El aspirante a rey
Aunque menudo y delgado, Bransen caminaba con paso confiado. Vestía con la sencillez de un campesino: bombachos, jubón y un sombrero de ala ancha del que brotaban mechones de pelo negro. Llevaba un bastón grueso, demasiado, parecía, para un hombre de manos tan finas. Sin embargo, el sombrero y el bastón escondían sendos secretos. Dentro de la madera había un hueco que ocultaba una espada, una espada fabulosa, la más grande de las tierras al norte de las Montañas de Cinturón y Hebilla. Hecha de acero bañado en plata, decorada con vides y flores grabadas, y con una empuñadura de plata y marfil con forma de cobra, la espada iría haciéndose más afilada a menudo que las capas del baño se fueran desgastando.
Era una espada Jhesta Tu, denominada así por los místicos solitarios del país meridional de Behr. No se había descuidado ningún detalle de la espada, ni siquiera las púas de la cruz que imitaban pequeñas serpientes en actitud de ataque. Para los Jhesta Tu, la forja de una espada era algo sagrado, una muestra de profunda meditación y perfecta concentración. Esta espada había sido hecha por la madre de Bransen, Sen Wi, y cuando la sostenía en su mano él podía sentir en sus detalles y en su artesanía el espíritu de esa notable mujer muerta hacía tiempo.
Una sencilla carreta tirada por dos caballos y con un burro atado por el ronzal pasó a su lado por el camino de piedras, conducida por una mujer. El hecho llamó la atención de Bransen hasta tal punto que lo pilló totalmente desprevenido cuando otra mujer se le puso a la par y tiró del pañuelo de seda que llevaba bajo el sombrero.
Por instinto, la mano de Bransen salió disparada para coger de la muñeca a la mujer, Callen Duwornay, su suegra. Luego se volvió hacia ella con una sonrisa.
—Me gusta la forma que tienes de mirarla —le dijo Callen en voz baja, señalando a su hija con el mentón. Sin reparar en la mirada de Bransen, Cadayle iba cantando mientras conducía la carreta.
—Es la mujer más hermosa que he visto —respondió Bransen en voz baja para que Cadayle no pudiera oírlo—. Cada vez que la miro me parece más hermosa.
Callen le dirigió una ancha sonrisa.
—Un hombre me miró así una vez —dijo—, o al menos me lo pareció.
A pesar de su sonrisa, su voz estaba llena de melancolía y de cierta añoranza. Bransen entendía esto último a la perfección pues sabía que la triste historia de Callen estaba estrechamente imbricada con la suya.
Callen había estado enamorada una vez, pero no de su marido. Conoció a su alma gemela cuando ya la habían dado en matrimonio, sin elección y sin poder opinar, como era costumbre en Honce veinte años antes. El descubrimiento de su relación adúltera le había valido una sentencia de muerte. Siguiendo la brutal tradición samhaísta, la joven Callen había sido «embolsada», es decir, metida en un saco con una serpiente venenosa. Después de haber sido picada repetidamente y con el veneno ya circulando por sus venas, había sido abandonada en las lindes del Dominio de Pryd para que muriera.
La madre de Bransen, que se había cruzado en el camino de Callen, intervino usando la magia Jhesta Tu para extraer el veneno de Callen y hacer que pasara a su propio cuerpo. Pero, sin saberlo ella, llevaba un niño en su seno, Bransen, y el veneno le produjo graves daños.
Por eso llevaba oculto su segundo secreto, escondido con un pañuelo que usaba debajo del sombrero. El pañuelo sostenía una piedra del alma, una hematita, una gema mágica encantada que tenía los poderes abellicanos de la curación. Mientras llevara encima esa piedra, Bransen podía caminar con confianza. Sin ella, volvía a ser la criatura torpe e insegura a la que a menudo, con tono de burla, llamaban el Cigüeña.
—Tu amante te traicionó —dijo Bransen, pero Callen ya estaba negándole antes de que terminara.
—No tuvo elección.
—Habría sido un comportamiento noble si…
—Noble pero insensato.
—Decir la verdad no es una insensatez —sostuvo Bransen.
Callen le dedicó una sonrisa cómplice.
—Entonces quítate el sombrero y saca la espada que llevas oculta en ese bastón.
Bransen rio entre dientes, aceptando su observación.
—¿Cómo se llamaba?
Callen negó con la cabeza.
—Yo lo amaba —eso era todo lo que estaba dispuesta a decir—, y él me dio a mi Cadayle. —Apartó la vista de Bransen y miró a su hija.
En ese momento, Bransen vio con más claridad que nunca el parecido entre Callen y su Cadayle. Tenían el mismo cabello suave, del color del trigo, aunque a Callen estaba empezando a ponérsele gris, y los ojos del mismo tono castaño, aunque pocas veces había visto Bransen aquel brillo en los de Callen, que relumbraban ahora como los de Cadayle.
Bransen fijó entonces la vista en su amada esposa.
—Entonces le perdono su cobardía, sea cual sea su nombre —dijo—. Porque también a mí me dio a mi Cadayle, supongo.
—Del mismo modo que tu propia madre le dio vida a Cadayle al salvar la mía cuando la llevaba en mis entrañas.
—Cuando mi madre me llevaba a mí —dijo Bransen, volviendo la vista hacia su suegra.
Callen respiró hondo.
—Lo siento —dijo.
Bransen le restó importancia con un gesto.
—Dime con sinceridad: ¿habrías detenido a Sen Wi de haber sabido que extraerte el veneno me produciría semejante daño?
Callen buscó desesperadamente una respuesta mientras miraba a Cadayle, lo cual hizo que la sonrisa de Bransen se acentuara.
—Yo tampoco —dijo el hombre—. Prefiero ser el Cigüeña con Cadayle a mi lado que un hombre completo sin ella.
—Tú eres un hombre completo —insistió Callen. Alzó una mano y tiró del extremo de su pañuelo.
—Con la gema.
—O sin ella —dijo Callen—. Bransen Garibond es superior a todos los hombres que he conocido.
Bransen volvió a reír.
—Y puede que un día pueda caminar sin la piedra del alma. Eso prometen los secretos del Jhesta Tu.
