VEINTICINCO

Para disfrute del Anciano

Estaban apiñados y ateridos sobre el hielo del glaciar, con casi nada que comer o beber, debilitándose más cada día.

Pero sólo los afortunados seguían apretujados en su miseria, porque cada dos días, uno era arrebatado y arrastrado hasta la sima, donde lo torturaban y lo bajaban hasta el fondo como alimento para la bestia que vivía en las profundidades.

El Anciano Badden presidía esos sacrificios ceremoniales y daba toda la impresión de disfrutar con ellos. A Bransen le recordaba mucho a Berniwigar. La misma expresión feroz lo consumía en esos momentos en que hacía sufrir a los demás.

Sólo en otra ocasión veían al despreciable viejo, durante el sacrificio diario de los trolls. Esto se hacía de una manera diferente, colgando a varios trolls sobre la sima con cortes en las muñecas para que su sangre goteara hacia el oscuro abismo.

—Todos los días los cuelgan en un lugar diferente —señaló uno de los prisioneros humanos—. Como si trataran de asegurarse de que toda la sima quede recubierta de sangre de troll.

—Es una sangre poco densa —intervino otro de los prisioneros—. Si la mezclan con agua, el agua no se congela.

No había ninguno con elementos suficientes para sacar conclusiones a partir de eso. En realidad ¿qué podía importarles eso a los prisioneros condenados a un fin seguro?

Bransen, sin embargo, llevaba cuenta de todos los detalles. En aquellos momentos, toda su existencia estaba centrada en su actividad mental, ya que sus limitaciones físicas habían empeorado con las brutales condiciones. Mientras tanto, trataba de dejar a un lado toda su formación y su disciplina Jhesta Tu, como si la estuviera reservando para un momento de furia. Era su única esperanza. Tenía que encontrar exactamente el momento adecuado y confiar en que se le presentaría una oportunidad.

Una mañana gris, supo Bransen que su última oportunidad había llegado.

Sólo el hermano Jond luchó por él cuando los guardias trolls vinieron a llevárselo. Hasta Olconna trató de mitigar las protestas de Jond diciéndole en voz baja que tal vez era lo mejor para Bransen, que así se acabaría su sufrimiento. Que lucharan por él o no podía tener consecuencias prácticas, pero la actitud de Olconna hirió a Bransen en lo más hondo. Sin embargo, tenía cosas más importantes en que pensar mientras los trolls lo arrastraban hasta el borde del precipicio. Allí estaba, indefenso, cuando el Anciano Badden se acercó llevando la espada que había sido suya.

Bransen se dio cuenta de que había llegado su momento. No sabía cómo pero tenía que invocar los poderes de su formación y tenía que actuar de forma rápida y segura, conseguir esa espada y acabar con Badden lo mismo que había hecho con Berniwigar. Sin embargo, en aquella lejana ocasión contaba con una piedra del alma, y cada paso, cada movimiento no eran una batalla para él como lo eran ahora. A pesar de todo ¡tenía que intentarlo!

—¿Este? —preguntó el Anciano Badden. Su tono de incredulidad dio ocasión al prisionero de relajar su furia—. Hummm —masculló Badden, mirando alternativamente a Bransen y a la sima—. No —decidió.

Bransen dio un suspiro de alivio, aunque sabía que se trataba sólo de una suspensiva temporal de la pena. Todos los prisioneros eran mantenidos con vida con un único objetivo.

—No, si alimentamos con él al gusano es probable que contagie a la bestia de… de la enfermedad que le retuerce así los miembros. Traedlo hacia el sur.

El Anciano Badden se dirigió también en esa dirección, cruzando un puente de hielo hacia el borde meridional de la sima y apartándose a continuación unos cien pasos hacia el borde del acantilado del glaciar. Los trolls lo siguieron, arrastrando a Bransen.

Bransen supo que había escapado al sacrificio, pero no a la ejecución. Su resistencia no fue una decisión consciente; fue una reacción instintiva, como sólo puede reaccionar un hombre que se da cuenta de que su muerte es inminente e inevitable. Todos sus músculos se tensaron en magnífica armonía, moviéndose conjuntamente por primera vez desde que había perdido la piedra del alma. Lo pusieron de pie de repente. Se retorció y se irguió al liberarse sus muñecas y tobillos de la sujeción de los cuatro trolls que lo arrastraban.

