Acertijos inquietantes
Una salpicadura de agua lo hizo toser. Con esa convulsión Cormack volvió de la profunda oscuridad de la inconsciencia. Sintió que tenía mojado un lado del cuerpo y que sus piernas estaban flotando.
La primera imagen que vio fue la cara de un troll del hielo muy cerca de la suya. La criatura estaba colgada de un lado de una pequeña embarcación (aparentemente la suya) y trataba de hundirla para inundarla.
Cormack reaccionó por puro instinto. Se incorporó sobre un codo y con la mano izquierda cogió a la criatura por la áspera pelambrera. Siguió tirando con fuerza, usando el peso de su cuerpo para empujar fuera a la horrible criatura, después se echó boca abajo con un giro del hombro y consiguió ponerse de rodillas mientras tiraba de la cabeza del troll hacia adelante y hacia abajo. La bestia dio un fuerte golpe sobre la amura, pero Cormack la sujetó al borde del bote por el cuello.
El hombre se puso de pie de un salto. El rápido movimiento le permitió levantar una pierna y descargar toda la fuerza de su pie sobre el troll, cuya cabeza produjo un repugnante ruido de huesos rotos. Al finalizar la maniobra, Cormack estuvo a punto de perder el equilibrio y caer por la borda.
¿Por la borda? ¿Cómo había acabado él en un bote en medio del lago? El dolor ardiente de la espalda le trajo a la memoria sus últimos momentos conscientes, y el resto de las piezas empezaron a encajar mientras trataba de resolver su dilema actual.
Lo habían expulsado. Lo habían dejado a la deriva y ahora los trolls lo habían encontrado.
El bote se sacudió y Cormack tuvo que esforzarse por mantener el equilibrio. La popa estaba casi sumergida; y la proa, en el aire. Cormack se disponía a ir en esa dirección cuando notó que un troll trepaba por la proa, hacia él.
Fingió que no lo había visto hasta el último momento y entonces echó el codo hacia atrás, descargándolo sobre la horrorosa cara del troll, aplastándole la larga y pellejuda nariz sobre un carrillo y haciendo que se partiera el labio superior con los serrados dientes. El monje retrajo el codo y repitió el golpe dos veces, ya que el peso del troll no le permitía caer.
Cormack se volvió y le pinzó la garganta con la mano libre. El troll le arañó el antebrazo, dejando rastros de sangre, pero él no lo soltó, dispuesto a ahogarlo. Otra de las criaturas había trepado por la popa, inclinando aún más el bote.
Cormack se volvió rápidamente pero sin soltar su presa, arrastrando consigo a la diminuta criatura para lanzarla contra su compañero. Cuando los dos trolls cayeron al suelo, Cormack saltó hacia adelante y aplastó con el pie la cabeza del recién llegado. Asió al segundo con ambas manos, por la garganta y la entrepierna, y lo levantó por encima de su cabeza para lanzarlo otra vez sobre su compañero.
La emprendió desesperadamente a pisotones y patadas hasta que uno de los dos se quedó totalmente quieto. Sin embargo, Cormack no tenía tiempo, y lo sabía, porque otro troll apareció en la popa semihundida. Cuando la criatura se alzó por encima de la borda, la popa se sumergió y el agua la inundó.
Cormack se volvió y trepó hacia la elevada proa, tratando de contrarrestar el peso y hacer que se levantara la popa.
Era demasiado tarde, de modo que se dirigió al extremo mismo de la proa, echó una rápida mirada en derredor y se zambulló. ¡Contaba con el factor sorpresa, porque aunque era un poderoso nadador no podía superar a los trolls del hielo en el agua!
No obstante, tenía que intentarlo.
Milkeila estaba en el banco de arena donde solía encontrarse con su amante abellicano, recordando con nostalgia los últimos momentos que habían pasado juntos. No sabía por qué no había acudido Cormack a verla después de aquel último encuentro. En realidad no era raro que pasase algún tiempo entre una y otra de sus citas. Los dos tenían responsabilidades con sus pueblos que hacían que la mayoría de las veces estuvieran solos sobre la arena.
Sin embargo, ese día algo inquietaba a la mujer, una honda sensación de que algo no iba bien.
Se puso de pie y se dirigió al extremo oriental del banco, el más próximo al Monasterio Insular y escudriñó la niebla como esperando una revelación o tal vez que Cormack apareciera deslizándose hacia ella en su pequeña embarcación.
Sólo veía bruma. Sólo oía el ruido de las diminutas olas lamiendo la arena y las piedras de la orilla.
Sólo contaba con su instinto, que le decía que algo iba mal. No tenía nada más.
Nadaba para salvarse, moviendo con desesperación los brazos y las piernas. Cormack se había despojado de su pesado hábito nada mas tocar el agua y sólo iba cubierto hasta las rodillas con los calzones blancos y la camiseta sin mangas propios de su orden. Eso y el tozudo gorro powri que se mantenía sobre su cabeza como por arte de magia. Ya fuera buceando o manteniendo la cabeza fuera del agua, el birrete rojo se mantenía en su sitio.
