Brindar alivio
Lo llamaban por un sinnúmero de nombres, y daba la impresión de que creaban uno nuevo cada vez que entraba en acción su espada. La Espada Danzarina, el Ave de Presa… todos los adjetivos y superlativos se aplicaban a ese guerrero que estaba tan por encima de todos los demás. Cada vez que le daban un nuevo título, todos sabían a quién se referían, porque sólo había uno a quien le pudiera corresponder. Pero todos acababan recurriendo al nombre con que fue presentado a los soldados. ¡El Salteador de Caminos lo llamaban, y más de un bragado veterano se estremecía ante la perspectiva de encontrarse con ese hombre!
Fiel a su fama, ese día, corría por todo el campo de batalla, saltando y dando vueltas, lanzando patadas mientras se abría camino entre la multitud y asestaba golpes mortales. Como un tornado, iba de un lado a otro, y como los enemigos —en esta ocasión feos trolls de piel azulada— se distinguían fácilmente de sus camaradas, no había la menor vacilación en sus movimientos y sus golpes.
Pasó corriendo junto a un hombre y un troll enzarzados en mortal combate, atacó rápida y certeramente, y el troll se desplomó después de un aullido y varias sacudidas.
El que lo había matado ya se había ido hasta donde otro hombre caído trataba inútilmente de esquivar los lanzazos de dos trolls.
El Salteador de Caminos saltó entre los dos trolls y les asestó un puntapié a ambos. Uno fue directo al suelo, mientras que el otro consiguió mantenerse de pie.
Este fue el primero en morir.
El Salteador de Caminos cargó contra otro que, en cuanto reconoció su máscara y su traje de riguroso color negro, dio un alarido y alzó las manos en un penoso intento de conservar la vida.
Al notar que otro troll trataba de asaltarlo por la espalda, dio un salto y, girando, lanzó una patada que alcanzó al troll, y lo hizo salir disparado. En pleno vuelo, pasó la espada de la mano derecha a la izquierda y dejó que el impulso de su vuelta guiara el golpe de aquella fabulosa espada hasta el pecho del troll. El Salteador de Caminos retrajo inmediatamente la espada y la cambió otra vez de mano, descargando un tajo que abrió de parte a parte el pecho de un troll que lo perseguía.
Con un leve movimiento de muñeca asió mejor la espada mientras pasaba como una centella por delante del troll sangrante. Lanzó un pesado golpe con la izquierda para derribar a la sentenciada criatura, y se apresuró a perseguir a su compañero en retirada. Este troll, armado con escudo y una pequeña espada, levantó ambos para bloquear el golpe, pero el hombre siguió adelante, deshaciéndose de ambos obstáculos sin esfuerzo, ya que su espada era demasiado buena para tan magras defensas. Un trozo de escudo salió volando, arrastrando un trozo del brazo del troll. La hoja de la espada de la criatura cayó al suelo y en seguida tuvo como compañía la cabeza del troll.
El guerrero conocido como el Salteador de Caminos frenó su carrera para tomar aliento y echar una mirada al campo de batalla. Sólo permanecía intacto un pequeño grupo de trolls, unos veinte, formados en una apretada cuña, en el otro extremo del campo.
Tras la máscara, el hombre entornó los ojos.
Veinte trolls.
Lanzó un grito y salió a la carga sin dejar de gritar para llamar la atención de los trolls. Una lanza salió volando hacia él, pero la paró con la espada. La lanza cayó a un lado sin hacerle el menor daño. Paró con la mano que tenía libre otra lanza y la arrojó al suelo. Se volvió a un lado y a otro, sin dejar de avanzar, y se inclinó para dejar pasar otra. A continuación desvió ligeramente su trayectoria y dio una voltereta para pasar por debajo de un cuarto proyectil, tras lo cual saltó por encima de un quinto.
La andanada arreció y se hizo más concentrada y coordinada, combinada con una lluvia de piedras.
