TRECE

Las consecuencias

El hermano Giavno hizo una mueca al sentir la punzada de dolor proveniente de un profundo corte en el brazo. Sólo había esquivado el embate de la lanza en el último momento, fue una llamada de atención que le recordó a Giavno que era mortal. Eso lo hizo apartarse de la batalla unos cuantos segundos y pensar en la eternidad. No obstante, con gran esfuerzo y determinación, el monje había sostenido la gran roca que había llevado hasta esa altura de la escalera del templo. Dando tumbos atravesó la puerta abierta de la estancia superior y cruzó el pequeño puente que llevaba al parapeto de la muralla exterior. Delante de él, los monjes gritaban frenéticamente dando instrucciones e iban de un lado para otro tratando de evitar la casi ininterrumpida lluvia de piedras y lanzas, y demás proyectiles, lanzados desde abajo.

A un lado del puente, un par de hermanos trabajaban con desesperación para desenganchar una escalera cuyos extremos asomaban por encima de la muralla. Giavno llegó resoplando, con toda la rapidez que le permitía su carga. No anunció su llegada. Se limitó a apoyar la espalda contra los palos de la escalera, levantó la roca por encima de sus hombros y la dejó caer desde lo alto de la muralla, guiada en su caída por la escalera.

Desde abajo se oyó un grito de advertencia, seguido por otro de sorpresa, que se transformó en seguida en un aullido de dolor seguido por un golpe. Entonces se atrevió a mirar el fruto de su trabajo.

La náusea se apoderó de él, pero, igual que con el dolor de su brazo, apretó los dientes y la superó. Un hombre yacía en el suelo, retorciéndose de dolor, con las piernas evidentemente rotas y tal vez también la espalda. Seguramente no estaría muy lejos de la cima cuando había alcanzado la roca de Giavno, y la caída desde más de seis metros había sido el remate.

También una mujer yacía en el suelo. No se movía, pues tenía la cabeza partida y los sesos pegados a la base de la piedra.

Giavno tragó saliva. Esta era la primera mujer que mataba (sabía que esas bárbaras eran capaces de combatir tan bien como cualquier hombre delas tierras meridionales). Dadas la ferocidad y determinación del ataque bárbaro, esa primera muerta no sería la última de Giavno.

—¡Tirad hacia arriba! ¡Tirad hacia arriba! —les ordenó Giavno a los otros dos monjes, porque la caída de la roca y de los bárbaros había dispersado momentáneamente a los atacantes. Empezó a tirar de la escalera, y los demás, envalentonados por su coraje, se atrevieron a ponerse de pie y a subir la escalera.

Abajo, los bárbaros volvieron a la carga. Un hombre de elevada estatura dio un gran salto y consiguió asirse a los últimos peldaños, retrasando con su peso el esfuerzo de los monjes.

Sin embargo, acudió un cuarto hermano con un garfio en la mano y, con ayuda de Giavno, lo aseguraron a un peldaño. La cuerda que llevaba quedó colgando hasta el pequeño patio. Estaba enganchada a un pesado mecanismo de manivela que los hermanos habían construido para alzar grandes rocas desde las partes más bajas de la isla. El equipo que estaba abajo se puso a trabajar de inmediato y metódicamente empezó a enrollar la cuerda.

La escalera se sacudió y lanzó un gruñido de protesta, pero ni siquiera el peso de un segundo bárbaro, que de un salto se había sumado a su compañero, pudieron contrarrestar el tirón. Con la muralla actuando como punto de apoyo, la parte superior de la escalera se inclinó y la parte inferior, con los dos hombres colgando, se levantó, separándose de la base de la muralla. Con los pies suspendidos a tres metros del suelo, los pertinaces bárbaros seguían aferrados a los peldaños, mientras más bárbaros corrían para sujetarlos por los pies y las piernas. El contrapeso humano contrarrestaba la rueda, y la escalera se mantenía firme, con tres peldaños por encima de la muralla y el resto suspendido en el exterior del monasterio.

Sin embargo, fue sólo un efecto momentáneo, porque la escalera se partió bajo tamaño esfuerzo, dejando caer a los bárbaros.

—¡Ahora! —gritó un monje a la derecha de Giavno, y este se volvió a mirar a los hombres que estaban sobre la pared. Aprovechando la conmoción del exterior, lanzaron una andanada de piedras sobre los bárbaros, haciendo muchos blancos. Los atacantes alpinadoranos de la base de la pared se debilitaron bajo el ataque, rompieron la formación y muchos de ellos se retiraron. Apenas habían empezado a reorganizarse cuando un rayo salió serpenteante de una ventana inferior, obra, sin duda del padre De Guilbe.

