DIECISIETE

El precio de la conciencia

Repelieron el asalto, pero no sin consecuencias, porque ese último ataque de los decididos alpinadoranos acabó con varios hermanos gravemente heridos, uno en estado crítico. Para los alpinadoranos, el coste había sido todavía más serio. Tuvieron que sacar a muchos a cuestas del campo de batalla.

—¡Hatajo de necios! —apostrofó el padre De Guilbe con el puño en alto a la horda en retirada. Ninguno de los monjes que lo rodeaban se atrevió a decir una sola palabra pues nunca habían visto a su líder tan claramente desconcertado—. ¿Es preciso que os matemos a todos? ¿Nos vas a obligar a esto, Teydru, insensato? Si en algo te preocupa tu gente ¿por qué la echas a los lobos hambrientos?

A esas alturas, casi todos los alpinadoranos estaban de regreso en su campamento de la playa, y aunque De Guilbe gritaba a voz en cuello, era obvio que estaban demasiado lejos para oír sus palabras. Sin embargo, siguió desbarrando algunos minutos, y su diatriba tenía como principal destinatario a Teydru. Por fin se volvió a mirar a sus hermanos.

—¡Idiotas! —dijo con gesto despreciativo, y muchos de los suyos asintieron.

Uno incluso se atrevió a añadir en un susurro:

—No conseguirán atravesar nuestros muros —apoyando así la idea del superior.

El padre De Guilbe respiró hondo y apoyó la espalda contra el parapeto de piedra, dejando que la tensión de la batalla abandonara su cuerpo agotado.

—Trabajaremos con las piedras del alma hasta bien entrada la noche —dijo, dirigiéndose sobre todo a Giavno—. Establece una rotación y asegúrate de que nuestros hermanos heridos sean atendidos desde la puesta de sol hasta el alba.

—Por supuesto —replicó el hermano Giavno con una respetuosa reverencia.

—Y si regresan este día, conservad vuestros poderes mágicos —les dijo De Guilbe a todos—. Asegurémonos de tener la energía necesaria para atender a nuestros heridos. Repeled a esos insensatos con piedras y con agua caliente.

Dicho lo cual se alejó hacia la escalera que lo llevaría hasta el patio. Había empezado apenas el descenso cuando uno de los hermanos que estaba en lo alto de la torre gritó:

—¡Están levantando el campamento!

El padre De Guilbe se quedó quieto un momento mirando hacia aquel hombre, igual que los demás, antes de lanzarse todos hacia la muralla para contemplar el espectáculo.

Tal como había informado el vigía, vieron cómo desarmaban las tiendas en el campamento de los bárbaros, que era un hervidero de actividad.

—¿Adónde se lo llevan todo? —le preguntó el padre De Guilbe al vigía.

—¡A los botes! —fue la excitada respuesta—. ¡A los botes! ¡Están subiendo a los botes!

El padre De Guilbe se quedó callado un momento.

—¿Es que por fin hemos quebrantado su voluntad? —preguntó en voz baja, y todos cuantos lo rodeaban murmuraron su esperanzado asentimiento.

Poco después, todos los hermanos del Monasterio Insular, salvo los que estaban atendiendo a los heridos con la magia de las piedras del alma, se reunieron en los puntos más elevados de las murallas meridionales, mirando a la ribera con esperanza. Al cabo de una hora del fin de la batalla, se izaron las primeras velas en las embarcaciones alpinadoranas y los primeros remos chapotearon en las aguas calientes del Mithranidoon. Una gran aclamación sacudió todo el monasterio.

—Tal vez no sean tan insensatos como parecían —le dijo el padre De Guilbe al hermano Giavno. Los dos se miraron como deseando haber superado sus más negras pruebas.

El sentimiento de haber triunfado se vino abajo pronto, sin embargo, cuando un joven monje llegó corriendo sin aliento.

—¡Se han marchado! —dijo balbuciendo.

—¿Quiénes? —preguntó el hermano Giavno adelantándose a De Guilbe.

—¡Los bárbaros! —explicó el joven.

