El precio del carcelero
—¡Remad más rápido! —apremió Giavno a los dos monjes que iban en la pequeña embarcación, una de las pocas que quedaban en la «flota» del Monasterio Insular.
—¿Estamos persiguiendo a un fantasma? —se atrevió a preguntar uno de los hombres.
—Te digo que lo he visto —insistió Giavno—. En medio de la niebla, a la deriva.
—¿A la deriva? ¿O acechando? —preguntó el remero.
—Tenía el mástil roto —insistió Giavno—. ¡Está caído! —gritó señalando al frente a través del tenue vapor gris. Entonces todos vieron la embarcación, balanceándose, con la vela rota y caída, y aparentemente abandonada—. Una presa para llevar de vuelta al Monasterio Insular.
Volvió la vista hacia los otros dos, sonriendo de oreja a oreja y seguro de que el padre De Guilbe y el resto de sus hermanos estarían muy satisfechos con la captura, especialmente porque los monjes se habían visto obligados a apartar hombres de su trabajo en la capilla para que pudieran construir más barcos. Sin embargo, cuando volvió a mirar hacia adelante su sonrisa desapareció, porque, al acercarse, el ángulo le permitió ver que la embarcación no estaba abandonada, ni mucho menos.
Giavno trató de decirles a los remeros que se dieran más prisa, pero únicamente le salió un gorgoteo. Sí se las arregló para hacer un gesto con la mano y meterles prisa. Los hombres sentados a los remos imprimieron mayor velocidad a la embarcación.
Entonces también ellos dieron un respingo.
Tres alpinadoranos yacían sobre cubierta. Los tres hombres, cubiertos de sangre, evidentemente suya en su mayor parte, no reaccionaron cuando las embarcaciones chocaron, lo que hizo creer a Giavno y a sus compañeros que ya estaban muertos.
—Seguramente se acercaron demasiado a los trolls del hielo —dijo uno de los remeros—. No estamos lejos del banco noroccidental. —Mientras hablaba, se puso de pie y se estiró para coger la amura del otro barco con ambas manos. Los demás ayudaron a Giavno a pasar a la otra cubierta.
—Vive —dijo el mayor de los hermanos inclinándose sobre el alpinadorano más próximo, un gigante rubio. Rebuscó en su bolsa, sacó una piedra del alma y empezó a rezar inmediatamente.
Un segundo hombre se le acercó y se dirigió a los otros dos alpinadoranos heridos.
—Viven, los dos —anunció—. De no haberlos encontrado, no hubieran durado mucho. Y puede que ni siquiera así…
Giavno abrevió la curación del más joven y se acercó a los demás, utilizando una cantidad mínima de energía sanadora con cada uno de ellos para detener al menos la hemorragia. Ni siquiera tuvo que decirles a sus compañeros qué tenían que hacer, ya que estos sujetaron la embarcación alpinadorana a la suya y volvieron a sus remos. Remaron a toda velocidad, remolcando a Giavno y al barco capturado en dirección al Monasterio Insular.
El sonido de las voces gradualmente hizo volver a Androosis al mundo de los vivos.
—No somos animales —le oyó decir a Toniquay desde un lugar cercano, no sabía muy bien desde dónde.
—Ni nosotros os consideramos como tales. —El que respondió tenía un acento meridional, de alguien cuya primera lengua no era el errchuk, la lengua predominante en Alpinador.
Androosis oyó un ruido como de huesos o tal vez de cadenas.
—Hay consideraciones prácticas —dijo el meridional.
Androosis abrió los ojos. Un buen rato tardó la atmósfera gris en disiparse y en llegar la luz a su dolorida cabeza. Vio a un monje de pie delante de él… por supuesto, tenía que ser un monje. Estaba en una habitación pequeña, una especie de mazmorra que olía a humo de antorcha y que sólo estaba iluminada por movedizas llamas. Estaba tendido de lado sobre una cama de tierra dura y húmeda, una manta lo cubría de la cintura para abajo. Trató de volverse de espaldas para ver mejor al monje y a Toniquay, pero el movimiento hizo que lo recorrieran punzadas de dolor lacerante, de modo que hizo una mueca y se quedó de lado.
