Cautivos
—No lo dejes caer —le imploró el hermano Jond a Vaughna, que trataba de mantener a Bransen en marcha en la fila de prisioneros. Ambos sabían bien lo que sucedería en caso de que cayera, pues ese mismo día una prisionera había caído de agotamiento y la falta de oxígeno en un paso de montaña. Los trolls se habían lanzado inmediatamente sobre esa pobre alma, y como la mujer no había podido ponerse de pie, la habían apaleado, entre constantes risas y burlas, hasta darla por muerta.
—¿Qué le pasa? —preguntó Vaughna, ya que nunca había visto nada ni siquiera parecido al torpe andar de cigüeña de Bransen.
—Recibió un golpe demasiado fuerte en la cabeza —respondió el hermano Jond. Era la octava vez que respondía a la misma pregunta de Vaughna y de Olconna, al que ahora estaba ayudando a caminar.
Olconna había recibido unos cuantos golpes tan serios que Jond, en un principio, había temido por su vida. Sin embargo, casi todas las heridas habían resultado superficiales y la proverbial fortaleza de Olconna, a la que debía su fama, había dado sus frutos. Ahora, aunque dolorido y necesitado de ayuda, seguía adelante sin la menor queja.
Bransen escuchaba la conversación como si viniera de muy lejos. Al comienzo de la marcha había pensado en urdir alguna explicación rudimentaria, pero había renunciado al esfuerzo al darse cuenta de que no había nada que pudieran hacer sus compañeros. El hermano Jond había recuperado el pañuelo, pero la piedra del alma no había aparecido por ninguna parte, y los trolls habían despojado al monje de todas sus posesiones, especialmente de las gemas mágicas.
Crait había quedado muerto en el campo de batalla. Los cuatro héroes supervivientes enviados por la dama Gwydre habían resultado heridos, Bransen el que menos, Olconna el más. Pero sin la gema, Bransen no podía considerarse afortunado. Se había replegado sobre sí, centrándose en su formación Jhesta Tu y forzando al mismo tiempo su chi. Sin embargo, no llevó el proceso hasta sus últimas consecuencias, consciente de que su concentración tenía sus límites y que después de un rato, su afección vencería.
No obstante, tenía que seguir adelante, tenía que mantener la intensidad de su enfoque de tal modo que pudiera poner un pie delante del otro. Él y sus tres compañeros tenían que confiar además en que los trolls cometieran algún error crítico, en cuyo caso Bransen estaba listo para sumergirse totalmente en el Jhesta Tu y tratar de luchar al menos durante unos minutos.
Sus esperanzas de que pudiera producirse un error se fueron desvaneciendo durante lo que quedaba del día y por la noche, porque esos captores se mostraban muy hábiles y el número de trolls era abrumador. En el campamento, los prisioneros fueron separados en pequeños grupos. Todos fueron obligados a tenderse boca abajo sobre el frío suelo, con una lanza apoyada en el cuello.
La última esperanza que les quedaba era Jameston. Sólo Jameston Sequin podía sacarlos de eso, aunque Bransen no podía por menos que preguntarse qué podría hacer un hombre solo contra el espantoso poder de Badden y sus secuaces. Trataba de no pensar en ello, de no sucumbir a la realidad de no volver a ver jamás a su amada Cadayle y a Callen.
Al día siguiente, la fila de prisioneros fue obligada a descender por un largo paso descendente que daba a un río de hielo. Al acercarse a la base de ese sendero el terreno se volvía más resbaladizo, y a pesar de lo mucho que él se afanaba y de los esfuerzos de Vaughna por ayudarlo, Bransen cayó varias veces. La primera vez pensó que su larga prueba había terminado y que los trolls se le echarían encima y lo apalearían hasta matarlo. Pero un buen número de los agotados humanos resbalaba y caía. Sin saberlo Bransen ni los demás, estaban demasiado cerca de su destino como para que los trolls permitieran que nadie muriera.
Dejaron atrás el rocoso paso de montaña y salieron al glaciar y, sorprendentemente, empezó a resultar más fácil y seguro apoyar los pies que en la senda montañosa.
Llevaban andando casi una hora cuando una exclamación que se oyó por delante hizo que todos miraran hacia arriba y en dirección sudoriental, donde pudieron ver un imponente castillo hecho completamente de hielo. Minaretes y torres relucientes se alzaban sobre unos muros casi traslúcidos. De entre la fila de prisioneros se alzaban expresiones de temor y admiración mientras se acercaban, tanto por la sensación de puro poder que emanaba del castillo como porque esa era la primera vez que cualquiera de ellos tenía a la vista a un gigante.
