al diablo con las precauciones!
Esa idea fue como un faro de esperanza en su mente y convirtió su miedo en acción, en violencia, en lo que se había entrenado para hacer toda su vida.
Sin embargo, el gusano se echó hacia atrás como una cobra, y antes incluso de que Olconna se diera cuenta de ello, se lanzó contra él.
¡El guerrero trató de responder con la daga, pero estaba tan conmocionado que ni siquiera se dio cuenta de que el brazo con que blandía el arma ya no estaba hasta que lo vio desaparecer en la horrible boca de la bestia!
Entonces gritó. Ya no había nada más. Sólo dolor e indefensión, y eso era lo peor para un hombre como Olconna.
No, no era lo peor. Lo peor de todo fueron las palabras de Vaughna que seguían resonando en su cabeza, un acto de fe para la mujer, un lamento para él. Cada momento es precioso.
El gusano se tomó su tiempo, atacando y desgarrando, y Olconna sintió nada menos que seis dentelladas más hasta que finalmente se deslizó en la negrura más absoluta.
Cormack se sentó en la borda de la embarcación varada en la playa con los hombros vencidos, como si su cuerpo delgado se hubiera vaciado de aire. Ante él, Milkeila se paseaba impaciente, sin dejar de mirar al sorprendente hombre vestido de negro.
El hombre que acababa de informarlos de que todo su mundo iba a desaparecer muy pronto.
—¿Vas a permitirle que se quede con la piedra del alma? —preguntó Milkeila sin dejar de pasear.
—Es tu piedra.
La chamán se detuvo y se volvió hacia su amante con mirada inquisitiva.
—Yo sería partidario de dejársela —decidió Cormack—. Es la gema más importante, de acuerdo, pero si lo que Bransen dice es verdad, se quedaría totalmente indefenso sin ella.
—Y con ella camina con la gallardía de un guerrero —añadió Milkeila mientras los dos miraban al joven que estaba al otro lado del banco de arena, practicando una serie de movimientos y giros, los ejercicios de un guerrero, con una brillantez y precisión que no habían visto jamás. Especialmente Cormack apreciaba los movimientos de Bransen, ya que su entrenamiento en artes marciales cuando era un novicio de la Orden de Abelle había sido muy extenso y completo.
O al menos eso había pensado, pero al observar a Bransen, Cormack reconoció un nivel todavía más profundo que el que él había alcanzado jamás, con diferencia.
—Creo todo lo que ha dicho —dijo Milkeila, y pareció sorprendida por su afirmación. Al volverse vio que Cormack estaba asintiendo.
—Es una historia demasiado extraña para no ser verdad.
—Tenemos que decírselo… a todos —dijo Milkeila—, a tu gente y a la mía.
—E incluso a Mcwigik —añadió Cormack—. Cuando menos, hay que abandonar el Mithranidoon.
—Una pared de hielo que al desplomarse nos barrerá a todos… —se lamentó Milkeila.