—¡Aaaaah! —La niña abrió la boca, aunque dejó la lengua muerta.
—Sally, tendrías que intentar aplastar la lengua hacia abajo… así podré darte la medicina —le dijo su improvisada enfermera.
—Es que me duele y me duele la garganta, ¡Miss Field! —se quejó la criatura.
—Bueno, chiquilla. Lo sé. Te debes encontrar muy mal, pequeña… —La mujer le acarició la frente. Cogió una cuchara y se la acercó a la boca—. Toma esta.
La niña acercó la boca a la cuchara estirando el cuello, su pesada lengua acarició el metal y tragó el brebaje. Le dolía tanto la garganta que tragó con dificultad. Miss Field le dio unas cuantas cucharadas más y luego puso una gasa tibia en su frente.
—Así está mejor, querida, ahora descansa.
—¿Qué es? —dijo la niña señalando con los ojos la taza con las hierbas que le había dado.
—Eso es astrágalo con un poco de equinácea —dijo Miss Field señalando la taza.
—¿Y eso me curará? —preguntó la cría.
—Eso esperamos. Lo que tú tienes te está debilitando y lo que te he dado te ayudará a combatirlo.
—¡Ah! —Sally se quedó pensativa y dijo con un hilo de voz—: Miss Field, ¿cómo sabe esas cosas? ¿Es una doctora?
La mujer soltó una abierta carcajada, parecía adulada.
—Mi padre era una especie de médico. Él me enseñó todas estas cosas. ¿Una doctora? Me hubiera gustado…; pero no conozco a ninguna mujer que sea doctora.
—¿Por qué no? —preguntó Sally. Miss Field pensó su respuesta, sorprendida por la pregunta.
—Te diría que no es cosa de mujeres, pero no creo que sea correcto. La verdad es que no lo sé.
—¿Qué más le enseñó su papá?
—Déjame pensar… Muchas cosas… Me enseñó que el astrágalo sirve para curar muchas enfermedades. Los médicos chinos —Miss Field dijo esto abriendo mucho los ojos, de la misma forma que hacía cuando le explicaba un cuento y quería captar su interés— usan mucho esta planta. ¡Espera! Mi padre me dijo el nombre en mandarín. —En este punto, Miss Field parecía verdaderamente entusiasmada, se había olvidado de la fiebre de Sally y ahora se encontraba en otro tiempo y en otro lugar, tal vez de joven en la trastienda de un boticario—. ¿Hong chi? Hhhhuan… ¡Eso es! —exclamó—. Huang qi, una de las cincuenta hierbas principales utilizadas por la medicina china —repitió la mujer como si se tratara de una lección del colegio.
—Huang qi, huang qi —repitió la cría como si fuera una especie de encantamiento—, huang qi.
—Siéntese —dijo Mister Abbott señalando una silla vacía frente al escritorio. Era una invitación, pero sonaba como una orden.
Sally quiso gritarle que no, quiso darse media vuelta e intentar huir, pero su cuerpo respondió automáticamente y por fin se sentó, sin dejar de mirar a Mister Abbott, que sonreía.
—Bien, bien, bien —dijo Mister Abbott levantándose de su butaca. Sally nunca había recibido una educación convencional, pero así era como se imaginaba la disciplina de una vieja escuela o internado—. Siento mucho que hayamos llegado a esta situación.
—¿Usted lo siente? No lo creo… Si fuera así, no me hubiera acusado de ser una ladrona. No hubieran dicho que yo soy una, una… puta. —Sally ya no tenía nada que perder y no quiso seguir el juego de falsas cortesías y rodeos llenos de eufemismos—. Yo soy la que ha sido detenida. Yo soy la que lo siente: por haber confiado en su familia, por haber ido a vivir a su casa.
—En efecto. En eso estamos de acuerdo —dijo Mister Abbott con una sonrisa arrogante, una mueca tan violenta como la bofetada más limpia—. Usted, Miss Salomé Evans, nunca tendría que haber sido invitada a mi casa ni haberse relacionado con nosotros. Al fin y al cabo, nosotros somos una de las grandes familias de Hong Kong y usted la hijita de un triste pintor de paisajes que se aprovechó de nuestra hospitalidad. Eso es lo que pasa en las colonias, la sociedad se mezcla más de lo que sería apropiado.
—Lo que también sucede en las colonias es que los pretenciosos obsesionados con el estatus llegan a tener una cierta posición a la que nunca podrían haber aspirado en el viejo continente. Si bien estoy de acuerdo en que todo el mundo tenga nuevas oportunidades y en crear una sociedad más justa, por lo que veo, ahora ustedes simplemente repiten los vicios sociales de la vieja aristocracia con la cruel avaricia de la nueva clase enriquecida por los negocios.