—Claro, los hemos visto levantar su campamento —dijo Giavno.

—No, no —dijo el hombre con voz entrecortada, tratando de recobrar el aliento para poder explicarse—. Los bárbaros de la mazmorra. ¡Se han ido!

—¿Se han ido? —Esta vez el que preguntó fue el padre De Guilbe.

—Salieron del calabozo y bajaron por el túnel. La puerta que da al lago estaba abierta y la reja había sido retirada —informó el monje—. ¡Se han ido! Salieron por el agua, estoy seguro.

De Guilbe y Giavno se miraron consternados.

—Ahora ya sabemos por qué levantaron el campamento y se marcharon —dijo el hermano Giavno.

El padre De Guilbe ya se había puesto en movimiento. Abandonó la sala y corrió escalera abajo. Cuando salieron de la torre. Giavno vio al hermano Cormack y le hizo señas de que los acompañara.

—Es culpa mía —dijo Cormack inesperadamente cuando entraron en la mazmorra vacía.

Los demás se volvieron a mirarlo.

—Tendría que haber reconocido su artimaña… —improvisó Cormack—. Su negativa a comer.

—¿Qué es lo que sabes? —inquirió el hermano Giavno.

—Fue un encantamiento ¿no lo veis? —dijo Cormack—. No se mataban de hambre como protesta, para morir antes que aceptar nuestras costumbres. Siguiendo las instrucciones de su chamán, no comían para adelgazar y poder librarse de sus ataduras. ¡Tendría que haberme dado cuenta!

—¡Estás desbarrando! —dijo Giavno.

—Deja que continúe —le ordenó el padre De Guilbe.

Cormack alzó los brazos con impotencia y meneó la cabeza.

—Su magia está vinculada a lo natural —explicó—. Es posible que… sí, lo considero probable… que su ayuno tuviese algo que ver con algún conjuro de su chamán para adelgazar aún más sus muñecas y sus manos.

—Las ataduras eran apretadas —protestó otro monje—. Yo mismo me ocupe de ellas.

—Pero eso fue hace muchos días —le recordó Cormack—. Entonces los cautivos no estaban tan delgados.

—No puedes saberlo —dijo Giavno.

—Es cierto —dijo Cormack—, pero de alguna manera se las ingeniaron para escabullirse de sus ataduras. Me temo que ahora todo cobra sentido: su ayuno, su confianza, su insolencia. En el primer encuentro que tuvimos con esta gente, antes de que quedara clara su intransigencia e iniciaran la guerra, aprendí mucho acerca de sus costumbres, y sé que su magia guarda relación con lo natural. Sus chamanes tienen conjuros para hacer que sus guerreros parezcan más altos, para inspirar temor a sus enemigos. Se dice que sus mayores espiritualistas son capaces de adoptar apariencias animales, más o menos como los grandes samhaístas de leyenda.

—¿De modo que crees que su negativa a alimentarse fue una artimaña para poder escapar? —preguntó el padre De Guilbe.

A Cormack le pareció que aquel hombrón no estaba muy convencido. Tampoco Giavno, que lo miraba con sorna desde el otro lado del Calabozo, parecía demasiado entusiasmado con la improvisada mentira de Cormack. Pero no tenía más remedio que seguir adelante con ella.

—Tiene sentido por lo que sé sobre el tipo de magia que emplean —dijo—. Tenía que haberme dado cuenta de la estratagema.

Negó con la cabeza y se hizo a un lado, esperando desviar la atención de su persona antes de que su teoría empezara a hacer aguas. Vio con alivio que el padre De Guilbe se limitaba a decir:

—Tal vez tu evaluación sea correcta. Insensatos, listos… pero insensatos al fin. —Dirigió su atención a otros dos hermanos presentes—. Buscad en toda la torre, en los túneles y en el recinto —ordenó—. Es probable que hayan salido al lago abierto, lo cual podría explicar la partida de sus contumaces compañeros. Pero si todavía están aquí, encontradlos cuanto antes.

Los dos monjes salieron de inmediato, llevándose a Cormack consigo para iniciar su exhaustiva búsqueda.

