DIECIOCHO

La baza de la dama Gwydre

Andaba con un paso seguro y decidido que era una burla al tiempo, porque ya tenía siete décadas a sus espaldas y podía seguirles al ritmo a otros que tenían un tercio de su edad. Se mantenía erguido y tenía los hombros anchos, pero su fuerte musculatura se había aflojado, y su piel, tan castigada por el sol del norte, estaba un poco flácida. Sin embargo, nadie dudaba de la capacidad del enorme puño de este hombre, Jameston Sequin, para aplastar una nariz y llevarse con ella los dos pómulos.

Tenía el pelo gris y largo; la barba, no tan larga, conservaba todavía rastros del color más oscuro de sus años juveniles y el bigote era lo que más se destacaba. Llevaba un sombrero de tres picos que él mismo había diseñado y que había sido único cuando lo creó. Era largo y estrecho, y por delante acababa en una punta redondeada mientras que por detrás era recto y sobresalía un poco de su cabeza. Sobre el lado derecho tenía una pluma inclinada, siguiendo la línea del sombrero.

En un concurso de arco de los que se celebraban en Vanguard cincuenta años atrás, en el que, por supuesto, había ganado el joven Jameston, más de uno se había burlado de aquel sombrero tan inusual, hasta que él explicó que la forma puntiaguda le permitía apuntar mejor las flechas. Al cabo de unos meses, y hasta ese día, el Jameston, como se dio en llamar al sombrero, se impuso entre los cazadores de Vanguard, lo cual dio mayor relieve a una leyenda que no lo necesitaba.

Se decía que tenía antepasados alpinadoranos, o al menos una mezcla de sangres, pero su nariz larga y su frente prominente situaban con claridad a sus antepasados en la costa meridional de Honce. Sus ojos eran verdes y su sonrisa, aunque un poco aligerada de dientes a estas alturas, era contagiosa y extrañamente cautivadora dadas la imponente estatura y la mirada a veces fulminante del hombre.

En ese momento sonreía, tal vez más que nada por curiosidad.

«¿Tan al norte?», se preguntó mientras bajaba por la ladera de una montaña para ver mejor a los que luchaban en un valle y entre los cuales había, aparentemente, vanguardianos.

Su interés por el combate aumentó, ya que al principio había creído que era una escaramuza más. Se acercó más y con paso más rápido para ver mejor el panorama.

Su primer impulso, en aquel momento, fue incorporarse de inmediato a la refriega, porque un rápido vistazo bastó para que se diera cuenta de que los hombres parecían ampliamente superados en número y abocados a la derrota. Sin embargo, antes de que hubiera dado otro paso, comprendió que esa impresión no era del todo correcta. Los que necesitaban ayuda eran más bien los goblins, de los cuales doce yacían muertos en el suelo.

Jameston descolgó su arco, Banewarren, que llevaba al hombro y colocó una flecha en la cuerda mientras observaba la acción. Un hombre en particular, vestido de negro desde el pañuelo de la cabeza hasta las botas, mereció un gesto de aprobación del viejo explorador. El hombre iba de un lado a otro, trazando con su esbelta espada líneas gráciles y precisas en el aire, y también en el cuerpo de los goblins. Por dondequiera que pasaba, algún goblin caía muerto, y aunque había un monje abellicano observando el combate, listo para curar a cualquiera que necesitase sus servicios mágicos, Jameston dudaba de que tuviera que emplear mucha de su energía curativa en ese hombre vestido de negro.

Una segunda figura, más fornida, cruzó su trayectoria con la de ese hombre, dirigiéndose hacia el extremo izquierdo de la formación defensiva de los humanos, y la sonrisa de Jameston se hizo más ancha. Era Vaughna por Lolone.

—La Loca —susurró, y rio en voz alta al pronunciar su mote, porque realmente le hacía honor, lanzándose a tumba abierta en medio de los goblins.

Jameston cambió de ubicación para buscar una atalaya más adecuada, probando la elasticidad de Banewarren a cada zancada.

Vaughna iba armada con dos hachas de hierro que parecían extensiones de sus manos. Asestó un golpe con la izquierda, levantando el ángulo para alcanzar la frente de un goblin. Su otra mano acudió rauda para atacar el cuello descubierto.

Cuando la criatura se echó atrás, ahogándose, la Loca acercó la cara a la de su adversario, abrió mucho los ojos y la boca, y dio un salvaje alarido. Mientras lo hacía, cogió al vuelo, sin mirar, el hacha que había lanzado al aire, se echó hacia atrás y descargó en el costado del goblin un tajo que lo hizo doblarse de dolor.