—¿Qué estáis farfullando vosotros dos? —preguntó Cadayle desde la carreta—. ¿Intentas robarme el marido?
—¡Ah, si pudiera! —respondió Callen.
Bransen rodeó a Callen con el brazo y la atrajo hacia sí mientras seguían andando. No era difícil para él entender el origen de la belleza física y emocional de Cadayle, y se sabía afortunado por tener una suegra como ella. Sólo de pensar que alguien hubiera tratado de matar tan cruelmente a Callen —Berniwigar, el samhaísta, lo había intentado dos veces— lo desconcertaba y lo llenaba de indignación. Berniwigar también había mutilado a Garibond, el padre adoptivo de Bransen.
Y ahora Berniwigar estaba muerto, eliminado por la espada oculta en el bastón que llevaba el hombre. Bransen se alegraba de ello.
La conversación se interrumpió por un ruido de cascos en el camino, detrás de ellos. Unos caballos avanzaban a paso rápido. Eso sólo podía significar una cosa por esos caminos y en esos días.
—Cigüeña —le susurró Callen a Bransen.
Él ya se había adelantado a su advertencia. Cerró los ojos y cortó su conexión —que a estas alturas se había vuelto casi automática— con su piedra del alma. Instantáneamente los movimientos fluidos del joven desaparecieron y empezó a caminar otra vez de una manera desmañada y torpe, avanzando una cadera antes que la otra para adelantar la pierna. Ahora el bastón pasó a ser algo más que un adorno al apoyarse Bransen sobre él como si fuera una auténtica muleta.
Oyó que los caballos se acercaban rápidamente desde atrás, pero no se atrevió a volverse por miedo a que el esfuerzo acabara con él de bruces en el suelo. Callen y Cadayle sí lo hicieron.
—Son hombres del laird Delaval —susurró Callen.
—¡Dejad paso! —La áspera orden llegó un momento después. Los jinetes frenaron en seco sus cabalgaduras—. ¡Sacad esta carreta del camino e identificaos!
—Te está hablando a ti —le dijo Callen en voz baja.
Bransen empezó a moverse con gran esfuerzo, y varias veces estuvo a punto de caerse. Cuando por fin lo consiguió observó la expresión atónita de los dos corpulentos soldados de más edad que él.
—¿Qué os traéis entre manos? —preguntó uno de ellos, un gigante con una espesa barba gris.
—Yo… yo… yo… —tartamudeó Bransen, y la verdad es que no podía seguir porque había perdido el hábito de hablar sin la ayuda de la gema—. Yo…
Los dos hombres hicieron una mueca de disgusto.
—Mi hijo —explicó Callen acudiendo en ayuda de Bransen.
—¿Y te atreves a admitirlo? —preguntó el otro soldado, joven y afeitado, salvo por un tremendo bigote que parecía extenderse de oreja a oreja. Ambos hombres se rieron a costa de Bransen.
—Bah, seguid adelante y dejadlo en paz —dijo Callen—. Lo hicieron en la guerra. Le clavaron una lanza en la espalda cuando trataba de salvar a otro hombre. Merece vuestro respeto y no vuestras burlas.
El de la barba gris los miró con desconfianza.
—¿Dónde dices que lo hirieron?
—En la espalda —dijo Callen, y el hombre puso cara de amargura.
—Buena mujer, no tengo tiempo para tu ignorancia real o fingida.
—¡Al sur de Prydburgo! —dijo Callen atropelladamente, aunque no tenía la menor idea de si se estaba luchando realmente al sur de Prydburgo.
Sin embargo, para alivio de Callen, esa respuesta pareció dejarlos satisfechos… hasta que el más joven se fijó en Cadayle y sus ojos se iluminaron con evidente interés.
—Realmente no es mi hijo —se apresuró a decir Callen llamándole la atención—. Es el marido de mi hija, por eso lo considero así.
—¿El marido de tu hija? —repitió el más joven, mirando a Cadayle—. ¿Está casado contigo?
—Así es —dijo la mujer—. Es mi amado esposo. Nos dirigimos a Delaval para ver si alguno de los monjes de allí puede hacer algo por él.
Los soldados se miraron. El más joven se dejó caer de su silla y se acercó a Bransen y Callen.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, pero cuando Callen empezó a contestar por Bransen, el hombre alzó una mano para acallarla.
—Bra… Br… Brrrran —farfulló Bransen, rociando de perdigones de saliva.
—¿Bran?
—Sen —añadió Callen y el hombre volvió a acallarla con un gesto severo.
—¿Bran? —volvió a preguntar.
—S… Sssss… Brranssen —dijo el Cigüeña.
—¿Bransen? —preguntó el hombre caminando a su alrededor.
—S… sssí.
—Un nombre tonto —dijo el soldado rozando a Bransen al pasar. Eso hizo que el Cigüeña se tambaleara, manoteando en el aire con un brazo mientras con el otro trataba desesperadamente de afirmar el bastón para no caerse.
La autenticidad de esos torpes movimientos hicieron que los soldados volvieran a mirarse con una mezcla de disgusto y compasión. El joven sujetó a Bransen con gesto rudo y lo ayudó a enderezarse.
—Lamento tu pérdida —le dijo a Cadayle.
—No está muerto —respondió la mujer, que hacía evidentes esfuerzos por reprimir el enfado ante el trato que el soldado estaba dando a Bransen.
—Eso también lo lamento —dijo el hombre con sorna—. Los monjes no van a poder hacer nada por él. Habría sido mejor para vosotros dos que hubiera muerto en el campo de batalla. —Con un bufido de desprecio se apartó de Bransen y se acercó a la carreta para inspeccionarla—. Eres muy leal al llevarlo a ver a los monjes, pero si él no puede complacerte, no tienes más que decírmelo —añadió con un guiño y una sonrisa ladina.
Cadayle tragó saliva. Callen se acercó de inmediato a Bransen y le apoyó la mano en el antebrazo, temiendo que pudiera dar un salto adelante y matar a aquel necio por el insulto.
De pronto llegó desde atrás el sonido de más cascos y de un carruaje que se acercaban.
—A lo mejor le gustan esos movimientos espasmódicos cuando hacen el amor —le dijo el soldado joven al más viejo, que le respondió frunciendo el entrecejo.