Eso resultó suficiente para que los atacantes salieran corriendo como un solo hombre. Pero no dejaron un solo bárbaro detrás de sí, ni siquiera la mujer a la que Giavno había matado y otra que había derribado el rayo relampagueante de De Guilbe.

El hermano Giavno giró en redondo y se apoyó la espalda contra la fresca piedra del parapeto. Habían ganado la batalla por ese día, lo sabía, pero también tenía claro que ese sería sólo el primero de una larga serie. Los hermanos estaban lejos de tener la potencia de fuego suficiente para liberar al templo de una fuerza de ataque semejante, y los bárbaros no parecían dispuestos a marcharse en breve. A decir verdad, el número de sus fuerzas había confirmado los peores temores de los monjes: que las muchas tribus bárbaras del Mithranidoon se habían reunido haciendo causa común contra ellos, algo que habían considerado impensable sólo unas horas antes.

Los hermanos y sus sirvientes eran muy pocos en comparación con sus enemigos, y cada piedra y cada lanza que habían arrojado contra los atacantes significaba que dispondrían de una menos al día siguiente.

—El padre De Guilbe te ha mandado llamar —dijo un monje que apareció en la arcada que había en la torre principal.

El agotado Giavno asintió y se apartó de la piedra. Echó una mirada a los bárbaros y vio que estaban montando tiendas junto a la playa, delante de las docenas de embarcaciones que los habían transportado hasta allí.

Desde lo alto de la muralla, por encima de la puerta principal del pequeño recinto del templo, Cormack contemplaba las manchas de sangre. No lejos de allí, podía ver el pelo y los restos de cuero cabelludo de una desgraciada alpinadorana que había recibido una roca en la cabeza.

No podía ver con mucho detalle desde esa distancia, pero por el mechón de pelo que el suave viento agitaba, bien podría haber sido Milkeila.

El monje tuvo que resistirse a la tentación de dejarlo todo. Era posible que la hubiera perdido para siempre. Podría yacer muerta sobre la playa, con la cabeza partida. Porque si de algo estaba seguro era de que ella estaba ahí abajo, al lado de los suyos, decidida a poner en libertad a los tres hombres.

El padre De Guilbe se equivocaba. En el fondo de su corazón, Cormack lo sabía. Hacer proselitismo en nombre del beato Abelle estaba bien, pero no de esa manera, encerrando a la gente. Incluso en el caso de que los cautivos accediesen a renunciar a su fe y hacer suya la de Abelle, aunque lo hicieran de todo corazón, sería una victoria vana para la Iglesia, una victoria que no valía la pena.

Cormack apoyó el brazo en la barandilla de piedra y el mentón en el pliegue del codo, mientras miraba impotente aquel distante mechón de pelo, rogando que no fuera de Milkeila.

Pero aunque sus plegarias tuvieran respuesta, no contribuían demasiado a mitigar el hecho de que al menos una mujer, joven, fuerte y llena de un orgullo y una certidumbre comparables a los del hermano Giavno, había muerto ese día en nombre de su Iglesia.

—¡Hermano Cormack! —Esos días la voz del hermano Giavno le resultaba harto conocida. Se volvió lentamente para mirar al hombre, tratando de que su cara no reflejara la agitación que sentía.

—La lucha ha terminado —dijo Giavno desde la puerta principal de la torre—. Vuelve rápido a tu trabajo. Necesitamos agua para lavar nuestras heridas.

Cormack señaló la herida que tenía Giavno en el brazo.

—¿Ya has sido atendido?

—Voy a ver al padre De Guilbe —respondió el hombre, aunque su voz se suavizó al ver la sincera preocupación de Cormack—. Él usará una piedra del alma.

—Date prisa —le aconsejó Cormack. Giavno asintió y desapareció en el interior de la torre.

Cormack pensó que era un buen hombre. A pesar del enfrentamiento que tenía con él por lo de los prisioneros bárbaros, a pesar de su rabia por el hecho de que hubiera propiciado esta batalla y ese asedio mortales, Cormack sabía que Giavno tenía buen corazón.

Sin embargo, estaba equivocado. Y si los hombres «buenos» podían provocar esa clase de matanzas insensatas e indignas, entonces… Ante esa idea, Cormack hizo una mueca de desagrado.