Tal como Jameston les había advertido, estos no eran simplemente humanos de gran estatura, sino verdaderos gigantes. Estas criaturas behemoth, que triplicaban la estatura de Bransen, eran una mofa para el orgullo guerrero de Bransen. Daba lo mismo lo bien que manejara la espada, lo fuerte que mantuviera su musculatura, lo buenas y precisas que fueran sus reacciones ¿cómo podía plantearse siquiera presentar batalla a un behemoth?
Bransen meneó la cabeza y musitó:
—N… N… N… No. —Desechando sus pensamientos negativos. Porque delante de él estaba el desafío final, tal vez la culminación de todo. No tenía la menor duda de que esa era la morada del Anciano Badden, la clave de su felicidad, o, lo que ahora veía como más probable, la puerta a la otra vida.
Jameston Sequin había sobrevivido tanto tiempo en territorio hostil que sabía muy bien cuando escapar. Había lanzado seis flechas al aire al comienzo de la batalla y había hecho tres blancos con resultado mortal y derribado a un cuarto troll al suelo entre estertores de agonía.
Después de eso, todo se había convertido en una frenética confusión en la que los prisioneros humanos y los trolls tropezaban los unos con los otros, y sus compañeros se vieron envueltos en ella. Entonces habían llegado los refuerzos y toda esperanza se había desvanecido.
Con el corazón lleno de amargura, a Jameston no le quedaban muchas opciones: cargar y morir o ser capturado. O escapar. Decidió escapar. No lo animó mucho ver que la mayor parte del grupo seguía vivo cuando la caravana de prisioneros pasó poco después por debajo de donde estaba apostado, pues sabía adónde los llevaban.
Observó al segundo grupo de trolls, que pasó poco después y maldijo entre dientes más de una vez por su estupidez por no haber hecho al menos una exploración más a fondo de la zona antes de ese ataque tan impulsivo. No podría haber detenido a los obcecados aspirantes a héroes, pero al menos podría haberlos demorado.
El explorador siguió a la caravana durante todo el día y trató repetidamente de encontrar alguna manera de infiltrarse por la noche en el campamento de los trolls, pero este no era un grupo de principiantes y el avezado cazador no encontró una sola brecha que pudiera aprovechar. No podía acercarse a sus compañeros.
El día siguiente resultó aún peor, ya que los dos grupos de trolls se estrecharon al enfrentarse a las sendas montañosas más difíciles y escarpadas que llevaban hacia lo alto, por encima del Glaciar de Toonruc. Observó con impotencia cómo una mujer tropezaba y caía al suelo, y los trolls se lanzaban sobre ella, azotándola y apaleándola, dándole patadas, hasta dejar en el suelo su cuerpo ensangrentado y hecho un guiñapo.
En cuanto se alejaron, Jameston corrió hacia ella y quedó realmente sorprendido al encontrarla todavía con un hilo de vida. Usó el agua de su odre para lavarle las heridas, luego rebuscó en su pequeño petate y sacó algunas vendas y emplastes de hierbas, y se puso a curarla.
Sobrevivió a aquel primer embate entre gruñidos y quejidos, pero ni una sola vez abrió los ojos. Jameston llegó a temer que no volviera a hacerlo. Miró senda abajo, hacia donde habían desaparecido los trolls y sus prisioneros, y dio un profundo suspiro. Entonces levantó en brazos con ternura a la vapuleada mujer y se marchó por donde había venido.
El camino de regreso a Vanguard era largo, lo sabía, pero era la única oportunidad para esa pobre alma, y él tenía que informar a la dama Gwydre de que su equipo de asesinos había fracasado. La perspectiva de un Vanguard gobernado por el Anciano Badden no le resultaba halagüeña a Jameston.
Atados, sucios, con frío y mortalmente cansados, los prisioneros se vieron obligados a marchar en doble fila por el medio del glaciar, al sur del enorme castillo de hielo que adornaba la ladera de la orilla occidental del río de hielo. No muy lejos, un par de gigantes clavaban cuñas profundamente en el hielo, pero ni siquiera su fuerza bruta era capaz de intimidar a los prisioneros más que la figura de aquel hombre viejo pero nada enclenque que tenían delante.
