QUINCE

Ecos de Cordon Roe

—¡Concentración! —recomendó el hermano Giavno imponiéndose al tumulto de la batalla. Las rudimentarias lanzas se enfrentaban a piedras lanzadas desde lo alto; un continuo intercambio de provocaciones, y golpes incesantes de las pesadas mazas de madera de los bárbaros sobre las piedras en un intento de debilitar la solidez de la fortificación—. En ello os va la vida.

Los dos monjes más jóvenes se miraron con obvia preocupación. ¡No era para menos, porque estaban a punto de irrumpir en medio de los atacantes bárbaros!

—Hermano Faldo, debes mantener el poder de la serpentina —repitió una vez más Giavno—. ¡Cueste lo que cueste! ¡Déjate clavar una lanza en el pecho antes que permitir que se disipe la magia de esa gema!

Faldo apoyó su enorme pero ligero escudo sobre el hombro y asintió con gesto sumiso. Detrás de él, el otro joven voluntario, el hermano Mootkris, se acercó y asió a su compañero de la mano. Juntos se dirigieron a la puerta secreta que había en el muro, justo a un lado de lo más encarnizado de la batalla. Siguiendo las instrucciones que habían recibido, Moorkris extendió la mano con la palma abierta hacia Giavno y este le hizo a Faldo una seña para que activara el escudo de serpentina.

Un momento después, un resplandor envolvió a los dos jóvenes monjes, y Giavno le dio al hermano Moorkris un rubí, la piedra del fuego.

—A la carga —susurró a los dos que accionaban la puerta.

Esta se abrió rápidamente, y Giavno empujó a los dos jóvenes hermanos, aterrorizados, y a continuación volvió a entrar por la puerta a toda velocidad y se hizo a un lado, apoyando la espalda contra la piedra. Sabía que no aguantarían demasiado tiempo la tensión.

Y tenía razón, porque apenas se habían apartado los dos de la puerta cuando los bárbaros ya habían reparado en ellos. Faldo hizo bien en mantenerse agachado detrás del escudo y en seguir con el pensamiento fijo en la serpentina para que no desapareciera la protección mágica. Una lanza golpeó en el escudo, luego otra, pero eran de factura bárbara, hechas de capas finas de madera sobre una base de cuero, y por lo tanto no atravesaron el sofisticado artilugio.

No obstante, los alpinadoranos no vacilaron en lo más mínimo y se lanzaron al ataque, y Faldo fue embestido. La fuerza de la embestida lo lanzó hacia atrás y estuvo a punto de dar con él en el suelo.

Hay que reconocer que fue capaz de mantener la barrera de la serpentina, pero la sacudida quebró la unión con su compañero en el preciso momento en que Moorkris enviaba su energía a través del rubí y conjuraba una tremenda bola de fuego.

Interrumpida la conexión con Faldo, Moorkris se quedó sin protección frente a su propia andanada y, al igual que los pobres bárbaros sorprendidos, fue engullido por sus propias llamas.

Todo fueron gritos, quemaduras y alaridos, y el hermano Faldo, confundido y sin la menor idea de adónde ir, retrocedió entre el humo, dando rumbos hacia la puerta. Sintió que alguien le daba un puñetazo en la espalda, pero consiguió entrar tambaleándose, y Giavno y los demás pronto cerraron y arrancaron el portal detrás de él.

—Mantuve la barrera… —dijo balbuceando el vapuleado joven, farfullando bajo el peso de la culpa cuando cayó en la cuenta de que al romper la unión había sacrificado a su amigo Moorkris. No pudo redondear la frase, pues cayó hacia adelante ya que el golpe que había recibido en la espalda no era un puñetazo sino una lanza que le había atravesado el riñón.

—Llevadlo con el padre De Guilbe —les gritó Giavno a los otros dos hombres mientras corría en busca de una escalera para subir a los parapetos. Cuando llegó allí, descubrió que sus camaradas habían dejado de arrojar piedras a sus atacantes, y al mirar por encima del muro se dio cuenta del porqué.

Los alpinadoranos huían, y precisamente por debajo de donde estaba, Giavno vio nada menos que siete cuerpos, hombres o mujeres, no era posible distinguirlos, que o bien permanecían inmóviles o bien se retorcían en el suelo en una agonía mortal, con la ropa fundida, la piel llena de ampollas y llagas. Reconoció al monje al que acababa de enviar allí fuera por la forma de su hábito todavía en llamas, pero el impulso de correr a recuperar al hermano Moorkris duró apenas un segundo, el tiempo que tardó en darse cuenta de que el joven y prometedor abellicano ya estaba muerto.