—Saca la carreta del camino —dijo el de la barba gris.
—Pero el terreno es desigual y está lleno de raíces —se quejó Cadayle cuando el más joven dio un rodeo y se puso al lado de los caballos—. Y nuestras ruedas están gastadas y no…
—Limítate a cerrar tu bonita boca y considérate satisfecha de que no tengamos tiempo para nada más —le dijo el soldado más joven—. Ni siquiera para incautarnos de los caballos y de la carreta en nombre de laird Delaval. —Echó una mirada de desaprobación a la carreta y al tiro y al viejo Doully, el burro, atado por el ronzal a la parte trasera, y añadió—: Tampoco es que haya nada digno de que lo cojamos.
—¡No, te lo ruego! —dijo Cadayle, pero el hombre cogió por la brida al caballo más próximo y tiró bruscamente de él hacia un lado, conduciendo la carreta por un pequeño terraplén, por donde rodó velozmente unos segundos hasta parar bruscamente contra un árbol.
Arriba, al otro lado del camino, el de la barba gris dirigió su caballo contra Callen y Bransen, obligándolos a apartarse, mientras llevaba por las riendas el caballo de su compañero.
—¡Inclinad la cabeza ante el príncipe Yeslnik, laird de Pryd! —ordenó sin apartar la mirada de Callen, procurando mantener su caballo entre los dos caminantes y el carruaje que se aproximaba. Cuando pasó ante ellos, con adornos dorados relucientes y tirado por un par de hermosos y vigorosos caballos, Bransen reparó en los cocheros, dos hombres a los que había visto antes. También vio a lady Olym, la caprichosa esposa del príncipe Yeslnik, que miraba por la ventanilla.
Bransen sonrió al mirarla con una leve inclinación de cabeza. Ella lo miró con sobresalto, como si lo hubiera reconocido. Bransen le dedicó un guiño y ella se retiró al interior al tiempo que se llevaba la mano enguantada a la boca.
Eso hizo que la sonrisa de Bransen se acentuara, pero mantuvo el rostro hacia el suelo para que el de la garba gris no pudiera reparar en ello.
—¿Es un príncipe o un terrateniente? —le preguntó Callen al hombre—. Lo has llamado ambas cosas.
—El príncipe Yeslnik de Delaval —confirmó el soldado de más edad, volviendo su caballo al empedrado. Al otro lado del camino, su compañero subió corriendo el terraplén y montó rápidamente.
—¡Es el laird de Pryd, y pronto será laird de Delaval!
—Claro, y rey de todo Honce, no lo dudéis —dijo su compañero—. Ethelbert caerá muy pronto, y cuando hayamos acabado con ese, pondremos en su sitio a los demás terratenientes.
—Por supuesto —dijo el más joven—. Ahora que hemos limpiado el río de septentrionales y goblins, y que Palmarisburgo se ha sumado a la causa del laird Delaval. La ciudad de Entel, de Ethelbert, estará bloqueada cuando llegue la primavera, y sin los suministros y los guerreros que llegan desde las tierras meridionales, no resistirá mucho tiempo.
El de la barba gris miró a su joven y prepotente compañero con expresión severa, en una advertencia clara de que se callara y de que estaba dándole demasiado a la lengua.
Bransen captó que estaban hablando de algo de gran importancia.
A él, sin embargo, todo le parecía una cháchara intrascendente, pues le daba lo mismo quién ganase esa guerra, o cómo acabara Honce después de eso. No tenía apego a ningún terrateniente y lo único que deseaba era que se mataran el uno al otro. Sin embargo hubo algo que sí lo sorprendió: la idea de que el príncipe Yeslnik ya hubiera sido nombrado sucesor del de Pryd, muerto a causa de Bransen. A Bransen le resultaba divertido pensar que Yeslnik estuviese en la línea sucesoria para convertirse en laird de Delaval, e incluso en rey de Honce. Ese hombre era un necio y un cobarde, Bransen lo sabía de sobra. Ya había tropezado con el carruaje que acababa de pasar mucho tiempo antes, cuando los crueles powris lo habían obligado a salir del camino. Yeslnik, su esposa y los dos cocheros (uno de los cuales resultó gravemente herido) estaban condenados, sin duda, pero Bransen, el Salteador de Caminos, había aparecido para salvar la situación.
Por supuesto, se había cobrado una recompensa por sus esfuerzos —mucho más de lo que el tacaño y desagradecido príncipe Yeslnik le había ofrecido— y por eso la leyenda de su heroico comportamiento había quedado aplastada bajo el orgullo herido del príncipe.
Bransen cerró los ojos y restableció la conexión con la piedra del alma colocada debajo de su pañuelo de seda negra, dejando atrás al Cigüeña.
—¿Laird Yeslnik? —dijo en un susurro cuando los dos soldados se alejaron.
Cadayle les gritó a los hombres que se alejaban, rogándoles que la ayudaran a devolver la carreta al camino, pero, como era de esperar, no le hicieron el menor caso.
—¿Rey Yeslnik? —preguntó Bransen en voz baja, negando con la cabeza, como si tal posibilidad fuera incomprensible. Y, sin duda, lo era para él.
A pesar de todo, dada su experiencia con la nobleza de Honce, no cabía sorprenderse.
—Tendríamos que haber ido directamente hacia Behr, como habíamos planeado —le dijo Cadayle a Bransen mientras este tiraba de los caballos para hacer volver la carreta al camino.
—No teníamos elección —respondió, y no era la primera vez.
Cadayle suspiró y prefirió no discutir. Los dos habían querido salir de Honce para subir a un barco en el puerto de Ethelbert dos Entel y partir rodeando las Montañas de Cinturón y Hebilla para llegar a Behr. El mayor deseo de Bransen —al menos según lo que les había dicho a las dos mujeres— era encontrar las Montañas de Fuego y el Sendero de las Nubes, la patria de los místicos del Jhesta Tu. La sabiduría que habían acumulado durante siglos había dado lugar al tomo que había escrito el padre de Bransen. La madre de Bransen, Sen Wi, había pertenecido a su orden, y Bransen creía que entre ellos encontraría las respuestas a su dilema. Allí se adaptaría más plenamente a su ki-chi-kree, su línea de energía vital, y se liberaría de tener que llevar la piedra del alma atada a la frente. Esa piedra del alma le permitía a Bransen mantener su línea de energía vital. Sin ella, su energía se volvía vacilante y se dispersaba en todas direcciones, dejándolo convertido en una cigüeña tullida.
