Alimentar bien al dios
El samhaísta Dantanna atravesó agachado la zona de liquen blanco que le llegaba hasta la rodilla. La planta podía triturarse y convertirse en un potente ungüento o en una deliciosa infusión, pero Dantanna buscaba otra cosa aún más valiosa: bulbos de dauba. Estos sólo crecían entre el liquen y nunca de forma muy abundante. Un solo bulbo hacía que la búsqueda de un día valiera la pena, ya que con él los samhaístas podían preparar una infusión capaz de hacer desaparecer todos los dolores de las articulaciones durante una semana o más.
A Dantanna no le gustaba esa tierra, Alpinador, y prefería con mucho el clima más benigno de Vanguard, al sur de las montañas.
Sin embargo, no le correspondía a él hacer objeciones, al menos abiertamente.
Tenía que repetirse esto una y otra vez, porque en el mundo había multitud de cosas en evolución que Dantanna, todavía joven e insaciable, realmente quería cuestionar. Se agachó y apartó el liquen mientras apuraba el paso. Sabía que tenía que haber dauba en esa mata particularmente densa de liquen blanco… tenía que haberlo.
—Eso es el cordón de un zapato, no una vid, muchacho —dijo una voz áspera, y sólo entonces se dio cuenta Dantanna de que no estaba solo en aquel campo, aunque no podía imaginar cómo podría haber llegado alguien allí sin llamar su atención.
Hasta que alzó la vista y vio el rostro curtido, el grueso bigote y el gorro puntiagudo y con plumas. Entonces lo supo. El hombre que tenía ante sí podría haber tenido entre cuarenta y setenta años. Tenía esas facciones intemporales que transmiten la fuerza y la sabiduría de la experiencia.
—Maestro Sequin —tartamudeó retrocediendo unos pasos. El viejo explorador, por toda respuesta, miró al samhaísta sin pestañear ni titubear—. No sabía que estabas en esta zona —dijo Dantanna.
—Te gusta decir obviedades ¿verdad?
Dantanna asintió torpemente.
—Soy el samhaísta Dantanna… Nos conocimos en Vanguard, cerca de donde los Abelli…
—El Monasterio Pellinor —dijo el curtido Jameston Sequin. Dantanna asintió, tratando de no mostrarse demasiado satisfecho al ver que el gran hombre lo recordaba.
»Jamás olvido una cara —prosiguió Jameston—, ni el nombre de un hombre al que considero digno de recordar.
Dantanna se creció aún más.
—¿Cómo dijiste que te llamabas?
Al samhaísta se le cayó el alma a los pies.
—Dantanna —respondió.
—¿Viajas con el viejo Badden?
—El Anciano Badden —lo corrigió con vigor Dantanna.
—Estás lejos de casa, muchacho.
Dantanna no sabía cómo debía tomarse aquello.
—Es que con la guerra…
—La que inició el Anciano Badden.
—¡No es cierto! —protestó Dantanna con una contundencia que lo sorprendió dada su ambivalencia, a menudo disgusto, respecto de la lucha de Vanguard—. Fue la dama Gwydre quien lo empezó todo. Escogió y lo hizo mal.
—¿Porque se enamoró de un hombre?
—¡Porque se enamoró de un monje abellicano!
Jameston Sequin rio entre dientes y meneó la cabeza.
—¿Esa ofensa justifica todo esto? —preguntó.
Dantanna dudó entre negar o asentir, y no dio ninguna respuesta verbal. Sabía que, de hacerlo, el tono de su voz no transmitiría una impresión de confianza.
—Bueno, cada uno elige las batallas en las que combate —dijo Jameston—. Yo permitirá que la gente de Vanguard elija qué religión, si la samhaísta o la abellicana, responde mejor a sus necesidades.
—¿Y cual es mejor para Jameston? —preguntó Dantanna, creyéndose muy listo hasta que Jameston se burló de él con una sonora carcajada.
El viejo explorador extendió el brazo frente a él, sosteniendo un saco y, sin dejar de mirar a Dantanna con esa mirada paralizante, lo vació frente a él. Más de una docena de puntiagudas orejas de troll cayeron al suelo delante de los pies de Dantanna.
—A ellos les corresponde elegir —dijo Jameston.
