Dos pájaros
—Es una mentira —dijo el hermano Pinower cuando Dawson, con paso ligero, como si se hubiera librado de un gran peso, abandonó la sala de audiencias del padre Artolivan.
Dawson se detuvo de repente y se volvió a mirar al joven monje, pero Artolivan habló antes de que pudiera hacerlo él.
—Una historia de la que nos beneficiamos ambos —dijo el anciano sacerdote.
—Es una historia falsa —dijo el hermano Pinower—. Nosotros sabemos cual fue el destino del hermano Dynard.
—¿Ah sí?
Pinower se pasó la lengua por los labios y miró a Dawson.
—Sabemos que la maquinación de Dawson no se sostiene sobre ninguna base real, padre.
—Vanguard es un territorio muy grande e indómito —dijo Artolivan.
—Nos saltamos los hechos basándonos en razonamientos poco convincentes, padre. Dar pábulo a una afirmación así, parece la mismísima definición de…
—Prudencia —lo interrumpió el padre Artolivan—. Busca la conclusión lógica en tus pensamientos, joven hermano. A falta de esa «maquinación» como tú la llamas, ¿quiénes serían los beneficiarios de tu verdad?
La mirada de Pinower fue de Artolivan a Dawson y viceversa varias veces. Tras unos instantes sólo pudo suspirar pues no tenía ninguna respuesta viable.
Con un gesto de asentimiento al padre Artolivan, Dawson McKeege se marchó.
—Ve con él —le indicó el padre Artolivan a Pinower—. Dale a su historia el toque característico de la Iglesia abellicana.
La expresión del hermano Pinower hablaba de su impotencia, pero no discutió ni respondió. Se limitó a hacer una cortés inclinación de cabeza y a salir rápidamente en pos del vanguardista.
Denominada así por la posición que ocupaba por debajo de los acantilados septentrionales que la protegían de los fríos vientos que soplaban desde el golfo, Refugio ofrecía de todos modos a sus residentes y visitantes una vista magnífica del Monasterio de Abelle, firme, solemne y nítido contra el cielo acerado.
Bransen, Callen y Cadayle se detuvieron allí unos instantes para disfrutar del panorama cuando se presentó ante ellos la vista de la renombrada abadía. Las dos mujeres flanqueaban a Bransen y lo sostenían relativamente erguido, tal como había estado casi todo el viaje, especialmente cuando se acercaban a áreas más pobladas. Hoy era el Cigüeña.
—Dicen que fue construido por la mano de Dios —susurró Callen con evidente admiración.
¿Cómo no habría de ser así? Muchos de los bardos peregrinos de Honce decían que era la estructura más impresionante de la tierra, incluso más que el magnífico palacio del laird Delaval.
Bransen deslizó una mano en el bolsillo que llevaba al cinto y cerró la mano sobre una piedra del alma. Se había acostumbrado a hacer este movimiento sin que nadie lo notara.
—Conocemos demasiado bien a los abellicanos para hacer caso de esos rumores —les recordó—. ¿Cómo podría compararse el Monasterio de Abelle con el Sendero de las Nubes y con el Jhesta Tu?
—Un día lo sabremos, amor mío —le susurró Cadayle. Lo acarició para asegurarse de que supiera que había gente alrededor.
Cada vez que Cadayle le acariciaba el brazo y decía «amor mío», era una señal de que debía volver a su disfraz. Bransen lo entendió y soltó la gema. Al menor indicio de que su enfermedad era fingida acabaría en el frente de esa maldita guerra, ya que ambas partes andaban en busca de carne de cañón para alimentar sus designios.
Cadayle y Callen ayudaron a Bransen a subir a la posada de Refugio, una antigua estructura desvencijada, tan castigada que el suelo presentaba manchas del agua que se colaba fácilmente cada vez que llovía o nevaba. A pesar de todo, el hogar de la sala común era enorme y estaba bien abastecido. El fuego, que parecía brotar de tres hogueras diferentes, se abría camino a través del revoltijo de troncos que formaban una alta pila detrás de una rejilla de hierro, y sus extremos parpadeantes se desperdigaban en direcciones opuestas, de tal modo que parecían un trío de bailarinas representando la tragedia de un desfalleciente triángulo amoroso.