—¡Estoy encadenado como un perro! —dijo Toniquay con un gruñido.
—Es la única manera que tenemos de sujetarte, por nuestra seguridad y por la tuya —replicó el monje, a quien Androosis identificó como el hermano Giavno. El pobre bárbaro sintió renacer la esperanza cuando vio que había otra figura detrás de Giavno y reconoció a Cormack.
Cormack lo liberaría, estaba convencido, pues era un amigo secreto.
—Descansa y recupérate —le dijo el hermano Giavno—. Estate tranquilo. Negociaremos con tu clan para sacarte de aquí lo antes posible.
—¡Ahora mismo! —le espetó Toniquay—. No tienes derecho…
—Si no te hubiera encontrado en el lago, estarías muerto —le replicó Giavno—. Lo mismo que tus compañeros. Podría haberos dejado allí a merced de los trolls ¿no es cierto?
Androosis no podía ver a Toniquay desde donde él estaba, pero no le costó imaginar la actitud del hombre.
—No te pido tu gratitud —prosiguió Giavno—, pero exijo tu obediencia. Vosotros… los tres… seguís necesitando nuestras piedras sanadoras.
—No las uséis conmigo —gritó Toniquay.
—Si no lo hubiéramos hecho, estarías muerto.
—¡Sería preferible!
Giavno retrocedió un paso y esbozó una sonrisa malévola, acentuada por la luz vacilante de la antorcha.
—Muy bien —concedió.
—Ni con ellos tampoco —dijo Toniquay.
—Sin la ayuda de las piedras, el hombre al que tú llamas Canrak morirá —dijo Giavno.
—Si esa es la voluntad de nuestros dioses… —replicó Toniquay con tono de absoluta indiferencia.
¡Androosis deseó con todas sus fuerzas poder volverse y abofetear al soberbio chamán!
Giavno emitió una risita.
—Si me desataras la mano, yo mismo podría atenderlo —dijo Toniquay.
—Pero eso no vamos a hacerlo.
Androosis tragó saliva ante lo definitivo de esa afirmación, que quedó mucho más clara cuando Giavno se dio la vuelta, se agachó para pasar debajo de la arcada baja y salió de la habitación, llevándose a Cormack consigo.
—Manteneos firmes, gentes de mi clan —dijo Toniquay, recitando el mantra del Clan Nevada—. La razón es nuestra.
Androosis oyó una débil respuesta que más bien parecía un gemido desde el otro lado del chamán. Tal vez su propio gruñido había satisfecho las necesidades de Toniquay, pero realmente no tenía nada de asentimiento.
El padre De Guilbe no tenía nada de retraído o tímido. El camino había sido duro, y todavía lo fue más cuando tuvo que resignarse al fracaso, o al menos a la postergación, de su importante misión de hacer proselitismo en las tierras septentrionales. Pero lo habían elegido —más bien lo habían elevado a superior— tanto por su fuerte temperamento y sus atributos físicos, como por su trabajo en los volúmenes de Abelle sobre la filosofía de la Iglesia. Cambelian De Guilbe medía más de dos metros, e incluso con la magra dieta de pescado y vegetales que llevaban los monjes en el Mithranidoon, casi no había perdido nada de sus más de cien kilos de peso. Se decía que no podía cantar como un ángel, pero sin duda podía rugir como un dragón. Fue ese tono precisamente el que usó para llamar a su presencia a los vacilantes hermanos Giavno y Cormack. Su voz resonó por toda la planta alta del monasterio.
De Guilbe salió de detrás de su escritorio cuando entraron y les hizo señas de que cerraran la puerta.
