La amenaza de la adversidad
—Quieren aprovechar tus piernas largas para que vayas en busca de mejor pesca —le explicó Mcwigik a Cormack.
El hombre estaba sentado sobre una gran piedra en el lado nororiental de la casi desierta isla de los powris, con la mirada fija en las brumosas aguas.
—No vamos a matarte —lo tranquilizó Mcwigik, entregándole una red con plomos—. No, a menos que hagas algo para ganártelo.
—Agradezco que me rescatarais y la generosidad que demostrasteis al dejarme vivir.
Mcwigik se encogió de hombros.
—Creo que los jefes quieren que el hijo de Prag crezca lo suficiente para ver si es capaz de recuperar el gorro que le arrebataste a su padre.
—¿Los jefes? ¿No eres tú uno de los jefes?
—Sí, pero yo quiero que sigas vivo sin más.
—Sin más.
—Sí.
A pesar de su embarazosa situación, Cormack consiguió esbozar una sonrisa al oír la críptica admisión del rudo powri. Había llegado a tomarle afecto al enano.
—Si no nos das ningún motivo para matarte, nosotros no te mataremos —repitió Mcwigik—. Ahora ve y consigue algo de pescado. —El enano puso los brazos en jarras y escupió sobre la roca antes de marcharse.
—¿Y qué pasa si tenéis que combatir? —preguntó Cormack, haciendo que el enano se detuviera. Con las manos todavía en las caderas, Mcwigik se volvió lentamente—. Cuando los powris salen a batallar con los monjes o con los alpinadoranos. ¿Qué debo hacer yo?
—Estás muy lejos de conseguir que te dejemos marchar —replicó Mcwigik sin haber entendido.
Cormack soltó una risita.
—Jamás podría ir a un combate así, lo sabes bien.
—Ya, pero luchaste contra los bárbaros.
—No por mi elección —dijo Cormack—. Nunca por mi propia elección. Ni contra ellos ni contra vosotros, los powris.
Mcwigik lanzó otro gran escupitajo, que esta vez cayó cerca de los pies de Cormack.
—Te conozco demasiado bien como para creer que tienes miedo a luchar —dijo.
—¡Luchar no tiene sentido!
—¿No? ¿Y qué me dices de los trolls, entonces? ¿Acaso…?
Cormack lo interrumpió.
—Os ayudaré a matar a todos los trolls que se pongan por delante.
Mcwigik sonrió con aire aprobador.
—Sí, ya vimos lo que quedó de tu barco. El barco más increíble que hayamos visto. En parte a él podría deberse que te dejáramos quedarte.
—Pero no puedo quedarme —dijo Cormack.
—¿Estás pensando en irte a nado?
—De todos modos, no puedo quedarme aquí mucho tiempo —prosiguió el desdichado monje pasando por alto el sarcasmo—. Este no es lugar para mí.
—¿Quieres que te llevemos de vuelta con los monjes? —preguntó Mcwigik—. Vaya, tal vez podríamos, pero ¿qué ganarías con eso? Venga, ve a buscar pescado…
—Allí no puedo volver —lo interrumpió Cormack—. No quieren saber nada de mí y yo tampoco de ellos. Me dejaron a la deriva pensando que estaba muerto, pero por alguna razón no morí.
—¿Por alguna razón, mequetrefe? —dijo Mcwigik—. Fue por el gorro que llevabas puesto.
Cormack se acomodó el birrete a modo de reconocimiento.
—De modo que no quieres volver allí pero dices que no puedes quedarte aquí…
—Yossunfier —dijo Cormack.
—¿Los bárbaros?
—Sí —respondió el monje—. Me gustaría que me dejarais allí.
—Te matarán.
Cormack frunció la boca.
—De todos modos, es allí adonde querría ir.
—Bueno, no vas a ir con nosotros —dijo el enano—. No es un lugar al que nos acerquemos. Esos no son como tus amigos los monjes. Conocen bien las aguas y saben cuando algo se acerca a su isla. Llevan cien años allí ¿sabes? Y más, mucho más. No usan piedras para lanzar rayos, como los tuyos. No, su magia es más silenciosa, pero peor para nosotros si nos aventuramos por allí.
—Entonces dadme un bote para que pueda ir solo.
Mcwigik volvió a escupir, esta vez en el pie de Cormack.
—Vaya atrevimiento. Los botes valen más que tú.
—Lo devolveré pronto.
—¿Y entonces cómo vas a volver a su isla después de traerlo de vuelta?
—No voy a volver a esa isla ni a ninguna isla —dijo Cormack casi para sus adentros, y se sorprendió al ver que sus palabras hacían que Mcwigik se pusiera tenso, y una expresión de extrañeza aparecía en su rostro.
—Este no ha sido nunca mi lugar.
—¿Qué estás diciendo, muchacho? Habla claro.
—Tengo una amiga, tal vez varios amigos, en Yossunfier, que quieren irse de este lago. Prestadme un bote para que pueda ir a buscarla.