Los parroquianos reunidos en el salón no tenían nada que ver con semejante intriga. Ancianos y mujeres, tanto jóvenes como viejas, ocupaban las muchas mesas redondas distribuidas por el generoso espacio. En cuanto entró, Bransen atrajo miradas tanto burlonas como agrias. Sólo cuando avanzó con su andar de cigüeña y babeando, muchos de los parroquianos asintieron comprensivamente y abandonaron todo resentimiento. Quedaban pocos hombres de la edad de Bransen en Refugio, y todos los allí presentes habían sufrido la pérdida de un esposo, hijo o hermano en esa guerra que parecía no acabar nunca entre Ethelbert y Delaval.
—Fue herido en el sur —explicó Cadayle a un grupo de ancianas que miraban con incredulidad mientras Bransen se acercaba vacilante a una silla.
—Ah —dijeron todas a una.
—Es una pena que no hubiera muerto directamente, pobre muchacha —se atrevió a decir una.
Cadayle se limitó a asentir, aceptando su mal entendida piedad. Ya había oído aquello demasiadas veces.
En ese momento, la mujer se dio cuenta de la presencia de un hombre de mediana edad que parecía totalmente fuera de lugar en la taberna. Estaba sentado en un rincón apartado, con las gastadas botas sobre la mesa. Sin duda tenía edad y capacidad para estar en el frente. Tenía en una mano una jarra de hidromiel y con el dedo índice de la otra repasaba el grueso borde de la taza. El hecho es que no apartaba la vista de ella y de Bransen, por los que parecía tener un interés más que pasajero. Excesivo.
Cadayle se dijo que estaba siendo ridícula como todos los demás, ese hombre sentía curiosidad por la anormalidad del Cigüeña. Se sentó en una silla junto a Bransen y frente a Callen.
La mirada de Callen por encima de su hombro fue la primera señal de advertencia para Cadayle. Antes de que hubiera tenido siquiera tiempo para volverse, una mano fuerte la palmeaba en el hombro.
—Sed bienvenidos y bebed con gusto —los saludó el hombre, deslizándose junto a Cadayle. La miró primero a ella y luego miró la silla, como pidiendo permiso para sentarse.
Cadayle dirigió una mirada a su madre, que asintió levemente.
—Únete a nosotros —dijo la mujer más joven.
El hombre se dejó caer pesadamente con la vista fija en Bransen.
—Da la impresión de que hubierais hecho un largo viaje —dijo mientras hacía una seña al posadero para que trajera una ronda de bebidas.
—Mi esposo no puede beber —dijo Cadayle en voz baja.
—Hace que se tambalee ¿no es eso? —comentó el hombre, ganándose una mirada furiosa de la mujer—. Mil perdones, buena dama —dijo en tono poco convincente. Se levantó a medias e hizo a Bransen una inclinación de cabeza—. ¿Herido en la guerra? —preguntó, otra vez con interés excesivo.
—En el sur —dijo Cadayle.
—Es una pena. Las ciudades están llenas de hombres destrozados a los que les faltan brazos y piernas. O lesiones cerebrales que apenas les permiten hablar. Esta guerra es un feo asunto.
—Un asunto que tú pareces estar evitando —dijo Callen desde el otro lado de la mesa, y Cadayle lo agradeció.
El hombre emitió una especie de risita de impotencia.
—He venido desde Vanguard hacia el norte atravesando el golfo. —Se puso de pie y ladeó su pesado sombrero—. Dawson McKeege a su servicio, damas y caballero. Estoy aquí en un breve, demasiado breve, descanso. La guerra no hace menos estragos allí, os lo aseguro.
—¿De modo que has escapado? —preguntó Cadayle.
El hombre rio todavía con más ganas.
—No, eso no serviría de nada. He venido bajo pabellón de la dama Gwydre hasta el Monasterio de Abelle para aprovisionarme. Las gemas de los abellicanos bien merecían un viaje. Estamos sometiendo un territorio tan vasto y grande como el mismísimo Honce.
—Entonces los hermanos os ayudan.
—Ah, sí —respondió Dawson—. Todos arrimamos el hombro. Son hombres buenos, del primero al último, aunque no tengo duda de que más de uno se encontró en las tierras del norte por cuestiones disciplinarias, no por su propia elección.
Cadayle respondió con una agradable y cortés sonrisa.
—Cada vez que alguien se descarría en la Iglesia, el camino lleva hacia el norte, es lo que a mi me parece —prosiguió el astuto Dawson—. ¡Y no me entendáis mal! ¡Os lo ruego! Todos los recibimos encantados.
—Seguro —dijo Cadayle intercambiando una mirada con Callen.