Bransen sabía que era el Anciano Badden porque él, que había matado al vil samhaísta Berniwigar, conocía bien los ropajes samhaístas del cargo. El puro poder que emanaba del anciano, una presencia imponente que parecía una burla para cualquiera que estuviese cerca de él, le recordó a Bransen con toda claridad el lejano encuentro con el imponente Berniwigar.
Sólo que este era más fuerte. Mucho más.
El Anciano Badden dejó pasar un largo rato en silencio. Los trolls, nerviosos, desplazaban el peso del cuerpo de uno a otro pie, riendo disimuladamente de vez en cuando, aunque ninguno se atrevía a hablar. Los prisioneros procuraban no cruzar la mirada con la de Badden, pero si alguno lo hacía, sabía con seguridad que no tenía esperanza.
—Primero él —dijo el samhaísta, señalando a Olconna, al que le iba mejor de lo que sus amigos habían pensado—. Llevaos al resto. Mantenedlos vivos y en un estado tan lamentable que finalmente agradezcan la muerte.
Tres trolls asieron a Olconna y lo obligaron a adelantarse. Cuando trató de resistirse le pusieron una zancadilla que lo hizo caer de bruces sobre el hielo, con las manos atadas a la espalda. Al caer se oyó un fuerte crujido. Olconna se limitó a gruñir, pero cuando se volvió de lado se vio un hilo de brillante sangre roja sobre la superficie helada.
Bransen echó una mirada al Anciano Badden para evaluar su respuesta. Si en algún momento el hombre percibió la caída de Olconna, no lo demostró. En lugar de eso, su mirada estaba fija en un troll apartado, el que llevaba la espada de Bransen colgada en diagonal sobre la espalda. El samhaísta lo miró con curiosidad por un momento, a continuación extendió la mano y la cerró de repente, como si estuviera aferrando la garganta del troll.
Y en realidad eso era lo que había hecho por arte de magia, ya que la criatura de pronto se puso rígida y alzó ambas manos. El Anciano Badden retiró la mano y el troll cayó hacia él en un ángulo en el que se habría desplomado de no haber estado sujetándolo el samhaísta con su magia.
Cuando el troll estuvo cerca, Badden lo asió por la garganta con su mano verdadera y con un esfuerzo sorprendentemente pequeño levantó a la criatura, que se debatía por los aires, poniéndola de espaldas. Estudió la espada decorada durante un instante antes de arrancársela y dejar caer al troll en el suelo.
Los ojos del Anciano Badden lanzaban chispas a la vista de la magnífica arma. Le dijo algo al troll que Bransen y los demás no consiguieron oír. El troll respondió en voz más alta, pero en una lengua que ninguno de ellos entendía. Badden apartó al troll de un empujón y recogió la espada con ambas manos, moviéndola ante sus ojos, con la expresión de alguien que acaba de dar con un gran tesoro.
La expresión cambió de repente. El Anciano Badden olisqueó el aire, entrecerrando los ojos. Bransen consiguió no perder el equilibrio mientras observaba la expresión del samhaísta, que se iba haciendo más agria mientras ponía la espada horizontal delante de su nariz y la olfateaba como lo haría un perro de caza.
Ajenos al cambio de humor, los trolls empezaron a conducir a los prisioneros fuera de la sima. Bransen y el resto se pusieron en movimiento, pero el Anciano Badden les dio orden de que esperaran. Cuando todos, trolls y prisioneros, se volvieron a mirarlo, reanudó la conversación con el troll que le había dado la espada. La criatura dio media vuelta y señaló hacia donde estaban los prisioneros, en la dirección en que estaba Bransen.
Con gran parsimonia, Badden se dirigió hacia allí y le habló, no a Bransen, sino a Vaughna, que estaba a su lado.
—Me dicen que tú blandías esta espada en el combate —dijo.
Vaughna miró con nerviosismo al hermano Jond y a Bransen.
—Así es —dijo, no sabiendo qué otra respuesta dar.
A una señal de Badden, los trolls la arrastraron hacia adelante.
—Esta espada —anunció el Anciano— huele a la sangre de un anciano samhaísta. —Su mirada furiosa recayó directamente sobre Vaughna—. Esta espada mató a un amigo mío.
Dio la impresión de que Vaughna se encogía al oírlo. Volvió la cabeza miró a sus amigos en busca de ayuda. Bransen trató de gritar que la espada era suya, pero el Cigüeña fue incapaz de emitir un solo grito. Lo que salió de su garganta era más bien un graznido indescifrable.