—Vuestras dudas incitan a vuestros hermanos al miedo y la vacilación —dijo, inclinándose hacia adelante mientras hablaba, un movimiento que había desanimado a más de un hombre corpulento.
—Con todo respeto, padre —dijo Giavno—, pero no hay duda alguna. El hermano Cormack está equivocado y fuera de lugar.
Los ojos del padre De Guilbe pasaron a estudiar entonces al hermano más joven.
—Tengo objeciones —dijo Cormack, tratando de que la voz no le temblara.
—¿A qué?
—Su corazón es demasiado timorato para la enorme tarea que tenemos por delante —insistió el hermano Giavno, pero el padre De Guilbe alzó la mano para imponer silencio al hombre y no apartó en ningún momento su mirada escrutadora de Cormack.
—Están sobre tierra húmeda —dijo Cormack, y por su forma de hablar se vio que estaba procurando controlar sus emociones.
—Vivimos en una isla húmeda y sucia, hermano —le recordó el padre De Guilbe.
—La mazmorra es el lugar menos hospitalario.
—Y el único seguro.
Cormack suspiró y bajó la mirada.
—Él estaba dispuesto a considerar su embarcación reparada como habitación adecuada para nuestros huéspedes —dijo Giavno—. A empujarlos hacia el agua y enviarlos a casa.
—La moralidad impone… —empezó a decir Cormack.
—¡Los hemos curado! —intervino Giavno con tono cortante.
Tanto él como Cormack miraron al padre De Guilbe, observando que el hombre esta vez no estaba dispuesto a intervenir. Pero, de hecho, con su silencio animaba a Giavno a continuar con su reprimenda.
—Los poderes de Dios, a través de las gemas, a través de la sabiduría del beato Abelle, son la única razón por la que los tres bárbaros siguen respirando. Hicimos eso, trabajando incansablemente desde el momento en que até su embarcación averiada a la mía.
—Una obra de caridad digna de la Iglesia del beato Abelle —intervino Cormack, y el hermano Giavno lo miró con furia.
—Olvida por qué fuimos enviados a Alpinador —le dijo Giavno al padre De Guilbe—. Ha perdido de vista nuestra misión por el cariño que les ha tomado a nuestros vecinos bárbaros. —Hizo una pausa y miró a Cormack con más dureza todavía—. Y a nuestros vecinos powris —añadió.
Cormack le dirigió una mirada.
—Póntelo en la cabeza, hermano —le dijo Giavno. La expresión de Cormack pasó del enfado al miedo cuando miró otra vez al padre De Guilbe.
—Vamos, hazlo —dijo Giavno—. Todos saben que lo llevas contigo, que te lo pones cuando crees que no te están observando.
Cuando Cormack estudió la expresión del padre De Guilbe vio que allí no contaba con un aliado sino que aquel hombre estaba totalmente de acuerdo con el hermano Giavno. Con mano temblorosa, el joven hermano rebuscó en el pequeño bolsillo que llevaba a la espalda, sujeto a la cuerda que usaba como cinturón de su hábito. Sacó por fin el birrete powri, el gorro ensangrentado.
El padre De Guilbe le indicó que continuara, que se lo pusiera.
Eso hizo Cormack, poniéndoselo de tal modo que quedaba un poco inclinado sobre su frente, hacia la derecha.
El padre De Guilbe rio por lo bajo, pero pareció una risa más bien de lástima que de diversión.
—¿Por qué tienes que llevar eso, aunque lo hayas ganado en buena lid? —preguntó Giavno.
—Tiene propiedades mágicas —dijo Cormack, y sus dos interlocutores lo miraron sorprendidos y horrorizados.
—Cuando lo llevo puesto siento que aumenta mi energía —trató de explicar Cormack—. Este gorro podría revelarnos por qué los powris pueden recibir tremendas palizas y seguir luchando.
—Te lo pones para entender a nuestros enemigos —dijo el padre De Guilbe.