—Y asegurad doblemente la reja —les dijo De Guilbe cuando ya se marchaban. Hizo una pausa para oír el ruido de sus pasos al alejarse—. El hermano Cormack cree haber resuelto el misterio —le dijo a Giavno en cuanto estuvieron solos.

—Puede que así sea —dijo Giavno mientras rodeaba el panel de madera que había servido para sujetar las ataduras de los prisioneros—. Aunque yo me pregunto —dijo al llegar al otro lado—: si el chamán redujo sus muñecas y sus manos para que pudieran zafarse de sus ataduras ¿por qué están cortadas las cuerdas de los cuatro?

El padre De Guilbe hizo un gesto de perplejidad, como si eso no tuviera importancia, y la verdad que no parecía tenerla. Los alpinadoranos se habían ido, habían escapado, y los hombres y mujeres de Yossunfier se habían retirado del Monasterio Insular, poniendo fin a la contienda. Que Cormack tuviera o no razón no parecía tener mucha relevancia. Despachando la cuestión con un gesto de la mano, un desanimado padre De Guilbe abandonó el calabozo.

El hermano Giavno comprendía perfectamente su malestar. Después de todo ¿para qué había servido tanta lucha? Las almas de cuatro hombres les habían sido arrebatadas, ya fuera mediante magia alpinadorana, o por simple obstinación, o…

Una leve sonrisa se abrió paso en el rostro de Giavno mientras contemplaba las ataduras cortadas y pensaba en la explicación que había dado Cormack.

Una explicación que nadie le había pedido.

—Jamás debería haber dudado de ti —dijo Milkeila sin aliento en el banco de arena, en los brazos de Cormack, bajo un brillante cielo estrellado.

—No hables de ello —le ordenó Cormack.

—Pero Androosis ya ha escrito canciones a Corm…

—Te lo ruego —dijo él, apoyando un dedo en sus labios—. Esa batalla, ese asedio, todo eso no es nada que quiera revivir ni recordar.

—Fue penoso para ti entender la verdad en la que se apoyan los hermanos de tu iglesia —supuso Milkeila—, y traicionarlos.

—Y ver la verdad que esconde tu gente, no menos empecinada.

Milkeila lo apartó, poniéndole las manos en los hombros, y lo miró escrutadoramente.

—Nosotros no hemos tomado prisioneros —le recordó—. Ni invadimos vuestras tierras insistiendo en que os convirtierais a nuestras creencias.

Cormack otra vez la hizo callar y trató de besarla, pero ella lo evitó.

—Lo sé —dijo—. Y ya sabes lo que pienso al respecto. —Milkeila intentó replicar, pero Cormack no le permitió decir ni una sola palabra—. Y tú sabes bien lo que he hecho. ¿O es que lo has olvidado ya?

—¡Claro que no!

—¡Entonces bésame! —dijo Cormack con aire festivo.

Milkeila sonrió. Besó a Cormack y juntos se deslizaron hasta la arena. Mientras se afanaban tratando de quitarse la ropa, Cormack hizo un alto y le ofreció el collar de gemas. Milkeila no protestó cuando él se lo puso por la cabeza.

Sentado solo y sin hacer ruido en un pequeño bote en el lago, el hermano Giavno los escuchó mientras hacían el amor del mismo modo que antes había escuchado su conversación, asombrándose de lo bien que se transmitía el sonido por las oscuras aguas del lago.

No se sorprendió realmente de que fuese Cormack quien los había traicionado, pero de todos modos se sentía profundamente herido. Aquel hermano joven y apuesto, tan lleno de ardor y de posibilidades, tan fuerte físicamente como en el uso de las gemas, simplemente no entendía lo que significaba ser un hermano abellicano en un momento en que estaban a punto de cumplir el primer siglo de existencia de su Iglesia. Lo de Cormack era grave, un mundo estaba lleno de enemigos dispuestos a ver en las concesiones abellicanas un pretexto más para su continuado camino hacia el dominio absoluto.