Sally nunca se había planteado esta opinión, pero ahora que tenía la oportunidad de decir lo que pensaba, las palabras empezaban a dar sentido a lo que llevaba meditando inconscientemente los últimos dos años. Siempre había querido establecerse en una cierta casta, pero fue al encontrarse desclasada cuando realmente supo cuál era su lugar. Mientras hablaba, Mister Abbott la miraba fijamente exhibiendo una sonrisa altiva; sus cejas en tensión, su mandíbula apretada y la posición de su cuerpo denotaban algo violento; su lenguaje físico mostraba una escondida posición de ataque. Sally sabía que tarde o temprano intentaría agredirla, pero a pesar de ello la muchacha continuó hablando, despacio, de la misma forma que una maestra hablaría a un niño insolente:
—Ustedes tienen la oportunidad de hacer grandes cosas, de aprender grandes cosas, pero solo la aprovechan para ser crueles, para enriquecerse. —Por un instante, Sally vio que la cara del hombre se quedaba pálida y al momento el rojo de la rabia le invadía el rostro.
—¡Cómo se atreve! —Mister Abbott cerró los puños y avanzó su cuerpo hacia delante. Parecía un toro embravecido con ganas de atacar—. Tu familia puede haber tenido algo de gloria, pero no dejas de ser una Evans, ¡un apellido vulgar! Tú, insolente niña, ¡hija de un pintor!
—Precisamente. —Sally no sabía si era el agotamiento o, tal vez, el hecho de que por fin se estaba expresando libremente delante de este hombre, pero se sentía serena y sabía que podía mantener el control. Sin hacer ningún movimiento brusco, se levantó. Quería estar al mismo nivel que Mister Abbott cuando hablaba con él y, sobre todo, quería estar preparada para lo que pudiera pasar, y prosiguió—: Precisamente, Mister Abbott, yo crecí en una familia con talento, rodeada de personas excepcionales. Mi estatus no es dado por mi apellido o mi dinero, sino por mi conocimiento y mis experiencias. Ustedes no aprenden nada y no crean nada, simplemente viven ahogados por su propia hipocresía, podridos en sus mentiras durante largo tiempo asumidas.
Mister Abbott empezó a reír, con una carcajada grandilocuente que tenía toda la intención de ser dañina.
—¿Ve, Miss Evans? No me va a costar nada convencer a la gente de que usted está aún más loca de lo que creíamos. A todos nos gustan los símbolos y el estatus. Usted solo habla como alguien que ha sido repudiado por todos, una mujer a punto de perder su salud mental.
Por primera vez Sally no supo qué decir. Por suerte, tomó esto en su favor. A Mister Abbott siempre le había gustado aleccionar y la chica aprovechó la oportunidad para mirar alrededor con disimulo. Tenía que saber qué objetos tenía a mano y cuál era el espacio con el que podía contar. El despacho estaba bastante ordenado y no parecía haber nada que pudiera utilizar para defenderse, y la única salida disponible parecía ser la puerta por donde había entrado.
—Nunca entenderé por qué su padre y sus amigos intentaron meter las narices en mis asuntos. Supongo que se ganaban un dinero vendiendo información a los chinos. ¡Qué estupidez! Al fin y al cabo, todos nos estamos haciendo ricos gracias al opio, y durante mucho tiempo pensé que usted no tenía ni idea de lo que su padre intentaba conseguir. Yo creí que usted, con su timidez y sus modales discretos, era inofensiva. Eso pensé, pero nunca me gustó. Tiene algo en su mirada… algo insolente que no puedo explicar, pero que no me gusta.
—Tal vez sea porque yo veo en usted toda su rabia, su falsedad y su infelicidad.
—No, no creo que sea eso —bufó el hombre con desdén—; simplemente se debe a que usted es una engreída. Una cualidad que no hace a una mujer muy atractiva.
—Solo a un hombre pequeño le gusta empequeñecer a los demás —contestó Sally, pensando que ojalá Mistress Kwong estuviera allí para oír eso. Por primera vez, la risa del hombre se desvaneció de su cara y algo sincero apareció en él: miedo.
—Usted se va a arrepentir…
—¿Sí? ¿Qué va a hacer? —Sally no quería saber la respuesta, pero necesitaba encontrar la forma de salir de aquella situación y, de momento, únicamente tenía el recurso del tiempo. Tal vez, si esperaba lo suficiente, el fiscal aparecería.
Mister Abbott empezó a mover la cabeza con un gesto lleno de teatralidad que pretendía hacer pasar por decepción.
—Mira que he intentado salvarla. Aunque usted no me gusta, he intentado por todos los medios ahorrarle lo que va a pasar ahora. Nunca la perdí de vista y, cuando me di cuenta de que era un caso irremediable, hubiera actuado mucho antes, pero mi hijo siempre ha sentido mucho apego por usted y eso me frenó. Pero usted tiene la estupidez de los idealistas, actuando una y otra vez en su propia contra. Cuando decidió quedarse en Hong Kong con esa bastarda, tuve que presionarla para que se marchara de la isla. Pero se quedó. Durante dos años he estado filtrando el correo dirigido a usted para ver si, sin dinero y familia, usted se marchaba de una vez por todas. Pero se queda aquí y monta un asilo para la gente de peor calaña de Hong Kong… ¡Niña idiota! Al menos, no creí que tramara nada hasta que se hizo amiga de la señora Turner. Entonces lo vi, debía actuar… y, para colmo, ¡se pone a jugar a los disfraces y a meter las narices donde no la llaman!
—Esa bastarda es su nieta… aunque usted no se la merezca.
—Lo que sea… nadie en su sano juicio admitiría jamás el parentesco con una mestiza.
—Su nombre es Mei, Mei Theodora Pikce Evans.