Gritó de rabia, de furia, de pura ferocidad. Con la espada y la mano libre moviéndose frenéticamente mientras giraba y se agachaba y se inclinaba, consiguió salir del ataque sin un solo arañazo.
La formación en cuña de los trolls, que tenía un aspecto tan formidable hacía apenas un instante, se deshizo al huir las criaturas en desbandada ante ese loco al que también conocían por muchos nombres, todos los cuales inspiraban terror.
El más próximo, luego el segundo, luego el tercero, cayeron en rápida sucesión ante su destellante y maravillosa espada, y siguió la persecución durante un buen rato, hasta que expulsó al grupo del campo de batalla.
Estaba furioso por estar allí, furioso por haber sido llevado con engaño, furioso por estar lejos de su amada, pero Bransen no podía negar el goce que representaba el encarnizado combate con un enemigo incorregible.
Toda esa furia afluía a sus brazos, transmitiéndoles fuerza y velocidad.
Y no había en el mundo sangre de troll suficiente para saciarlo.
—Has hecho bien en engañar a ese —dijo el hermano Jond Dumolnay a Dawson McKeege mientras observaban cómo ahuyentaba Bransen a los monstruos. El monje seguía trabajando en la curación de uno de los vanguardianos heridos mientras hablaba, cortando la guerrera del hombre para dejar al descubierto un agujero en el pecho del que manaba sangre en abundancia. Jond respiró hondo ante aquel espectáculo horripilante y se puso a la tarea con su piedra del alma, invocando sus poderes curativos para tratar de frenar la hemorragia.
—Fue tanto por nuestro bien como por el suyo —respondió McKeege, en una actitud bastante defensiva—. Tu Iglesia lo hubiera entregado al laird Delaval y seguramente lo hubieran ensacado con una víbora.
El hermano Jond continuó con sus plegarias, pero sólo momentáneamente, porque vio que el hombre dejaba de sangrar e hizo un gesto de alivio al notar que el herido empezaba a estabilizarse. Jond suspiró y se echó hacia atrás, dejando caer sus manos ensangrentadas sobre los muslos.
—¿Crees que lo habrían metido en un saco? —dijo respondiendo a las palabras de McKeege, y ambos agradecieron esa conversación que les permitía aislarse de la situación—. ¡Seguro que no, si conocían su habilidad con la espada! Lo habrían enviado a toda prisa al sur a luchar con el laird Ethelbert. Apostaría lo que fuera.
—Lo que se rumorea es que este Salteador de Caminos creó una situación muy embarazosa para el príncipe Yeslnik, uno de los sobrinos favoritos del laird Delaval. Si Delaval le hubiera puesto la mano encima, Bransen no habría tenido ocasión de demostrar su valía… y dudo que se hubiera prestado a luchar por Delaval. Tuvo un pequeño conflicto con el laird de Pryd… se dice que lo mató.
—¿Al propio laird de Pryd?
—A su hijo, Prydae. ¿Los conoces?
—Conozco, o más bien conocía, al padre —explicó el hermano Jond.
—¿Y?
—Probablemente se lo mereciera —admitió el hermano Jond con una risita resignada—. Si el hijo se parecía al padre, quiero decir.
Dawson McKeege rio al oírlo, no muy dispuesto a rebatir su afirmación. A su parecer, la mayor parte de los terratenientes de Honce, títulos que pasaban de una generación a otra, dejaban bastante que desear, lo cual, por supuesto, le hacía apreciar aún más a su dama Gwydre, esa notable excepción.
—Aquí viene nuestro adalid —dijo Jond, señalando a Bransen, que regresaba—. Me temo que tendrá que intervenir el propio Masur Delaval para enjugar la sangre de su espada.
—Más ensangrentada después de cada batalla —coincidió Dawson.
—Tres hurras por la clarividencia de Dawson —dijo el hermano Jond.