Se rehízo y observó la conmoción que había dentro del patio que rodeaba la torre principal, donde los hermanos corrían de un lado a otro para reparar la muralla en los puntos en que había resultado dañada, tal vez porque las obras iniciales no se habían hecho muy bien. En realidad, incluso él tenía que reconocer los esfuerzos del contingente abellicano, fueran cuales fueren sus sentimientos sobre sus opciones actuales y su misión, porque el trabajo hecho en ese templo fortaleza era digno de verse. Habían construido una torre circular, posiblemente la estructura más alta del lago con sus más de diez metros, y cuando habían empezado los enfrentamientos, dos años antes, los hermanos habían construido, con gran rapidez, la muralla circundante, de cinco metros de altura en algunos puntos, como en el puesto que ocupaba ahora Cormack, la puerta delantera, pero de más de diez en otros. Se había dispuesto una serie de puentes para acceder a esas zonas más altas desde el interior de las plantas superiores de la torre, los cuales permitían que los hermanos trajesen reservas rápida y eficientemente cuando eran necesarias.

Esta había sido la primera batalla auténtica en la que el enemigo había acudido en tan gran número y con tanta ferocidad, y Cormack pensaba que la fortaleza se había mantenido sorprendentemente bien.

Se descolgó hasta el suelo y rodeó el lado izquierdo de la torre hasta llegar a un edificio complementario, pequeño y de planta cuadrada.

Abrió una puerta y se encaminó hacia abajo por un túnel natural que los monjes habían ensanchado, con una escalera tallada en la resbaladiza piedra. Pasó por un túnel lateral que llevaba a las mazmorras e hizo una mueca cuando oyó al chamán elevando cánticos en voz alta, en actitud desafiante.

Cormack se dio cuenta de que estaban enterados del combate, sabían que los suyos habían venido a buscarlos.

Cormack agarró una antorcha que había en una hornacina y pasó a toda prisa por delante de otro corredor. Tomó otra escalera descendente y llegó por fin a una pesada puerta atrancada con tres barras de hierro. Abrió dos puertecillas que había en la puerta. Una era una mirilla y la otra le permitió meter la antorcha en la cueva que había al otro lado antes de entrar. El resplandor de la antorcha se amplificó varias veces, porque esa cueva estaba en la base de la isla, justo por encima del nivel del agua, y el suelo al que llegaba era el propio lago.

La rápida comprobación antes de abrir la puerta tenía más de ritual que de auténtica medida de seguridad, porque los hermanos habían colocado una reja que permitía la entrada de los peces pero impedía la de cualquier cosa de mayor tamaño, como esos veloces nadadores que eran los trolls del hielo.

El aire húmedo envolvió a Cormack cuando abrió la puerta. Además, en esa cueva había un intenso olor, ya que los monjes habían estado pescando a montones en previsión de un asedio y habían limpiado sus presas al borde del agua y tirado a continuación los desechos para atraer a más peces y cangrejos.

A Cormack le sentaron bien el calor y el olor. Tenía ganas de dejarse invadir por esas sensaciones para olvidarse de la espantosa batalla que acababa de presenciar. De haber podido hacerlo, se hubiera quedado algún tiempo allí abajo, en ese santuario.

Lo que hizo, sin embargo, fue llenar varios odres de agua y volver arriba inmediatamente, con la cabeza todavía llena de gritos, y el olor a pescado no bastó para cubrir el olor a muerte.

—Volverán —le dijo el padre De Guilbe al hermano Giavno—, y no una sola vez. ¡Son un hatajo de empecinados!

—Un hatajo de insensatos —dijo Giavno—. ¡Nuestros muros son demasiado fuertes!

—Alabo tu confianza, hermano —dijo De Guilbe—, pero ambos sabemos que nuestros enemigos adaptarán sus tácticas a las circunstancias. En este primer enfrentamiento hemos tenido varios heridos, tú entre ellos.

—No es más que un rasguño —protestó Giavno. Giró el brazo para mostrárselo a De Guilbe. Con la piedra del alma en la mano, el padre hizo presión con los dedos en la herida y empezó a rezar al beato Abelle.

Giavno se sintió invadido por un calor tan reconfortante como los brazos de una amante. Envuelto en ese abrazo mágico se preguntó cómo era posible que esos bárbaros idiotas no entendiesen la belleza que representaba Abelle. ¿Por qué no abrazaban, ellos y todos los demás, un poder y una bondad capaces de ofrecer una magia tan maravillosa? ¿Cómo era posible que alguien no apreciara esa capacidad curativa, esa maravilla, y la promesa de una vida eterna más allá de esta existencia mortal?