—Estúpido nombre…
—¿Así que usted tiene todo mi correo? —preguntó Sally ignorando el comentario.
Mister Abbott se echó a reír como si lo que acabara de oír fuera algo muy gracioso.
—Claro que sí, ¿o se pensaba que iba a dejar que consiguiera su herencia después de todo lo que nos ha hecho pasar? Tantas cartas… al final respondí al pesado de Sir Hampton, diciendo que usted estaba casada y feliz y que no quería saber nada de él. ¡Que podía dar toda su herencia a beneficencia! —Mister Abbott se rio como si se tratara de un chiste—. Y, si me permite, ¿qué es la tontería esta de los sellos chinos en las cartas?
—No lo sé —dijo Sally.
—Bueno, no tiene importancia…
—No, no la tiene. ¿Usted me va a matar, no es así? —sentenció Sally, calmada, aunque podía notar un ligero temblor en sus piernas.
—No me gusta tener que hacerlo, pero no me ha dejado otra posibilidad. Para nosotros usted está histérica, es una loca. La he hecho venir al despacho para intentar ayudarla y usted me ha atacado… Nuestro viejo amigo el doctor Robbins corroborará que usted está, y estaba, enferma. Después de todo, ¿recuerda su reacción nerviosa cuando murió su padre? ¿Su inapropiada relación con el ladrón Wright? ¿Sus mentiras y juegos de seducción cuando estaba en mi casa? ¿Sus relaciones indecorosas con hombres en su casa de vicio?… También tenemos testigos que la vieron subida a un carro con un vestido hecho trizas, un hombre chino y una niña, justo al volver de Singapur. Todo esto después de sus meses de sospechoso retiro, sin olvidarnos de su loca expedición de anoche vestida de china y acompañada de su amante. Como decía, nos lo ha puesto todo muy fácil para que todos piensen que me intentó agredir y que no tuve más remedio que defenderme…
—Sí, pero. ¿Y si se lo explico todo al fiscal Dunskey o al gobernador? —le retó Sally. Sin embargo, a Mister Abbott esto solo le pareció aún más divertido.
—¡Vamos, niña! ¿Dunskey? Su pantomima anticorrupción no es más que una farsa para contentar a algunos tecnócratas de la vieja Inglaterra. Al fin y al cabo, todos somos de la misma logia. Nunca me traicionaría. ¿Y su amigo? El bueno del gobernador… —Mister Abbott rio de nuevo—. A este le quedan dos días en nuestra colonia. Comprarle el cuadro a usted no mejoró su imagen, y no se atreverá a enfrentarse a nosotros. De todas formas, solo es cuestión de tiempo; en breve iniciaremos otra guerra contra los chinos. Aprovecharemos esto para hacer que uno de nosotros sea gobernador. Seguramente Kendall, por supuesto —al decir esto sonó casi como un crío, celoso de un hermano mayor—. Si no se creen que está loca, siempre podemos decir que es una espía de los chinos. Siempre podemos utilizar eso junto a cualquier otra excusa que nos inventemos para iniciar una ofensiva. Estos chinos se están poniendo pesaditos y no quieren aceptar el Tratado de Nankín. Además, tenemos ganas de obligarlos a aceptar un comercio completamente abierto con nosotros.
Sally se paró en seco y se puso pálida. Recordó lo que Mistress Kwong había dicho hacía unos días. Sí, una guerra estaba a punto de empezar: ¿Era eso lo que su padre y los demás estaban haciendo? ¿Estaban intentando evitar una posible guerra? Sally debía confiar ahora más que nunca en la perspicacia de Mistress Kwong y asegurarse de que nadie encontrara el lienzo o el papel con los nombres.
—¿Y simplemente me envía a prisión con la excusa del anillo? —dijo Sally.
—La podríamos enviar a la cárcel como hicimos con Turner, pero, francamente, tengo bastantes ganas de dejar de preocuparme por usted y su protegida. No me gusta la idea de que alguien llegue a creer las tonterías que usted pueda decir sobre mi Jonathan. —Mientras Abbott se explicaba, Sally se movió discretamente para separarse de él. Necesitaba estar más cerca de la puerta y lejos de la mesa o de la silla, donde no tenía casi libertad de movimientos.
—¿No le han dicho nunca que explicar el plan puede jugar en su contra, viejo? —dijo Sally desafiante.
—Claro, pero necesito ganar tiempo para que sea creíble, para que todos crean que he intentado razonar con usted. Pienso que una conversación civilizada es más apropiada que un incómodo silencio. Y, ahora que me lo recuerda, creo ya hemos hablado suficiente. —Mister Abbott se dirigió hacia uno de los armarios que había en un lateral del despacho. De él sacó una daga, un abrecartas y un pañuelo rojo. El silencio ahora caía a plomo sobre ellos. Sally pensó que, de todas las maneras posibles de morir, hacerlo a manos de Abbott era la que menos le apetecía. El armario estaba entreabierto y Sally pudo ver que, apoyado en un rincón, había algo que parecía una pistola.