Bransen se acercó, con la vista fija en Jond, pero cuando notó la presencia de Dawson, cambió rápidamente de rumbo con expresión tensa.
—Lo apropiado es que un luchador que regresa informe a su comandante —le recordó Dawson.
Bransen se detuvo y se quedó inmóvil unos segundos, recobrando la compostura.
—De hecho, debes considerarlo necesario —insistió Dawson.
Bransen se volvió lentamente para mirarlo.
—Las bestias están vencidas y huyen en desbandada —dijo—. Tardarán en volver.
—Bien hecho, pues —intervino el hermano Jond. Su buena relación con ambos hombres sirvió para disipar la evidente tensión—. Mis hermanos abellicanos y yo estamos al límite de nuestras energías mágicas. Me temo que un asalto más y no hubiéramos podido atender a tantos heridos.
—Es curioso —dijo desde un lado una voz que hizo volver la cabeza a los tres. Estuvieron a punto de dar un respingo al encontrarse a la dama Gwydre montada a horcajadas sobre su yegua ruana—. Por todo lo que he oído del hermano Jond, apostaría a que sería capaz de encontrar más energía en su interior si un hombre yaciera herido ante él.
—Milady —dijo Dawson, poniéndose de pie con dificultad—, ¿cuándo habéis llegado al campo de batalla?
—Quédate tranquilo, amigo mío. —La dama acompañó sus palabras con un gesto dela mano.
—Sois demasiado bondadosa, dama Gwydre —dijo el hermano Jond bajando la mirada.
—Sólo oigo rumores, buen hermano —respondió—, no soy yo quien los inicia. Tu fama supera a tu humildad, y todo Vanguard considera una bendición contar contigo.
A pesar de sí mismo y de su sincera humildad, el hermano Jond no pudo reprimir un esbozo de sonrisa al oírla.
—Y tú eres —dijo Gwydre dirigiéndose a Bransen— la Espada Danzarina ¿verdad?
—Ese no es mi nombre.
—Es Bransen Garibond —dijo Dawson, lanzando una mirada de reprobación al joven e imprudente guerrero—. O tal vez prefiera que lo llamen Salteador de Caminos, el nombre que le han dado por sus fechorías en el sur. El nombre por el que hubiera sido encerrado en un saco o colgado.
Bransen le sonrió.
—El Salteador de Caminos está bien.
—Tus hazañas no pasan desapercibidas… Bransen —dijo Gwydre—. Cuando esto haya terminado, en caso de que optes por marcharte de Vanguard, prometo entregarte una cédula de reconocimiento y perdón, aunque no puedo dar fe de que los terratenientes del sur vayan a reconocerla.
—¿En caso de que opte? —dijo Bransen sarcásticamente—. ¿Qué prisionero podría preferir permanecer en su mazmorra?
—¡Un poco de respeto! —le advirtió Dawson, pero Gwydre le indicó que se callara.
—Vanguard no es una prisión, Bransen Garibond —dijo la dama Gwydre—. Es una patria. Es la patria de muchos, muchísimos hombres buenos. Pero eres libre de verlo como tú quieras, por supuesto.
—Sin embargo, debo luchar por ella, independientemente de mis sentimientos.
—Entonces lucha por ti mismo —retrucó la dama—. Por tu libertad, tal como la concibas, o por tu joven y hermosa esposa, que no merece ver a su marido metido en un saco junto con una víbora venenosa. No me importa la causa por la que luches, pero insisto en que lo hagas. Y aunque no puedas ver el bien que hace tu magnífica espada, nosotros sí podemos. Y aunque no te importe que a esas familias se les dé una oportunidad de vivir en paz y seguridad gracias a tus actuaciones contra las hordas inspiradas por los samhaístas, a nosotros sí nos importa.
Dicho esto, espoleó a su caballo y se alejó.
