VEINTE

La reunión

Acudían por medios de lo más diversos, o bien corriendo, con pasos mágicamente aligerados y alargados, o en forma de un veloz felino, o incluso, en el caso del más viejo y poderoso, en forma de aves que volaban aprovechando las corrientes ascendentes de las montañas. Acudían desde sus respectivas parroquias, desde sus Círculos, a la llamada de su líder.

Desde Devongel, el Anciano Badden observaba a cada uno mientras se acercaba, observaba su sintonía mágica con la tierra, que lo informaba cada vez que un hermano samhaísta entraba en su dominio. Su número llegó a veinte, a treinta y, finalmente, a treinta y dos, lo cual significaba que todos los samhaístas de Vanguard, menos uno, habían sobrevivido a los últimos meses de guerra. Ese sacerdote muerto había perecido gloriosamente en la primera batalla del Monasterio de Pellinor.

El Anciano Badden estaba satisfecho.

Cuando estuvieron todos juntos, los llevó a hacer un recorrido del grandioso —aún más que antes— palacio de hielo que había construido. Incluso los llevó a su sala de poder, situada en la cima de la torre más alta, donde había un pozo que atravesaba el suelo del castillo y el glaciar, penetrando profundamente en la energía de las fuentes termales que había mucho más abajo.

—Dejaos invadir por ella —les dijo, y así lo hicieron, llegando muchos al borde del desvanecimiento en la orgía de poder telúrico que sintieron.

El Anciano Badden abrió el desfile, que, saliendo de Devongel, tenía como punto final el Glaciar Cold’rin. Les mostró los trabajos en la sima, donde el dios gusano continuaba su obra destructiva, donde la sangre esparcida de los trolls impedía que la grieta se cerrara naturalmente. Incluso sacrificó a un par de prisioneros para que sus hermanos pudieran oír el festín del gusano.

Por sus sonrisas Badden supo que había sido una buena idea llamarlos. La moral así lo exigía. ¿Qué podía haber más placentero para los hermanos samhaístas que la fuerza de Devongel y el poder temible de D’no?

—Gwydre recibe refuerzos desde el sur —dijo uno de los samhaístas más jóvenes, cuyo dominio estaba próximo al golfo de Corona, cuando el grupo se reunió al norte de la Grieta—. Nada sustancial por el momento, pero…

—Y no llegará a nada sustancial —insistió otro—. He estado en el sur, en Honce propiamente dicho. De hecho, la lucha es más encarnizada que nunca. Había creído que Delaval estaba sacando ventaja, pero Ethelbert cuenta con legiones de bárbaros de Behr. Han abierto una senda a través de las estribaciones septentrionales de las Montañas de Cinturón y Hebilla, llegando hasta tan cerca del trono de Delaval que este se vio obligado a hacer volver a la mayor parte de sus fuerzas del frente, que estaban cercando la ciudad de Ethelbert dos Entel.

—Eso es un mal presagio —intervino otro—. Delaval no será expulsado de su ciudad. Al final saldrá triunfante, pero ese final parece muy distante.

—¿Y por qué piensas que eso es malo? —preguntó el Anciano Badden.

—Prolonga la guerra.

—¿Y…? —insistió Badden.

—El dolor de la guerra no es innecesario —recordó otro samhaísta—. Todos mueren. Que alguien vea acortada su vida no tiene por qué preocuparnos.

—Tómatelo con calma, amigo —dijo Badden volviéndose de nuevo a mirar al otro—. ¿Y…? —repitió.

—Sólo temo que los seguidores de Abelle se fortalezcan con cada año de guerra —admitió el joven—. Sus gemas son muy codiciadas por los terratenientes, por todos ellos, y con cada hombre que curan se ganan más el corazón de la gente.

Un par de los otros dieron un respingo al ver que el joven hablaba tan osadamente al Anciano Badden, pero quedaron sorprendidos porque a Badden pareció no importarle y no se mostró nada enfadado.

—Tú hablas pensando en años, joven —dijo, y con mucha más suavidad de la que todos hubieran esperado—. Piensa en las décadas que tenemos por delante. En los siglos. No temas a los seguidores de Abelle.

»Al final saldremos vencedores porque nos asiste la razón. Saldremos vencedores porque el orden de la sociedad depende de nosotros. No puede haber una victoria duradera para los seguidores de ese necio de Abelle, porque todo lo que avanzan significa un retroceso en el orden. Son mansos, no inspiran temor a la gente. Cuando no hay miedo, sobreviene la anarquía. La historia nos muestra eso una y otra vez. Cuando la gente empieza a perder el miedo a la severidad de la justicia honesta, empieza a relajarse la moral. Todas las mujeres son unas furcias; todos los hombres, unos fornicadores y adúlteros. Las promesas del paraíso eterno no disuadirán a las mujeres de convertir a sus maridos en cornudos. La idea de un dios misericordioso invita al pecado y, en última instancia, a la anarquía.

»Los monjes de Abelle tendrán su momento en Honce —dijo solemnemente el Anciano Badden, y casi todos los presentes dieron un respingo ante la admisión de lo que temían—. Ganarán, hermanos míos, pero sólo hasta que las bases de la sociedad de Honce se resquebrajen. Será necesario que pase una generación, tal vez unas cuantas, pero los cornudos y demás víctimas clamarán por nosotros. No lo dudéis. Dejad que la furia combativa se desate al sur del golfo de Honce. Lo que vosotros percibís como una victoria para los monjes es también la distracción que impedirá a Gwydre obtener la ayuda de los terratenientes. Dejadles Honce a ellos mientras nosotros nos hacemos fuertes para siempre en Vanguard. Siempre estaremos preparados, podéis estar seguros, para responder a las llamadas de las víctimas de un dios clemente y de las falsas promesas de la dulce eternidad.

»Porque, hermanos míos, al final es el orden el que mantiene unida a la civilización. Y porque, hermanos míos, ese orden requiere severidad.

Así terminó Badden.

Los Ancianos lanzaron una ovación, una sincera y sentida ovación. Badden supo que una vez más había reafirmado su posición dentro de su orden. Él era el Anciano, y nadie le disputaría ese honor.

—Id —les dijo—. Volved a vuestros Círculos y observad. Los trolls y goblins que asolan la tierra lo hacen porque la gente de Vanguard nos niega. Cuando, en cualquiera de vuestros Círculos, dejen de negarnos, cuando nieguen a Gwydre y a su amante, redirigiremos nuestro ataque hacia otro Círculo.

A su alrededor, todos los samhaístas empezaron a hacer reverencias repetidamente.

—No podemos decirle al común de la gente la verdad sobre los monjes y su falsa clemencia porque son demasiado necios para reconocer la verdad más alta —dijo Badden—, que la justicia severa para el criminal es la clemencia para el hombre bueno. Nosotros somos los clementes. Ellos, los seguidores del insensato Abelle, sólo propician el caos y la ruina.

Devolvió la reverencia a sus secuaces y luego atravesó sus filas para volver a su casa. Tras él, muchos salieron corriendo sobre piernas mágicas, algunos quebraron y desencajaron sus huesos para convertirse en animales veloces, y los más grandes se convirtieron en aves y salieron volando.