Cormack se disponía a asentir, y por un momento se sintió realmente aliviado por poder hacerlo. Pero se paró en seco. No estaba dispuesto a ir tan lejos y aceptar esa descripción de los powris, sobre todo después de que lo hubieran tratado de manera tan justa y honorable.
—Me lo pongo para ampliar mi comprensión de nuestros vecinos —aceptó Cormack, pero respiró mejor cuando vio que eso parecía satisfacer al padre De Guilbe.
—Entonces sigue usándolo —le ordenó el padre—. En realidad, tendrás que atenerte a las consecuencias si te veo sin él.
Junto a Cormack, Giavno hizo un gesto de burla, y sólo entonces Cormack se dio cuenta de que esos dos consideraban la orden de De Guilbe como una forma de castigo, una forma de marcar y aislar a Cormack a los ojos de todos los hombres del Monasterio Insular.
—Volvamos a la cuestión que nos ocupa —dijo De Guilbe—. Esos tres bárbaros nos deben la vida. ¿Estás de acuerdo en eso, hermano Cormack?
Cormack buscó denodadamente una forma de esquivar la respuesta evidente, pero no tuvo más remedio que coincidir.
—Sí.
—¿Y fueron curados por los poderes que concedió el beato Abelle?
—Sí, padre.
—Entonces, su deuda supera a nuestra magnanimidad.
Cormack se limitó a mirarlo con cara de extrañeza.
—La deuda no la tienen con el hermano Giavno, o tal vez en menor medida —explicó el padre De Guilbe—. El precio del carcelero (y nosotros no somos el carcelero, sino simplemente los guardias) se lo deben pagar al beato Abelle, y por encima de él, a Dios.
A Cormack no le gustaba cómo estaba presentando el padre De Guilbe la cuestión, pero, por supuesto, no había manera de refutarlo con una lógica simple.
—Sí, padre.
—Entonces, la caridad que tú propones no está en nuestras manos —razonó De Guilbe—. A Dios le corresponde determinarlo y, por fortuna, las enseñanzas del beato Abelle nos dicen cómo debe otorgarse esa caridad. Esos tres son prisioneros de un poder superior que les exige lealtad. En ausencia de esa lealtad, Dios nunca nos hubiera dado el bendito poder de curar sus heridas mortales que, te recuerdo, no fueron producto de ninguna acción nuestra.
—Ellos no sabían cuál iba a ser el precio —sostuvo Cormack débilmente.
—No estaban en situación de negociar. Nos enviaron a Alpinador para mostrar la luz de Dios, y ningún hombre, fuera del beato Abelle, la ha visto jamás tan íntimamente como los tres bárbaros por los que abogas. La verdad les ha sido mostrada, la luz brilla ante sus ojos.
—Pero…
—Si se niegan a verla, permanecerán en la oscuridad, hermano Cormack —dijo el padre De Guilbe con resolución—. Figurativa y literalmente.
Cormack se daba cuenta de que, a su lado, Giavno se envanecía.
—No les daremos un trato indebido —dijo De Guilbe volviéndose hacia Giavno.
—Por supuesto que no, padre —le aseguró el hermano.
—Pero nuestra seguridad exige que permanezcan ahí y ahí permanecerán.
—¿Durante cuánto tiempo? —se atrevió a preguntar Cormack.
—Hasta que se atrevan a mirar a la luz o hasta que sean llamados a la otra vida, donde verán lo descabellado de su empecinamiento. Supongo que estaremos de acuerdo en eso.
Cormack volvió a bajar los ojos.
—Sí, padre —dijo.
De Guilbe los despidió con un gesto de la mano. Cormack, instintivamente, se llevó la mano al birrete powri.
—¡No te lo quites! —le dijo el padre De Guilbe con ferocidad, y Cormack estuvo a punto de tropezar por la sorpresa.
—Llévalo puesto ahora y siempre, hermano Cormack —dijo el superior con tono autoritario—, y nunca olvides por qué.
