La voz de Kwong, sin ser delicada, era femenina y experta. Tenía embelesada a Mei, quien daba palmas, sonreía y movía el cuerpecito adelante y atrás.
—Naai naai, ¡do dim! ¡do dim! ¡Más! ¡Más! —insistía Mei cuando su abuela dejaba de cantar.
—¿De qué habla la canción? —preguntó Sally.
—Es una canción popular. Habla de encontrar el amor verdadero. —Mistress Kwong ladeó la cabeza, dejó los ojos entrecerrados y empezó a traducir—: «En este mundo es ardua labor encontrar un amante de corazón leal; si alguna vez lo encuentro lo seguiré hasta la muerte.» Son palabras de una cortesana de una casa de entretenimiento. Las sing song girls, como las llamáis los ingleses. Es una vida difícil, la de estas chicas, entreteniendo a los huéspedes, a veces acostándose con ellos… Deseando enamorarse de un buen hombre, esperando con pasividad a que este decida pagar el rescate que las libere de un contrato… Y, aunque se encuentren por fin libres, no siempre quiere decir que les espere una buena vida. Con libertad o sin libertad, la desilusión es una buena amiga de estas mujeres.
—¿Rescate? —preguntó Sally. Ahora tenía a Mei en su regazo jugando con un trozo de tela. Sally quería saber más.
—Normalmente las cortesanas son mujeres que han sido vendidas a una de estas casas, las casas del distrito de las flores de humo, como se las llama en cantonés —cuando Mistress Kwong dijo esto último, pronunció el nombre despacio y con desprecio—. Normalmente son vendidas para saldar una deuda. Estar en una de estas casas quiere decir aprender el arte de tocar la pipa u otro instrumento, cantar y entretener, a veces más. —La señora Kwong miró de reojo a Mei, parecía que se quisiera asegurar de que su nieta adoptiva no entendía lo que decía—. En China, más que en Inglaterra, los matrimonios siempre son concertados por la familia. En tu país un hombre poderoso puede, a veces, escoger a su mujer, pero en China normalmente el hombre solo puede encontrar el verdadero placer en sus concubinas o en las cortesanas. Nuestras canciones están plagadas de historias de amores entre estas chicas y sus clientes, que las muestran anhelando el regreso de su hombre, soñando con el día en que por fin estarán juntos. Claro que muchas veces las promesas no se cumplen y los hombres nunca vuelven a por ellas.
Mistress Kwong ya no miraba a Sally, tenía la vista en algún punto lejano del jardín. Una lluvia fina, que recordaba a la de las tardes de otoño en Bristol, empezó a caer sobre ellas. Y no se movieron.
—¿Quién la vendió a usted, naai naai? —preguntó Sally con suavidad.
—Mi marido; le gustaba demasiado el opio y el juego —respondió ella casi automáticamente—. Me vendió con la promesa de comprarme de nuevo cuando recuperara el dinero. Pero cuando finalmente tuvo el suficiente, compró una esposa que le dio un hijo varón. Al cabo de un tiempo se casó con una segunda esposa más joven que también le había dado un hijo. Para entonces yo no le servía. Había envejecido y me habían tocado demasiados hombres. Además, jamás me perdonó que solo le pudiera dar una hija.
—¿Una hija? —Sally miró a la anciana y vio su esbelta figura de bambú y sintió que nunca había querido tanto a alguien que no fuera su padre, Mei o Mistress Kwong—. Tiene una hija…
—Sí, su nombre es Fa Ye; tenía un añito cuando me vendieron a la casa. En ese momento algo se rompió dentro de mí y nunca ha dejado de doler. Intenté encontrarla cuando me liberaron, pero no me quería ver. Se pasó la infancia haciendo de criada para las esposas y los hijos de su padre. Le explicaron que yo había traído la desgracia sobre ella y la familia. No me quiso creer cuando le expliqué lo que realmente pasó. ¡Una chica tan bonita! Por suerte, su padre consiguió casarla bien. Era la primera esposa de un hombre con dinero, un funcionario de provincias. Parecía feliz aunque estaba llena de odio. Al menos estaba bien y a salvo, eso es lo más importante.
Sally entendió lo que Mistress Kwong decía y miró a Mei. Hasta ahora Sally había sobrevivido a la separación de Ben, a la muerte de sus padres y al maltrato de Peter. Sin embargo, si algo le pasara a Mei, nunca podría vivir de la misma manera.