—¿Y qué te trae a ti al Monasterio de Abelle? —preguntó Dawson—. ¿Acaso buscas ayuda de la magia de las piedras para tu hombre?
Cadayle asintió y Dawson también.
—Si tienen tiempo tal vez encuentres lo que buscas, aunque es probable que tu hombre vuelva a encontrarse en una carreta rumbo al frente si consiguen curarlo.
Cadayle apretó la mano de Bransen.
—Él no teme a ninguna batalla —dijo.
—Claro —replicó Dawson—. ¿Venís de lejos, entonces?
—Desde el Dominio de Pryd… —empezó a decir Callen.
—Desde el sur del Dominio de Pryd —se apresuró a corregirla Cadayle—. Cerca de Entel.
Dawson la miró con asombro.
—Es un viaje largo y agotador, sin duda, con una persona tan impedida. —Hizo una pausa cuando llegaron las cervezas.
—No dejéis que Dawson os moleste —dijo la camarera, exactamente como Dawson le había pagado para que dijera—. Es un bruto del Norte, al menos eso es lo que se dice. —Le dio al hombre una palmada de camaradería en el hombro al terminar, como para restar importancia a sus palabras siguiendo, también en este caso, al pie de la letra las instrucciones que él le había dado. No hay nada como una simpática desvergonzada para aquietar los temores de un extraño, y eso Dawson lo sabía.
»Pero es inofensivo —le dijo la camarera a Cadayle al oído—. Siempre busca una cama caliente para retozar ¿sabes? Y le ha echado el ojo a tu amiga… ¿o es tu madre? Son suposiciones, tal vez tu hermana mayor… y es realmente guapa. Pero madre mía, tú si podrías llegar lejos con tus encantos si le siguieras el juego.
Cadayle rio disimuladamente, a pesar de sí misma. Se llevó la jarra a los labios y bebió un buen trago de cerveza.
—¡No estarás mostrando mi juego, Tauny Dentsen! —se quejó Dawson cuando la camarera ya se alejaba riendo por lo bajo. Volvió a mirar a Cadayle y se encontró con una sonrisa cordial.
—¿Cuánto tiempo vais a estar por aquí, entonces? —preguntó Dawson.
Cadayle y Callen se miraron sin saber muy bien qué responder.
—Si queréis ver a los hermanos, tendrá que ser algún tiempo, por supuesto —razonó Dawson—. El Monasterio de Abelle está que hierve de actividad pues se están preparando para la nueva camada de hermanos que llegará dentro de unos días. No creo que consigáis que el padre Artolivan o el hermano Pinower atiendan vuestra petición antes de una semana.
—¿Tú los conoces? —le preguntó Callen adelantándose a su hija.
—A todos, por supuesto —dijo Dawson—. Ya os he dicho que mi dama Gwydre se lleva bien con los hermanos del beato Abelle. Sin duda tienen agentes en Vanguard, como cualquier hombre avisado.
—Y tienen hermanos allí —dijo Cadayle—, como has dicho.
—Ya lo creo, muchos llegaron hace más de veinte años.
Cadayle miró a Bransen, un movimiento perfectamente natural que no habría llamado la atención de Dawson de no haber conocido este la verdadera razón por la que el trío se había aventurado a viajar hasta el Monasterio de Abelle.
—De modo que queréis que los hermanos hagan su trabajo con las piedras —dijo Dawson—. Una petición razonable y que seguramente sería atendida de buen grado de no ser por los tiempos que corren.
Cadayle frunció el entrecejo.
—¿Qué quieres decir?
—Los hermanos están exhaustos —explicó Dawson—. Exceso de trabajo, especialmente con las piedras, ya que constantemente atienden a los heridos de los dos terratenientes enfrentados. Supongo que si tienes una recomendación tendrás una oportunidad. —Se dirigió directamente a Bransen—. Has combatido bajo la bandera de Delaval ¿no? Y su comandante te habrá dado una recomendación para los hermanos del Monasterio de Abelle. Cuanto más alto fuera su rango, tantas más oportunidades tendrías, por supuesto. Una recomendación del propio laird Delaval te llevaría directamente a las salas de curación.
—¿Una recomendación? —preguntó Cadayle, negando con la cabeza.
—¡Claro! Una carta de un terrateniente, o de sus comandantes, solicitando atención especial para las heridas de un valiente guerrero. Si no la tenéis, no conseguiréis siquiera acercaros a los superiores del Monasterio de Abelle, y ellos son los que tienen más poderes con las piedras. No son tan… —Dawson bajó la voz y dirigió una mirada de simpatía a Cadayle y luego a Bransen—. ¿De modo que no tenéis una recomendación?