Los Jhesta Tu tenían las respuestas que necesitaba. Eso creía y rogaba. Pero no podía ir allí en ese momento, como había esperado, al menos a través de Ethelbert dos Entel, ya que el lugar estaba cerrado, y cualquier hombre que entrara en los dominios del laird Ethelbert sin la debida autorización podía verse obligado a enrolarse en su ejército o acabar colgado.
De este modo el trío fue hacia el sudoeste en lugar del sudeste y ahora se aproximaban a Delaval, la ciudad principal de esas tierras, la sede del poder del laird Delaval, el hombre que aspiraba a ser rey de Honce. Los rumores que habían oído por el camino decían que podía accederse a Behr desde esa ciudad, aunque darían un gran rodeo, subiendo por el gran río, el Masur Delaval (al que hacía poco le habían cambiado el nombre por el de la familia gobernante), luego a través de la extensión meridional del golfo de Honce, y bajando por la escarpada región de pequeñas propiedades conocidas como Brazo de Mantis.
Sería un viaje difícil, sin duda, y tal vez lleno de peligros, pero los caminos estaban descartados en ese momento de intensas guerras.
Al doblar un recodo del camino, poco más de un kilómetro hacia el oeste, el trío pudo ver la renombrada ciudad acurrucada en la base de las colinas meridionales. Tres ríos tributarios de rápida corriente bajaban por las calles y se unían en una profunda poza ante los muelles septentrionales de la ciudad. Era la cabecera del Masur Delaval, un río cuyas corrientes se arremolinaban y volvían atrás con las variables mareas del golfo del Norte.
La ciudad era tal como Bransen, Cadayle y Callen habían imaginado, con filas y más filas de edificios de piedra y de madera, muchos de dos o incluso tres plantas de altura. Una muralla de piedra rodeaba gran parte de la ciudad. En su interior estaba la estructura más impresionante que hubiera visto cualquiera de ellos, un castillo tan imponente que dominaba el paisaje por completo, sus muros y torres sobresalían tan altos y fuertes que los designios del laird Delaval para el gobierno de la totalidad de Honce como único monarca, de repente, parecieron totalmente convincentes.
A última hora de la tarde, el trío había llegado a las afueras de la ciudad, donde había filas de talleres de artesanos y un gran mercado. Unos cuantos campesinos recorrían el mercado, en su mayoría mujeres de edad avanzada que trataban de hacer una última compra antes de que los vendedores cerraran sus puestos.
—Mercancía podrida —les susurró Callen. Cadayle se había bajado de la carreta para caminar con ellos y los tres hacían avanzar a los caballos lentamente—. Seguramente sobras de la cocina del castillo.
—Igual que en Prydburgo —dijo Cadayle—. Los terratenientes y sus más allegados se llevan lo mejor, y nosotros nos quedamos con lo que no quieren.
—A veces les quitamos lo mejor —señaló Callen con una mueca sarcástica.
—O se lo quita cierto salteador de caminos vestido de negro —añadió Bransen, y los tres rieron.
Cadayle fue la primera en detenerse, al captar lo que subyacía en aquella afirmación. Se quedó mirando a su marido con desconfianza hasta que por fin él la miró con una expresión intrigada.
—No estarás pensando… —dijo Cadayle.
—Suelo hacerlo.
—En soltarlo aquí —acabó Cadayle—. Al Salteador de Caminos, quiero decir. Quiero que mantengas el disfraz del Cigüeña mientras estemos en Delaval.
—Me temo que no es un disfraz —dijo Bransen alzando la mano y sacando la piedra del alma de debajo de su pañuelo para guardarla en el bolsillo. Inmediatamente sintió las primeras punzadas de la discordancia con su línea de ki-chi-kree—. Es qu… qu… quien soy rrrealm… mente.
Cadayle hizo una mueca ante el tartamudeo.
—No te gusta verme así —señaló Bransen con voz relativamente firme. Cadayle lo miró sorprendida. A modo de respuesta, él se limitó a mirarse la mano que todavía llevaba en el bolsillo y con la que sujetaba la piedra del alma. Estaba mejorando mucho el mantenimiento de esa conexión incluso cuando la piedra no estaba atada al punto focal de su chi, en la frente.
Sin embargo, Cadayle frunció el entrecejo, y Bransen empezó de inmediato a cojear torpemente.
—Ni se te ocurra robar nada en esta ciudad —susurró Cadayle—. El laird Delaval me da miedo.
Bransen no respondió, pero ni que decir tiene que eso era lo que estaba pensando.
Les dieron el alto al llegar a la puerta pues no podían entrar carretas ni caballos, salvo los de la afortunada nobleza que vivía intramuros y los mercaderes y comerciantes más ricos, que tenían que pagar bien caras sus licencias para entrar un caballo, un burro o una carreta. Los guardias les señalaron un establo cercano, extramuros, y les aseguraron que el propietario era un hombre muy respetable.
En realidad, a ellos no les importaba mucho su reputación. No llevaban en la carreta casi nada de valor, como no fueran las ropas de seda de Bransen. Doully era viejo, y más un amigo que un animal de carga, y de todos modos tenían pensado vender el tiro de caballos a su llegada, ya que las pobres bestias habían pasado por demasiados caminos mal cuidados y por sendas escarpadas.
—Sin duda necesitarán herraduras nuevas —les informó Yenium, el dueño del establo. Era un hombre alto y muy delgado, de complexión oscura y barba más oscura aún—. Habéis recorrido un largo camino.
—Demasiado largo —dijo Callen.
El hombre miró a Bransen.
—Lo llevamos a los monjes —explicó Cadayle—. Ha sido herido en combate.
Yenium rio estentóreamente.
—Pero no van a hacerle nada —dijo, pidiendo perdón con las manos cuando aún no había terminado de hablar—. A menos que tengáis oro para pagar, y en cantidad.