—En la casa me enamoré de un hombre. Un comerciante inglés. Por él aprendí inglés. Él me traía libros y me enseñaba el idioma. Me hacía pasar exámenes. ¡Quería que mi inglés fuera perfecto! —Mistress Kwong dejó escapar una carcajada sonora y vibrante que Sally oía por primera vez. Era un sonido propio de una mujer más joven, el eco de un tiempo pasado—. Yo le amaba… Pero un día simplemente dejó de venir. Fue el padre de Mister Williams, el padre del propietario de Aberdeen Hill, quien pagó el rescate por mí. ¡Quería casarse conmigo el muy tontorrón! Por supuesto que él ya tenía una esposa inglesa. Así que me propuso venir a vivir a Aberdeen Hill como su amante… cuando murió hizo prometer a su hijo que no me echarían. Pero este cumplió la promesa a medias; pude quedarme en la casa, pero, a cambio, me convirtió en una sirvienta… y yo ya no podía hacer nada más… ¿Adónde iba a ir?
—«Viene con la casa.» —Sally repitió pensativa las palabras de Cox cuando les presentó a la insolente Mistress Kwong—. ¡Ahora lo entiendo! Naai naai, usted no venía con esta casa… ¡Usted era la señora de Aberdeen Hill!
—Yo puse nombre a la casa… Hace casi veinte años. Ahora sé que es un nombre inusual, pero en aquel momento me pareció adecuado. —Es todo lo que dijo, con una sonrisa tímida.
Con su hijita aún en brazos, Sally se levantó y se acercó a Mistress Kwong. Puso a Mei en su regazo. Primero la mujer pareció sobresaltada y Sally la rodeó con torpeza y algo incómoda. Cuando Mistress Kwong se relajó, abrazó a su vez a Sally y empezó a llorar de forma callada, pero intensa. Sally la acarició con cariño y las dos lloraron lentamente. Era el llanto que salía de lugares escondidos, de historias nunca explicadas y personas perdidas. Mei las miró con preocupación durante unos segundos y les pasó la manita por encima. Sin dejar de abrazar a Mistress Kwong, Sally alargó la mano para tocar el rostro de la niña. Mei sonrió, empezó a dar palmas y pidió otra canción.
—¿Está Lucy Turner? —preguntó Sally a la anciana criada que le abrió la puerta.
—¿Quién es usted? ¿Quién la busca? —dijo la mujer con un fuerte acento de Manchester.
—Soy Miss Salomé Evans de Aberdeen Hill. Vengo a visitarla y a preguntar por su salud.
—¿Usted es la hija del pintor? —dijo la mujer echándole un buen vistazo de arriba abajo—. ¿La descarriada?
—La misma —respondió Sally con una sonrisa; sabía que la intención de la mujer no era ofender sino más bien informarse.
—Pase —masculló la mujer haciéndose a un lado.
Sally entró en la casa, de un tamaño modesto pero muy cómoda; a Sally le gustó la decoración sencilla, todo estaba ordenado y limpio, un ambiente muy acogedor.
Aunque Turner recibía las simpatías de muchos de los habitantes de Hong Kong, su mujer había caído en una especie de vacío social como solo los contagiados por una enfermedad incurable solían recibir. Charlie le había contado lo que le pasaba a la pobre esposa del periodista y Sally decidió visitarla. Además, debía obtener información de primera mano sobre Turner sin levantar sospechas de la administración.
La anciana, quien no se presentó en ningún momento, la condujo hasta la parte posterior de la casa donde estaba situada la cocina. Había una chica no mucho mayor que Sally, cocinando algo, y en el suelo una niña de grandes ojos azules jugaba con un caballito de madera.
—Hija, Miss Salomé Evans está aquí para verte —la presentó la mujer intentando poner algo de pomposidad al decir su nombre, para luego abandonar la habitación.
La niña dejó de moverse, y, sin soltar el caballito, la miró con sus profundos ojos azulados. Lucy se apresuró a limpiarse las manos mientras se excusaba:
—Lo siento, no tendríamos que haberla recibido de esta manera. Deje que la acompañe a la sala de estar.
—No hace falta. Me gustan las cocinas —dijo Sally sentándose en una de las sillas que había junto a una gran mesa situada en medio de la cocina—. Perdone mi intromisión, pero pasaba por su calle y quería entrar a saludar para preguntar cómo se encontraba usted y su hija. ¿Stella, verdad? Y su marido, por supuesto.
—Nosotras estamos bien y William goza de buena salud, pero, naturalmente, la cárcel es la cárcel. Nos echa de menos y nosotras a él. —Lucy se dirigió hacia su hija y la tomó en brazos, como si la quisiera proteger de esas palabras. Se sentó con ella y la acurrucó hasta dormirla. Se sorprendió al ver la respuesta tan locuaz y carente de innecesaria autocomplacencia de Lucy. Eso le gustó. Aunque no se arrepentía de ninguna de las decisiones que había tomado, muchas veces Sally echaba de menos su antigua vida en donde casarse no solo era una opción, sino que, además, era la mayor de sus preocupaciones. A menudo se imaginaba cómo serían las cosas si Theodore nunca hubiera muerto, si ellos nunca hubieran vivido en Hong Kong. Pero en esos momentos descubría que de ser así nunca habría conocido a Mei. Ella sería una persona completamente diferente y su hija ni tan siquiera habría existido para ella. Y era entonces cuando se alegraba de lo sucedido, de las decisiones tomadas y de la vida que había emprendido. La entereza de Lucy la reconfortaba.