Dawson lucía una sonrisa mientras meneaba la cabeza mirando a Bransen.
—Algún día te librarás de ese empecinado orgullo —predijo—, y verás la verdad de la dama Gwydre, la verdad de todo esto, y te avergonzarás de haberle hablado de esa manera.
Entonces él también se alejó.
Bransen se lo quedó mirando, sin pestañear, taladrando con los ojos la espada del hombre.
—Te has batido brillantemente hoy —le dijo el hermano Jond—. Pensé que todo estaba perdido y que seríamos nosotros los que nos batiríamos en retirada.
Bransen miró a Jond, un hombre al que le había resultado difícil odiar, a pesar de su enfado con los abellicanos.
—Tal vez eso represente poco para ti —prosiguió Jond—. Ningún campo de batalla merece el esfuerzo, por supuesto, y a ti no te importa si Gwydre triunfa o es vencida. —Miró al hombre que yacía ante él—. Pero, sin ti, este hombre no habría sobrevivido a sus heridas, y una mujer no muy diferente de la tuya lo lloraría para siempre.
—A la dama Gwydre no le importa el motivo por el que lucho —le contestó Bransen, aferrándose a su enfado—. ¿Por qué habría de importarte a ti?
—La dama Gwydre tal vez tenga cosas más grandes de las que ocuparse que el corazón y el alma de un solo hombre.
—¿Y el hermano Jond no?
El monje se encogió de hombros.
—Mis victorias son más pequeñas, sin duda, pero no menos importantes ni menos satisfactorias.
Bransen se disponía a replicar, pero se mordió la lengua. Y con un gesto, displicente, se fue.
El hermano Jond lo miró irse con una sonrisa condescendiente. El enfado de Bransen era real, pero también lo era su compasión.
Jond tenía fe en que al final prevalecería esa compasión, porque él había visto más allá de Bransen el guerrero, de ese Danzarín de la Espada o Salteador de Caminos, como lo llamaban unos u otros. Después de las batallas anteriores, Bransen había ayudado al hermano Jond y a los demás con los heridos, y su habilidad en esos menesteres no era menor que su destreza en el combate.
Y esa misma noche, más tarde, Bransen y Jond trabajaban codo con codo asistiendo a los heridos.
—Los odias —señaló Jond.
—¿A quiénes?
—Para empezar, a McKeege y a la dama Gwydre —repuso Jond—. También a mis hermanos del sur. Eres demasiado joven para tanta ira.
Bransen lo miró con curiosidad, en gran parte porque ese monje marchito no era mucho mayor que él, y le resultaba un poco extraño oír que lo llamara «joven».
—No tengo tanta ira como crees.
—Me complace oír eso —dijo Jond con sinceridad.
—Sin embargo, he visto más doblez y maldad de lo que cabe esperar —prosiguió Bransen. Hizo una pausa y se inclinó sobre una mujer malherida. Le apoyó la mano en el vientre y le cerró los ojos. Sintió el calor que se concentraba en su mano, y el suave gemido de la mujer le dijo que su esfuerzo estaba surtiendo efecto, aunque no sabía todavía si podría aportar el alivio suficiente para reparar el penetrante daño que una lanza había producido en sus entrañas.
Después de un momento, Bransen abrió los ojos y al inclinar hacia atrás la cabeza vio que el hermano Jond lo estaba mirando fijamente.
—¿Qué haces? —preguntó el monje—. Para curarlos, quiero decir. No tienes gemas y sin embargo no puedo ignorar lo que me muestran mis ojos. Tu trabajo tiene un efecto positivo sobre sus heridas, casi tanto como el que consigue un hermano habilidoso con una piedra del alma.
—Mi madre era Jhesta Tu —dijo Bransen y el hermano Jond hizo un gesto de perplejidad—. ¿Sabes lo que significa?
El monje negó con la cabeza. El gesto de Bransen demostraba que no le extrañaba en absoluto.