Con el corazón apesadumbrado y un hondo suspiro, el hermano Giavno se dirigió a las habitaciones del padre De Guilbe, rogando que al menos sobreviviera el hermano Faldo.

Hizo una pausa ante un grupo de varios hermanos que contemplaban la horripilante escena de allí abajo.

—Salid por la puerta secreta y ved si se puede salvar a alguno de nuestros enemigos. Actuad con rapidez y regresad al primer indicio de que sus compañeros se dispongan a perseguiros.

Pensó que era una orden insignificante, fácil de seguir y sin más consecuencia que la de poder arrancar de las garras de la muerte a uno o dos de sus chamuscados enemigos, pero no podía estar más equivocado porque, en cuanto los hermanos trataron de acercarse a los heridos que se debatían en el suelo, las fuerzas bárbaras llegaron aullando y cargando contra ellos con una furia totalmente impensada. Los monjes consiguieron volver dentro, arrastrando consigo a un guerrero alpinadorano gravemente herido, pero tuvieron que arrancar la puerta rápidamente mientras a lo largo de todo el parapeto se oían gritos pidiendo más apoyo.

Los alpinadoranos corrían indiferentes a su suerte, lanzándose contra los muros, estrellándose contra ellos y al parecer sin que les preocupara la lluvia de piedras que les caía encima.

—Reforzad ese portal —gritó Giavno, y el número de hermanos que se pusieron a trabajar apilando piedras tras la vapuleada puerta secreta prácticamente igualaba al de los que repelían el ataque desde las murallas.

De las tres batallas que había habido hasta ese momento, aquella fue la más desequilibrada. Otro puñado de bárbaros resultó muerto y varios más quedaron malheridos, pero ni un solo monje sufrió heridas graves.

Sin embargo, para Giavno esa batalla fue la más preocupante de todas pues quedó convencido en lo más hondo de que esos enemigos que arremetían contra el Monasterio Insular estaban dispuestos a morir hasta el último hombre o mujer para recuperar a sus hermanos.

Jamás había visto una entrega tan feroz.

Tampoco Cormack, que lo había presenciado todo —la bola de fuego, la retirada, el segundo ataque salvaje— con auténtico horror.

«No podemos ganar», se dijo para sí muchas veces, porque hasta entonces no había comprendido realmente lo que significaba «ganar».

Poco después vio al hermano Giavno corriendo hacia la puerta del despacho De Guilbe, pensó en seguirlo para implorarles que desistieran de esa locura.

Pero sus pies no obedecían las órdenes de su cerebro. No tenía ánimos para otra discusión con aquellos dos.

Los tres monjes estaban de pie, uno al lado del otro, en el despacho de De Guilbe, frente al padre y al hermano Giavno, que estaba ante el primero pidiendo su informe.

—No comen —respondió el joven monje a la pregunta de Giavno.

El hermano Cormack corroboró sus palabras con una mueca. Androosis y los otros no querían probar ni un bocado. El chamán capturado había decretado que debían morir antes que acceder a los deseos de sus malditos captores.

—Entonces, haz que coman —le dijo Giavno al hombre, que retrocedió un paso al ver la intensidad con que su superior pronunciaba las palabras.

—Lo hemos hecho —respondió titubeando—. Los sujetamos y les metimos por la fuerza comida y bebida en la boca. Lo escupieron casi todo.

—Pero algo comieron —razonó Giavno—. Eso está bien. Es probable que sus cuerpos puedan más que su determinación.

—Es posible —dijo Cormack entre dientes.

—Cuando volvimos a verlos al día siguiente, estaban cubiertos de vómitos —explicó el monje joven.

Giavno volvió a mirar al padre De Guilbe y lanzó un suspiro de disgusto.

—Atadlos más fuerte —ordenó cuando se volvió a mirar al joven—, que no puedan llevarse los dedos a la boca.

—Sí, hermano —respondió el joven monje bajando la mirada.

—¿Habéis puesto al cuarto con ellos? —preguntó el padre De Guilbe, refiriéndose al bárbaro que había sido alcanzado por la bola de fuego del hermano Moorkris. El hombre luciría espantosas cicatrices el resto de su vida, pero gracias a la magia de las piedras, le habían salvado la vida.