Durante un rato observó cómo Stella se dormía en los brazos de su madre y luego añadió:
—Siento mucho todo por lo que está pasando. ¿Le dejan visitarlo?
—En muy raras ocasiones, y creo que a veces le deprime más que otra cosa. Tampoco puedo llevar a Stella, no sea que se contagie de algo. Cuando por fin salga mi marido, Stella tendrá dos años y medio y no recordará a su padre.
—Lo siento mucho. —Es todo lo que Sally alcanzó a decir. Pero Lucy no buscaba compasión, simplemente hablaba como quien informa de un hecho. Sally se dio cuenta de que su nueva conocida llevaba mucho tiempo llorando y sufriendo por su situación y que no le gustaba estar triste delante de su hija.
—Simplemente no entiendo por qué le han atacado de una forma tan cruel. Entiendo que intentara destapar casos de corrupción, y que eso levantara ampollas. Todas las colonias tienen estos problemas, pero sentenciarlo de esta manera… —siguió Lucy.
Sally se quedó en silencio pensando en que en todo este tema había muchas más cosas encerradas, aparte de asesinatos. Si Abbott estaba detrás del robo que tuvo lugar en Aberdeen Hill, también podía haber sido el causante de la muerte de Mister y Mistress Dunn, e incluso el causante de otros crímenes o actos delictivos.
Del oficio de pintor, Sally había aprendido algo tan valioso como la paciencia, una de las mayores virtudes necesarias para conseguir una obra perfecta. En el año que siguió al descubrimiento de los mensajes ocultos en el lienzo del gobernador, destapados con agua de limón y el calor pausado de quien busca la verdad, Sally siguió con su vida, esperando a que Turner saliera de prisión. Durante este tiempo, Mei dejó de mamar y empezó a correr siguiendo a Siu Kang, a Siu Wong y a los perros de la casa. A Siu Kang le encantaba hacer enfadar a Mei, quien se enfurecía con facilidad. Siu Wong se unía a la broma, pero si Mei se enfadaba demasiado, Siu Wong la defendía:
—¡No hagas enfadar a Mei! —decía con seriedad—. Se trata de mi futura esposa…
La niña pronto empezó a decir algunas palabras e incluso algunas frases enteras en inglés y en cantonés. Justo después de las celebraciones del año nuevo chino, Mei cumplió dos años.
En todo este tiempo, Sally guardó el lienzo original, con las anotaciones ya visibles en tinta china, en un sitio seguro. Sally sabía que lo más importante para su padre no residía en el paisaje, sino en su mensaje oculto. Así que, despojada de la presión por acabar la obra que había iniciado el pintor, en solo unas pocas semanas empezó y finalizó un imponente cuadro de la bahía de Victoria. El cuadro era algo totalmente diferente a lo que Theodore tenía en mente, pero Sally encontró la composición y los colores para el nuevo paisaje en los recuerdos de su primera visión de la bahía desde la cubierta del Lady Mary Wood. El gobernador se quedó extasiado al ver su encargo finalizado, después de todo ese tiempo, y entregó a Sally un generoso pago que resolvió parte de sus problemas financieros.
Ese dinero había llegado en un momento perfecto, porque en todo este tiempo no había recibido ni una sola respuesta de Sir Hampton. De hecho, Sally apenas recibió correspondencia, y cuando vio que tampoco tenía noticias del abogado de su familia, Sally empezó a contactar con todos los antiguos amigos de su padre y algunas de sus amigas, que sabía que estarían deseosos de poder ayudarla. Madame Bourgeau, Caroline, Brunel… pero en todo ese tiempo no recibió ni una carta. Incluso las de Zora y Miss Field dejaron de llegar. Ahora que sabía con certeza que su padre era inocente, Sally empezó a enviar cartas preguntando por Ben. A su antiguo regimiento, a su compañía e incluso intentó enviar cartas a los King, de quienes Mister Elliott le había hablado. Pero nunca le llegó respuesta de ninguna de ellas. Sally se quejó con insistencia en la oficina de correos de Victoria, pero los oficinistas le daban largas o la trataban como a una lunática. Sally empezó a sentir que no existía nada más allá de la isla de Hong Kong y las colinas de Kowloon.