—Igual que a vos —replicó Dantanna sin dejar de mirar el montón de orejas… orejas de criaturas que el Anciano Badden había reclutado para su lucha.
—Si debo elegir entre un hombre y un troll, no es nada difícil, muchacho —dijo Jameston—. Dije que no me importaba mucho, y así es, pero dile a tu Anciano Badden que no estoy dispuesto a permitir que trolls del hielo asesinen a familias en nombre de Samhan ni de ningún otro.
—Nuestra lucha no es…
—… de mi incumbencia —Jameston terminó la frase por él—, ni de mi interés, pero cuando veo a un troll, mato a un troll y no le pregunto para quién trabaja. —Dio un bufido de desprecio y se dispuso a marcharse.
—Maestro Sequin —lo llamó Dantanna—. ¿Recordarás mi nombre si volvemos a encontrarnos?
Jameston no se detuvo ni volvió la vista.
—Ya lo he olvidado.
Desde un punto elevado al borde mismo del gran glaciar Cold’rin, el Anciano Badden tendió la vista, abarcando una gran extensión de terreno meridional. Con su mirada mental dejó atrás la helada tundra de Alpinador y llegó a los espesos bosques de Vanguard. Tuvo una visión de las batallas que allí se libraban, hombres de Honce contra los goblins, hombres de Honce contra los trolls del hielo, hombre de Honce contra los robustos bárbaros alpinadoranos.
Su ejército batallaba contra los hombres de Honce, castigándolos por su creciente aceptación de los herejes del beato Abelle.
Una ancha sonrisa se dibujó en el rostro del Anciano Badden, y sus dientes extrañamente blancos (para su edad) se destacaron en medio de la negra espesura de su bigote y su barba trenzada con cintas negras y rojas, y untada con estiércol. Ya les enseñaría él.
Habían llegado noticias de que el Monasterio Pellinor había caído, saqueado tanto por hombres furiosos de Honce como por las hordas del Anciano Badden. Los pocos monjes supervivientes fueron después arrastrados hacia el norte, hasta ese lugar, para ser sacrificados al Anciano D’no, el dios gusano de las tierras heladas.
El Anciano Badden bajó la vista hacia las nubes de vapor que había en la base del acantilado del glaciar, donde el hielo se encontraba con las aguas calientes del lago Mithranidoon. Le pareció que las nieblas se espesaban. ¿Tal vez una señal de que D’no estaba contento por la noticia? ¿O acaso era su imaginación, su emoción por alimentar tan bien al dios?
El Anciano Badden visualizó las aguas calientes debajo de esa nube, el Lago Sagrado de Mithranidoon, la Grieta de Samhain, el regalo de los Ancianos a sus hijos como recompensa por los enormes esfuerzos que habían hecho.
Una sacudida particularmente intensa hizo que el viejo samhaísta se volviera para mirar la grieta que había unos quince metros al norte de donde él estaba. Un par de gigantes, de más de cuatro metros de alto y de hombros tan anchos como la envergadura de una águila, levantaban al aire pesadas mazas, golpeando con ellas al mismo tiempo el extremo aplanado de un tronco, una cuña que introducían más a fondo en el glaciar a cada golpe. En cuanto la hubieran introducido lo suficiente, el Anciano Badden bendeciría el madero y prepararía su extremo con conjuros y con fuego para poder colocar encima otro y seguir penetrando en el glaciar.
Hacia la derecha de los gigantes, donde la grieta era mucho más ancha y profunda, había varios trolls del hielo colgados por los tobillos, suspendidos por debajo de vigas transversales mediante delgadas cuerdas. Llevaban pesos atados a los brazos, lo cual los obligaba a estar totalmente extendidos, y en sus muñecas se habían practicado cortes expertos, con lo cual su sangre manaba hacia el fondo del abismo y se transformaba en una neblina tenue y rojiza dentro de la ventosa garganta. La sangre de troll no se congela, y al recubrir el interior de la grieta evitaría que el agua del deshielo mitigara el daño producido a la pared del glaciar. A estas alturas un troll, o al menos uno, estaba muerto y desangrado. El Anciano Badden lo notó, pero no se preocupó pues esas miserables bestezuelas abundaban tanto como las liebres en el verano de Vanguard.