Cormack sabía que había puesto la distancia de unas quince grandes zancadas entre él y los trolls. Trató de calcular la distancia que le quedaba hasta la pequeña isla que había divisado. Sólo cabía esperar que su zambullida hubiera tomado por sorpresa a las viles criaturas y que pudiera llegar a la isla rápidamente.
Por suerte resultó que la isla estaba más cerca de lo que había creído, pero para contrarrestar tanta ventura, lo que había tomado por una isla no eran más que un par de rocas que sobresalían del agua.
Podía llegar a ellas, de hecho llegó a ellas, pero ¿qué clase de refugio podían ofrecerle? El punto más elevado de la roca más grande apenas sobresalía un metro y medio de la línea del agua, y en total la «isla» no tenía más de doce zancadas de diámetro.
De todos modos, Cormack trepó a ella. No tenía elección, pues los trolls lo seguían de cerca. No tenía el menor interés en presentarles batalla en el agua, donde podían moverse con la ligereza de un pez. Apenas había tenido tiempo de tomar tierra cuando un chapoteo le dio el aviso de que allí estaba la primera de las bestias que lo perseguían.
El monje trepó hasta el punto más alto a cuatro patas y encontró una piedra suelta en su camino. Tomó impulso y la arrojó con todas sus fuerzas, dándole al troll en toda la cara. La criatura lanzó un alarido y empezó a manotear desesperadamente mientras su sangre poco densa le corría por la nariz y la mandíbula.
Cormack aprovechó la oportunidad para lanzar al troll un cerrado ataque a base de puñetazos y patadas. Lo hizo girar como una peonza y, sujetando sus brazos a la espalda, lo derribó a tierra. A continuación lo asió por el pelo y aplastó su cabeza varias veces contra la roca.
Sin embargo, tuvo que soltarlo al ver que otro troll salía del agua y se lanzaba sobre él, amenazándolo con sus afiladas garras. De todos modos, el monje reaccionó con gran rapidez y se puso fuera de su alcance.
Otro troll salió a la superficie y se le acercó en actitud feroz.
Cormack siguió con la atención fija en el primero, con el que intercambió bofetones y puñetazos, pero sin dejar de mirar al otro por el rabillo del ojo. El troll se acercó con el característico descuido de estas criaturas, pero Cormack se había afirmado convenientemente.
Descargó todo el peso del cuerpo en la pierna derecha, después se lanzó hacia adelante sobre la izquierda, acortando la distancia que lo separaba del troll que venía a la carga. Al tocar tierra, levantó el pie derecho y lanzó una patada que alcanzó al troll en plena cara.
Cormack le dio un par de patadas más, aunque el troll ya estaba inconsciente. Mientras hacía esto, movía frenéticamente los brazos para mantener a raya al primer troll, que estaba tratando de sacar ventaja de su distracción.
El hermano Cormack había sido entrenado por los mejores luchadores de la Iglesia abellicana, una orden que en los últimos años había ido incorporando técnicas que le permitían defenderse bien.
Cuando el segundo troll se desplomó sobre la piedra, Cormack volvió a adoptar una pose defensiva contra su furioso compañero. Sin embargo, no mantuvo la defensa mucho tiempo. Pesaba por lo menos veinticinco kilos más que el troll, y una vez superado el frenesí inicial, el hombre tomó conciencia de una realidad palpable.
No tenía nada que perder.
Por eso se lanzó en tromba contra el troll, sin hacer caso de los brazos de su oponente. Una vez cerca, la emprendió a puñetazos y recibió a cambio un par de golpes. Pero mientras el troll lo arañaba y le clavaba las uñas, él le infligía un daño auténtico, y, tras unos segundos apenas de combate cuerpo a cuerpo, el troll se desplomó a sus pies, inconsciente.
Más trolls surgieron del agua para enfrentarse con él, pero no había la menor coordinación entre ellos, no eran más que una sucesión de víctimas. Cormack se encargó de ellos, dándoles puñetazos hasta que sus nudillos se convirtieron en una masa sanguinolenta, hasta que los pies se le pusieron en carne viva de tanto golpear contra los dientes de las bestias y hasta que los brazos empezaron a pesarle como garrotes. Tan tremendo fue el cansancio que se apoderó de él.
Sin embargo, la buena fortuna y la pura rabia hicieron que su furia durase lo suficiente. Cuando el último de los trolls, el séptimo que salió de las aguas, cayó inerme a sus pies, Cormack también cayó agotado sobre la piedra.
Mientras jadeaba para recobrar el resuello, Cormack pasaba revista a sus heridas. Las garras y los dientes de las criaturas le habían producido muchos cortes. Sabía que tenía que bajar hasta el agua para lavárselos ya que las mordeduras de troll tenían fama de infectarse, pero en ese momento no tenía fuerzas. Tenía la certeza de que si un solo troll llegaba a salir del lago, estaba perdido.
