8

La niña miraba hacia arriba y lo único que podía ver era la cara de su madre. Volvió a acurrucarse en su pecho sin dejar de mirar de reojo con el ojo izquierdo. Su piel era suave y fresca y su pecho le ofrecía un confort extraordinario. En su epicentro residía toda la gravedad del universo. Un pozo primitivo que reunía todo lo necesario para sobrevivir. Alargó su bracito y cogió uno de los mechones de su madre, jugó con él unos segundos, pero pronto un dedo se interpuso en el camino y el puñito lo prendió.

—No estires el pelo de mamá; le haces daño. Juega con el dedo en su lugar.

La niña se separó del pecho, abrió la boca con satisfacción y dijo:

—Mamá, mamá.

—Salomé —respondió su madre.

Sally se despertó sobresaltada, sin saber ni siquiera si había dormido. Un sueño, o, más bien, un recuerdo, había aparecido en su mente. Por unos instantes atesoró las sensaciones que la imagen de ella en los brazos de su madre había traído consigo: la calidez, el aroma dulzón de la leche, el pelo de su madre balanceándose sobre su cuerpo. Había sido demasiado tangible para ser solo un sueño… Pero la violenta realidad del barco volvía a ella. La oscuridad del camarote asaltó sus ojos con violencia y no tuvo más remedio que mirar a su alrededor y comprobar dónde estaba Mei y si aún respiraba.

La niña dormía tranquila en un cesto-camita improvisado junto a su cama, pero la temperatura parecía no haber bajado y su respiración era pesada. Sally la acarició con suavidad y quiso llorar, pero hacía días que estaba totalmente deshidratada. Al principio, ella también tuvo algo de fiebre, pero consiguió recuperarse con facilidad. Ahora su piel se había secado, sus labios estaban cortados y le dolían con solo moverlos… dudaba mucho de que pudiera sacar una sola lágrima.

Edgar se había tomado los cuidados de la enferma con mucha seriedad. Sally notó incluso que bebía menos. Le intentaba dar todo lo que pudiera reforzarla y Sally le dio todo el dinero que le quedaba para que lo intercambiara por la última fruta fresca del barco. Pero sus recursos eran limitados. Le administraba jarabe preparado con tintura de clorato de potasa y perclorato de hierro. También tenía hierbas sueltas que había ido coleccionando en sus viajes; le daba hierba gatera, que, aunque efectiva, por sí sola no era suficiente.

Sally empezó a resignarse a un final inevitable. Se imaginó que, cuando Mei muriese, Sally se tiraría al agua con ella y dejaría que el mar se las tragase a las dos. La muerte parecía el mejor final si perdía a Mei. Después de todo, era culpa suya el que se encontraran en esta situación. ¿Cómo no se había dado cuenta de que su hija no estaba triste o agotada, sino que estaba enferma? Ella había sufrido de la misma enfermedad cuando tenía unos seis años… Sally entonces recordó algo:

—¿No tienes equinácea o astrágalo?

Edgar estaba preparando jarabe en su mesa; se paró en seco y miró a Sally con una expresión llena de sorpresa:

—¡Pues claro! —dijo él golpeándose en el pecho—. ¡Borracho de mierda! Te estás olvidando de todo.

Edgar abrió un cofre y se puso a buscar con prisas; sacó un potecito metálico, lo abrió y olió con entusiasmo:

—¡Bendito seas, astrágalo!

¡Huang qi! —Sally se levantó de un brinco. Sin decir nada, los dos prepararon un té y cataplasmas para Mei.

Durante el día siguiente, la cara de preocupación nunca le abandonó y el médico no explicaba a Sally en qué estado se encontraba Mei hasta que esta no le preguntaba:

—¿Cómo está? —decía Sally, cuando se cansaba de observar al médico en silencio.

—Si mejora, te lo digo… Pero piensa que lleva enferma mucho tiempo. El astrágalo ayuda, pero no es una solución. Aunque mejore, puede tener consecuencias fatales…

Pero las horas pasaban y Mei se resistía a morir. Sally la contemplaba sin cesar, mientras apretaba con los dedos el amuleto que representaba una pik ce con tanta fuerza que sentía que podía derretir con sus manos el frío jade. Cuando no podía más y el sueño la vencía, dejaba la esculturita al lado de Mei.