La mujer lo miró horrorizada, y miró a Callen, que estaba igualmente sorprendida e inquieta.
—No todo está perdido —añadió Dawson rapidamente—. ¿No tendréis un amigo o pariente entre los hermanos, algo que ponga vuestras necesidades por encima de las enfermedades de tantas pobres almas? ¿Se comportó tu hombre como un héroe?
Cadayle se lo quedó mirando con incredulidad.
—¡Me retracto! —dijo Dawson—. Querida señora, perdona mi torpeza. Por supuesto que se comportó como un héroe, lo que quiero decir es… bueno, si hay algún testigo de su heroicidad. Si no es una recomendación, una carta de honor, tal vez.
La expresión de Cadayle equivalía a una negación.
—¿Entonces un pariente entre los hermanos? —preguntó Dawson—. Piensa bien, te lo ruego. ¿Un amigo? ¿Aunque sea un conocido? Alguien que pueda abogar por tu pobre hombre para ponerlo por delante de tanto herido.
—Hemos venido con esperanzas de curación, sin duda —dijo Callen, llamando la atención tanto del hombre como de Cadayle, ambos igualmente sorprendidos—, pero también en busca de alguien que bien podría hablar a nuestro favor.
—¿Un hermano?
Callen asintió.
—Del Monasterio de Pryd, lejos, hacia el sur. Vino al Monasterio de Abelle hace muchos años, eso se dice, y hemos venido especialmente con la esperanza de que pudiera ayudar al pobre esposo de mi hija.
—¿Tu hija? —dijo Dawson, y fue como si se hubiera quedado sin resuello—. ¡Pero si yo creía que era tu hermana!
Callen se sonrojó y sonrió, a pesar de lo obvio de la estratagema.
—Bueno, si ese hermano está aquí no habréis perdido el tiempo, espero —dijo Dawson—. Yo conozco a todos los hermanos que hay en este momento en el templo. ¿Cómo se llama?
Cadayle echó otra rápida mirada a su madre.
—Hermano Dynard. Hermano Bran Dynard.
Dawson frunció el entrecejo y se echó hacia atrás en su silla con expresión de complicidad.
—¿Lo conoces?
—No —respondió el vanguardiano—, pero he oído hablar de él.
—¿Está en el Monasterio de Abelle? —preguntó Callen.
Dawson echó al pasar una mirada a Bransen mientras se volvía a mirar a la mayor de las dos mujeres, e identificó un evidente interés en la forma en que el hombre impedido conseguía inclinarse un poco hacia adelante.
—No —respondió Dawson, y por el rabillo del ojo vio signos de decepción en la cara del hombre—. Aquí no. Al menos desde hace una década.
Cadayle se pasó las manos por la cara.
—Está en Vanguard, por supuesto —dijo Dawson. Las dos mujeres respiraron hondo y Bransen se volvió decididamente hacia él, tanto que a punto estuvo de caerse de la silla.
»Ya lo creo, al otro lado del golfo de Corona, hacia el norte —dijo Dawson—. Sirviendo en el cuerpo de la dama Gwydre.
—Entonces está vivo —suspiró Cadayle, diciendo unas palabras que no había pretendido pronunciar en voz alta.
—Lo estaba según las últimas noticias —dijo Dawson—. ¿Entonces querríais ir allí? ¿A Vanguard, a buscarlo?
Ninguna de las dos mujeres tenía una respuesta para eso, como lo evidenció la expresión abrumada de ambas.
—Por supuesto, no podéis ir andando a Vanguard —decidió Dawson—. Un mes o más de marcha por tierra y atravesando territorio salvaje… La única manera de ir a Vanguard es en barco, atravesando las aguas oscuras.
—¿Y de dónde zarpan? ¿De Palmarisburgo? —preguntó Cadayle.
—¿Y cuánto cuesta el viaje? —añadió Callen.
Dawson les dedicó una cordial sonrisa.
—A veces sí, pero no sé que haya un precio preestablecido. No hay barcos de pasajeros que hagan la travesía. Sólo barcos de carga, como mi propio barco, el Soñadora.
—¿Y el precio, entonces? —preguntó Cadayle.
—¿Para los tres? Bueno, si tengo sitio estaré encantado de teneros a bordo. El precio se reduce a buena compañía y a historias del sur. Con sólo miraros, ya sé que debéis de tener muchas historias interesantes que contar.