Los funcionarios de correos no eran los únicos que trataban a Sally como una indeseable. No podía salir a la calle sin que todas las miradas apuntaran a ella. Si se encontraba con viejas amigas del grupo que había compartido con las mujeres Abbott, la ignoraban o, peor aún, la miraban con desdén. Incluso Harriet la miró con asco cuando se encontraron un día cerca del Cottage. En muchas tiendas no le daban crédito y si tenía dinero a veces se negaban a atenderla o a reservarle productos. Por suerte, en Victoria coexistían muchas sociedades y Sally pronto empezó a frecuentar solo negocios llevados por propietarios chinos. Su dominio de la lengua le ayudaba a conseguir buenos precios y, mientras tuviera reales, a los propietarios de estos negocios no les importaba su condición social o marital.
Sin embargo, Sally no siempre podía deshacerse de ciertas imposiciones sociales. Con frecuencia, algunos miembros de la London Missionary Society se presentaban en su casa con la excusa de inspeccionar sus clases e intentaban convencerla para que diera a Mei a la escuela de huérfanas chinas o para que se casara, como era de buen proceder para una joven cristiana. Sally escuchaba atentamente, sin dejar de sonreír y, tal como había aprendido viviendo con los Abbott, fingía un interés considerado y daba largas cargadas de magistral sutileza. Peor aún era cuando la guardia se presentaba en su casa para inspeccionar lo que hacían en Aberdeen Hill.
—Tantas mujeres juntas, sin estar casadas y sin supervisión… —decían mientras miraban alrededor con sospecha.
—Esta escuela está subvencionada por Mister Kendall —decía Sally, quien, aunque consideraba a Kendall alguien cercano a Abbott y, por tanto, alguien indeseable, su nombre había sido durante todo este tiempo una garantía de continuidad para su escuela.
—Bueno, hemos oído que más bien es un capricho de su mujer —decían los policías de forma burlona.
Sally aprendió pronto que debía tomar todas las precauciones necesarias. Así que algunos vendedores callejeros corrían a alertarlos cuando la guardia se paseaba por el barrio. Entonces, todos se apresuraban para hacer de Aberdeen Hill una casa apropiada, con criados que no dormían en las habitaciones principales, amos que no comían con sus cocineras y, si podía ser, se organizaba una visita de Mister Elliott a la casa para demostrar que la mansión, en efecto, recibía la instrucción de una figura masculina de autoridad. Al pobre Mister Elliott no le gustaba mentir a la guardia, pero tanto él como su esposa creían que Aberdeen Hill, y sus extraños habitantes, podía ser un buen lugar para llegar a más almas perdidas.
A pesar de todo, Sally era feliz. Aberdeen Hill se había consolidado como escuela para niños y madres pobres donde no solo los hijos ilegítimos eran bienvenidos. Todos aquellos que pudieran atender una clase o quisieran pasar un rato tenían un lugar en casa de Mistress Kwong y Sally. Pronto tuvieron que aceptar la ayuda de gente externa para poder seguir adelante. Mary Kendall ayudaba con las clases de escritura, Charlie había empezado a cuidar de los niños mientras algunas madres trabajaban y, aunque menos populares, Mistress Elliott impartía clases sobre la Biblia, a las cuales Sally solo había accedido para conservar la buena imagen que querían proyectar.
Quien también venía a menudo a ayudar era Ka Ho. Reparaba juguetes rotos o hacía encargos para la casa. Al ver las caras de algunas de sus alumnas y escuchar sus comentarios, Sally se dio cuenta de que su amigo era considerado un hombre bello y fornido. Era cierto que era más alto que muchos de los hombres chinos que había visto, pero Sally llevaba mucho tiempo sin plantearse si un hombre era atractivo o no. Al cabo de un tiempo, se hizo evidente que Ka Ho la observaba con la misma mirada con la que había echado el ojo a sus tobillos desnudos, dos años antes, durante el viaje de regreso tras rescatar a Mei, y aunque un hombre chino mirando de esta forma a una joven inglesa era considerado una aberración, Sally no podía evitar ruborizarse un poco cada vez que lo pillaba.
—Gracias, Ka Ho, por traernos estos sacos hasta la cocina —dijo un día Sally. Ka Ho estaba ayudando con gran esmero, ya que tenían que organizar una gran comida—. ¿No tienes trabajo en el puerto hoy?
—No… no mucho trabajo hoy. Además, quiero ver a la pequeña Mei.
—¿Ver a la pequeña Mei? —comentó Charlie con toda su pasión irlandesa en cuanto Ka Ho salió de la cocina—. ¡Este viene a verte a ti!
—Eso no es asunto nuestro —interrumpió Mistress Kwong con autoridad, entrando en la cocina junto a Henrietta Elliott.