El sol seguía su marcha hacia oriente. Los minutos se convirtieron en una hora, luego dos. Las aguas calientes del Mithranidoon iban contrarrestando el frío penetrante de Alpinador. Por fin Cormack consiguió bajar hasta el agua. Se limpió las heridas y bebió hasta saciarse. Allí permaneció de rodillas, dando vueltas en su cabeza a los acontecimientos que lo habían llevado a ese lugar desolado. Los recuerdos de sus últimas horas en el Monasterio Insular revivieron en su memoria y volvió a ver la profunda decepción reflejada en el rostro del padre De Guilbe, e incluso el pesar en la voz de Giavno.
Incluso mientras lo azotaba hasta dejarlo inconsciente.
No había vuelta atrás. Su expulsión no era una prueba ni un castigo. Tenía un carácter definitivo y no admitía perdón.
No había vuelta atrás.
Estaba solo, en medio de un lago lleno de monstruos y de trolls, rodeado de enemigos. Miró las humeantes aguas y por un momento casi deseó que un grupo de trolls saliera de las profundidades y acabara con él. En esas horas oscuras, el futuro se le presentaba a Cormack vacío, desolado, terrible.
Tenía toda el agua que pudiera necesitar, era evidente, e incluso podía pescar algún pez, pero ¿para qué?
Miró en la dirección de donde había venido, esperando contra toda lógica ver un bote allí, volcado pero a flote. Sabía que no sucedería. Los trolls eras expertos en destruir las embarcaciones cuando se empeñaban en hacerlo, y lo máximo a lo que podía aspirar era a que un madero fuese a dar contra su pequeña roca.
Cormack volvió a pensar en su aciaga decisión de liberar a Androosis y a los demás, la decisión que había hecho que acabara ahí, maltrecho y condenado a una muerte segura. Por un momento lamentó su decisión, pero sólo por un momento.
—Hice lo correcto —dijo en voz alta. Necesitaba oír las palabras—. El padre De Guilbe estaba equivocado… Todos estaban equivocados.
Hizo una pausa y puso los brazos en jarras mientras miraba en derredor, tratando de reconocer aquella parte del lago. Había demasiado vapor, pero Cormack tuvo la sensación de que se había dirigido hacia el norte. Se volvió hacia el sur y un poco hacia el este (al menos eso le pareció), hacia donde se suponía que estaba el Monasterio Insular.
—¡Estabais equivocados! —gritó por encima de las olas—. ¡Estáis equivocados! ¡La fe no es algo que pueda imponerse! ¡No puede ser! Florece dentro, es una verdad revelada en el corazón y en el alma. ¡Estáis equivocados! —Cormack se sentó sobre las piedras, aunque aquel estallido le dio nuevas energías. Su proclama le sirvió para reforzar su convicción moral.
Un chapoteo a un lado hizo que se volviera en esa dirección, donde vio su hábito abellicano flotando en el agua y golpeando contra las rocas. Lo recogió y lo puso a secar sobre las piedras y, mientras lo hacía, se dio cuenta de que llevaba puesto el birrete powri. Era evidente que había magia en ese gorro.
Cormack se miró la mordedura de troll que tenía en un brazo y se dio cuenta de que ya estaba casi curada y no presentaba señal alguna de infección. No podría haber sobrevivido a sus heridas sin atención, y sin embargo, lo había conseguido, flotando solo en un bote.
Era el birrete, en su fuero interno Cormack lo sabía. El birrete powri actuaba más o menos como la piedra del alma y tenía poderes mágicos.
El monje caído rio entre dientes, impotente. Sabía que había un elemento común entre ambos. Desde los powris hasta los chamanes alpinadoranos, pasando por los abellicanos e incluso los samhaístas, había un vínculo mágico común, un vínculo de determinación y poder.
¿Un solo Dios para todos?
¿Eran realmente importantes los distintos nombres que los diversos pueblos daban a sus dioses? En ese momento de revelación, ante la posibilidad cierta de la muerte, Cormack se dio cuenta de que no.
Pero ¿qué importaba? No tenía adónde ir, y lo difícil de su situación no hizo más que confirmarse un poco después, cuando un madero de su bote golpeó contra las rocas. Lo recuperó cuando el sol se hundía ya en las aguas, a sus espaldas.
Las tripas le rugían de hambre cuando se despertó a la mañana siguiente. Bebió agua del lago para tratar de colmar el vacío de su estómago. Con la cara casi pegada al agua, las manos formando un cuenco para recoger el agua y llevársela a los labios, Cormack estuvo a punto de caerse de bruces al ver a un troll a su lado. Se cayó hacia atrás, tambaleándose en el intento de encontrar una postura defensiva, y se hirió los codos y las rodillas mientras manoteaba y pataleaba antes de darse cuenta por fin de que sólo era uno de aquellos a los que había dado muerte el día anterior que flotaba en el agua.
Cormack se metió en el agua hasta la cintura y se acercó al troll. Incluso se atrevió a empujarlo, tratando de hundirlo en el agua, y quedó sorprendido al ver que flotaba obstinadamente.
Volvió a mirar su desolada isla, que sólo iba a servirle como tumba. Volvió a tender la mirada sobre el Mithranidoon y vio a otro troll muerto que flotaba. Cormack lanzó un largo suspiro.
¿Sería posible?