7

Hasta que no abandonó Victoria, Sally no se dio cuenta de que había huido del que había sido su hogar durante cinco años.

Las dos siguientes semanas las pasaron escondidos en la aldea. Fueron días de tensión y silencio, esperando una señal que les indicara que podían avanzar. Por el momento encontraron que era más adecuado esperar en un sitio como ese que moverse demasiado y levantar sospechas. Además, era evidente que Mistress Kwong no estaba capacitada para caminar largas distancias. Por esta razón las dos establecieron su refugio en la casa de la callada tía de los niños.

Al principio, los aldeanos no veían con muy buenos ojos que esas extrañas intrusas estuvieran en su pueblo, pero parecían completamente inofensivos. Mistress Kwong les había dado algunas de las pertenencias que había traído con ella cuando se escapó de Aberdeen Hill: unos cuantos cuencos de porcelana y unas piezas de la cubertería. Además, tanto Sally como Mistress Kwong ayudaron como pudieron en los quehaceres de la aldea, limpiando ropa, preparando comida e incluso llevando agua de un lado a otro. Ver a Sally intentando hacer labores propias de una mujer de campo pronto se convirtió en la gran diversión de todo el pueblo. La chica había empezado a aprender lo que era trabajar con sus manos durante los últimos tiempos en Aberdeen Hill, pero Charlie y Mistress Kwong habían seguido siendo las principales encargadas de llevar la casa. Ahora, Sally intentaba seguir el ritmo de las recias mujeres de campo, fuertes y estoicas, y lo único que conseguía era convertir las tareas en una cómica opereta para el entretenimiento de todos. Sin embargo, ella se alegraba de poder divertir a sus nuevos vecinos, que eran afables y generosos con ellos, si bien siempre marcaban distancias. No facilitaba las cosas el hecho de que hablaran en un dialecto que Sally, a duras penas, conseguía entender. Estas escenas constituían los escasos momentos de interacción con el resto, y servían como válvula de escape a Sally, viviendo como vivía con un constante e invasivo nudo en el estómago.

La que sí disfrutaba de la vida en el campo era Mei. Le encantaba ayudar en las tareas, aunque fueran simples o inútiles. Le gustaba, especialmente, perseguir a las gallinas y los perros pulgosos. Tampoco le importaba dormir en el suelo y la llenaba de felicidad acurrucarse entre su madre y su naai naai.

Una mañana en que casi todo el pueblo —incluidos Siu Wong y Siu Kang— se encontraba labrando en los campos, uno de los aldeanos llegó corriendo y gritando un montón de cosas de las que Sally solo entendió que algo sucedía con un hombre. Inmediatamente barrió con su mirada la aldea para saber dónde estaba Mei, mientras pensaba en la mejor manera de esconderse junto a ella.

—¿Qué pasa? —preguntó Sally a Mistress Kwong en cuanto el hombre acabó su explicación.

—Dice que un hombre se acerca hacia aquí, y que, valle abajo, ha preguntado por nosotras y ha dicho que es amigo nuestro. Debemos escondernos.

Sally corrió a coger a Mei en brazos, y la pequeña se enfureció por la interrupción indeseada de sus juegos. La niña pataleó y gritó, pero Sally se mantuvo firme mientras la llevaba a la parte posterior de la casa. Una vez ahí, Sally le explicó que debían estar calladas.

—Quiero jugar, mamá —declaró la niña.

—Si estamos jugando, pequeña. Estamos jugando a escondernos y a estar en silencio. No nos pueden encontrar. ¿De acuerdo?

La niña puso su habitual sonrisa de pícara y asintió con la cabeza. Sally le pasó el reverso de la mano por la nariz manchada de mocos y miró alrededor, con ansiedad, preguntándose por qué Mistress Kwong no se había escondido con ellas. Esperaron unos minutos en los cuales Sally intentó disimular su tensión de la mejor manera posible, sonriendo a la niña de forma cómplice y haciendo señas para que se mantuviera en silencio. En unos minutos, Mistress Kwong apareció:

—Es Ka Ho. —Sally sonrió aliviada, pero pronto esa sensación se esfumó, ya que Mistress Kwong llevaba un fajo de ropa lleno de cosas y mostraba un rostro grave y pálido—. Debéis iros.

—¿Qué? —Sally tomó de nuevo a la niña en brazos, y, llena de incredulidad, corrió hacia la parte delantera de la casa. Ahí sentado en el suelo se encontraba Ka Ho, sudado y con el rostro lleno de cicatrices y moratones; su labio superior y su ojo derecho estaban hinchados. Sus pupilas brillaban con un color distinto y apagado sobre su cara casi irreconocible. Sally corrió hacia él, sin soltar a Mei.

