Un error heroico
—Badden se rodea de formidables aliados —trató de explicarle Jameston Sequin al grupo de cinco héroes fatigados por el camino—. Deberíais haber venido con un ejército para ejecutar debidamente vuestro plan.
—No podríamos haber avituallado a semejante fuerza —dijo el pragmático y experimentado Crait—. Y la atención que habría despertado nos habría hecho combatir con trolls y goblins y bárbaros a cada paso del camino.
—Para cuando llegáramos a nuestro destino, si alguna vez lo conseguíamos, podríamos habernos considerado dichosos si llegábamos los mismos que ahora —añadió el hermano Jond.
—Entonces alcanzaremos vuestro destino —dijo Jameston—. No calibráis el poder de vuestro enemigo. Se trata de Badden, del Anciano Badden, el Anciano de todos los samhaístas. Lo consideran un dios, y no sin motivo. Tiene poderes increíbles.
—¿Has visto alguna vez a ese monje en acción con sus gemas? —lo interrumpió Crait—. ¿O a ese manejando su espada? —añadió señalando a Bransen con la cabeza.
—¡Sí, y me dejaron impresionado los dos! —reconoció Jameston—. Pero ¿habéis visto alguna vez un dragón de la desesperación?
—¿Un dragón? —preguntó Bransen.
—El Anciano Badden es casi un dios entre los samhaístas, y tienen sus razones para ello —dijo Jameston—. ¿Habéis combatido alguna vez con un gigante? No con un hombre corpulento sino con un verdadero gigante. Lo haréis si os acercáis a Badden. Criaturas que triplican en estatura a un hombre alto y que lo superan varias veces en peso, con fuerza suficiente para romperle a cualquiera la espina dorsal con la misma facilidad con que vosotros podríais quebrar una flecha.
—No podíamos traer un ejército —dijo el hermano Jond de modo terminante—. Y el pueblo de la dama Gwydre no puede seguir soportando la acción de las hordas implacables de Badden. Somos conscientes de lo desesperado que es nuestro plan, y lo aceptamos, del primero hasta el último. ¿Por qué no puedes aceptarlo tú?
Jameston se disponía a responder, pero se lo pensó mejor y se mordió la lengua, ofreciendo en cambio una sonrisa conciliadora.
—Debemos mantenernos en las zonas pobladas en la medida de lo posible —dijo. Se puso en cuclillas y sacó su daga, con la que esbozó un mapa en el suelo—. Podemos ir directamente al sur de Alpinador siguiendo un camino bastante definido, por aquí, bordeando las montañas por el este. Hay un par de pueblos, tribus alpinadoranas razonables, en los que podemos reabastecernos.
—¿Cómo sabes que no enviarán a alguien a Badden con la noticia de nuestra llegada? —preguntó Vaughna.
—Si conocen a Badden —replicó Jameston—, no tienen ninguna alianza con él. No cometáis el error de creer que los samhaístas han conquistado los corazones de los alpinadoranos. Son un grupo de tribus orgullosas de su propia historia, de sus creencias y costumbres. No conozco a un solo alpinadorano que sea samhaísta.
—Sin embargo, ha habido bárbaros en las hordas invasoras de Badden —señaló el hermano Jond.
—Más por oportunismo que por lealtad, estoy seguro —dijo Jameston.
—Es un riesgo demasiado grande —decidió el hermano Jond—. Mantengámonos en las sombras.
—La travesía del glaciar donde el Anciano Badden ha establecido su sede es muy difícil. Hay que atravesar tierras salvajes que ya están empezando a notar el frío helado del invierno.
El hermano Jond asintió, y Jameston respondió con un encogimiento de hombros.
No tardaron en ponerse en marcha tomando una ruta que los llevaba hacia el norte. Al oeste los protegía la sombra de una imponente cadena montañosa. Aunque Jameston tomaba en cuenta las exigencias del hermano Jond, durante un par de días a menudo se encontraron con sendas y en varias ocasiones vieron el humo de algunos campamentos alpinadoranos.
—¿Agilidad o musculatura? —le preguntó Vaughna a Crait en una de esas ocasiones, cuando Jameston y el hermano Jond habían descendido un poco para observar más de cerca una aldea, dejando a Bransen y a Olconna vigilando desde el borde de un acantilado.
Crait hizo una mueca.
—Lo cierto es que me gusta la forma en que se mueve el Salteador de Caminos —añadió Vaughna—. Es como una danza, como el viento a la luz de la luna.
