DOCE

La inhóspita sede del poder

El lugar era realmente inquietante. Y no se debía al frío. Esa temperatura no molestaba a los trolls que nadaban en las heladas aguas de los glaciales derretidos y corrían desnudos sobre el hielo y la nieve alpinadoranos incluso en las más crudas noches de invierno.

Era el aura de aquel lugar. Tinnikkikkik había estado en muchas casas excavadas en el hielo en sus cinco décadas de vida, pero jamás había entrado en ninguna que se pareciera ni remotamente a esa. Grandes corredores cristalinos se retorcían unos sobre otros en vueltas y curvas equívocas, algunas hacia arriba, otras hacia abajo y, fuera de hielo o cualquier otro material, esa era la mayor estructura construida por el hombre que Tinnikkikkik o cualquiera de su tribu hubiera visto Y parecía todavía más grande por sus empinadas escaleras, que llevaban a las torres laterales y que parecían enormes aunque era posible que sólo tuvieran un par de habitaciones más bien pequeñas.

Además de la grandiosidad del palacio, el mero hecho de su construcción contribuía a aumentar su imponente aura. Porque Devongel, como se la llamaba, no había sido construida con picos y palas, ni fuertes brazos, humanos, gigantes o de otro tipo habían colocado los bloques en su sitio para formar las gruesas paredes. Devongel había sido arrancada por medios mágicos del glaciar sobre el que se asentaba.

Tampoco estaba iluminada por antorchas, aunque su interior no era oscuro. No era brillante, pero tampoco tan umbría como debería haber sido. El hielo de la estructura irradiaba un resplandor azul que no hacía sino acentuar la sensación de frío y de vacío del palacio.

La magia antigua había construido e iluminado este palacio, la magia de la tierra, el poder de los samhaístas. En el fondo de su corazón, Tinnikkikkik sabía que era una manifestación diferente de la misma magia que lo había obligado a conducir hasta allí a su gente, y aunque reconocía cierta propensión a retraerse por el hecho de haber sido manipulado por medios mágicos, sabía que eso no le había impedido acudir. Trataba de convencerse de que había respondido a la llamada a pesar de sus reservas porque era el más valiente de su pueblo, cosa que había demostrado en muchas, muchas batallas. Su condición de jefe no era un título heredado.

La inquietud que percibía en derredor, especialmente el arrastrar de pies y los murmullos, advertían a Tinnikkikkik del nerviosismo que amenazaba con superar a sus fuerzas. Con su estatura de casi metro y medio era más alto que la mayoría de los trolls del hielo y se mantenía erguido paseando su mirada escrutadora por todos sus hombres, imponiéndose a sus ganas de salir corriendo.

El jefe de los trolls indicó a sus fuerzas que se mantuvieran más erguidas.

—¿Adónde vamos, jefe? —se atrevió a preguntar el troll que estaba a su lado y cuya voz repitió el eco al chocar contra las paredes y demás revestimientos planos. Tal vez fuera el diseño, tal vez la magia, pero los ecos parecían crecer tanto en volumen como en intensidad, superando al original por un breve momento antes de bajar de tono y convertirse en un silbido bisbiseante.

Tinnikkikkik y todos los demás dieron un brinco. Medio repuesto de la sorpresa, y frustrado, el jefe de los trolls se volvió y dio una bofetada al que había hablado.

Fue extraño, pero la bofetada no tuvo eco.

Sí resonaron unas pisadas, de repente. Dio la impresión de que los hubieran acompañado en todo momento, aunque los trolls no hubieran reparado antes en ellas. Marcaban una cadencia constante y lenta. Se acercaban. Los trolls no podían señalar desde dónde. Se apretaron más los unos contra los otros y sus ojos inyectados en sangre miraron furtivamente a Tinnikkikkik, su líder, su jefe.