—No pasa nada, pero debemos marcharnos. Ahora.

—¿Qué? ¿Ahora? No, no estamos preparadas… —Sally sentía que de todas las opciones posibles marcharse de este sitio era lo último que quería hacer.

—La policía e incluso los soldados os están buscando. ¿Lo entiendes, Sally?

—No puede ser. ¿Cómo saben que estamos aquí? —repitió Sally moviendo la cabeza con incredulidad.

—En los documentos de compra de los mozos de Aberdeen Hill, Siu Wong y Siu Kang, venía el nombre de este sitio…

—Pero ¿cómo lo sabes? —insistió Sally.

—Los coolies, querida, tenemos ojos y oídos por doquier —dijo él con una media sonrisa—. Pero debes dejar de hacer preguntas. Tenemos que irnos… No tengo carro, no tengo caballo. Debemos empezar a caminar cuanto antes.

—De acuerdo —dijo Sally convencida al fin. En unos pocos minutos cogió las cosas que faltaban y comprobó todo lo que Mistress Kwong le había metido en el fardo; aún les quedaban algunas cosas valiosas y algo de dinero.

—Estamos cerca del mar. Simplemente hay que evitar la costa norte donde hay asentamientos de soldados con sus familias. Si llegamos a un sitio seguro, creo que podemos pagar un velero o un junk que nos lleve a la península —dijo Ka Ho.

Sally asintió intentando mostrar fortaleza, pero podía notar cómo las piernas le flaqueaban. ¿Adónde irían? Necesitaba saber que en la vasta costa que se extendía delante de ellos había algún espacio seguro para ella y su familia.

Cuando estaba a punto de partir y de ir a buscar a Siu Wong y a Siu Kang, unos jovencitos que vivían camino abajo corrieron hacia ellos. En pocas palabras les indicaron que un grupo a caballo se encontraba no muy lejos de la aldea. Sally se dio cuenta de que Mistress Kwong no se había movido. Sus pequeños pies parecían dos raíces clavadas en el suelo; su cuerpo entero estaba tan quieto que bien podía haberse convertido en un árbol.

¡Naai naai!, debemos irnos —le rogó Sally—. Naai naai —repitió con lágrimas en los ojos.

—No puedo, Sally, niña. Soy muy lenta y vosotros debéis correr. Yo iré al campo a buscar a los niños y nos esconderemos. Pero no puedo ir con vosotros. Soy muy lenta.

—¡Nos escondemos todos y ya está! —exclamó Sally. Dejó a Mei en el suelo e intentó tomar la mano de Mistress Kwong. Su piel tenía el tacto del papel de arroz, y, a través de ella, notaba sus finos huesos.

—Sally, todo apunta a que pronto empezará la guerra, eso quiere decir que te dejarán de buscar, pero que también será complicado tomar un barco para salir de la isla. No sabemos lo que puede pasar —dijo Ka Ho intentando convencerla.

—Es demasiado arriesgado y tienes que irte. Debes dejar de esconderte y salir de esta isla con Mei. Yo no puedo ir contigo, mi niña —insistió Mistress Kwong.

Sally no tuvo más remedio que aceptar la realidad, ni siquiera respondió. Se abrazó a Mistress Kwong con todas sus fuerzas y lloró durante unos cortos pero intensos segundos. No obstante, pronto notó cómo los firmes brazos de Ka Ho la separaban de Mistress Kwong. Sally no dejó ir la fina mano de su naai naai hasta el último instante; su cuerpo ni siquiera se movió, pero la mano permaneció suspendida. Realmente parecía clavada en la tierra.

Entre sollozos, Sally levantó a Mei del suelo, donde había permanecido en silencio y confundida, contemplando la escena; agarró el fardo de ropa y lo ató alrededor del torso de Ka Ho. Los dos empezaron a caminar deprisa. La niña entendió entonces lo que estaba pasando y empezó a gritar y a sollozar con todas sus fuerzas, extendiendo sus bracitos por encima del hombro de Ka Ho hacia su abuela. Sally solo se volvió una vez. Entre lágrimas, pudo ver la borrosa imagen de Mistress Kwong. Inmóvil, con el brazo aún suspendido en el aire.