Desplazó la vista hacia la derecha, hasta el complejo puente de hielo que había construido por medios mágicos. Cubría la parte más ancha de la grieta, con espacio suficiente a ambos lados, de modo que seguiría permitiendo el cruce incluso cuando la grieta tuviera el ancho previsto. El Anciano Badden no pudo evitar sonreír al mirar todavía más hacia la derecha, hacia las montañas que limitaban el glaciar al este, porque contra esa piedra oscura se asentaba su obra más grandiosa, su hogar, Devongel, un castillo de hielo cristalino, de elegantes torres en espiral y gruesos muros, de laberintos defensivos y desconcertantes que aunaban practicidad y belleza.
La sonrisa desapareció cuando volvió a mirar hacia la izquierda, a donde trabajaban los gigantes, y observó la presencia de una figura más pequeña vestida con los legendarios ropajes verde claro de un samhaísta, aunque en absoluto tan elaborados como su propia túnica, decorada con garras y dientes de diversos carnívoros, y con diseños de hojas tejidos con hilos verdes y amarillos de tal modo que daban la impresión de que el samhaísta podría introducirse en una mata de arbustos y desaparecer sin más. En torno a la cintura, el Anciano Badden llevaba un grueso fajín rojo, cuyos extremos deshilachados casi tocaban el suelo. Sólo un samhaísta, el propio Anciano, podía llevar ese sagrado cinturón. Y puso la mano sobre el nudo al ver acercarse al siempre molesto sacerdote Dantanna, para recordarle ese honor.
Con expresión de amargura, Dantanna describió un amplio círculo para pasar por donde estaban los gigantes y de un salto salvó la grieta que a tres metros de la cuña no era más que hendedura, y se acercó al Anciano Badden con paso decidido.
Hizo varias reverencias al cubrir la docena de Zancadas que lo separaban de su maestro, aunque no tan rápidas como le habría gustado a Badden.
—¿Te has enterado de lo del Monasterio Pellinor? —dijo el Anciano Badden.
—Ha sido incendiado y dispersadas sus piedras —replicó Dantanna espaciando las palabras como si le doliera pronunciarlas.
—Otra victoria sobre los herejes abellicanos. ¿No te complace eso?
—Muchos hombres y mujeres que no eran abellicanos resultaron muertos en la lucha.
El Anciano Badden se encogió de hombros como si careciera de importancia, lo cual, dentro de los grandes designios de Samhain, era indudable.
—Asesinados por goblins y trolls y por mercenarios bárbaros —añadió Dantanna.
Otro encogimiento de hombros.
—Así son las cosas.
—¡Porque así eliges que sean! En una época batallamos junto a los hombres Honce de Vanguard contra el mismo ejército que ahora lanzamos contra ellos.
—En una época no muy lejana sabían cuál era su sitio —dijo el Anciano Badden.
Dantanna hizo una mueca y se calló. Las implicaciones quedaron flotando en el aire. La guerra se extendía por el sur del golfo de Corona, terrateniente contra terrateniente. Ethelbert de Entel luchaba por prevalecer sobre el gran Delaval. En esos enfrentamientos, el verdadero ganador no parecía ser ninguno de los terratenientes, sino más bien la Iglesia abellicana, ya que los monjes, con sus gemas mágicas, capaces tanto de sanar como destruir, se habían ganado el favor de todos los terratenientes. Aunque los samhaístas tenían una magia propia, no podían igualar a los abellicanos en la cantidad de trucos a su alcance.
—Tienen sus ojos puestos en el sur —se atrevió a decir Dantanna después de unos momentos de incómodo silencio—. Los hombres de Vanguard ven cómo cambian las tornas entre sus hermanos de Honce.
—Una marea que se aparta de nosotros y de los Ancianos —dijo Badden—. Es algo temporal, tienes que entenderlo.
Dantanna no respondió, pero tampoco dio muestras de cambiar de opinión.
—Los monjes abellicanos deslumbran con sus chucherías —explicó el Anciano Badden—, y confortan e incluso dan ventaja en la batalla, pero tienen escaso discernimiento de los preparativos adecuados para lo más trascendental. La muerte es inevitable, tanto la de los terratenientes como la de los campesinos. ¿Qué respuestas podrían ofrecer esos tontos muchachos que siguen la memoria distorsionada de ese idiota de Abelle a los guerreros heridos mortalmente?