—Pero el pelirrojo… —propuso Crait comprendiendo adónde quería ir a parar ella.
—Tiene brazos para levantar a una amante —dijo Vaughna—. Un golpe decidido que nadie puede parar…
Crait rio sonoramente, y los dos hombres del acantilado se volvieron a mirarlo.
—Tienes suerte de que no sea yo de las que se sonrojan —dijo Vaughna.
—Más bien de las que hacen sonrojar a los demás.
—Vaya, eso es la sal de la vida —dijo Vaughna—. ¿Agilidad o musculatura?
—El Salteador de Caminos tiene una esposa joven, y la ama —le recordó Crait.
Vaughna suspiró, decepcionada.
—Habrá que conformarse con el músculo —dijo, y Crait volvió a reír.
Jameston y Jond regresaron, y los seis siguieron la marcha, y, como de costumbre, montaron un campamento. Pero esa noche Olconna recibió una visita inesperada.
Al día siguiente marchaba más ligero.
Una tarde, pasando por un bosque de pinos y rocas, por debajo de la línea de la nieve y en medio de un aire tan frío que podían ver su aliento, Jameston les dijo a los demás en un susurro que los estaban observando.
—La tribu de los P’noss —explicó—. Son pocos, pero muy fieros. Dominan desde el camino de ahí abajo hasta los pasos de arriba. Este es su territorio.
Bransen llevó una mano a la empuñadura de la espada, movimiento que no le pasó desapercibido a Jameston. El explorador hizo un gesto negativo.
—Sería una tontería detenerse, pero nos dejarán pasar si seguimos andando. Se fían de mi respeto por ellos.
El grupo siguió adelante, en fila india, y los cinco que no conocían la región no paraban de mirar a derecha e izquierda, como si esperaran ver a un guerrero bárbaro con la cara pintada detrás de cada árbol, lanza en ristre.
—Tratad de no parecer tan aterrorizados —les advirtió Jameston—. Sólo conseguiréis poner nerviosos a nuestros anfitriones.
El resto del día transcurrió sin incidentes. Jameston los mantuvo en lo alto de la montaña esa noche, y el viento frío no dejó de aullar. Incluso cayeron algunos copos de nieve, pero Jameston Sequin conocía ese lugar tan bien como los alpinadoranos que lo consideraban su casa. Encendió un ardiente fuego y calentó piedras para que los cinco pudieran dormir confortablemente.
Bransen observó al hombre atentamente hasta bien entrada la noche y quedó maravillado por la absoluta serenidad que se reflejaba en el rostro de Jameston. Parecía totalmente en paz en ese lugar, como un hombre que hubiera dejado atrás hace tiempo los problemas triviales de los terratenientes e Iglesias enfrentados y las mezquindades de los humanos. Cuando Jameston se sentó sobre una piedra y se puso a mirar el cielo nocturno, Bransen tuvo la sensación de estar ante un hombre totalmente en paz, de un hombre que hubiera encontrado su lugar en el universo y que parecía realmente cómodo donde estaba. Se le ocurrió que había algo de Jhesta Tu en Jameston Sequin.
Una idea le cruzó por la cabeza. Durante un fugaz momento pensó en la posibilidad de que Jameston Sequin fuera su padre. ¿Sería posible que McKeege estuviera equivocado? ¿Qué Bran Dynard hubiera sobrevivido al viaje y hubiera utilizado la formación recibida en el Sendero de las Nubes para convertirse en esa leyenda de las tierras septentrionales?
Bransen desechó con un bufido semejante absurdo y se preguntó cómo diablos se le podía haber ocurrido algo así. Era una expresión de deseos. Él quería que Jameston Sequin fuera su padre. Quería que alguien fuera su padre, especialmente alguien a quien pudiera admirar. Bransen había tratado de pasar por alto la afirmación hecha por Dawson McKeege sobre el destino corrido por Bran Dynard que lo había herido en lo más hondo.
Jameston se acercó al fuego y removió las brasas. La luz anaranjada se reflejó en su rostro curtido, proyectando sombras sobre sus profundas arrugas y resaltando su grueso bigote.
Bransen vio experiencia en esa cara, y también competencia y sabiduría, y volvió a reconocer esa serenidad que ya había reconocido antes. Ese no era Bran Dynard, por mucho que Bransen hubiera deseado que sí lo fuera.
Iba a tener que conformarse con que fueran compañeros espirituales, si es que lo eran realmente.