Porque en ese momento, los abellicanos estaban empeñados en una feroz lucha con los samhaístas, que no querían abandonar sus antiguos y brutales hábitos. De no ser por ese culto antiguo, la excesiva tolerancia de Cormack por los demás, incluso por los powris, tal vez habría sido aceptada dentro de la Iglesia.

Pero ahora las cosas no eran así. Ahora no. Cuando todo Honce estaba embarcado en una lucha entre terratenientes y cuando las dos Iglesias, la abellicana y la samhaísta, luchaban encarnizadamente por la supremacía. Las demás razas, humanas o no, no tenían más remedio que tomar partido. La neutralidad no existía como opción.

Tampoco la tolerancia hacia unos bárbaros que se negaban a ver la verdad y la belleza del beato Abelle.

Al hermano Giavno siempre le había caído bien Cormack, pero oír al hombre fornicando con una bárbara, nada menos que un chamán de su pueblo, era más de lo que podía soportar.

Cormack deslizó su embarcación con facilidad sobre la arena, desembarcó ágilmente y tiró de ella para sacarla totalmente del agua. Allí cerca había otro bote, boca abajo sobre la arena, y los dos que lo manipulaban dejaron a un lado los remos del primer bote y acudieron a toda prisa a ayudar a Cormack.

—El padre De Guilbe quiere hablar contigo —le dijo uno de ellos—. ¿Y qué nos has capturado para hoy?

Cormack le mostró un par de truchas que Milkeila le había dado, como tenían por costumbre cada vez que se encontraban en el banco de arena.

—Siempre pescas más cuando sales solo —le dijo el otro hombre—. ¡Deberían hacerte salir todos los días!

Cormack sonrió y asintió, pensando en que reunirse con Milkeila todos los días no estaría nada mal. Sin embargo, ninguno de los tres hombres reunidos en la ribera percibió la naturaleza profética de la frase.

Con paso notablemente más ligero Cormack hizo el camino de vuelta desde la playa hasta el monasterio. En el Monasterio Insular todo daba la impresión de que se hubieran liberado de un gran peso, como si las persistentes nubes de tormenta se hubieran disipado por fin. Las tres semanas de asedio se habían cobrado un gran tributo, y aunque todavía muchos estaban conmovidos por el hecho de que sus prisioneros hubieran escapado y más aún porque cuatro de los suyos hubieran muerto y varios más fueran a tardar bastante en recuperarse, la vida iba retomando su ritmo normal con bastante rapidez.

A Cormack le pareció que el trabajo en las murallas no había sido tan frenético desde los primeros días de la construcción. Frenético y con entusiasmo, porque los hermanos acudían a sus tareas con renovada determinación, como si por fin estuvieran ocupándose de tareas que trascendían con mucho los simples quehaceres necesarios para la supervivencia diaria. Habían construido el monasterio con fines defensivos y para honrar al beato Abelle. Ahora ya habían visto de primera mano que podía servir para lo primero. Habían visto lo que había funcionado y lo que no. Ya se habían hecho planos para reforzar las paredes y dar a los hermanos más y mejores oportunidades para repeler cualquier futuro ataque. A esos planes prácticos se añadían las características de diseño necesarias para cumplir con su objetivo más glorioso, las pruebas de gratitud hacia su fundador y del orgullo que eso representaba.

—Determinación —musitó Cormack mientras atravesaba el patio. Se preguntó si esa necesidad de encontrar un significado no sería de alguna manera responsable de la continuación de la guerra entre los diversos pueblos de las islas del Mithranidoon. Sin la presencia constante de esos enemigos ¿podría la gente de las islas encontrar significado a sus vidas?

Fue un pensamiento realmente escalofriante para ese hombre de corazón compasivo, pero no dejó que ese peso restara ligereza a su paso.

No obstante, ese fue exactamente el efecto que produjo sobre él la mirada que le echó el hermano Giavno cuando entró en el despacho del padre De Guilbe. Fue una mirada paralizante que hizo pensar a Cormack inmediatamente en la playa, en el segundo bote boca abajo que evidentemente acababa de regresar.