—Ahora quédate quieta —dijo Mister Abbott quitándose el sombrero, poniéndolo encima de la mesa—. Intentaré no hacerte daño…
Cuando se acercó a ella, Sally corrió y se puso detrás del escritorio. Mister Abbott sonrió y, sin prisa, se aproximó por uno de los lados. El hombre estaba ahora entre Sally y el armario. Sally bloqueó el paso de Mister Abbott moviendo la butaca. A pesar del cansancio, era rápida. Por primera vez desde que era una cría, sus movimientos no estaban condicionados por las enaguas, las faldas almidonadas y el corsé. Bajo los pantalones de seda y la chaqueta cruzada que llevaba, su cuerpo era libre y sorprendentemente ligero. Después de unos segundos con la silla de por medio, Sally aprovechó para salir por el otro lado del escritorio y, sin tiempo para rodearlo, se sentó en una esquina y alzó sus piernas para impulsar todo el cuerpo, que giró sobre sí mismo. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo Mister Abbott daba media vuelta. Sorprendido, tropezó agarrándose a la mesa con la mano izquierda, con la daga aún en la otra mano. Sally se lanzó entonces sobre el armario y, justo cuando había alargado el brazo para echar mano de cualquier cosa, Mister Abbott gritó mientras se levantaba:
—¡Niña idiota!
En solo unas décimas de segundo, pudo ver cómo en el espacio inferior del armario —donde normalmente se guardaban botas y otros enseres de caza— había unas cuantas pistolas y, en un rincón, identificó el brillo metálico, la forma inequívoca del mango de un sable. Sally optó por esa arma, porque no tenía ni idea de cómo utilizar una pistola. Alargó la mano para tomar el mango y, al hacerlo, algunas pistolas cayeron al suelo a los pies de Sally. La chica se apartó justo a tiempo para evitar el ataque de Mister Abbott. Sable en mano, dio un brinco hacia atrás y se puso en guardia. Con la mirada desafiante y el gesto orgulloso, la joven intentó mostrar la mejor pose de la que fue capaz: la espalda erguida, las piernas separadas a una distancia similar al ancho de su espalda, el pie derecho avanzado y la cabeza y el pie girados. Flexionó las piernas, levantó el brazo armado y lo mantuvo paralelo al suelo con el otro brazo levantado hacia atrás creando un ángulo recto y con la muñeca relajada. Nunca había utilizado un sable, pero era más ligero que las espadas a las que el conde la tenía acostumbrada o, simplemente, ella era más fuerte. El filo era tan diferente que decidió girarlo hacia arriba y ajustar así el arma para el ataque. Lo hizo de forma instintiva y supo inmediatamente que había adoptado una postura, un ángulo y una actitud que hubiera provocado que el conde llorara de felicidad. Aunque llevaba años sin practicar, recordó todas las lecciones. Sabía que esta era una batalla perdida, ya que Mister Abbott tenía un armario repleto de armas y un edificio lleno de guardias. En cambio, lo único que tenía Sally era un sable y la determinación de asustar a su contrincante.
Al ver a Sally ponerse en guardia, Mister Abbott abrió los ojos como platos y movió la cabeza con incredulidad. Pero pronto se recuperó y volvió a reír, esta vez como si fuera una broma. Sally mantuvo su postura y su expresión mientras el hombre se dirigía al armario y tomaba una de las pistolas. Mientras lo hacía, tarareaba una canción que Sally no conocía. Con mucha calma se acercó a ella y con la pistola en una mano y la daga en la otra le dijo:
—Al final no tendré que mentir sobre el ataque. Sin embargo, vamos a hacer las cosas más fáciles: dame el sable. —Mister Abbott le hizo un gesto con la daga para que le diera el arma. Sally vio entonces que, aunque se quería mostrar impasible, el hombre tenía miedo. Tal vez era la primera vez que mataba a alguien o Sally podía ganar y él se había dado cuenta. Así que, en lugar de darle el sable, Sally retrocedió sin dejar de estar en guardia.
—¡Loca! ¡Te lo ordeno! —Mister Abbott soltó la daga, que cayó al suelo, botando y tintineando, y el peso de su cuerpo fluctuó hacia el lado izquierdo, donde tenía la pistola. Sally intuyó lo que estaba a punto de pasar. Sabía que Mister Abbott no quería enfrentarse a ella; pudo leer en su rostro que el hombre quería acabar de una vez por todas con aquello e iba a disparar. En un segundo cambiaría la pistola de mano y apretaría el gatillo en dirección a su estómago. Sally había visto como, de todo su arsenal, el hombre había escogido aquella pieza. Ya la había disparado, ya la tenía cargada.
En efecto, Mister Abbott pasó la pistola de una mano a otra. El fin estaba a punto de llegar, pero cuando sus dedos se dirigieron a apretar el duro gatillo, sus ojos desviaron su atención de Sally por un instante. Este fue el momento en el que ella atacó.