—Todavía no, padre —replicó el monje—. El hermano Mn’Ache teme que sus heridas puedan infectarse con la tierra del suelo de la mazmorra.

—Entonces ponedle mantas debajo —propuso Giavno, y por el gesto de asentimiento del padre De Guilbe, Cormack coligió que era de la misma opinión.

—Se recupera bien, y seguramente estará listo para la mazmorra dentro de… —trató de explicar el joven monje, pero Giavno le impidió seguir hablando.

—O se recupera en la mazmorra o no se recupera. No quiero tener a un enemigo peligroso entre nosotros cuando vuelvan a atacar los suyos. ¿Quieres que se levante de su jergón y asesine al padre Mn’Ache mientras está distraído atendiéndonos a uno de nosotros?

—Está atado.

—A la mazmorra con él. ¡Puedes marcharte! —ordenó Giavno.

El joven monje vaciló sólo un momento, luego se dio media vuelta y salió a toda prisa.

—Es un asunto desagradable —admitió el padre De Guilbe—. Tened fe, todos vosotros. Tened presente que nuestro hermano Mn’Ache consiguió salvar dos vidas durante la noche, la del bárbaro quemado y la del hermano Faldo.

—El hermano Faldo todavía no ha despertado —replicó Giavno—, y el hermano Mn’Ache no está seguro de que vaya a recuperarse.

—Lo hará —dijo De Guilbe con una sonrisa confiada, e hizo una seña a Giavno de que prosiguiera.

El monje que estaba al lado de Cormack habló detalladamente sobre el apuntalamiento de los muros y la preparación de las piedras para arrojar contra los bárbaros.

—No traspasarán nuestras defensas —los tranquilizó.

La aseveración era ridícula, por supuesto, y más que una evaluación era un intento de levantarles la moral, pero pareció dejar satisfechos a los hermanos. Giavno palmeó al monje en el hombro y se plantó delante de Cormack.

—Las provisiones de agua son inagotables —informó Cormack, encogiéndose de hombros antes de que Giavno tuviera siquiera ocasión de preguntar, como si con eso quisiera plantear para qué se tomaban el trabajo de convocarlo a esas reuniones. Después de todo, su único cometido era aprovisionarlos de agua y pescado.

—¿Y el pescado?

—El lago está lleno. Vienen a nuestro estanque escondido para comer y no resulta difícil pescarlos.

—Triplica la captura —dijo inesperadamente el padre De Guilbe.

—¿Padre? —se suspendió Cormack.

—El triple, por lo menos —respondió el hombre—. Nuestros enemigos no cejarán, pero pagarán un precio muy alto por seguir arrojándose contra nuestros muros, estoy seguro. Buscarán una manera de atacarnos, y si llegan a enterarse de que tenemos esos recursos inagotables podrían tratar de privarnos de ellos. No podemos permitirlo.

—Sí, padre —dijo Cormack.

—¿Echas una mirada a nuestros huéspedes mientras vas y vienes del estanque? —preguntó De Guilbe.

Cormack se encogió de hombros como única respuesta.

—No te está prohibido hacerlo —aclaró el padre De Guilbe.

—A veces —admitió Cormack.

—¿Y están tal como aquí se ha dicho?

—Se niegan a comer —admitió Cormack, y entonces ya no pudo aguantar más—. Se están debilitando. No ceden en absoluto, padre. Se niegan a abandonar sus creencias y abrazar las nuestras, incluso aunque tengan que pagar con su propia vida…

—Cordon Roe —lo interrumpió el padre De Guilbe, dirigiendo el comentario al hermano Giavno, que sonrió. Cormack hizo una mueca al oírlo.

Si De Guilbe era capaz de percibir esa analogía, ¿por qué insistía en mantener prisioneros a los alpinadoranos? Porque el resultado final sería su muerte o su invalidez permanente. ¿Acaso podía ser de otra manera?

Cormack quería gritarles esas preguntas a esos dos monjes, pero la puerta se abrió de repente y el mismo monje que acababa de salir para llevar al alpinadorano a la mazmorra irrumpió en el despacho.

—¡Un mensajero! —gritó sin aliento—. En la puerta delantera. Se aproxima un mensajero de nuestros enemigos.

—¿Dejamos que entre? —le preguntó el hermano Giavno a De Guilbe, que vaciló unos segundos y después negó con la cabeza.

—No, averiguaría demasiadas cosas sobre nuestras defensas —decidió el superior—. Mejor vayamos a la muralla y salgamos a recibirlo.