Cerró los ojos y dejó que el calor fluyera por todo su cuerpo. Podía comprender las dudas de los samhaístas, tal vez, ya que abrazar el culto de Abelle podría privarlos del poder tiránico que ejercían, pero esos bárbaros alpinadoranos… bueno, todos menos los chamanes. Para el alpinadorano medio, el beato Abelle lo ofrecía todo. Y sin embargo, rechazaban a los monjes una y otra vez. ¡Los hombres de la mazmorra preferían morir antes que aceptar a Abelle! Y no era sólo porque uno de ellos fuese un chamán de alta categoría. Giavno lo sabía. Los otros dos eran igual de cabezotas e inflexibles. ¿Por qué?

—¿Qué te preocupa, hermano? —preguntó el padre De Guilbe arrancando a Giavno de su ensimismamiento.

Giavno abrió los ojos y sólo entonces se dio cuenta de que la curación había terminado hacía tiempo, que tenía el brazo levantado sin motivo. Carraspeó y se enderezó ante el padre.

—Ya dije que era sólo un rasguño —dijo.

—¿Qué pasa? —insistió De Guilbe—. ¿Es que esta lucha te deja un mal sabor de boca?

—No, quiero decir, sí, padre —dijo Giavno atropelladamente—. Me parece una sandez que los bárbaros se lancen contra nosotros sin razón alguna. Sus compañeros están vivos únicamente gracias a la curación de nuestras gemas, es una verdad innegable. Y todo lo que les hemos pedido a cambio es la aceptación de la fuente de esa magia curativa.

El padre De Guilbe se quedó un largo instante mirando a su segundo.

—¿Has oído hablar de la Batalla de Cordon Roc?

Giavno asintió con cierta rigidez a aquella pregunta absurda. ¿Cómo podía alguien, y mucho menos un abellicano, no haber oído hablar de aquella maldita batalla? Cordon Roe era una calle de Ciudad Delaval, donde la palabra del beato Abelle resonó por primera vez. Los primeros monjes del beato Abelle en aquel centro tan populoso habían construido allí su templo (que realmente no era más que una casa de dos plantas) y desde allí difundieron su fe.

—¿Qué sabes de Cordon Roe, hermano?

—Sé que los hermanos que viajaron allí fueron bien recibidos por la gente de Ciudad Delaval —respondió Giavno—. Sus servicios pronto corrieron de boca en boca, y en ciertos días las avenidas circundantes estaban abarrotadas de curiosos.

—Fue un comienzo prometedor en los primeros días de nuestra Iglesia ¿verdad?

—Por supuesto.

—Demasiado prometedor —dijo el padre De Guilbe—. El beato Abelle había enviado a los sacerdotes a la mayor ciudad de Honce poco después de que la palabra del Monasterio de Abelle hubiera llegado allí. Si la memoria no me falla, fue el abuelo del actual laird Delaval el que les permitió la entrada y resultó ser el primer paciente al que trataron, el primer destinatario de la magia de las gemas en la ciudad, ya que estaba afectado por alguna enfermedad de poca importancia pero que se iba agravando. Fue así que el laird Delaval les dio acceso y autorizó sus plegarias y sus prácticas. Y la gente respondió al beato Abelle, como sabemos que hará la mayoría, en cuanto conocieron el poder de las gemas.

—Y eso enfadó a los samhaístas —dijo Giavno.

El padre De Guilbe asintió con aire solemne.

—Y amenazaron al propio laird Delaval —explicó—, y también la guarnición de Ciudad Delaval se volvió contra nuestros hermanos, y Cordon Roc se convirtió en una fortaleza dentro de aquella ciudad fortaleza.

—Eso lo saben todos los hermanos.

—Pero ¿sabes que el padre de Cordon Roe llegó a un acuerdo con el laird Delaval para permitir la salida segura de los hermanos de la ciudad?

—No había oído hablar de eso —admitió Giavno.

—No todos los saben. Según se cuenta, los samhaístas fueron los que instigaron a la turba a atacar Cordon Roe, y los hermanos de Abelle se negaron a usar la magia de las piedras para matar a sus atacantes y resultaron asesinados.

—¡Sí, todos ellos! ¡Los diez!