—Lo suponía.
—¿Jhesta Tu es una… religión?
—Una forma de vida —dijo Bransen—. Una filosofía. ¿Una religión? Sí. Y puesto que no pertenece a Honce, sino a Behr, sería de esperar que la orden abellicana no tuviera motivos para odiarla. Sin embargo, lo hacen. Después de todo ¿por qué controlar las vidas de las personas sólo un tramo del camino?
—Tu sarcasmo no tiene límites.
—Si los tiene, tú no los verás —le prometió Bransen, y aun a su pesar, sonreía mientras hablaba, y también hizo reír al hermano Jond.
—Sé que si viniste aquí fue como resultado de una mentira —dijo Jond un buen rato después, cuando los dos llegaron por fin al último de los heridos—, pero no puedo negar que me alegro de que hayas venido, lo mismo que ellos —añadió, haciendo con el brazo un movimiento que abarcaba a todos los allí reunidos.
A Bransen le hubiera gustado dar una respuesta mordaz, pero ante el espectáculo de sufrimiento que tenía ante sí, entendió que no podía.
—Y yo también. —La voz llegó desde detrás, y al volverse, los dos se encontraron ante la dama Gwydre, que por segunda vez en ese día se inmiscuía en una conversación del hermano Jond.
Bransen se la quedó mirando como única respuesta.
—Bienvenida otra vez, señora —dijo el hermano Jond—. Vuestra presencia sin duda levantará el espíritu de estos pobres guerreros heridos.
—Ya habrá tiempo de eso —prometió—, por el momento sólo quisiera hablar con tu compañero.
Fijó la mirada en Bransen y le indicó que la siguiera al exterior de la tienda.
—Tu enfado es comprensible —le dijo cuando estuvieron a solas.
Ella abría la marcha, caminando a través del campamento bajo una leve llovizna que había empezado a caer.
—Dormiré más tranquilo sabiendo que cuento con vuestra aprobación —respondió él, regodeándose un poco en la posibilidad de hablar de forma tan desenfadada y directa a esa imponente y poderosa dama. Tuvo la sensación de haber conseguido una pequeña victoria con aquella réplica, aunque de inmediato se recriminó ese impulso tan petulante e infantil, especialmente al ver que Gwydre no rechistaba, como si su respuesta fuera merecida o al menos comprensible.
—El viento muerde las carnes esta noche —dijo la mujer—. La estación va a cambiar pronto, me temo, y nuestros enemigos no cejarán en su empeño, ya que los trolls del hielo no sienten el frío. Sin embargo, mis fuerzas lo pasarán mucho peor.
—Un hecho que a vos no os preocupa demasiado —dijo Bransen, y esta vez recibió una mirada furiosa de la Dama de Vanguard—, salvo en lo que afecta a vuestros dominios, quiero decir.
—¿Entiendes y aceptas el motivo por el cual te trajo aquí Dawson? —preguntó Gwydre con calma.
—Entiendo que fui engañado.
—Por tu propio bien.
—Y por el vuestro. —Bransen hizo un alto mientras vertía la acusación, y se volvió a mirar a la dama.
—Sí, lo admito —dijo—. Y aunque no había oído hablar de Bransen Garibond, ni conocía la leyenda de ese Salteador de Caminos cuando Dawson dejó Pireth Vanguard y no tenía ni idea de que iba a obligarte a venir, admito abiertamente que apruebo su táctica y los resultados de la misma.
—¡Y os atrevéis a decir eso aquí, a solas conmigo!
Gwydre se rio.
—Abiertamente —reiteró—. Sé lo suficiente sobre Bransen como para reconocer que no es ningún asesino.
—Pero mi enfado es justificado.
—Justificado no significa que no esté mal dirigido —dijo Gwydre—. Veo que has trabado amistad con el hermano Jond y con algunos otros.
Bransen se encogió de hombros.