Él se mantuvo todo lo erguido que pudo y ni siquiera parpadeó cuando el Anciano Badden por fin se presentó, bajando por una rampa descendente y curva. Llevaba los ropajes color verde claro que lo caracterizaban, su larga barba untada con estiércol formando gruesos mechones, y aunque sus pisadas resonaban, no iba calzado con botas de suela dura sino con sus habituales sandalias.

Se movía lentamente, pero daba la impresión de cubrir una distancia enorme, hasta que se detuvo delante de Tinnikkikkik y de los demás, quedando más alto que ellos en la pendiente. Como el Anciano Badden le sacaba más de un palmo al más corpulento de los trolls, tenía el aspecto de un adulto pasando revista a una banda de niños díscolos.

Le habló al jefe, usando perfectamente la lengua troll y sus inflexiones (aunque era la magia más que la práctica lo que le hacía dominar así la lengua).

—Habéis tardado en acudir. Os llamé hace tiempo. Un tiempo demasiado largo.

Tinnikkikkik meneó la cabeza.

—Largo el camino.

—Largo el tiempo.

—Sólo veinte soles.

—Veinte soles —repitió el Anciano Badden con un suspiro y meneando la cabeza—. En veinte soles hago marchar a mi ejército hasta el agua grande.

—No con lucha.

—Con lucha. ¿Veinte soles? ¡Cuando os llamo, deberías venir en cinco! —Al Anciano Badden, la lengua troll, con su uso mínimo de verbos, le parecía exasperante. Sin embargo, entendía la situación, porque los trolls no parecían captar nunca muy bien el concepto del paso del tiempo, y casi nunca parecían pensar más allá de su siguiente paso.

—No, camino largo —replicó el jefe obstinadamente.

Al Anciano Badden le pareció que aquella fea y pequeña criatura ganaba confianza a cada palabra. Eso no iba a servirle.

—Demasiado largo —dijo el samhaísta lenta y pausadamente.

—No, camino largo —replicó el troll.

El Anciano Badden se irguió cuan largo era, incluso dio la impresión de inclinarse un poco hacia atrás. Puso los ojos en blanco y susurró algo que Tinnikkikkik no logró descifrar.

—¿Qué? —empezó a preguntar el jefe troll, pero como el suelo de hielo se derritió de golpe bajo sus pies, salió algo parecido a—: «¡Queeeeee!».

Los trolls se arremolinaron en torno al charco, y Tinnikkikkik cayó dentro, lo cual no hubiera representado un serio problema para un troll del hielo de no haber sido porque el agua se lo tragó y se volvió a congelar de inmediato.

El infortunado troll consiguió alzar una mano, y la punta de su dedo más largo quedó asomando apenas a través del hielo sólido. Y allí quedó, apresado en el hielo, encapsulado por la magia del Anciano Badden.

Los demás trolls se retrajeron, hablando nerviosamente todos al mismo tiempo, y más aterrorizados que enfadados.

—Demasiado largo —les dijo el Anciano Badden, y al ver que no obtenía respuesta, lo repitió en voz más alta.

Cien cabezas de troll, todas de orejas puntiagudas, labios delgados y afilados dientes amarillos, empezaron a asentir apresuradamente.

El Anciano Badden hizo que se reunieran ante él. Iba a tener que nombrar a un nuevo jefe, lo sabía, y enviar a esas fuerzas al combate de inmediato, pues había una ciudad que quería arrasar antes de que empezara el invierno para hacer saber a la dama Gwydre y a sus títeres abellicanos que no habría tregua…

No habría tregua para las gentes de Vanguard hasta que expulsaran a los abellicanos y volvieran al seno de los samhaístas.

Era así de sencillo, tan sencillo como un troll congelado en el hielo.

—Ya ni siquiera me sirve la chaqueta —se quejó Bikelbrin. Sacudió los hombros para demostrar lo ancha que le quedaba la pesada prenda de piel—. En los huesos me estoy quedando por vivir en el maldito lago.