Una mañana se despertó y Mei estaba sentada jugando con la figura. Cuando vio a su madre, la niña sonrió con normalidad y le enseñó su juguete. Sally se quedó acostada, ahuyentando el sueño y observando a su hija tranquilamente. Después de un rato, Sally respiró hondo y cogió a la niña con ternura. Se acababa de dar cuenta de que los momentos más importantes de la vida a veces venían de una forma tan plácida como súbita.

Una semana después, Sally se encontraba delante de la gran puerta de entrada de la casa de Sir Hampton. Con la niña de la mano, la ropa raída y una sensación de alivio, vergüenza y terror, se resistía a llamar a la puerta. No podía creer que hubieran sobrevivido al viaje en barco y mucho menos que Mei hubiera superado la escarlatina. Pero aquí estaban, y Edgar se encargó de averiguar en el puerto dónde estaba la casa del abogado inglés. En menos de un par de horas habían llegado a casa de Sir Hampton, y Sally había encargado a un trabajador del puerto que las llevara en carreta hasta la casa del abogado.

—¿Nos acompañas? —dijo Sally esperanzada—. Al fin y al cabo, tú nos has salvado…

El chico miró a Sally con una sonrisa descarada, se acercó a ella y le dio un beso en los labios.

—Lo siento, Maggie. Hay un pub lleno de alcohol y mujeres que me espera. Si me voy contigo corro el riesgo de convertirme en un hombre de bien y tú de desperdiciar tu vida. —El chico no añadió nada más, cogió a Mei en brazos, la abrazó y la subió al carro.

En media hora ya habían dejado el abarrotado y ensordecedor puerto y habían ascendido hasta un barrio mucho más tranquilo, lleno de lujosas casas de colores claros y listones de madera.

—¿Mamá, quién hay aquí? —dijo la niña, cansada de mirar una puerta cerrada.

—Un viejo amigo del abuelo Theodore…

Sally intentó levantar el brazo determinada a llamar a la puerta. Pero esta se abrió. Apareció una mujer grande y de unos cincuenta años. Su mirada pasó de la severidad a la conmiseración, al ver el espectáculo de una joven y una niña vestidas con extrañas y andrajosas ropas.

—Esperad aquí, que os voy a buscar algo de comida —les dijo la mujer con un perfecto inglés de la reina.

—No, señora, no buscamos limosnas. Estamos aquí para ver a Sir Hampton. Soy Salomé Evans, hija de…

—¡Theodore! Madre del amor hermoso, criatura. Yo soy Bertha Fisher. Pasa, pasa —dijo mientras tomaba la manita de Mei—. ¡Madre mía! ¿De dónde venís así?

—De China.

La mujer se rio, pensando que era una broma.

El baño, la comida y la cena que Bertha mandó preparar para ellas fue uno de los más abrumadores y desbordantes regalos de su vida. Mei no quería salir de la bañera y no supo reconocer nada de lo que podía comer en la mesa. Llevaban dos meses viviendo en el campo y en un barco y habían olvidado la naturalidad con la que uno da por hecho estos simples placeres que ahora a ellas les resultaban tan extraños.

Durante la cena, Sir Hampton no apareció por la casa y tía Bertha, que así era como la llamaban, les dijo que el abogado estaba muy ocupado resolviendo unos asuntos y que le había comunicado que deseaba ver a Sally cuanto antes, y que sentía hacerla esperar.

—Mañana por la mañana creo que podrá verte —dijo la mujer mientras miraba a Sally de nuevo. Vestida con un simple vestido prestado por una de las doncellas, se hacían más evidentes los estragos de las últimas semanas. Había perdido tanto peso y su piel era tan pálida, que parecía una versión espectral de sí misma—. Por Dios, niña… no voy a preguntar nada porque no es asunto mío… pero ¿en qué líos os habéis metido vosotras dos?

Sally sonrió a la mujer sin contestar. A Sally, esta mujer le gustaba, porque le recordaba a Miss Field. Pero a diferencia de aquella, Sally intuía que tía Bertha no era una criada, sino que, más bien, era quizás un familiar lejano que dirigía la casa. La mujer se acordaba de Theodore y de Sally, pero, hasta el momento, no tenía ni idea de que habían estado viviendo en China.

Por la noche, Sally y Mei se tendieron en la cama y se pusieron a reír sin razón. Se movieron arriba y abajo, patalearon juntas y se escondieron bajo las sábanas. Mei se acurrucó en su brazo, apoyada en su costado. Sally se quedó despierta toda la noche, temiendo cerrar los ojos.