—¿A ella? Ahahá, eso ya lo aclara todo.
—Volveremos con el bote. Entonces, con tu consentimiento, puedes llevarnos a la orilla y nunca volverás a saber de nosotros.
Mcwigik empezó a mover la boca en extraños círculos, sin emitir ningún sonido. Era como si se debatiera y no supiera qué responder.
—¡Venga, ve y trae el maldito pescado! —dijo al fin atropelladamente haciendo una seña definitiva a Cormack. Y se marchó con andar tempestuoso.
Cormack no sabía a qué venía todo aquello, de modo que cogió la red y se internó en las calientes aguas del lago.
—Sigues mirando hacia el sur —observó Androosis, llegando a donde estaba Milkeila—. Temes que pueda haberle pasado algo.
No era una pregunta, sino una afirmación que Milkeila no podía rebatir.
—Tuvimos cuidado de fingir que la huida había sido cosa nuestra —trató de tranquilizarla Androosis—. Dudo de que los monjes sospechen de la complicidad de nuestro amigo.
—Y sin embargo no hay ni rastro de él —dijo Milkeila.
Androosis le apoyó una mano en el hombro para tranquilizarla. Casi no la había tocado cuando se oyó el grito de Toniquay.
—¡Atended a vuestras obligaciones! —Se separaron y se volvieron al unísono a mirar al chamán que venía hacia ellos—. Dedicáis demasiado tiempo a buscar a un abellicano —les reprochó.
—Un abellicano que nos salvó la vida —dijo Androosis. Se retrajo en cuando hubo pronunciado esas palabras, sorprendido de su reacción ante una figura tan poderosa.
—Entonces es verdad lo que dicen —le dijo Toniquay a Milkeila—. Te has enamorado de ese abellicano llamado Cormack. —También le echó una mirada furiosa a Androosis, desafiándolo a repetir que Cormack les había salvado la vida.
—Es un amigo —replicó Milkeila con frialdad—. Un amigo leal.
—Amigo —dijo Toniquay despectivamente—. Un amigo no traiciona a sus propios hermanos. No, aquí hay algo más que amistad. Su traición habla de pasión carnal.
Milkeila no respondió nada. No parpadeó ni hizo un gesto desdeñoso ni pronunció palabra.
—Te esperan tus obligaciones —le recordó Toniquay—. Harías bien en ponerte a prueba —añadió al pasar a su lado.
—Soy una chamán…
—Por ahora.
La advertencia impresionó a la mujer, que se volvió y salió a toda prisa.
Toniquay volvió hacia Androosis su mirada penetrante.
—Y tú —le dijo—, harías bien en aprender y aceptar tu sitio. Mi paciencia se está acabando Androosis. Te llevé a aguas peligrosas. ¡Hombres de honor pagaron con su vida! —La expresión atónita de Androosis era harto elocuente. Decía claramente que el desastre del bote no era culpa suya.
Pero Toniquay no admitía réplica.
—Nos apartamos de nuestro camino para tratar de salvarte, joven insensato. Pero será la última vez. Demuestra tu valía o serás desterrado… eso si eres afortunado y los ancianos se sienten generosos.
—Sí, Toniquay —respondió Androosis obediente, inclinando la cabeza con humildad.
El chamán observó con gesto severo cada paso del joven y se alejó lentamente.
Con talante sombrío se dirigían el hermano Giavno y el resto de la congregación a reunir piedras de gran tamaño en la zona de la isla a la que habían llegado a considerar como su cantera. Giavno hizo una mueca de contrariedad al recordar, involuntariamente, la última vez que había estado allí, cuando habían llegado los powris y Cormack había combatido con ellos de forma tan magnífica y valiente.
La pérdida de Cormack no era cosa baladí para los hermanos del Monasterio Insular. La forma en que se había producido los había dejado a todos, especialmente a Giavno, con una sensación de vacío y desolación. Nadie había vuelto a pronunciar el nombre del hermano caído en desgracia desde que lo habían dejado a la deriva en una pequeña embarcación. No había necesidad de hacerlo.
Estaba escrito en las caras de todos, Giavno lo veía con claridad.
Todos habían quedado conmocionados. La traición de Cormack les había planteado a todos preguntas básicas y devastadoras respecto de su función y su lugar en esa tierra extraña y entre esas sociedades no menos extrañas.
¿Por qué lo había hecho Cormack? ¿Por qué había traicionado los mismísimos principios de su misión, según la interpretación del padre De Guilbe?
Giavno creía tener la respuesta a eso en las palabras pronunciadas por Cormack mientras hacía el amor a la mujer bárbara. El amor era la más rara de las emociones humanas. Aunque no existía una prohibición específica del matrimonio en la Orden del beato Abelle, esas relaciones eran desdeñadas entre los hermanos. Si alguien se entregaba a la Iglesia, debía hacerlo con todas las consecuencias. Y peor todavía era tener una relación amorosa con una pagana, con una chamán bárbara. Eso quedaba fuera de los límites de lo aceptable.