La Loca fue a dar un golpe de través con la izquierda, pero se quedó en la intención, y esquivó la endeble defensa de la criatura herida. Avanzó con el pie izquierdo mientras tomaba impulso y preparaba un revés con la derecha, dispuesta a cortar en dos al goblin casi exactamente desde donde lo había dejado en la primera herida.

Entonces giró en redondo, como dispuesta a marcharse, pero se volvió de repente y lanzó una andanada de golpes, a izquierda y derecha, sobre la criatura, dejándola convertida en una masa informe.

Salpicada de sangre y sin inmutarse, la Loca miró en derredor y escogió su siguiente objetivo. Dio un paso en esa dirección antes de que una flecha poco común, con una pluma roja, se clavara en el goblin y lo empotrara contra un árbol, donde quedó clavado.

La cara de la Loca se transformó en una mueca jubilosa de reconocimiento y lanzó otro alarido. Sólo un hombre de esa región adornaba sus flechas de ese modo. Salió corriendo en busca de un nuevo enemigo, pues sabía que entre el Salteador de Caminos y el recién llegado, pronto acabarían con casi todos los goblins.

Bransen ponía mucho cuidado en no acercarse demasiado cerca de la feroz Vaughna. Siempre extremaba las precauciones para no ponerse en su camino. No se trataba de nada personal, aunque esa burda y tosca mujer muchas veces le hacía menear la cabeza. Se debía más bien a que su estilo de lucha era tan impredecible, tan incontrolado, que podía interrumpir el fluir de sus propios y meticulosos movimientos.

Se situó lo más cerca posible del hermano Jond, tanto para asegurarse de que el monje pudiera continuar con su curación y lanzar sus ocasionales ataques mágicos ofensivos como por la amistad que se había forjado entre ellos.

Los otros dos miembros de la fuerza de ataque, un avezado guerrero de mediana edad llamado Crait y un joven pelirrojo y fuerte como un toro de nombre Olconna estaban en un punto intermedio entre Bransen y Vaughna. Ninguno de los dos era capaz de igualar la gracia de él ni la ferocidad de ella, pero ambos eran una combinación bastante efectiva de ambas cosas.

Ahora que se había quedado sin enemigos porque Vaughna había irrumpido en medio de la línea de los goblins y, como era previsible, la había desbaratado, enviando a los goblins en todas direcciones, Bransen hizo una pausa y echó un vistazo a Crait y Olconna, que combatían hombro con hombro detrás del hermano Jond.

Crait esquivó un golpe que le llegó desde la derecha y se desplazó tanto en la dirección contraria que dio la impresión de haber sido alcanzado, pero cuando el goblin quiso aprovecharse de eso, se encontró con el escudo de Olconna. Crait dio un rápido paso adelante, protegido por el bloqueo de su compañero, y hundió su corta espada de bronce en el pecho del goblin.

Crait fue hacia la izquierda después del golpe mortal, deslizándose justo por delante de Olconna, blandiendo espada y escudo, pero fue sólo una estratagema. Mientras él avanzaba, Olconna se introdujo en el hueco sin dar al goblin tiempo suficiente para reenfocar su atención.

Bransen hizo un gesto admirativo. Esos dos llevaban mucho tiempo combatiendo juntos y su fama se había extendido por el este y por el norte, donde las batallas a lo largo de la costa habían sido más dispersas pero no menos feroces.

Al menos esta estaba terminada o a punto de terminar, y Bransen, de un salto, pasó por delante del hermano Jond y por el flanco derecho de Olconna, para lanzarse en veloz persecución de los monstruos, esperando poder matar al menos a uno más.

Consiguió acabar con dos y ya se acercaba rápidamente a un tercero cuando una flecha adornada con una pluma roja se le adelantó, derribando al goblin. Bransen miró hacia atrás para identificar al arquero, pero no vio a nadie, y ninguno de sus amigos, que todavía le iban a la zaga, portaba un arco.

Remató al goblin con un golpe en el cuello y luego le dio la vuelta para hacer que la flecha de hermosa factura lo atravesara de lado a lado. Cuando llegó a donde estaban sus amigos llevándola en la mano, se encontró con que el hermano Jond sostenía una similar.

—Hoy el sol brilla más —explicó Vaughna con esa voz que parecía siempre al borde de la risa histérica.

—¿Es él? —preguntó Olconna con respeto más que evidente.