—No, hermano, no fue así como sucedió. Los hermanos llegaron a un acuerdo con el laird Delaval, pero mientras se estaban preparando para salir les propuso modificar las condiciones. Podían irse o quedarse, pero debían renunciar al beato Abelle y abrazar el credo samhaísta. Si cumplían esas condiciones, no se les impondría ningún castigo.

Giavno lo miró con los ojos desorbitados por el horror al considerar el espantoso precio. Se pasó la lengua por los labios.

—¿Y se negaron y las fuerzas del laird Delaval acabaron con ellos?

—Se negaron y, como no estaban dispuestos a matar en nombre de Abelle, se mataron ellos mismos, y cien de sus seguidores campesinos también se suicidaron, impidiendo así que el laird Delaval y los samhaístas, sobre todo los samhaístas, pudieran adjudicarse la victoria en Cordon Roe. No sientas pena por ellos, hermano, porque su acción, su suprema dedicación a su fe, le rompió el corazón al laird Delaval. Al cabo de cinco años llegaron a Ciudad Delaval otros sacerdotes abellicanos, esta vez por invitación del propio terrateniente, y con la promesa de que podrían practicar su fe sin que los molestaran ni él ni los samhaístas.

El hermano Giavno tragó saliva para asimilar todo aquello.

—Se mataron antes que renunciar al beato Abelle —explicó el padre De Guilbe—. Y los consideramos héroes. Ahora nos enfrentamos a unos bárbaros que hacen lo mismo. ¿Vas a llamarlos necios?

—Lo siento pero… —empezó a decir Giavno.

Pero De Guilbe continuó sin hacerle caso:

—Los tres de ahí abajo no son tan diferentes de nuestros desaparecidos hermanos, aunque, por supuesto, están equivocados en su fe. No les eches en cara su obcecación, hermano porque, si se cambiaran los papeles, yo esperaría la misma entrega no sólo de mí mismo, sino también de ti. La muerte no es nuestro señor. Esa es la promesa de Abelle. Nuestros… huéspedes tienen fe en una promesa similar, sin duda, lo mismo que todos los que hacen frente común contra nosotros y se lanzan contra nuestros muros. Hay muchos motivos para morir, algunos buenos y otros descabellados. Este es un buen motivo, creo, y lo mismo piensan los bárbaros, y por eso sabemos que lo intentarán una y otra vez. Los respeto por su entrega, y seguiré respetándolos aunque los mate.

—Por supuesto, padre —dijo Giavno en un acto de humildad, bajando la vista al suelo.

—Esto no es Cordon Roe —prosiguió De Guilbe, cuya voz iba subiendo de tono y era cada vez más decidida—. Y nosotros, los de la Orden Abellicana, nos hemos fortalecido y estamos más seguros de nuestra fe. Defenderemos estos muros, cueste lo que cueste. Con el Pacto del Trigésimo Año de Dios, no se nos imponen restricciones para nuestra propia defensa como las que se pusieron a los hermanos desaparecidos de Cordon Roe.

—¿Qué quieres decir?

—¿Has visto mi rayo relampagueante?

—Sí.

—¡Cuando los bárbaros vuelvan a atacarnos, responderemos a sus piedras y flechas con una andanada de magia que sacudirá las aguas del Mithranidoon! —afirmó el padre De Guilbe—. Si matamos a una docena, una veintena o un centenar, que así sea. El Monasterio Insular no caerá bajo el embate de los descreídos. Aquí estamos y aquí seguiremos, y los hombres encerrados en nuestra mazmorra permanecerán donde están, se pudrirán allí, del mismo modo que los cuerpos de los suyos se pudrirán sobre las rocas delante de nuestros muros. Sin cuartel, hermano. La piedad es para quienes la merecen, y a diferencia de nuestros hermanos de Cordon Roc, nosotros no somos dóciles. Somos guerreros de Abelle y enemigos para nuestros adversarios.

Al otro lado de la puerta del despacho del padre De Guilbe, el hermano Cormack se apoyó contra la pared de piedra y se llevó las manos a la cabeza. El enardecido discurso hizo que Giavno y los presentes en la estancia prorrumpieran en una ovación, y ese aplauso, esa cruel afirmación de la elevación de los Hermanos de Abelle por encima de todos los demás, abrió un agujero en el corazón de Cormack.

Pensó en Milkeila, se la imaginó muerta sobre las piedras.

Dejó los cubos de agua allí mismo, junto a la puerta y corrió a su pequeña celda, donde oró pidiendo orientación, casi deseoso de que una lanza se le clavara en el corazón en los primeros momentos del siguiente ataque.