—Si ahora mismo te concediera la libertad sin que tuvieras que enfrentarte a ningún castigo en caso de que decidieras marcharte, ¿lo harías? —preguntó—. ¿Irías a recoger a tu esposa y a su madre, y os marcharíais de Vanguard?
—Sí —dijo Bransen sin vacilar y con toda la convicción que era capaz de expresar su voz.
—¿Lo harías de verdad? —insistió la dama Gwydre—. ¿Dejarías al hermano Jond y a los demás? ¿Permitirías que las hordas de trolls de los samhaístas asolasen Vanguard y matasen a hombres, mujeres y niños inocentes?
—¡Esta no es mi lucha! —replicó Bransen, aunque esta vez su tono fue algo menos convincente.
—Lo es ahora.
—¡Sólo en virtud de un engaño!
Gwydre hizo una pausa y alzó la mano para hacer callar al exaltado Bransen.
—Como quieras —aceptó.
—¿Dejaréis que me marche?
—No, no puedo, aunque realmente me gustaría, lo mismo que al resto de los soldados —dijo—. Hay demasiado en juego, y por eso insisto en que te quedes.
—Dawson McKeege estaría orgulloso de vos —respondió Bransen con su proverbial sarcasmo.
—No quiero que esta guerra se prolongue durante todo el invierno —dijo la dama Gwydre y reanudó la marcha seguida por Bransen—. El frío favorece a mis enemigos.
—Por favor, poned fin a esto.
—Estoy pensando en formar un grupo de guerreros elegidos para penetrar en las filas enemigas, tal vez para decapitar a la bestia. Esas hordas se mantienen unidas por la mera voluntad y la maldad del Anciano Badden, un samhaísta despreciable.
—Esa es una descripción redundante, por lo que he visto.
—Lo es —concedió la dama—. ¿Estás de acuerdo con mi razonamiento?
—Me estáis pidiendo que me una a vuestra fuerza de ataque.
—Es precisamente lo que te estoy encomendando.
Bransen se detuvo y Gwydre hizo lo propio, echando una mirada hacia atrás y dándole todo el tiempo que necesitara para pensarlo detenidamente.
—¿Hasta dónde y durante cuanto tiempo? —preguntó él.
—Hasta algún lugar en el norte —respondió la dama—. Tal vez un viaje de más de dos semanas, y eso si vuestra presencia no es detectada por el enemigo.
—Si voy, y si esa bestia, el Anciano Badden, resulta muerto, quiero mi libertad —dijo Bransen—. Aunque esa acción no ponga fin a vuestra guerra, como esperáis. Quiero mi libertad con vuestro beneplácito y vuestra firma autorizándome a volver a las tierras meridionales de Honce. Y me proporcionaréis un barco para llevar a mi familia a casa.
—No estás en condiciones de negociar —fue la respuesta.
—Y sin embargo, negocio. Aunque matar al Anciano Badden no ponga fin a esta guerra, quiero mi libertad.
—No te irás —dijo la dama Gwydre.
—Si de veras creéis eso, no tenéis nada que perder.
—De acuerdo, entonces —dijo ella—. Tráeme la cabeza de Badden y haré que Dawson McKeege te lleve de regreso al Monasterio de Abelle, junto con mi recomendación de que se te perdonen tus imprudencias anteriores, aunque no puedo garantizar que los terratenientes y la iglesia meridionales atiendan a mi recomendación.
—Dejad que yo me ocupe de eso.
La dama Gwydre se lo quedó mirando un momento más mientras se arrebujaba en su capa. Después, tras una leve inclinación de cabeza, se marchó.
Bransen se quedó allí un buen rato mirándola mientras se alejaba y pensando que al menos ahora tenía un camino abierto ante sí, un lugar al que ir con la esperanza de un futuro.
No se le ocurrió pensar que el Anciano Badden sería el enemigo más formidable al que se hubiera enfrentado jamás.