Callen y Cadayle se miraron con amargura, aunque aquello no las sorprendía. Era como si algunas cosas no cambiaran nunca en las tierras de Honce.
—Andamos escasos de dinero —dijo Callen—. Esperábamos que usted pudiera necesitar los caballos y la carreta.
—¿Comprarlos?
—Han andado mucho camino —le explicó Callen.
—Eso es evidente —dijo Yenium—. ¿Y el burro?
—Ese nos lo quedamos —dijo Callen—. Todavía tenemos que andar mucho.
Sabedor de que las negociaciones estaban en buenas manos, Bransen dejó que Cadayle se lo llevara a un lado. Callen, como era de esperar, se les unió al poco rato, haciendo tintinear una bolsa de monedas de plata e incluso una pieza de oro.
—Y va a dar cobijo a Doully sin cobrarnos nada durante el tiempo que estemos en Delaval —dijo Callen con sonrisa satisfecha—. Un precio justo.
—Más que justo —reconoció Cadayle mientras se echaba al hombro la bolsa. Estaba a punto de sugerir que fueran a ver bien la ciudad antes de que se hiciera de noche cuando la interrumpió el bramido de unos cuernos proveniente de la muralla. Siguieron aclamaciones y muchos de los campesinos que estaban fuera empezaron a entrar por las puertas rápidamente haciendo animados comentarios.
Callen y Cadayle se pusieron a uno y otro lado de Bransen y lo llevaron rápidamente siguiendo a la muchedumbre. Por fortuna no estaban lejos de la puerta, y con un guiño atrevido a Cadayle, el joven guardia los dejó entrar. No es que la vista fuera mejor al otro lado de la muralla ya que se habían reunidos miles de personas en la gran plaza, todos saltando y gritando, alzando los brazos y haciendo ondear paños rojos.
—¿De qué se trata? —le preguntó Cadayle a una entusiasta que tenía cerca.
La mujer la miró como si estuviera loca.
—Acabamos de llegar —le explicó Cadayle—. No sabemos a qué se debe la celebración.
—Ha llegado el terrateniente —explicó la mujer.
—¡Querrás decir el rey! —la corrigió otra.
—El laird Delaval. El rey Delaval dentro de poco, por la gracia de Abelle y de los Ancianos —dijo la primera.
Bransen meneó la cabeza temblequeando, sin dejar de sorprenderse por el modo en que los campesinos parecían asegurarse la otra vida, citando a las dos religiones predominantes.
—Ha llegado con su dama y todos los demás —dijo la mujer—. Esta noche el valiente príncipe Yeslnik va a ser nombrado formalmente laird del Dominio de Pryd. Se le van a rendir ese y otros honores. ¡Oh, es tan guapo y tan valiente! ¿Sabías que ha matado a cien hombres de Ethelbert?
Cadayle sonrió y asintió. Ocultó su mueca irónica volviéndose a mirar a Bransen, que, por supuesto, no creía nada de esos hechos heroicos atribuidos al afectado príncipe Yeslnik. Pero a Cadayle le desapareció la sonrisa en cuanto vio que allí estaba sólo Callen. Ni rastro de Bransen. En seguida tanteó con una mano el bulto que llevaba al hombro y se dio cuenta de que había sido aligerada de parte de su contenido. No le costó adivinar qué era lo que había desaparecido.
Dio las gracias a la mujer con una torpe inclinación de cabeza y se apartó de ella. Cogió a su madre por el brazo y la llevó a un lugar más tranquilo.
—¿En qué anda pensando? —preguntó.
—En que con todos esos por aquí… —Callen señaló con el mentón hacia el castillo.
Cadayle lanzó un suspiro de impotencia.
Sabía que su marido era contumaz.
Y sabía que esa contumacia podía ser su perdición.
Bransen no se puso el traje de seda negra hasta que llegó a la sombra que proyectaba la muralla de piedra de la torre más alta del castillo. La prenda había resistido bien el paso del tiempo y todavía conservaba su brillo, como si alguna magia la protegiera. Bransen había quitado un trozo de la manga derecha de la camisa para hacerse la máscara y también una franja de tela que se ataba alrededor del brazo derecho para ocultar una marca de nacimiento fácilmente identificable.
Tal como había esperado, casi todos los soldados habían bajado para presenciar la pompa y ceremonia de la unción del laird Yeslnik. Al cruzar por las calles y por los callejones, observó que las puertas principales estaban vigiladas, lo mismo que los puntos de entrada al castillo propiamente dicho.
Sin embargo, Bransen era un Jhesta Tu, o al menos algo muy próximo, y no necesitaba una puerta. Así que se desplazó hasta la muralla posterior, donde nadie podía verlo, y se puso el traje negro.
Echó una mirada en derredor y oyó a lo lejos los sonidos de la celebración, cada vez más estridentes. No vio a ningún guardia en la zona y confió en que todos los que supuestamente deberían haber estado allí, detrás de la estructura y, por lo tanto, aislados de los festejos, estuvieran fuera de sus puestos, contemplando lo que sucedía en la muralla exterior.
Claro que no podía saberlo con certeza, y eso hizo que se detuviera un momento.
«¿Acaso no eres el Salteador de Caminos?», dijo para sí, con una ancha sonrisa debajo de la negra máscara.
Bransen se reconcentró. Pensó en las gemas, en la malaquita, y utilizó las sensaciones que su tacto le había inspirado para llegar a la energía que había dentro de su ki-chi-kree. De haber tenido la gema mágica en su poder, se habría levantado flotando sobre el suelo, lo sabía, pero incluso sin ella, con sólo recordar sus poderes, Bransen sentía su cuerpo mucho más ligero. Alzó una mano y se impulsó por la pared arriba.
Trepó como una araña, encontrando con manos y pies las grietas de la piedra. Tan ingrávido se había vuelto que no importaba lo poco profundo que fuera el surco ni lo precario de su asimiento. En menos de un minuto, el Salteador de Caminos había escalado los veintidós metros de la torre más alta hasta llegar a la única ventana estrecha que había en la parte trasera de la estructura. Echó una ojeada al interior y se afirmó en el alféizar. Tras pasear la vista por la amplia y gloriosa campiña de la región sur de Delaval, se deslizó al interior de la habitación tenuemente iluminada.