En el curso de los días que siguieron, el sendero desapareció y ya no encontraron más aldeas desperdigadas. El talante de Jameston se volvió más adusto. Iba abriendo la marcha y los otros cinco empezaron a percibir la gravedad de la situación.
Tenían la sensación de que se estaban acercando, pero nadie le preguntaba abiertamente a Jameston al respecto. Se limitaban a seguir sus instrucciones, avanzando en línea recta hacia el norte, a unas decenas de metros de altura por las estribaciones de aquella cadena montañosa aparentemente interminable. Jameston tenía que darles las indicaciones por adelantado porque cada vez con más frecuencia estaba ausente, cumpliendo con su función de explorador para elegir el camino. Una de esas tardes, con Bransen a la cabeza de los cinco que avanzaban a través de un bosque de árboles de hoja perenne, su tranquila soledad fue quebrada por un repentino y agudo sonido. Bransen dio la orden de alto y se deslizó detrás de unos arbustos para estudiar los alrededores.
—El restallido de un látigo —susurró el padre Jond arrastrándose hasta él.
Bransen refrenó el impulso de decir que era lógico que un abellicano reconociera ese sonido, pero había llegado a simpatizar con Jond. De todos modos ¿qué se ganaba con crear tensión en el seno de un grupo tan unido?
Un movimiento le hizo volverla vista a la derecha, donde Vaughna estaba escondida detrás de un tocón. Ella lo miró y señaló hacia abajo y hacia la derecha. Siguiendo la dirección de su dedo, los dos percibieron un movimiento entre la maleza baja, aunque no podían distinguir nada definido.
—Quédate aquí —le susurró Bransen a Jond. Le hizo una seña a Vaughna y luego a Olconna y Crait, de que permanecieran en su sitio, los cuales también estaban escondidos entre unos arbustos, un poco más arriba de donde estaba la mujer.
Bransen buscó en su interior, recurrió a su formación Jhesta Tu. Exploró el paisaje desplegado ante sí, y se le aparecieron los senderos alternativos con la misma claridad que si los estuviera dibujando. Arrastrándose, dejó atrás el arbusto, se levantó y, agachado, corrió hasta un árbol que estaba a unos tres metros del hermano Jond. Se detuvo allí brevemente antes de salir otra vez a la carrera, esta vez hacia la izquierda, después se refugió otra vez tras un montón de piedras, antes de arrastrarse hasta un bosquecillo que había más abajo.
Los demás no tardaron en perderlo de vista mientras él se deslizaba de sombra en sombra, ya que allí abajo estaba más oscuro pues el sol empezaba a ocultarse detrás de las montañas.
Pasó un buen rato.
Un movimiento alertó a los cuatro del regreso de Bransen… o al menos eso pensaban, pues la forma que apareció entre los árboles corriendo agachada era la de Jameston, no la de Bransen. Se acercó a la pareja que estaba más arriba, y Jond y Vaughna se les unieron.
La mirada aguda de Jameston pasó revista rápidamente.
—¿Dónde está Bransen?
El hermano Jond señaló hacia el valle, en el este.
—Explorando —dijo.
Un gesto de preocupación apareció en la cara del cazador.
—¿Qué pasa? —preguntó Crait.
—Trolls —respondió Jameston—. Muchos, escoltando a una hilera de hombres y mujeres cautivos hacia el norte.
Cuatro pares de ojos preocupados se volvieron de inmediato hacia el este.
—¿Cuántos trolls? —preguntaron Vaughna y Olconna al mismo tiempo con tono de ansiedad.
Crait no pudo por menos que sonreír al oír el tono de Olconna. «Juega fuerte, pelea duro», pensó. Siempre había pensado eso de la Loca. Al parecer, ya se le estaba pegando algo a su joven compañero.
—Demasiados —explicó Jameston—. Una veintena por lo menos, aunque la fila es demasiado larga para hacer un recuento seguro. No me atreví a demorarme por el temor de que los cinco os pudierais prestar heroicamente a intervenir.
—¿Quieres decir que no deberíamos hacerlo? —protestó Vaughna—. Si hay hombres y mujeres ahí abajo…
—Vuelve el Salteador de Caminos —anunció Olconna. Se volvieron todos a una para ver a Bransen, que escogía cuidadosamente un sendero por la ladera. Apareció corriendo y frenó en medio del grupo.
—Trolls con prisioneros —anunció sin aliento.