A la mañana siguiente, tía Bertha indicó a Sally que Sir Hampton la recibiría en su despacho. Adyacente a la casa, había una propiedad más pequeña, donde Sir Hampton tenía su oficina y recibía a sus clientes. La acompañaron hasta un gran pasillo que hacía las veces de recibidor: había sillas antiguas apoyadas en ambos lados de la pared, grandes cuadros decoraban las paredes, un tapiz…

Tía Bertha también le dijo a Sally que Mei sería visitada por un médico de confianza mientras ella estuviera reunida con Sir Hampton. Necesitaban confirmar que la niña estaba curada del todo y no tenía ningún efecto secundario a la fiebre. Sally se dio cuenta de que en mucho tiempo no se había separado de Mei. Caminó hacia la puerta despacio, repasando mentalmente lo primero que le diría a Sir Hampton, cuando no pudo evitar detenerse ante uno de los cuadros. Un color carmesí le había llamado la atención. Cuando se situó delante de la obra, tuvo que dar unos pasos hacia atrás. No cabía duda, había visto el cuadro antes. Era de su padre y Sally recordaba perfectamente jugar en el taller mientras Theodore lo pintaba y él le hablaba de las virtudes de todos los colores. Aunque, extrañamente, era como si lo viera por primera vez.

Era un retrato en grupo, delante de una casa que Sally pareció reconocer. ¿La casa del conde, tal vez? En una versión más joven de la que ella conocía, podía distinguir la figura alta de Sir Hampton y a Madame Bourgeau, en el centro. También estaba el conde. Su corazón dio un vuelco cuando vio a los Dunn, sonrientes, mirando directamente al espectador. Su padre y su madre, jóvenes, y uno junto al otro. Y, en la esquina derecha del cuadro, en primer plano, una niña con un gran vestido rojo estaba agachada jugando con la tierra. La composición era maravillosa; había algo delicado y emotivo.

—Así que ya has visto el cuadro —dijo Sir Hampton desde la puerta de su despacho. Sally se enjugó los ojos, y, reluctantemente, dejó de mirar el cuadro y se volvió hacia el hombre. No era tan alto como lo recordaba, pero, por lo demás, estaba igual, ni siquiera había envejecido. Sus manos colgaban a lado y lado, enormes y pesadas—. La mejor obra que le encargué a tu padre.

Sally se olvidó de las formalidades y corrió hacia el viejo amigo. Lo abrazó con ternura y el hombre pareció acoger el gesto con naturalidad. Reposó sus manos sobre la espalda de Sally.

—Ya está, ya está. Ahora estás a salvo.

Los dos entraron en el despacho. Sally se sentó en una silla acolchada, mientras Sir Hampton se dirigió a su escritorio.

—Siento no haber venido antes, pero ante todo soy un administrador, y, como tal, tenía la obligación de resolver unas cosas. —Tomó unos papeles de su escritorio y se los pasó a Sally—. Espero que seas buena con los acentos porque de ahora en adelante eres Meredith Daniels y Mei es Melany Daniels. Sois madre e hija, de Boston, y tú eres viuda. Estos son todos los documentos que necesitas. —Sally repasó los papeles que el hombre le había pasado, certificados de residencia y un número de cuenta en un banco americano.

—Pero ¿cómo? —preguntó la chica sin poder creer la eficiencia del caballero.

—Cuando tía Bertha me envió a buscar con una nota explicando el estado en el que habías llegado, me imaginé que necesitabas protección inmediatamente.

—Gracias… —dijo Sally, pensando en lo mucho que le disgustaba el nombre de Meredith.

—Supongo que Mister Abbott y su familia eran tan difíciles como cabía esperar… —empezó el hombre.

—Peor…

—¿Y la niña?

Sally dejó ir un suspiro y contó toda la historia desde el principio. Cuando acabó, Sir Hampton estaba sentado sobre su butaca, con la cabeza reposando sobre su gran mano. Estaba evidentemente abrumado…

—No tenía ni idea. Pensaba que la vida en Hong Kong te había absorbido. Ni siquiera recibí tu carta desde Aberdeen Hill. Realmente sí que tenía poder ese hombre… De todas formas, cuando llegó su carta diciendo que no querías saber nada de mí no me lo creí… —dijo el abogado—. Pedí a uno de los oficiales de barco que conozco en San Francisco que fuera a Hong Kong y que indagara sobre ti.