Cormack lo miró otra vez con extrañeza.
—Por qué hemos venido aquí —le aclaró el padre De Guilbe con tono seco.
Cormack saludó con una inclinación de cabeza y se volvió para marcharse mientras sentía que los brillantes ojos verdes se le llenaban de lágrimas. El hermano Giavno lucía una sonrisa de satisfacción, pero apoyó una mano de aliento, suave y sincera, en el hombro de Cormack mientras los dos se dirigían hacia la puerta.
Pasó los viejos dedos por la pared de hielo mientras avanzaba en medio de la oscuridad. La humedad que sintió le produjo gran placer, pues representaba la materialización de su visión, la bella simplicidad de su grandioso plan, que tan complicado le habría parecido a cualquiera que lo mirara desde fuera.
La sangre de troll estaba dando los frutos apetecidos, recubriendo la sima abierta por el Anciano Dino (que estaba excavando siguiendo la ruta indicada por los gigantes y sus mazos). El calor divino del gusano blanco derretía el hielo y la sangre de troll impedía que volviera a congelarse.
Pronto se erradicaría la infección que afectaba al Mithranidoon.
El Anciano Badden hizo una pausa cuando encontró una cabeza cortada que tenía la mitad inferior comida y la mayor parte de la piel del cráneo arrancada. Quedaban piel y cabello suficientes para que el viejo samhaísta pudiera reconocerla, de modo que se agachó y la recogió para poder mirar otra vez a los ojos a Dantanna.
—Ah, mi viejo amigo. ¿Lo entiendes ahora? —preguntó el Anciano con una risita—. ¿Te otorgaron la inmortalidad las promesas abellicanas? ¿Están los Ancianos impresionados por tu tolerancia con el brote de herejía?
Una expresión sombría y feroz se adueñó del rostro del Anciano Badden.
—¿Estabas preparado para la muerte, necio Dantanna? —Deslizó los dedos bajo el borde del cráneo y presionó con fuerza lo que restaba del cerebro y de los gusanos del hielo.
»Durante siglos hemos sido los encargados de mantener a raya la locura —dijo, como aleccionando al hombre—. Hemos advertido a la gente y la hemos preparado. Le enseñamos a sobrevivir, a segar y a cultivar, a tratar sus enfermedades, y sobre todo, necio (¡sobre todo!), la preparamos para la oscuridad de la eternidad. Deben conocer a los Ancianos para entender el camino que recorrerán cuando los visite el espectro de la muerte. Deben reconocer su insignificancia al lado de los dioses para aceptar así su oscuro destino como sirvientes.
»¡Pero los seguidores del necio Abelle vienen y prometen las mercedes y la benevolencia de un dios que todo lo perdona! —rugió el Anciano Badden, apretando con tanta fuerza que un trozo de cerebro se desprendió y cayó en el helado suelo—. Los alientan con sus tonterías y destilan de ellas lo que consideran la sabiduría infinita y la sabiduría del infinito. Pero no lo sabían, ¿verdad, Dantanna? Todo eran promesas vacías y alegres fantasías para engatusar. ¿Salió a recibirte el desdichado Abelle cuando los dientes del Anciano D’no destrozaron tu cuerpo mortal?
Como si fuera una respuesta, oyó un retumbo al terminar la pregunta. Badden lentamente dejó el cráneo en el suelo y se volvió para mirar detrás de sí.
El gusano blanco, un monstruo gigantesco con aspecto de ciempiés cuyo lomo relucía ferozmente con un calor capaz de fundir la carne de un hombre convirtiéndola en un charco al mero contacto, retrocedió y entrechocó sus formidables mandíbulas. Unos pequeños apéndices a modo de alas aparecieron a escasos centímetros por debajo de su cabeza, aleteando y girando para mantenerlo firme y erguido.
El Anciano Badden pensó que eso debía de haber sido lo último que había visto Dantanna.
Soltó una carcajada e hizo una inclinación de cabeza.