—Eso nos han dicho —replicó Vaughna—. Demasiados trolls según Jameston. —Mientras hablaba miraba por el rabillo del ojo al explorador, como retándolo.
Pero Jameston no se tragó el anzuelo.
—Queréis llegar hasta el Anciano Badden y estamos sólo a un par de días de su palacio glacial. Si os enfrentáis a ese grupo corréis el riesgo de ser capturados o muertos. También de que alguno pueda escapar y prevenir de vuestra presencia a ese peligrosísimo samhaísta. No tendréis la menor oportunidad de salir victoriosos si Badden se entera de que vais hacia allí, por supuesto, e incluso muy pocas aunque no se entere. ¿En ese caso, cuántos trolls son demasiados?
—Un troll ya es demasiado —reconoció Crait con un gruñido, pero el gesto de impotencia que acompañó a sus palabras mostraba a las claras que no contaba con una respuesta para Jameston.
—¿Nos pides que, en aras del bien mayor, permitamos que esos prisioneros sean torturados y asesinados? —preguntó el hermano Jond.
—No os envidio la decisión —dijo Jameston, y mientras hablaba se volvió hacia Bransen, porque este estaba meneando la cabeza, y Jameston sabía muy bien a qué los conduciría esto.
El chasquido de un látigo cortó el aire.
—Si los atacamos rápidamente y con contundencia podríamos matarlos a todos o ponerlos en fuga muy pronto —propuso Bransen.
—Contamos con la ventaja de estar más altos que ellos —añadió Olconna.
—Pero si alguno se escapa… —advirtió Crait.
—Entonces pensaran que hemos venido desde el sur para rescatar a los cautivos —acabó Bransen—. ¿Y se atreverán a informar al Anciano del desastre? ¿Se atreverán a hacer frente a semejante fracaso?
—Es una posibilidad a nuestro favor —dijo Jameston.
—Entonces sólo tenéis que matar a tres o cuatro para cumplir con vuestra parte —intervino Vaughna. Apoyó sus dos hachas en los hombros—. No podemos dejar que sigan su camino.
—Debemos considerar el bien mayor —protestó el hermano Jond.
—Muy propio de un abellicano —replicó Vaughna con gesto despectivo.
El hermano Jond suspiró y esperó a que hablara Bransen.
—No podemos dejar que sigan su camino —coincidió Bransen—. No podría dormir bien, ni sobre el duro suelo ni en una cama blanda, hasta el fin de mis días.
—Eso es más que cierto —dijo Vaughna—. Estamos discutiendo como si tuviéramos otra posibilidad, y ninguno de nosotros piensa así.
Jameston entrecerró los ojos.
—No subestiméis a los trolls —les advirtió.
—Ya he matado a una docena de esos seres horribles —replicó Vaughna—. Incluso a más. Démosles su merecido.
Todos asintieron. Jameston se limitó a suspirar resignado y empezó a trazar un plan, pero Bransen le tomó la delantera, enviando al explorador hacia el norte para hacerse cargo de cualquier troll que intentara huir por allí.
Olconna y Crait se dirigieron más hacia el sur, mientras que Bransen, Vaughna y el hermano Jond bajaron por la ladera en línea recta. Bransen iba a la cabeza, dirigiendo los movimientos de los otros dos para que permanecieran ocultos, hasta que estuvieran justo por encima del sendero por el que se aproximaba rápidamente la fila de los monstruos y de los desdichados cautivos.
—No estarás demasiado agotado para pelear como es debido ¿verdad? —le susurró Crait a Olconna mientras ocupaban su posición.
Olconna lo miró con una curiosidad rayana en la incredulidad.
Crait lucía una sonrisa de oreja a oreja.
—Te dije que era un revolcón que valía la pena —susurró.
A Olconna se le puso la cara del mismo color que el pelo.
Ágil y veloz y sin hacer el menor ruido, Jameston avanzó sin hacerse notar hasta situarse tras un montón de piedras que había casi cuatro metros por encima del camino y un poco más adelante del troll que abría la marcha.
Hubo uno que le llamó la atención más que ningún otro, una bestia de aspecto desagradable que había perdido la mitad de su cara. Hacía restallar el látigo con facilidad y con una eficiencia resultante de la costumbre, y la forma en que los demás —no sólo los desdichados prisioneros sino también los otros trolls— se acobardaban ante él, le hizo pensar a Jameston que con toda probabilidad era el jefe del grupo.