—Pa… padre De Guilbe, me han dicho que quieres hablar conmigo —farfulló Cormack a duras penas, sin apartar un instante la mirada de Giavno.

—¿Dónde has estado? —preguntó el superior del Monasterio Insular, y a Cormack no se le escapó la decepción que empuñaba su voz.

Tardó unos instantes en ordenar sus pensamientos y en decidir cuál debía ser su respuesta.

—Pescando. Voy con frecuencia, y con las bendiciones del hermano Giavno. Pesqué dos ejemplares esta noche, uno de ellos de buen tamaño…

—¿Pescas desde el bote o desde otra isla?

—Desde el bote, por supuesto…

—Entonces ¿por qué estabas en una isla? —preguntó el padre De Guilbe—. Era una isla ¿o no? Esa donde te reuniste con la mujer bárbara.

Atónito, Cormack negó con la cabeza.

—Padre, yo… —Esta vez, De Guilbe no lo interrumpió, pero el balbuciente Cormack no fue capaz de encontrar una respuesta.

—Tú los liberaste —lo acusó De Guilbe—. En pleno fragor de la batalla te escabulliste hacia los túneles y liberaste a los cuatro prisioneros.

—No, padre.

El profundo suspiro de De Guilbe hirió al joven monje.

—No agraves más tu delito con mentiras, hermano. —Hizo una pausa y volvió a suspirar, meneando la cabeza, antes de rematar la frase con un simple—… Cormack.

—Cuatro almas destinadas al beato Abelle liberadas para que sigan con sus prácticas paganas, que seguramente las condenarán por toda la eternidad —intervino el hermano Giavno con tono áspero—. Me pregunto cómo podrás justificar eso ante tu conciencia.

—No —dijo Cormack, que seguía negando con la cabeza—. Nosotros pensamos que se negaban a comer como protesta, pero era un encantamiento, tal vez. O…

—El hermano Giavno te siguió por el lago, Cormack —dijo el padre De Guilbe, y una vez más la omisión del título abellicano de Cormack fue un mazazo para la sensibilidad del joven monje—. Te oyó hablar con la mujer… lo oyó todo. Y si bien tu lujuria podría perdonarse fácilmente, ya que los… hermanos a menudo ceden a la llamada de la carne, la acción a la que dio lugar tu cita es algo totalmente distinto.

Cormack se lo quedó mirando. Se quedó en blanco. Y luego, en un instante, repasó mentalmente su conversación con Milkeila y vio en seguida que, si Giavno la había escuchado, tendría pruebas más que suficientes para disipar cualquier duda y para derribar cualquier defensa que intentase. De modo que aguantó a pie firme el torrente de ira del padre De Guilbe sintiendo un vacío infinito en su interior, aunque no estaba dispuesto a dejarse invadir por todo ese veneno.

—¿Cómo has podido traicionarnos de esa manera? —exclamó De Guilbe—. Hubo hombres que murieron por proteger ese tesoro: las almas delos bárbaros alpinadoranos. ¡Cuatro de nuestros hermanos murieron y otros cinco podrían seguirlos muy pronto! ¿Qué les dirás a sus familias? ¿A sus padres? ¿Cómo vas a explicarles que sus hijos murieron por nada?

—Estaban muriendo demasiados —dijo Cormack con una voz que era apenas algo más que un suspiro, pero en la habitación se hizo un absoluto silencio cuando empezó a hablar, y todos pudieron oírlo—. E iban a morir demasiados.

—¡Los habríamos contenido! —insistió el hermano Giavno.

—Entonces los habríamos asesinado a todos —replicó Cormack—. Estoy convencido de que una acción así no tiene nada de santo. Seguramente el beato Abelle…

El nombre apenas había salido de sus labios cuando de la mano del padre De Guilbe brotó un rayo relampagueante que lanzó despedido a Cormack contra la puerta. Cayó al suelo, desorientado y retorciéndose de dolor.