Se puso en marcha de inmediato, con Giavno a su lado y seguido por Cormack y los demás.

En cuanto subió la escalera hasta el parapeto que había por encima de la puerta del templo, Cormack se dio cuenta de que se encontraba ante uno de los jefes de los bárbaros de Yossunfier, o tal vez ante el mismísimo jefe supremo. Era obvio que el hombre era un chamán, porque usaba los mismos collares ornamentales que Milkeila, aunque más ostentosos, y la holgada túnica decorada con conchas y otros abalorios sonaba como un cascabel a cada paso que daba. Era viejo. Había superado con creces los sesenta años, por lo menos, y por lo que Milkeila le había contado sobre la sociedad alpinadorana, sabía que la edad no era un detalle insignificante en la jerarquía de las tribus.

—Soy Teydru —dijo, con voz alta y clara, y Cormack tragó saliva, porque había oído aquel nombre y sabía que el hombre que tenía ante sí era el jefe espiritual absoluto del pueblo de Milkeila.

—Nadie te ha invitado a venir, Teydru —respondió cortante el padre De Guilbe. Todavía sonó más mordaz y envarado por su falta de dominio de la lengua común de los alpinadoranos.

—Tienes a tres de mis hombres —prosiguió Teydru sin amilanarse.

—A cuatro —lo corrigió de Guilbe, y eso pareció impresionar un poco al hombre—, y todos ellos están vivos gracias a los sagrados dones del beato Abelle. Sólo gracias a nuestro trabajo y nuestros poderes curativos.

—Entonces sería preferible que estuvieran muertos —dijo Teydru.

Por el rabillo del ojo Cormack sorprendió una mueca sarcástica de De Guilbe.

—Marchaos de esta isla —dijo De Guilbe.

—Devolvednos a nuestros hermanos y nos marcharemos.

—Tus hermanos están vivos sólo por nuestros esfuerzos. Han sentido el calor y el amor de Abelle.

—¿Han abrazado tu fe? —preguntó Teydru, y el tono de su voz les reveló a los monjes que no lo creía ni por un momento.

—Empiezan a ver la verdad del beato Abelle —respondió De Guilbe crípticamente.

Para Cormack, había una gran ironía en esa aseveración. El padre De Guilbe era un hombre totalmente intolerante que pedía tolerancia de los demás, un hombre que cambiaría sus ideas.

—¡Tráelos y deja que hablen! —exigió Teydru, y De Guilbe cruzó los brazos sobre el pecho, mirando al hombre desde su altura.

—No estás en situación de negociar —le recordó el monje al chamán—. Nos habéis atacado tres veces, y tres veces os hemos rechazado. Eso no cambiará. Tu gente muere ante nuestras murallas, pero nosotros seguimos aquí. No puedes ganar, Teydru.

—No nos marcharemos —respondió el chamán con firmeza—. No dejaremos de atacaros. Nos llevaremos a nuestros hermanos.

—¿O qué? ¿O moriréis al pie de nuestros muros?

La pulla no tuvo el efecto que quería el padre De Guilbe, era evidente, porque Teydru cuadró los hombros y alzó el mentón orgullosamente.

—Si eso es lo que mandan nuestros espíritus —respondió sin que le temblara la voz—, no nos marcharemos. No dejaremos de atacaros. Nos llevaremos a nuestros hermanos.

Cormack se pasó la lengua por los labios y consiguió apartar la mirada del imponente bárbaro para mirar al padre De Guilbe.

—Os mataremos a todos —prometió el monje.

—Entonces moriremos gozosos —dijo Teydru, y acto seguido se volvió y se alejó lentamente.

El padre De Guilbe y el hermano Giavno permanecieron allí unos instantes antes de volver al despacho del padre.

—Como no pueden derrotarnos, tratan de negociar —dijo esperanzado un joven monje a un grupo reunido cerca de donde estaba Cormack—. Pronto se darán por vencidos y se marcharán.

—No lo harán —lo corrigió Cormack, atrayendo muchas miradas—. Lucharán hasta el último hombre.

—No serán tan tontos —replicó el hombre.

—Pero son así de fieles —dijo Cormack, y se marchó hacia los túneles y el estanque, y esta vez prestó más atención a los cuatro prisioneros al pasar por delante.

Transcurrieron cuatro días de tensión antes del siguiente ataque, que se produjo justo cuando algunos de los hermanos estaban empezando a murmurar que los bárbaros habían optado por poner sitio al templo en lugar de asaltarlo otra vez.