—Son menos los que resultan mortalmente heridos por obra suya.
—¿Alivio temporal? Todos tenemos que morir.
Dantanna negó con la cabeza.
—Entonces tal vez nos toque desempeñar un papel complementario junto a los monjes —dijo, o más bien empezó a decir, porque su voz se desvaneció y sus ojos se abrieron con expresión de terror cuando el Anciano Badden lo miró con los ojos más aterradores que hubiera visto jamás, una máscara de peligro y muerte, y el gran samhaísta dio la impresión de aumentar de tamaño y cernirse por encima de Dantanna, burlándose de él en su impotencia.
Sin embargo, pronto recuperó el tamaño habitual y volvió a lucir una sonrisa en los labios, aunque su aspecto seguía siendo igualmente peligroso.
—Eso te gustaría ¿verdad? —preguntó.
Dantanna ladeó un poco la cabeza, pues no entendía.
—Que buscáramos un lugar al lado de los abellicanos —le aclaró Badden.
Dantanna empezó a negar con la cabeza y empezó a mirar para todos lados como buscando una vía de escape.
—¿Cuánto tiempo creías que podrías ocultar tu alianza con la dama Gwydre? —le preguntó el Anciano Badden de sopetón.
—No sé de qué me hablas.
—No me tomes por tonto —le advirtió el Anciano—. Tú aconsejaste a Gwydre antes de que se asociara con los abellicanos.
—Anciano, los abellicanos llevan años en la ciudad de Vanguard, desde antes de que yo conociera a lady Gwydre. De hecho, estaban al lado del laird Gendron antes de su muerte, cuando Gwydre era todavía una niña.
—Y a pesar de todas sus baratijas mágicas no permitieron su inoportuna muerte ¿no es verdad?
El Anciano Badden rio por lo bajo. Dantanna hizo una mueca porque se rumoreaba que los samhaístas habían tenido algo que ver en el «accidente» que le había arrebatado al pueblo de Vanguard a su amado laird Gendron.
—Y fue así como llegó al poder Gwydre en la ciudad de Vanguard, una joven impresionable.
—No es así —interrumpió Dantanna, y el gesto irónico de Badden lo volvió a poner en guardia.
—Y cuando tu maestro murió, tú pasaste a aconsejar a Gwydre —continuó el Anciano Badden—. Sabías muy bien cuál era tu deber: mantener a Gwydre fuera de la influencia de los abellicanos. Si lo prefieres, puedes evaluarlo tú, Dantanna. ¿Triunfaste o fracasaste?
Dantanna empezó a negar con la cabeza.
—No fue tan sencillo.
—¿Tratas de encubrir una admisión de fracaso?
—No, Anciano. La dama Gwydre ha procurado siempre un equilibrio. Me cuenta entre sus consejeros de confianza, del mismo modo que cuenta a…
—¿A los monjes del Monasterio Pellinor?
—Sí, pero…
—Uno de ellos en particular —dijo el Anciano Badden.
Dantanna tragó saliva, incapaz de negar lo evidente. La dama Gwydre se había enamorado de un monje abellicano, y la Iglesia de Abelle no había hecho nada para desalentar la unión, evidentemente por razones de conveniencia política. El Monasterio Pellinor estaba a las afueras de la ciudad de Vanguard, la ciudad más importante con mucho al norte del golfo de Corona. La dama Gwydre comandaba el ejército de toda la provincia de Honce, al norte del golfo de Corona, la región conocida como Vanguard. A medida que fue intensificándose su relación con su amante monje, había aumentado el poder de los abellicanos en la ciudad de Vanguard y por todo el territorio. Dantanna no había sido capaz de oponerse a ese movimiento y había llegado a creer que la única manera en que los samhaístas podían conservar algo de influencia sobre la empecinada dama de Vanguard era adoptar una actitud conciliadora.
Había improvisado. Había tomado la iniciativa. Había jugado pensando que estaba propiciando un papel adecuado para su Iglesia, hasta que las hordas habían bajado sobre Vanguard desde el norte por indicación del Anciano Badden.
—Llevas la respuesta estampada en el rostro, necio Dantanna. Es cierto, pues.