Cuando aprendía esgrima, Sally siempre fantaseó con la idea de cómo sería realmente atravesar la carne de una persona con una espada. La fantasía no le producía ningún placer, pero no podía evitar el ponerse a prueba, el pensar si realmente sería capaz de hacerlo. Siempre había creído que no podría. Por eso ahora la sorprendía con qué facilidad había atacado el corazón de Mister Abbott, que con un quejido sordo cayó de rodillas junto a su pistola sin disparar. En el momento del ataque, el sable se convirtió en una proyección de ella misma. En su ataque, era como si su propio brazo y sus dedos hubieran perforado la piel y la carne del hombre. Mister Abbott emitió un gemido y ella hundió aún más el sable. Ciega por la adrenalina del momento, y sabiendo que debía finalizar su trabajo, atacó otras dos veces, tal vez más. Cada quejido del hombre le atravesó los tímpanos cegándola. Evitó mirarlo a los ojos, pero fue inevitable ver la mirada vacía de Mister Abbott antes de caer al suelo. Pronto dejó de gemir. Sally no sintió odio ni rabia. Un poco de tristeza tal vez, pero no tenía tiempo de analizar nada, ni de mirar el cuerpo desangrándose de Mister Abbott. Simplemente, y con el sable aún en la mano, salió por la puerta y echó a correr.
—¡Abran! ¡Abran la puerta! —pidió Sally con impaciencia—. ¡Abran, por favor!
En un principio, Sally había llamado a la puerta con discreción, pero nadie contestaba y se estaba empezando a inquietar. Era aún muy temprano, no debían de ser más de las seis y media. Eso quería decir que todos estarían dormidos, lo cual eran buenas noticias: habría gente en la casa. Pero si no abría nadie, la guardia podría encontrarla.
Tras llamar a la puerta unas cuantas veces más, finalmente oyó unos pasos acercándose a la puerta, que tenía una mirilla, pero no la abrieron:
—¿Quién hay ahí? —preguntó una voz que Sally no pudo identificar.
—Soy Sally, Salomé Evans —dijo ella con la voz tan baja que no supo si al otro lado la habían entendido. Por unos momentos hubo un silencio y, justo cuando Sally se disponía a repetir su nombre, se oyó el ruido de llaves.
—¿Qué hace usted aquí? —dijo Mister Elliott completamente vestido, pero con el rostro y el pelo propio de quien se acababa de levantar. El hombre no pudo evitar mirar a Sally de arriba abajo. Estaba despeinada, sudada y vestida aún con su traje chino. Por suerte, había tirado el sable en un desagüe unas calles más abajo. Era difícil correr con algo tan pesado y que, además, podía llamar la atención.
—Déjeme entrar, por favor —suplicó Sally, que empezó a hacer el movimiento para entrar en la casa, pero se detuvo delante de un inamovible Mister Elliott.
—¿Qué le ha pasado, Miss Evans? —preguntó el hombre.
—Estoy huyendo de la guardia. Si no me va a dejar pasar, dígamelo ya, porque entonces me tendré que marchar corriendo. —Sally miró nerviosamente a su alrededor. Afortunadamente, la calle estaba casi vacía. Mister Elliott la miró con gravedad, pero se apartó a un lado y ella entró en la casa. Cuando se encontró en el interior, oscuro y fresco, le pareció que perdía el mundo de vista. Se dobló sobre sí misma, su respiración era apresurada y, aunque ya no corría, parecía que no podía parar de hiperventilar.
—¡Sally! ¿Qué ha pasado? —oyó la voz de la buena de Mistress Elliott—. ¡Sally! —repitió.
Notó cómo una mano la cogía por el brazo y la levantaba. Ella siguió dócilmente a quien la llevaba y se sentó en el mismo sillón y en la misma sala donde tres años atrás había sobrellevado un mareo. Una vez ahí, Sally empezó a calmarse. Cuando por fin lo consiguió, se echó a reír. Había algo extrañamente cómico en ella, sentada en casa de estos misioneros, vestida de sing song girl y a punto de contarles lo que había pasado. La risa era violenta e incontrolable. Unos grandes lagrimones habían cubierto sus ojos completamente. Cuando dejó de reír, miró a los Elliott, que estaban sentados enfrente de ella, expectantes y sumidos en la preocupación.
—No me he vuelto loca —aclaró Sally en cuanto empezó a hablar—. Perdonen por ponerme a reír. Necesito que me ayuden.
—¿Qué ha pasado? —repitió Mister Elliott marcando cada una de las sílabas.
—He matado a Mister Abbott. —Al decir esto, vio cómo las dos personas sentadas enfrente de ella respondían de formas diferentes ante la sorpresa. Mister Elliott apretó los labios y juntó sus espesas cejas. Su mujer parecía que se fuera a desmayar. Sally, por su parte, tuvo que reprimir otro ataque de risa.
—¿Qué? —dijo Mister Elliott.
—Me tendió una trampa y me iba a matar. Me tienen que creer. —Sally los miró a los dos, pero no dijeron nada. La muchacha empezaba a impacientarse, necesitaba que reaccionaran lo antes posible si quería volver rápidamente a buscar a Mei.
—¿Qué es lo que está diciendo? —repitió Mister Elliott.
En ese momento, alguien llamó a la puerta. Los tres pegaron un brinco. Mister Elliott se puso de pie. Siempre había sido un hombre serio y amable, pero en ese momento se le veía furioso.
—Escóndete detrás de este sillón —le dijo Mister Elliott—. Henrietta, ve a la puerta y despacha a quien sea.
—¿Y si es la guardia? —preguntó la mujer. Sally ya estaba escondida como un ovillo detrás del sillón, porque sabía la respuesta:
—Si es la policía, lo siento mucho, pero entregaremos a Sally.