Con una patada golpeó en la rodilla a un troll y de paso le dio un buen puñetazo en la mandíbula que lo mandó lejos. Dio otro salto cuando los otros tres se aproximaron a él y golpeó con los pies a uno y otro lado con perfecto equilibrio y potencia sorprendente, pues dos trolls cayeron al suelo.

El escolta que quedaba saltó sobre la espalda de Bransen y empezó a clavarle las garras, pero el hombre dio un salto mortal y se estiró todo lo que daba aterrizando de espaldas sobre el troll. Se arrancó los brazos de la criatura del pecho y la garganta, y se los retorció a la altura de las muñecas mientras se apeaba de la bestia. Cuando recuperó la posición erecta, con unos tirones poderosos le rompió al troll las dos muñecas.

Bransen dio media vuelta al ver que dos de los tres primeros se le venían encima. Ya tenía al primero sobre sí cuando se volvió, y ya lo asía por la garganta con ambas manos, estrangulándolo. Bransen enganchó los pulgares debajo de los del troll, después plegó las piernas, de tal modo que cayó de rodillas arrastrando consigo al troll. Aprovechó lo repentino del impacto para doblar los pulgares del troll hacia abajo y rompérselos.

El hombre se irguió de inmediato, pero sintió dentro la punzada de la Cigüeña. El momento de coordinación inspirada por el Jhesta Tu se desvanecía rápidamente. A duras penas pudo desviar hacia un lado los golpes del último del grupo y, lo peor, varios más venían ya hacia él. Pero todavía peor era que el Anciano Badden no había perdido detalle del combate.

Debajo de Bransen el hielo se fundió de repente y se hundió. Sólo evitó precipitarse al interior del glaciar arrojándose hacia un lado. Por instinto, Bransen se apartó del agua, e hizo muy bien porque esta volvió a congelarse casi de inmediato.

Al otro lado, Badden reía de puro goce. Los trolls se precipitaron sobre Bransen, golpeándolo y clavándole las garras. Su glorioso momento de concentración había pasado y una vez más era víctima de la maldición del Cigüeña. Todavía manoteaba, por si acaso, pero los cuatro trolls lo tenían ahora bien sujeto y otros dos caminaban uno a cada lado dándole puñetazos cada vez que se movía.

Arrojaron al hombre casi inconsciente a los pies del Anciano Badden, cerca del borde del glaciar y se apartaron medrosos.

—¿Ves esto? —le preguntó Badden. Allí tirado, indefenso, Bransen sólo podía ver el cielo y al hombre alto que se cernía sobre él. El Anciano se agachó, lo cogió por la pechera de la camisa y con fuerza sorprendente y aterradora lo levantó, y lo sostuvo de pie. Bransen vio un gran precipicio, de más de cien metros, que acababa en un lago ancho y largo casi totalmente cubierto por la niebla.

—El Mithranidoon —explicó el Anciano Badden—. Incluso los bárbaros alpinadoranos lo llaman así. Un nombre samhaísta en estas remotas tierras septentrionales. ¿Sabes por qué?

Bransen ni siquiera intentó responder, pues ya no estaba seguro ni de lo que veía, sentía u oía. Todas sus fuerzas las aplicaba a no caer en un lugar profundo y oscuro. No podía permitir que eso sucediera. Ahora no.

—Porque la magia de este lugar es innegable, ni siquiera los bárbaros pueden pasarla por alto —proclamó el Anciano Badden—. Hasta ellos entienden que el nombre que nosotros le damos, Mithranidoon, es el más adecuado. Hasta ellos aceptan que es, tal como lo fue hace mucho, un lugar sagrado de los samhaístas. Y sin embargo, no está bajo mi dominio. Todavía no. Al menos hasta que desaloje a la gentuza que ha llegado a considerarlo su hogar. ¡Como si alguien que no sea el Anciano de los samhaístas tuviera derecho alguno sobre el Mithranidoon!

Bransen trató de grabar en su memoria las palabras de Badden, aunque suponía que dentro de poco ya no significarían nada para él porque estaría muerto. A pesar de todo, esa parte de sí que jamás se rendiría seguía trabajando, seguía tramando, seguía intentándolo.