Los siguientes días corrieron entre una espesa neblina cargada de hambre y angustia. Sally se concentraba en dar un paso detrás de otro y en sonreír a la asustada niña que llevaba ahora a hombros. En silencio, transitaron por bosques y senderos secretos. Si bien era cierto que no eran más que un hombre magullado, una chica inglesa con desgastadas ropas chinas y una niña de dos años y medio, al menos conocían la isla mejor de lo que la conocían sus perseguidores.

Pasaron unas cuantas noches durmiendo en suelos de casas que encontraban. No había mucha gente dispuesta a meterse en líos con los ingleses, pero nadie podía resistirse a dar asilo a una chica que hablaba unas cuantas palabras en su idioma y a la niña mestiza de pelo ondulado. En esas casas les ofrecían un poco de arroz, y los anfitriones se sentaban a su lado observando sus movimientos y atreviéndose solo a hablar con Ka Ho. Sally pronto se dio cuenta de que, para ellos, los tres parecían una familia que huía de las autoridades por culpa de un amor proscrito. Era evidente que todos pensaban que Ka Ho era el padre.

Por su parte, Mei ya no encontraba tan divertida la vida en el campo. La cría quería llorar, pero, como sus gritos podían delatarles, Sally se pasaba horas convenciéndola de que no hiciera ningún ruido. La niña se sumió en un estado de tristeza taciturno que solo se rompía cuando preguntaba por su naai naai o pedía que la dejaran caminar, y aunque eso los retrasaba gravemente, también les permitía descansar; llevarla a cuestas se había convertido en una agonía.

Con frecuencia, Sally intentaba convencer a Ka Ho de que las dejara marchar. La mañana de la tercera noche, después de su huida, Sally insistió por última vez:

—Ka Ho, no tienes por qué hacer esto. Si te pillan con nosotras, no sé lo que te van a hacer. Estás ayudando a huir a una proscrita. Probablemente también te acusarán de asesinato. Márchate a algún sitio donde estés a salvo y tengas familia.

—Sally, yo no tengo familia —respondió con su habitual tono amable aunque extremadamente críptico—. Tú y la niña sois mi familia.

—Entonces, ¿nos vamos de Hong Kong juntos? —Sally no pudo evitar hablar con un tono esperanzado—. ¿Vienes con nosotras? ¿Adónde podemos ir? —Hasta el momento, Sally se había resistido a hablar de cuál sería su próximo movimiento. Estaba concentrada en pensar en la huida, en no flaquear y en mantener a Mei lo más cómoda posible.

—Podríamos marchar a Shanghái y desde ahí intentar ir a un sitio donde… donde no llamemos mucho la atención.

Cuando llegaron a la costa, se repitió lo mismo que había sucedido años antes, cuando regresaban de rescatar a Mei. Las dos se quedarían en un sitio seguro mientras Ka Ho buscaba a alguien que les pudiera sacar de la isla. Sally no podía creer que la historia se estuviera repitiendo de forma tan dolorosa, y todo por su culpa.

—Si no he vuelto en dos días, tendrás que buscar la forma de marcharte de la isla por ti misma. Esto es importante; aunque te asuste, debes hacerlo por Mei. Debes encontrar la forma de salir. —La mirada del hombre era intensa—. ¿Nei ming m ming aa? ¿Lo entiendes?

Sally dijo que sí. No tenía más remedio. No quería que su amigo se marchara solo. Pero era peligroso y debía quedarse con Mei. Sally no quiso llorar ni abrazarle. Por un lado, no quería poner nerviosa a Mei y, por el otro, se resistía a admitir que se separaba de Ka Ho. En los últimos días se había despedido de demasiada gente. Con un tímido gesto, él la cogió del hombro y luego acarició la cara de Mei. Cuando estaba a punto de irse, Sally dijo:

—Podríamos ir a Francia. Ahí no soy una proscrita y tengo amigos. Ellos te aceptarían. Podríamos vivir en casa de Caroline…

—Sí, Faat Gwook. Francia… —repitió él como si el mero nombre del país ya le gustara—. Dos días y te vas —dijo de nuevo, y, sin volver a mirar a Sally, se fue a paso ligero.