—Dios del hielo que niega el frío —salmodió, y repitió su reverencia, que esta vez fue más profunda.
D’no emitió una especie de chasquido, una mezcla de beso y gruñido, y empezó a moverse adelante y atrás.
El Anciano Badden empezó a entonar la más antigua de las canciones samhaístas. Ningún otro hombre del mundo habría sobrevivido a ese momento, pero Badden conocía los secretos, todos los secretos, y su tono, cadencia e inflexión eran el reflejo de siglos de conocimiento y comprensión del ancho mundo, de la gran bestia, de los dioses, y de este dios, D’no, en particular.
El gusano blanco retrocedió gradualmente, muchos metros, antes de enrollarse y escurrirse por un túnel lateral.
El Anciano Badden hizo un gesto de satisfacción al ver la confirmación de sus poderes y la verdad de sus creencias. Alzó una vez más el cráneo de Dantanna y clavó los ojos en él una última vez.
—El beato Abelle habría sido devorado —rio, y tiró a Dantanna a un lado.
Cormack se puso rígido instintivamente cuando oyó el leve sonido de los remos, no muy lejos. Estaba en un banco de arena, a cierta distancia al noreste del Monasterio Insular, un lugar tranquilo y remoto que había descubierto poco después de la llegada de los hermanos al Mithranidoon.
Escuchó atentamente el ruido de los remos para determinar por dónde venía. ¿Serían sus hermanos que lo estaban siguiendo? De ser así, esperaba que lo primero que vieran fuese el birrete powri y lo mataran tomándolo por un enano.
Eso sería más fácil que explicarle al padre De Guilbe su presencia en ese lugar.
Volvió a oír los remos cerca y supo que no podían ser los hermanos, pues no eran capaces de manejar una embarcación con tanta destreza y tan silenciosamente. No, sólo los bárbaros nacidos y criados en el Mithranidoon podían navegar con tanta suavidad entre las olas, de modo que Cormack no se sorprendió cuando la canoa se deslizó sobre el banco de arena unos segundos después y de ella saltó Milkeila.
Se fue directa a él, sin decir una palabra, y lo abrazó.
—Ha pasado tanto tiempo… —susurró.
Cormack detectó tristeza y ansiedad en su voz, y en su abrazo, necesidad de consuelo. La besó y la estrechó contra sí.
—¿Un gorro powri? —preguntó, sorprendida. Se apartó y alzó los ojos hacia él, porque si bien Milkeila era alta, Cormack le sacaba una cabeza.
—Es una historia larga y complicada.
—Entonces no tenemos tiempo —dijo Milkeila, regalándole una tímida sonrisa—. Me sorprendió tu señal, pero me alegró esa luz a través de la niebla.
—Yo diría que hay magia en este gorro —dijo Cormack—. Cuando lo llevo puesto me siento más robusto. Tal vez no invencible, pero capaz de soportar golpes más fuertes.
—Puede que esa sea la razón por la cual los powris resisten tanto antes de ser vencidos en la batalla.
—Eso y su temperamento, que los hace semejantes a un animal acorralado.
Milkeila sonrió y asintió ante esa descripción tan acertada. Puesto que toda su vida había transcurrido en el Mithranidoon, había tenido muchas peleas con los feroces enanos.
—Habéis perdido a tres hombres —dijo Cormack, sorprendiéndola y haciendo desaparecer su alegría.
Milkeila dio un paso atrás, deslizando sus brazos de tal modo que acabó sujetando a Cormack por los antebrazos.
—A cinco —corrigió—. ¿Cómo lo supiste?
—Tenemos a tres —dijo Cormack. Milkeila se inclinó hacia adelante, pendiente de sus palabras, y Cormack añadió—: Androosis es uno de ellos.
—¿Combatisteis?
—Los encontramos a la deriva en una embarcación destrozada. Los trolls les dieron una buena paliza. El hermano Giavno cree que estaban pescando en aguas noroccidentales, demasiado cerca de las cuevas.