—Hace poco que la adquirí —tartamudeó Vaughna que pareció encogerse aún más junto al Anciano—. Jamás conocí a un anciano samhaísta.
—Ahora estás ante uno —replicó Badden. Sin previa advertencia clavó la espada en el vientre de Vaughna, en cuyos ojos hubo una mirada de estupor antes de doblarse sobre sí, gimiendo sujetándose las tripas, que pugnaban por salir mientras caía sobre una rodilla. Sus compañeros retrocedieron, incrédulos.
El Anciano Badden hizo una señal a los trolls, luego a Olconna y a otro grupo, seguida por un movimiento del mentón hacia Vaughna. Sus bien entrenados asistentes sabían qué hacer. Mientras un grupo se dispuso a poner de pie a Olconna y devolverlo a las filas con los demás, un segundo grupo cayó sobre Vaughna y la arrastró hacia adelante, dejando un rastro de sangre y bilis.
Ella se resistió cuanto pudo, que no era mucho dado su estado y su situación. La mujer consiguió mirar a Olconna mientras era arrastrado en la dirección contraria.
—Cada momento es precioso —le susurró, a pesar del dolor, a pesar del inminente final.
Un troll corrió a buscar una cuerda, hizo un lazo con ella por encima de una polea situada en el extremo de una viga suspendida por encima de la sima. Bransen y los demás observaron horrorizados mientras los trolls rodeaban con la cuerda el tobillo de Vaughna y la arrastraban al borde de la sima, y la dejaban allí, mientras el Anciano Badden se encaminaba hacia el lugar, espada en mano.
Los trolls que rodeaban a los prisioneros empezaron otra vez a agruparlos, pero Badden los detuvo.
—Dejad que lo vean —dijo con tono perverso.
Horrorizado y asqueado, Bransen se replegó sobre sí. Luchó por encontrar su Jhesta Tu para proclamar que era su espada. En el instante en que el sonido salió de sus labios, algo lo golpeó en un lado de la cabeza, derribándolo al suelo. Alzó la vista sorprendido y vio que no había sido el puño de un troll sino el del hermano Jond.
—No insultes su sacrificio —le susurró con aspereza el monje.
El aturdido Bransen tardó unos instantes en recuperar la orientación. Volvió a mirar al Anciano Badden y a la sima sobre la que Vaughna colgaba cabeza abajo, sujeta por una pierna, tratando de curvarse hacia arriba, de cogerse el estómago sangrante. A Bransen se le cayó el alma a los pies. Todo él se rebelaba contra lo que estaba viendo. El hermano Jond hizo que Bransen se pusiera nuevamente de pie.
El Anciano Badden permanecía de pie con los brazos levantados en el borde del abismo, delante de Vaughna. Empezó a entonar un cántico que invocaba el poder del «gran gusano del hielo».
—¿Qué está haciendo? —preguntó Olconna, conmocionado. Es decir, intentó preguntarlo, porque antes de que hubiera acabado un gran estruendo sacudió el hielo bajo sus pies.
Suspendida sobre la sima, Vaughna miró hacia abajo y su rostro perdió todo rastro de color a pesar de estar cabeza abajo. Empezó a balbucear y trató de empujarse hacia el borde mientras los trolls empezaban a dar vueltas a una manivela, haciéndola descender, hasta que se perdió de vista. En algún lugar de las profundidades, una gran bestia volvió a rugir, evidentemente excitada. Más allá del borde de la sima, donde ya no podían verla, Vaughna empezó a gritar. Los trolls no dejaban de dar vueltas a la manivela, bajando a la mujer a gran profundidad. Más gritos, más rugidos y luego, de repente, el silencio.
De pronto, la cuerda experimentó una fuerte sacudida, tan fuerte que la pesada viga se combó como si fuera a romperse. Resistió, sin embargo, y los trolls empezaron a izar la cuerda. Ya no necesitaban usar la manivela.
—Se ha hecho justicia —pronunció el Anciano Badden, volviéndose hacia los asistentes, con una sonrisa autosuficiente. Con una seña indicó a los trolls que empezaran a llevarse a los prisioneros.
De repente, otro alarido proveniente de la sima hizo que se volvieran otra vez los prisioneros, esta vez para ver el extremo de la cuerda. La pierna de Vaughna colgaba de ella con la carne desgarrada a medio muslo, donde algún monstruo de pesadilla se había engullido el resto de ella.
—Por Abelle —murmuró sobrecogido el hermano Jond.