—El gran gusano hace su trabajo de zapa —dijo el Anciano Badden, y Bransen se dio cuenta de que ya no hablaba para él. Sólo hablaba en voz alta para disfrutar con el sonido de sus palabras—. La sangre de los trolls sirve para garantizar que el trabajo del dios-bestia no se vea contrarrestado por el frío. Pronto quedará limpio el Mithranidoon.

La voz del Anciano iba adquiriendo más volumen a cada palabra, convirtiéndose en una gloriosa proclamación que acabó con una risita de desaprobación, como si su exabrupto lo avergonzara.

—No puedo dejar que participes —le dijo a Bransen—. Lo siento, pero no tendrás parte en la gloria de mi victoria. Mi dios-bestia es demasiado valioso para permitir que te coma.

»Por supuesto, nada de esto te concierne —dijo el Anciano Badden bajando la voz mientras tiraba a Bransen por el acantilado abajo.

—En todos los días de mi vida no he visto semejante estupidez —gruñó Mcwigik y empujó el remo para complementar a Bikelbrin que estaba sentado a su lado—. ¿Nos llevas a pasar frío para que no tengamos frío?

—Se llama aclimatación —explicó Cormack.

—Se llama estupidez.

—Dijiste que queríais iros de la isla y del lago.

—¡Irnos y quedarnos lejos! Pero no dormir en el hielo.

—Podríamos tener que hacerlo —dijo Cormack—. El invierno todavía no ha llegado, pero se acerca, e incluso esta época del año puede traer vientos gélidos y fuertes nevadas en los pasos más altos.

—Entonces no iremos a los pasos más altos —sostuvo Mcwigik.

Cormack suspiró y trató de tranquilizarse. Sabía que parte del nerviosismo del enano se debía a la dramática aventura que quizá pronto tuvieran que emprender. Él y estos cuatro powris —junto con Milkeila, esperaba, y tal vez algunos amigos de ella— estaban decididos a abandonar el Mithranidoon. No era ese el mejor momento para emprender semejante viaje, pero la idea de pasar unos meses más junto al lago rodeado nada más que por powris era más de lo que Cormack estaba dispuesto a soportar. No le había llevado mucho tiempo darse cuenta de que Mcwigik y sus amigos sentían lo mismo. Todos querían marcharse… ahora.

—¿No debería estar contigo tu amiga? —preguntó Mcwigik.

—¿No deberías llevarme con ella para que pudiera averiguarlo? —fue la sarcástica respuesta.

—Todo a su debido tiempo… cuando no haya tantos ojos pendientes de ti.

—Cuanto más vayamos al frío, tanto mejor. Se os espesará la sangre.

—Ya, aclimatación —dijo Bikelbrin. Detrás de él, Pergwick rio por lo bajo.

—Tonterías —masculló Mcwigik entre dientes, pero dejó las cosas así. A pesar de sus quejas, todo el mundo sabía que él quería marcharse del Mithranidoon tanto como el que más.

De hecho, Mcwigik empezó a remar rítmicamente en cuanto cesó la conversación, obligando a Bikelbrin a seguirle la marcha.

El instinto reemplazó al pensamiento consciente en cuanto Bransen se precipitó por el borde del acantilado. Manoteaba y retorcía el cuerpo con sus sensibilidades demasiado consumidas por el repentino terror para considerar las limitaciones del Cigüeña. El Libro de Jhest resonaba en su cabeza y conscientemente se retorcía para aproximar los brazos a la desnuda pared de hielo.

Así pues, esos brazos se movían con desesperación, frenéticos, asiéndose, aferrándose, tirando, arañando, nunca lo suficiente para dar tumbos que podrían haberlo hecho salir despedido, pues eso habría sido un error fatal, pero suficiente para dar sacudidas y frenar la caída. Le llevó un par de segundos alinear adecuadamente la vista hacia abajo y sincronizar los brazos, reaccionando a los bordes y saledizos en cuanto los veía, pero en cuanto lo consiguió empezó literalmente a escoger el camino por debajo de sí y a plantearse las mejores estrategias.

Empezó a dominar la situación, aprovechándose del ángulo de los asideros y de los giros constantes de su cintura, el movimiento de las manos empezó a ser más intenso y poderoso. Detectó un saliente justo debajo de sí y reaccionó con velocidad suficiente para enganchar los dedos unos tres metros antes de llegar. Consiguió un buen punto de apoyo y logró girar en vertical. Sus pies golpearon con fuerza el saliente y dobló las piernas para absorber el impacto, lo que frenó un poco su descenso.