Sin embargo, los dos días pasaron y su amigo no volvió. Durante ese tiempo, Sally intentaba encontrar la forma de mantener a Mei entretenida jugando en el claro que habían elegido para esconderse. El lugar estaba resguardado, no se podía ver desde ningún sendero y tenía un árbol frondoso que las protegía de la lluvia. Junto a un acantilado se veía la costa, en una especie de balcón con vistas privilegiadas y situación estratégica. Era hermoso, pero Sally detestó este lugar desde el primer momento. Allí, tal vez por el agotamiento, parecía ver la figura del que un día había sido su guía y ahora había sido su salvador. Cuanto más tiempo pasaba, más desesperada se sentía, y había llegado a pensar que se había confundido o que no había entendido bien a Ka Ho. Al tercer día, las provisiones empezaron a escasear y al cuarto día, un dolor agudo en el estómago la obligó a aceptar la realidad. Ka Ho no volvería. Aun así esperó hasta el quinto día. Se pasó toda la noche sin dormir, balanceándose mientras Mei dormía en su regazo, y se sorprendió a sí misma hablando sola. Por la mañana, Sally se calmó, contempló la salida del sol pensando en su padre y en todo lo que le había enseñado. Si había podido llegar tan lejos, podría encontrar la forma de poner a la niña a salvo.

Sally decidió esperar a que Mei se despertara para empezar a buscar un pescador o alguien que las pudiera llevar hasta Cantón. Desde allí intentaría llegar a Macao. No obstante, antes de que pudiera despertar a Mei, un sonido familiar y terrorífico llegó a su pequeño claro: se oía un trotar de caballos no muy lejos de donde estaban. Sally se apresuró a despertar a la niña suavemente y a indicarle que no hablara. Mei había tenido que guardar silencio tantas veces en los últimos días que siguió las indicaciones de su madre con resignación. No estaba segura de que fuera la misma gente que la había estado buscando, pero no se podía arriesgar. Sabía que los caballos estaban pasando por un sendero que bordeaba el inicio del acantilado. Sally cogió a Mei de la mano y le dijo que tenían que bajar hasta el trozo de playa que se abría tímidamente bajo sus pies, a unos cincuenta metros. Por suerte, no era demasiado angosto y Sally había observado tantas veces el desnivel durante su espera que casi tenía el camino mentalmente trazado para llegar hasta el terreno arenoso.

El único problema era que, desde donde estaba, podía ver solo su trozo de playa, que formaba una pequeña bahía; no sabía cómo era el siguiente tramo, tal vez había otro acantilado, un sendero o, si tenían muy poca suerte, solo agua. Madre e hija bajaron con cuidado, Mei intentaba con todas sus fuerzas poner sus piececitos donde su madre le indicaba, pero, aunque estaba demostrando ser una niña extremadamente valiente, le era difícil bajar con seguridad. En más de una ocasión Sally tuvo que alzarla en el aire para evitar que cayera precipicio abajo. Cuando por fin llegaron a la playa, Mei se puso a dar saltitos. Esa tímida muestra de alegría era la única expresión que Sally le había visto hacer desde que se despidieron de Mistress Kwong. Reprimiéndose las ganas de abrazar a su hija, la obligó a echar a correr. Las dos subieron el tramo de rocas húmedas que había como separación con la siguiente playa. Al subir hasta arriba, Sally vio, con alivio y por primera vez en días, que había otra playa, y en ella una barquita, en la que parecía dormitar un hombre joven y rubio. Sally pensó que se desmayaba, porque por unos embriagadores segundos creyó reconocer aquella figura recostada al sol.

La muchacha corrió hacia el joven arrastrando a Mei por la arena. La niña solo se quejó tímidamente a su madre. Cuando estuvieron suficientemente cerca, Sally vio que el hombre no era Ben. Aparte de ser rubio y fuerte, no se parecían en nada. Era simplemente un chico descamisado, que llevaba unos pantalones que quizás en tiempos pasados habían sido un elegante uniforme, pero que ahora estaban sucios y raídos.

Mei esbozó uno de sus quejiditos y el chico pareció percibir, por primera vez, la presencia del dúo formado por Sally y su hija. Se sobresaltó dando un brinco y tuvo que poner su mano por visera para ver bien. Observó a Sally, miró a la niña y adoptó una posición de complacencia; parecía alguien que acabara de ver algo muy atractivo.

—Vaya, vaya, qué tenemos aquí.

—Hola, caballero. Mi nombre es, es… —Sally supo que tenía que mentir—. Mary Ann Lockhart y esta es mi apadrinada… Mei. —No podía dar un nombre falso de la niña o se arriesgaba a que Mei les delatara sin querer.

—Aha —dijo él cruzando los brazos y ladeando la cabeza—. ¿Y las dos paseáis por esta playa porque hace una mañana muy soleada, no? —preguntó, exagerando un tono caballeresco. Era evidente que era inglés.