—Debió de ser el joven que habló con Charlie… —pensó Sally en voz alta.

—Seguramente —dijo Sir Hampton.

—¿Por qué no mandaste alguien a por mí? Aunque no respondiera las cartas…

—No es tan fácil. No puedes simplemente intentar rescatar a alguien en la otra punta del océano sin saber si quiere ser rescatado. —Se defendió el buen hombre—. Además, tu padre siempre quiso respetar tus decisiones y yo quise seguir su ejemplo. Lo siento.

—No, es culpa mía —suspiró Sally.

—Bueno, creo que, a veces, hay circunstancias que escapan a nuestro control. Si tenemos que remontarnos a quién empezó todo esto, yo fui el que, amablemente, invitó a tu padre a ir a Hong Kong.

—Lo sé —dijo Sally—. Leí tu carta.

—Muy bien, entonces sabes que las desgracias son el cúmulo de muchas circunstancias. Yo no soy dado a torturarme con la culpa y tampoco lo tendrías que hacer tú.

Sally quiso recoger este comentario y aprehenderlo. Pero la imagen de Mei Ji huyendo de Jonathan, Ka Ho lleno de moratones, Lucy y Stella huyendo de Hong Kong y la mano de Mistress Kwong despidiéndose con tristeza aparecieron en su cabeza.

—¿Por qué enviaste a mi padre? Sé lo del cuadro, los mensajes… Pero no lo acabo de entender.

—Bien, veo que no solo has sabido escapar de la justicia con una niña a cuestas, también has conseguido averiguar muchos de nuestros secretos. —Sir Hampton se sentó en el sillón y, por primera vez, Sally se dio cuenta de que, si bien el hombre no había envejecido demasiado, se le veía infinitamente cansado—. Todo se remonta a ese cuadro que has visto antes. Un grupo de jóvenes con pretensiones intelectuales que soñaban con cambiar el mundo. —Sir Hampton hizo una pausa y se rio despacio, sin ganas—. Nos encantaba viajar, aprender de otras culturas y despreciábamos a aquellos que se creían superiores por ser europeos y, especialmente, por ser británicos.

—Pero, a su vez, os creíais superiores a ellos —pensó Sally en voz alta—, ¿no es eso algo irónico? —Sir Hampton volvió a reírse, esta vez con más entusiasmo.

—Veo que no has perdido la perspicacia que tenías cuando eras una cría.

—Creo que si la perdí… no he tenido más remedio que recuperarla —dijo Sally en tono de broma. Pero ninguno de los dos se rio—. ¿Entonces decidieron hacerse espías? ¿Mercenarios?

—No. Algunos lo llaman sociedad secreta —puntualizó Sir Hampton, moviendo los largos dedos de su mano para enfatizar con ironía el nombre—. Otros lo llaman club. Yo lo llamo un grupo de críos con dinero y mucho tiempo libre. —Esta vez se rieron los dos—. En serio, todo empezó con una charla, durante una noche con demasiado vino; luego siguió como un reto y acabó siendo… bueno, un negocio.

—¿Vendíais información por dinero? —preguntó Sally llena de decepción, pensando que, después de todo, Mister Abbott había tenido razón.

—Ayudábamos ahí donde creíamos que los vicios creados por las ansias de mantener el poder y la avaricia dominaban la sociedad…

—Pero ¿no todos vuestros clientes pensaban igual, verdad? —interrumpió Sally.

—No, por supuesto que no. La mayoría solo querían velar por sus intereses. Pero nosotros siempre hemos pensado que teníamos el suficiente conocimiento para saber para quién trabajábamos.

—«Deja a un hombre decidir firmemente lo que no hará, y será libre para decidir lo que vigorosamente tiene que hacer» —dijo Sally recordando la cita que había leído cinco años atrás en la carta de Sir Hampton.

—¡Oh! Buena memoria, Sally. Una cita de Mencio, creo… —Sir Hampton se levantó entonces y cogió un sobre que había en la mesa y se lo pasó a Sally.

Aunque había distancia entre ellos, Sir Hampton pudo alcanzar a Sally fácilmente con sus largos brazos. Dentro del sobre había dinero y un contrato, ya firmado, para un depósito en un banco. El abogado no era solo eficiente, sino que también era un gran falsificador.