—Desnudadlo y atadlo en el patio —ordenó el padre De Guilbe, y Giavno hizo señas a un par de monjes para que siguieran sus instrucciones y sacaran a Cormack a rastras.

—Veinte latigazos… —empezó a decir De Guilbe al hermano Giavno, pero hizo una pausa y se corrigió—: Cincuenta, y con púas.

—Eso seguramente lo matará.

—Que muera entonces. Su traición no tiene redención posible. Aplica el castigo sin remordimiento ni piedad. Azótalo hasta que te canses y luego pasa el látigo al hermano más fuerte del monasterio. Cincuenta, ni uno menos, pero no me importa si son más. Si está muerto al llegar a los cuarenta, dadle los otros diez a su cadáver.

El hermano Giavno percibió un profundo remordimiento en la voz del padre De Guilbe, un remordimiento que él compartía. Este asunto no era agradable ni grato, pero sin duda era necesario. El insensato de Cormack había elegido, había traicionado a sus hermanos por los bárbaros, unos bárbaros que estaban atacando el Monasterio Insular en el momento de su traición.

Eso no podía permitirse.

El hermano Giavno asintió solemnemente a su superior y se dispuso a marcharse. Antes de que hubiera llegado a la puerta, De Guilbe volvió a hablar:

—Si por casualidad sobreviviera al castigo, o aunque no lo haga, ponedlo en un pequeño bote y remolcadlo hasta el lago. Dejadlo allí, a merced de los trolls o de los peces o de las aves carroñeras. El hermano Cormack ha muerto para nosotros.

Habían transcurrido más de dos horas cuando el semiinconsciente Cormack fue arrojado sin ceremonias en el más pequeño y desvencijado bote del Monasterio Insular.

—¿Ya está muerto? —preguntó uno de los monjes al grupo reunido en torno a la embarcación.

—¿Y a quién le importa? —respondió otro con un bufido que expresaba bastante bien el sentimiento general. Muchos de esos hombres habían sido amigos de Cormack, algunos incluso sentían respeto por él.

Sin embargo, su traición era una herida sangrante para todos. Una herida demasiado reciente para que pudieran tomar distancia y verlo desde una perspectiva diferente de la que había motivado la sentencia impuesta por el padre De Guilbe.

Otros amigos suyos, como el hermano Moorkris, habían muerto por proteger a los prisioneros del monasterio. No habían tenido tiempo de discutir si la decisión del padre De Guilbe de mantenerlos prisioneros y exponerse a un asedio era o no acertada. Habían luchado sólo por su supervivencia, por repeler al enemigo, fueran cuales fueren las razones por las que estaban allí.

Aplicando un razonamiento lógico, algunos habrían podido comprender y aceptar el comportamiento de Cormack. Visceralmente, sentían que el hermano caído había recibido su merecido.

—Si todavía sigue vivo, no será por mucho tiempo —dijo otro hermano.

Giavno dio un paso adelante y arrojó un birrete rojo, el gorro powri de Cormack, al interior del bote, encima del hombre postrado y sangrante.

—Es una herida para todos los corazones del Monasterio Insular —dijo—. Empujadlo para que las corrientes lo arrastren a algún lugar donde las bestias lo devoren, y, cuando se haya ido, no volveremos a hablar nunca más del hermano Cormack.

Giavno se dio media vuelta y se alejó mientras el grupo empujaba la pequeña embarcación hacia el agua. Un hombre hizo una pausa para coger el birrete y colocárselo a Cormack en la cabeza. Cuando alzó la vista y vio las miradas inquisitivas de sus compañeros, se limitó a encogerse de hombros.

—Me pareció adecuado —dijo.

Todos rieron —o tal vez fue más bien un llanto— y sacaron el bote al lago, donde le dieron un fuerte empujón para apartarlo de la isla, a fin de que se apoderara de él una de las muchas corrientes del lago.

—Si vuelve, lo ataré a otro bote y lo remolcaré más lejos —se ofreció un hermano, pero no fue necesario. Con las últimas luces anaranjadas del atardecer iluminando el horizonte, la silueta nítida de la nave funeraria de Cormack se perdió de vista.