—¿Quiénes son los demás?
Cormack negó con la cabeza.
—No hablan mucho. Uno es un chamán y, por su indumentaria, de gran categoría.
—Toniquay —apuntó Milkeila.
—Es muy empecinado —dijo Cormack.
—Más de lo que puedes imaginar. Entonces están vivos ¿los tres?
—Están en una mazmorra del Monasterio Insular.
Una expresión extraña cruzó por la cara de Milkeila, una expresión que Cormack no pudo descifrar pero que no presagiaba nada bueno.
—¿Mazmorra? —dijo, y eso lo aclaró todo.
Cormack retrocedió y se encogió de hombros en señal de impotencia.
—El hermano Giavno los encontró a la deriva. De no haberlos remolcado al Monasterio Insular habrían muerto.
—O los habría encontrado mi pueblo —intervino Milkeila con un tono un poco más áspero.
—Aun así habrían muerto —dijo Cormack, y deseó no haber dicho esas palabras en cuanto salieron de su boca.
Milkeila frunció el entrecejo.
—Estaban muy próximos a la muerte —tartamudeó Cormack, tratando de salir del jardín en que se había metido—. Fue necesaria la intervención de varios hermanos trabajando incansablemente con las gemas… Sus heridas eran graves.
—Sin duda, demasiado graves para los supuestos dioses de los bárbaros de Yan Ossum —dijo la mujer con tono seco.
—No quería decir…
—No era necesario —dijo Milkeila.
Cormack hizo una pausa y respiró hondo.
—Las gemas, las piedras del alma, son la magia sanadora más concentrada del mundo. Los terratenientes de Honce lo reconocen, de verdad. No quiero desmerecer a tus dioses. —La cogió de las manos y la atrajo hacia sí, o al menos lo intentó, pero ella se resistió—. ¡Sabes que no lo haría jamás! Pero hay verdades prácticas acerca de las piedras sagradas y la magia que contienen.
—Mi pueblo no carece de recursos —replicó Milkeila—. Nuestros chamanes no son tontos inútiles que entonan cánticos vacíos a unos falsos dioses.
—No quería decir… —repitió Cormack impotente.
—No era necesario —volvió a decir Milkeila con expresión ceñuda—. En las islas circula la idea de que los monjes sólo ven dos caminos en el mundo: el suyo y el equivocado.
—Tú no crees eso de mí.
—¿No lo creo o no lo creía?
Los dos se miraron unos instantes incómodos hasta que Cormack añadió:
—¿No es cierta esa afirmación acerca de todos los clanes asentados sobre las orillas humeantes del Mithranidoon? ¿Podría decirse algo diferente de los powris? ¿O de Yossunfier? ¿O del Clan Pierjyk o de Tunudar o de cualquier otra tribu de tu pueblo bárbaro? Los clanes alpinadoranos ni siquiera pueden ponerse de acuerdo los unos con los otros, al parecer, sobre nada.
Si sus palabras causaron alguna impresión sobre Milkeila, no se notó.
—¿Cuándo serán liberados Androosis y los demás? —preguntó la mujer.
Cormack tragó saliva. Fue la respuesta que ella necesitaba.
—Entonces me veo obligada a decirles a mis jefes que están en el Monasterio Insular.
Cormack se sintió invadido por el pánico.
—No puedes —le rogó—, sólo te lo he dicho porque…
—No puedes pedirme que mantenga el secreto. Los míos están todo el día en el lago, buscando a los cinco hombres perdidos. Viajan hasta los confines más peligrosos del Mithranidoon. ¿Voy a quedarme sin hacer nada cuando algunos son víctimas de los trolls?
—No debería habértelo dicho.
—¡No habérmelo dicho entonces! ¡No con esa condición! No puedes pedirme que haga como que no sé nada cuando mi gente navega enfrentándose con el peligro, y no puedes pedirme que no haga nada cuando mi amigo… ¡tu amigo!… está en tu prisión abellicana.