Sacó su mejor flecha y la introdujo en el arco. Con el brazo firme tiró hacia atrás y lo tensó perfectamente. No quería disparar prematuramente para no estropear la sorpresa, pero en cuanto los trolls se dieran cuenta del ataque, esa bestia horrible moriría.
Jameston asintió para sí. Todavía no estaba muy de acuerdo con la decisión de trabar combate, pero no podía negar que iba a ser un buen entretenimiento.
«Treinta o más», susurró el hermano Jond deslizándose entre Bransen y Vaughna justo por encima del camino.
Nadie puso en duda su cálculo. Los trolls evolucionaban alrededor de la fila de doce prisioneros. Aunque esa estimación parecía ahora poco exacta.
—Desistamos —dijo en voz baja el hermano Jond sujetando a Bransen por el brazo.
Por un momento pareció que Bransen iba a coincidir con él, pero ¿cómo? A su derecha, Olconna y Crait ya estaban en su puesto, y demasiado lejos como para advertirles del cambio de planes. Y ahora la línea de trolls había avanzado y estaba justo debajo de ellos, a apenas doce pasos. No había la menor posibilidad de poder escabullirse colina arriba y pasar desapercibidos.
Bransen señaló hacia el final de la fila de los trolls, a un grupo de los brutos que estaba a unos dos tercios del final.
—Atacad especialmente a esos —susurró. Vaughna asintió, y hasta el hermano Jond— tuvo que reconocer que ya no tenían otra opción.
Se habían comprometido. Habían hecho su elección allá arriba, en la colina. Los trolls y los prisioneros pasaban por delante de ellos. Cogieron sus armas y afirmaron bien los pies. El primer golpe sería crucial.
Olconna y Crait ya habían supuesto que el número sería mayor y sabían lo que eso significaba. Se pusieron en cuclillas detrás de un arbusto, con la vista fija a su izquierda, el norte, esperando que el trío iniciase el asalto.
Al ver que se demoraba más de lo esperado, los dos se preguntaron si, al ver que eran más de los que habían esperado, habrían desistido, pero sólo lo pensaron un instante, porque cuando el grupo más numeroso de trolls, casi una docena, llegó a la posición donde estaban sus tres amigos, Bransen y Vaughna saltaron sobre ellos blandiendo un par de hachas y aquella prodigiosa espada.
—¡Córtales la retirada! —bramó Crait, haciendo realidad la conversación que antes habían mantenido y en la que habían decidido que lo más oportuno era atacar la retaguardia de la fila de los trolls y hacer avanzar a las criaturas en un montón confuso. El viejo y avezado guerrero se puso de pie e inició la carrera hacia abajo, pero se detuvo al ver que Olconna no avanzaba con él. Miró a su compañero y vio que Olconna tenía la vista fija más al sur.
—Por el trasero de Abelle —exclamó Crait cuando miró hacia allí y se dio cuenta de que ese grupo de trolls y prisioneros no era más que la avanzadilla, y que desde el sur se aproximaban muchos, muchísimos más trolls.
—¡Date prisa! ¡No tenemos elección! —gritó el viejo guerrero, y tiró del brazo de Olconna. Los dos se lanzaron a la carga sobre las sorprendidas criaturas de allá abajo.
Los primeros y frenéticos instantes del ataque transcurrieron tal como Bransen había esperado. Él y Vaughna abrieron una profunda brecha en las filas de los trolls, lanzando estocadas y dispersando al grupo. Cualquier posibilidad que tuviesen los trolls de organizar una defensa quedó desbaratada. Otro troll cayó bajo la cortante espada de Bransen.
Un aullido de dolor que llegó desde el norte les confirmó que Jameston no los iba a decepcionar, y por un momento los tres creyeron que lo mismo daba que fueran veinte o treinta o un centenar de trolls. ¡Iban a ganar esa batalla!
Sin embargo, el grito del hermano Jond, seguido por los de Olconna y Crait, los hizo volver a la realidad.
Bransen consiguió hacer un alto para mirar en esa dirección y el alma se le cayó a los pies. Olconna estaba en plena carrera hacia él, con expresión de absoluta desesperación. Detrás de él, a horcajadas sobre un troll muerto, Crait estaba de espaldas a Bransen, con los brazos en alto para protegerse de una lluvia de lanzas. Y más allá venían los trolls, muchos más, corriendo y aullando.