—¿Ka Ho está intentando cortejar a Sally? —dijo poniéndose la mano en el pecho.
—¿Y por qué no? —dijo Sally en tono de broma, si bien intentaba disimular su rubor.
—Eso, ¿por qué no? ¿No se casó Kendall con Mary? ¿Por qué no se va a casar Sally con un chino que trabaja en el puerto, eh?
Todas se rieron al unísono, incluida Mistress Kwong. Sin embargo, Sally no pudo evitar pensar que, en el fondo, Ka Ho le parecía mucho mejor candidato que cualquiera de los que Henrietta le había propuesto.
Al cabo de poco tiempo, también Lucy Turner empezó a ayudar en la escuela. Sally sabía que estaba provocando la ira de Kendall al acoger a Lucy, pero, mientras a Mary no le importara, Sally no quería pensar en él.
Con los meses, Sally y Lucy se hicieron amigas. Pronto las dos descubrieron que habían crecido en un entorno lleno de intelectuales algo excéntricos. Lucy era la hija de un importante dramaturgo, Cecil McMahon, y su madre, Jane, había sido una actriz brillante, aunque, en sus años de soltera, había sido la protagonista de más de un escándalo.
Muchas veces, al atardecer, cuando la casa se quedaba tranquila y los críos dormían, se sentaban en el porche con los pies en alto a beber el té junto a Mistress Kwong y Charlie. Una tarde estaban todas charlando cuando llegó Charlie.
—Ha pasado algo muy extraño —dijo Charlie sentándose junto a Lucy y Sally—. Un chico que parecía un coolie y que hablaba inglés con acento americano me ha abordado en el mercado y me ha preguntado si yo era tu cocinera. Yo le he dicho que lo había sido y que ahora llevo la administración de la escuela de Miss Salomé Evans en Aberdeen Hill —aclaró la chica—. Total, el chico se ha sorprendido al oír esto de la escuela. Va y me dice: «¿Escuela?» Y yo le digo: «Sí, escuela… Pero ¿cuánto tiempo llevas fuera de Hong Kong, muchacho?» Si este chico te conoce lo suficiente como para saber que yo soy tu cocinera, tendría que saber que también enseñas, ¿no? Total, el chico ha dicho que solo estaba de paso y que no era de Hong Kong. Así que le he empezado a decir que por qué quería preguntarme por ti, que qué sabía sobre ti. Pero el chico ha balbucido algo y se ha alejado corriendo… ¡Todo muy extraño!
—En efecto —exclamó Lucy.
—¡No entiendo por qué alguien querría saber nada sobre nosotras! —reiteró Charlie mirando a Sally. Pero esta se había quedado en silencio y pensativa. Si bien solo Mistress Kwong estaba al tanto de los extraños acontecimientos que rodeaban el pasado de Sally en Hong Kong, desde que iniciara su amistad con Lucy se había planteado muchas veces si podía confiar en ella para confesarle sus intenciones para con los Abbott. Con los años, Charlie había demostrado ser una amiga fiel y fuera de lo común y Lucy tenía una presencia calmada y sensata que inspiraba inmediata confianza.
Sally notó que las dos mujeres la observaban con curiosidad y expectación. La chica miró entonces a Mistress Kwong, que en su silencio parecía leerle el pensamiento.
—Hay algo que tengo que explicaros y, Lucy, tienes que entender que no involucraré a tu marido en esto a menos que tú estés de acuerdo. Además, mi interés en tu bienestar y el de Stella es sincero. No quiero que pienses que os he estado utilizando.
Lucy hizo un gesto afirmativo y Sally empezó a relatar la historia de todo lo que había pasado. Sin planificarlo, empezó por el principio, por el día en que su padre entró en su despacho de Bristol y le anunció que se marcharían a Hong Kong. Desde ahí enlazó con sus ansias por encontrar un hogar y casarse y cómo fue una sorpresa cuando se dio cuenta de que su futuro marital no era la única razón por la que iban a Hong Kong. De Sir Hampton continuó con los Dunn, Ben, el robo, los Abbott y el hombre de la cicatriz en el pie… Tardó un buen rato en dar todos los detalles. A diferencia de cuando explicó la historia a Zora, esta vez no omitió ningún detalle sobre el comportamiento de Peter. Cuando acabó, su audiencia le mostró su asombro y comprensión. Lucy les habló de lo terrible que fue la detención de su marido y lo sola que se encontró en Hong Kong, las sospechas, las miradas de la gente. Charlie les explicó que estuvo a punto de casarse con un hombre que la pegaba antes de conocer a su marido David. Mistress Kwong no entró en detalles, pero simplemente contribuyó diciendo que la mayoría de los hombres eran unos bichos. Todas rieron y no fue hasta que se quedaron en silencio que Lucy dijo:
—William te ayudará. Estoy segura. Además, creo que debemos hacer algo contra este grupo de bastardos.