Entonces sus manos empezaron a trabajar de nuevo, y empezó a golpear con los pies contra cualquier melladura del hielo, procurando furiosamente contrarrestar la fuerza de su caída. Sin embargo, a unos siete metros del suelo, la pared de hielo formaba una oquedad, y Bransen que ya caía a plomo, no pudo hacer otra cosa que recorrer ese último tramo en caída libre. Sabía que iba demasiado rápido para intentar rematar la caída con una voltereta, de modo que se colocó en posición horizontal y abrió brazos y piernas.

Se estampó contra el suelo cenagoso y el sol brillante se apagó.

—¡Vaya! Parece que viste bien —dijo Mcwigik cuando el grupo de los cuatro enanos y Cormack rodeó un peñasco de hielo y piedra en la base del glaciar, y se encontró con un hombre tendido de espaldas y casi enterrado en el cenagoso suelo.

—Supongo que eso duele —dijo Ruggirs, y los cuatro enanos soltaron una risita. Cormack, en cambio, no veía nada cómico en la trágica caída y corrió hacia el hombre, aunque al mirar al imponente acantilado de hielo supo que el hombre tenía que estar muerto.

La extraña indumentaria negra del hombre hacía que todo fuera todavía más extraño, y cuando Cormack llegó a su lado y vio la textura leve y suave de la tela se rascó la cabeza, pues nunca había visto nada igual.

Cormack estuvo a punto de caerse de espaldas cuando el hombre se removió.

—Vaya, es un tipo duro —dijo Mcwigik apareciendo detrás de Cormack.

Una vez superada la sorpresa, Cormack acudió de inmediato al lado del hombre y le puso la oreja junto a la boca para ver si podía oír su respiración.

—Está vivo —anunció Cormack.

—No por mucho tiempo —dijo Mcwigik con una risita—. Habría sido mejor para él que la caída hubiera apagado su luz para siempre.

—Ay, eso tuvo que doler —volvió a decir Ruggirs.

Cormack siguió examinando al hombre para tratar de determinar la magnitud de sus lesiones. En realidad, pensaba que lo más piadoso que podía hacer era asfixiar a ese pobre para poner fin a su sufrimiento, pero cuanto más miraba, tanto más leve era su diagnóstico de las heridas. Se quitó el gorro powri y se lo puso al hombre.

—Va a ser necesario más que eso —gruñó Mcwigik, pero Cormack no le hizo caso y siguió moviendo al hombre caído. Una pierna, un brazo, lo incorporó. Durante todo ese tiempo, el hombre no emitió un solo sonido.

—No creo que haya caído desde arriba —anunció Cormack.

—¡Vaya, si casi se enterró en el barro! —señaló Mcwigik.

—Podría vivir —replicó Cormack—. Sus heridas no son tan graves como habíamos supuesto.

—Qué vas a saber tú de eso.

—Lo mismo que vosotros de lo contrario —le esperó Cormack—. Este hombre puede vivir. Si tuviera una gema… Tenemos que llevarlo a Yossunfier. Ayudadme, sin demora. —Los powris miraron a Cormack con cara de incredulidad, y ni uno solo se movió.

»¡No podemos dejarlo morir! —les gritó Cormack, y los cuatro se echaron a reír.

Cormack respiró hondo para calmarse. Enfadarse con ellos ahora podría hacer que lo dejasen allí abandonado, o algo peor, y eso no ayudaría en nada a ese pobre hombre.

—Por favor —dijo en voz más baja—. Hay una posibilidad de que pueda salvarse. Los humanos no enterramos los corazones y volvemos a brotar del suelo.

—Harías mejor en pensar lo que dices —le advirtió Pergwick, pero Cormack no le hizo caso.

—Lo sé, lo sé —dijo—, pero es importante para mí tratar de salvarlo.

—¿Lo conoces? —preguntó Mcwigik.

—No, por supuesto que no.

—Entonces ¿qué te importa?

—Pues sí, me importa —retrucó Cormack, cada vez más impaciente—. Por favor, llevadme a Yossunfier para que trate de salvarlo.

—Ya. Lo que tú quieres es llevar a tu chica con nosotros —dijo Mcwigik.

—Según nuestro acuerdo, ella ya va con nosotros.