—Si tienes sitio… —dijo Callen.
—Y así será, aunque los hermanos me han prometido muchos de los prisioneros cansados de la guerra —dijo Dawson—. Oh, no son peligrosos —añadió al observar algo de alarma en el dulce rostro de Cadayle—. No son más que almas que luchaban por un terrateniente u otro y fueron heridos o capturados, y por un compromiso de honor y conveniencia fueron dejados al margen de la guerra mientras esta durase. Los hermanos los admiten y tratan por igual a los de ambos bandos, pero la ferocidad de la batalla ha traído hasta sus puertas a más de los que pueden aceptar. A pesar de todo, supongo que tendré lugar para tres más en el Soñadora.
Cadayle miró a Bransen y a Callen en busca de una respuesta, y Callen tenía una.
—Eres demasiado amable —dijo—, y sin duda consideraremos tu generosa oferta. ¿Cuándo piensas hacerte a la vela?
—Mañana —dijo Dawson—, y tendré tres lugares reservados. Vanguard os resultará muy acogedora. Como tenemos madera en abundancia, la dama Gwydre ha construido ciudades enteras para recibir a la emigración del continente asolado por la guerra. Seréis muy bienvenidos, os lo aseguro, especialmente con dos damas tan hermosas en el grupo.
Se puso de pie y volvió a hacer señas a la camarera. Con movimiento rápido sacó una pieza de plata y la dejó sobre la mesa para ella.
—Debo ocuparme de mis asuntos —les dijo a los tres—. Os deseo que un fuerte viento hinche vuestras velas.
Con una inclinación de cabeza se despidió. Cadayle y Callen se quedaron allí sentadas durante un buen rato sin saber qué decir, tratando de asimilar lo que acababa de suceder.
—¿Es posible? —les preguntó Bransen en voz queda, cerrando una vez más la mano sobre la piedra del alma—. ¿Vivo? —A pesar de la magia, el joven parecía tener dificultades para mantenerse sentado y erguido.
—Por supuesto, les habrás confirmado mi historia —le dijo Dawson McKeege al hermano Pinower al día siguiente, poco después de observar que Cadayle, Callen y el hombre conocido como el Salteador de Caminos atravesaban el patio del Monasterio de Abelle y entraban en los túneles que llevaban al muelle donde esperaba el Soñadora.
—Sí, tal como me exigió el padre Artolivan —confirmó el monje.
Dawson sonrió y se volvió a mirarlo.
—¿Lo desapruebas?
—Tengo a gala decir siempre la verdad.
Dawson tendió la vista más allá de la muralla sobre las aguas oscuras del golfo.
—En este caso, fue lo mejor para todos. ¿Le habría ido mejor a ese Salteador de Caminos de no zarpar conmigo? ¿No se hubiera visto obligado a arrestarlo el padre Artolivan, con lo que, seguramente, habría acabado en la horca? Es posible que hayas salvado una vida, buen hermano. ¿No valió la pena la mentira?
—Si el hombre es un delincuente, no es de mi incumbencia impedir que se haga justicia.
—Delincuente. Justicia —repitió Dawson—. Palabras extrañas en estos tiempos, cuando los hombres matan a sus congéneres para favorecer las aspiraciones de unos terratenientes codiciosos. ¿No estás de acuerdo?
El hermano Pinower suspiró y miró hacia el mar.
—Es una salida más fácil para el padre Artolivan y para todos vosotros. Tal vez hayas salvado más vidas que la del Salteador de Caminos en el caso de que hubiera habido lucha. Su reputación es impresionante. Si es un guerrero la mitad de hábil de lo que cree el padre Artolivan, prestará buenos servicios a la dama Gwydre.
Ahora Pinower miró directamente al avezado marino.
—Va a Vanguard bajo un falso pretexto. Se pondrá furioso cuando se entere del engaño. Ni siquiera sabes si querrá servir a la dama Gwydre.
—Ya lo creo que lo hará —dijo Dawson sonriendo—, porque no va solo, y ellos, los tres, se encontrarán solos y en una posición vulnerable en una tierra que no conocen. Considéralo como una sentencia por los delitos de los que se lo acusa. Seremos sus carceleros… así son las cosas.
—Si tú lo dices… —dijo Pinower con la vista fija en las aguas oscuras.
También Dawson se volvió.
—Ya lo creo que lo hará —farfulló el hombre.