—Claro, es la marca distintiva de Jameston —respondió Crait.

—Jameston Sequin —explicó el hermano Jond a un Bransen sorprendido—. Un cazador de gran renombre que pasa una parte de su tiempo en Vanguard y otra en Alpinador. Se dice que conoce los caminos mejor que ningún otro hombre vivo, y sin duda será una baza importante para nosotros si anda por aquí.

—Eso es quedarse muy corto —intervino Vaughna, y por su tono quedó claro que estaba hablando de una verdadera bendición para la misión que se les había encomendado. Pareció convertirse en pura dulzura y asombro (cosa que a Bransen le resultó casi cómica dado su fogoso temperamento) cuando señaló más allá de un pequeño prado y empezó a dar saltos como una niña pequeña que hubiera visto por primera vez a un rey—. ¡Es él! ¡Es él!

—Él se merece todo eso —dijo Olconna con gesto burlón.

El hombre que se aproximaba daba la impresión de tener unas piernas demasiado largas, lo cual daba a sus zancadas una fuerza y una determinación inimaginables. Con sólo mirarlo, Bransen se dio cuenta por su expresión de que ese tipo, Jameston, debía de ser más bien parco en el hablar.

—Estáis mucho más al norte que las líneas de la dama Gwydre, y no parecéis samhaístas —dijo Jameston al acercarse al grupo—. Tú en especial —añadió señalando al hermano Jond.

—Ni mucho menos —dijo el monje.

La mirada de Jameston se fijó entonces en Bransen e hizo una mueca. Por primera vez desde que había adoptado el traje de seda negra de su madre, Bransen se sintió un poco incómodo con ese atuendo.

—No hemos venido hacia el norte para encontrarte —se atrevió a decir Vaughna—, pero nos alegramos de verte.

Jameston la miró un momento con un guiño de familiaridad y su rostro se alegró.

—La Loca —dijo—. Hace un montón de años.

—Demasiados.

—Y tú también, Crait —continuó el explorador.

—Me sorprende que todavía me recuerdes —respondió el viejo guerrero.

—No es tan difícil —replicó Jameston—. ¿Cuántos entre los vivos pueden contar en su haber con tantos combates como los que hemos visto tú y yo?

Crait se quedó pensando unos instantes.

—¿Dos? —dijo a continuación con una carcajada.

—Podría ser —replicó Jameston—. Podría ser. —Dio un paso adelante para aceptar la mano que le ofrecía Crait, y los dos se cogieron por la muñeca con el respeto que los viejos guerreros suelen tener por sus iguales.

El hermano Jond carraspeó y, después de dirigirle una mirada de curiosidad, Crait procedió a hacer las presentaciones, aunque Vaughna lo interrumpió en cuanto hubo nombrado a Olconna y presentó a Bransen y al hermano Jond.

—¿Andabais sin rumbo? —preguntó Jameston.

—No, hemos venido adrede —le contestó Vaughna—. La lucha ha sido terrible en el sur. Aldeas enteras han sido arrasadas.

Jameston asintió con gesto solemne.

—He visto las hordas de Badden marchando y me lo imaginaba.

—Los samhaístas no respetan ninguna frontera moral —intervino el hermano Jond, pero el repentino gesto de Jameston hizo que se callara.

Era evidente que el viejo cazador no aceptaba el proselitismo ni de los abellicanos ni de los samhaístas, a los que consideraba parecidos en su empeño incesante de reunir almas para su causa.

—¿Sois un grupo de exploradores? —supuso Jameston.

—Más o menos —contestó Vaughna, y el hermano Jond volvió a carraspear, esta vez como para recordarle que no debía hablar demasiado. Pero ese era Jameston Sequin después de todo, y la mujer miró al monje como haciéndolo callar—. La dama Gwydre dice que tenemos que parar esta guerra.

—Y negociar con los samhaístas no os va a servir de mucho —conjeturó Jameston, acompañando sus palabras con una mirada cómplice. A Bransen casi le pareció que estaba desnudo bajo la mirada escrutadora de ese hombre imponente.

»Habéis venido a matar al mismísimo Badden —dijo el viejo cazador, y el tono divertido de sus palabras hizo que todos intercambiaran miradas de preocupación.

Esa era toda la confirmación que Jameston necesitaba.

—Sí, lo vamos a encontrar, y lo mataremos —anunció Bransen inesperadamente y dio un paso adelante, poniéndose al lado de Vaughna—. Se ha merecido ese castigo.