Se dio cuenta en seguida de que esa era la torre del homenaje por la profusión de elementos valiosos como cuadros, tapices, jarrones que allí había.
El Salteador de Caminos se frotó las manos y se dispuso a trabajar.
—Hace tiempo que te lo merecías, y es menos de lo que te has ganado —dijo lady Olym hablando hacia alguien que iba detrás de ella cuando entró en su aposento privado—. Tu tío debería haberte nombrado laird de Delaval, zanjando así la cuestión. Su único hijo no es digno del título, por supuesto.
Como respuesta le llegó un murmullo de protesta desde la habitación de Yeslnik, demasiado confuso para entenderlo, si es que le hubiera interesado hacerlo.
—Laird de Prydburgo —dijo lady Olym con ironía—, supongo que ahora tendremos que vivir en ese espantoso lugar.
Lady Olym se despojó de su engorroso traje cubierto de pedrería. Vestida sólo con su camisa de noche, se sentó en su tocador admirando su empolvado rostro en el bonito espejo que había sobre la pequeña mesa de mármol blanco. Uno por uno se quitó los enormes anillos, todos los cuales llevaban engarzada una fabulosa piedra preciosa.
De todos modos, empalidecían ante el collar que lucía, con diamantes, rubíes y esmeraldas en tres vueltas tan gruesas que la cubrían de un hombro a otro. Olym acarició las piedras preciosas, contemplándolas en el espejo como si estuviera en trance. Tan absorta estaba en ellas que ni siquiera notó la figura vestida de negro que había aparecido justo detrás de ella.
Olym dio un salto cuando una mano se apoyó en la suya y una voz suave susurró:
—Permitid que os ayude, querida señora.
Quiso gritar, pero la mano le tapó la boca.
—Os ruego que no gritéis —dijo el Salteador de Caminos—. No os haré daño, querida señora. Os doy mi palabra. —Dicho esto apoyó la barbilla sobre el hombro de la mujer, de modo que pudieran mirarse a los ojos en el espejo. Por un momento, Olym se lo quedó mirando con la respiración muy agitada.
»Os doy mi palabra —repitió el Salteador de Caminos dirigiéndole una mirada de ruego y de interrogación, y aflojando apenas la presión sobre su boca.
Olym hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y el Salteador de Caminos retiró la mano.
—¡Habéis venido a violarme! —dijo con voz quejumbrosa.
Perplejo, el Salteador de Caminos se la quedó mirando, pues su tono estaba más cargado de esperanza que de terror.
Olym se volvió hacia él bruscamente.
—¡Tomadme, pues —ofreció—, pero actuad con rapidez y marchaos, y sabed que no voy a disfrutar!
Sin la piedra del alma, Bransen siempre tartamudeaba irremisiblemente, pero le había resultado más difícil encontrar las palabras que en ese momento, a pesar de que tenía la piedra bien sujeta sobre la frente.
Olym echó atrás la cabeza, llevándose el dorso de la mano a la frente en un gesto de fingida desesperación. El movimiento impulsó sus pechos hacia adelante y la camisa de noche no bastó para ocultar su evidente excitación.
—¡Tomadme, pues! ¡Violadme con vuestra bestialidad animal!
—Sí, ¿para que empecéis a dar grititos? —preguntó el Salteador de Caminos haciendo grandes esfuerzos por no reír.
—¡Oh, sí, si es necesario! ¡Si eso es lo que hace falta para librarme de ser asesinada por vuestra espada!
El Salteador de Caminos no sabía muy bien cómo decir que todo lo que quería eran las joyas, de modo que empezó a tartamudear otra vez hasta que en la antecámara sonaron unos pasos que se acercaban.
—Os ruego que guardéis silencio —susurró, apoyando un dedo sobre sus labios fruncidos, y se fundió con las sombras tan completamente que Olym se quedó parpadeando y con expresión estúpida, preguntándose si realmente había estado allí.
—Vaya, esposa mía —dijo Yeslnik, entrando en la habitación—. Las emociones del día me han dejado excitado. —Hizo una pausa y miró con admiración su cuerpo casi desnudo y su evidente estado—. ¡Y al parecer no sólo a mí!
Ahora le tocó a Olym tartamudear. Miró repetidas veces a las sombras en las que había desaparecido el Salteador de Caminos.
Yeslnik se acercó a ella con movimientos sinuosos y la atrajo hacia sí entrecerrando los ojos.
—Soy el laird del Dominio de Pryd —dijo, y lo repitió una y otra vez, y a cada vez apretaba más a Olym contra sí.
—Mi laird —dijo Olym, mirando por encima del hombro de su marido al punto donde había desaparecido el Salteador de Caminos.
Había desaparecido y había vuelto, observó, porque ahora estaba allí, apoyado contra el tocador, con los brazos, uno descubierto y el otro cubierto de seda negra, cruzados sobre el pecho, con una mirada profundamente divertida en aquel rostro tan atractivo.
Olym respiró hondo y lanzó una especie de maullido.
—Oh, mi princesa —dijo Yelsnik con voz entrecortada—. ¡Soy el laird del Dominio de Pryd! —Se estremeció mientras la apretaba aún más contra sí.
—Ya lo habéis dicho una docena de veces —dijo una voz masculina a sus espaldas. Yeslnik se quedó de piedra—. Si lo volvéis a decir doce veces más, tal vez os convenzáis de que sois digno del título.
Yeslnik se volvió como un rayo.
—¡Vos! —gritó.
—¿Quién más podría ser? —dijo el Salteador de Caminos con un encogimiento de hombros.
—¿Cómo?
—Me temo que vuestras técnicas de interrogación dejan mucho que desear —dijo el Salteador de Caminos—. Más aún si tenemos en cuenta que si aquí hay algún prisionero, no soy yo.
—¿No sois vos? —tartamudeó Yeslnik, tratando de entender.
—Sí, vos, no yo —dijo el Salteador de Caminos.
—¿No yo?
—¡Sí, vos!
—¿Vos?
—¡Por fin lo habéis entendido! —dijo el Salteador de Caminos y señalando a Yeslnik añadió con énfasis—: ¡Vos!