Sally suspiró, soltó la mano a Mei y metió la suya dentro del fajo. Necesitaba tener a mano el cuchillo que Mistress Kwong había empaquetado. Tenía que ser más o menos sincera, pero se arriesgaba a que el joven quisiera aprovecharse de la situación.

—¿Esta barca es tuya? —le tuteó y, sin saber por qué, puso un pequeño deje de acento de Bristol en su normalmente prístino acento británico—. ¿Trabajas en algún barco?

—Pues, sí —dijo él sin dejar de mirar a Sally de arriba abajo descaradamente—. ¿Qué quieres?

—¿Adónde vais? ¿Lleváis pasajeros?

—Vamos a San Francisco y lo que llevamos no es asunto tuyo. —Al oír San Francisco, el corazón de Sally dio un vuelco rotundo. «¡Sir Hampton!», pensó. Este era el barco que debían coger. Mei pareció notar la reacción de su madre, porque la miró con curiosidad.

—¿Nos puedes llevar? —dijo Sally.

—¿Que si os puedo llevar? —El chico casi gritó y Sally miró instintivamente hacia el acantilado. Necesitaba saber que nadie les había oído—. Pero ¿se puede saber quién demonios sois vosotras…? —El chico saltó de la barca, se acercó a ellas, miró a Mei y dijo—: ¿No serás una loca de esas que secuestra a niñas?

—No; Mei es mi hija.

—Te van los chinos entonces, ¿eh? —dijo el chico acercándose aún más. Sally pudo oler con claridad el intenso olor a ron que el chico desprendía.

—Lo que a mí me «vaya» no es asunto tuyo. ¿Nos puedes llevar o no?

—¿Y qué me vas a dar a cambio? —El chico se acercó un poco más. Sally no se movió, pero puso su mano alrededor de los hombros de Mei.

—No te voy a dar nada, pero te puedo pagar —especificó Sally.

—¿Ah, sí? Un pasaje a San Francisco cuesta dinero, sobre todo cuando alguien está desesperado…

Sin quitar la vista del chico, Sally puso una mano en la bolsa. No quedaba mucho dinero, pero había dos objetos de valor: uno era la figurita de jade que Mistress Kwong le dio tiempo atrás, y también, envuelto en un trocito de tela, el anillo de compromiso de Peter. Sally sacó el anillo y el cuchillo que llevaba. Tomó el cuchillo por el mango y desenvolvió el anillo:

—Mira, te puedo dar este anillo.

El joven se acercó, pero Sally, diestramente, cerró el puño sin dejar caer el anillo y le apuntó con el cuchillo.

—Si intentas algo, te ataco —amenazó, al tiempo que Mei se escudó detrás de sus piernas. El chico dejó ir un resoplido pero no se acercó más.

—¿Y cómo sé que no es falso?

—Porque sabes que mi inglés es el de alguien de clase alta; alguien que no llevaría encima un anillo sin valor alguno. También sabes que estoy desesperada por salir de aquí y te daría un objeto auténtico sin rechistar.

—Vale, pero sabes que no depende de mí, ¿verdad? —El chico ya no sonreía, ahora más bien sonaba como un adolescente.

—Me lo figuro, pero tú puedes apañártelas para escondernos. Por más sucio y apestoso que seas, tu acento y tu porte tampoco engañan. No creo que seas un simple marinerito.

El chico se rio de la ocurrencia y accedió a ayudarlas. Las dos subieron a la barquita; el agua estaba tranquila y en una hora llegaron al fondeadero donde estaba el barco, un antiguo velero. Antes de subir, el chico la miró y dijo:

—Haz lo que yo diga y sígueme rápido. Coge a la niña en brazos y no mires a nadie. —Sally estaba asustada, pero asintió con coraje—. Ahora dame el anillo. —El chico extendió la mano mientras Sally lo sacaba de la bolsa y se lo daba. Tras mirarlo por un segundo y morderlo con las muelas, se lo guardó en un bolsillo—. Mi nombre es Edgar, Edgar Spencer.

Al subir al barco, pasaron por cubierta, entre marineros igualmente sucios y malolientes que miraban el espectáculo que ofrecía una chica con una niña en brazos. Sally agarró a Mei con todas sus fuerzas y se refugió en ella para no mirar a nadie. Una vez en la entrecubierta, el joven les indicó que se quedaran en un pequeño cubículo que solo tenía el espacio suficiente para un banquito forrado de un terciopelo rojo deshilachado y un retrete del que salía un hedor insoportable.

—Quedaos aquí de momento. Tengo que hablar con el capitán —dijo el marinero, tocando el bolsillo de su pantalón donde había guardado el anillo.