—La dama Gwydre se acuesta con un monje, sí —admitió Dantanna.
—Y tú permitiste que sucediera.
Dantanna sopesó las palabras que habían sido pronunciadas como una acusación.
—¿Permitir?
—Sí, lo permitiste. Viste que la relación se iba forjando desde hace años y no hiciste nada por impedirla.
—El amor sigue su curso, Anciano. Traté de disuadir a Gwydre. De verdad que lo hice, pero su decisión era inamovible, y…
—Y tú no mataste a este monje.
Eso dejó a Dantanna sin aliento.
—¿Y se te escapa la importancia de esto? —preguntó Badden.
—No, Anciano. No.
—¿Entonces por qué no reconociste tu deber y lo cumpliste hace tiempo? Han pasado muchos meses desde que comenzó esa relación sacrílega y, sin embargo, este abellicano sigue ganando influencia.
—¿Me pides que mate a un hombre?
—¿No estabas tan ducho en la magia del veneno? ¿Crees que esos conocimientos eran sólo un ejercicio teórico?
Dantanna meneó la cabeza impotente, sin poder creérselo.
—¿Acaso no tienes el poder de matar a un monje joven?
—No soy un asesino —susurró el joven samhaísta.
—Asesino, ¡bah! —dijo Badden con un bufido y haciendo con la mano un gesto desdeñoso se dirigió al borde del glaciar. Miró hacia el fondo del abismo y la niebla que despedía el lago—. Una fea palabra para una noble tarea. ¿Cuántas vidas habría salvado Dantanna si hubiera reunido el coraje para hacer lo que era su deber? Toda esta guerra podría haberse evitado, o reducido al mínimo si la dama Gwydre no hubiera sido seducida por un hereje abellicano. ¡Necio!
—La guerra era sólo una opción —se atrevió a decir Dantanna.
El Anciano Badden se volvió furioso hacia él.
—¿Una opción? —rugió—. ¿Entregarías las almas de miles de hombres de Vanguard a los herejes abellicanos?
—Tenemos nuestro sitio…
—Cállate —dijo el Anciano Badden, y se volvió a mirar hacia el sur—. Has fracasado en la única tarea que importaba algo, en la única acción que podría haber evitado años de guerra y de carnicería. La miseria, la muerte, los ríos de sangre son todos culpa tuya porque no tuviste el valor de asestar un único golpe.
—No es posible que creas eso —dijo Dantanna con voz entrecortada.
—No, supongo que debería darte las gracias —prosiguió Badden, como si no hubiera oído el comentario—. A los Ancianos les plugo llenar mi estanque de adivinación con imágenes de la batalla del Monasterio Pellinor. Y con sus gritos y alaridos. Fue realmente glorioso.
—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó Dantanna en un susurro, a pesar de sus temores.
—¡Oír a hombres sollozar como niños! —El Anciano Badden rio disimuladamente—. ¡Oír los gritos de las mujeres que sabían que estaban condenadas por su herejía, que sabían que sus hijos serían despedazados como castigo! ¡Oh, la belleza de la justicia!
»¿Y sabes cuál es la mayor de todas las victorias? —preguntó el Anciano Badden, girando sobre sus talones y mirando con ojos enloquecidos al estupefacto sacerdote samhaísta que se limitaba a negar con la cabeza, como si todo aquello lo tuviera paralizado.
»¡Los cautivos! —explicó—. Pilas de cautivos, tal vez cientos de ellos, atados los unos a los otros y marchando hacia este lugar.
Dantanna se volvió para mirar a los gigantes, que seguían golpeando la cuña. Contempló a los trolls del hielo colgados, cuya sangre seguía manando e impidiendo que se congelara el glaciar. Otra plataforma había sido construida cerca de ellos, esta con una grúa y una larguísima cuerda que serviría para depositar los sacrificios previstos dentro de la grieta, donde aguardaba el gusano blanco. Cuando Dantanna se volvió hacia el Anciano Badden, la sonrisa de satisfacción del hombre le resultó muy reveladora.