—¿Estás segura?
—Sí. ¿Cuáles eran los nombres que aparecían en el lienzo?
—Bueno, estaba el de Abbott, nombres que parecían de barco, Arrow, Ly Ee Moon, y otros nombres como El Fénix Dorado…
—Esas son casas de diversión… —dijo Mistress Kwong. Sin decir nada, se levantó y fue a buscar un papel donde había apuntado los nombres que aparecían en el lienzo. Algunos estaban incompletos, pero otros habían sido muy fáciles de identificar.
—¡Sí! —afirmó Lucy—. Creo que William estaba haciendo averiguaciones sobre las casas de entretenimiento que pertenecían a Kendall, a Abbott… Sitios donde hacían dinero a expensas de la prostitución y el opio.
—¿Y si los mensajes dan información de todos los negocios ilegales que tenían estas familias?
—Eso es lo que he estado pensando todo este tiempo.
—Pero también hay nombres de barcos… —recordó Lucy.
—Seguramente son barcos con cargamentos. De ahí la relación de información sobre kilos y precios en los libros de Abbott.
—¡Sí! Reconozco este nombre —continuó Lucy—. El Ly Ee Moon es un barco a vapor chino que transporta opio. Recuerdo ahora que mi marido me explicó que las autoridades chinas no ven con buenos ojos que los británicos estemos permitiendo que en barcos mercantes chinos que favorecen nuestros intereses ondee la bandera británica para evitar que sean interceptados por las mismas autoridades chinas. ¡Algunos de ellos son barcos pirata!
—Yo también había oído hablar de ello. Pero ¿a quién iba a dar tu padre esa información? —preguntó Charlie.
—Si el cuadro era para el gobernador y este se lo querría dar como regalo al enviado del emperador comisionado Keying…
—¿A los chinos? ¿Por qué? —preguntaron Charlie y Lucy casi al unísono.
—Porque se acerca otra guerra —sentenció Mistress Kwong mirando al frente como si pudiera ver la amenaza más allá de los muros de Aberdeen Hill. Como si oliera el conflicto en el aire.
Todas se quedaron en silencio sin saber qué decir hasta que Charlie espetó:
—¿Cómo consiguió tu padre que la tinta se adhiriera a una tela?… En un papel puede ser…, pero ¿en un lienzo? —dijo la chica con curiosidad.
—No tengo ni idea —respondió Sally.
Sin decir nada a nadie e intentando no involucrar a Mistress Kwong o a Siu Wong, Sally empezó a reunir información. Le pidió a Ka Ho que preguntara por ahí si la gente sabía a quién pertenecían las casas de entretenimiento de la lista. Si alguien había oído hablar de esos barcos y, sobre todo, si alguien por los barrios de las flores de humo conocía al hombre de la cicatriz en el pie. Durante semanas, la única información que obtuvieron era la que ya conocían; que las casas de entretenimiento eran lugares de tráfico y otros negocios no oficiales y que los barcos eran sospechosos de llevar cargamentos ilegales vendidos a funcionarios corruptos chinos. Pero todo eran rumores evasivos. No había nombres, documentos, testigos directos…
No obstante, sabían de una persona que había trabajado para Mister Abbott: el hombre de la cicatriz en el pie. Debían encontrar al pirata que entró en robar a Aberdeen Hill. Para ello, Sally podía esperar a que Turner estuviera en condiciones de ayudarla, pero no quería poner todo el peso de la investigación sobre un hombre cansado y abatido que hacía pocos días que había salido de prisión. Si conseguían averiguar el nombre de aquel que había trabajado para Mister Abbott, o incluso entregárselo al fiscal, tendrían por fin una prueba. Ahora que tenía el apoyo de sus amigas, que no estaba sola con una anciana y un bebé, se sentía capaz de cualquier cosa.
Sin embargo, tenía que actuar rápido. La guardia venía cada vez más asiduamente y muchas de sus alumnas habían dejado de asistir a la escuela presionadas por sus jefes. Un día, y sin previo aviso, Mary Kendall dejó de venir. Sally envió repetidas notas preguntando por su salud, pero no hubo respuesta. No fue hasta después de una semana que recibieron en Aberdeen Hill la visita de un criado. Era extraño que no entregara una nota, y que simplemente dijera como quien repite un discurso memorizado:
—Mistress Mary Kendall no va a venir más a su casa.
—¿Qué ha pasado? ¿Está bien Mary? —preguntó Sally con preocupación, aunque sabía que, dado el extraño comportamiento del criado y la forma en que la estaban informando, sucedía algo más.