—Nuestras ayudas siempre fueron bien financiadas. Aquí tenéis suficiente dinero, Meredith, para vivir cómodamente. Te servirá ahora que eres una proscrita y no podemos acceder ni a tu herencia ni a tu casa en Bristol.

—La casa, Miss Field, los cuadros… —repitió Sally—. ¡Necesito recuperar los cuadros de mi padre, los retratos de mi madre!

—Todo a su debido tiempo —contestó Sir Hampton.

Sir Hampton se levantó de nuevo, fue hasta un gabinete y de uno de los cajones cogió una cajita forrada de tela de color esmeralda. De ella sacó un sello de jade y se lo dio a Sally; esta lo cogió con cuidado y pasó la mano por los ángulos del objeto con forma de cubo alargado. No había rastro de tinta roja. Nunca había sido utilizado.

—Este es para ti. Tu padre querría que lo tuvieras. Por ahora vamos a dejar nuestros encargos, pero no quiere decir que en un futuro no te necesitemos. Esta aventura ha resultado toda una iniciación, querida Sally. Nuestra ingenuidad, sumada a una gran dosis de presunción, nos ha hecho cometer muchos errores, pero, si me permites de nuevo ser arrogante, en el pasado también hemos hecho el bien y evitado muchas guerras, hemos salvado muchas vidas.

—¿Qué quiere decir el sello?

—Para serte sincero, escogimos algo bello que nos representara; un sello chino parecía algo ideal, dado nuestro amor por esa cultura. Pero nunca supimos exactamente lo que decía. Creo que tu madre siempre nos recordaba que debíamos averiguar qué quería decir. Le molestaba usar algo con un significado que desconocía.

—Mi madre… —Sally se dio cuenta de que tenía una oportunidad única—. Sir Hampton, mi padre me dejó una carta en la que explicaba la historia de mi madre. Por desgracia, la dejó inacabada. ¿Cómo murió? —Sir Hampton miró a la chica y en su rostro se leía un deje incómodo.

—Tu padre no hablaba mucho del tema, pero murió en una misión en España. Creo que de una fiebre. —Sir Hampton miró a Sally esperando una reacción—. No sé mucho más, pero sí que te diré que tu madre fue una persona excepcional y estaría completamente abrumada si supiera en el tipo de mujer que te has convertido.

—¿Qué tipo de mujer? —respondió Sally, enfadada.

—El tipo de mujer que desafía a hombres como Mister Abbott, que atraviesa una isla a pie con una niña a cuestas, que sobrevive en un barco mercante durante semanas.

Los dos se quedaron en silencio. Sally no se sentía feliz, pero se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, no tenía más preguntas sobre su madre. Miró a su alrededor y pareció ver ese despacho con una nueva luz; sentía el sabor de algo logrado.

—¿Y ahora qué? —preguntó con humildad.

—Bueno, siento decirte, querida Sally, que no puedes quedarte. La conexión de esta ciudad con Hong Kong es demasiado fuerte y cualquiera podría identificaros a ti o a Mei. Pero, por suerte, en este lado del país vive otro proscrito de Hong Kong…

Por un momento, Sally creyó que se había quedado ciega y sorda. Ni siquiera había pensado en preguntarle a Sir Hampton si conocía a Ben. Aunque era evidente que el chico estaba metido en el mismo juego que su padre y los Dunn, sus cartas no iban firmadas con ningún tipo de sello, no estaba en el retrato y era mucho más joven. No podía ser él la persona a la que se refería Sir Hampton…

—El capitán Wright no sabe nada de ti, solo que estabas prometida —prosiguió Sir Hampton—. Fuimos muy afortunados de gozar de su colaboración, aunque todo salió mal para él también. —Sally seguía sin hablar, simplemente escuchó con atención cada una de las palabras que Sir Hampton le decía. Él tomó un trozo de papel de la mesa y escribió algo en él—. En cuanto el médico nos diga que Mei puede viajar, y por vuestra seguridad, os recomiendo que os dirijáis a esta dirección —dijo señalando el papel—. Vosotras llegaréis antes que una carta y es más seguro; creo que se llevará una agradable sorpresa.

Sir Hampton le dio la nota, cerrada por la mitad, y Sally la sujetó entre sus dedos sin abrirla. Aunque era únicamente un trozo de papel, no parecía ligero. Estaba cargado con el peso de una larga espera.

