VEINTIDOS

Alimento para los peces

El brazo emitió un crujido de protesta cuando Cormack lo curvó sobre el torso de otro troll muerto. Trataba de tomarse a la ligera esta tétrica tarea. La verdad, el monje no podía creer lo que estaba haciendo: atar unos con otros varios cadáveres de troll para improvisar una balsa. Fue así que rio cuando hubiera querido gritar porque de repente el mundo se había convertido en algo ridículo y surrealista.

—¿A qué me has reducido, hermano Giavno? —preguntó en voz alta. Hizo una pausa, sorprendido por su lamento. Después de todo, no había sido Giavno el que lo había juzgado. Eso le había correspondido al padre De Guilbe. Entonces, ¿por qué había usado el nombre de Giavno?

Simplemente porque el hermano Giavno representaba para él la promesa y el fracaso de la Iglesia abellicana. Tanta potencialidad y tanta cortedad de miras, todo en el mismo saco. Con sólo pensar en ese hombre a Cormack le dolía la espalda, y sin embargo se dio cuenta de que no le guardaba rencor. No podía estar de acuerdo con las premisas de sus hermanos, y, por supuesto, menos aún con sus métodos, rayanos en la maldad, pero entendía su perspectiva. Lo entendía todo.

De modo que resistiría. Allí, en unas rocas en medio de un lago humeante, atando a los trolls para convertirlos en una macabra balsa. Esta vez Cormack se rio de verdad. Era eso o llorar, y prefería reír.

Valiéndose de restos de plantas muertas que el agua arrastraba hasta las rocas y contorsionando los cuerpos rígidos de los troll para que encajasen, no tardó en tener su embarcación. La arrastró hasta que el agua le llegó a la cintura y la empujó hacia abajo para comprobar su flotabilidad. Los trolls muertos resultaban perfectos, mucho más que los humanos, pensó, aunque por supuesto no tenía la menor idea de lo que le podría durar la balsa. ¿Acaso iría flotando hasta el medio del Mithranidoon para descubrir al fin que la flotabilidad de los trolls era pasajera? Volvió a reír entre dientes.

Quedarse allí equivalía a morir. De eso estaba seguro. O bien saldrían del agua unos trolls para atacarlo o bien se iría consumiendo por falta de alimento, o se resecaría bajo el sol. También podía ser que se desatara una gran tormenta que lo barriera de las rocas. Después de todo, el invierno se cernía ya sobre Alpinador y ni siquiera las aguas calientes del Mithranidoon se salvaban de sus terribles tormentas.

Tenía, pues, su balsa. Era su única oportunidad. Cormack recogió el madero de su destruido bote para usarlo como remo e hizo palanca para alejarse de la isla, deslizándose en medio de la niebla sobre aquel soporte de carne. No tenía una idea clara del punto del lago en que se encontraba, ni la menor idea de por dónde quedaban el Monasterio Insular o Yossunfier, de modo que dobló el espinazo y remó en la dirección en la que pensaba que estaba el sur.

El madero no era gran cosa como remo. Las fuertes corrientes cruzadas del Mithranidoon, producidas por las muchas fuentes termales que alimentaban el lago y las constantes luchas entre las aguas superficiales más frías que se precipitaban hacia las profundidades calientes, hacían que Cormack diera vueltas por todos lados. Ese día la niebla era especialmente densa, y el hombre no podía ver a más de unos cuantos palmos en cualquier dirección. Llegó un momento en que se rindió a los caprichos del lago y se echó de espaldas en la balsa de trolls.

Un poco más tarde, lo sorprendió un leve tirón debajo de la balsa. Se incorporó sobre los codos. Otra sacudida y después otra, esta vez con más insistencia. Cormack se asomó al borde y escudriñó las aguas oscuras, esperando ver a un troll tirando de la embarcación. Se dejó caer nuevamente y tragó saliva sabiendo que estaba condenado a un terrible final, pues un pez gigantesco se había colocado justo debajo de él.

Respirando agitadamente, el hombre se arrodilló en el centro de la macabra balsa y cogió el remo. Tenía que salir de allí, tenía que ir a algún lugar alejado de las aguas abiertas. La balsa se sacudió hacia un lado y después se agitó cuando algo grande empujó desde abajo. ¡De repente empezó a moverse de lado, en contra de todos los esfuerzos de Cormack, no por efecto de una corriente sino por la acción de aquel pez enorme!

Se arrastró hasta el borde y palideció al ver a la bestia justo debajo de él, asiendo con la enorme boca la pierna de un troll. Cormack cogió el madero con las dos manos y le dio un golpe al pez. La balsa se hundió debajo del agua y, con una sacudida volvió a la superficie. Estaba empezando a peligrar su integridad. Cormack vio al pez que nadaba con la pierna del troll en la boca.

Se frotó la cara. La balsa seguía sacudiéndose. Al aparecer había más peces empeñados en hacerse con una presa. Empezó a dar golpes sobre el agua, tratando de ahuyentarlos. Al cabo de unos instantes, volvió la calma. Cormack contuvo la respiración, confiando en haberlos ahuyentado, pero la balsa se estaba desarmando a su alrededor, y cuando se aprestó a repararla vio que los grandes peces nadaban en círculos, esperando.

—¡Oh, Giavno, mira a qué me has reducido! —gritó el atribulado monje en medio de la asfixiante niebla del Mithranidoon.

—¡Venga, remad hacia la izquierda, zoquetes! —increpó Kriminig a los cuatro enanos que impulsaban la embarcación con los remos. El irritable y viejo Kriminig, cuya cara estaba cubierta de barba gris y arrugas, estaba en la proa, sujetando con ambas manos su birrete impregnado de sangre, que era el más brillante de todo Mithranidoon, porque nadie había participado en más batallas ni se había cobrado más muertes que él.