—¡Liberad a los prisioneros! —gritó Bransen—. ¡Dadles las armas de los trolls, cualquier cosa! —Dio un salto hacia los humanos que tenía mas próximos mientras gritaba, pero ellos lo rehuyeron. Vencidos por días, incluso semanas, de cautiverio y torturas, ni uno de ellos parecía en condiciones de combatir. Los más cercanos cayeron al suelo, encogiéndose y gimiendo al ver acercarse a Bransen.
Un par de trolls se lanzó contra él, pero Bransen, que en aquel momento estaba demasiado lleno de furia, hizo a un lado las lanzas de ambos con un solo movimiento descendente de su espada. Avanzó, clavó los dedos de su mano en la garganta del troll que tenía a su izquierda y descargó un mandoble cruzado que hizo girar como un trompo a la bestia que tenía a su derecha.
Miró hacia el sur. Crait estaba caído y se retorcía, pero parecía que iba a salir adelante. Olconna se sacudió de repente y se llevó la mano a la pantorrilla, donde tenía clavada una lanza. Se dejó caer sobre una rodilla. Otra lanza lo alcanzó en un lado del cuello y de la herida manó una fuente roja. Cayó de bruces al suelo, y se encogió, gimiendo de dolor.
Bransen corrió hacia donde estaban Vaughna y el hermano Jond, asediados por trolls por ambos lados. La esperanza renació en él al ver la maestría con que se desenvolvía la mujer y la fuerza de sus golpes. Detrás de ella, el hermano Jond alzó el puño y lanzó un rayo de luz azulada relampagueante, cortando el aire por encima de Crait y Olconna y parando en seco el avance de los trolls. Pero la multitud de trolls consiguió lanzar una andanada de piedras que cubrió el cielo. Vaughna gruñó y maldijo al ser alcanzada por más de una.
Bransen tuvo mejor suerte… al principio. Con sinuosos movimientos consiguió esquivar y lanzar con precisión estocadas que desviaron una roca, dos. Pero una tercera consiguió abrirse paso y fue hacia él, directo a su cabeza. Bransen la esquivó.
Casi.
Lo alcanzó en la frente y salió rebotada. Sólo un momento vaciló antes de gritar:
—¡Jameston, cúbrenos las espaldas!
Dicho esto, salió corriendo hacia adelante, colocándose a la derecha de Vaughna. Lanzó una serie de estocadas y mandobles que superaron al troll más cercano y siguió moviéndose, decidido a hacer retroceder a la multitud para proteger a sus compañeros caídos.
Otro rayo relampagueante pasó por encima de él y dio de lleno en los trolls que abrían la marcha, pero otra piedra buscó la cabeza de Bransen. Se hizo a un lado ágilmente y se irguió a continuación.
Se le cayeron el pañuelo y la piedra del alma.
Dio unos cuantos pasos más, llevado más por la inercia que por un pensamiento consciente, y al cabo dio un paso torpemente, torciéndose de mala manera el tobillo y la rodilla.
—¿Qué? —trató de gritar sorprendido, pero sólo pudo lanzar una especie de graznido.
Lo sabía. El Cigüeña lo sabía.
Bransen se tambaleó y vaciló. Los trolls se amontonaron a su alrededor y trató de alzar la espada para protegerse. Pensó en el Libro de Jhest, trató de recordar sus lecciones, trató de combatir la repentina desconexión entre mente y cuerpo. Fue demasiado repentino, demasiado inesperado.
Bransen empezó a manotear. Dejó caer la espada. Pero no se dio cuenta y siguió moviendo el brazo como si todavía la tuviera en la mano. Una piedra lo golpeó en pleno rostro. Los trolls que tenía más cerca, armados ambos con garrotes, corrieron a ponerse uno a cada lado y lo golpearon con fuerza, derribándolo al suelo. Sin embargo, uno salió despedido con un hacha clavada en la frente.
Vaughna y el hermano Jond acudieron a proteger a Bransen. Sin apenas frenar la marcha, Vaughna se agachó, recogió la espada y se lanzó contra los trolls con el hacha en una mano y la espada en la otra.
Mató a uno e hirió a otros dos.
—¡Red! —gritó el hermano Jond a voz en cuello, pero antes de que pudiera captar el significado de la palabra, Vaughna vio la trampa: una enorme red lanzada por un trío de trolls. Instintivamente trató de cortarla con la espada. La hermosa hoja de Bransen cortó una de las gruesas cuerdas, pero ya había más en el aire. Los trolls los asediaban por delante y por detrás.
De haber sido veinte, podrían haber ganado.
De haber sido treinta, podrían haber ganado.