—Van a alimentar a D’no, y su frenesí y su calor van a facilitar la Escisión —confirmó Badden, usando el término santificador que había acuñado para su obra en el borde del glaciar—. Mientras D’no excava y derrite aún más el hielo, seguiremos alimentandolo. Lo volveremos más fuerte y más rápido para que pueda sumarse a nuestros esfuerzos con la magia de la tierra de los Ancianos. —Hizo un alto y contempló al joven samhaísta con un gesto de asentimiento que parecía casi de aprobación—. Dejaré que tú ofrezcas a muchos de ellos —dijo, y se volvió para mirar a la distancia, sobre todo para ocultar la sonrisa que le provocaba la expresión horrorizada de Dantanna.
—¿Ofrecerlos? —tartamudeó Dantanna—. ¿Serás capaz de asesinarlos para alimentar tu ambición?
—Asesinar —dijo Badden con una risa desdeñosa—. Una palabra que usas con gran facilidad. Sus vidas están perdidas por sus propias acciones. Se aliaron con herejes, y nosotros (tú mismo) les impondremos el castigo adecuado. Tal vez si te enseño a usar mejor ese cuchillo que te dieron serás menos proclive a fallarnos en el futuro cuando se te conmine a usarlo adecuadamente en nombre de lo más sagrado.
Mientras hablaba, el Anciano Badden invocó su magia para agudizar sus sentidos y oyó claramente cómo se aproximaba Dantanna. Por eso no se sorprendió cuando el hombre, de pie detrás de él, dio un grito y lo empujó con fuerza. Badden tampoco ofreció resistencia. Levantó sus brazos en actitud triunfal y cayó del borde del glaciar, desplomándose hacia la niebla de allá abajo.
Dantanna dio un respingo e incluso emitió un gemido contrito cuando el maestro supremo, el Anciano de la religión samhaísta, cayó hacia una muerte segura.
El Anciano Badden lo oyó y su sonrisa se ensanchó, sabiendo que había empujado a aquel joven necio a la desesperación más abyecta. Cerró los ojos y sintió los golpes del viento sobre su forma, que se despeñaba. Sus ropajes flamearon y se sacudieron. Aprovechó esa sensación de libertad de los límites mortales para penetrar más en su magia.
Allá arriba, Dantanna sollozaba, con la cabeza entre las manos, y por eso no vio inmediatamente la transformación, cuando el Anciano Badden asumió la forma más antigua de todas. Los brazos se le transformaron en alas coriáceas, sus ojos se volvieron amarillos con una línea negra en el centro, y su cara se alargó formando un hocico lleno de colmillos mientras unos cuernos como lanzas brotaban en la parte superior de su cabeza.
Su chillido, el lamento de un dragón, sobresaltó al compungido samhaísta y a los gigantes y demás trabajadores que había detrás de él. Incluso uno de los trolls del hielo suspendidos, al borde de la muerte, alzó la vista horrorizado. Dantanna respiró hondo cuando al mirar hacia las profundidades vio a un dragón surgiendo de entre la niebla y elevándose de repente, aprovechando las corrientes ascendentes de las aguas calientes del místico Mithranidoon.
Dantanna se puso de pie tambaleándose y tropezó tratando de huir. Volvió a ponerse de pie pero resbaló cuando oyó el chillido agudo del dragón. Los segundos le parecieron minutos y cada paso era un esfuerzo supremo que lo dejaba otra vez postrado en el hielo, de donde intentaba levantarse una vez más.
Dantanna sintió un golpe atronador contra su espalda. No salió despedido hacia adelante como seguramente hubiera sucedido de no haberlo aferrado una gran garra. Manoteando y gritando fue llevado por los aires cinco metros o más.
Por fin cayó, golpeándose fuertemente contra el hielo.
Otra vez lo asieron las garras del dragón. Otra vez el Anciano Badden lo alzó por los aires. Y otra vez lo dejó caer, aunque esta vez desde mayor altura.
Dantanna gritó de dolor cuando se golpeó contra el suelo y oyó el crujir de los ligamentos y de los huesos al romperse. Trató de doblarse para agarrarse la herida, pero el dragón lo volvió a alzar y lo llevó aún más alto.
Cuando cayó, el impacto fue aplastante y se quedó sin aliento. Quiso arrastrarse, pero tenía los huesos destrozados y su escasa conciencia no le permitía coordinar sus movimientos. Lo único que hacía era manotear sin ton ni son. En el fondo de sus fugaces pensamientos esperaba ser alzado otra vez por los aires, pero no sucedió y se instaló en los recovecos profundos, fríos y sombríos de la oscuridad.