—Entonces lo que quieres es que sea más pronto, y ya te dijimos que…

—Puede sernos de gran ayuda —admitió Cormack—. Toda su gente puede sernos útil. Pueden salvar a este hombre y ayudarnos a nosotros, os lo aseguro.

—En cuanto nos acerquemos a Yossunfier veremos el cielo lleno de pinchos bárbaros —farfulló Mcwigik—. Tú todo lo ves fácil porque eres ciego y tonto. Si esos bárbaros nos ven llegar, todos estaremos muertos antes de poner un pie en la playa. ¿Te parece que eso será bueno para tu espachurrado amigo?

Cormack volvió a respirar hondo para tranquilizarse y miró a su alrededor como si sintiera que la respuesta estaba ahí mismo, ante sus ojos, esperando que él la descubriera.

—Puede que haya otra manera —dijo sonriendo.

—Te preguntarás por qué te he dejado vivir tanto tiempo —le dijo el Anciano Badden al hermano Jond después de hacer azotar al monje y hacerlo traer a rastras hasta su presencia, en el castillo de hielo.

El hermano Jond alzó la vista y lo miró inexpresivo, tratando de parecer impasible. Estaba aterrorizado, por supuesto, pero no quería dar al malvado samhaísta el placer de verlo suplicar.

El Anciano Badden se lo quedó mirando unos instantes y le hizo una señal como animándolo a responder, a lo cual el hermano Jond no estaba dispuesto.

El gesto de Badden se transformó en un profundo desdén.

—Lo lógico sería pensar que un monje abellicano iba a ser mi primera víctima, ya que tu Iglesia ha sido el azote de la tierra durante las siete últimas décadas. —Mientras reprimía las ganas de responder, Jond no pudo evitar una leve sonrisa que no hizo más que acentuar el desprecio del otro.

El Anciano rompió en una repentina risita que se transformó en un rápido cántico e hizo un gesto con su collar hacia donde estaba el monje. Debajo del padre Jond, el suelo se convirtió en agua y él se hundió.

Pero no se hundió demasiado, porque Badden interrumpió el conjuro y lo invirtió, congelando el suelo hasta la mitad de sus muslos. La contracción del hielo lo oprimió tanto que sintió que la sangre dejaba de circular por sus piernas. Al mismo tiempo sintió el estómago revuelto y una sensación de mareo. Los ojos amenazaron con salírsele de las órbitas, como si la afluencia de sangre los empujara hacia afuera. Trató de seguir en silencio, pero un gruñido hondo se escapó de sus labios. El hielo lo estrechó todavía más fuerte.

Entonces el Anciano se cernió sobre él.

—Ah, cómo me gustaría separar los miembros de tu torso. —Golpeó de plano con la espada de Bransen la mejilla de Jond y luego le hizo un corte profundo en la cara—. O abrirte el vientre de lado a lado y sacarte lentamente las entrañas. ¿Has visto alguna vez la cara de un hombre sometido a semejante tortura? Es la máscara más exquisita de la agonía.

—¡Y te dices un hombre de Dios! —estalló el hermano Jond sin poderse contener.

—Ah, de modo que hablas —se le rio en la cara Badden—. Pensaba que eras mudo, lo cual sería una bendición tratándose de un abellicano, por supuesto. Yo no soy un hombre creado según vuestra concepción infantil y benigna, necio. Soy un hombre de los Ancianos, de las verdades de la vida y de la muerte. ¡Vosotros sois demasiado cobardes para enfrentaros a esas verdades, de modo que no podéis comprender ni de lejos la forma de ser de los samhaístas! Casi me dais pena, tú y todos los nacidos bajo el signo de Abelle, educados en los ecos de sus mentiras y sus falsas esperanzas.

El hermano Jond entornó los ojos, pero su amenaza eran tan impotente que resultaba risible. Y eso fue precisamente lo que hizo Badden, reírse.

—He dicho «casi» —le recordó. Otro movimiento con su collar y el hielo apretó más aún las piernas de Jond.

»Te mantengo vivo porque puedes resultarme útil —dijo el samhaísta—. Mientras mis ejércitos acosan…

—Tus hordas de monstruos querrás decir.

Badden se encogió de hombros, como si aquello no tuviera importancia.

—Sirven a una causa más grande.