Desde su escondite, la chica se estremeció. Sabía que probablemente eran ellos y lo más justo era entregarse para no poner en peligro a los Elliott. Por primera vez en toda la mañana, sintió un miedo atroz que la convulsionó. Le esperaba la tortura, la humillación pública y, seguramente, una ejecución. ¿Qué sería de Mei?
Sin embargo, cuando Mistress Elliott abrió la puerta, Sally oyó una voz femenina. Con alivio, se relajó un poco, pero continuó inmóvil intentando escuchar la conversación en la puerta.
—¿Te has enterado, Henrietta? —dijo la voz desconocida.
—¿Qué? ¿Qué haces aquí, Katherine? —preguntó Mistress Elliott. Era evidente que estaba nerviosa. Ella misma se aclaró la voz y con un tono menos nervioso agregó—: ¿Habíamos quedado, tal vez?
—¿Puedo pasar? —dijo Katherine—. Tengo algo que contarte, Henrietta.
—¿Ah, sí? ¿Ahora? —Mistress Elliott disimulaba muy mal sus nervios, así que Mister Elliott salió rápidamente del saloncito y se acercó a la puerta de entrada.
—Hola, Mistress Flanagan —dijo con un tono casual, demostrando que se le daba mucho mejor que a su esposa el mentir—. Estábamos a punto de salir a hacer unos recados.
—Solo será un momento —insistió Katherine. Su voz se hizo más fuerte y la puerta de la calle se cerró. Había entrado en la casa. Los músculos de Sally se agarrotaron aún más—. Tenemos que sentarnos para que lo pueda explicar. No me atrevo a decirlo mientras estemos de pie. Henrietta, amor, ¿puedes traerme un vaso de agua? ¡Qué calor que hace ya tan tempranito por la mañana! Suerte que estamos en septiembre. —Los tres habían entrado ahora en el salón y Sally notó que Katherine se había sentado, precisamente, en el sillón detrás del cual ella estaba escondida en cuclillas. Intentó cerrar los ojos y respirar de la forma más silenciosa posible para que su presencia pasara totalmente inadvertida.
—¿Bueno, qué ha pasado? —dijo Mistress Elliott intentando parecer casual—. Aquí tienes tu agua.
—Hubiera preferido un té… Bueno, no pasa nada. ¡No os lo vais a creer!
—Pruébenos —dijo Mister Elliott, instándola a empezar.
—Bueno, pues hoy me he levantado muy temprano porque he decidido empezar mis recados pronto y he visto cómo, delante de nuestra casa, había unos hombres hablando muy acaloradamente y me he dicho: «Katherine, ¿por qué no vas y les preguntas si ha sucedido algo de importancia?» Porque verá, Mister Elliott, lo primero que he pensado es que nos invadían los chinos, así que…
—¿Ha ido y ha preguntado a los hombres? ¿Y qué le han dicho? —cortó de nuevo Mister Elliott. Sally estaba empezando a pensar que el marido de su amiga era mucho más autoritario y arrojado de lo que le había parecido en un primer momento, un hombre tímido y muy centrado en su mundo.
—¡Pues me han dicho que Sally Evans ha matado a Mister Abbott y que se ha dado a la fuga! —Aunque Sally no podía verla, era fácil imaginar la sonrisa en su rostro lleno de pecas.
—¡No! ¿De verdad? —dijo Mister Elliott fingiendo muy bien su sorpresa.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó Mistress Elliott unos segundos más tarde, sonando ahora más convincente que en sus intentos previos.
—¡Sí! —exclamó Katherine—. Y ya sé, querida Henrietta, que, a pesar de todos nuestros esfuerzos para mantenerte alejada de esa muchacha, tú has insistido hasta el final en su bondad…, no sé cómo te debes de sentir en este momento. ¿Estás bien?
—Estoy… sorprendida… claro está —dijo Mistress Elliott manteniendo un tono neutro.
—¿Saben qué ha pasado? ¿Dónde está la chica? —insistió Mister Elliott.
—Pues creo que se dirigían a Aberdeen Hill en ese momento. No me han dado muchos detalles, simplemente me han dicho que estaba detenida y que ha atacado a Mister Abbott, con una pistola, tal vez.
—¿Y de qué se la acusaba? —preguntó de nuevo Mister Elliott.
—¿No lo sabéis? Pues de ser una ladrona; se ve que cuando estuvo en casa de los Abbott robó una pieza de joyería. Pero lo que se comenta por todo Hong Kong es que en su casa puede que estuviera ejerciendo, bueno, ya sabéis, el oficio más antiguo…
—Yo he estado en Aberdeen Hill y ese no es el caso —saltó Mistress Elliott, y se pudo oír cómo su marido hacía un ruido para hacerla callar.
—Bueno, a lo mejor te llaman a testificar, aunque siendo un caso de culpabilidad tan clara…
—Nadie es culpable hasta que se demuestra lo contrario —dijo Mistress Elliott.
—Ya suponía que tú ibas a decir algo así, después de todo…
—Bueno, esperemos a que la encuentren y le hagan un juicio justo —propuso Mister Elliott—. Y ahora, querida Mistress Flanagan, si nos disculpa, tenemos que prepararnos para nuestros recados. —Y mientras la acompañaban a la puerta, añadió—: Gracias por su ayuda al informarnos de este trágico asunto. Rezaremos para que se pueda encontrar al culpable de la muerte de Mister Abbott. Y, por favor, no dude en informarnos si pasara algo más.