—Sí, está bien. Mistress Mary Kendall no vendrá más —repitió el chico, quien no estaba preparado para ningún tipo de pregunta.
—Y… ¿el dinero? —preguntó Sally de forma retórica. Era evidente que acababan de perder a su único mecenas. Tenía que encontrar la manera de acabar con el monopolio y el control que ejercían en la ciudad los Abbott y el resto de sus familias amigas.
Una noche, Sally salió por su cuenta. Pensó que quizá podría identificar al hombre de la cicatriz en el pie. Nunca vio su cara, pero estaba segura de que podría recordar su voz. Había convencido a Ka Ho de que la acompañase y había mandado a Mistress Kwong que no hiciera preguntas y la ayudase a vestirse con un traje tradicional chino. La mujer aceptó a regañadientes e hizo un excelente trabajo en vestirla, alisarle el pelo con una plancha y ponerle un tocado con un pañuelo.
—Realmente pareces una flor de humo —dijo Mistress Kwong—. Pero ten cuidado. No hables. Tienes un acento terrible. Deja que Ka Ho te guíe.
Sally agradeció la información y de forma breve se despidió de Mistress Kwong. Mei ya hacía rato que dormía y Sally no quiso despertarla.
Acompañada de Ka Ho y abrigada por la oscuridad, se dirigieron a la zona este de la ciudad. Sally se sorprendió de que nadie les prestara atención y, cuando llegaron a la zona de los prostíbulos, se acercó lo más posible a Ka Ho esperando que nadie pudiera ver su rostro. Entre callejuelas, casas que emitían música, risas y gritos, se abría un nuevo Hong Kong al que Sally jamás había tenido acceso. Era un mundo que olía a licor, opio, jazmines y suciedad. Por la calle aparecían hombres, a veces acompañados de mujeres. Todos parecían ebrios. Ka Ho preguntó en la entrada de un par de casas. Su cantonés era un dialecto cargado de jerga que Sally no podía entender. Pero cada vez que lo oía, pedía con todo su corazón que Ka Ho fuese discreto. Vagaron durante un par de horas y, al final, Sally estaba ya agotada, y, sin ninguna vergüenza, empezó a apoyar casi todo su cuerpo en el de su amigo. Empezó a pensar que todo esto no era más que un intento desesperado por compensar su falta de iniciativa. Deambular por calles atestadas de vicio y peligro no serviría de nada.
—Volvamos a Aberdeen Hill. Gracias por ayudarme —dijo Sally. Era agradable estar tan cerca de Ka Ho.
Después de tanto tiempo, Sally había olvidado la calidez que se podía sentir con un abrazo y una mirada atractiva. Por un instante, los dos de pie, uno frente al otro, pensó que Ka Ho la iba a besar en los labios; sin embargo, algunos hombres salieron de un local y los dos se pusieron a caminar inmediatamente. Unos minutos después, Sally se dio cuenta de que alguien los seguía. Ka Ho también parecía estar al caso, porque empezó a caminar aún más rápido. La chica no quería volverse, no quería mirar atrás. Sin embargo, después de unos cuantos pasos, les empezaron a llamar la atención. Ka Ho le exigió:
—Camina más rápido.
—¡Eh! ¡Vosotros! —les llamaba la voz. Una voz familiar que transportó a Sally inmediatamente a los bajos de aquella cama llena de polvo donde se escondió de los ladrones de Aberdeen Hill.
Pronto les alcanzaron y, sin saber cómo, les rodearon. Había seis hombres, y no necesitaban presentarse para saber que ellos habían estado detrás del robo durante aquella noche en la que Theodore Evans murió. Esta vez, todos iban vestidos a la moda, con mallas de color blanco y zapatillas negras. No llevaban los pies desnudos ni zapatillas abiertas, así que Sally no podía ver la cicatriz, pero algo le decía que ese era el hombre que buscaba.
Ka Ho intentó torpemente ponerse delante de ella, como si eso pudiera parar el ataque de seis hombres. Nunca pensó que pondría a Ka Ho en peligro de esta manera y, cuando este la miró indicándole que era momento de correr, Sally intentó con solo un «lo siento» resumir todo lo que sentía. Todos empezaron una rápida discusión en cantonés de la que Sally solo pudo entender su nombre y el de Mister Abbott. Cuando los hombres se abalanzaron sobre ellos, Ka Ho la empujó con gran violencia para apartarla del camino y le gritó que echara a correr. Ella hizo lo que Ka Ho le había indicado, y, al cabo de unos metros, se dio cuenta de que nadie la seguía. Sally simplemente corrió oyendo detrás de sí muchas voces que se amontonaban. No veía nada y solo intuía su camino de regreso. Todo el tiempo pensó en Ka Ho y en Mei. No podía esperar llegar a Aberdeen Hill. Quería tener a su hija de nuevo en brazos y buscar una forma de salvar a Ka Ho. Sabía que no podían llamar a la guardia, pero Mistress Kwong sabría lo que tenían que hacer. Lo que no podía explicarse era por qué no la habían perseguido a ella.