Sally abrazó a la niña con fuerza e intentó no pensar en el miedo intenso que recorría su cuerpo. Por un momento había pensado que al subir al barco todo sería más fácil, sin embargo, un pánico atroz estaba empezando a dominarla. Abrazando a la silenciosa Mei, se dio cuenta de que no había echado un último vistazo a la isla. Daba igual, pensó Sally. Tarde o temprano regresaría, pero su corazón necesitaba averiguar qué le había pasado a Ka Ho… Lo haría cuando viniera a buscar a Mistress Kwong, se prometió a sí misma.

Un ruido en la puerta las despertó. Por unos segundos, Sally tuvo que pensar dónde estaba, pero el olor del camarote pronto lo confirmó. El barco estaba avanzando, era de noche y había alguien en la puerta. Debía de ser Edgar. Sally tomó el fardo del suelo, cogió el cuchillo, y acurrucó a la niña en sus brazos. La puerta pronto se abrió y, en lugar del chico que las había traído, tres marineros la miraban con una sonrisa en los labios.

—¡Ah! Pues sí… ¡Tenías razón, Tom! —dijo uno con acento americano-escocés—. Hay una chica a bordo. —Sally se quedó inmóvil; Mei aún dormía, pero se movía inquieta por el ruido.

—Por los mares que este es un regalito bien bueno —afirmó el tal Tom, también con acento americano.

—¡Y yo que pensaba que tendría que esperar semanas hasta que pudiera probar una entrepierna! —afirmó el tercero, con un acento irreconocible. Todos rieron con él. Mei se despertó en ese momento y Sally puso la mano en la boca de la niña.

—Hay que aprovecharla antes de que la pruebe todo el barco y quede inútil —sentenció el grandullón, el primero que había hablado.

—¡Yo voy primero! —exigió el tal Tom.

—¿Por qué tú? —dijeron los otros dos.

—Porque yo os he avisado. Por tanto, yo primero.

—¡Oye! —dijo el grandullón—, el otro día te bebiste la mitad de mi botella y me dijiste que me debías una.

—Si no paramos de discutir, van a venir los demás… ¡Si nos pilla el capitán!

—Vale, vas tú, Tom.

—¿Y la niña?

—¡La apartas y ya está, hombre!

Tom soltó una sonrisa de satisfacción y entró en el camarote tocándose el sexo. En todo este tiempo, Sally había permanecido agachada, mirando la escena como un gato al acecho. Mei parecía entender que debía estar quieta y estaba rígida como una muñeca. Sally esperaba, sin temblar, solo con determinación. En cuanto estuviera lo suficientemente cerca, lo apuñalaría.

—¡Oye! ¡Tú, gordo! —se oyó una voz, y Tom se paró en seco—. ¡Esa putita es mía!

—¿Qué?

—Lo que oyes. —Edgar se abrió paso entre los hombres para entrar en el camerino y espetó—: Maggie es mía y tengo el permiso del capitán. Si la cortas, te boto del barco. ¿Lo oyes?

—No harías tal cosa —dijo Tom, adoptando una posición amenazante.

—¡Pruébame! Si no te rajo yo, lo hará ella —dijo mirando brevemente hacia su mano derecha; en ella había una pequeña daga que apuntaba a Tom—. Y, dime, ¿quién te salvará entonces, cuando te desangres y necesites un médico?

Tom se quedó unos segundos pensativo y se echó a reír. Los otros también se unieron al coro, incluido Edgar.

—De verdad que siempre me has parecido de lo más divertido, muchacho —declaró Tom antes de marcharse con los otros dos. Cuando lo hacía, Edgar añadió:

—Luego te traigo algo espirituoso, para comenzar y bajarte la libido —le dijo el chico a modo de despedida.

—Gracias, muchacho —dijeron los otros sin dejar de reír.

Cuando se marcharon, Sally y Edgar se miraron, sopesando lo acontecido y en silencio.

—¿Me podrías dar las gracias al menos, no?

—Aún no sé si tengo mucho que agradecerte —dijo Sally, pensando si tenía que confiar en el chico que le acababa de llamar «su putita».

El chico le ofreció media sonrisa y le extendió la mano:

—¡Vamos! Nunca te tendría que haber dejado aquí —se disculpó el chico—, y, no solo eres mi putita, eres Maggie. Nadie se cree que te llames Mary Ann…

Sally se levantó sin darle la mano y, por primera vez en mucho tiempo, sintió que flaqueaba. Edgar se acercó a ella y tomó a Mei en sus brazos. La niña estaba despierta, pero estaba agotada y se dejó coger por el desconocido sin oponer resistencia.