No tuvieron tanta suerte, y el motivo de la demora quedó bien claro en seguida: los bárbaros se habían estado entrenando, habían pensado y se habían pertrechado mejor. En ningún momento fue eso más evidente que cuando un par de hermanos se internaron en la multitud, tal como habían hecho Faldo y Moorkris. La horda se apartó de ellos a toda velocidad, mientras otros, situados a cierta distancia, lanzaban una andanada de lanzas y rocas contra los monjes que los obligó a retroceder tambaleándose hacia la muralla.

De inmediato se lanzaron a perseguirlos, y hay que reconocer que los monjes consiguieron mantener la concentración en el escudo de serpentina en todo momento, con lo cual pudieron contrarrestar el ataque con una deslumbrante bola de fuego.

Sin embargo, los guerreros bárbaros más cercanos, que evidentemente esperaban la explosión, rápidamente hicieron una maniobra evasiva. ¡Pero lo más sorprendente es que iban envueltos en mantas empapadas de agua! Un par de ellos sufrió heridas leves, pero de repente los dos pobres monjes fueron víctimas de un brutal asalto.

Desde la muralla, Giavno, Cormack y los demás les advirtieron a gritos que corrieran a ponerse a buen recaudo, y así lo hicieron, aunque no pudieron superar la velocidad de las lanzas.

Desde la muralla lanzaron rayos relampagueantes, junto con una lluvia de piedras. Algunos bárbaros cayeron, gravemente heridos.

Pero también cayeron los monjes, uno junto al otro.

Probablemente habrían sobrevivido a sus heridas de no haber continuado los monjes de la muralla con su ataque contra las hordas que se aproximaban, pues los atacantes querían prisioneros para poder hacer un intercambio. Sin embargo, la andanada era tan intensa que no pudieron acercarse a los hermanos caídos.

Los alpinadoranos lanzaron otra lluvia de flechas contra el indefenso dúo.

En el otro lado del templo, en la muralla occidental, una segunda oleada de bárbaros se lanzó al ataque aullando, sabiendo que la mayor parte de los monjes estaba al otro lado, tratando de ayudar a sus hombres caídos.

—¡Acudid! ¡Acudid! —les gritó Giavno a Cormack y a algunos otros, que bajaron de un salto de la muralla y a todo correr llegaron al otro lado, donde vieron que los hermanos situados en los parapetos ya estaban luchando contra el feroz enemigo. Una serie de rayos relampagueantes sacudió el terreno debajo de sus pies mientras corrían a reforzar las defensas, y Cormack se dio cuenta de que la amenaza inmediata había sido erradicada.

Los demás adelantaron a Cormack cuando este hizo un alto para mirar al hermano Giavno y la batalla que continuaba en la muralla oriental. Los terribles gritos que se oían hicieron aparecer en su cara una mueca de disgusto.

Se dirigió a la estructura lateral de la torre y cogió una antorcha para internarse a continuación en los túneles.

Fue dejando atrás el ruido de la batalla, pero habría sido necesario más que una verja cerrada para aquietar la sensibilidad herida de Cormack. Esa realidad, sin embargo, le hizo apurar el descenso por el túnel hasta la mazmorra, donde los cuatro bárbaros estaban con un aspecto deplorable. Cormack se paró a pensar en la tarea que tenían por delante y se preguntó si podrían conseguirlo. Exhaustos como estaban, medio muertos de hambre por decisión propia y recuperándose todavía de sus heridas, Cormack no pudo por menos que dudar de que fueran capaces siquiera de ponerse de pie en cuanto se vieran libres de sus ataduras.

—Vuestra gente vuelve a atacar —dijo—. Hombres y mujeres están muriendo ahí arriba.

Androosis alzó la vista hacia él, y Cormack no pudo leer la expresión de su rostro. ¿Se sentía traicionado? ¿Estaba furioso con él? ¿Confundido?

—Queréis que renunciemos a nuestra fe —dijo el chamán con voz débil y entrecortada—. Preferimos morir.

—Lo sé.

Esa respuesta tan simple hizo que asomara la curiosidad a los rostros del chamán y de Androosis. A Cormack le dio un poco de esperanza. Colocó la antorcha en un soporte.

—Bajaremos a más profundidad —dijo mientras soltaba las ataduras de Androosis.

—Porque temes que mi pueblo pueda arrasar tu patética fortaleza —dijo Toniquay—. ¡Nos quieres liberar porque estáis desesperados!