—Tienes que creerme —dijo Cormack—. Estoy tratando de que los suelten. En cuanto la curación haya terminado.
—No cabe duda de que esa curación le revuelve el estómago a Toniquay.
—No quiere permitir que continúe ahora que ha recuperado la conciencia —admitió Cormack—. Pero mejora, todos mejoran, y están bien alimentados. Y yo insistiré en que los liberen, por supuesto.
La actitud de Milkeila y el hecho de que le permitiera volver a cogerla por las manos demostraba que no albergaba dudas sobre él, pero al final meneó la cabeza, insatisfecha con la resolución prometida.
—No les puedo mentir a mis jefes sobre un asunto como este. No voy a explicarles cómo lo sé, pero sabrán que nuestros hermanos perdidos están en el Monasterio Insular. No puedes pedirme nada más.
—Su embarcación está en nuestra orilla —dijo Cormack con tono falto de entusiasmo—. Diles que la viste desde lejos.
—Mi gente irá a rescatarlos —prometió la mujer, amenazadora.
—Ojalá lleguen a un acuerdo —dijo Cormack—. Tal vez esta sea una oportunidad para llegar a un mejor entendimiento entre el Monasterio Peninsular y Yossunfier.
—No puede haber ningún acuerdo. —Milkeila acompañó cada palabra con un gesto negativo. Su tono no tenía matices y estaba cargado de decisión—. Mi gente irá al Monasterio Insular en masa para exigir la liberación. Si no se consigue eso, habrá guerra.
A Cormack se le ocurrieron un par de respuestas insuficientes antes de decidirse por una pregunta.
—¿Y qué hará Milkeila?
Ella dio un paso atrás y se lo quedó mirando largo rato a la luz de la luna. Era evidente que libraba una lucha interior.
—Soy una Yan Ossum —dijo y se llevó la mano al cuello para apartar su segundo collar secreto del otro de tradición chamanista. Se lo quitó por la cabeza y se lo ofreció a Cormack, que quedó demasiado sorprendido para responder.
»Soy una Yan Ossum —repitió—. Si va a haber guerra, lucharé del lado de Yossunfier. —Le tiró el collar y él lo cogió—. No estaría bien que usara tus piedras contra ti en ese caso. No voy a traicionar tu confianza.
—¿Cómo crees que yo te estoy traicionando a ti?
Milkeila negó con la cabeza y esbozó una sonrisa.
—Soy una Yan Ossum y tú un abellicano. Ambos luchamos contra las limitaciones de nuestra herencia. Yo no gozo del favor de Toniquay, del mismo modo que tú no gozas del favor del padre De Guilbe; pero no podemos escapar a la verdad de quienes somos en caso de que suceda lo que ambos tememos. Mi gente irá a rescatar a nuestros hermanos perdidos y no es probable que los tuyos los liberen. Esto nos deja en el espantoso lugar en donde nuestras esperanzas chocan con nuestras realidades.
Cormack estaba allí de pie, en la arena, mirando a esa extraordinaria muchacha bárbara, una mujer de la que se había enamorado y para cuya lógica, simple y directa, no tenía respuesta. Encorvó los hombros desalentado, dejó caer los brazos a los lados del cuerpo y sonrió tímidamente, casi disculpándose. No sabía si debía acercarse otra vez a ella y volver a abrazarla o besarla para asegurarle que todo iría bien. De todos modos, no tenía sentido porque no tenía fuerza en las piernas en ese momento, a pesar del birrete powri.
Con su triste sonrisa, Milkeila volvió a su pequeña embarcación y, tras apartarla del banco de arena, subió de un salto con la gracia inigualable de su estirpe.
En pocos segundos, la niebla la envolvió y Cormack se quedó solo.
Jamás en su vida había tenido una conciencia tan acusada de estarlo.