—De nada… si es que en cuanto me enteré pensé: «Debo decirles lo que ha pasado a los Elliott, al fin y al cabo ellos han demostrado cierto cariño hacia esa pobre loca.»
—Gracias, Mistress Flanagan —insistió el clérigo.
—Gracias, Katherine —repitió su esposa.
Cuando cerraron la puerta, Sally sintió por primera vez que sus músculos se relajaban. Le dolía todo el cuerpo, pero no salió de su escondite hasta que los Elliott volvieron al salón.
—Escuche, Miss Evans… Creo que, si bien no hemos denunciado su paradero, ahora usted nos tiene que compensar diciéndonos qué es lo que ha pasado exactamente.
—Sally, por favor —suplicó Mistress Elliott.
Sally les resumió entonces todo lo acontecido durante los últimos cinco años de su vida y, con más detalle, las últimas veinticuatro horas. Cuando acabó, los Elliott permanecían en silencio.
—¿Por qué no me lo contaste antes? Con todo lo que estaba pasando… —preguntó Mistress Elliott—. Durante todo este tiempo he pensado que eras como tu padre, un poco especial…
Sally, que se podría haber sentido ofendida por el comentario, estaba ahora demasiado agradecida por el hecho de que la buena y estricta misionera la estuviera creyendo sin rebatirle nada.
—Bien, debe de ser verdad entonces —sentenció Mister Elliott—. No creo que nadie sea capaz de inventar una historia tan inverosímil. Pero, dígame, ¿está segura de que él le iba a hacer daño? ¿A lo mejor las amenazas de Mister Abbott eran una forma de asustarla para obtener información? Los hombres como él son crueles y despreciables, pero no son asesinos… Si usted lo ha matado en defensa propia, debe quedar claro. Si lo hizo por venganza, es un asesinato del que yo, personalmente, no podría exculparla.
Sally cerró los ojos llevada por el cansancio y el peso de la pregunta que Mister Elliott le acababa de hacer. No hacía más de una hora que había matado a un hombre y le parecía una eternidad. Sintió un escalofrío al ver de nuevo al patriarca Abbott apuntándola con la pistola, tarareando una canción…
—No le voy a mentir… creo que era un hombre despreciable y que se merecía morir. Pero no era mi intención matarlo y nunca lo fue. De hecho, todo lo que hubiera querido es que él y su hijo pagaran por lo que hicieron, presentar pruebas y enviarlos a la cárcel… Ahora tengo que huir y ni siquiera sé qué le va a pasar a Mei o a Mistress Kwong. —Al decirlo en voz alta, la gravedad de su situación se hizo más evidente. Por primera vez Sally se sintió a salvo para llorar amargamente. Mistress Elliott se acercó y, con timidez, le dio un golpecito en la espalda y Sally empezó a tranquilizarse.
—Nigel —imploró Mistress Elliott a su marido—. Tiene una hija…
—Está bien, ¡está bien! Pensaremos la manera de ayudarte… —dijo Mister Elliott—. Por suerte, he abierto yo la puerta y ninguno de los criados te ha visto.
—Debemos encontrar la forma de tener noticias de Aberdeen Hill sin levantar sospechas. De esta forma podremos saber cómo se encuentra Mei y podremos trazar un plan para que tanto tú como las demás mujeres os podáis marchar de la isla.
—¡Charlie! Debéis encontrar a Charlie. Ella os dirá qué ha pasado en Aberdeen Hill. —Sally suspiró profundamente.
Si tenían suerte, a lo mejor su naai naai y su hija estaban con ella. Los Elliott estuvieron de acuerdo. Mistress Elliott se fue a casa de Charlie mientras que Mister Elliott se quedó en el salón con Sally. Durante todo el tiempo que esperaron a que Henrietta volviera, los dos se mantuvieron en silencio. Sally estaba demasiado preocupada para hablar. Su cuerpo aún estaba en tensión, a excepción de los momentos en los que pensaba que oía un ruido en la calle que le parecía que provenía de la policía o cuando le venían a la mente imágenes relacionadas con ella atravesando a Mister Abbott, su mirada, el cuerpo cayendo al suelo… entonces, un violento estremecimiento recorría su cuerpo. Por su parte, Mister Elliott daba vueltas al minúsculo salón arriba y abajo, ofuscado en sus propios pensamientos.
Pasada una larga hora, volvieron a oír que alguien llamaba a la puerta de la calle, y, poco después, Mistress Elliott y Charlie entraban en la habitación.
—Dios de mi vida, pequeña, en la que te has metido. —La mujer fue directamente a abrazar a Sally, quien, solo por un instante, se agarró a ella con fuerza.
—¿Dónde están Mei y Mistress Kwong? ¿Están bien?