Por desgracia, cuando llegó a Aberdeen Hill, en el jardín delantero había gente mucho más amenazadora que los piratas que los habían atacado. La guardia, que tantas veces había interrumpido durante el día, esperaba en el jardín. Delante de ellos solo estaban Mistress Kwong y Siu Wong, parados delante de la puerta de entrada.
—¿Qué hacen ustedes aquí? —les gritó Sally recuperando el aliento.
—Venimos a detenerla, señora —dijo uno de los policías, un hombre grandote que ya había venido un par de veces a Aberdeen Hill a inspeccionar el lugar. Todos parecían divertidos ante la imagen de Sally, blanca, sudada y vestida con ropa tradicional china.
—¿Qué? No, ustedes deben ir a la zona de los prostíbulos y ayudarme a encontrar a un amigo que está siendo atacado.
La única respuesta que le ofrecieron los policías fueron unas risas llenas de desprecio e incredulidad.
—Está más loca de lo que pensábamos, ¿no? —le dijo un policía más joven al otro gordo.
—Vamos, señorita, tiene que venir con nosotros —dijo el policía grandote acercándose a Sally.
—¡No! —gritó Mistress Kwong, pero uno de los policías ya se había acercado a ella también para cogerla por un brazo. Sally pensó en correr, pero no podía huir sin su hija. En ese momento se dio cuenta de que Mistress Kwong estaba llorando y la gravedad de la situación se mostró por primera vez. ¿Y si la encarcelaban?
—Dejadme decir adiós a mi hija —imploró Sally.
—¿A tu bastarda? —relinchó uno de ellos—. Ni lo sueñes…
Sally dejó que la rodearan y la empujaran hacia la portalada de la calle.
—Mira cómo va vestida… La muy puta seguro que estaba por ahí con sus chinos… —decía otro.
—¿Puedo al menos preguntar por qué me detienen? —dijo Sally caminando al frente. Sus piernas temblaban por el esfuerzo y el miedo e intentó no mirar atrás. Si veía a Mistress Kwong se desmoronaría.
—¿Por qué te detenemos? ¡Mira, Harris, lo que pregunta la loca esta! —se rio uno de ellos.
—A ver: conducta indecente, prostitución… —enumeró con gusto el policía gordo—, y los Abbott la han denunciado por robar un anillo que ha pertenecido a la familia durante generaciones.
Sally gastó toda la energía y la voz que le quedaban exigiendo que la dejaran ver al fiscal Dunskey. Lo repitió una y otra vez mientras la arrastraban y la empujaban. No intentó soltarse, solo pidió ver al fiscal. Cuando la encerraron en la celda, no se dio por vencida y siguió exigiendo ver a Dunskey, gritando una y otra vez que era inocente. Luego lloró, durante largo rato. Y, cuando acabó con todas sus lágrimas, intentó cerrar los ojos, pero no pudo dormir. Pasó la noche más larga de su vida sentada en un banco de madera, pensando en lo tonta que había sido, en todos los errores que había cometido y en todo lo que le diría al fiscal para deshacerlos. La mañana entró de forma lenta a través de la minúscula ventana. Nunca el tiempo había pasado de forma tan lenta. Cuando por fin oyó que alguien se acercaba a la puerta, se sintió desfallecer.
—¿No querías ver al fiscal? —le dijo un guardia con el que Sally no recordaba haber hablado.
—Sí, soy inocente —repitió por enésima vez, solo que esta vez tenía más esperanza.
Los guardias le pusieron una cadena en los tobillos, la sacaron del edificio y la llevaron a otro contiguo. Durante el tramo que caminaron por la calle, Sally miró al frente, con la cabeza alta, pero intentando no cruzar su mirada con ninguno de los curiosos que había a su alrededor. Cuando pensaba que saldría ilesa de ese trayecto, alguien gritó: «¡Puta!» Y otros más se unieron al primero. Sally siguió mirando al frente sin fijarse en nadie.
Ante la puerta del despacho del fiscal, Sally fue liberada de sus cadenas. No podía esperar encontrarse con el hombre del que tantas veces había oído hablar. Sin embargo, en cuanto la puerta del despacho se abrió, algo familiar la sobresaltó. El despacho era reconocible y dentro, sentado en una silla frente a un escritorio, no estaba el fiscal, sino Mister Abbott, esperando con una sonrisa de satisfacción.