Cormack se puso de pie delante del chamán, que todavía estaba atado.

—Tu gente no podrá atravesar nuestros muros. Ni ahora ni nunca. Morirán todos, hasta el último guerrero, al pie de la muralla, a menos que nosotros pongamos fin a esto.

—Dudáis del poder…

—Cierra la boca —le dijo Cormack—. Más de veinte de los tuyos están muertos a estas alturas y más están muriendo en este mismo momento. No cejarán y no pueden ganar. La lealtad que te profesan es encomiable… y estúpida.

—¿Qué quieres que hagamos? —intervino Androosis, y Cormack se alegró de su pregunta, porque Toniquay se disponía ya a dar otra de sus empecinadas réplicas y no tenían tiempo para peroratas. Los liberó a los cuatro, a Toniquay el último.

Mientras salían de aquella mezcla de barro, orina y heces, Cormack volvió a buscar la antorcha.

—Seguidme de cerca y lo más rápido que podáis —les indicó.

—¿Y si no lo hacemos?

Cormack se volvió con un bufido y sacó un cuchillo.

—Esto se acaba hoy, ahora mismo —dijo—. Os mostraré el camino para salir de aquí, o… —empuñó el cuchillo, amenazante—. Se acaba aquí mismo.

—¿Y por qué habríamos de creerte?

—¿Acaso tenemos otra opción? —preguntó Androosis, haciéndole señas a Cormack de que siguiera adelante.

Cormack vio con alivio que todos lo seguían. Androosis ayudaba al hombre quemado, llegando incluso a llevarlo en brazos. Eso hizo que Cormack se detuviera. ¿Podrían culminar su evasión?

Atravesaron la puerta que había al final del túnel y entraron en la cámara cuyo suelo estaba ocupado casi totalmente por el lago.

—Todos sois buenos nadadores, eso espero al menos —dijo Cormack dejando la antorcha en el suelo y empezando a despojarse de su pesado hábito. Sin embargo, se detuvo y pensó en lo que iba a hacer—. No puedo.

Androosis le lanzó una mirada preocupada.

—No vamos a volver —dijo.

Cormack negó con la cabeza, haciéndoles ver que no se trataba de eso.

—No puedo meterme en el agua y abriros la reja, como tenía intención de hacer —explicó—. Si vuelvo junto a los míos con el pelo húmedo se darán cuenta de mi participación.

—¿Reja? —preguntó Androosis.

—Un simple enrejado —explicó Cormack señalando hacia la esquina noroccidental del lago subterráneo—. Al otro lado hay un túnel corto por el que podréis llegar nadando a la libertad.

Androosis dirigió a Cormack una mirada larga e intensa. Dejó con suavidad a su compañero en el suelo y se metió en el oscuro lago. Anduvo por el agua hasta que esta le llegó a la cintura antes de sumergirse del todo. Mientras Canrak, el cuarto del grupo de prisioneros, echaba una mano al quemado, Toniquay, incansable, se volvió hacia Cormack.

—Teméis a mi pueblo —dijo con una sonrisa retorcida.

Cormack le hizo un gesto despectivo con la mano mientras meneaba la cabeza, sin apartar ni un instante la mirada del lugar por el que había desaparecido Androosis.

—Si no es cierto ¿entonces por qué haces esto?

—Porque mi Dios no esperaría menos de mí —dijo Cormack.

Androosis salió a la superficie entre chapoteos y cogió una buena bocanada de aire.

—El camino está despejado —anunció—. Hay que nadar un breve trecho, y más allá salimos a la superficie.

—¿Y qué pasa con él? —preguntó Cormack con sincera preocupación señalando al último prisionero, que estaba apenas consciente.

—Yo lo llevaré —prometió Androosis. Entonces se acercó hasta Cormack y le apoyó las manos sobre los hombros—. Eres un buen hombre —dijo simplemente, y era todo lo que Cormack necesitaba para saber que había hecho lo correcto. El coste que tendría que afrontar podría ser grande, pero hiciera lo que hiciere el padre De Guilbe, no era comparable con lo que la conciencia de Cormack hubiera tenido que sufrir en caso de no hacer nada.

Poco después, Cormack salió a la cámara lateral y se encontró con que el fragor de la batalla se mantenía. Confió en que eso le diera la cobertura que necesitaba. Se incorporó a la lucha y rezó con toda su alma para que fuera la última.