Algún tiempo después lo despertaron los dolores punzantes y terribles de sus miembros destrozados. Estaba colgado por los tobillos de la misma cuerda que había visto en la nueva plataforma suspendida sobre el abismo. Tenía las manos atadas a la espalda.
—Fallaste —le pareció oír a lo lejos, aunque, cuando consiguió volverla cabeza, vio al Anciano de pie al borde de la plataforma, a menos de un metro y por encima de él. A los pies del hombre había un saco y las orejas de troll que contenía estaban esparcidas—. Es una pena. Había pensado en educarte. Había pensado en fortalecer tu resolución y tu entendimiento.
Mientras hablaba, el Anciano alzó el brazo y señaló hacia atrás.
A Dantanna se le desorbitaron los ojos y empezó a manotear. El Anciano Badden observó con pasividad cómo Dantanna era bajado lentamente al abismo mientras farfullaba ruegos desesperados. Ya ni siquiera sentía el dolor atroz de sus piernas destrozadas. Todo eso había quedado aislado por el muro del terror. A voz en cuello proclamaba su arrepentimiento, pero el viejo y malvado samhaísta había empezado a cantar una antigua canción de alabanza al gran D’no, el dios gusano blanco.
Dantanna trataba de aquietar sus pensamientos. Dobló un poco la cintura para echar una mirada a la cuerda atada a su tobillo y observó que era la misma que le sujetaba las manos. Gruñó y trató de curvarse hacia arriba para acercarse a la cuerda. ¡Quería liberarse para caer de golpe y matarse en seguida!
¡Era preferible!
Pero su ejecutor no era ningún novato, y el joven sacerdote no tenía forma de acercarse a la cuerda ni la menor esperanza de soltarse las manos.
Con la escasa luz que quedaba pudo ver la multitud de túneles que había a ambos lados de la sima. Allí abajo el hielo estaba húmedo, ya que los trozos fundidos por D’no, mezclados con la neblina de sangre de troll del hielo no podía recongelarse del todo. La red de túneles. La madriguera de D’no.
De algún lugar en las profundidades del hielo del lado norte de la sima llegaba un ruido sordo y gutural, el gruñido de una bestia monstruosa.
Los pies de Dantanna tocaron el hielo húmedo, y sintió que lo recorría un hilillo de agua. Entonces empezó a sacudirse con más fuerza, moviendo las manos de un lado a otro. Por fin consiguió soltar una y la otra se zafó del nudo. Tras una voltereta consiguió quedar sentado. Otra vez sintió que lo invadía el dolor de las piernas.
—¡Arrástrate! ¡Arrástrate! —se dijo con voz entrecortada mientras trataba desesperadamente de quitarse las ataduras de los tobillos. Tenía las manos frías y entumecidas, y no podía asir debidamente la cuerda. Maldijo y se esforzó todavía más. Oyó un gruñido atronador a sus espaldas.
El corazón amenazaba con salírsele del pecho. El gruñido se convirtió en un silbido. Podía sentir el intenso calor de D’no. Se volvió para enfrentarse a su destino en el preciso momento en que el gigante se lanzaba sobre él.
Desde la plataforma suspendida sobre la sima, el Anciano Badden no pudo ver nada del festín, pero oyó los gritos. Los horrorizados y deliciosos gritos.
La cuerda se tensó y sacudió un par de veces.
Los gritos cesaron.
El Anciano Badden hizo una señal y los trolls que manejaban la manivela empezaron a girarla con furia, trabajando con el frenesí de quienes sabían que podrían ser las siguientes en colgar de la cuerda si no satisfacían a su poderoso señor.
El Anciano Badden rio entre dientes cuando llegó el extremo de la cuerda y vio la mitad de una pierna de Dantanna todavía atada a ella. La piel de la pantorrilla estaba ennegrecida por el calor de D’no.
Badden ordenó que volvieran a arrojar la pierna a la sima. Después, con expresión de disgusto por la traición de Dantanna, también empujó con el pie las orejas de troll al vacío.
—Buen provecho, Anciano —dijo.