—Demasiado pescado y bayas —lo apoyó otro del grupo de cuatro, un enano joven y musculoso llamado Ruggirs—. Odio el pescado y las bayas.

—Es lo que conocemos —coincidió Pergwick, que había nacido del corazón del hermano del powri que había servido como donante para el Sepulcro de Ruggirs, lo cual hacía que Pergwick y Ruggirs fueran hermanos en la tradición powri.

—Pronto nos daremos un festín de carne buena y jugosa —les aseguró Mcwigik—. Ya estoy harto del lago. ¡Hasta el gorro!

—Sí, pero la estación se retrasa —señaló Bikelbrin—. Ya está avanzado el verano y vamos hacia el otoño. —Concluyó la frase con un estremecimiento para poner de relieve su afirmación y para recordarles a todos una vez más que estaban mal equipados para enfrentarse al frío de la próxima estación. Mcwigik y Bikelbrin tenían los abrigos que habían usado en aquella lejana expedición que los había traído al Mithranidoon y se habían agenciado un par más para sus dos compañeros. Sin embargo, pese a que los enanos habían hecho todo lo posible para conservar esas prendas originales, la piel estaba raída y apelmazada. Todavía no habían dejado totalmente atrás el Mithranidoon en su camino hacia el sudeste, y ya el viento penetraba por los agujeros de sus abrigos.

Se habían envuelto los pies con varias capas de estera, pero a pesar de todo tenían los dedos helados, y todavía no era totalmente de noche.

—Vamos a necesitar un fuego —señaló Mcwigik. Había unos cuantos arbustos, de modo que interrumpieron la marcha y empezaron a juntar algunas ramitas. Cuando cayó la noche, oscura, sin luna, Mcwigik finalmente se las arregló para encender un fuego. Como sabían que no iba a durar mucho, pusieron piedras entre las ramas. Las llamas se apagaron poco después, consumido ya el escaso combustible. Tendrían que conformarse con las piedras calientes. Reunidos en torno a las piedras y apretados los unos contra los otros no se estaba tan mal.

Sin embargo, poco después empezaron los aullidos.

—Lobos —explicó Mcwigik a los dos powris más jóvenes, que no tenían experiencia con esos animales.

—Han visto nuestro fuego —conjeturó Bikelbrin. Pergwick y Ruggirs se miraron con evidente preocupación, lo cual no les pasó desapercibido a los demás.

Siguiendo órdenes de Mcwigik hicieron un montón con las piedras calentadas y se sentaron apoyando la espalda en ellas y mirando en diferentes direcciones.

—No os mováis de vuestro sitio —dijo Mcwigik repetidamente cuando los aullidos los rodearon y los dos powris más jóvenes parecieron a punto de echar a correr. De vez en cuando una sombra más oscura atravesaba el campo visual de alguno de ellos, o unos ojos brillantes los miraban desde no muy lejos.

—¿Crees que tenemos las armas para vencerlos? —preguntó ingenuamente Bikelbrin a su amigo.

—Yo tengo el hacha de Prag, y con eso abriré una brecha en el cráneo de cualquier lobo —respondió Mcwigik.

De repente, Pergwick se puso de pie de un salto y retrocedió un paso que lo hizo tropezar con el montón de piedras y caer sobre Ruggirs, que también se puso de pie. Mcwigik estuvo a punto de reñirlos, pero al volverse vio que inquietaba al otro. A poco más de un metro de las piedras, mostrando los colmillos y con los ojos relucientes, se encontraba una criatura canina.

Mcwigik pasó por encima de los dos caídos y empezó a gritarle al lobo, moviendo el brazo de forma amenazadora.

El lobo le largó una dentellada y ladró, y Mcwigik se cayó para atrás, sobre los otros dos, que también empezaron a gritar al ver que el lobo se acercaba.

Sin embargo, el animal gimió de dolor cuando una piedra le dio en un costado y salió corriendo.