—Son…

El hermano Jond no pudo continuar porque el Anciano Badden le dio una patada en toda la cara. La cabeza le rebotó hacia atrás y hacia adelante, y un par de dientes salieron despedidos de su boca junto con una efusión de sangre y saliva.

—Si vuelves a interrumpirme te haré más daño del que hayas experimentado jamás, más del que puedas imaginar —le advirtió Badden.

Atontado, con la sangre latiéndole en las sienes y las piernas doloridas, el hermano Jond ni siquiera pudo conseguir una mirada desafiante.

—Cuando mis ejércitos asedien Vanguard y obliguen a la dama Gwydre a retirarse a Pireth Vanguard, querrá parlamentar —explicó el Anciano Badden—. Puesto que su principal consorte es uno de tus endebles asociados abellicanos, tu presencia entre mis prisioneros me dará ventaja. —El samhaísta se agachó y miró a Jond a la cara, y cuando este trató de apartar la mirada, Badden le dio un fuerte puñetazo, lo sujetó por la barbilla y lo obligó a sostenerle la mirada.

»¿Te gusta eso? ¿Saber que vas a facilitar la caída de tu religión en la región de Vanguard? Y no terminará ahí, te lo prometo. Cuando acabe la guerra en los territorios del sur, también se acabarán las tretas de que se valen los tuyos para mantener embobados a los terratenientes enfrentados. La realidad del conflicto quedará patente para el pueblo que la padece, y nosotros estaremos allí. Porque los samhaístas conocen la muerte mientras que los abellicanos la niegan. Los samhaístas comprenden la inevitabilidad, mientras que los abellicanos ofrecen falsas promesas. Esa será vuestra caída.

El rostro del hermano Jond se convirtió en una máscara de apatía.

—¿Cómo te llamas?

No hubo respuesta.

—Es una pregunta sencilla pero de gran importancia —dijo el Anciano—, porque si no respondes, haré traer a uno de los prisioneros y lo torturaré hasta la muerte delante de tus ojos. Será una hora de gritos que resonarán en tu cabeza hasta el fin de tus días, aunque te queden pocos.

El hermano Jond lo miró con furia al ver que hacía intención de enviar a sus trolls.

—Hermano Jond Dumolnay —dijo.

—¿Dumolnay? Un nombre de Vanguard, o tal vez del Brazo de Mantis.

El hermano Jond no respondió.

—El Brazo de Mantis —dictaminó el Anciano Badden—. Si hubieras crecido en Vanguard, habrías conocido mejor la forma de actuar de los samhaístas y nunca te hubieras dejado convencer por las mentiras del mentecato de Abelle.

—¡El beato Abelle! —lo corrigió el hermano Jond escupiendo sangre a cada sílaba—. ¡La Verdad y la Esperanza del mundo! ¡El que desprecia el culto a la muerte samhaísta y el uso que hacéis del terror para controlar a la gente a la que decís servir!

—¿A la que decimos servir? —Badden acompañó sus palabras de sonoras carcajadas.

—¡Entonces ni siquiera lo simuláis!

—Les mostramos la verdad y ellos pueden hacer con esa verdad lo que les apetezca —replicó el samhaísta con voz ronca—. ¡Imponemos orden y justicia a una gentuza que acabaría matándose si no fuera porque les damos órdenes de no hacerlo!

El hermano Jond no pudo evitar una sonrisa al sentirse satisfecho de haber enardecido al samhaísta hasta el punto de provocar tal estallido.

—¿Justicia? —dijo con una carcajada sarcástica.

El Anciano Badden se calló de repente y se irguió cuan largo era mirando al monje en su trampa de hielo.

El hermano Jond respiró hondo para calmar su nerviosismo. Se daba cuenta de que había llegado demasiado lejos, pero era demasiado tarde para hacer que el samhaísta recuperara la calma. Fue así que siguió los dictados de su corazón y dejó atrás sus miedos.

—Seré yo quien vea tu muerte, Anciano Badden —declaró—. ¡Veré la victoria del beato Abelle en Vanguard y en todo Honce!

—La verdad… —replicó con toda la calma el Anciano mientras que de un golpe de través de la espada de Bransen se llevaba al mismo tiempo los ojos y el puente de la nariz de Jond. El monje dio un aullido y un grito revolviéndose de dolor—… dudo de que puedas «ver» algo.

Dicho esto, el Anciano Badden se alejó.