—¡No le hagáis daño! —gritó Olym colocándose delante de Yeslnik y echando los brazos hacia atrás para apartarlo, además de dar al otro una visión más completa de su cuerpo—. Haced conmigo lo que queráis. ¡Violadme!
—¡Olym! —gritó Yeslnik.
—¡Haré por vos lo que sea, mi laird! —replicó Olym con un hilo de voz.
—De vuelta al granero, como siempre —observó el Salteador de Caminos. Yeslnik se lo quedó mirando con incredulidad.
—Soportaré su pasión por ti, amor mío —le dijo Olym a su marido—. Os salvaré con mis encantos femeninos.
—Querréis decir con vuestras joyas —la corrigió el Salteador de Caminos. Antes de que uno u otra pudieran reaccionar, avanzó y arrancó el collar de la garganta de Olym, y luego se apoderó de los anillos que había sobre el tocador.
—¡Otra vez no! —gritó Yeslnik. En un momento de valor desacostumbrado (o más bien porque su ira superó a su prudencia), arrojó a Olym a un lado y levantó los puños, amenazador. A continuación echó mano de una cuchilla afilada que Olym utilizaba para depilarse y dio un paso adelante blandiendo el arma.
El Salteador de Caminos dejó caer las manos a los lados del cuerpo, suspiró y meneó la cabeza.
—No me vais a hacer quedar por tonto otra vez —declaró Yeslnik.
—Me temo que eso ya lo habíais conseguido antes de que llegara yo —replicó el Salteador de Caminos.
El laird del Dominio de Pryd reaccionó ante el insulto tratando de clavar la cuchilla al hombre. El Salteador de Caminos se apartó y la hoja pasó a su lado sin causarle daño.
Yeslnik retrocedió y lo intentó otra vez. Nuevamente el otro lo esquivó.
Yeslnik le lanzó un golpe de través a la cara, pero el ágil Salteador de Caminos evitó con facilidad el torpe golpe, y a continuación, incluso con menos esfuerzo, evitó el siguiente.
—Realmente, príncipe Yeslnik, estáis poniendo esto cada vez más difícil —dijo el Salteador de Caminos. Evitó otro asalto y a continuación llegó el golpe que había estado esperando, un golpe hacia arriba de la cuchilla, desde debajo de su barbilla.
Ni siquiera llegó a acercarse. La mano izquierda del Salteador de Caminos sujetó el antebrazo del príncipe y con la mano derecha cogió a Yeslnik en el ángulo preciso para desviar la mano de este hacia adelante. El ladrón insistió, dobló los nudillos de Yeslnik hacia su muñeca. La torcedura y el dolor hicieron que Yelsnik no pudiera sujetar más la cuchilla. Cuando notó que la soltaba, el Salteador de Caminos soltó su mano izquierda y le cruzó la cara de una bofetada que remató con un revés. Luego, por si acaso, lo abofeteó una vez más.
—¿Insistís en ponerlo más difícil? —preguntó el Salteador de Caminos ofreciéndole la cuchilla por el mango.
Con furia incontenible, Yeslnik cogió la hoja y lanzó cuchilladas sin ton ni son, sin cortar nada más que el aire. Acabó tirándola al aire de pura frustración y cual no sería su sorpresa al ver la facilidad con que la recogía el ladrón.
Yeslnik se dio media vuelta y corrió hacia la puerta gritando.
—¡Quedaos con mi esposa!
El Salteador de Caminos se lanzó en una voltereta lateral, apoyando una mano en el borde del tocador y la otra de plano encima del mármol, y aterrizó junto ala puerta, interceptando a Yeslnik.
—Vuestra cuchilla —dijo, lanzándola al aire.
Forzoso es reconocer que cogió la cuchilla, pero cuando volvió a mirar hacia abajo se encontró con la punta de una fabulosa y conocidísima espada a escasos centímetros de su cara. Emitió un gritito, extrañamente similar al anterior gemido de su esposa, y dejó caer la cuchilla al suelo.
El ladrón meneó la cabeza.
—Y ahora ¿qué vamos a hacer con vos?
—Oh —gimió lady Olym, cubriéndose la frente con el antebrazo y dejándose caer hacia atrás, sobre la amplia cama de la habitación.
Tanto el Salteador de Caminos como Yeslnik suspiraron con resignación.
Un ruido desde la sala inferior les recordó que la ceremonia había terminado y que muchos de los habitantes del castillo estaban volviendo de la muralla inferior.
—Debajo de la cama —le ordenó el ladrón a Yeslnik con gesto brusco, empujando al príncipe con su espada y haciendo que rodeara la cama. Finalmente se detuvo y empujó a Yeslnik hacia adelante.
—¿Mientras violáis a mi esposa encima de mí?
—Oh —volvió a gemir Olym separando las rodillas.
El Salteador de Caminos empujó más fuerte a Yeslnik, haciéndolo ponerse de rodillas al lado de la cama.
—¡Y vos con él! —le ordenó a Olym. De su voz había desaparecido el tono divertido—. ¡Debajo de la cama!
—Pero… —protestó Olym, tan triste como una novia abandonada ante el altar.
—Debajo de la cama. ¡Ahora! Los dos. —Mientras hablaba seguía empujando a Yeslnik con la punta de la espada. Asiendo a Olym con la mano que tenía libre, la arrastró de la cama. La mujer cayó pesadamente a sus pies, pero el ladrón vio que sólo su orgullo había resultado herido, ya que miró hacia él tendiéndole desesperadamente los brazos.
Yeslnik la cogió y la arrastró consigo debajo de la cama.
—En el centro —ordenó el Salteador de Caminos. Se agachó y los empujó con la espada. Miró a su alrededor, con la idea de bloquear los cuatro lados de la cama, pero vio que no había muebles suficientes para ello.
Los ruidos que se oían fuera de la habitación aumentaron la urgencia del ladrón. Improvisando, dio una voltereta por encima de la cama y cayó de pie ante los pies de la misma. Pasó la vista de las delgadas patas a su espada y viceversa. Recorrió con los ojos el cabecero. Se dio cuenta de que podía hacerlo sin problema. Tenía que ser preciso, y rápido.