Entre pasillos malolientes y miradas furtivas, llegaron al camarote de Edgar. Al entrar se sorprendió al ver un espacio más iluminado y cómodo del que se imaginaba. La habitación tenía una cama y una mesa con banco. Estaba lleno de enseres médicos y libros.

—Sí, en efecto, querida —dijo al ver la cara de sorpresa de Sally—. Yo soy el médico de este clíper.

Edgar le dijo que tardarían poco más de cuarenta días en llegar a San Francisco. Sally pronto perdió la cuenta. Era todo lo que quería saber; nunca abandonó la enfermería, donde se habían refugiado, ni siquiera preguntó el nombre del barco. Dentro del camarote, las noches y los días habían perdido su sentido. Lo único que marcaba el tiempo eran los momentos en los cuales Edgar les traía comida. Parecía que el médico tenía graves problemas para conseguir alimento para las semipolizonas del barco. A veces traía un potaje a base de patatas que sabía a vómito, y pan y queso lleno de gusanos. Sally sabía que urgía alimentar a Mei, quien, sumida en su ya habitual laxitud, solo se comunicaba moviendo la cabecita denotando negación. Muchas veces Sally masticaba el pan hasta hacer un puré en su boca y lo vertía en la boca de la niña, la cual se resistía violentamente. En esos casos, Sally tenía ganas de sacudirla con violencia, de gritarle que debía comer. Pero entonces solo la abrazaba e imploraba a su hija que le hiciera caso.

Los días pasaban y madre e hija yacían una junto a la otra en la pequeña cama que había en un rincón del camarote. A veces, Sally le leía algunas de las novelas de aventuras que había por el camarote; otras, observaban en silencio al médico, cómo permanecía echado en su hamaca, en silencio, bebiendo una copa detrás de otra. En ocasiones, los tres se pasaban días sin dormir; otras, cantaban todos juntos canciones que solo sabían a medias. El médico, en su estado de embriaguez perpetuo, podía pasar de tener la actitud de un familiar afable y protector a sumirse en una nostalgia agresiva. A veces, pensando que Sally y Mei dormían, se acercaba a la chica, rondaba su cuerpo sin decidirse a actuar, y siempre volvía a su sitio. Cuando Edgar se iba del camarote, Sally se sumía en un tenso estado de alerta; cuando volvía, se abrigaba en la certeza de que solo había que dejar pasar las horas.

Pero el tiempo en el camarote les pasaba factura. La falta de luz solar las iba marchitando irremediablemente. Edgar les daba a veces un té de hierbas que se suponía que compensaba la falta de alimentos frescos, pero sus cuerpos parecían estar más débiles cada día. Sally intentaba limpiar a Mei lo mejor que podía, pero llevaban demasiadas semanas con la misma ropa, y parecía podrida por la suciedad y el sudor. Y lo que era peor: las ropas parecían querer corroer la misma piel, que picaba constantemente y dolía con un escozor agonizante. Sally no tardó en descubrir que Mei tenía unas rojeces y un eccema que cubrían su cuerpo y que la hacían removerse de forma incontrolable. Ni siquiera Edgar pudo hacer mucho, salvo recomendar desnudar a la niña y envolverla en una camisa limpia que encontró en el camarote. Desesperada, Sally rescató de su fardo el ungüento para mosquitos que Mistress Kwong no había olvidado empaquetar. Esto pareció ayudar a la niña, pero para entonces estaba tan débil que apenas reaccionaba y no se le podía hacer comer.

—¿Cómo llegaste hasta aquí? —preguntó por sorpresa Edgar, una noche que Sally balanceaba en su regazo, apoyada en sus brazos, a una Mei exhausta.

—Maté a un hombre —respondió Sally impasible.

—¿Se lo merecía?

—Sí, supongo que sí. —Sally no dejaba de mirar a su hija, sonriéndole, moviendo la cabeza para animarla. La niña se limitaba a seguirla con la mirada, con los labios entreabiertos y unos mofletes desinflados y flácidos—. ¿Y tú, cómo llegaste?