—Cien veces antes de que tú hubieras nacido, muchacho —respondió Jameston.

Bransen trató de recuperarse rápidamente de esa respuesta, que era una aceptación fácil y al mismo tiempo un tanto condescendiente… tal vez. No podía decidirse por una cosa o por otra porque ese hombre, aparentemente un cazador legendario, lo mantenía en un estado constante de incertidumbre.

—Nunca le he tenido simpatía —prosiguió Jameston, quitándole protagonismo a Bransen—. Lo único que encuentro más necio que un hombre que dice hablar en nombre de los dioses es un hombre que lo escucha. Mis disculpas, hermano —dijo dirigiéndose a Jond.

Jond hizo un gesto que era a medias un encogimiento de hombros y un asentimiento. Parecía tan desconcertado como Bransen.

—Ayúdanos a matarlo —dijo Vaughna, dejándose llevar por un impulso.

—No suelo tomar partido —replicó Jameston.

—Pero has estado ayudando a la dama Gwydre —protestó Vaughna—. Se dice que has estado mandando informes al sur.

—Recuentos de goblins y de trolls, y cosas por el estilo —concedió Jameston—. Y cada recuento era siempre menor que el anterior.

—Entonces ya has tomado partido —se rio Vaughna.

—Matar goblins y trolls no es tomar partido —dijo Jameston contundente—. Es una religión. Tal vez la única religión por la que vale la pena luchar.

—Bueno, puesto que el Anciano Badden se ha aliado con las bestias, se ha puesto en el bando contrario al de tu… religión —razonó el hermano Jond.

Jameston lo miró de soslayo con gesto socarrón.

—A diez días de marcha hacia el este llegaréis a un lago caliente llamado Mithranidoon. Siguiendo las sendas que desde allí parten hacia el oeste, internándoos en las montañas, llegaréis a Cold’rin, el glaciar al que las aguas calientes mantienen a raya. En lo alto de dicho glaciar encontraréis a Badden y a sus sumos sacerdotes. Os llevaré hasta él… lo que hagáis una vez lleguéis allí, es cosa vuestra.

Terminó con un gesto afirmativo que no admitía réplica, recogió las flechas que tenían Bransen y el hermano Jond, e hizo un nuevo guiño a Vaughna antes de ponerse en marcha hacia el este.

Los otros cinco sólo se encogieron de hombros y lo siguieron. ¿Qué otra cosa podían hacer?

Cuando hubieron acampado esa noche, Vaughna y Jameston se sentaron juntos y estuvieron charlando y riendo como viejos amigos.

—En una época fueron amantes —le explicó Olconna a Crait. Los dos estaban en el otro extremo del campamento limpiando y afilando sus armas.

Crait rio de buena gana.

—Más de una vez… ¡Si conoceré a la Loca!

Olconna lo miró con curiosidad e hizo una mueca.

—¿Tú también?

Crait volvió a reír.

—¡Se puede decir que la conozco! —dijo.

Olconna se volvió a mirar a la ruda mujer meneando la cabeza.

—¿Representa eso un problema para ti? ¿Tal vez me tienes en peor concepto por eso?

—No es que sea muy bonita —dijo Olconna.

—¡Bah! —replicó Crait, y se volvió a mirar a la mujer—. Es la mujer más hermosa que he visto jamás.

Olconna lo miró con expresión de absoluta incredulidad.

—Y si te ofrece un revolcón, harías bien en aceptarlo —añadió Crait con un guiño.

—¿Cómo todos los demás? —preguntó con sarcasmo el más joven de los dos.

—Vaya, no entremos en eso —replicó Crait—. ¿Te pasas la vida matando gente y vas a juzgar a uno que se da un revolcón de vez en cuando?

—Pero…

—No hay pero que valga —lo cortó en seco Crait—. Mírala, chico, y mírala bien. La Loca vive cada momento con intensidad y se llena el alma de recuerdos y experiencias que mucha gente ni siquiera imaginaría. Puede ganarles combatiendo, escupiendo, jurando y fornicando a casi todos los hombres y mujeres de los que haya oído hablar. Llegará a la tumba sin pesares. ¿Cuántos de nosotros podemos decir lo mismo?

Olconna hizo varios intentos de replicar, pero no encontraba las palabras y no dejaba de mirar a Vaughna.

Crait permanecía en silencio, mirando al joven guerrero al que había tomado como una especie de protegido y pensando que le había dado a Olconna una de las lecciones más valiosas de su vida.