Cerró los ojos cuando el bote empezó a girar y dejó que sus pensamientos fluyeran a través del gorro. Todos los gorros powris compartían la magia de otorgar resistencia; las heridas de quien lo llevaba se curaban más rápido, y cuanto más brillante era el gorro, tanta más protección daba al portador. Unos cuantos de esos birretes tenían ventajas añadidas, ya que las capas de sangre sobre la tela y la sabiduría otorgada al portador por su experiencia, le daban una clarividencia superior.

Para enanos como Kriminig, los birretes funcionaban como una especie de baliza, aunque no muy brillante, en medio de una espesa niebla, donde se podía percibir la magia del gorro de otro powri. Un enano herido podía hacer resplandecer su magia, y esta emitía una resonancia.

Ese día, mientras pescaban en el lago, Kriminig había sentido una de esas llamadas, y aunque le resultó curioso que viniera de la dirección opuesta a la de su isla, y de muy lejos, y aunque estaba seguro de que no había más enanos que los ocho de su barco fuera de la isla, no dudaba de su percepción.

—Un powri está en apuros —declaró, y dio a entender que no admitiría réplica.

—Pero los nuestros están todos de vuelta —sostuvo otro del grupo.

—Entonces habrán venido más al lago —dijo un tercero, y así siguieron debatiendo, réplica tras réplica y sólo uno sabía que tenía una respuesta para el curioso acertijo. Sin embargo, Mcwigik, que estaba sentado en la popa con la red, pensó que era preferible guardarse sus sospechas, aunque un par de sus compañeros habían oído rumores sobre el gorro de Pragganag y echaban miradas curiosas a Mcwigik.

—Vosotros seguid remando —les dijo—. Tal vez encontremos algo interesante.

—Demasiado a la izquierda —gruñó Kriminig—. ¡Girad más a estribor!

Mcwigik se frotó la rubicunda cara, preguntándose si habría habido alguna pelea entre los monjes y los bárbaros.

Miró en derredor frenéticamente, levantando la cabeza todo lo posible aunque no se atrevía a ponerse de pie ni de rodillas sobre la inestable balsa de trolls. Aunque divisara otra isla, Cormack sabía que estaba condenado: no había manera de nadar más rápido que esos peces gigantes, aunque consiguiera sorprenderlos y sacarles una buena ventaja.

Uno apareció justo delante de él y dio una dentellada a una mano de troll que sobresalía. Cormack vio los dientes de aquel pez con toda claridad mientras arrancaban aquella mano. ¡Si al menos tuviera ámbar encantado! Podría usar su magia para correr por encima del agua.

Si al menos…

Sin duda no era esa la forma en que había imaginado morir, aunque siempre había pensado que tal vez no llegara a viejo. Cuando había aceptado participar en la misión en Alpinador, Cormack sabía perfectamente que varios hermanos habían muerto a manos de los bárbaros. No lo asustaba la muerte, especialmente si tenía lugar al servicio del beato Abelle. Prefería vivir la vida con un objetivo, aunque eso implicara riesgos, que esconderse en un agujero esperando llegar a viejo.

Pero no quería morir así, anónimamente, y sólo para alimentar a los peces.

Uno dio un salto y lo mordió en un lado de la pantorrilla. Cormack se dio la vuelta como un rayo y le dio un puñetazo en la cabeza. Si bien esto hizo que el animal se metiera debajo del agua, el movimiento disminuyó todavía más la integridad de la balsa. Otro cadáver de troll se soltó, dejando a Cormack con sólo tres muy deteriorados.

Sentía que el hábito le impedía moverse ya que a menudo se sumergía un poco en el agua, y pensó en quitárselo, pero ¿hasta qué punto?

De repente todo el miedo y la furia desaparecieron. Resignado a su suerte desistió de quitarse el hábito empapado y pesado. Dejaría que lo arrastrara hasta las profundidades. Mejor rendirse y acabar con todo.

Confiaba en perder la conciencia rápidamente para que el dolor no fuera tan intenso.

Respiró hondo y a continuación soltó todo el aire y se dispuso a zambullirse.

Justo cuando estaba a punto de hacerlo oyó un chapoteo, que reconoció como el ruido de un remo hundiéndose en el lago.

—¡Aquí! ¡Aquí! —gritó—. ¡Aquí!

Un pez tan largo como alto era él saltó delante de Cormack, tratando de llegarle a la cara, pero el ágil monje reaccionó furiosa y velozmente, dándole un golpe que lo lanzó hacia un lado. Lo volvió a golpear varias veces cuando cayó sobre la balsa y lo obligó a volver al agua.

Pero de repente, Cormack se encontró en el agua, rodeado de los cuerpos de los trolls que se habían separado. Sus ropas lo empujaban hacia abajo mientras manoteaba frenéticamente. Echó la cabeza hacia atrás todo lo que pudo para coger aire. En lugar de eso tragó agua y sintió que se hundía.

Sin embargo, una mano fuerte lo sujetó por el hombro y lo levantó. Un pez gigante pasó rozándole la pierna y lo golpeó en la cabeza cuando fue izado por un lado del bote.

Se encontró echado sobre la madera, con los ojos cerrados, semiinconsciente y encogido en una postura defensiva. Tosió y sintió que le salía agua por la boca.

—Veamos qué tenemos aquí —oyó decir en el dialecto característico de los powris y con la voz propia de un enano. Le sonó como la resaca del mar en una playa de cantos rodados.

—Se llama Cormack —dijo otro, una voz que el monje reconoció—. Se ganó el gorro en una pelea limpia.

—Entonces quítaselo y atrójalo de nuevo al agua para que se lo coma la trucha Mith —dijo el primero, y fue lo último que oyó Cormack.