—Una serie de irremediables coincidencias que llamaremos juego, alcohol y deudas —dijo él, dándole un sorbo al ron. Se acercó a Sally y le ofreció un trago por primera vez. El chico se quedó de pie, delante de ella, con la botella en la mano, en posición de ofrecimiento. Sally miró al chico directamente. Sin duda, era hermoso y lo sería más si no fuera por las abundantes ojeras en su cara hinchada por el alcohol, el pelo grasiento y una tendencia por enseñar un cuerpo musculoso y bien definido, pero de una sexualidad agresiva y exhibicionista que Sally aborrecía. La chica tomó la botella, e intentando inútilmente no poner los labios en el cuello, echó un trago a un néctar espeso, indefinido, que la quemó por dentro. Era lo mejor que había tomado en mucho tiempo. El chico le ofreció de nuevo la botella, pero Sally le dijo que no. Con el calorcito que le recorría ahora el cuerpo, tenía más que suficiente.

—Yo diría que hay pocas coincidencias cuando se trata de los vicios del ser humano —dijo Sally.

—Probablemente, pero las elecciones que hacemos bajo su influencia son consecuencia del azar, más que de cualquier otro hecho, ya que sus impulsos son tan poco controlables como el destino.

—Creo que eso es una excusa muy buena para exculpar la decadencia —dijo Sally con una sonrisa. La primera que le ofreció al chico.

—¿Como la excusa para matar a un hombre?

—No creo que tenga una excusa más que lo evidente. Era él o yo.

—¿Tu vida tenía más mérito que la de él?

—Para mí, sí —afirmó Sally—. ¿Y la tuya? ¿Tiene tu vida más valor que tus vicios?

—No creo que valga mucho. ¡Va! Los dos sabemos que si estoy aquí es porque puedo vaguear y beber sin parar…

—Es una lástima. ¿No tienes familia?

—Hace tiempo que se cansaron de mí. ¿Y tú? Aparte de la pequeña Mei, claro.

—Mi padre murió y mi madre también. Tenía otra familia en Hong Kong. Pero los tuve que dejar atrás. —Sally se mordió el labio para no recordar, pero fue inevitable—. Mi padre te hubiera caído bien.

—¿Y qué hay de tu madre?

—Se llamaba María Eugenia y era la hija bastarda de un pintor —dijo Sally, e inmediatamente pensó en la carta de su padre, que empezaba contando la manera como su madre había sido una mujer excepcional y cómo él había criado a la niña intentando estar a la altura.

Le hablaba de su belleza, fortaleza, inteligencia y pasión y de que él veía esas mismas cualidades en ella. Le decía que se conocieron en España, cuando Theodore fue a visitar al padre de María Eugenia, a quien admiraba. Se enamoró perdidamente de ella y los dos se marcharon juntos a Italia, donde se casaron. Allí fue donde Sally nació. En la carta le explicaba que su madre la quería… Era evidente que había mucho más para contar, pero la carta estaba inacabada. Durante todo este tiempo, Sally nunca dejó de pensar en las palabras de su padre y las utilizaba como aliciente cuando las cosas se torcían, y recordaba que sus padres no habían valorado la posición social o la riqueza, sino el talento, la fortaleza…

—Es gracioso que Mei sea hija ilegítima, como lo fue mi madre.

Edgar iba a decir algo, pero fue interrumpido por un gesto violento de Sally. Esta acababa de tocar, con su mano libre, la frente de Mei, que estaba ardiendo:

—Edgar, por favor, ven —suplicó Sally, intentando no perder los nervios—. ¡Creo que Mei tiene fiebre!

El chico le tomó la temperatura y el pulso, le miró las pupilas y el interior de la boca. Sin decir nada, y con un gesto de preocupación que le hacía parecer un hombre sobrio, empezó a preparar cataplasmas y un brebaje para la pequeña. Durante todo el proceso, Sally se mantuvo en silencio, acariciando a la niña, hablándole al oído. Al final, no pudo contenerse y le preguntó:

—¿Qué es lo que tiene?

—No lo sé. Podrían ser muchas cosas, pero lo que está claro es que tiene una fiebre muy alta… —Edgar le quitó la ropa y miró de nuevo el sarpullido, le tocó la garganta, y, con las manos temblando por el alcohol y los nervios, le abrió la boca… La lengua de la niña estaba hinchada y roja, parecía una fresa—. ¡Cómo no lo he visto antes! El picor, la falta de apetito, el agotamiento… Lo debe de tener desde hace tiempo y yo no me he percatado… Maggie, lo siento, pero Mei tiene un severo caso de escarlatina.

—No, no… —exclamó Sally—, no puede ser; Mei es una niña muy fuerte. Nunca ha estado mala.

—Maggie, una fiebre tan alta en una criatura tan pequeña… o le bajamos la fiebre pronto o morirá.