—Creo que sí —dijo Charlie sentándose a su lado en el sillón—. Verás, ayer por la noche vino Mistress Kwong con los dos críos y Mei, y dijo que todos se marchaban a la aldea de donde provenían los niños. Se ve que no está muy lejos de aquí y Mistress Kwong conoce a la tía de ambos. ¿Sabías que eran primos? Yo no tenía ni idea… Me dio un trozo de papel con los nombres y me dijo que se lo hiciera llegar a Lucy. Esta misma mañana ha cogido un barco en dirección a Shanghái a casa de unos amigos. Así que ella también está a salvo.
—Me alegro. Mistress Kwong es muy lista…
»¿Y Ka Ho? ¿Se sabe algo de él?
—Mistress Kwong no mencionó nada. Lo siento.
—¿Y tú estás bien? ¿No ha venido la guardia a tu casa?
—¿A mi casa? ¡No! Ni se les pasaría por la cabeza… por suerte para los Bean, yo soy solo tu cocinera y la gente tiende a pensar que los criados somos invisibles.
»Ahora tengo que volver a casa. —Charlie se levantó y miró a Sally con cariño—. Bueno, si consigues marcharte finalmente, esta será la última vez que nos veamos.
No se dijeron nada, simplemente se abrazaron rápidamente y Charlie salió con su sonrisa habitual.
—Bueno, nos tenemos que poner en marcha —dijo Mister Elliott tan pronto como Charlie se fue—. La mejor manera de salir de Victoria es en uno de los carros que utilizamos para nuestras misiones. Pero no podemos llevarla con nosotros. Todo el mundo conoce la amistad que hay entre las dos.
—¿Katherine? —preguntó su mujer.
—No. ¿Cómo la convenceríamos de que debe reunirse con nosotros en un sitio concreto de la isla sin previo aviso? —Se notaba que el hombre había estado dando vueltas al plan.
—Mary Kendall —dijo Sally.
—¿Mary? —se sorprendió Mistress Elliott—. Ella te ha retirado la palabra, y su marido… ¿Y si le dice algo?
—Mary no lo hará, y si lo hace me entregaré eximiéndoos de toda culpa. Creo que precisamente por la conexión de su familia con los Abbott nadie va a sospechar de ella. Nadie va a registrar su carro.
Los Elliott se miraron durante unos segundos y acordaron aceptar el plan de Sally. Mientras Sally comía algo, los Elliott se apresuraron a enviar una nota a Mary para que fuera a su encuentro. Cuando, pasadas unas horas, Mary llegó a su casa, se encontró con Sally. La mujer, siempre recia y fuerte, en un principio se mostró sorprendida e incluso asustada, pero Sally consiguió convencerla de que si la podía ayudar le salvaría la vida.
—Pero, mi marido…
—Si me encuentran en el carro diré que iba de polizón —negoció Sally.
—Está bien —dijo después de unos segundos—. Quiero a mi marido, pero él y sus secuaces son… ¡alguna vez deberían dejar de hacer todas esas fechorías!
Hacia el mediodía, y después de una breve y tímida despedida con los Elliott, Sally salía de Victoria escondida entre sacos llenos de comida y Biblias. Desde su posición —entre unas cajas y debajo de algo de ropa—, Sally notaba que había más movimiento en las calles que de costumbre. Había algo diferente en el alboroto de la ciudad y Sally sabía por qué: todos buscaban a la asesina de Mister Abbott. Cuando hubieron salido de Victoria, Sally sacó la cabeza de entre las cajas y se sentó más cómodamente.
—No te podré acompañar todo el trayecto, pero te dejaré cerca —le explicó Mary a Sally, sin dejar de mirar al frente—. Debo estar de regreso esta tarde para no levantar sospechas. Si nos pillan, te delataré. Lo siento.
—Lo entiendo —respondió Sally.
—Yo no era nadie, ¿sabes? —prosiguió la mujer—. Peor que nadie… yo era una sing song girl. Odio muchas cosas de mi marido, pero él me dio la vida que tengo.
—De verdad, lo entiendo —repitió la chica.
—¿Cómo conseguiste huir de su despacho? —preguntó la mujer.
—No lo sé… —dijo Sally recordando de nuevo la manera en la que había huido—. Era tan temprano que no había nadie y los guardias que me llevaron presa ya no estaban… Ahora que lo pienso, quizá sabían lo que me iba a pasar…
—¡Hombres! —exclamó Mary con indignación—. ¡Tan arrogantes!
Al cabo de unos minutos, llegaron a un camino más estrecho y Mary le dio indicaciones a Sally. Era muy simple: si seguía el sendero, llegaría a la aldea donde estaban todos esperándola. Solo tardaría unas cinco horas. Luego le dio algunas provisiones y agua y le deseó buena suerte:
—Por el bien de las dos, espero no verte nunca más. —Es lo último que Mary dijo.
Cuando por fin llegó a la aldea, ya había anochecido. Lo primero que vio fue a Mistress Kwong sentada junto a una puerta de entrada. Su figura guardiana parecía un espectro en la noche, a la espera.
—Sabía que lo lograrías —dijo la mujer dándole un abrazo a Sally.
—¿Ah, sí? ¿Por eso decidió llevarse a Mei y huir en cuanto me detuvieron? —bromeó Sally sin reír—. He matado a Mister Abbott…
Sin dejar de abrazar a Sally, Mistress Kwong exhaló aire de tal modo que más bien pareció una carcajada seca:
—No te preocupes, niña. Tarde o temprano iba a morir.