Giavno creía que Cormack se había ganado su castigo, y se lo había repetido un millón de veces desde aquel aciago día. Todavía podía sentir el tirón del látigo cuando sus púas se hundían en la espalda de Cormack y abrían surcos en su carne.
Se estremeció y sólo entonces cayó en la cuenta de que uno de los hermanos le había estado haciendo una pregunta, y probablemente la estaba haciendo desde hacía rato.
—¿Sí, hermano? —preguntó.
—¿La piedra? —inquirió a su vez el más joven.
—¿La piedra?
El monje le dirigió una mirada intrigada a Giavno, sólo un instante, después asintió como si lo entendiera todo (y probablemente así fuera, ya que el motivo de la distracción era algo que todos compartían), y señaló una gran roca que había sido apartada.
—Es demasiado grande ¿no te parece? —añadió el monje.
Giavno lo miró con extrañeza.
—No, claro que no.
—No puedo llevarla yo solo —replicó el monje.
—Pues busca a alguien que te ayude.
—Están todos ocupados, hermano Giavno, pensé que tal vez tú podrías ayudarme con tus brazos o usando la piedra malaquita para reducir el peso.
Giavno estaba a punto de reprender al hermano por ser tan insensato, ya que él estaba supervisando las labores y no participando en ellas. Entonces captó algo en la mirada del joven, una expresión de esperanza y simpatía, y cuando miró el panorama general se dio cuenta de que más de uno de los trabajadores mostraban un interés sutil, disimulado, en esa conversación.
El hermano Giavno sonrió al comprender plenamente. Estaban tratando de distraerlo. Como el trabajo conseguía mantener sus mentes apartadas de la tragedia del hermano Cormack, habían pensado en hacer participar al hermano Giavno en esa santa labor.
—Sí, hermano —le dijo Giavno al joven monje—. Vamos. Juntos transportaremos la piedra hasta el monasterio, y será una contribución espléndida para la muralla.
«Juntos», pensó, pues los hermanos del beato Abelle sólo se tenían los unos a los otros. Tan lejos de casa, tan lejos de sus familias, sin ese vínculo estaban condenados a perder la cabeza.
Eso era lo que había hecho que la traición de Cormack fuera especialmente dolorosa.
—Ya conoces a Bikelbrin, y estos son mis amigos, Ruggirs y Pergwick —dijo Mcwigik chapoteando en el agua detrás de Cormack.
Cormack saludó a cada uno de ellos con una inclinación de cabeza mientras se preguntaba a qué se debería esta reunión inesperada.
—Te llevaremos hasta ella —anunció Mcwigik, y a Cormack se le cayó de la mano la red para pescar—. No sabemos muy bien cómo lo haremos, pero encontraremos una manera. Sin embargo, tenemos un precio.
Cormack alzó los brazos mostrando su hábito reducido prácticamente a harapos.
—Es poco lo que tengo, pero…
—Conoces el camino para salir de aquí —lo interrumpió Mcwigik—. Ese es el precio.
Cormack lo miró con extrañeza.
—Los cuatro estamos hartos de esta roca, desde hace tiempo —explicó el enano—. Queremos marcharnos del lago, pero no conocemos estas tierras. Hace cien años desde que recorrí esos caminos, pero tú, no hace tanto tiempo. De modo que te llevaremos hasta tu chica y, a cambio, nos llevarás contigo.
—Mi rumbo es hacia el sur, sin duda, dejando atrás Alpinador y saliendo al territorio Honce de Vanguard… tal vez incluso a través del golfo e internándome en Honce propiamente dicho. No estoy seguro del recibimiento que darían a un powri.
—De eso nos ocuparemos nosotros —dijo Mcwigik—. Así pues, empieza a pensar en una manera de llegar hasta tu chica y abandonaremos esta roca, los seis, o los cinco si ella no quiere venir.
—O nueve o diez, quizá incluso una docena —dijo Cormack—, si sus amigos deciden que también quieren ver el ancho mundo.
—Puedes traer a cien —dijo Mcwigik—, a mil incluso, siempre y cuando nos saques a mis chicos y a mí de este lugar y nos lleves a otros más interesantes.
Cormack estaba atónito. Casi no podía creer el giro repentino que habían tomado las cosas. Un día estaba flotando en una balsa hecha con trolls muertos, a punto de ser devorado por los peces, y ahora se le planteaba una manera de escapar, aquello que él y Milkeila llevaban tiempo soñando.
Asintió… con expresión atontada supuso.
—Podemos encontrar Yossunfier por la noche —dijo Mcwigik—, y estamos pensando en ir allí una de estas noches.
Cormack asintió otra vez, con la misma expresión bobalicona.
Mcwigik puso los brazos en jarras y se alejó andando.
Cormack recogió la red. Cosa extraña, esa tarde ya no pudo pescar nada más.