Era una mañana calurosa, polvorienta y de luz ambarina. Aunque era temprano, probablemente las siete, en su cama ya había aparecido una mancha de sudor, allí donde había descansado su espalda, su cuello y su cabeza. Lentamente se levantó y se dirigió a la cocina en busca de un cubo lleno de agua limpia. Salió de la casa por la puerta lateral y fue recibido por Angus, a quien parecía no importarle el calor o las moscas. El perro corría alrededor de su amo, mientras este colocaba el cubo en el suelo y empezaba a tirar agua sobre sus sobacos, su pecho y su cuello. Angus metió su cabecita dentro del cubo y empezó a beber con avidez. Esperó a que su perro acabara de beber y tiró el resto del agua al suelo del corral donde se engordaban las gallinas y los gansos. Todos estaban cobijados en la sombra, protegidos del bochorno y entretenidos con sus ruidos guturales.

Dejó el cubo en el suelo y se frotó la pierna; últimamente le dolía más que de costumbre. Alzando su cadera con un movimiento tantas veces repetido, dio un paso al frente para recolocar su pierna y aliviar el dolor. Se dirigió al cobertizo y de ahí sacó un tronco que le llegaba hasta la cintura. No necesitaba cortar leña, pero le apetecía; le hacía empezar el día con un propósito, lo vigorizaba y despejaba.

Después de dar unos cuantos hachazos, se paró en seco y se pasó el dorso de la mano por la frente para detener las gotas de sudor que descendían hasta el límite de sus cejas. Usando la misma mano, hizo una visera para taparse los ojos y miró al final del camino que pasaba por delante de la granja en dirección al este. Pronto llegaría la diligencia de los lunes por la mañana. Como siempre, levantaría polvo a su paso. Él la miraría mientras se acercaba y, también como siempre, no podría evitar pensar que el carro esta vez se detendría delante de su casa. Luego siempre cerraba los ojos y se imaginaba qué pasaría si la diligencia parase, la puerta se abriese con un grito del conductor y de ella bajara una chica con el pelo rizado. Ella se pararía ahí mismo, a los pies del escalón del carruaje. Al verle, una expresión llena de timidez, anhelo e ilusión se dibujaría en la cara de la joven. Ella querría correr, pero se detendría. Esperaría a que él se acercara y se saludarían con una mirada cómplice justo antes de cogerla y alzarla en el aire. No habría palabras, únicamente una risa contagiosa.

Sin embargo, sus esperanzas siempre se veían truncadas. Cada vez que se acercaba la diligencia, le parecía que esta aminoraba el paso. Su corazón se detenía por un momento justo antes de darse cuenta de que no había reducido la velocidad lo suficiente como para frenar.

Llevaba años luchando contra la misma inútil e infantil esperanza, cada lunes por la mañana. Por eso, en esta ocasión, cuando apareció una cortina de humo de color tierra al final del camino que anunciaba la inminente llegada del carruaje, él decidió no esperar. Por una vez no se quedaría de pie viendo cómo el vehículo pasaba delante de él. Así que clavó el hacha en uno de los troncos del suelo y dio media vuelta para regresar al interior de la casa.

Estaba ya sentado en una sencilla silla de madera, bebiendo un vaso de agua con limón, cuando oyó el usual sonido de los caballos galopando, la madera del carro chocando contra el metal que tintineaba… solo que esta vez algo diferente había roto la secuencia. No oía el sonido de los caballos alejándose, el polvo apagándose detrás de ellos. En su lugar, Ben escuchó una voz, un sonido de puerta abriéndose, el relinchar de los caballos. Posiblemente la soledad le estaba jugando una mala pasada, pero sonaba como si la diligencia estuviera firmemente parada delante de la entrada al jardín delantero de su granja. Salió de nuevo, esta vez por la entrada principal, y, entre el polvo levantado por el viento caliente, vio a la chica del pelo rizado, tal y como la había visto en sus sueños, de pie junto a la diligencia, diciéndole algo al conductor. Ella se volvió y miró directamente hacia él. Todo estaba igual que en su fantasía: su expresión, la luz, la expectación… A excepción de un detalle: junto a ella y dándole la mano, había una niña de unos dos o tres años. En su rostro, una sonrisa redonda, tan magnánima como el sol de la mañana.