Para eso era un Jhesta Tu.
El Salteador de Caminos puso la espada ante sí y respiró hondo. Debajo de la cama, Yeslnik y Olym no hacían más que cuchichear, pero él dejó que sus voces se perdieran en la distancia mientras se concentraba en la tarea que tenía ante sí. Con ambas manos asió la empuñadura de la espada mientras la levantaba lentamente ante su hombro derecho, manteniendo la hoja perpendicular al suelo.
De repente dio un paso con el pie izquierdo, lanzando un golpe bajo cortante con la espada, luego invirtió el envión tan rápido que pasó por encima de la pata cortada de la cama antes de que esta hubiera caído. Entonces dio un paso a la derecha, rematando el movimiento mientras su revés cortaba la otra pata.
El pie de la cama cayó mientras el Salteador de Caminos saltaba hacia atrás y hacia la derecha en una vuelta de campana. Cayó de pie junto a la cama y de espaldas a ella. A medio camino continuó su voltereta cortando limpiamente la tercera pata.
Yeslnik y Olym esbozaron una protesta, pero su vía de escape inicial, prevista por el Salteador de Caminos, se había perdido al caer el lado derecho de la cama.
El ladrón soltó la espada con la mano derecha en pleno salto. En cuanto se enfrentó directamente a la cama inició otra vuelta de campana que lo lanzó hacia adelante y hacia un lado. Puso la mano derecha libre por debajo y cogió la parte de arriba del cabecero, lo que le permitió girar mientras se elevaba en una voltereta que lo impulsó por encima y a mayor distancia, haciéndolo aterrizar de pie frente a la cama. Pero eso fue sólo un instante, pues se agachó y cortó la última pata de la cama, haciendo caer todo el peso del mueble sobre Yeslnik y Olym, amortiguando, por suerte, sus molestos gritos.
El Salteador de Caminos dio un paso atrás y contempló su obra con un gesto que reflejaba sorpresa y satisfacción. Miró luego el bolsillo atado a su cinturón, abultado de monedas y joyas, y repitió el gesto.
—Recordad que no os he matado, y me habría resultado muy fácil hacerlo —le dijo a Yeslnik agachándose y mirando al hombre ultrajado y quejoso—. Y recordad también que no he violado a vuestra esposa.
Yeslnik maldijo y le escupió, pero el Salteador de Caminos había quedado tan perplejo con sus propias palabras que se retiró para pensar en ellas y ni siquiera reparó en el doble insulto.
—Recordad que no la violé —insistió el ladrón volviendo a mirar a Yeslnik—. Espero que mi querida lady Olym olvide ese hecho, porque estoy seguro de que mi omisión la enfada más que cualquier cosa que pudiera haber hecho, asesinaros a vos incluido.
—¿Cómo osáis? —dijo Yelsnik indignado.
—Es muy fácil —le aseguró el Salteador de Caminos, y tras saludar llevándose dos dedos a la frente corrió hacia la ventana.
Sin embargo, todavía no había oscurecido, y la muralla superior estaba erizada de guardias.
Pasó casi una hora antes de que el príncipe Yelsnik consiguiera salir de debajo de la pesada cama. Sus aullidos tardaron algún tiempo en llamar la atención de unos sirvientes que por fin acudieron corriendo y le ayudaron a levantar la cama lo suficiente para dejar salir a Olym de forma muy poco ceremoniosa.
—¡Vos! —le gritó Olym a su esposo. No hizo el menor intento de cubrirse a pesar de que cada vez eran más los que acudían a la habitación para ver qué era lo que pasaba—. ¡Os imagináis que sois el laird de un dominio y ni siquiera podéis hacer frente a un solo ladrón! ¿Sois un héroe entre los hombres y sin embargo un solo hombre os obliga a meteros debajo de la cama de vuestra esposa como un conejo asustado? —Hizo intención de abofetearlo, pero Yeslnik le cogió un brazo y luego el otro, y la sujetó con fuerza.
—¿Estaríais menos furiosa si él os hubiera violado? —preguntó Yeslnik, en tono acusador. Lady Olym emitió el primer gemido sincero de ese día y se derrumbó sobre lo que quedaba de la cama.
Fue como si Yelsnik no se hubiera dado cuenta hasta entonces que la habitación estaba llena de gente y que muchos de ellos estaban mirando la desnudez de su esposa.
—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó, expulsándolos de la habitación. Le echó una última mirada de disgusto a Olym y siguió ordenando a los guardias que encontrasen al Salteador de Caminos y que volvieran con la cabeza de aquel bastardo.
Olym se cubrió la cara con las manos y estuvo sollozando largo, largo rato, mientras la oscuridad se iba apoderando de la habitación. Estaba casi dormida cuando unos labios suaves se posaron en su frente.
—Maravilloso, señora —dijo el Salteador de Caminos que no había salido de allí en ningún momento. Olym abrió los ojos de repente y se apoyó sobre los codos para mirarlo a la cara.
»El código de honor por el que me rijo me impide violar a una mujer casada —explicó el ladrón con apostura—, pero os aseguro que el código se tambalea cuando veo a una criatura de semejante belleza. —Alzó la mano y suavemente le acarició la cara. Olym cerró los ojos y cayó de espaldas sobre la cama asiendo con las manos las mullidas mantas.
—Pensad en mí —le pidió el ladrón— mientras recorro los desiertos septentrionales.
Y a continuación se marchó. Tomó impulso hasta la ventana y la atravesó con tanta facilidad y rapidez que ya había salido antes de que Olym pudiera siquiera echarle una última mirada.
—No hay nada que temer —les aseguró Bransen a Callen y Cadayle al día siguiente, mientras salían de Delaval llevando a Doully, el burro, por el ronzal—. Le dije a lady Olyn que iría hacia el norte.
—Pero si vamos hacia el norte —replicó Callen— y es allí donde estarás realmente.
—Exactamente —dijo Bransen con su sonrisa altanera y cautivadora.
Por supuesto, los guardias de laird Delaval, por petición del príncipe Yeslnik, salieron de la ciudad esa misma mañana, dirigiéndose al sur, en busca del Salteador de Caminos tal como lady Olym les había indicado.