—¡No voy a luchar con esos! —gritó Pergwick.

—Ya lo hemos visto —dijo Bikelbrin, que era el que había lanzado la piedra.

—¡Mcwigik también se ha caído! —protestó Pergwick.

—Ya, porque me cogió por sorpresa —dijo Mcwigik sacudiéndose, como si con eso pudiera recobrar un poco de dignidad—. ¡No me había enfrentao a uno desde hace más de cien años!

—Algo que no podrás volver a decir —señaló Bikelbrin, poniéndose a su lado con otra piedra en la mano—. Esa bestia no habrá ido muy lejos.

Como para confirmarlo se volvieron a oír los aullidos.

Los cuatro pasaron muchas horas muy inquietos, dando respingos a cada ruido, pero los lobos no volvieron a acercarse, aunque los aullidos y gruñidos demostraban que los hambrientos animales no estaban muy lejos.

Y por si eso no fuera bastante para el grupo maltratado por el cansancio y el frío, las rocas se enfriaron mucho antes de medianoche, y el viento del oeste no traía nada de la bruma caliente del Mithranidoon.

Poco a poco, todos se fueron durmiendo, pero tan tarde que el sol del amanecer los despertó cuando hacía menos de una hora que Pergwick, el último en pillar el sueño, había cerrado los ojos. Ni siquiera Bikelbrin, que había sido el primero en quedarse dormido, había dormido más de tres horas.

Todos miraron a Mcwigik, el principal instigador de esa huida del Mithranidoon. En verdad, ya no parecía tan entusiasmado ni decidido como se había mostrado la mañana anterior, cuando los había guiado hasta la embarcación y los había alejado de su hogar insular.

—¿Y cuántos días dices que nos llevará encontrar el Miriánico? —se atrevió a preguntar Pergwick, provocando una mirada furiosa de Bikelbrin.

—Dijo que un mes o dos —respondió Ruggirs—. Y que cada noche sería más fría y más larga ¿no?

—Nada de eso —replicó Bikelbrin—. No es así.

—Pero suele serlo —dijo Pergwick, y Bikelbrin tuvo que reconocer que era verdad.

—Más de un mes o dos —dijo Ruggirs.

—Pero ¿qué sabes tú de eso? —inquirió Bikelbrin—. ¡Tú no has estado nunca!

—Pero sé que me duelen los dedos de los pies, y a ti también —sostuvo el más joven—. Y si te duelen los dedos andas más despacio y eso significa más pasos y más días, y yo no creo…

—Vamos a volver —dijo Mcwigik, y los tres lo miraron sorprendidos.

»No vamos a conseguirlo —dijo el principal instigador, mirando de frente a Bikelbrin y meneando la cabeza con gesto de profunda decepción—. No tenemos las herramientas, las armas ni la ropa. Si los lobos no nos comen vivos, se comerán la piel que cubra nuestros huesos helados, sin duda.

—En el lago no se está tan mal —dijo Ruggirs, pero nadie le hizo caso.

—Quiero oler el Miriánico como cualquier powri, no lo dudéis —prosiguió Mcwigik—, pero creo que estaremos muertos mucho antes de llegar allí.

—Eso si sabemos dónde está —se atrevió a añadir Pergwick, y tan abatido se encontraba Mcwigik, y tan sorprendido por el giro de los acontecimientos estaba Bikelbrin, que ninguno de los dos rebatió una afirmación que los hubiera hecho montar en cólera tan sólo un día antes.

Fue así que reunieron sus pertenencias y volvieron hacia el norte, donde encontraron su embarcación poco después de que se pusiera el sol. Volvieron a la isla de los powris y allí no hubo ni una sola pregunta ni exclamación, pero unos cuantos enanos que sabían de sus planes los recibieron con una de esas sonrisas de superioridad, una mueca de «ya te lo decía yo».

La amarga sensación de la derrota acompañó a Mcwigik durante muchas semanas.